Gonzalo Ugidos, en un artículo titulado "Antonio Pérez, un histórico de la bohemia" dice lo siguiente:
"El museo inacabable de Antonio Pérez nació en los bolsillos de su pantalón corto. Desde doncel, en Sigüenza, recogía cosas que guardaba como un tesoro, sobre todo vilanos, esos abuelitos o flores de cardo que al soplarlos explotan en la satisfacción de un deseo. Los encerraba en un tarro de cristal sin la conciencia de ser un eco de Marcel Duchamp. Su padre era arriero, conducía una recua de mulas vendiendo pimentón. Al menor de sus 12 hijos, Antonio, el negocio familiar no le interesaba; pero sí saborear el polvo de los caminos, vagabundear como un nómada de brújula loca"
Este es el tráiler del documental Objeto encontrado que narra la vida y obra de Antonio Pérez:
Este es el tráiler del documental Objeto encontrado que narra la vida y obra de Antonio Pérez:
Y estas son algunas de las piezas expuestas en la Fundación Antonio Pérez descrita así en su página web:
En Octubre de 1998 se procedió a inagurar oficialmente las salas de exposiciones de la Fundación ANTONIO PÉREZ, con ellas se amplía en Cuenca un nuevo foro cultural que sirve para revitalizar el ámbito artístico de una ciudad con una gran tradición pictórica desde los años 60, cuando tuvo lugar la creación del Museo de Arte Abstracto Español (en el que están representados artistas como Chillida, Guerrero, Millares, Palazuelo, Saura, Torner, Zóbel...) y cuando importantes figuras de la plástica española decidieron quedarse a vivir en Cuenca, atraídos por un cierto halo que sigue latente y que, sin duda, esta Fundación pretende perpetuar.
Desde su creación, en 1997, la Fundación que lleva el nombre del artista para unos, coleccionista para todos, ha llevado a cabo un gran número de exposiciones de obra gráfica original, que han recorrido diversas poblaciones conquenses, acercando a las gentes, a los pueblos, las creaciones artísticas de pintores que son o han sido parte del mundo vital de Antonio Pérez, de ese círculo artístico en el que sigue inmerso.
El objetivo, pues, de la Fundación está en el conocimiento y difusión del arte creado en este siglo, partiendo de un conjunto de fondos pictóricos que son, fundamentalmente, creaciones de artistas de la generación del fundador, pero también las de aquellos otros, más jovenes, que han merecido su atenta mirada.
Ubicada en el que un día fue Convento de las Carmelitas Descalzas, la Fundación ha creado un nuevo espacio donde confluyen pasado y futuro, donde conviven en armonía formas creadas por el Hombre con formas de la Naturaleza, y que producen, amén de toda una variedad de sugerencias, emoción plástica.
Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer
Sobresauras
Los castrati
Somier. Homenaje a Sempere
La propuesta de escritura prevista para esta sesión guarda una relación directa con Lautrémont quien hablaba del encuentro casual de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de disección. Pues ahí, en esos tres elementos (paraguas, máquina de coser y mesa de disección) está el reto.
Estos son los trabajos de algunos de los participantes en el taller:
La máquina de coser, el paraguas y la mesa de disección
En la mitad del desierto
lamida por las arenas
que van y van y van
está LA MAQUINA DE COSER
remendando al viento frío de la última mañana
le ayuda EL PARAGUAS de varillas de oro
los dos se afanan muy concentrados sobre LA MESA DE DISECCION
en recomponer una tarde desmembrada a la que se le termina de morir la lluvia…
El aire huele a pena
y una voz perdida que no sé de donde sale llama a merendar…
Es que el mundo se ha acabado
las cosas están descolocadas
van, van, van… sin saber dónde…
LA MAQUINA DE COSER
EL PARAGUAS
y LA MESA DE DISECCION
han firmado un tratado internacional “I+D+H+Y+Z” de colaboración…
ahora son aliados.
Vicente M. Martín
Juan, el Sr. Paraguas
La llamó un poco apurado, Juan el Sr. Paraguas a Rosita, la maquina de coser para reunirse y poder hablar sin que nadie los oyera.
Quedaron en la sala de una morgue en la que vivía su amiga Casilda la mesa de disección.
Se conocieron un buen día lluvioso, le llevó su dueño, el forense al trabajo. A la salida del mismo no llovía y se lo dejó olvidado.
Allí quedó solo y a oscuras en esa sala fría y comenzó a llorar asustado.
De pronto oyó que le decían: -No tengas miedo, no pasa nada.
-¿Quien esta ahí?, ¿quién habla?.
