Escribir para espantar los miedos

En la sesión del día 18 de marzo hablamos de la escritura como herramienta para conjurar los miedos.
¿Cómo son nuestros miedos?, ¿cuáles son las cosas que nos aterran?, ¿nuestros miedos de ahora son iguales a los miedos de infancia?
Tomamos como referencia dos grandes libros publicados en la editorial Páginas de Espuma y los analizamos en el taller. Por un lado Casa de muñecas de Patricia Esteban Erlés (con ilustraciones de Sara Morante) y para completar el tema Ajuar funerario de Fernando Iwasaki

Reproducimos a continuación dos cuentos de Iwasaki, uno de ellos nos sirvió para enlazar su libro con el de Casa de muñecas de Patricia.


Día de difuntos
Cuando llegué al tanatorio, encontré a mi madre enlutada en las escaleras.
–Pero mamá, tú estás muerta.
–Tú también, mi niño.
Y nos abrazamos desconsolados.

La casa de muñecas
La compré en una tienda de antigüedades porque me fascinó su desmesurada ambición por la miniatura.
Cada habitación era de una riqueza maniática, pues en los baños se veían los tubos abiertos de pasta de dientes, sobre las mesas se deshojaban cuadernos garabateados con letras minúsculas y en la cocina distinguí una alacena colmada de botes y conservas con etiquetas miniadas por un artista dementes. Pero lo más asombroso fue descubrir otra casa de muñecas dentro de la casa de muñecas, minuciosamente decorada como una pesadilla. Lo único que me chocaba era la infinita tristeza de las figuras que la habitaban. Me la llevé a casa y la instalé en mi dormitorio, sobre la mesa de caoba maciza.
Aquella noche me despertó una luz asmática y di un salto tremendo cuando advertí que el resplandor provenía de la casa de muñecas. Corrí hasta la mesa de caoba y contemplé aterrado cómo brillaba el interior de la diminuta casa de muñecas que estaba dentro de la casa de muñecas, mientras todas las figuras de la casa corrían hacia la habitación maldita. No me di cuenta cuando entraron en mi cuarto.
La policía ha levantado el cadáver y busca en vano pistas por el suelo. Sin embargo, nadie ha reparado en la nueva habitación de la casa de muñecas. La figura no me hace justicia, pero la mesa de caoba es igualita.

Y dejamos aquí una entrevista a Iwasaki en www.literaturas.com.
Y esta fue la propuesta de escritura: Imagínate por un momento en tu propio velatorio. Alrededor hay muchos amigos y familiares. Todos piensan que estás muerto pero tú sigues ahí, con los ojos cerrados pero oyendo todo lo que dicen. Cuéntanoslo.
El libro de Patricia nos sirvió para meter los miedos dentro de casa. Hablamos de la simbología de la palabra casa y de cómo el miedo es diferente en cada una de las estancias.


Reproducimos a continuación algunas de sus ficciones:

Intimidad con el muñeco
Jugamos. Yo le arranco sus ojos azules y los coloco en la palma de mi mano, como si fueran canicas. Él me cuenta qué ve.

La traidora
Cuando por fin junté el valor para despedirme le conté a mi muñeca que nos quedaban pocas tardes de juego. Por primera vez desde que la conocía guardó silencio. Esperé un tiempo prudencial. No reaccionó y entonces le susurré muy trágica que había escuchado al doctor decirles a mis padres que me estaba muriendo de tuberculosis. Tuberculosis, silabeé. Me quedaré muy flaca y escupiré sangre en el pañuelo sin parar. Ni siquiera cumpliré once años. La muñeca asintió, negligente, y volvió los ojos helados hacia algo que estaba situado a mi espalda, quizás en dirección a la estantería de mi hermana pequeña. Aquella misma noche, mientras me acostaba, le confesé a mi madre con una extraña voz de adulta que había decidido con cuál de mis juguetes quería ser amortajada.

Cineclub
Nos gusta filmar películas pornográficas en nuestro dormitorio. Como cuando estábamos vivos.

Carne fresca
Me gusta abrir el frigorífico y que tú estés ahí.

