Plegaria para pirómanos

Esta semana dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a Eloy Tizón. Y nos centramos en dos de los cuentos de su último libro Plegaria para pirómanos en el que hay historias que son súplica y otras que son incendio.
Pero antes hablamos de su trayectoria como escritor de novelas, como columnista de El Cultural y como profesor en la Escuela de Escritura Hotel Kafka. En breve comenzará a ejercer su maestría en el Taller de Clara Obligado.
Mencionamos cómo su libro Velocidad de los jardines se convirtió en un fenómeno de culto y colocó al autor entre los más notables escritores del género y cómo después de Técnicas de iluminación Eloy pensó que sería su último libro de cuentos pero se equivocó.
Te dejamos aquí uno de los cuentos de Velocidad de los jardines, el que da nombre al libro.
Dice Eloy Tizón: “Escribir, para mí, es tener ganas de escribir. Ganas de que haya algo donde antes no había nada. Ganas de llenar un hueco. De cubrir un vacío. De salvar del olvido algo, algo pequeño, irrelevante, de poco peso, como el color del cielo una tarde, el traje arrugado de Pablo o las mechas en la melena de Mónica. Cualquier cosa”.
Esa escritura de orfebre, milimétrica, en la que todos las palabras están en su lugar la advertimos en las dos historias que comentamos en el taller: "El fango que suspira" y "Dichosos los ojos"



El primero de los cuentos, "El fango que suspira" tensó todos nuestros músculos y nos arañó un poco por dentro. Una historia cruda, real, en la que Eloy Tizón despoja a la muerte de su piel simbólica y metafórica y le hace frente desde la materia, esa herencia post mortem de objetos personales que hay que hacer desaparecer y la burocracia necesaria para borrar cualquier rastro de vida. La muerte ante nosotros, con pelos y señales. Los problemas de la muerte. Los rescoldos de una vida efímera que esta sociedad del vértigo desdibuja en un verbo. El duelo supersónico. De ser alguien a ser nada. De cero a cien en segundos. 

La otra historia, "Dichosos los ojos", la presentamos como un "no cuento" pero con una nota a pie de página en negrita en la que planteamos: ¿Y por qué no es un cuento? Discutimos sobre los límites del género y de cómo el autor ensancha esas fronteras y las traspasa poniendo en cuestión las viejas fórjulas y arquetipos. Y asistimos a esa suerte de ráfaga de polaroid en la que Tizón, o quizá Erizo, nos muestra todo cuanto cabe en la memoria de la mirada. Un texto en el que la enumeración, al estilo de Borges o Whitman, imprime el ritmo y en el que las palabras alcanzan su voltaje más poético. Una auténtica joya literaria. Ya lo dijo Gonzalo Escarpa: "No mido el tiempo con el tiempo, mido lo que dura en mis ojos lo que miro". Ver y mirar, dos maneras de estar en el mundo. La profundidad frente al trampantojo o el selfie. La dicha de ver, o de empezar a ver.


Propuesta de escritura

Tomamos como referencia este segundo texto para elaborar un catálogo personal de imágenes que recorran lo absurdo, lo emotivo, lo poético, lo extraño, lo paranormal. Todos esos fotogramas que imprimieron su huella en los microsurcos de nuestro cerebro. Que aún tienen color en la memoria. Dice Hugo Múgica que no solo hay que abrir la mirada sino que también es preciso abrir lo mirado. ¿Tú también has visto de todo o casi todo? Cuéntanos al más puro estilo tizonesco.


Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


El caballito

Entre el montón de inmundicias que conforman el vertedero clandestino, por debajo de lo que parece una lavadora oxidada y al lado de una televisión de tubo sin tubo, asoma la cabeza de un caballito de cartón. Uno como el que yo había tenido de pequeño, con la misma cabezada roja y la misma oreja derecha partida por la punta. Es él, el mismo caballito con el que había matado miles de enemigos imaginarios a punta de espada de madera, había huido velozmente de los indios apaches y había alcanzado las estrellas con un salto prodigioso. Después monté la bici pequeña, monté la bici de carreras, monté la vespino de mi juventud, monté la doscientos cincuenta centímetros cúbicos de mi segunda juventud, monté el utilitario de mi estrenado matrimonio, monté el coche de gama alta de mi edad adulta, monté el coche más modesto de mi jubilación y ahora monto en los coches de quien quiera llevarme o monto en los taxis porque ya no conduzco. Repaso mi vida pensando en mis cabalgaduras, hasta llegar a mi decrepitud actual, cuando soy un hombre cuarteado, con múltiples achaques y heridas mal curadas. Él también está decrépito, despintado y con trozos perdidos en la andadura. ¿Qué habrá sido de su vida? Mientras le observo, cruzamos nuestras miradas y en una breve secuencia de fotogramas me trasmite un resumen de su vida, tan distinta y tan parecida a mi vida. Le veo disfrutando con mi primo pequeño, al que se lo regalamos cuando yo me había cansado de él. Le veo en plenitud, cuando pasó a ser el caballito del hijo de la familia pobre que habitaba en los bajos de la casa. Le veo arrinconado y algo deteriorado en el patio de la casa, antes de ser demolida por una constructora. Le veo en una chabola del extrarradio, a la que llegó en una camioneta de recogida de desperdicios para disfrute de un niño desarrapado. Le veo nuevamente abandonado cuando les concedieron un pisito de promoción municipal. Le veo recogido por una familia de sin papeles, a cuyo hijo no le importaron sus desperfectos ni el deterioro que desprendía. Le veo solo, entre las ruinas que quedaron después de que las autoridades decidieran derribar el barrio marginal, el cuál se acabó convirtiendo en el vertedero clandestino donde se encuentra. A mí se me escapan dos lágrimas, a él también. Creo interpretar sus sentimientos, nuestros sentimientos, cuando le prendo fuego, lo incinero y guardo las cenizas en una cajita que siempre va conmigo.

Manuel Medarde
Grupo A


Retazos...

La calle que me vio nacer era el final de todo. Allí acababa el mundo. Después ya no había más que un descampado majestuoso salpicado de escombros con las vías del tren como frontera natural que ponía límite a la parcela que me dejaban explorar.
El barro rojizo y pegajoso que se formaba en invierno se enganchaba furioso a mis zapatos haciéndome parecer unos centímetros más alta y dificultando mis pasos infantiles de camino al colegio, que fue causa de mis terrores nocturnos desde el primer día que lo pisé, en párvulos, y mi maestra descargó su ira en mi cabeza con dos buenos capones para quitarme la manía de dibujar, mis primeros garabatos, con la zurda.
He sido testigo de lo que el tren es capaz de hacer con las monedas colocadas, primorosamente, en los raíles con la única finalidad de presumir después con el metal aplastado a modo de colgante como un trofeo por haber sido capaz de acercarte lo suficiente al gigante de hierro y obtener por ello una medalla.
Mis pies se han despegado del suelo al agarrarme a un pedazo de plástico que ayudado por una racha de viento poderosa me mostró lo fácil que es volar si te dejas llevar cuando impulsan tus alas.
Disfruté de los Dire Straits, de Extremoduro, de Rosalía y de cientos de grupos en concierto que me han dejado su huella musical en la memoria.
Daría lo que fuera por ver de nuevo la perfecta y delicada carita de mis hijas nada más nacer para volver a sentir que toda la vida cabía en su mirada recién abierta al mundo.
He visto los estragos que producen las drogas en gente tan cercana que lamento no haber sido capaz de sacarlos, a rastras, del infierno.
Me he tumbado, a oscuras, en un cartón en medio de la nada y me han sobrecogido las estrellas pues he sentido todo el peso de su eternidad sobre mi cuerpo.
El mar irritado, quizá, con ese viento constante que lo empuja me ha enseñado la fuerza que esconde en sus entrañas mientras se deshace en espuma entre las rocas.
He disfrutado de África desde los ojos de Meryl Streep que me ha contado sus memorias tantas veces que me he aprendido los diálogos y descifro con precisión cada paisaje.
Y hoy, después de ver cada día el horror, casi en directo, cerraría mis ojos para siempre, si con ello terminase la atrocidad y la angustia de las guerras.

Aurora Zarco
Grupo B


He visto

He visto el mar, romper
con la bravura de un amor apasionado;
la luz del sol, bailar con las mariposas,
sintiéndose leve, frágil.

He visto a la humanidad unida
en una marcha silenciosa por la felicidad;
y el agua de la lluvia mojarte el pelo y el rostro
y temblar nuestros cuerpos antes de la entrega.

He visto voces cantando, jugando sus colores
con mi alma abierta al universo;
y una nube con olor a perdón,
acariciar las montañas agrestes y orgullosas.

He visto la noche oscura, tranquila,
haciendo el amor con los poetas insomnes;
y a la luna apaciguando las pesadillas
de los niños y de los pájaros pequeñitos.

He visto la Tierra entera, vibrando,
acogiéndome como una madre tierna
en sus brazos generosos y dulces,
y he decidido: no cambiar jamás de planeta.

Jaume Castejón
Grupo B


La esencia del ser

Vagué por la epidermis de la nada
atando eslabones de cordura,
forjandole una piel a mi andadura
con células táctiles al ámbar.

La esencia del ser es intocable,
no hallarás su tacto y su morada,
espejo hacia la luz es su aura pura, transcribe cuanto sabe en
su mirada.
Nada o todo...
Ser o duda...
Vagué por la epidermis de la nada
atando eslabones de cordura.

Dios y yo.

Y quise ser la huella del Maestro
buscar entre lo etéreo su blancura y ...
ya todo se disipa con la nada.

Nada es todo.
Y todo es duda.

Leonor Martín Merchán
Grupo A


Lo que me espera

Ya lo has decidido, vas a matarme. Y no oleré las almendras amargas que perfuman al envenenado con cianuro. Ni me permitirás abrirme las venas como Nerón hiciera con Séneca. ¡Dicen que es un trance tan duce! Tampoco me dejarás compartir con Sissí la certera puñalada en el mismísimo centro del corazón. Ni me concederás borrarme la sien con un disparo como Larra. Sé que te opondrás al final rápido que conlleva el degüello ya la somnolencia enajenada de los barbitúricos. No me atrevo a pedirte la inmortalidad socrática de la cicuta, ni el vuelo liberador desde el puente, ni siquiera la metálica disección del que se arroja al tren. No lo tolerarás, lo sé.

Sí, has optado por ejecutarme y te propones hacerlo muy, muy sosegadamente, para disfrutar con la tortura que ejerces, del paulatino decaimiento de mi existencia. Me destinas a una agonía parsimoniosa, asediado de aflicciones y molestias. Ninguna tan insoportable que me incline a la rendición, aunque todas ayudando a hacerme la vida más y más ingrata. Pequeños achaques que uno a uno soportaría dignamente, pero que encadenados conforman un universo de expiación insufrible. Un daño pertinaz en el codo, lo suficiente para que no pueda enarbolar el arma que acabaría con todo. Un estómago rugiente y alanceador que me impide gozar sin miedo de los placeres de la mesa. Estos ojos que no alcanzan a ver de lejos y que confunden lo que tienen cerca. Unos dientes que ofenden más a las encías que a los alimentos a los que amenazan. Los dedos quejosos para los que el menor movimiento es un concierto de ayes y crujidos. Un corazón que trastabilla, un riñón con goteras, un pulmón con freno, unas rodillas de dolorosa mantequilla, una cadera renqueante…

Podías haberme concedido un colofón egregio, épico, inolvidable, sin embargo, preferiste el paso lento del suplicio, la despreciable iniquidad, la vergonzosa ignominia. Eres mezquina y repugnante, eres envidiosa y traidora, eres inclemente y vil.

No sabes cómo te odio: Puta, puta vejez.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Qué me falta por ver

Me gustaría ver como el sol roza el horizonte y sin llegar a acostarse, vuelve a elevarse. El sol de medianoche de cabo norte.
Me gustaría ver las pirámides de Egipto. Sentirme pequeño a su lado. Admirar su majestuosidad in situ.
Me gustaría ver la tierra desde lejos. Desde una plataforma espacial. O incluso desde la luna.
Todo esto ya lo he visto en pantallas. Alguien que lo ha podido ver lo ha filmado, lo ha grabado, y lo he podido ver, mejor dicho, lo he podido mirar. No lo podré ver y sentir hasta que no llegue a estar en el lugar adecuado desde donde se pueda ver y sentir a la vez.
De momento me conformo con ver llover, ver nevar, ver amanecer, ver el mar, ver un cielo estrellado, ver el verdor del campo, ver los diversos tonos del paisaje, verme rodeado de naturaleza, porque entonces además de ver siento, me siento parte del entorno. En ese momento si no tienes ni hambre ni sed, si no tienes ningún dolor; haces una inspiración profunda, y todo lo ves mejor.

José Luis Fonseca
Grupo A


Volveré

Volveré a subir a ese viejo tren, contemplaré con añoranza al niño que se gira hacia la ventana, esa cara se llenará de ilusión al mirar a través del sucio cristal, su futuro, sus sueños, sus miedos. La realidad, en forma de locomotora, se cruzará ante sus ojos, a toda velocidad, sin control, sin nadie que la gobierne. Sus flacos brazos se tensarán y su rostro helado por el vidrio y por el susto buscará refugio en su padre. Las manos adultas lo protegerán. Recordaré el abrazo de mi padre, sus ásperas manos me arañarán mi tierna piel. Manos que se llenarán de golpes, de gemidos, de sangre. Y la cobarde de mi madre seguirá ahí, a mi lado, regalándome su esencia, su vida. Yo la maldeciré una y mil veces. Lloraré de nuevo su rostro ensangrentado. Sus silenciosos lamentos atronarán mis oídos y llenarán de monstruos mi inocente habitación, convertirán las frías sábanas de franela en un muro infranqueable, debajo de ese áspero tejido viviré mis fantasías, mis miedos, mi infancia.

Buscaré mi asiento, miraré el billete, solo veré la punta de mis lustrosos zapatos. Decido que no volverán a pisar el frío empedrado litúrgico con olor a incienso, nunca más, ni la húmeda tierra sembrada de muerte, jamás. Acabarán su vida en el pestilente fondo de un contenedor. Levantaré la vista y pares de ojos fisgones se clavarán en mí. Leeré la mente de mi acompañante: «Este será…, sí, es él… el hijo de… ¿Qué hará aquí?». Descifraré todas sus dudas, no responderé a ninguna de sus preguntas. Me quitaré el sombrero y ocuparé el lugar que me corresponde en el vetusto vagón. Como haré siempre en mi vida. Abrazaré la urna entre mis brazos y sentiré su calor.

Mi mente se contagiará de incertidumbres: ¿Por qué subiré a ese tren? ¿Por qué pesa tanto la vida? ¿Por qué volver? ¿Por qué siguió con él? Miraré a mi acompañante, al dubitativo pasajero. En mis lágrimas hallará todas sus respuestas, agachará, confundido, su cabeza y se fijará en sus sucios zapatos, tratará de esconderlos bajo el asiento, pero la vergüenza no se oculta, se presenta sin avisar, cuando menos te lo esperas. Yo ya no esperaré nada, lo que más deseaba lo dejaré volar libre, sin ataduras, sin gritos, sin golpes. Surcará el cielo junto a los vencejos, en el olivar, veré como sus alas me sonríen. Mi madre besará mi frente, nuevamente. No volveré. ¿A dónde? ¿A qué?

Tomás García Merino
Grupo B


Lo que veo

Pasto recién segado
de verano principiante,
guindas vergonzosas
escondidas junto al muro,
las últimas que recogió
mi madre,
baño de orujo
fuerte y delicado.

El muro lindero
años ha resquebrajado,
ya le tocará,
lo levantaré
como levanto
todo aquello que se resquebraja.

Veo
vides que mi padre mima,
con su empeño
surgirán más,
quizás en tres años, dice,
gozaremos
de su fruto y de su néctar
blanco o negro
bajo el parral.

Veo
algunas hierbas altas
bailan con la brisa
una danza al sol
que cae.

Más allá, los fresnos
los robles en ristre
por caminos de musgo y piedra.