Soy yo, Casilda, la mesa. Llevo aquí muchos años soportando cadáveres que colocan encima de mi y sintiendo todos los fluidos y olores que se desparraman, así que tranquilízate y descansa.
Juan le contó el día que nació, de como una máquina de coser juntó con mucha delicadeza las piezas de tela que irían en su armazón y de cómo se hicieron amigos él y Rosita.
Ahora habían quedado allí porque el Sr. Paraguas se había enamorado de una joven sombrilla que había conocido un día en el parque y quería saber cómo podría volver a verla.
Eran sus únicos amigos y necesitaba su ayuda.
Cuando llegó su amiga Rosita, los presentó y comenzó a contarles su historia y a darles detalles de cómo era esta sombrilla. Era fina y esbelta, con unos bordados de lunas y estrellas en su fina tela de un color azul cielo, tan suave que case se hacía transparente.
Al describirla, Casilda la reconoció, comentó que ella la había visto, que la ayudante del forense la había traído algún dia de mucho calor.
La máquina de coser había bordado los dibujos en su tela y sabía que se llamaba Mariquita.
¿Que podían hacer para volverse a ver?
A la mesa de disección se le ocurrió la idea que cuando sus dueños les volvieran a traer, ella disimuladamente les haría un roto en su tela y de esta manera tendrían que llevarlos a reparar.
Y así fue, todo sucedió como habían previsto y volvieron a encontrarse junto con la máquina de escribir.
Carmen Alonso
Dedos de Novia
Todos los instantes esconden como mínimo un
misterio. No lo advertimos porque habitualmente vemos con un mirar tan cargado
de nosotros que nuestro ojo todo lo percibe con la luz de sus apetencias y sus
temores. Así, la retina –nuestra retina-, únicamente es capaz de captar
imágenes cautivas. Sin embargo, hay ocasiones, donde alguien sin saber cómo ni
por qué, sin saber siquiera que lo hace, se niega a castrar su mirada y
entonces ve cosas. Cosas que siempre están ahí.
Tábata era un personaje con estas características.
Siendo muy pequeña –después de someterla a una interminable procesión médica
sin llegar a eucaristía alguna- su familia decidió que “le faltaba un hervor”.
Abrumados por la situación, los suyos no sabían qué hacer con ella más que
quererla. Hasta que un día, el día que la pequeña cumplía tres años, apareció
en escena Ivanna, la excéntrica tía Ivanna.
Si creéis que el amor a primera vista existe,
tenéis que creerme cuando os digo que eso, justamente eso, fue lo que ocurrió
cuando tía y sobrina se encontraron. Y es que a las dos “les sobraban
hervores”.
No había pasado un mes, cuando Tábata –con el
parabién de sus amorosos padres- había trasladado el universo que se estiraba y
se multiplicaba caprichosamente y cuando menos lo esperaba en su cuarto, a otra pieza que la tía Ivanna
había considerado oportuno habilitarle en su casa. Una casa minúscula capaz de
adquirir proporciones infinitas cuando ellas estaban dentro.
De eso hacía quince años. Quince maravillosos
años en los que Tábata había tenido que aprender a disfrutar y callar. A
protegerse de los que vivían “al dente”.
Esa noche, la noche de la que os hablo, la
empresa de limpieza para la que trabajaba le adjudicó el Hospital más grande de
la ciudad : el “Marcé Venttini”. Adjudicación inesperada que respondió a una
baja fortuita y que modificó por completo el devenir de aquella noche y por lo
tanto –como el aleteo de una mariposa- del mundo.
“El Venttini” era y es famoso por su
profesionalidad. Varios premios le convierten en un centro de referencia
para cualquier experto en temas de salud o investigación médica. Trabajar en él
es una fortuna. La doctora Georgina –directora del lugar- era y es sinónimo de
esperanza para el enfermo y de aprendizaje y entrega para el sanador comprometido.
Tábata nunca había ido.
Hasta el momento en que esto que os voy a
relatar sucedió, su trabajo se había ceñido a los almacenes “Salam”. Almacenes
–como bien sabéis- ubicados en el corazón de la ciudad, donde a ella además de
limpiar, le gustaba escuchar y jugar con el pálpito acelerado o lento que
ocultan los días y las noches.
Cuando puso su pie en el Hospital, supo que
algo grande la esperaba. Desde lejos, se escuchaba su latido.
El joven Dexter –un celador rubicundo de pocas
palabras y cara de sueño- la recibió
y guió al lugar exacto por donde debía
comenzar: La sala de disección. Un hábitat frio que para la mayoría hablaba de
finales. Finales abruptos que preferían eludir porque les robaban el sueño de
la inmortalidad, -como si su elusión se la garantizara-.