Y dejamos aquí una entrevista con Patricia y con Sara en la revista www.culturamas.es
Y esta fue la propuesta de escritura: ¿Cuál era el rincón de tu casa que más miedo te daba? ¿Recuerdas cuáles eran tus miedos en la infancia?


Aquí están algunos de los trabajos de los componentes del taller de escritura:

La cama
Nunca quería irse a dormir. Su habitación, su cama, era tierra enemiga. Tierra donde solían acampar los hijos de los hijos de los hijos de las sombras con sus hijos.
En cuanto cerraba los ojos, les oía.
Al principio, entre susurros, se limitaban a contar sus gestas; pero luego, en poco tiempo se emborrachaban con sus triunfos, todos macabros; y a voces, exhibían sus trofeos. Ella no quería ser uno de ellos.
Por eso, cuando sus inconscientes padres la obligaban a acostarse; cuando aterrada se quedaba sola en aquel país tan hostil, cubría su suelo y su cielo con muñecas y peluches. Después, sin hacer un ruido, se escondía entre ellos.
Sabía que no podía descuidarse; pero tal vez así, oculta como estaba; si el sueño la vencía; las sombras y sus hijos no la encontraran.

El Funeral
He visto un muerto. Un muerto muerto.
Me llamaron. Fui. Le vi. No le conocí.
Un muerto es un durmiente que duerme sueños fríos.
Su cuerpo se pudre. Fermenta a la vista de todos.

He visto un muerto. Un muerto muerto.
Me llamaron. Fui. Le vi. No le conocí.
Cuatro calvarios entonaron un Réquiem: “Eco de Ecos”.
Enterrar es olvidar. Olvidar es fácil.

He visto un muerto. Un muerto muerto.
Me llamaron. Fui. Me vi. No me conocí.

Su familia rogó una oración por el eterno descanso de su alma.
Mi familia rogó una oración por el eterno descanso de mi alma.

“Padre…Ave…Gloria…AMEN
Padre…AveGloriaAMEN
PadreaAveGlorAMEN
Padreveriamen
Padr

El cuarto oscuro
Las hermanitas les dijeron en el cole, que si eran malas las llamas del infierno las consumirían eternamente. Para que lo comprendieran bien; bajaron las persianas, cerraron la puerta, y cuanto todo estuvo en silencio, les hablaron de un precipicio inmenso donde Dios arrojaba a los malvados. Estaba lleno. Allí, unos seres monstruosamente crueles, empuñando tenedores gigantes les obligaban a caminar sin detenerse a través del fuego. Un fuego que nunca se extinguía porque un reloj maldito le azuzaba sin cesar, mientras sus dos manecillas repetían incansables “para siempre, para siempre, para…”. Cuando levantaron las persianas, apenas quedaban supervivientes. ¡Benditas sean!

La pesadilla
Lo peor de sus pesadillas, no eran las pesadillas, que eran terribles. Tampoco, ese momento de despertar repentino y sudoroso, casi sin aire; donde los monstruos que vivían debajo de su cama y le buscaban para devorarle, -fugaces-, eran sustituidos por una estela de pánico de duración incierta.
Lo peor de sus pesadillas era el pis. Sí, el pis. Porque cuando emergía del terror y por fin se consideraba a salvo de esas bestias insaciables que corroían su descanso, su cuerpo ¡ay su cuerpo!... su cuerpo reclamaba con urgencia un baño; y el baño estaba en los confines de la casa.
El camino era extremadamente peligroso. Conocía bien la noche. La oscuridad era una boca hambrienta que vomitaba personajes siniestros con dientes y dedos afilados.
Si en un acto de valentía, conseguía sacar las manos de debajo de las mantas y llegar al interruptor que él sabía sobre la mesilla, junto a su cama; entonces, sólo entonces lo que le ocurría tenía solución; porque tras una luz llegaría a otra, y tras esa a otra y luego a otra y a otra… y a otra más; hasta que finalmente con el trayecto despejado, el pis quedaría fuera de su cuerpo, donde mamá decía que debía de estar: en el baño. Luego volvería tiritando a su cama dejando todo como estaba: iluminado. A la mañana siguiente, mamá le reñiría: “¡las lámparas! ¡las bombillas! ¡las lámparas!” pero eso, eso sería mañana. Además mamá era tan buena que mientras le reñía, le besaba. Si pudiera ir a su cama…, allí seguro que no pasaba nada.