Al fondo
el monte impasible,
su cuerda que se mantiene
bajo el azul,
a veces ceniza,
gigantes graníticos,
regueros de caras
en la ladera,
formas imposibles
entre los piornos
amarillo, verde, gris.

Se divisan senderos antiguos,
y se pierden,
desde la aldea,
llevaban a niños cabreros
que rezumaban vida,
hambre e ignorancia
a la ciudad,
al otro lado
para no volver.

Veo
la madre de la selva
se empina,
su flor
de fuego.

Huelo
su olor de madre
poderoso, poderosa.
Algunas flores más
han sobrevivido a la poda
y al calor,
margaritas,
malvarrosas.

Sigo
al abejorro,
su zumbido,
orada la viga
y suspiro:
este verano
perdonaré
a este okupa tan pequeño.

Oigo,
si son jilgueros
o pardillos,
no lo sé,
es la sinfonía
de este campo tan solo,
tan pobre
del sur de Castilla.

Siento,
extática,
el enigmático viento
de Pitia
entre las ramas.

Espero
que la fronda aguante
este verano
al tórrido.
Son listos,
se protegen a sí mismos,
se hacen los muertos
antes de tiempo
para no morir.

Oigo
algún cencerro y voz
en la distancia
y el cuco,
quizás el chasquido
de un saltamontes
entre las hojas,
como aquellos otros días,
de palitos,
de amor,
de sueños
a quemarropa.

Marisa Sánchez
Grupo C


Aldeagallega

Para poder entender este cuento, explico que Aldeagallega, es una finca propiedad de mi madre donde mis padres, hermanos ( Paco y Nacho) y yo, pasábamos los veranos y algunos fines de semana, durante el resto del año.
Todo lo que aquí cuento lo he visto yo y también he participado en muchas de las cosas que cuento.
He visto hacer una caña con un simple palo, un sedal atado en la punta del mismo, un trocito de corcho a modo de boya, como plomo un balín redondo con un corte en el lateral por donde se metía y posteriormente se aprisionaba el sedal y un pequeño anzuelo.
A las espumosas nubes formar figuras de objetos y animales, con total naturalidad.
A la virgen planchar en esos mágicos atardeceres, cuando el cielo se viste de tonos naranjas. Nidos de orugas procesionarias, deseando salir y dañar los pinares.
A Paco, coger de un árbol un pesado nido de alcaravanes, alimentar a las crías con pequeños trocitos de culebrillas y lagartos cogidos por él y depositarlo de nuevo en su sitio.
A mi padre y a Paco, bucear en los regatos metiendo sus brazos en las cuevas, refugio de los barbos, depositándolos después en la pequeña barquita de goma patroneada por Nacho, el más pequeño de los hermano ,de forma magistral, igual que hace en la vida con todo aquello que se propone.
He visto “babas de buey” mantenerse en el aire , haciendo las veces de tirolina para el transporte de minúsculas crías de arañas.
Tumbada en el suelo, he vistos surcar el cielo y darle luz a numerosas estrellas fugaces, a la osa mayor, a la menor y al lucero del alba. A las golondrinas hacer sus nidos con pequeños trocitos de barro transportados con el pico. A Nacho y su amigo Amador, pertrecharse de viandas sustraídas en pequeñas cantidades, de las neveras de sus madres, formando una pequeña despensa debajo de las escaleras del desván.
He visto un voraz incendio que amenazaba con quemar todo lo que había a su alcance e incluso llegar casi a abrasar la casa de Paco y un montón de animales, algunos para mí desconocidos , huir despavoridos hacia la carretera en un desesperado intento de escapar de las llamas, el humo y el sofocante calor.

A los Blas Blas, bajo aguas cristalinas, proteger los nidos donde antes habían depositado las huevas.

A Isabelita, mi única hija, mirar a mi padre de forma tan intensa que parecía columpiarse en sus pestañas. Coger cangrejos con sus pequeñas manitas, bajo las indicaciones y supervisión de mi padre, acurrucar entre sus tiernos brazos una camada de bóxer. Un nido de culebras debajo de unas pesadas piedras que Paco levantaba sin un ápice de miedo. A Nacho ayudar a parir a una vaca.
Infinidad de libélulas de extraordinarios colores suspendidas sobre el agua. A una liebre metida en la nieve a la que sólo se le veían los ojos. A crías de pato surcar las tranquilas aguas de una gran charca.
A mi madre cocinando ancas de rana que previamente había pescado mi padre, usando como cebo, saltamontes cogidos por nosotros.
A Nacho y mi prima Mayi diseccionar una rana, como si fueran forenses.
Un retrato de mi madre tocando la guitarra, cuando ella no utilizó jamás dicho instrumento.
A Nacho llenar de arena el ajustado mono de pata corta del pequeño Tinín, a través de su cremallera y mandar a la criatura a decirle a su madre que le habían picado las avispas, con el consiguiente susto de Palmira, su madre, que se apresuró a desnudarlo, poniendo cara de circunstancias, al ver desparramarse por el suelo tal cantidad de arena.
He visto a mis hermanos dar de fumar a un murciélago, comer saltamontes fritos que les parecieron un manjar.
En aquellos durísimos inviernos, cuando se helaban las charcas, he visto a mi madre y a mi abuela durante las típicas matanzas, hacer chorizos, salchichones y todo lo que fuera menester al lado de una formidable chimenea.
He visto muchas más cosas en Aldeagallega y espero seguir viendo cosas nuevas.

Dedicatoria: Alos dos amores de mi vida, mi hija Isabelita y mi hermano Nacho, que son los dos pilares fundamentales de mi vida.

Isabel Gallego
Grupo A


Paleta de colores

Yo he visto aquellos atardeceres azules eléctricos, como nuestras voces hirientes, entrando sin pedir permiso y recordándonos que se hace tarde.
Yo he visto atardeceres violetas que quieren ser algo más de lo que son, como nuestras miradas polarizadas que cuando se encuentran se repelen y nos quedamos pensando si hay algo más qué decir.
Yo he visto atardeceres rosas y explosivos, mis preferidos, como nuestros labios encarnados de tanto querernos, tus dedos flotando entre mi pelo, y tus abrazos interminables como el infinito.
Yo he visto atardeceres dorados intensos como sonrisas alegres, voces familiares, diversiones compartidas, como nuestras ojos que por primera vez coincidieron y no se soltaron.
Y he visto atardeceres que no son, que no se encuentran, que suenan a puertas cerradas, a eco en la sala, como el día de hoy que espero el último rayo de sol y no aparece por que tu ya no estás.

Lidia Hidalgo
Grupo A


Me falta tanto por ver…

Ya sé que he visto atardecer desde la colina del English Garden de Múnich, Berna desde las aguas color pitufo de su río, cuya corriente me llevaba inmóvil como un celador lleva a un enfermo a punto de ser operado, montañas alrededor de Innsbruck mirara donde mirara, como si fueran las patatas fritas de un nido y yo el huevo del centro, el agua turquesa de Orbaneja del Castillo cayendo por su cascada, el precio de un café en Zúrich, la Catedral de Santiago erguirse sobre la plaza, culminando un viaje de varios días con secuelas para siempre, el ondeo rítmico de su botafumeiro, un cuadro del papa Francisco presidiendo la pared de mis anfitriones eslovacos, tímidos lagos dejándose ver entre montañas desde la ventanilla de mi asiento en el Bernina Express, Varenna a los pies de la montaña a punto de caer como un suicida sobre el Lago di Como, una pinta de Guinness sobre la mesa de madera de un pub en Temple Bar, aún con la nariz rojiza del frío y mientras un acordeón emitía una música celta serpenteante, la explosión otoñal de colores de los viñedos de la Ribeira Sacra, poniéndose de acuerdo en el tono, pero no en el color, como partidos políticos de una misma línea ideológica antes de pactar, la frente rojiza de un vasco después de haber abierto una nuez con la frente en una Sagardotegi.
Sí, también he visto todo lo que Salamanca ha querido enseñarme: un globo aerostático sobrevolando la Catedral, la calle Compañía iluminada y vacía una fría noche de invierno, el Volcán de Garrido nevado, el cielo rosa endulzando la ciudad desde los aledaños del cementerio, un artista trabajando en su obra, deslizando en el aire su paleta metálica para dar forma al helado de pistacho que entraría perfecto en la tarrina, una señora pidiendo 10 céntimos, o cómo quitaban el medallón de Franco de la Plaza Mayor durante mi primera visita a la ciudad.
Si hasta he visto un huevo con dos yemas, un pollito romper el cascarón que lo protegía, o aislaba, un cisne bebé, un trébol de cuatro hojas, un sobre cerrado de Hacienda, un globo de helio perdiéndose en la inmensidad del cielo, las llamas de un incendio y las ascuas antes de poner la parrilla encima, la fuga de agua de una cascada segundos antes de caer sobre mi cabeza, una bandera ondeando al viento, o hasta un gatito escondido en el motor del coche, intacto después de habernos acompañado más 100 kilómetros de viaje.
Si también he visto un charco de sangre en el suelo brotando de la cabeza de mi vecina del Bajo. Tenía el cuerpo móvil y la mirada perdida y asustada. Tres segundos antes, la había visto confundida en lo alto de las escaleras. Fue decirle “Hola” y empezar a caer.
Si por ver he visto hasta a Iker Jiménez haciendo algo tan poco sobrenatural como jugar al fútbol, todo un barrio cantando la Vida Pirata al unísono, el Renault de Fernando Alonso derrapando en la Castellana, una cabra desfilando, a Ignatius emitiendo su grito sordo, al Spiderman gordo de la Plaza Mayor, las colas de doña Manolita o auroras boreales en Cáceres.
También he visto y no he olvidado infinidad de caras y gestos: la de un cliente tras decirle que había perdido 10.000€, la de mi madre en la fiesta de su 60 cumpleaños, una reacción entre enfado y sorpresa que, por unos segundos, nos hizo pensar si verdaderamente le había gustado, la de mi padre en el hospital luchando por contener sus lágrimas, lo que hacía su mensaje aún más indescifrable, la de María en la estación el día en que se marchó su abuelo, conteniendo todas las emociones que aflorarían en un intenso y húmedo abrazo segundos después, la de mi tía atenta y preocupada mientras no perdía detalle en la televisión un 11 de septiembre de 2001, la de un vecino del barrio, hasta entonces en la línea entre lo desconocido y familiar, chocándome su mano mientras corría por la calle una noche de julio de 2010 minutos después de que un tal Iniesta marcara un gol, o la de Morgan Freeman al abrir el paquete al final de Seven.
Aunque hayan pasado tantos años, también he visto mucho a mi abuela. Su mano desvergonzada saliendo de su sostén para sacar el dinero con el que pagaría en la pescadería. Sus dos últimos dientes, torcidos pero firmes y que asomaban pletóricos cada vez que reía. La he visto hacer uso de sus corpulentas cuerdas vocales cantando “borracho y perdido por una morena”, haciéndonos callar al resto y evitando que la atención pudiera diluirse hacia algún otro punto o persona de la habitación.
Sí, también he visto a Ned Stark de rodillas antes de perder la cabeza, a Golum cayendo en la lava mientras encajaba el anillo en su dedo, el rostro tan inhumano y humano de Bambi después de oír el disparo que acabaría con su madre y a Santiago Segura en Astérix y Obélix.
He visto más de lo que pensaba que vería hace unos años, pero aun así quiero seguir viendo. Pero… ¿qué pasaría si dejo de pensar en lo que me queda por ver, y me centro en volver a mirar?

Juan Salado
Grupo C


El viaje de regreso

He vuelto de nuevo al lugar de donde no tendría que haberme ausentado jamás. Veo de nuevo el puerto que me acogió para ofrecerme mi primer trabajo en la Isla. Vi los más impresionantes amaneceres, a bordo de las falúas que recogían a los tripulantes de los petroleros rusos que fondeaban en las aguas azules, cerca de la costa sin tocar puerto.
Vi como comenzaba la jornada tomando el barraquito con su caña de ron, junto a los fornidos marineros.
Mis ojos se llenaron del azul del cielo y el mar, y se quedaron grabados en mi memoria. Lo mismo que la bruma de sus montañas, impregnado del olor de laurisilva.
Hoy, he vuelto a la llamada del padre Teide, que miro emocionado por encima del mar de nubes, cuando el pájaro metálico, desciende para besar la tierra que tanto amo.
Vi los más bellos atardeceres, envuelto en el olor de la retama, esperando el anochecer a la luz de la luna blanca, rodeado de un baile de estrellas.
Vi con resignación como llegaban a la costa, huyendo de la opresión y la miseria,
multitud de personas en busca de mejor vida.
Los vi temblando en los brazos del personal humanitario, desnudando su alma,
para dar calor a sus corazones destrozados.
Hoy, mis ojos se funden ensimismados, en la espuma blanca que arrastra el agua, sobre los callados que ruedan por la arena negra y una brisa suave y embriagadora,
despierta mi memoria.

Pedro Gómez Rodríguez
Grupo C


Surcos

Subiré a la Serrota a buscar escondrijos, entre los piornos quejumbrosos, para no olvidarme de ti.
Sortearé intrincados senderos, bordeados de escobas pinjantes, para alcanzar la cima del ensueño.
Saldré por el camino de la duda, ese que me ha guiado siempre en el atardecer para encontrarte tirada en la melancolía.
Seguiré un día y otro indagando aquí y allá, entre las flores silvestres que me indican tu morada para recuperarte intacta.
Sondearé desde la cima sospechando resquicios de tu morada en las encrucijadas perdidas para devolverte a mi lado-
Soñaré desde arriba que vuelo contigo surcando las nubes en un arrebato de música infinita.
Nunca divagues al escalar la cima. Los encuentros allí son irrecuperables.

JB
Grupo C


Tu mirada

Yo que he visto…

…apagarse la luz de una estrella.
…lo efímero de la belleza.
…el viaje de ida de la juventud.
…el brotar de una flor, en medio de la desolación.
…la patera vacía desde el malecón.
…los ojos de un niño ante el horror.
…la rosa de los vientos, indicando la correcta orientación.

Que he admirado…
…museos, teatros, pinacotecas,
palacios, torres y puentes
en distintas ciudades del planeta.

Que he navegado…
…por mares cercanos y lejanos.

Por fin he comprendido…
…que, a veces, he mirado
y no he visto casi nada.

Y que sin mirar,
mis ojos serán siempre,
el reflejo de tu mirada.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Nunca he visto

Nunca he visto atardeceres eternos, días malos fugaces, sentir el olor a petricor siempre que necesite respirar hondo o un arco iris en el horizonte tres meses seguidos.
Ni relámpagos en el cielo suturando heridas, emociones, recuerdos.
Ni barcos de papel navegando al borde de una caricia, en el precipicio de los anhelos crecientes. Ni todos los corazones latiendo a la vez quitando el sonido al mundo.
Ni una tormenta de arena en el desierto de tu cuerpo caliente y seco lleno de dunas.
No he visto tíovivos girando y girando colgados de la luna.
Ni un mundo lleno de inocencias, certezas, música, risas… sin abismos, incendios, trincheras, infiernos.
Ni academias de ilusión para que no se pierda la magia.
Ni un volcán en erupción de gominolas y garrapiñadas.
No he visto un agujero negro lleno de ganas… de esas que secan gargantas.
Ni un faro infinito guiando los sueños de las almas perdidas.
Nunca he visto mujeres invisibles, pero sí muchas que no se dejan ver.
Ni basureros de culpa donde deshacernos de las que nos van ahogando y que las repartan a los que si las tienen pero no las sufren.
Ni he visto la libertad total porque siempre hay cadenas que, por pequeñas que sean, no nos dejan desplegar las alas.
Ni por supuesto he visto, moscas saltando a la comba como niñas con uniforme de colegios de monjas.
No, no he visto nada de esto, pero me gustaría verlo.

Beatriz Gorjón
Grupo A


El precio del poder
(Cosas que creí que nunca vería)
 
Yo he visto mares de dudas,
embarazos sin antojos,
y lágrimas en los ojos
de las realidades crudas.
A personas muy sesudas
corrompiendo los carnés,
cual cerdos lavando pies
a desvaríos sin cuento,
y a ovejas de parlamento
poniendo el mundo al revés.