Pero como os he dicho, Tábata no era como la
mayoría.
Nadie sabe si los muertos viven más allá de lo
que dura el recuerdo de quienes les amaron; igual que nadie desconoce que
existe un tipo de muerto que conmueve profundamente a conocidos y extraños:
“Los inesperados.” Máxime si son bellos, jóvenes y acaban de contraer
matrimonio. Demasiado perfume náufrago para no estremecerse.
Aquella noche el “Marcé Venttini” estaba
turbado, profundamente turbado.
Justo en el momento en que la luna tomara
posesión de su tiempo, la policía había dejado en sus dependencias el cuerpo de
una joven. Era maravillosa. Más que muerta parecía dormida. Su rostro reflejaba
la placidez del bebé que descansa abandonado en la seguridad de un pecho que
conoce. Su cuerpo era perfecto, con la perfección pura que brota del no saberse
y un extraordinario vestido de seda blanco –aún húmedo- se abrazaba a él. Algún
que otro desgarrón, alguna que otra mancha de barro y la extraña ausencia de
todos los dedos de sus manos, eran los únicos signos que evocaban la posible
violencia que la había habitado. Quienes la veían lamentaban sinceramente su
destino. ¡Pobre Novia! –decían- ¡Qué desgracia! -afirmaban-. No veían, se veían.
Cuando Tábata se quedó sola en la sala de
disección no sabía nada de lo que os acabo de contar, y sin embargo sonrió. El
aire olía a Hada. Era un olor inconfundible pero débil. Un ligero aroma que
está y se desvanece a la vez. Guiada por su olfato, se dirigió a la mesa
central. Había un bulto bajo una sábana. Era un cuerpo. Levantó el lienzo y
allí estaba. Una Ninfa a punto de ser desposada. (Las desposadas huelen a
manzana caramelizada). Era maravillosa. La más maravillosa que había conocido
hasta el momento. Estaba tan profundamente dormida que parecía muerta. La
examinó con detenimiento. Había viajado desde muy lejos. Había tenido que pagar
peajes. Había tenido que pagar diez peajes. El precio de cada uno: un dedo.
Porque como bien sabéis sólo con un dedo de hada se pueden crear puentes que
unan los universos sin que el viajero perezca en su aventura o se olvide de si
mismo y sus orígenes. No le quedaba nada.
Si alguien no la ayudaba, cuando
despertara no podría –en caso de querer-
volver a casa. Olvidaría quien era. ¡Pobre
Hada! -pensó- ¡Qué desgracia! –sintió-
Entonces, Tábata, la joven Tábata sacó de su
bolsillo el frasquito verde de pompas que siempre llevaba con ella, y comenzó a
soplar. Burbujas de jabón llenaron la estancia. En una de ellas, por un
instante, apareció la tía Ivanna y
atravesando la membrana de agua que la envolvía con un paraguas, se
esfumó. El paraguas rebotó en el suelo y se irguió. Era el viejo paraguas que acompañaba a su tía en las ocasiones especiales.
A Tábata, siempre le había hecho gracia el
andar estirado de ese palo con tela que se desplazaba a brincos y cuando abría
sus brazos dejaba al descubierto los millones de agujeros que anidaban en su
tela -como si los ratones se hubieran dado un banquete a su costa-. Cualquiera
le hubiera desechado por inútil, por parecer más un colador que un quitasol o
quitaaguas.
Amable –como siempre- se levantó del suelo, se
colocó bien la pajarita que se abotonaba en su cuello y engalanaba su mango y
se acercó a la joven que descansaba sobre la mesa de hierro. Enseguida la
reconoció. Era la hija de Naya, la nieta de Aldara. Si estaba allí, sólo podía
ser por una razón: necesitaban ayuda y no sólo para volver. Algo terrible tenía
que haber sucedido.
Haciendo un esfuerzo para desprenderse del
dolor que ese conocimiento le había producido, extendió sus varillas. De los
millones de huecos que anidaban en su campana de tela, comenzó a brotar luz
–como si millones de faros repentinamente desadormecidos se hubieran
concentrado entre las varillas de un paraguas que se abría en una sala de
disección-. No era una luz cualquiera, era una luz irisada que cuando cubría tu
piel te hacía sentir incorpóreo, imaginario. Una de las sensaciones que más le
gustaban a Tábata.
La doncella despertó.