El miedo
Nunca me ha gustado que me llamen cobarde. Me da miedo, mucho miedo que la gente piense que hay algo o alguien capaz de atemorizarme. Por eso estoy aquí, escondido, vigilando todo lo que dicen de mí; dilucidando lo que dicen, lo que piensan. Lo que piensan sobre mí. Porque no me gusta, nunca me ha gustado que me llamen cobarde. A mí; no hay nada, no hay nadie capaz de atemorizarme.

Las muñecas de porcelana
Siempre aborrecí las preciosas muñecas de porcelana engalanadas con encajes. Tan inexpresivas con esos ojos tan grandes. Verlas me producía un escalofrío inexplicable. Eran tan frías como la piel de la serpiente. Extendían sus brazos para abrazarme, pero yo sabía que ese abrazo llevaba veneno. El veneno del almidón que abullona la tela para disimular que tras él, en lugar de corazón hay látex.

El vino
Debajo de mi casa, en el sótano; guardan mis padres el vino. ¿Por qué lo tendrán allí? El sótano es un lugar opaco y tenebroso donde sólo hay ruidos raros. Los hacen los fantasmas.

El dentista
Tuvo la terrible mala suerte de que sus dientes nuevos brotaran sin orden. Los caninos, excesivamente altos, ocupaban espacios que no debían y los incisivos se apelotonaban en la entrada girando sobre ellos mismos, como si su máximo interés fuera supervisar la amígdala, esa amígdala que tantas veces se inflamaba. Un hombre de bata blanca y sonrisa ordenada, sentenció: ”tiene solución” Desde entonces cada dos semanas, cada mes a lo sumo, se repetía la tortura del alambre. Daba igual que él llorara o vomitara.

La tormenta
Siempre tuvo pánico al trueno. Desde niña, el rayo la obsesionaba. No podía ser bueno algo que si te tocaba, te mataba.
Cuando decidió ir a la verbena, nadie esperaba que…
Cuando estalló la tormenta, sus padres fueron a buscarla. Nadie imaginó que a la puerta de su casa, el rayo la esperaba. Saco las llaves y antes de que entrara, cuando su mano giraba…
Siempre tuvo razón; si te tocaba, te mataba.

Ana Isabel Fariña

Miedo, mi miedo
Perdido…
me persigue el MIEDO,
me atenaza la garganta con su manto de sombra oscura…
corro sobre arenas blandas que sujetan las piernas…
Grito: “¡NO PUEDO MOVERME!”
Me hundo en un agujero negro, sin fondo…
MIEDO… MIEDO… MIEDO.
Veo la cabeza como rueda, entre las piedras, empujada por aguas enfurecidas de color pardo-ocre.
Fantasmas multicolores, con sonrisas retorcidas, esperan entre una niebla blanca… muy blanca.
El corazón salta en el pecho en palpitaciones descontroladas,
el estómago se encoge,
el pecho está a punto de estallar…
el esfínter se dispara…
MIEDO… mi miedo…
oscura angustia,
ansiedad sin límite arropada por las sábanas de noches sin luna.
Vómitos lascivos de mil sensaciones recogidas día a día de una sociedad torpe.
Recuerdos genéticos heredados de ancestros en los que la vida era como una bocanada de humo agrio…

¡ME TRAGO EL MIEDO CON UNA TAZA DE CAFÉ Y UNA MAGDALENA!

Me fui
SÍ, SÍ…
¡ESTOY MUERTO!!!!!
¿Acaso ya importa algo?