Calgari
Grupo A


He visto huellas

HUELLAS, sobre la arena, en los libros, dactilares, indelebles y persistentes como la huella de una vida admirable, o inolvidable como esa primerísima en el polvo de lunar o grabadas en el suelo, de judíos que fueron desaparecidos en Berlín.
DESPEDIDAS de muchas clases, reconocidas y silenciosas, dolorosas y a veces necesarias, inevitables, definitivas y alargadas como cuando nos morimos.
El paso del TIEMPO, caer la noche cada día, y pasar los días, cada noche. Nunca veremos retroceder el tiempo, primera ley de la entropía. Y el trascurrir de los siglos en una columna de mármol en Santiago y en la sonrisa del rey David en su pórtico.
DOLOR, y también superar el dolor.
A mi hija contemplando el mar por primera vez, los quetchales con su larga y ligera cola surcar la selva. Y después de la marea, una gran caracola blanca en una playa caribeña que al acercar a al oído emitía sonidos de ida y vuelta. Y vuelta a comenzar la marea que trae enormes y extraordinarias semillas originales de Macondo.
He visto una torre de Martello en la bahía de Dublín, donde Joyce comenzó su Ulises, y podía haberlo hecho en cualquier otro lugar porque en cualquier sitio comienza una ODISEA.
He visto muchas cosas, no siempre extraordinarias, no siempre originales no siempre

Aurora Martín Fiz
Grupo C


Adivina adivinanza, ¿qué se esconde en mis palabras?

1.Vista

En mis ojos aún los nítidos destellos apagados…
Tumbas de Reyes y Reinas como un espejismo semienterrado en el oro cegador de una arena milenaria.
Pasos agitados al caminar sobre sus carnes abiertas que, de vez en cuando, supuraban el rojo líquido de sus venas de fuego.
La belleza cromática del muro infame; teñido de ocre por un sol taciturno en su huida voluptuosa hacia Occidente.
Un escalofrío helado atravesando mi cuerpo en un tórrido verano ante realidades vivas de mármol en el reino de Bernini.
Colores infinitos rebotaban en mis pupilas dentro de un pinball de rascacielos clonados por East River, desde el trono de las Reinas.
El azul merengado de una iglesia penetró por mis ojos mientras Cumil, el fisgón, observaba aburrido desde su agujero de acera.

2.Olfato

En mi nariz aún efluvios aletean inalterados…
El olor a tostado que embriagaba cada rincón de la casa obligándome a saltar de mi cama niña. Cuando el pan era bueno y me mataba.
Mis fosas nasales violadas por el hedor de orín mezclado con el de la caca en una vaquería que me dejé sin ganas.
Desde el aire, inhalaba aromas de salsa de tomate recién hecha, con su toque dealbahaca fresca, por las calles que olían y sabían a Sicilia.
El olor a carne chamuscada adobada con la ignorancia de los verdugos podridos cuando aterricé con mi escoba en la montaña indigna.

3.Oído

En mis tímpanos aún repiquetean los ecos sordos…
Coros txuri-urdin en un raptus colectivo ensordeciendo mi voluntad, alienándome en las lejanas tardes de adolescentes domingos.
Las notas del vals que juntos bailamos por primera vez entre tierras sin Schengen. ¿Por qué bautizarte azul si tiñes tus canas de verde grisáceo?
Sin bajarme de tus notas, elegí esta vez a Sissy como pareja de baile, siguiendo el ritmo caudaloso de tu pentagrama grandilocuente.
El crujir de corazones rotos en otros pechos pasando por alto la palpitante cadencia del mío propio.
De piedra quedé en un monasterio cuando la sinfonía magistral de inesperadas cascadas susurró gorgoteos en mis oídos.

E hice de vuestros tiernos vagidos la banda sonora de mi felicidad.Para juntas enloquecer,arropadas por Massimo, en una noche capitolina; “fuori di testa” las tres .

4.Gusto

En mi paladar aún palpita el gusto apaciguado…
Navegando con mis labios en mil besos que me dejaron en cueros el paladar y la lengua a la deriva.
Masticando enfermedad con cada grano de trigo hasta vaciarme de mí por la ingesta indigesta.
Un orgasmo exquisito en mi boca recordando bondades saboreadas lentamente, con devoción blasfema.
El regusto metálico que percutía en mi boca en mañanas de paz conectada a una máquinaférrea.

5.Tacto

En mis dedos aún el tacto intacto…
Terciopelo negro como una caricia cuando hundo mis yemas en su manto brillante, en su mórbida gratitud.
La osadía de introducir mi embustera mano en la Bocca sincera a sabiendas de que era una enorme mentira.
El tacto helado de su rostro de hielo quemando mis manos y mis entrañas en la noche más triste que jamás existió.
Un dragón hipnótico sobre la piel más suave de la que se han nutrido mis dedos enamorados y que resultó ser veneno.

6.Otros sentidos

En mi alma aún tangibles sentimientos evocados…
Por mis ojos se vertía el Titicaca cuando mis pies se posaron en el mullido suelo que a la deriva flotaba en aquel espejismo de agua inmenso.
Mi cráneo como un mortero donde el dolor incesante machacaba mis sesos ante la mirada triste del pobre Bobby que velaba a su dueño.
La decepción de la araña que engulló nuestros costosos sueños con su boca de luces. Un ojo verde, el otro azulenmudecidos.
El mar que lanzaba escupitajos de cuerpos inertes en el lado escondido de la isla donde Ulises se burló del gigante. Los dejamos morir para matarlos dos veces con nuestras risas y juegos que ahogaban de nuevo sus gritos desesperados, encharcados de sal.
Y hundí mi cuerpo en aquellas profundidades manchadas de sangre fresca y todavía caliente. Con rabia impotente.
Tanto vi, olí, oí, degusté, toqué y sentí que me obligué a parar sin dejar de moverme. 

Ibone Bueno Vicente
Grupo C


He visto huellas

Huellas, sobre la arena, en los libros, dactilares, indelebles y persistentes como la huella de una vida admirable, o inolvidable y colectiva, como esa primerísima en el polvo lunar, o grabadas en el suelo con su nombre, de judíos que fueron desaparecidos en Berlín.
Despedidas de muchas clases, reconocidas y silenciosas, dolorosas y a veces necesarias, inevitables, definitivas y alargadas como cuando nos morimos.
El paso del tiempo, caer la noche cada día, y pasar los días, cada noche. Nunca veremos retroceder el tiempo, primera ley de la entropía. Y el transcurrir de los siglos en una columna de mármol en Santiago y en la sonrisa del rey David en su pórtico.
Dolor, y también superar el dolor.
He visto a mi hija contemplando el mar por primera vez, los quetchales con su larga y ligera cola surcar la selva húmeda. Y después de la marea, una gran caracola blanca en una playa caribeña que emitía sonidos de ida y vuelta. Y vuelta a comenzar la marea que trae enormes y extraordinarias semillas originales de Macondo que también vi.
Miré dentro de una torre de Martello en la bahía de Dublín, donde Joyce comenzó su Ulises, y podía haberlo hecho en cualquier otro lugar porque en cualquier sitio comienza una ODISEA.
He visto muchas cosas, no siempre extraordinarias, y a veces no fáciles de olvidar.

A.M.F.
Grupo C


Lo que me queda por sentir

Cuando se despertó, la noche aún olía al tedio de dos cuerpos abandonados en aquella inmensa cama con puertas y ventanas al desfiladero de la Absolución. Ella se levantó primero, viendo su lánguida y apagada desnudez en el espejo de los sueños imposibles, invocando la magia de una juventud perdida entre los vagones de algún tren abandonado en vía muerta. Él tardó un rato más en aventar la mugre del sexo insatisfecho y acomodar su mente a una jornada de trabajo interminable. Mientras esparcía la espuma de afeitado por su rostro, contempló aquel pelo encanecido y cada vez más ralo, aquellos ojillos tristes, pero aún capaces de amar, y aquellas ojeras tan profundas como simas oceánicas que evidenciaban los estragos de la edad y la falta de sueño.
Y, en una extraña quietud, frente a la sombra oblicua de su cuerpo adormecido, pensó: ¿Qué me queda por sentir en esta vida? Cuando he sentido el vacío de unos labios a la fuga por las calles de Varsovia en llamas, el voraz aleteo de un mosquito tigre a tres centímetros de mi piel mientras hacía el amor con Helena sobre las cálidas arenas de la playa de Zanzíbar, el impacto de una bala de hielo en mi antebrazo jugando a la guerra con amigos de la infancia por las calles devastadas de Mariúpol, el olor indescriptible de los prostíbulos de la antigua Saigón y de la calle de los vendedores de especias de Hanói.
Cuando ya he sentido el roce del amor y el desamor en tantas variedades, formas, texturas, sabores y contextos. El cálido y nostálgico sonido del "Bridge OverTroubledWater" de Simon&Garfunkel y del “Yesterday” de los Beatles, “El beso” de Francesco Hayez congelado en el tiempo y paseando la mirada perdida de los enamorados por las salas de la Pinacoteca de Brera, el sabor de las fresas recién cortadas en mi jardín una tarde plomiza de agosto mientras los estorninos se lanzan en picado sobre las flores de una estremecida enredadera y las devoran.
¿Qué me queda por sentir? Cuando he vivido contigo la nostalgia que precede al invierno, y contigo el sexo apresurado y salvaje sobre cumbre nevada del Kilimanjaro, y contigo el sexo tímido y cansino de una muñeca de cristal que no soporta el peso del agua sobre su cuerpo, y contigo el fluir de la noche entre copa y copa por las calles de la Ciudad Esmeralda esperando a que el Mago de Oz nos libere del encantamiento, y contigo nada, mi amor, y contigo todo, mi amor, y contigo quizá otro día cuando maduren los cerezos, y contigo jamás, te lo aseguro.
Que sí, que sigo sintiendo el paso atormentado de las horas en el parque temático del desconsuelo y el rítmico fluir de la sangre en un cuerpo que envejece y muere de amor o de tristeza o de soledad o de angustia o de cualquier otro sentimiento que fustigue el alma con la fuerza de un volcán, que congele el aliento poco a poco y lave mis miserias en la fuente barroca de la Fontana de Trevi.
¿Qué me queda por sentir aún? Cuando deambulo bajo una tormenta de ojos muertos, de rostros arrojados al vertedero de la historia como los papiros de Oxirrinco, de abrazos que se retuercen como el tronco de los cedros del Líbano. Qué más debo sentir antes de que la nieve me cubra por completo y mis sentidos queden ciegos por el ruido blanco del olvido.
Si me esfuerzo, creo que aún puedo sentir un centelleo en las profundidades del ser capaz de sacudirme el letargo existencial, una lluvia de pétalos de papel rojo alfombrando el suelo de mi última morada, el tercer movimiento de una sinfonía de Haydn en el interior de una caracola y la brillante estela de un hermoso lucero girando en órbitas concéntricas alrededor de mi cuerpo.

Andrés García
Grupo B

El coche de línea

Próxima parada: Sala de fondo local. Fin del trayecto. O más bien el inicio porque la sesión de ayer estuvo dedicada al autobús, ómnibus, autocar, guagua o coche de línea. Que cada cual le ponga el nombre que prefiera para subirse a él.
Iniciamos nuestro recorrido con un refenrencia musical, la canción "Autobús" de María Rozalén en la que señala una particularidad de los viajes de entonces, cuando no existían los móviles ni el buspad y los pasajeros del autobús se atrevían a preguntar y pegar la hebra con el compañero o compañera de viaje. Ahora apenas hay conversación.
¿Quién no recuerda los viajes en el coche de línea? Allí sí que se compartía casi todo: el historial médico de quienes viajaban al Ambulatorio, las vidas de unos y otros en el pueblo, los cambios que se descubrían en la ciudad en cada nueva visita. Éramos más de hablar.



Y puestos a hablar reflexionamos sobre la rutina de quien conduce un autobús como Paterson, el protagonista de la película que con ese mismo nombre recorre siete días de su diario personal. Un filme donde la poesía está presente no sólo en el cuaderno del conductor, quien ocupa sus ratos libres fuera del trabajo en escribir poemas, sino también en la fotografía y la música de esta magnífica propuesta de Jim Jarmusch. Si esa rutina la trasladamos al terrerno del amor quizá la única salida para vivir una aventura sea subirse a un autobús y activar el mando a distancia de nuestra imaginación como ocurre en el relato de Clara Obligado titulado "La aventura". donde la protagonista encuentra en el autobús la felicidad momentánea que quizá no encuentra en su día a día. Este texto ha inspirado a nuestro compañero del taller de escritura Tomás García Merino (Grupo B) el relato que abre la sección de tareas. En un claro homenaje a la escritora, Tomás cambia el punto de vista del cuento. Ahora no es la mujer la que narra su aventura sino el hombre.


Hay ocasiones que la rutina se vuelve aventura, sólo hay que elegir otro camino. Esto es lo que ocurre en el libro "El autobús de los cien pisos" un álbum ilustrado de Mike Smith publicado por la editorial salmantina La Guarida y que en sus primeras páginas nos cuenta: "Era un martes por la mañana como otro cualquiera. Como de costumbre el conductor del autobús acabó su taza de té a las 5.57. Como de costumbre, se puso su chaqueta a las 5.58. Y, como de costumbre, subió a su autobús de dos pisos a las 5.59. Exactamente a las sesis en punto, arrancó el motor y salió de la estación de autobuses. Como todos los días el hombre de la enorme corbata roja se subió al autobús en la rotonda. Como todos los días, la señora del cochecito se subió en la bibliteca. Y, como todos los días, los niños ruidosos se subieron en la esquina del colegio. El conductor suspiró, estaba aburrido de que todos los días fueran iguales. "Si estuviéramos en ese globo aerostático", pensó, "podríamos elevarnos y volar hacia cualquier lugar que quisiéramos". Entonces observó un pequeño camino que jamás había visto. "¿Hacia dónde llevará?", se preguntó.  El conductor del autobús giró por ese pequeño camino que no estaba en su ruta habitual. ¡Fue emocionante! En un instante, el autobús salió de la ciudad y se adentró en el campo. -Disculpe .dijo el hojmbre de la corbata roja-. ¿A dónde vamos? -No lo sé, -respondíó el conductor-. ¡A cualquier parte! El autobús continuó. Llegó a nuevos y diferentes pueblos con nuevas y diferentes paradas. ¡Era una aventura! Poco después, el autobús estaba lleno de personas felices que no tenían ni idea de adónde iban."

Comentamos los textos de la ficha: un excelente relato de Juan José Millás titulado "El paraíso era un autobús" y dos microrrelatos, uno de Luis Mateo Díez titulado "Autobús" y otro de Fernando Iwasaki con el título de "La ratonera". Y mencionamos diferentes premios de cuentos o microrrelatos relacionados con el autobús como "Cuentos sobre ruedas" del grupo ALSA o "Historias de autobús" del grupo Avanza o "Madrid, te quiero eléctrico" de la empresa EMT de Madrid.

La última parte del taller la dedicamos al libro "El autobús de Rosa", escrito por Fabrizio Silei e ilustrado por Maurizio A.C. Quarello. Un anciano afroamericano lleva a su nieto al museo Henry Ford para ver el autobús en el que Rosa Parks se negó a cederle su asiento a un hombre de tez blanca. Este hecho, y la respuesta por parte de Martin Luther King y la sociedad del momento, hicieron posible que se acabara con las prácticas de segregación racial en los autobuses. El anciano, que también subió a aquel autobús, cuenta a su nieto que él no pasó a la historia porque no fue valiente.



La que tampoco pasó a la historia fue Claudette Colvin, una joven que tiempo antes de aquel episodio tampoco cedió su asientoa un blanco y, como Rosa Parks, fue echada por el conductor y puesta en manos de la autoridad. Puedes conocedr la historia de esta olvidada en este artículo que Antonia Laborde firmó para el diario El País. O también escucharla en la voz de Nieves Concostrina en la sección "Acontece que no es poco" del espacio "La ventana" en la Cadena SER.

