El acre que me compré no es gran cosa, también es verdad: haciendo cuentas descubrí que son apenas cuatro mil metros cuadrados. De todas maneras, el hombre que me vendió el terrenito dice que esta zona se está convirtiendo en una de las más deseadas, y me advirtió que me apurase porque se las estaban sacando de las manos. ¿Cómo no iba a hacerle caso a este señor, si es un visionario de la modernidad?"
Todos conocemos las palabras que pronunció Armstrong, su breve discurso dirigido a toda la humanidad. Pero nadie se percató de una frase. Una frase que pronunció y que es motivo de la siguiente leyenda urbana:
"Cuando el astronauta de la Misión Apollo, Neil Armstrong dio su primer paso en la luna, no solo pronunció la célebre frase “este es un pequeño paso para un hombre, pero es un paso gigante para la Humanidad”, sino que además intercambió algunas frases con los otros astronautas y el no menos célebre centro de control de la misión (en Houston, claro). Justo antes de aterrizar, pronunció una enigmática frase. Armostrong dijo: “Buena suerte, señor Gorsky” Mucha gente en la NASA pensó que se trataba de una frase dirigida a un hipotético rival soviético en la carrera espacial. No obstante, después de ser investigado, se descubrió que no había ningún señor Gorsky ni en el programa espacial americano ni en el ruso. A lo largo de los años, Armstrong fue preguntado muchas veces acerca de la frase “Buena suerte, señor Gorsky”, pero Armstrong simplemente sonreía. Únicamente hace tres años, el 5 de julio de 1995 en Tampa Bay, Florida, mientras respondía a las preguntas de los periodistas tras dar una conferencia, un reportero hizo la pregunta de 27 años de antigüedad a Armstrong. En esta ocasión, sí respondió. El señor Gorsky había muerto así que Neil Armstrong sintió que, finalmente podía contestar a la pregunta. Cuando era niño, estaba jugando al béisbol con un amigo en el jardín. Su amigo bateó una bola que fue a parar enfrente de la ventana del dormitorio de sus vecinos, el señor y la señora Gorsky. Justo cuando se agachaba para recoger la bola, el jovencito Neil Armstrong oyó a la señora Gorsky gritarle al señor Gorsky: “¡¡Sexo oral!! ¡¿Quieres sexo oral?! ¡Tendrás sexo oral cuando ese niño llegue a la luna!”
Tras el fallido intento de alunizaje del Apolo 13, en 1970, el interés por la carrera espacial y los viajes a la luna disminuyó. Y tras la expedición del Apolo 17 aparecieron varias teorías que afirmaban que La NASA había inventado todos los alunizajes en la luna.
Mario Benedetti se pregunta en un poema: "¿Por qué no hay más viajes a la luna?"
Jaime Sabines en su poema titulado "La luna" nos advierte -no sin ironía- los muchos efectos que provoca la luna:
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.
Juan José Millás nos cuenta en "La hora de comer" qué hacía en el preciso instante en que el hombre pisaba el suelo lunar:
Cada vez que se cumple algún aniversario de la llegada del hombre a la Luna, me llaman de la radio y me preguntan que qué hacía yo mientras sonaba en todo el mundo la frase histórica del pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad. Y digo lo mismo, claro, porque las cosas son como son y yo siempre he estado más interesado en labrarme un porvenir que en forjarme un pasado. O sea, que me estaba comiendo un bocadillo de calamares fritos en un bar con el suelo lleno de cáscaras de mejillones y cabezas de sardinas. Tenían encendida en un extremo de la barra una televisión grasienta hacia la que mirábamos todos porque nos habían dicho que se trataba de un acontecimiento histórico, aunque lo verdaderamente histórico para nosotros habría sido que el bocadillo fuera de jamón de jabugo, o, mejor aún, que no hubiera sido un bocadillo, sino un chuletón de Ávila, pongo por caso, con pimientos fritos.
Dirán ustedes que Armstrong no pisó la Luna a la hora de comer, pero es que yo lo vi en diferido, al día siguiente, y pensé que sucedía en ese momento, de manera que cada vez que contemplo aquellas imágenes, se me repite el bocadillo de calamares, que estaban fritos en un aceite que merecería haber sido de colza. No me pareció mal que el hombre llegara a la Luna, sino que tenía la sensación de que se trataba de un asunto que no me concernía. A veces se da este divorcio entre lo histórico y lo personal, como entre la macro y la microeconomía, que cada una va por su lado, qué le vamos a hacer.