Vicente M. Martín


Recomposición
Pedí en una de mis últimas recaídas que no me dieran sepultura, ni siquiera que se me incinerase. Me daba horror pensar que mis restos pasasen a constituir materia sobre materia pretérita. Al final, decidí lo que mucho tiempo atrás había sopesado, no sin ciertos ambages dada la anormal resolución final de mi existencia. Solicité que mis restos fueran a parar a la Universidad de Medicina a efectos de que mis órganos pudieran servir a futuros especialistas en seguir investigando diversas patologías, aún incipientes en su curación. Conmigo llegarían tarde, pero al menos, los que viniesen a éste jodido mundo tendrían más posibilidades de llegar a ser un viejo de verdad.
Hoy no he podido levantar mi cabeza como de costumbre. Al hacerlo se me ha ido el cuerpo entero como una pluma levantada por el aire. La sensación ha sido muy placentera. No escuchaba nada, no me dolía nada, nada me importaba. Nada de nada.
Si pude ver junto al plafón de la lámpara del techo, abajo, en el suelo blanco de una habitación mi cuerpo tendido sobre un féretro normal y corriente. A los lados, las luminarias eléctricas encendidas. Una de ellas, no funcionaba con normalidad hasta que se apagó. Comprobé, mientras me desplazaba con levedad a la altura de mi cara como el olor de mi cuerpo se mezclaba con la fragancia empalagosa de las flores y coronas que detrás de mí, ofrecían sus epitafios a los vivos que al otro lado del cristal observaban otro muerto más.
Observé sus caras y rápidamente comencé a buscar. Encontré las caras que deseaba encontrar. Mi viuda, ya de una manera oficial, rodeaba con su brazo a mis hijos, que abrumados aguantaban los besos y caricias de los presentes. Aquellos, que tiempo atrás venían al Hospital y me daban ánimos, señalando incluso la disputa de un partido de tenis en cuanto saliese del centro. No estimaban los muy necios, al menos un cierto periodo de rehabilitación para darle a una pelota. Al fin y al cabo, los enfermos crónicos sabíamos muy bien que cuando empezaban a ponernos fechas para celebrar todo tipo de eventos, nuestro final estaba a los pies de la cama.
Mientras unos murmullos y brazos sin rostro me animaban a desplazarme por otras dimensiones, observé ya desde cierta distancia a unos niños que jugaban con los que habían sido mis hijos, disputándose un globo de color verde mientras mi viuda sonreía y atendía con diligencia a las personas que iban abandonando la sala. Los vivos tienen premura en atender a sus vivos que han dejado en su hogar, ver a la persona amada antes de ir cenar o bien llegar a su casa para descansar y ver su programa favorito.
Cerré los ojos y me deje llevar sin cadena alguna, pensando en lo que podría empezar a partir de lo acontecido y pleno de júbilo al saber que la vida que había dejado volvería a recomponerse milagrosamente…