Por último recomendamos el relato de Julio Cortázar titulado "Ómnibus".

Propuesta de escritura

1. Para nuestra tarea tomamos como referencia la reseña del libro "Historias del autobús: Anécdota de un conductorde Jesús María Sáez en la que el autor plantea una serie de preguntas y comentarios disparatos que fue recogiendo durante sus diecisiete años al volante de un autobús urbano en Vitoria. Propusimos elegir alguna de estas preguntas y buscar una respuesta en forma de texto en el que se ponga en escena dicha situación.

¿Puedo subir al autobús con una cabra? ¿Puede parar en la puerta de mi casa porque tengo el pie escayolado? ¿Por qué no sale del atasco por encima de la acera? ¡Tengo mucha prisa! ¿Los niños de 20 años pagan billete? ¿El servicio nocturno funciona por el día? ¿En un autobús que va circulando completo, cuántos coches de bebés pueden subir? ¿Admiten billetes de 200 euros? ¡No deje pasar a la ambulancia, que no voy a llegar al trabajo! ¿Dónde está el baño? ¿Tienen ustedes un plus si llegan antes a la última parada? ¿Para llevar un autobús eléctrico, además del carnet de conducir hay que ser electricista? ¿Puede bajar la rampa para que suba un frigorífico? ¿Por qué tengo que dejar sentarse a la mujer embarazada con el brazo roto si yo he llegado antes? ¿Dónde dejo el pañal usado del nene que el pobre tiene mal la tripa? ¿Quién tiene el mando para regular el aire acondicionado? Lo que parece un disparate continuo de preguntas extrañas es el día a día de un conductor de autobús. Un autobús urbano se convierte en algo más que un medio de transporte.

2. También propusimos escribir un texto libre relacionado con el autobús.


Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


La aventura

Para Clara Obligado

Cuando leí estas líneas, en el periódico de la oficina, me quedé de piedra. Yo había visto a esa mujer. Yo viajaba en ese autobús. Al principio pasó desapercibida, una más en la parada. Al poner el pie en el escalón tenía a la altura de mis ojos la curva perfecta de su trasero prisionero en la falda. Eleva el pie derecho, estira su brazo sobre la puerta y entonces lo veo. Está ahí, como una isla tropical perdida en el inmenso océano, ese precioso lunar solitario en la estrecha franja de carne liberada. Me quedo hipnotizado, intento atrapar ese destello de belleza. El coche arranca y me balanceo. Noto una presión bajo mi vientre, nuestros cuerpos se han rozado, creo que a ella no le ha importado. Avanzo tras ella y busco su rostro. Me siento detrás, apenas nos separan unos centímetros. Estoy tentado de levantarme, de presentarme, de ver su cara. Mis ojos se detienen en su cuello, en su hombro blanco marcado por la tira del sujetador. Junto al respaldo, su antebrazo desnudo se agita al compás del autobús. Su lóbulo derecho está encarnado, sabe que la observo, está ruborizada. Dos mechones rebeldes se han escapado de la disciplina del moño. Estoy nervioso. Voy a una entrevista de trabajo, me he arreglado con mi único traje y anoche saqué lustre a los zapatos. Cierro los ojos y trato de recordar el discurso que he preparado para la entrevista, pero ese perfume que se eleva y me busca me perturba. Abro los ojos y me dan ganas de abrazarla, el asiento me lo impide. Otro mechón ha conseguido la libertad. Desearía tenerla frente a mí, mirarme en sus ojos, ¿serán verdes?, seguro. El autobús se detiene y la inercia me acerca a mi deseo, estoy solo a dos centímetros de su cuello, puedo sentir su respiración. El grito de un niño reclama la atención de los pasajeros. El conductor pisa el acelerador y la distancia entre nosotros vuelve a ser enorme. Creo que ha intentado girarse, quería comprobar que yo seguía aquí, junto a ella, oliendo su cuerpo, embrujado por su cuello. Nos acercamos a otra parada y pido con todas mis fuerzas que esta mujer no me abandone en este viaje. Suben una pareja de adolescentes enamorados. Me fijo como el chico lleva su mano junto al pecho de ella y sus labios envuelven su boca. Me excito. Tengo un ataque de tos, saco el pañuelo del bolsillo de mi chaqueta y pienso que un día de estos tendré que dejar de fumar. A mí me gusta tomar a las mujeres por la cintura y ver como ellas, lamiéndose los labios, echan la cabeza hacia atrás mientras suben y bajan. Me gustaría acariciar su brazo desnudo, invitarla a tomar algo, unas cañas. Acercarme a su cuello, posar mis labios junto a los mechones rebeldes, sentir como su piel se eriza. La veo descender del autobús, se gira en el último momento y me sonríe. Es preciosa. Yo la sigo, bajo los escalones tras ella, sin voluntad. Toma mi mano y me arrastra por la calle. Entramos en un hotel. En el ascensor agacha su cabeza, mira mis zapatos. Antes de cerrar la puerta de la habitación beso sus labios y veo el brillo en sus ojos verdes. Me quita la camisa y acaricia mi pecho. Contemplo ensimismado como enrolla los pantys sobre sus muslos blanquecinos. Agarro su cintura y la tomo. Echa la cabeza hacia atrás, humedece sus labios y empieza a subir y a bajar, a subir y a bajar. Nos dejamos arrastrar por el deseo. Tumbada desnuda sobre la cama observo su precioso lunar. Abro los ojos y el asiento está vacío. Busco entre los pasajeros. El autobús arranca de nuevo y por la ventanilla veo como su figura se aleja.

Han pasado cuatro años y sigo buscando, cada día, en cada trayecto, a esa mujer, a ese perfume, a ese lunar.

Tomás García Merino
Grupo B


María

María... levántate...el despertador ha sonado ya tres veces..." madre mía esta mujer" , mascullaba su marido entre enfadado y rabioso. " Luego te quejas de que llegas tarde al trabajo".
Mientras, María se frotaba los ojos y se estiraba haciendo un ímprobo esfuerzo por levantarse. Cuando por fin lo consigue, como todos los días desorientada, se queda sentada unos minutos sobre la cama, con la mirada perdida pensando que hacer primero, desayunar o meterse en la ducha.
Su marido la miraba jocoso, ya sin atisbo de enfado, moviendo la cabeza de un lado para el otro y esbozando una media sonrisa.
De camino hacia la cocina, en el pasillo, se tropezó con un inmenso oso de peluche, desplomándose sobre él murmurando," otra vez no Mario! cuántas veces te he dicho que hay que recoger todos los juguetes antes de irse a la cama".
Mario, su hijo de siete años, se parecía mucho a ella, viviendo siempre al límite del despiste.
En ese momento mira el reloj" puff, vaya horas, no llego a tiempo al trabajo". A partir de ahí todo se vuelve caótico, desayuno rápido, ducha etc ...
Ya por fin fuera de casa, desaforada, se dirige corriendo como siempre a la parada del autobús.
Sobre las 12 horas, la llaman del colegio, Mario tiene fiebre y hay que ir a recogerlo. Inmediatamente llama a su marido para encargarle tal tarea.
Por fin las 19h...es hora de volver a casa, de encargarse de cuidar a Mario y dejar que su marido pueda descansar.
La noche fue tremenda, Mario no dejaba de vomitar quejándose de dolor de tripa y cabeza. A la mañana siguiente, estaba agotada, no había dormido nada. A toda velocidad se prepara para ir al trabajo, abre el armario completamente indecisa sobre qué ropa ponerse. Se prueba varias prendas, dejando una un reguero de ropa tirada por la habitación. Hoy sí que es tarde, corre más de lo habitual a la parada del autobús, " oh, Dios mío " el autobús ya se había marchado y ahora toca esperar al siguiente. Ya subida en él, con el corazón a mil por hora, piensa en que excusa poner hoy a su jefe por el retraso. " Al final va a terminar despidiéndome.
De repente, sale de la nada una una ambulancia con las sirenas encendidas y a todo trapo. A María se le viene el mundo encima, se levanta de su asiento y corre hacia el conductor a quien dice " por favor, no deje pasar a la ambulancia, llegó tarde al trabajo.

Isabel Gallego
Grupo A


Luisín

El viejo Luisín vive en una ruinosa aldea de la montaña. No hace mucho la crecida del río se llevo el puente y desde entonces el anciano vadea el río cada semana para llegar al pueblo más cercano a por algo de sustento: pan, chorizo, tocino y huevos -siempre lo mismo-.
En la aldea los Saucos habitan las casas derruidas en medio de un silencio sepulcral, crecen frondosos invadiendo todos los espacios de las cuatro paredes que ya no guardan ni recuerdos, testigos mudos de la soledad de sus rincones. La música del silencio es allí lo habitual.
Además de los Saucos, los Fantasmas y el Luisín, viven allí salvajes los Dalton. extraña familia a la que el viejo les dio hace años ese mote pues viven en la aldea sin ley. El casillo de pastor del decrépito Luisín es un chozo de mala muerte rodeado de bolsas que contienen ya quién sabe qué, ni él mismo lo recuerda, huele allí todo a viejo y miseria. Le acompaña Chivita, que “aunque está ya viejilla todavía me da leche”.
La Juanita, única hermana de los Dalton, pasea por la aldea cada día ensimismada, ajena; va sola y cada día hace el mismo recorrido, luego al pasar por el caño, se sienta allí un rato la mirada perdida en el suelo,¡ Quién sabe lo que le ronda!. De moza tuvo cierta gracia, que perdió cuando los hermanos, todos varones, se hicieron hombres.

- Juanita esto...Juanita lo otro… Servil y sumisa, ya solo sabe su nombre.

La tía Juana, su madre, ya no puede caminar, pesa 150 kilos y es Juanita “mis pies y mis manos”.
Los hermanos y la madre traen a la Juanita por la calle de la amargura:

- Juanita ven...Juanita toma…Juanita inútil...Date prisa “so boba”.

Luisín en su chozo nauseabundo se calienta las manos con la bombilla, dice no necesitar calefacción “con la bombilla me basta”. Nunca tuvo chimenea, ni luces para mandarla hacer, aunque tiene todos sus ahorros guardados en en una cajita oxidada que ata con una cuerda de esparto, no gasta, “me apaño con cualquier cosa”.
Hoy ha llegado “la asistenta” al pueblo, viene a por el Luisín, el otro día se cayó en su casa y nadie le auxilió, cuando se recuperó llamó a “esa chica tan maja que viene por aquí de vez en cuando a verme”, no sabía dónde estaba, no encontraba la cajita, “ven y me ayudas a buscar una cosa, que hoy no encuentro nada”.
Al cabo de unos días volvió por allí la chica maja:

- Vamos Luisín, que ya te tengo Residencia, te acompaño hasta el coche de línea.

Luisín mira a Chivita y sus ojos se humedecen.

- ¿Puedo subir al autobús a Chivita?

Aronbanda
Grupo B


Autobús a ninguna parte

Ya me advirtieron de que no cogiera aquel autobús. “El que va a Úrsulo por la carretera de Miochaclán no lo coja usted. No lo coja. No lo coja de ninguna manera —me lo dijo, nervioso, el recepcionista del hotel—. Es peligroso”. Pero cuando le pregunté que por qué era peligroso no me quiso explicar. “Porque sí”, me espetó y ya no me dijo más. Sin embargo, aquel autobús hacía la ruta hasta Úrsulo en sólo un par de horas, mientras que las otras opciones a la vista eran trayectos de más del doble de duración. Y como a fin de cuentas me encontraba allí en plan aventurero, después de sopesarlo un rato llegué a la conclusión de que incluso un poco de peligro no me vendría mal para darles algo de emoción a aquellas vacaciones que hasta el momento transcurrían sin pena ni gloria.

La estación de autobuses, que suspiraba por una profunda remodelación, presentaba un aspecto desasosegador, de puro desierta. Compré el billete y me senté en un banco junto a la dársena, a esperar. Poco a poco fueron llegando pasajeros, pero no pasábamos de media docena cuando se presentó el autobús. De pronto, apareció ante mis ojos un mastodonte de líneas futuristas, al menos según el entendimiento que seguramente se tendría de tales líneas treinta años antes de aparcar frente a mí. Llegó la hora de subir.

Los siete pasajeros, yo incluido, nos acomodamos donde quisimos, pues el billete no hacía referencia a ningún número de asiento. El silencio en el habitáculo era tan de camposanto que daban ganas de romperlo dando un grito o diciendo cualquier cosa por ver si alguien reaccionaba de un modo más o menos sociable. Pero nadie decía nada, y yo tampoco. Me senté en la cuarta fila, empezando por detrás, pues siempre he pensado que la parte delantera es más peligrosa si el autobús sufre un accidente, aunque a lo mejor es este un pensamiento del todo infundado. Al arrancar, el vehículo empezó a vibrar y me pareció como que el motor hacía gárgaras. Respiré hondo y cerré los ojos. No me apetecía ver la estación. Sin darme cuenta me amodorré y para cuando los abrí ya llevábamos media hora de viaje. Los volví a cerrar y traté de conciliar de nuevo el sueño, pero ya no me fue posible. Finalmente, me dediqué a ver pasar el paisaje, monótono y árido unas veces, árido y monótono otras, con la frente pegada a la ventanilla.

Pero de pronto, al llegar a un cruce de caminos, en una zona completamente inhóspita, el autobús se detuvo y subieron ocho hombres que lo estaban allí esperando. Aquellos ocho hombres, robustos todos y como clones, iban uniformados con monos grises, gorras del mismo color y botas de trabajo, portando cada uno una caja de herramientas de considerable tamaño. Parecían operarios de alguna empresa de vaya usted a saber qué. El autobús reemprendió la marcha sin esperar a que se sentaran. Segundos después, me di cuenta de que alcanzaba una velocidad mucho mayor que la que había llevado hasta entonces. Una velocidad tan alta que me empecé a preocupar. Los ocho “operarios”, por su parte, seguían sin sentarse. De pronto, uno de ellos, sin duda el que portaba los galones, se dirigió al resto haciendo gestos con las manos, tras lo cual se repartieron de dos en dos a lo largo del habitáculo y abrieron sus cajas de herramientas. Instantes después, y sin que yo diera crédito a lo que veía, estaban desmontando el techo del autobús.

Naturalmente me levanté a pedir explicaciones, pero uno de los operarios, apuntándome con un taladro desatornillador, me dijo muy serio que me sentara. Y me dio tanto miedo que eso hice. Los demás pasajeros, por su parte, ni siquiera hicieron amago de pedir explicaciones. Cada uno permanecía en su asiento sin decir ni hacer nada. Y no tardaron ni diez minutos en desmontar todo el techo del autobús, cuyas piezas iban guardando con gran celeridad en el aseo. Piezas pequeñas, del tamaño de una cuartilla, y piezas grandes, casi del tamaño de una puerta, eran tragadas por el aseo como si tal cosa.

Después del techo le tocó el turno a las ventanillas, que desmontaron con una facilidad pasmosa y arrojaron dentro del aseo sin mayores miramientos. Entre tanto, el autobús mantenía su velocidad alta y constante, en una carretera, por cierto, que era una línea recta sin fin.

Cuando empezaron a desmontar los asientos nos pidieron a los pasajeros que nos levantásemos y nos fuéramos todos a la parte delantera, quedándonos de pie, junto al conductor. Me llamó entonces la atención que todos los viajeros tenían una mirada que fluctuaba entre la indiferencia y la resignación, en contraste, seguramente, con la cara de estupor y alucinación que debía de tener yo. Pero ninguno decía nada. Y una vez que yo amagué con gritar que aquello era un atropello casi me cuesta que un operario me incrustase un escoplo en el ojo derecho. Era delirante ver cómo lanzaban los asientos uno detrás de otro en el aseo.