Es sabido que hay quien hace la historia y hay quien la padece. La habilidad de quienes la hacen consiste en hacer creer a los que la padecen que son protagonistas de algo. Pero no es cierto: aquel pie que pisó hace no sé cuántos años el improbable suelo lunar no era el mío. Mientras se pisaba la Luna, en este planeta nuestro se pisoteaban demasiadas cosas. Aún se pisotean. Y la hora de comer continúa siendo la hora del hambre para mucha gente. Eso es lo histórico. Vale.
Y Esteban Peicovich nos revela algunos de los nombres tan poéticos que tienen los mares de la luna en el poema plagiado titulado "La poesía":
Mar del frío, mar de las lluvias, mar de los vapores, mar de las nubes, mar de la humedad, mar de la serenidad, mar de la crisis, mar de la fertilidad, mar de los néctares.
(Nombres dados por la ciencia a distintas zonas de la cara de la Luna que se ve).
Propuesta de escritura
"Cuando el astronauta de la Misión Apollo, Neil Armstrong dio su primer paso en la luna, no solo pronunció la célebre frase “este es un pequeño paso para un hombre, pero es un paso gigante para la Humanidad”, sino que además intercambió algunas frases con los otros astronautas y el no menos célebre centro de control de la misión (en Houston, claro). Justo antes de aterrizar, pronunció una enigmática frase. Armostrong dijo: “Buena suerte, señor Gorsky” Mucha gente en la NASA pensó que se trataba de una frase dirigida a un hipotético rival soviético en la carrera espacial. No obstante, después de ser investigado, se descubrió que no había ningún señor Gorsky ni en el programa espacial americano ni en el ruso. A lo largo de los años, Armstrong fue preguntado muchas veces acerca de la frase “Buena suerte, señor Gorsky”, pero Armstrong simplemente sonreía. Únicamente hace tres años, el 5 de julio de 1995 en Tampa Bay, Florida, mientras respondía a las preguntas de los periodistas tras dar una conferencia, un reportero hizo la pregunta de 27 años de antigüedad a Armstrong. En esta ocasión, sí respondió. El señor Gorsky había muerto así que Neil Armstrong sintió que, finalmente podía contestar a la pregunta. Cuando era niño, estaba jugando al béisbol con un amigo en el jardín. Su amigo bateó una bola que fue a parar enfrente de la ventana del dormitorio de sus vecinos, el señor y la señora Gorsky. Justo cuando se agachaba para recoger la bola, el jovencito Neil Armstrong oyó a la señora Gorsky gritarle al señor Gorsky: “¡¡Sexo oral!! ¡¿Quieres sexo oral?! ¡Tendrás sexo oral cuando ese niño llegue a la luna!”
Tras el fallido intento de alunizaje del Apolo 13, en 1970, el interés por la carrera espacial y los viajes a la luna disminuyó. Y tras la expedición del Apolo 17 aparecieron varias teorías que afirmaban que La NASA había inventado todos los alunizajes en la luna.
Cuando el bueno de armstrong dio aquellos pasos
todos registramos cómo se movía
tosco / pesado / en un suelo blancuzco
¿o era de piedra pómez? ¿quién se acuerda?
durante un rato estuvo cavilando
y la escafrandra o como se llamase
impedía que viéramos sus ojos
pero juraría que su mirada era
de pereza o abulia
algo debió explicar a su regreso
algo diferente al discurso de gloria
que le ordenaron pronunciar eufórico
entre medallas flores vítores y guirnaldas
algo debió decir en privado a sus jefes
algo importante inesperado
verbigracia / cuando estaba allá arriba
caminando como un zoombie en la luna
mi general mi coronel pensé en ustedes
y se me ocurrió no sé por qué
que debía matarlos con urgencia
uno a uno / dos a dos / etcétera
o verbigracia dos / cuando andaba allá / heroico
pisando las feísimas arrugas del satélite
imaginé que así debía ser la muerte
es decir el paisaje de la muerte
o verbigracia tres / cuando estaba en selene
paseando por la nada como un imbécil
sentí el asco infinito de la ausencia del hombre
y me dije qué mierda estoy haciendo aquí
algo así debió haber confesado a sus jefes
con su estrenada voz de robot disidente
y quizá por eso los dueños del poder
postergaron sine die los viajes a la luna.