Si os he dicho antes, que en su estado de letargo era maravillosa,
ahora cuando lo invisible la definía como realmente era, resultaba deliciosa.
Verla era respirar la paz, la dicha más profunda. La alegría más imborrable. Y
es que –si habéis visto alguna, lo sabréis ya- la impresión que producen las
hadas es siempre indeleble.
Mientras todo esto sucedía –sin que nadie lo
supiera- del suelo sobre el que hace un momento se asentaba el mundo, brotaron
diez flores desconocidas que olían a canela y ruda. Cuando los capullos se
esponjaron, de su interior salieron diez melodías libres que se posaron en las
manos de la hija de Naya. De ahí, por el arte de la magia más ancestral que
escondía el bastón de un paraguas, crecieron diez dedos. Diez dedos blancos,
largos, desnudos como batutas vírgenes y experimentadas, como pinceles
huérfanos de colores a fuerza de alimentarse de ellos, como varitas recién
estrenadas que saben todo por no saber nada. Diez dedos capaces de suplir
aquellos otros que generosamente se
entregaron sabiendo el riesgo que suponía su regalo. Los dedos de un Hada.
Obrado el prodigio, el paraguas plegó sus
varillas y se cerró. Estaba agotado.
Tábata se acercó a él, le aflojó la pajarita
para que respirara mejor y le tumbó sobre sus piernas mientras le cantaba.
La hija de Naya miraba. Tranquila esperaba.
Sabía que así debía de ser. Cuando se realiza un esfuerzo muy grande, da igual
lo mágico que seas, hay que descansar para recuperarse.
Cuando despertó –esta vez el paraguas-, se
levantó, se colocó bien su pajarita y a brincos, muy estirado se dirigió hacia
la nieta de Aldara. La abrazó como cuando era niña y juntos jugaban en su casa.
Ella lloraba, también le recordaba. Era el paraguas que siempre se llamó
paraguas. Sólo paraguas.
Mientras sus lágrimas resbalaban por el cuerpo
del quitasol, sin decir nada, él supo lo que pasaba, por qué estaba allí la
joven y milenaria hija de Naya.
Alguien –no se puede decir su nombre- había
roto la continuidad de las tierras donde habitaban. No podían desplazarse
libremente por todos los universos que existen y amaban. La fractura era tan
grande que en el intento de saltarla, perecían porque se olvidaban. Muchas
hermanas se habían perdido ya en las sombras y el miedo avanzaba y cada vez era
más difícil pensar en rescatarlas. Dejarían de ser hadas. Y sin Hadas, los
universos, el mundo….
Tras un momento de reflexión, Paraguas se
acercó a Tábata y le pidió que hiciera pompas de jabón.
Tábata hizo lo que le indicaban; y la
habitación volvió a cubrirse con burbujas de agua que a la luz del Hada
resplandecían de forma insospechada. En una de ellas había una grafía que
representaba el universo de los universos. Perfectamente se discernían la
fallas que le fracturaban.
Es
peor de lo que imaginaba –afirmó
Paraguas-
Hay que
llamar a Casandra.
Tábata seguía haciendo globos de agua. Dentro
de cada uno, como ya habéis visto se esconde algo o alguien. Ahora en uno de
ellos había que encontrar a Casandra. Hacía tanto tiempo que nadie la llamaba
que dormía profundamente y cuando escuchó su nombre pensó que soñaba. Pero la
llamada de Tábata era tan insistente, que despertó. Volaba en una burbuja de
jabón –como cuando…-, eso sólo podía ser magia. Se le alegraron las bobinas, y
se preparó para una labor de costura delicada.
Estaba tan emocionada que no vió la columna y
chocó. La membrana de agua se había roto y ella yacía dolorida en el suelo de
una estancia que olía a canela, a ruda y a hada. ¡Qué bien huelen las hadas!
Antes de que se repusiera de la impresión, un
quitasol, un paraguas, un amigo de toda la vida la empujaba y la increpaba:
- Vamos
Casandra, no hay tiempo, te necesitan las hadas.
Ella quiso volar como sabía pero estaba tan
desaceitada… Hacia tanto que nadie la llamaba…..
- Mira….
Lo que vio Casandra, fue suficiente para que
reaccionara. El universo se rompía. Voló.