Cerré los ojos y conté hasta treinta. “Ya está —me dije—. Esto es un sueño. Ahora abro los ojos y aquí no ha pasado nada”. Pero qué va. Abrí los ojos y me topé con que estaban levantando el piso. En un periquete tuvimos a la vista los bajos del autobús. Incluso en según qué zonas ya se atisbaba el asfalto. Y todo, absolutamente todo, se lo tragaba aquel aseo que no tenía fondo. Llegó un momento en que no quedaba más que un esqueleto ridículo del autobús. Los siete viajeros, junto al conductor, nos hacinábamos en poco más de una baldosa y los operarios se encaramaban, como si fueran monos, en las estructuras metálicas que aún no se habían arrojado al aseo.

De pronto, el jefe de los operarios nos ordenó, radial en mano, que avanzáramos por unas barras laterales hasta la entrada del aseo y que nos arrojáramos dentro. Todos, incluido el conductor, obedecieron sin rechistar; uno detrás de otro, sin perder un átomo de su estúpida cara de resignación. Pero yo me rebelé y me negué en redondo. El jefe de los operarios me amenazó furioso, poniéndome en la frente una llave inglesa. “¡No, no y mil veces no!”, le grité, mostrándole mi billete. “Allá usted —me dijo al fin—. Pero cuando sólo quede la rueda delantera derecha, saldrá despedido a ciento veinte kilómetros por hora.

Inmediatamente después, los operarios desarmaron lo poco que quedaba del autobús, desempeñándose como auténticos acróbatas, y lo arrojaron al aseo. Luego, uno a uno, se fueron lanzando dentro, hasta que allí no quedó más que la rueda delantera derecha, una parte del eje delantero, en el que yo me sostenía, la palanca de cambios, la entrada al aseo, que no era más que un marco negro alrededor de una luz enceguecedora, y el jefe de los operarios, colgado de uno de los extremos de aquel marco. “Es su última oportunidad —me dijo el hombre—. ¡Entre en el aseo!”. “¡No —le volví a gritar, mostrándole mi billete—. Yo no me apeo hasta Úrsulo! “Como usted quiera —contestó, ahora repentinamente tranquilo”.

Entonces el jefe de los operarios agarró la palanca de cambios y se arrojó dentro del aseo, llevándose con él la citada palanca, el eje y el propio marco del que hasta hacía un momento colgaba, desapareciendo todo en el acto. Y como me había dicho, me vi sobre la rueda delantera derecha saliendo despedido.

Cuando abandoné hospital, tres meses después, me fui de inmediato al lugar donde el autobús desapareció. Estaba seguro de que la rueda tenía que andar por allí, porque mi último recuerdo antes de caer en la charca que me salvó la vida fue la rueda rodando fuera de la calzada. Efectivamente, no tardé en encontrarla. Ahora la tengo en el garaje de mi casa y cuando pego el oído a ella oigo como voces muy lejanas pidiendo socorro. Ya veré lo que hago con ella.

Óscar Martín
Grupo A


Otro día más en la oficina

—¿Puede bajar la rampa para subir mi frigorífico? —gritaba el paisano desde la cuneta de la carretera.

—¿Cómo dice?

—¡Que baje la rampa!

—¿Usted está loco o qué? —gritaba el conductor—. ¿Un frigorífico en el bus? ¡Ya lo que me faltaba! Esto no es un camión de mudanzas. ¿Sube o no?

—¡Sin mi frigorífico, no! Y el autobús no se mueve —dijo desafiante, poniendo un pie en el primer escalón y asiendo con fuerza la puerta.

—¡Pero vamos a ver! —protestó el conductor tirando de mala leche de la palanca del freno de mano—. ¡Quite ese trasto de delante de la puerta. Esta señora no puede salir.

—Pues déjeme subir mi nevera.

—Voy a llamar a la policía —meneaba la cabeza. No podía creerse lo que le estaba pasando.

—Haga lo que quiera, pero yo no me muevo y este tampoco —dijo golpeando la chapa del electrodoméstico. ¡Sí, llámela! Así le cuento la injusticia que está cometiendo conmigo. Le voy a denunciar por malos tratos, por discriminación, por trato vejatorio, y por alguna cosa más que se me ocurra durante la hora y pico que estemos aquí hasta que lleguen los agentes—. Subió otro par de escalones y se colocó a la altura del conductor con los brazos cruzados mirando a los pasajeros.

—Pero, ¿por qué me hace esto? —el chófer se llevaba las manos a la cabeza.

—Yo se lo explico, cálmese. El otro día la Carmen…

—¿Qué pasa conmigo? —se oyó al fondo del pasaje.

—Sí, la Carmen subió con un ventilador y un secador. Dos electrodomésticos, uno de cada mano, y no sucedió nada. El Joaquín…

—¡Presente! —gritó desde su asiento.

—El Joaquín subió con un radiador enorme, lo llevaba del cable como si fuera un mastín. Apenas se podía pasar por el pasillo. Sigo, la Gertrudis, sí, su suegra, no me mire así. Se encaramó al bus con dos enormes cajas, dos —le hizo el gesto de la victoria delante de su cara—. Eran airfaller, o como coño se diga, ocupó tres asientos y que yo sepa, usted ni se quejó. Así que ahora, ¿por qué no puedo subir mi nevera? ¿Yo soy menos que ellos? O acaso ¿mi nevera no se merece el mismo respeto que todos esos aparatos? La colocamos ahí, al lado de la escalera y no molesta.

El conductor miraba atónito la cara de aquel hombre. Entre el pasaje comenzó a escucharse un rumor. Las quejas iban en aumento. ¡Vamos que no llego! ¡Mamá me estoy haciendo pis! ¡Arranca coño! ¡Qué suba la nevera de una vez! ... El chófer elevó la vista al cielo, murmuró algo y bajó del autobús.

—¡Écheme una mano, hombre! ¡No se quede ahí mirando! ¡Que pesa lo suyo! —el conductor, visiblemente cabreado, agarró el electrodoméstico por la parte de abajo y lo subieron al bus. Lo colocaron junto a la escalera de entrada.

No sabía dónde meterse. Sería el hazmerreír de La Serrana, los demás compañeros tendrían hasta las próximas Navidades para tomarle el pelo. Solo deseaba llegar a la estación de destino y deshacerse de la maldita nevera y del pesado de su propietario. Soltó el freno de mano, embragó, metió primera y el autobús se puso en movimiento, el ruido de la fuga del aire sonó más que nunca.

—¡Oiga, Jefe, ¿tiene cambio?!

—¿Cambio? —el conductor giró la cabeza con cara de pocos amigos. Atravesó con la mirada al joven plagado de acné—. ¿Cambio, para qué?

—¡Hombre, pos pa´ qué va ser, pa´ sacar un refresco en la nevera chula que habéis instalao!

Tomás Garcia Merino
Gurpo B


Vergüenza

Cuando entró, el autobús se inclinó ostensiblemente de su lado. No pudo sentarse en un asiento normal, ni en un asiento de ancho especial, tuvo que sentarse ocupando dos asientos. Los restantes pasajeros movimos la cabeza, en un gesto característico, intercambiando sonrisas insinuadas y medias miradas cómplices.
Cuando entró el hombre apuesto y elegante, todos los pasajeros volvimos a mover la cabeza, sintiendo una irresistible atracción, puesta de manifiesto en miradas admirativas.
Todo sucedió en un instante, el hombre apuesto sacó la pistola, apuntó hacia su ex-mujer y su hijo y sonó una detonación.
Se derrumbó en el pasillo mientras de la masa enorme de su cuerpo se escapaba un hilo de sangre, por el punto en el que, al interponerse deliberadamente en la trayectoria, le había alcanzado el proyectil.
Cuando las asistencias trabajosamente sacaban al herido, los restantes pasajeros permanecimos mudos, inclinamos la cabeza y no pudimos impedir que nuestras caras se encendieran con un color rojo culpable.

Manuel Medarde
Grupo A


Autobús nocturno

Dispuesto a hacer un chascarrillo, en el momento de subir al autobús le pregunté al conductor —¿El servicio nocturno funciona también durante el día?— Sin hacer ademán de mirarme o responderme, el conductor accionó una palanquita oculta debajo del volante. Inmediatamente, la luna se derrumbó por el horizonte, el cielo se clarificó dando paso a un sol radiante y los pasajeros de aspecto somnoliento se convirtieron en un heterogéneo grupo de gente bulliciosa. Me tragué la siguiente pregunta que tenía preparada —¿El autobús nocturno lleva al infierno?

Manuel Medarde
Grupo A


En el autobús

Hoy es su cumpleaños, por fin cumple 9 años, por fin puede estrenar el vestido. Ese día especial amanece radiante, soleado, prometedor. Ella se siente mayor, emocionada; lo mejor de todo es que va a ir con su madre en el autobús a comprar su regalo. ¡En el autobús! Ellas dos juntas, solas, independientes y cómplices de la escapada porquehoy no las va a llevar su padre en el coche como de costumbre. Su madre va a dedicarle un poco de tiempo y el autobús va a llegar como promesa y premio. Tras una breve espera sube con la emoción a flor de piel y con la subida se elevan el ánimo y la expectación.
Una vez dentro, nota el olor a sudor y a cansancio, a desgana y chismorreo.El autobús atestado de gente no les permite sentarse. Hay una niña de su edad quemira envidiosa su vestido de princesa y un bebé que llora sin parar.Poco a poco su emoción se va disipando.El autobús chirría y frena continuamente ,entonces ella busca sin encontrarla la mano de su madre, que está agarrada fuertemente a una barra evitando tambalearse. En un frenazo brusco nota una mano debajo de su vestido inocente. Se gira temerosa y sólo consigue ver la sonrisa burlona de un hombre mayor. Tras el susto mira a su madre buscando respuestas, pero sólo atisba su perfil.
De repente siente un miedo atroz a los autobuses y a hacerse mayor.

Pilar Sánchez Barbero
Grupo A


Excursión de los chicos del preu

En 1969 hicimos una excursión los del Instituto de Ciudad Rodrigo.
Aprovechando las vacaciones de Semana Santa nos organizaron un viaje a Mérida donde pasamos dos noches. Pudimos ver el Teatro Romano y sobre todo visitar la casa del profesor de Ciencias Naturales que era de allí. En su casa tenía una serie de armarios enormes, que al abrirlos nos mostraban la evolución de los estratos que se iban descubriendo hasta encontrar oro en una mina; trabajo que había efectuado en Sudáfrica nuestro querido profesor.
El viaje lo hicimos en autobús. Recuerdo que era un Setra Seida de color amarillo.
Nos acompañaron dos profesores del instituto: el de Ciencias y el de Química que era un ingeniero que trabajaba en las minas de wolframio de Barruecopardo.
El viaje en autobús fue placentero, nos movíamos de un sitio a otro y cantábamos en el mismo, porque por supuesto no existía el cinturón de seguridad.
En la fila última, había un asiento, el del medio, que no tenía nada delante; Solo el pasillo, y en ese asiento iba sentada una compañera de curso, una tal Pilar que la recuerdo como si fuese ahora mismo; como salió disparada al frenar bruscamente el conductor pues nos paró la Guardia Civil. Salió disparada, volando hacia adelante quiso agarrarse a algún asiento, se dio la vuelta y quedó sentada al lado del conductor, mirando hacia el asiento de donde había salido.
Todos la miramos, vimos su cara de susto, pero como empezó a moverse y se levantó sin problemas, todos sentimos un gran alivio. ¡Hay que ver la elasticidad que tiene uno a los 17 años!
¿Por qué nos pararon?
Nos pararon porque les dio la gana, porque podían hacerlo, porque al estar en un estado de excepción, el ciudadano de a pie, o sea nosotros, habíamos perdido casi todos nuestros derechos y nos podían parar, registrar, detener, y entrar en nuestras casas. En fin, que tenías que estar muy calladito y quietecito y “con el carnet de identidad en la boca” como decíamos entonces.
Tras una charla de los guardias con los profesores, charla en la que se podía cortar la tensión que se respiró en aquellos minutos, y en la que nosotros estábamos en absoluto silencio recuperándonos del susto y atusando a Pilar, continuamos nuestro viaje de vuelta hacia Ciudad Rodrigo.
Al día siguiente, el director del instituto nos explicó en clase en qué consistía el estado de excepción.

José Luis Fonseca
Grupo A


En el bus nocturno

Me ha sentado mal la cena
me quiero subir a casa,
que en la cama se me pasa.
¿Tú te quedas Azucena?
No, que también estoy llena
prefiero subirme ahora
además es buena hora
porque justo pasa el bus
apúrate, Mari Chus,
¡Ponte ya la cazadora!

Azu, tía, ¿Te has fijado?
¡Qué buenorro el conductor!
se parece en todo a Thor:
Es guapo y está mazado.
Te ha visto que le has mirado
córtate un poquito, tía,
lo juro, me lo comía...
Luego antes de bajar
me acercaré a preguntar
que si circula de día.

Pero... ¿No ves que es nocturno?
Entrale con otra cosa
y que no te note ansiosa
que parece taciturno.
Pregúntale por su turno,
por su hora de salida,
invítale a una comida
o bien a tomar un vino
de lo demás ya no opino
que ya me bajo, querida.

He llegado a mi parada.
Llámame luego y me cuentas
si es que al final te presentas
o si no le dices nada.
Pero aparta la mirada
que se va a poner nervioso
y puede ser peligroso
conduciendo un autobús.
Ya me bajo Mari Chus,
un besito cariñoso.

Aurora Zarco
Grupo B


Driver

Pueden llamarme Paterson, ya saben, es el título de uno de mis libros. Años después el cineasta Jim Jarmusch se inspiró en él para hacer una película del mismo nombre, una película hermosa y poética, salvo por un pequeño detalle que luego contaré.

Por aquella época yo era conductor de autobús -línea Greyhound entre Santa Bárbara y Los Ángeles-, y poeta en mis ratos libres.

¿Recuerdan El Graduado?, sí, claro que la recuerdan -en el caso de que sean tan viejos para haberla visto-, es uno de esos filmes inolvidables. Dustin Hoffman, Katharine Ross. Katharine Juliet Ross, su nombre completo; fue una de las cosas que me contó aquella noche, pero no nos adelantemos.

Un viaje -maravilloso- de ida y vuelta, un viaje real, como la vida misma. El Graduado, les decía. Bien, ya hemos puesto en marcha la historia. Arrancamos.

A Mike Nicols, el director, le encantaba improvisar, no era nada cuadriculado, a pesar de su origen alemán. Estaban rodando -como esta historia, pero cinematográficamente- la secuencia en la que Dustin y Katharine huyen de la iglesia dejando al novio compuesto y sin novia en mitad de la ceremonia matrimonial. Perseguidos por la chusma de familiares -maravillosa y terrible Ann Bancroft- e invitados -que, probablemente, ya habían entregado sus regalos y no querían perderse el banquete-, corren como si les fueran la vida -y el amor- en ello, y se dirigen a una parada de autobús destino Los Ángeles. Doblemente destino, porque quiso la suerte que mi autobús de Greyhound llegara a aquella parada justo en aquel momento. Mike -luego hemos sido grandes amigos- no tenía pensado terminar allí el rodaje; de hecho, quería hacerlo en los estudios de la productora, incluso habían contratado ya a los extras. Pero al vernos llegar su cabeza se aceleró. Subió al autobús y me preguntó si podían rodar una secuencia allí mismo, sólo serían unos minutos, no nos atrasarían mucho el viaje, y tanto los viajeros como yo mismo, seríamos generosamente recompensados. Yo lo fui en todos los sentidos, pero vamos por etapas, no nos saltemos ninguna parada.

Bien, casi por aclamación decidimos vivir aquella aventura. Dustin y Katherine subieron al autobús, aparte de un par de cámaras y del director, de manera que, en pocos minutos, la película -con un escenario y extras reales- estaba terminada.

Y aquí paro un minuto, porque luego la historia va a avanzar y habrá que saltarse algunos límites, no sólo de velocidad.

En principio todos los participantes en el film volverían a sus hoteles, tendrían una pequeña fiesta de despedida, y al día siguiente -actores, equipo, extras- cada uno seguiría su ruta.