José Luis Moreno Gutiérrez


Una sombra en el corazón
Entre once y trece años teníamos todas. Yo era la más joven. Aquella tarde fuimos otras dos amigas y yo a celebrar los doce años de María. Era la primera vez que iba a su casa y no podía imaginar en ese momento que iba a volver muchas veces más, que se iban a crear con ella y con sus padres lazos que hasta hoy siguen muy fuertes. Quizás fue ese día el que selló nuestra profunda amistad.
Después de merendar con tarta y velas nos sentamos las cuatro en la hierba primaveral del bosque que tocaba la urbanización y empezamos a hablar de la existencia de los espíritus. Un tema que era capaz en aquel tiempo de ponerme el pelo de punta. Imaginarme que pudiese haber por allí almas errantes, en pena, en busca de salvación, u otras malísimas intentando dañar a los que seguíamos en el mundo de los vivos, me horrorizaba.
A María en cambio le encantaba el tema. Y se divertía mucho contando historias improbables, viendo el impacto que podían tener en mi yo interior.
El hecho es que esa tarde María nos habló de la sombra negra, con un cuchillo en una mano, que se subía cada noche al desván de la morada.
Los padres de María habían comprado aquella casa hacía unos meses, era uno de esos chalés recientes en las afueras de la ciudad, un adosado de tres plantas que daba a un tranquilo bosque, ‘ Le bois de St Jean ‘, donde niños, adolescentes y familias podían disfrutar de todas las estaciones del año sin temor a los coches, y lejos del bullicio de la ciudad.
María nos contó, pues, esa tarde, cómo, cuando por la noche estaba acostada en su habitación de la última planta, y también lo estaban su hermano y sus padres y todo quedaba entonces en silencio, de pronto oía crujir cada uno de los escalones de las escaleras de caracol (desde abajo del todo hasta arriba del todo) con pasos pausados y lentos, hasta que por fin veía pasar delante de su puerta entreabierta aquella sombra que se subía por la pequeña puerta hacia el desván y allí parecía quedarse hasta el día siguiente.
Me acuerdo haber tenido en ese momento los ojos inyectados de lágrimas ácidas, sufrir cada escalón donde la veía mentalmente subir, no poder aguantar la visión, no querer siquiera imaginarme quién sería ese fantasma, por qué venía cada noche, con un cuchillo, a casa de mi amiga y sobre todo, confiar en lo más hondo de mi ser, en que aquella aparición no tuviese ninguna mala intención en contra de María.
Bien se puede comprender el pánico que sentía cada vez que, al hacerme muy amiga de ella, iba a dormir a su casa y me tocaba a veces, por una razón u otra (detrás de las cuales sospechaba a veces María de mandarme aposta y a modo de prueba), subía a buscar algo a la habitación o esperaba por la noche sola durante el rato en que mi amiga terminaba de cepillarse los dientes en el cuarto de baño contiguo.
Yo nunca vi a la sombra negra. Pero la presentía, la sentía en cada uno de mis poros en alerta, la intuía impasible y cruel.
Hoy María ya no está. Hace mucho, muchísimo que se fue.
No sé si la aparición oscura tuvo algo que ver. Siempre me lo he preguntado.
Sus padres vendieron la casa como para deshacerse de la tristeza de la pérdida de su hija. Y luego se separaron, para no tener que compartir ese dolor eterno.
La casa sigue en pie. Allí tienen que vivir otras gentes, otras familias.
A veces me pregunto si sigue allí el espectro. Si cada noche sigue subiéndose al desván.
Yo, después de todo esto, me aferré a la idea de que María pudiese, igual que la sombra, venir a visitarme por las noches. Nunca la he visto. Pero la intuyo, la presiento, sé que está muy cerca. Los primeros años de su ausencia me fijaba mucho en las señales que me mandaba del más allá, para saludarme, para significarme el recuerdo de su amistad. Señales a veces tan personales que a mí me convencieron de su supervivencia.
Hoy en día y después de haber cambiado decenas de veces de vida y de casa, cuando estoy sola, incluso cuando estoy acompañada, y de pronto me parece ver pasar una sombra en el pasillo o asomarse furtivamente detrás de la puerta, pienso que a lo mejor es ella. Cuidándome.
He crecido, ya no tengo los once años de entonces, hoy día he aprendido a vivir con esas sombras y ya no me dan miedo. No tanto.

Sara Pérez


El puto pájaro disecado
El puto pájaro disecado. Ese puto pájaro disecado con los ojos de cristal amarillos, que ya hace falta tener mala hostia para ponerle a un pájaro los ojos amarillos. Si por lo menos hubieran sido cada uno de un color, habría tenido un toque ridículo y yo no me habría muerto de miedo cada vez que tenía que ir al cuarto de los trastos a por algo. Algo que me mandaban por supuesto, yo allí jamás hubiera "motu propio".
El cuarto de los trastos era, como muy bien indica su nombre, un cuarto que sobraba en mi casa, y era donde mi madre daba rienda suelta a su síndrome de Diógenes. ¿Por qué cuarto de los trastos, en vez de trastero? Vaya usted a saber, yo lo que sé es que a mí me daba pánico entra allí y ver aquella perfecta definición de pajarraco mirándome con cara de mala hostia y ojos de “ten cuidado y no me pierdas de vista, que voy a por ti”.
Afortunadamente, el pájaro desapareció de casa, yo he crecido, y ya no me da miedo... Siempre y cuando no tenga que entrar en el cuarto de los trastos, no vaya a ser que su fantasma esté allí esperándome.