Buscó el hilo, lo enhebró dos veces, colocó la
rueda, preparó la superficie, midió la presión y la tensión necesaria; colocó a
la dulce nieta de Aldara bajo su boca y comenzó a remendarla. Con cada puntada
que daba en el desgarrado vestido del Hada, la grafía que mostraba las fallas
que separaban los universos y alimentaban el abismo de hermanos y hermanas se reducía, la tierra volvía a
unir sus jirones, se hacía más compacta. El Hada era como todas las hadas el
mapa de su tierra. Coser sus desgarrones era –según Paraguas- la única forma de
borrar esas malditas fallas. Casandra era una máquina de coser extraordinaria,
nieta de los husos más legendarios, podía conseguirlo. Unir los rotos sin dejar
huella era extraordinariamente difícil.
Trabajó sin descanso hasta que todo estuvo
terminado. El resultado fue impecable. Nadie podría descifrar el lugar donde un
día la tela estuvo rota y la tierra fracturada. Ahora el olor de Hada era más
penetrante. Tábata estaba encantada. Casandra, drogada. Ese olor intenso la
alteraba. Sin darse cuenta comenzó una danza. Las pompas de jabón la
acompañaban, algunas se rompían y la sala cada vez estaba más llena de objetos
curiosos y seres extraños que se conocían desde siempre y danzaban. ¡Cómo danzaban!
Cuando el baile terminó, todo era dicha, dicha
y paz.
Bueno todo, menos la hija de Naya. Ahora yacía
en el mismo lugar en el que se encontrara al principio de la historia pero ya
no olía a nada. Su luz parecía haberse consumido en la danza. Algo iba mal. Tal
vez, al salvar el universo, el Hada…
Se hizo el silencio.
Casandra lloraba, paraguas lloraba, todos
lloraban.
Todos menos Tábata, que acercándose con su
bote verde de pompas de jabón a la deliciosa joven que dormía o moría sobre una
mesa en una sala de disección, sopló y sopló hasta conseguir una burbuja tan
grande que fuera capaz de arroparla. Lo consiguió. La envolvió con su membrana
de agua y con la caricia de un beso y un aliento suave la devolvió a casa. Allí
ya no hacía nada. Según se alejaba, se vio
como la hermosa nieta de Aldara sonreía. Todo estaba bien.
Justo en ese momento se abrió la puerta que
daba a las escaleras que daban a la sala
de disección. Un equipo buscaba a la novia sin dedos. Tenían que diseccionarla.
La mesa estaba vacía.
Preguntaron a Tábata que aún limpiaba.
Ella no había visto nada.
La creyeron. ¡Cómo iba a mentir con esa cara!
Y además ¡Qué podría haber hecho una criatura como ella! ¡Nada!
Llamaron a la policía. Había que encontrar a
la Novia. Alguien la había robado. Había que descubrí el misterio de sus dedos.
Alguien la había mutilado.
En medio del ruido salió Tábata. En el
bolsillo de su bata una burbuja de jabón de membrana resistente albergaba un paraguas
y una máquina de coser “Casandra”, recordaban aventuras de tiempos remotos, muy
muy remotos; tiempos donde todo era magia. Ella les oía. Reían, lloraban, se
enfadaban… no había duda de que se amaban.
Al salir a planta, una ancianita esperaba en
una silla de ruedas a que alguien la curara. Estaba sola. Sobre su regazo
llevaba una caja. Si te acercabas, podías comprobar que olía un poquitín a
Hada, seguro que lo había sido y lo había olvidado.
Tábata se acercó a ella, la llamaba. Quería
agua.
Se la llevó y buscó a alguien que la recogiera
y la curara. Dexter estaba cerca. La reconoció. La escuchó y se acercó a la
anciana. Poco después tenía adjudicada habitación y cama.
Antes de que se la llevaran, la viejecita, le
dijo: Toma Tábata. Es para ti. Para ti y para Ivanna. Seguro que os gustan.
Son dedos de novia. Lo más parecido a los dedos de un Hada. Los hizo Aldara, la
vieja Aldara cuando supo de la misión de su nieta, la hija de Naya. Lo has hecho bien. Serás
amada. Y dándole un beso y un anillo
de hojalata , se marchó.
Al día siguiente, cuando Naya preguntó por
ella en el hospital nadie sabía nada. Dexter tampoco. De hecho, de lo único que
al día siguiente se hablaba era de la extraña desaparición de una maravillosa
novia mutilada. La directora Georgina salía en todos los telediarios para
garantizar que se habían adoptado las medidas pertinentes y que el caso estaba
en manos de quien correspondía y que en breve se desvelaría el misterio. Las
conjeturas más disparatadas se escuchaban por todas partes. El “Venttini”
multiplicó su fama como Tábata sus espacios.
Y esa misma noche volvió al “Salam”. Con un imperceptible aleteo de
mariposa se había reincorporado la persona que estaba de baja.
Ana Isabel Fariña