Pero Kathy cambió por completo el itinerario -el suyo y el mío, desde luego-, y decidió volver a Los Ángeles en mi autobús, tal cual estaba, con aquel maravilloso vestido de novia que hacía brillar su belleza en todo su esplendor.

Se sentó junto a mí, y se quitó los zapatos y las medias para ir más cómoda, usándolas para limpiarseel maquillaje. Empezamos a hablar, nos contamos un poco nuestras vidas, tan distintas, pero al mismo tiempo tan atractivas para ambos, mientras íbamos dejando a los viajeros en las paradas que había camino de la gran ciudad, hasta que llegamos a la Estación Central y nos quedamos solos.

En un volantazo inesperado -yo también soy bueno improvisando- la invité a llevarla al Griffith Park, donde, a aquellas horas de la noche se podía disfrutar de las vistas más mágicas de Los Ángeles. Bajé a la cantina a por una botella de bourbon y nos dirigimos a aquel maravilloso y cinematográfico mirador.

Kathy era entonces una de las actrices más hermosas y deseadas de Hollywood, con aquella mirada oscura que incendiaba las pantallas. Paul Newman, Robert Redford, Dustin Hoffman… y yo mismo, no podíamos hacer otra cosa que caer rendidos a sus pies. Pies descalzos, ya está dicho, unos maravillosos y pequeños pies de dedos suaves, lentos, peninsulares, como en el poema de Neruda.

Casi le arranqué el vestido de novia e hicimos el amor como si fuera nuestra noche de bodas, como si fuera lo último que tuviéramos que hacer en esta vida, antes del viaje final. En cierto modo, así fue, al menos para nosotros dos. Amor consumado, a veces también es amor consumido, sobre todo cuando los amantes saben -y los dos lo sabíamos- que no pueden articular sus vidas, tan distintas, y que, a partir de aquel momento, sus caminos, inevitablemente, se van a separar.

La llevé a su mansión antes de dejar mi autobús en la Estación Central, y volví a mi pequeño apartamento. Intenté escribir algo, pero sólo conseguí llenar la papelera de versos arrugados.

Este viaje acaba aquí. Con el dinero que me dio la productora pedí la excedencia en el trabajo, y escribí mi libro “Viaje al amor”, con el que saqué el billete para poder dedicarme a tiempo completo a la poesía. De alguna forma se invirtieron las tornas, y continué siendo conductor de autobuses, en mis ratos libres. Ida y vuelta, de nuevo.

Termino. Decía que “Paterson”, la película de Jarmusch, me pareció extraordinaria y poética, salvo un pequeño detalle. La interpretación del protagonista, Adam Driver, nunca me ha acabado de gustar. No soy yo, no acabo de reconocerme, porque, fuera de la poesía -mi ficción- soy bastante más prosaico en la realidad.

Siempre creí que Adam, a pesar de ser un buen actor, no daba el tipo. De hecho, siempre he pensado que lo eligieron por su apellido: Driver.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


La cabra


¿Puedo subir una cabra a la Serrana?
Estas palabras fueron dichas por Pedro el cabrero a Kico el conductor de la serrana coca, que hacía el trayecto Salamanca-Santibañez de Bejar.
Claro que puedes subirla, pero hay que atarla a la baca, con la condición de que si la cabra da guerra, se la soltaré cuando pasemos por el monte. Y la cabra empezó a dar guerra nada más arrancar la serrana, y el conductor cumplió su palabra y al pasar por el monte allí fue lanzada.
De aquí salió la famosa frase “De la cabra siempre tira al monte”.

Luis Iglesias
Grupo B


La Empresa

Bajó del tren a las cuatro de la tarde de un siete de agosto, en plena canícula. El andén se llenó de bultos y de niños. Todos suyos: una niña de cuatro años, un niño de dos y una niña de uno. La mayor cogida de la mano, el mediano agarrado a su falda y la pequeña en brazos, más una maleta y dos bolsas. —Así se viajaba entonces —me dijo—. Y se llegaba a todas partes.

A lo largo de su vida tuvo que recorrer toda España ella sola siguiendo los diversos destinos laborales de su marido, a quien nunca le faltó trabajo, pero tuvo que adaptarse a lo que llaman ahora deslocalización como cosa extraordinaria, y que antes era lo habitual. Si la empresa se trasladaba a otro lugar, el operario se iba con ella allá donde fuera y la familia le seguía.

Ahora debía coger el autobús que la llevaría al pueblo de su marido. Allí la esperaban los suegros y la cuñada, pero en la estación no había nadie conocido. Preguntó por el coche de línea y unos señores amablemente le señalaron un vehículo grande desvencijado que parecía haber salido de una película antigua. Al servicio y al propio autocar le llamaban “Empresa” porque en su chasis aparecía esta palabra con tamaño de letra muy destacado en comparación con el resto de la nomenclatura.

Se dirigió hacia allí rodeada de una cohorte de paisanos que le iba prestando manos para acercar los enseres, mientras ella llevaba a los niños, de la misma forma que la habían ayudado otras personas a descender del tren. Por el camino se toparon con una señora vestida enteramente de negro que se acercó a saludarla y a ofrecerles agua fresca. —El sol hoy pega fuerte—dijo—, beban un poco del botijo antes de seguir. Ella lo agradeció enormemente y se quitó la sed de un buen trago, luego dio de beber a los tres pequeños.

El autocar estaba atestado de gente. No había asientos vacíos. En el techo se apiñaban muchos pasajeros mezclados con maletas sujetas por ellos mismos o atadas con gomas elásticas y cuerdas. Antes de darse cuenta ya tenía sus bultos instalados en lo alto de la carrocería y unos brazos se ofrecían para ayudarla a subir a ella y a sus hijos. No lo dudó. Tomo aquellas manos amigas y se encaramó a lo alto para acomodarse en el espacio que la gente le ofrecía.

Desde allí contemplo el paisaje que iba a seducirla desde ese mismo momento. Llenó sus ojos de las tonalidades estivales y su nariz de los aromas del campo en estado salvaje. Se dijo que las idas y venidas por el interior del país le mostraban la mejor cara del ser humano y disfrutó de aquel primer viaje en la Empresa.

Maxi Moreno
Grupo B


Concierto animal (o con cierto animal)

–¡Que no! Aunque ponga ojos de cordero degollado, no voy a dejarle montar con esa cabra –bramó el conductor del autobús pulsando el cierre de la puerta, pero sin iniciar la marcha.

La señora gorda de la primera fila echó atrás la cabeza y engrosando la papada, cacareó:

–Hay gente pa to.

–¿Qué más le da a usted? Déjelos subir –chilló desde el fondo un chico en plena edad del pavo que quería impresionar a una chica muy mona sentada a su lado.

–¡Las normas son las normas! –barritó el gordo posado en mitad del pasillo. Había subido como un elefante en una cacharrería incomodando a todos con sus gorduras paquidérmicas y vio la ocasión de amansar a las fieras tomando el toro por los cuernos.

Una joven diminuta y con cara de lechuza pio:

–¡Eso, eso! –Y se amilanó sin osar a añadir una palabra más.

Junto a ella un tipo dormía como una marmota. Se irguió un momento y, desperezándose como un oso, rebuznó con contundencia:

–¡Que los sacrifiquen!

–¡Calla, animal, y sigue durmiendo la mona! –baló en tono displicenteuna señora que no paraba de santiguarse.

Se hizo entonces un silencio incómodo que acabó rompiendo un sujeto mal encarado con pinta de gorila de discoteca.

–O abre la puerta o nos vamos. Dejemos ya de marear la perdiz –bufó dirigiéndose al conductor.

–Si es que no hay que buscar tres pies al gato –trinó un petimetre con pinta de cuervo, maletín de piel de cocodrilo y bombín de ante–. La ley es clarísima: ¡Nada de animales en el transporte público!

–¡Pues bájate tú, piojo asqueroso! –relinchó el borrachín.

Se formó un tumulto bestial. El conductor del autobús resignado,sacudió la cabeza y arrancó. El ruido del motor acalló el cacareo de reproches e improperios. Poco a poco el gallinero se fue calmando.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Mi viaje

Me subí al autobús un cuatro de mayo del cincuenta y dos; quedaba una plaza vacía en la última fila, junto a la ventanilla.Me acomodé y enseguida el rugir del motor indicó el comienzo de la marcha de un excitante y prometedor viaje.
Miles de pensamientos acudían a mi mente mientrasa travésdel cristal, veía como se desdibujaba el paisaje tan familiar de castaños, robles y cedros para dar paso a un campo árido y llanodonde el trigo crecía, entre amapolas y margaritas.
El sol se escondía entre abedules, hayas y eucaliptos. El olor a salitre delataba la cercanía de un mar tempestuoso.Un fino orvallo empañaba el cristal pero pude entrever, hermosas hortensias y madreselvas a lo largo del camino.
Después vino la oscuridad yal amanecer de un nuevo día, llegamos al cálido mediterráneo que nos dio su bienvenida entre montes de pinos y laderas cubiertas de genista.
El autobús siguió su ruta sin prisa, hasta que se divisaron naranjos y limonerosque vestidos de azahar, embriagaron el aire con su aroma tan peculiar y un mar de olivos,que parecía extenderse hasta el infinito, nos ofrecía un maravilloso regalo difícil de olvidar.
–Esta es la última parada señores pasajeros, quien quiera bajarse puede hacerloahora. Los que decidan volver, permanezcan en sus asientos.
Se bajaron casi todos.
Yo decidí volver tierra adentro.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Parte del viaje

En la década de los 80 del pasado siglo...
Allá a comienzos del lejano 1981 viajaba con bastante frecuencia en el Auto Res que hacía la ruta Salamanca-Madrid-Salamanca y que tenía su destino final en Madrid en las cocheras de la calle Conde de Casal.
Llegados allí y apenas iniciado mi periplo, cogía un taxi que me llevaba a Barajas desde donde iniciaba el segundo capítulo de mi largo trayecto hasta el destino final en Dublín, Manchester, Londres...o a donde quiera que fuera…
El 15 de enero de 1981 en uno de esos viajes en Auto Res escribí este poema a la tierra que dejaba atrás. Era una fría mañana, muy de mañana, gélida fuera y aun más dentro de mí, en lo más recóndito de mí alma.
Era uno de aquellos crudos inviernos castellanos de entonces…
Al subir al Auto Res no pedí permiso al conductor si podía llevar conmigo mi dolor ya que los sentimientos no ocupan lugar ni importunan a nadie.
Hoy muchos años después de aquella vivencia, pido al respetable mi perdón y comprensión… Entonces yo era muy joven.
¡Gracias!
Plegaria
al desnudo paisaje castellano
Campos castellanos arropados de blanca esperanza,
solitarios, callados, desiertos, resignados…
Vosotros que abrigais ilusiones y sueños las más de las veces nunca realizados.
Obedientes a señores feudales milenarios, dueños de destinos incontables.
¡Campos castellanos!
Conservad vuestro orgullo y poderío por los siglos de los siglos.
¡Campos castellanos!
Al final del estío
año a año, lustro a lustro y siglo a siglo,
cuando la siega acaba
cuando está cerca la vendimia,
no olvideis compensar los múltiples desvelos
de los recios castellanos viejos.
Recordad a esos hombres que siguieron siendoos fieles
que continuaron cuidandoos a pesar de los adversos vientos.
A esos hombres que de tanto estar ahí llevan en sus rostros cincelados vuestros surcos.
A esos hombres nunca olvidareis
porque sencillamente son barro de vuestro barro.
Amén.

Nieves Martín Magdalena
Grupo B


Tarde de Champions

Después de comer sobre las tres de la tarde, hemos quedado junto a la sede de la Peña para coger el autobús, que nos llevará hasta la capital de España. El Bernabéu nos espera para una noche memorable de Champions.
No es un miércoles cualquiera, vamos llegando con nuestras bufandas al cuello y la mochila llena de ilusiones, además del bocadillo envuelto en papel de aluminio, del que daremos buena cuenta en el descanso del partido.
La tarde se ha presentado lluviosa, lo que no es ningún impedimento para que nuestras caras irradien felicidad.
Sobre las cuatro iniciamos el trayecto y paramos en Villacastín a soltar las piernas y tomar algo en la cafetería.
La tarde va cayendo y en la autopista comienzan a verse las luces de los demás coches, difuminadas entre la incesante lluvia.
El nerviosismo se palpa dentro del autobús, ante la desconfianza de no llegar a tiempo al partido, por el monumental atasco que se está formando en la entrada a Madrid. Pasa el tiempo deprisa y no vemos la hora de entrar en la Castellana para dirigirnos a Padre Damián y aparcar el autobús.
Los minutos se hacen eternos. De pronto, producto de los nervios, se oye el grito de uno de los pasajeros

—¿donde está el baño en este autobús?
— Este autobús, no tiene baño, le responde el conductor.
— Tranquilícese, que ya estamos llegando.
— Abra la puerta que no aguanto más .

El conductor a regañadientes abre la puerta delantera del autobús. Atónitos, presenciamos como el paisano se pone a mear entre los coches parados en la calzada, acompañado de los aplausos y las risas de todos los pasajeros del autobús y el consiguiente enfado del conductor.
Por fin llegamos a Padre Damián y a la carrera bajo los paraguas nos toca correr para entrar en el Estadio con el partido ya comenzado.

Pedro Gómez Rodríguez
Grupo C


El coche de línea

Es verde el tacto del recuerdo en éstas líneas...
Donde dibujó de su juventud tantas escenas.Tejados que se perfilaban como tendales, a través de las montañas guardianes de historias, arropadas en el silencio de la noche, cantando al alba en eco
el grito de libertad.
Vuelve al pueblo, en un Avanza bus bien acomodado que nada
tiene que ver con la antigua serrana, cuando en su trayecto
iba parando por todos los pueblos colindantes hasta llegar
a su destino.
Tiene dos horas de trayecto para recrearse con Franz Schubert..."Viaje de Invierno"
Sobre el inexorable paso del tiempo.
En el puntual momento de salida
llega una última viajera que se sitúa en el asiento delantero.
-Pablo se ruborizó, como si el corazón quisiera salirse de su pecho, en un desplegado baile de mariposas.
Se hubiera levantado de un impulso desde su asiento trasero, mientras desencadenaba un desenfrenado monólogo interior.-Ana?- No es posible.
Es idéntica, su largo pelo caía
sobre la espalda, haciéndola parecer aún, hermosa.
Por su mente quiso transmitirle
el deseo de envolverla en su mirada y arrullarla en el aroma
de su perfume con el canto del ruiseñor.
A través del ventanal del bus,
gritaban los torrentes de arroyos,
en la espesura de la flora y fauna.Mientras Pablo suspiraba,
en el vuelo que se quiere perder en las notas del canto del recuerdo.
Llegando al destino, tembloroso,
se acercó -Ana?
Y con una cálida sonrisa, la joven le contestó:-Who are you?

Leonor Martín Merchán
Grupo A


El autobús

El cuchicheo era constante. Al final del autobús un grupo reía, se oían gracejos y alguna que otra carcajada. Las mañanas solían ser densas, la gente acudía al trabajo y la mayoría guardaba la compostura. En el fondo, se juntaban los díscolos; aquellos que, por sus vicios, compartían espacio.
Discurrían los años 80, época de una libertad recién estrenada. Aquel medio de transporte daba para mucho. Allí se fraguaron amistades eternas. Se rompieron parejas y se consolidaron otras. Todo un mundo discurría cada mañana en cada uno de los asientos del autobús.
-Ya está bien de soportar esto. Es inhumano. Sois unos irresponsables. Hacéis de menos vuestro trabajo- Dijo Juan, rojo de ira, sentándose al lado del conductor, al que seguía despotricando durante todo el trayecto. Él tenía la culpa, era el responsable de lo que ocurría allí dentro.Siempre sucedía la misma cantinela.
-Insensatos, golfos, vais a ser responsables de las enfermedades de todos nosotros. Continuaba un día y otro, una semana y la siguiente; un mes, un curso, un año y otro.
Los del fondo seguían a lo suyo, pensaban que el humo se quedaba con ellos y que las ventanas abiertas bastaban para limpiar el aire. Las conversaciones no cesaban, ni los gracejos tampoco, durante el trayecto que realizaba, desde la capital a un pueblo de la provincia, un grupo de profesores de Secundaria.