Elena Vicente


Los últimos recuerdos
Noto que me escurro, me estoy marchando y todos ahí sin saber que aún no me he ido.
Me recuerda a cuando de pequeño mi madre alborotaba por toda la casa mientras nosotros nos despertábamos y desde la cama seguíamos sus pasos. Mi hermano y yo jugábamos a Empujones y en una ocasión me hice una pitera de la cual he conservado la cicatriz hasta ahora. Los domingos cuando nos llegaba el olor a masa frita ya no podíamos seguir más tiempo acostados y salíamos corriendo escaleras abajo. Mi hermana pequeña se quedaba llorando arriba con mi padre por que también quería bajar.
Hay demasiada luz ahora mismo en la cocina y no acierto a perfilar las figuras de mi familia. Mi hermana mayor ha abierto la ventana para que se marche el humo y yo me esfumo hacia la luz y los dejo allí a todos comiéndose los buñuelos con miel.

El cuarto oscuro
Paso por delante del cuarto oscuro de mi abuela pero si canto, el canto me protege y no me pasará nada.
Oigo pasos, estoy sola viendo la peli de El Resplandor, pero si cuento hasta cincuenta, el contar me protege y no me pasará nada.
El pasillo es largo y me meo pero si rezo, el rezo me protege y no me pasará nada.
El miedo es oscuro y nunca entraría sola pero si canto, cuento o rezo lo distraigo y me cuelo.

Antonia Oliva


Miedos insuperables
Durante mi infancia, sin motivo aparente, soñaba que caía al patio interior del edificio. Tenía algo de sórdido. Su tenebrosidad, sus losetas de azulejo ladrillo siempre sucio y su reja central le daban un aspecto de patio carcelario con fregonas. Quizá fuese eso. Pero el caso es que al menos un par de veces por semana sentía una realísima sensación vertiginosa mientras me precipitaba, por la parte que da a la terraza de mis progenitores. Lo he recordado hoy. He vuelto por última vez a casa de mis padres, después de muchos años. Y aunque es obvio que mi cabeza deambulaba por otros territorios, alguna neurona díscola me lo trajo a la cabeza, con un pensamiento: “Debes enfrentarte a tus miedos si quieres superarlos”. De repente, tal vez porque no iba a tener otra ocasión, he vuelto a la terraza y me he asomado a ese patio. La teoría sobre los miedos es una patochada, pero ya no puedo confirmarlo.

Tentando el mal
Siempre he creído que El Mal nos acecha en la oscuridad, en forma de espíritus resentidos que la luz reprime. La conclusión no es gratuita; siempre he sentido admiración por lo oculto y soy un gran estudioso de la materia. Superada la fase de estudio y enunciación, no queda sino llevarlo al terreno del empirismo. Por eso he decidido venir a esta casa abandonada y deambular a oscuras toda la noche. Tras un par de horas he tropezado, son resultado de fractura de tibia y peroné. Al final tuve mi fenómeno para anormal.

Ni muerto calla
Ha pasado por aquí Acisclo, el tío abuelo del pueblo. Creo que no le veía desde la adolescencia, porque desde que falleció la abuela, allí no volvimos. También Carlos y Rufo, yo pensaba que esto ni fu ni fa. Y no han venido Adolfo y Néstor, con ellos si contaba. Ha pasado también Rosa, sin su novio ¡A buenas horas la pillo sin él! Mi padre se ha asomado un par de veces, no adivino si está enfadadísimo o hundido. Y aquí al lado, todo el rato, mi madre, preguntando continuamente porqué he tenido que hacerlo y qué ha hecho ella para merecer eso. Parece que ni muerto voy a librarme de sus broncas.

Miguel Ángel Pérez


Queria un muñeco que no se riese.
Por la noche cuando me iba a la cama mis muñecas tomaban vida. Su risa no me dejaba dormir.
Yo me tapaba con el embozo de la sábana la cabeza y de vez en cuando miraba hacia el armario donde todas las noches las metia, porque ellas se ponian a jugar y no me dejaban entrar en sus juegos.
El rincón donde estaba el armario me producía terror. La claridad que entraba por la ventana proyectaba unas sombras sobre él que parecia que todo se movia y se alargaban hasta que alcanzaban los pies de la cama.
El dia de Reyes llegó Nacho, un muñeco grande, con mofletes y serio. Este es el que yo queria.
Por las noches yo le dejaba sentado en una silla frente a mi, velando mis sueños y las muñecas ya no alborotaban, sabian que Nacho se enfadaría con ellas.

Carmen Alonso