JB
Grupo C


El chofer malencarado

Esta mañana tomé el bus en la parada 36 con dirección a la desolada calle Colosio,
desde que pedí la parada noté al conductor algo malhumorado y me limité a darle los buenos días con una sonrisa.
Yo me dirigía al siguiente pueblo para visitar a mi abuela Concha y debía bajar en la penúltima parada, pero tomé toda la ruta con el propósito de ver donde terminaba la ruta y qué pasaba cuando el chofer llegaba a aquel encuentro, ya después caminaría a la casa de mi abuela.
En todo el trayecto estuve analizando al conductor enojado en cada parada que solicitaban, los arrancones que daba, los movimientos tan bruscos, parecía ir con prisa, abría las puertas y arrancaba aún cuando veía a las personas correr al bus.
—¿cual es la prisa chofer?— le gritaban unos muchachos
Otros chiflaban en señal de reclamo
Luego de un rato el bus comenzó a vaciarse naturalmente al llegar a las últimas paradas y quedé yo solo con el chofer, estaba ansioso por ver el final de la ruta, así que esperé, el se asomó para ver cuántos quedaban y me hizo una mueca al verme.
En realidad habíamos viajado muy rápido y al comparar los horarios de la ruta habíamos llegado 20 minutos antes.
Le pregunté : — ¿Tienen ustedes un plus si llegan antes a la última parada?— , pero el no respondió
Al llegar al final, apagó el bus, volteó atrás y me hizo una señal de que bajara, se veía fea la última parada, vacía y triste, me desilusionó ver la última parada.
Vi al nuevo chofer aparecer y encender el bus mientras el malencarado caminaba a la salida, yo lo seguía observando.
Vi a lo lejos aparecer a una mujer de no más de 40 años, llenita, blanca, llena de pecas en su cara, se abrazaron fuertemente al verse, vi sus caras llenarse de gozo al acercarse, una chispa innegable entre dos personas que se aman, aquel hombre malencarado cambió radicalmente su gesto y la besó con fuerza mientras reía.
Entendí que aquel chofer fuera de su trabajo era otra persona, dichosa y amada, se le veía feliz, de pronto ver aquella escena hizo válido todo el viaje al final de la parada.

Daniela Perales Bosque
Grupo C


El conductor sin mando

Tenía frío, tiritaba. Una corriente tormentosa y heladora, ascendía desde los calcetines de lana térmica hasta las orejas que cubría con un gorro polar.
Era veintinueve de agosto y un sol abrasador se intuía tras los cristales, pero Marian subió al autobús sabiendo que la historia se repetiría, ocho días de baja laboral, con faringitis crónica y sin calor humano...
El trayecto El Arenal - Palma se había convertido en el transiberiano isleño.

-Si fuera tan amable de bajar el aire.
-¿Puede apagar el aire, por favor?
-Nos estamos helando, ¿puede cortar el aire de una puñetera vez?
-O corta el aire o le... denunciamos al Comité de Empresa.

Mientras un usuario saltó del asiento para mujeres embarazadas, otro, a golpe de bocina en despedidas de solteros, intentaba inmovilizar al conductor atrincherado en su confesionario transparente. Presionado por las circunstancias y amordazado, cedió el mando a los pasajeros, incapaces de ponerse de acuerdo en la temperatura perfecta.

Al final del trayecto y en mangas de camisa, entró en el Bazar .

-¿Los ventiladores por favor?
-Pasillo siete.

Guadalupe Sanchón
Grupo C


Echarse al monte

Sabía que después de haber tomado esa decisión y emprendido el camino de la huida, en algún momento, tendría que tratar de difuminar lo evidente y dejar de lado el hecho de mi propia vergüenza, pero, ¡no podíamos aguantar más!

Estaba inmerso en una vida infeliz y rutinaria, que traté de conservar para no herir a mis hijos. Mientras tanto, ella estaba rumiando la frustración y la rabia de saberse “la otra”. Aun así esperó pacientemente a que yo tomara la decisión crucial de nuestras vidas.

—Cariño, le dije.

Ella dejó de comer, volvió hacia mí sus ojos grandes y vivaces, y me miró con arrobo.

— Hay que conseguir un vehículo antes de que caiga la noche. Cuando estemos con desconocidos, tienes que confiar en mí, y oigas lo que oigas no muestres extrañeza. Sé que el instinto te dice, al igual que a mí, que hemos roto demasiadas reglas y por el momento, debemos recurrir al disimulo. Sabes que nadie comprendería lo nuestro.

Ella quedó pensativa y bajó la cabeza como asintiendo. No hubo ni un atisbo de reproche en su mirada; simplemente me dio la espalda y se dirigió al arcén a retomar su pitanza.

En la lejanía divisé un autobús acercándose hacia donde nos encontrábamos. Le hice una señal y vi cómo daba el intermitente para iniciar la maniobra de parada.

Mientras la puerta del autobús se abría, mi corazón atenazaba de tal forma mi boca, que llegué a dudar de si podría articular palabra.

Haciendo de tripas corazón, y ante la mirada interrogante del conductor, acerté a decir:

—¿Va usted hacia el parque nacional?

El chófer asintió con la cabeza. Entonces, le pregunté :

—¿Podría subir al autobús con mi cabra?

Calgari
Grupo A


Miradas

Colecciono miradas. Sin más. Podrían ser líneas de autobuses, nombres de calles, fachadas con sus balcones desde donde me observa una persona y yo la observo. Están también las conversaciones. Y también podría coleccionar paraguas. La gente olvida muchos paraguas en los autobuses. Cojo algunos, sobre todo si llueve. Luego yo también los iré dejando.
Pero, no, yo lo que colecciono son miradas.
Mi línea favorita para recolectar es la 149, la que baja de Plaza de Castilla por Bravo Murillo hasta Tribunal. Recoge a los desahuciados de los juzgados que buscan el anonimato del centro, a los latinos de Tetuán, sus miradas profundas y ausentes,ajenas, desarraigadas, a padres de Chamberí estresados, con los niños que salen del colegio o de jugar en Canal, a estudiantes con miradas transparentes, alegres,que van de compras a las tiendas de moda de Fuencarral, a algún actor despistado, a alguna abuelita con cataratas incipientes que todavía hace la compra en el Mercado de Maravillas.
Cada mirada es única. Las guardo en vitrinas,con su fecha y línea de autobús. Tengo para todos los gustos. Están las miradas penetrantes, que guardo en una caja fuerte con doble candado porque son capaces de romper los cristales. Algunas miradas son lúcidas y tienen ese brillo que ilumina los estantes. Tengo las que no parpadean, muy difíciles de encontrar, que recogí en el 45, que lleva a la callede la Felicidad y la plaza de la Concordia. Tengo las tristes de la línea 111,miradas de preocupación y desesperanza, que no encuentran trabajo ni salida,las vacías de la561, las locas de la 33…
Las líneas de autobuses son un yacimiento de oro para mi. Y eso que algunasse resisten. Se esconden tras gafas de sol, tras la mano que las cubre, o están los que no levantan la mirada de un móvil o del suelo, o simplemente,los párpados que caen de puro cansancio.
Mi procedimiento es el siguiente: subo al autobús, nunca en hora punta, pico el billete y, al caminar por el pasillo, hago una inspección ocular. Tengo suerte si hoy en día capto una mirada de sorpresa, de satisfacción o de agradecimiento. Casi siempre son de recelo, de rechazo, de desafío. Los tiempos cambian. Me dan pena las que muestran vergüenza o miedo, como la de alguna niña o mujer con la cabeza cubierta. No recojo todas. Sería un abuso y luego no tengo donde meterlas. Elijo una mirada. Laretengocon la mía. Con seguridad, con descaro de seductor.La penetro. Fuerte. Ya es mía. Me siento. Nunca a un orgulloso de la 47ni a un iracundo.Prefiero las pupilas vidriosas de los borrachos. Tampoco me gustan los ojos llorosos porque ya tienen bastante y, además, se me mojarían las pestañas. Creo que tengo un don para aprehender y comprender la esencia de las miradas. El mejor momento: cuando me encuentro con otro coleccionista y nuestras miradas de simpatía se entrecruzan. Pasa poco.
A veces hago el recorrido entero de la misma línea, pero es raro encontrarme con los mismos viajeros. No sé qué pensará el conductor de la línea 1. A él también le he robado la mirada. Me pareció que era muy musical.Y me temo que me ha descubierto y él también me la ha robadoa mi.Aún así,sus ojos mesonríen ysigue siendo capaz de transitar por esta ciudad de locos.

Marisa Sánchez
Grupo C


“¿Los niños de 20 años pagan billete?”

Cuando le preguntaron aquello, el conductor prestaba atención por el retrovisor a los pasajeros que se bajaban del autobús.
No le había visto entrar, así que tardó un poco en asimilar la pregunta. Sin desviar la mirada del retrovisor, entendió que se trataba de una broma…
Eran ya 20 años de servicio, 15 en la misma línea. No era la primera vez que, algún joven con ganas de hacer reír a sus amigos, le decía algo parecido.
Como aquella vez que le preguntaron si le podían pagar con bitcoin. O aquella otra en que un chico entró corriendo y le gritó que “siguiera a ese coche”.
Y eso que la suya era una línea de día. No quería ni imaginar la lista de historias como aquella que tendrían sus compañeros del nocturno…
Lo tenía claro: lo mejor en estos casos era tratarles con total normalidad, sin contribuir a la broma. Así que eso haría.
Dirigió su mirada al nuevo pasajero para contestarle. Pero fue tal su sorpresa al verle, que no fue capaz de articular palabra alguna.
El joven bromista resultó ser un chico con síndrome de Down y mirada inocente que esperaba atento su respuesta.
¿Cómo no se había dado cuenta? El tono de voz era evidente, pero había pensado que lo estaba fingiendo como parte de la broma.
Los segundos pasaban…
¿Qué iba a decirle?
Podía sentir las miradas del resto de pasajeros sobre su cogote, esperando con atención cuál sería su respuesta.
Tenía que cobrarle. Al fin y al cabo, ese era su trabajo y no era él el quien ponía las normas. Sólo las recibía y, por ahora, nadie le había dicho que no cobrara a pasajeros con Síndrome de Down.
Pero… ¿y si le dejaba pasar gratis?
Seguramente sería una sorpresa para el resto de pasajeros. No lo esperarían y, con ese pequeño gesto, podía hacer que su día, el del chico y de quienes estuvieran contemplando aquella escena, mejorara drásticamente.
1,50€ a cambio de un gran impacto en el día de al menos otras 5 personas. ¿No merecía la pena?
¿No era esta una oportunidad única de poner su granito de arena para conseguir un mundo mejor?
Finalmente se decidió.
-Claro, pasa- le dijo con una sonrisa.
El fruto de su obra no tardó en emerger. La mirada seria y el gesto boquiabierto del chico se convirtieron en apenas un segundo en una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos de ilusión.
-Muchas gracias, señor conductor.
No había duda, había merecido la pena. Aquello sería un ejemplo y el comienzo de una cadena de pequeñas acciones por parte del resto de pasajeros que harían, al menos por hoy, de este mundo un lugar mejor.
Le habría encantado que su hija fuera testigo de aquella escena. Estaba deseando volver a casa y contárselo. Ya podía imaginarse su mirada atenta y tierna mientras relataba la historia. ¿Qué mejor ejemplo podía darle que este?
Sin desprenderse de su sonrisa, el chico se giró y gritó hacia fuera del autobús:
-¡Chicos! ¡Sí que es gratis!
Un grupo de otros 20 jóvenes, también con síndrome de Down, apareció de la nada y comenzaron a subirse, uno a uno, en el autobús.

Juan Salado
Grupo C


El belén
Nochebuena alternativa o la magia de la Navidad viaja en autobús

Personajes

Conductor del autobús
Señora con globoansiofobia
Señor con cabra
La cabra
Monja
Papá Noel con los renos
Señor con pavo
El pavo
Otros personajes secundarios: la turronera de la Alberca, el calvo, los veganos, los pasajeros del interior, personajes del belén.


24 de diciembre.

Se abre el telón. Bajo la luz tenue de dos farolas, se encuentra la parada de autobús delante de la cual está estacionado el número 13bis.
Algunas personasesperan para subir al autobús. La primera de la fila es una señora con varias bolsas repletas de lo que parecen ser compras de Navidad.
La mujer sube al autobús, deja las bolsas en el suelo y empieza a buscar su cartera dentro del bolso.


CONDUCTOR: Señora, por favor, dese prisa, que es para hoy.

SEÑORA: Un momento, que tiene que estar por algún lado. ¡No me agobie que es peor!

Pasan unos segundos y la señora sigue buscando. Se la nota nerviosa y comienza a hincharse como un globo obstruyendo el paso a las demás personas.

UNO QUE ESPERA PARA SUBIR: ¡Señora, que no llegamos a la cena y es Nochebuena! Si no encuentra el monedero, quítese y deje pasar a los demás. ¡Hay que ver qué poca vergüenza!

SEÑORA: No me puedo mover, oiga. ¡Que me he quedado entrizada!

La gente empieza a protestar. Se oyen frases incomprensibles dentro y fuera del autobús, donde la cola ha aumentado notablemente.

CONDUCTORcon sorpresa: ¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida de autobusero! ¡Que la señora me ha aumentado de tamaño y se ha encajado como la pieza de un puzzle!

SEÑORA: ¡Es que tengo globoansiofobia diagnosticada! ¡Cuando me azoro, me inflo como un globo y hasta que no me relajo, no vuelvo a mi ser!

UN SEÑOR CON UN PAVO: ¡Pues ya me dirá Ud. qué hacemos, que nos tiene bloqueados!

CONDUCTOR: Y Ud., ¿dónde va con ese pavo?

UN SEÑOR CON UN PAVO: Es que yo acabo de llegar de Ohio y allí se estila rellenarlo para la cena, ¡ya ve! A este paso, no cenamos.(El pavo lo mira desconcertado emitiendo sonidos guturales fácilmente interpretables).

Han pasado ya varios minutos y la cola sigue creciendo al igual que el volumen de la señora.

UN SEÑOR CON UNA CABRA: Pues yo voy a poner una reclamación, oiga. ¡Que esto no se puede tolerar! ¡Que ya son las 8 y media!

CONDUCTOR: No se preocupen. En cuanto la señora se nos desinfle, les dejo a cada uno de ustedes a la puerta de su casa para que puedan cenar con sus familias.

SEÑOR CON BIGOTE: ¡De eso nada! ¡Para un año que me puedo librar de la vasta sabiduría todopoderosa de mi cuñado, apodado Pepito Grillo! Yo prefiero pasar aquí la Nochebuena.

CHICA JOVEN: Pues, mire, yo también. ¡Que nada es comparable con la tortura de soportar a los dos monstruitos que parió mi prima! Y de aquí, no me muevo.

CONDUCTOR: ¡Orden, señores, orden! Que imagino habrá quien tenga que llegar por fuerza mayor a su destino. Por ejemplo, el señor vestido de rojo con el trineo. Me imagino que usted tendrá más prisa que nadie.

PAPÁ NOEL (con cara de despistado): ¡Huy, ho ho ho! Perdón, quería decir “ no no no”… ¡La costumbre, jeje! Yo visto lo visto, ya he publicado en mis redes sociales que no creo que llegue a tiempo este año. Además, tengo a los renos en huelga porque quieren aumento de sueldo y, con lo que me cuestan a mí las materias primas con la inflación, solo me faltaban estos…Por eso voy en autobús. ¡Sale más barato!

CHICA JOVEN: ¿Pero nadie ha protestado por quedarse sin regalos este año?

PAPÁ NOEL: Señorita, si yo le contara… Uno hasta ha comentado en mi Instagram “Vete a tu país, extranjero conquistador, que aquí somos monárquicos. ¡Vivan los Reyes Magos!”…¡Ya me contará Ud. la motivación que le queda a uno para seguir trabajando! Unos pocos añitos más cotizados y a disfrutar de la jubilación en Mallorca con mi señora.

SEÑORA ENTRIZADA: Yo me siento un poco culpable por la que se ha montado. Así que, se me ocurre compartir con ustedes lo que había comprado para estos días y, de este modo, no se me quedan sin cenar en una noche tan señalada.

CONDUCTOR: Pues no va a ser mala la idea… Que yo no he merendado y voy sintiendo un gusanillo en el estómago. Y cenar con mi suegra tampoco era algo que me entusiasmase mucho para ser sincero...

SEÑORA ENTRIZADA: Llevo varios embutidos, jamoncito ibérico y queso de Hinojosa. Y unas botellitas de Toro.

SEÑOR CON PAVO, soltando el pavo:

¡Palabras llenas de poesía,
señora mía!
¡Harto estoy de mal comer
en tierras americanas!
¡Donde la carne parece de ayer
y el agua, para las ranas!

El pavo sale corriendo,pavoneándose y dando saltos de alegría.

UN SEÑOR DE LA COLA: ¿Pero al pavo que le pasa?

SEÑOR AHORA SIN PAVO: ¡Le ha llegado la amnistía!

CONDUCTOR: A ver, el de la cabra, que digo yo que podía prestarle la banqueta a la señora globoestresada para que esté más a gusto la pobrecilla.

SEÑOR CON CABRA: ¡Faltaría más! -ygrita- ¡María de la Ascensión Inmaculada de Todos los Santos!

UNA MONJA: Ora pro nobis.

SEÑOR CON CABRA: ¡Hermana, que estoy llamando a la cabra, que anda mal del oído la pobre!

LA CABRA bajándose de la banqueta: Bee bee

SEÑORA DE LA COLA: ¡Qué cabra más empática!

SEÑOR MAYOR SORDO: Sí sí, simpática simpática.

La señora entrizada saca salchichones, chorizos y lomos de las bolsas.

CONDUCTOR: Lo malo va a ser cortarlos en rajas.

UNA VOZ DE LA COLA: ¡No se preocupen que este señor de mi lado es de Albacete!

Aplausos generales para el señor de Albacete que muestra un cuchillo bien afilado como si de un trofeo se tratase.

CONDUCTOR: ¿Hay algún vegano en la fila?

UN CHICO: Sí, nosotros 3 somos veganos.

CONDUCTORencogíéndose de hombros: ¡Pues os ha tocado ayuno intermitente!

El conductor corta y distribuye rodajas de embutido. Se las van pasando unos a otros hasta el final de la cola.

PASAJERO DENTRO DEL AUTOBÚS protesta: ¿Y a nosotros qué?

CONDUCTOR: Señores, dentro del autobús, está prohibido comer. ¿No ven que yo estoy sacando la cabeza fuera de la ventanilla? Pero les paso una botellita de Abracadabra.

PASAJERO DENTRO DEL AUTOBÚS: ¿Y qué hacemos los abstemios?

SEÑOR CON CABRA: ¿Alguien lleva panderetas?

OTRO PASAJERO DE DENTRO: Panderetas no pero yo llevo zambombas.

CONDUCTOR: Pues ustedes encargados de los villancicos para amenizar la velada. ¡En ninguna cena de Nochebuena que se precie, pueden faltar los peces en el río y las campanas sobre campanas!

Se siente la algarabía de todos hablando con todos mientras comen y beben.

CONDUCTOR: ¡A ver! El señor calvo de ahí. ¡Que deje ya de dar piquitos a las chavalas!

SEÑOR CALVO: ¡Pero si son sin gluten! ¡Y con consentimiento de causa!

CONDUCTOR: ¡Ah, bueno! Entonces… ¡Vale!

MONJA escandalizada llevándose las manos a la cabeza: ¡Dios mío! ¿Pero eso qué es? – con el dedo índice hacia la cabra y el pavo.

UNO DE LA COLA: ¡Anda, la hostia! ¡Perdón, hermana! (se santigua mientras lo dice) (Prosigue) ¡Que se le ha subido el pavo a la cabra!

Alboroto general entre risas, aplausos y frases incomprensibles.

MONJA compungida: Pues yo echo de menos el belénde mi convento…

CONDUCTOR: Eso lo solucionamos enseguida, madre superiora. A ver, alguien que se llame Belén.

CHICA JOVEN levantando la mano con una raja de chorizo en ella: En plan… ¡Yo, en plan…!

CONDUCTOR: ¡Tú haces de portal, bonita! ¿Tenemos a alguna María, a algún José, Jesús, Ángel, Estrella…?

Se levantan varias manos.

UNA: Yo me llamo María.

MONJA: Ora pro nobis

OTRO: Yo soy Jesús.

MONJA: Ora pro nobis

OTRO: Yo me llamo José Ángel.

CONDUCTOR (interrumpiendo a la monja que empezaba su letanía): Pluriempleado. Vas del pesebre a la rama del árbol a intervalos de 2 minutos. ¡Yo creo que ya no nos falta nada!

SEÑORA CON CESTA: Pues sí, señor, pero para eso estoy aquí yo, que soy turronera de La Alberca.

CHAVAL VEGANO: En plan… ¡Que rule el turrón!

SEÑORA ENTRIZADA: Señores, me voy sintiendo mejor. ¿Notan cómo me desinflo?

TODOS A LA VEZ: ¡Cállese ud., señora! ¡Y no se le ocurra moverse de donde está por lo menos hasta que acabe la misa del gallo! ¡Feliz Navidad!

(Mi primera “pieza de teatro” o, por lo menos, un intento)

Ibone Bueno
Grupo C

AMORES IMPOSIBLES SOBRE RUEDAS

 

I. Incompatibilidades

¡Nada! ¡Que no tengo suerte con los coches de línea!

Quizás porque soy nieta, hija y hermana de ferroviarios de los de toda la vida, no sé; pero noto que esos bichejos con sus ruedas llenas de ego, me miran con recelo, como guardando un cierto rencor o, quizás, sencillamente con autosuficencia. Sí, me miran mal sin esconderlo detrás de sus cortinillas arrugadas y oscuras. Por eso, excepto cuando no me quedan más opciones de viaje, evito el más mínimo contacto con sus asientes estrechos.

II. Bilis

Es cierto, prefiero cualquier medio de transporte, llámese tren, barco, avión o metro… Pero, miren Ustedes, queridos lectores, yo me mareo en los autocares. Y esto es un hecho. Si bien, en los últimos años he conseguido engañar las náuseas enchufándome los cascos y, sobre todo, evitando la ventanilla donde la sensación de ahogo claustrofóbico, me pone de revés el estómago como si de un calcetín se tratara. ¡No hay Biodramina que valga!

Y, como ya habrán adivinado, me zafo de cualquier intento de conversación del vecino de al lado, llegándome a fingir dormida aun a riesgo de parecer una seta.

Gracias a mi disposición natural a los mareos y a la transmisión de algún eslabón mareado de ADN a mi hija mayor(cuyas tendencias vomitivas no se quedan rezagadas), hemos constatado la solidaridad de la gente. Como la primera vez que se nos ocurrió subirnos en Sorrento al autocar que recorre la Costiera Amalfitana. De pie íbamos ya que habían vendido bastantes más billetes que huecos, cuando mi hija Iris, haciendo honor a su nombre, empezó a ponerse de todos los colores para decantarse al final por un blanco-vómito-va amenazador. No disponíamos de bolsas como las de los aviones por lo que la cosa pintaba mal, muy mal. Afortunadamente, nos llegó como agua en mayo la oferta de una familia francesa que llevábamos al lado: “Nous avons acheté des fruits, voulez-vous le sac pour la jeune fille?[1], preguntó la madre mientras providencialmente sacaba los melocotones de la bolsa y nos la acercaba. ¡Y menos mal! Yo, por mi parte, conseguí hacer de tripas corazón (y nunca mejor dicho) hasta llegar a Positano, donde nada más bajar del autocar, di lo mejor de mí misma: ¡Vamos que lo di todo! Hasta lo que aún no había entrado en mi cuerpo serrano…

III. Incontinencia

Mi traumática relación con este medio de transporte se agrava cuando no cuentan con un baño a bordo o se empeñan en dejarlo cerrado.

Juro que hago pis antes de salir de casa. Si puedo, hago pis por el camino. Vuelvo a hacerlo antes de subir al vehículo. ¡Da igual! Es poner un pie dentro del coche de línea y sentir unas irrefrenables ganas de vaciar la vejiga. Ganas que se vuelven incontenibles a los pocos kilómetros.

Es un problema de gran envergadura que en uno de mis viajes en autocar desde Bruselas a Ámsterdam, hizo saltar el botón de los pantalones que llevaba. La cremallera se rompió y por poco no exploto yo como un globo.

Será porque llovía y ese es un factor de riesgo o porque no habíamos hecho ninguna parada en todo el camino, el caso es que varias de las personas de la excursión, llegamos a la capital holandesa al límite. Confieso que, si hubiese sido hombre y no mujer, habría imitado al Manneken Pis por la ventanilla por eso del homenaje a los Países Bajos.

El conductor se negaba a parar por miedo a una multa. Así pues, aprovechando un semáforo en rojo en una esquina, nos permitió bajar, concediéndonos de tiempo el que él tardaba en dar la vuelta a la manzana y bajo la amenaza de dejarnos en tierra. Los 5 o 6 desdichados entramos en tropel en el primer bar que vimos, venciendo la vergüenza de las miraditas que los camareros nos lanzaron. ¡Y yo sujetándome los pantalones con las manos para no quedarme en paños menores! Menos mal que era día de mercadillo y pillé unos Levi’s de segunda mano, una talla más grande que yo, a un precio asequible.

IV. Plantones

Uno de los episodios recurrentes en mi precaria historia con los autobuses, es su falta de compromiso. Como en el viaje a Nueva York con mi hija Iris, la de la genética vomitiva.

Llegamos al aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, donde decidimos coger un autobús para Manhattan, opción más económica y conveniente. La encargada de informarse sobre dónde, cuándo y cuánto fuemi hija. En teoría, el autobús debía pasar en 10 minutos por lo que nos dirigimos a la marquesina que había fuera del aeropuerto. Había ya algunas personas esperando a las que preguntamos si era la parada correcta. ¡Nunca se sabe con los autobuses!

La cola crecía. La gente se preguntaba en varios idiomas por qué no pasaba el autobús. Yo había visto un autobús de las mismas características parado como a unos 30 metros antes de la parada. Lo comenté con la gente que empezaba a impacientarse por la tardanza y pensamos que sería una parada anterior a la nuestra. Sin embargo, cuando se puso en marcha, pasó completamente vacío por delante de nosotros, ignorando nuestras señales y voces para que parase. Una chica de Nueva York llamó por teléfono para ver qué había pasado y los responsables del servicio de autobuses admitieron no tener ni idea. El conductor había decidido pararse en otro lado sin dar explicaciones a nadie. Después de una hora esperando, conseguimos coger el autobús siguiente. Esta vez estábamos dispuestos a cogerlo aunque fuese bloqueando la carretera.

No pude evitar pensar que “todos los sitios se cuecen habas” recordando aquella vez en la que fui con un amigo apasionado de la Ferrari a Maranello. A la vuelta, estuvimos esperando en vano el autobús de línea hacia Módena en una marquesina en medio de la nada. También en aquella ocasión telefoneamos a los responsables que nos dijeron “L’autista avrà fatto una pausa per mangiare qualcosa. Abbiate pazienza che arriverà fra poco[2]. La pausa duró casi 90 minutos…Y nosotros acabamos perdiendo el tren de Módena a Bolonia.

“Sí, pero al final llegó”, me dirán Ustedes con parsimonia. Y no me queda otra que darles la razón si pienso en aquella otra vez en Catania, cuando decidimos ir a darnos un baño al Lido Aquarius de Aci Castello. La parada del autobús estaba en Via Etnea, justo debajo de nuestro hotel y, según la aplicación, el autobús pasaba en 5 minutos. Decidimos bajar y esperar en esa parada. Pasaron unos 15 minutos. Mi hija controlaba de vez en cuando la aplicación, en la cual indicaban que faltaban 7 minutos… 9 minutos… 5 minutos… 15 minutos… Háganse Ustedes una idea: Catania, Sicilia. Julio. 38º de temperatura. Después de una hora, decidimos desistir de nuestro intento y cambiamos de planes. A veces, me surge la duda sobre si ya habrá pasado o si llegará a pasar algún día… ¡Tengo que decirle a mi hija que vuelva a mirar en la aplicación!

V. Con maletas y a lo loco

El conductor del autobús que sí paró en el aeropuerto, nos indicó muy amablemente dónde bajar y nos dijo también dónde debíamos coger el autobús de vuelta hacia Newark el día del regreso. Era justo enfrente de donde nos habíamos dejado, en la Fifth Avenue a la altura de Bryan Park.

Aun así, el día en que teníamos que volver a España, comprobamos a conciencia en Internet los horarios y las paradas para no llevarnos más sorpresas desagradables. Incluso preguntamos para cerciorarnos una vez más. Nos dirigimos a la parada del autobús con nuestras maletas de ruedas, tranquilas y relajadas ya que teníamos tiempo de sobra.

Vimos el autobús que, puntual, venía hacia nosotras. ¿Hacia nosotras? Algo no cuadraba. El autobús seguía por el carril del medio sin que, al parecer, tuviera intenciones de coger el de la derecha donde supuestamente tenía que pararse. Mi hija y yo empezamos a agitar los brazos para llamar la atención de la conductora que pasó de largo ignorándonos por completo.

Nosotras dos, como accionadas por un muelle, empezamos a correr en la Fihth Avenue, por el carril de la derecha, con el trolley en una mano, agitando el bolso en la otra y gritando como dos locas: “Stop, stop, stop!”. Todo ello ante las miradas asombradas y divertidas de los transeúntes y sin pensar en que íbamos invadiendo la calzada de los coches.

De repente, el autobús se paró en medio de su carril y se abrió la puerta delantera. Sin aliento y al borde del infarto, conseguimos llegar a su altura. La conductora, que debió de ser teniente coronel en su reencarnación anterior, empezó a echarnos una bronca monumental, gritándonos sin miramientos que subiésemos ipso facto al autobús con maletas y todo. Una vez dentro y contagiada por su entusiasmo empecé a increparla yo (no recuerdo ni en qué lengua) porque la culpa era suya por no pararse donde debía. Mientras mi hija me imploraba que me callase porque, visto lo visto, era capaz de desalojarnos.

El resto del trayecto lo hicimos con las maletas entre el asiento nuestro y el respaldo de adelante, con las piernas por los aires a lo bailadoras de cancán.

VI. Episodios no nacionales

No pude por menos que recordar aquella ocasión en la que, hartos de los pegotes de cemento y del olor a putrefacción, nos fuimos “bajo vuestra absoluta responsabilidad” (nos advirtió el guía) desde Machu Pichu a Cuzco en una especie de guagua, hasta la bandera de personas lugareñas que viajaban con sus cestos de huevos, verduras y otros productos locales. De hecho, la guagua se paraba en todos los pueblecitos del trayecto. Gran parte del viaje circulamos por un antecesor de lo que quizás algún día sería una carretera, siguiendo el curso del Urubamba. Para que no fuéramos de pie, nos ofrecieron sentarnos encima de unas lecheras de metal gigantes. La inquietud y la incertidumbre de la partida se fueron volviendo admiración por el paisaje y gratitud por la amabilidad de los compañeros de viaje.

Sí, a pesar de nuestra historia de desencuentros, viajando en autocar, he tenido la ocasión de vivir emocionantes encuentros y de experimentar audaces aventuras, además de bizarras anécdotas. En todo caso, fuentes de inspiración y de sonrisas cuando pienso en ellas.

¡A ver si dejan de mirarme mal y conseguimos por lo menos una bonita amistad!



[1]Hemos comprado fruta. ¿Quieren la bolsa para la niña?

[2]El conductor habrá hecho una pausa para comer algo. Tengan paciencia porque está al llegar.

Ibone Bueno
Grupo C