Jaime Sabines en su poema titulado "La luna" nos advierte -no sin ironía- los muchos efectos que provoca la luna:
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.
Juan José Millás nos cuenta en "La hora de comer" qué hacía en el preciso instante en que el hombre pisaba el suelo lunar:
Cada vez que se cumple algún aniversario de la llegada del hombre a la Luna, me llaman de la radio y me preguntan que qué hacía yo mientras sonaba en todo el mundo la frase histórica del pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad. Y digo lo mismo, claro, porque las cosas son como son y yo siempre he estado más interesado en labrarme un porvenir que en forjarme un pasado. O sea, que me estaba comiendo un bocadillo de calamares fritos en un bar con el suelo lleno de cáscaras de mejillones y cabezas de sardinas. Tenían encendida en un extremo de la barra una televisión grasienta hacia la que mirábamos todos porque nos habían dicho que se trataba de un acontecimiento histórico, aunque lo verdaderamente histórico para nosotros habría sido que el bocadillo fuera de jamón de jabugo, o, mejor aún, que no hubiera sido un bocadillo, sino un chuletón de Ávila, pongo por caso, con pimientos fritos.
Dirán ustedes que Armstrong no pisó la Luna a la hora de comer, pero es que yo lo vi en diferido, al día siguiente, y pensé que sucedía en ese momento, de manera que cada vez que contemplo aquellas imágenes, se me repite el bocadillo de calamares, que estaban fritos en un aceite que merecería haber sido de colza. No me pareció mal que el hombre llegara a la Luna, sino que tenía la sensación de que se trataba de un asunto que no me concernía. A veces se da este divorcio entre lo histórico y lo personal, como entre la macro y la microeconomía, que cada una va por su lado, qué le vamos a hacer.
Es sabido que hay quien hace la historia y hay quien la padece. La habilidad de quienes la hacen consiste en hacer creer a los que la padecen que son protagonistas de algo. Pero no es cierto: aquel pie que pisó hace no sé cuántos años el improbable suelo lunar no era el mío. Mientras se pisaba la Luna, en este planeta nuestro se pisoteaban demasiadas cosas. Aún se pisotean. Y la hora de comer continúa siendo la hora del hambre para mucha gente. Eso es lo histórico. Vale.
Y Esteban Peicovich nos revela algunos de los nombres tan poéticos que tienen los mares de la luna en el poema plagiado titulado "La poesía":
Mar del frío, mar de las lluvias, mar de los vapores, mar de las nubes, mar de la humedad, mar de la serenidad, mar de la crisis, mar de la fertilidad, mar de los néctares.
(Nombres dados por la ciencia a distintas zonas de la cara de la Luna que se ve).
Propuesta de escritura
Escribe un texto en el que se refleje un suceso real o imaginado que estuviera ocurriendo en la tierra mientras el hombre ponía su pie en la luna.
Estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:
Verano del 69
Todo comenzó un año antes. Estaba mi padre sentado en la terraza de un café en la plaza de Ciudad Rodrigo, cuando se acercó el director del Instituto, le saludó y se sentó a su lado.
¿Puedo hacerle una pregunta? - dijo el director del Instituto. Por supuesto - respondió mi padre. ¿Dónde va a ir su hijo el próximo curso? A Salamanca, contestó mi padre. El curso pasado fracasaron estrepitosamente en el preuniversitario, suspendieron casi todos el examen de madurez.
¿Le puedo pedir un favor?, dijo el director. Por supuesto, volvió a decir mi padre. Me gustaría que matriculase a su hijo en este instituto el próximo curso. Si usted me lo pide - contestó mi padre, delo por hecho.
Aquel verano del 69 aprobé el curso en el instituto, y aprobé el examen de madurez en la universidad. No solo aprobé yo, sino que aprobamos la mayoría de los que nos presentamos. Los de letras el 100% y los de ciencias alrededor del 80%; cuando la media nacional de aprobados era de un 30% aproximadamente.
Fuimos el mejor Instituto de toda España y nos dieron un premio por ello. Todos los años se daba una mención de honor al mejor instituto, y aquel año nos tocó a nosotros. Me imagino la cara del director del Instituto al recibir el premio, porque la cara de mi padre cuando le enseñé la nota del periódico en el que venía mi número como aprobado, la recuerdo perfectamente.
A partir de ese momento tuve la llave de acceso a cualquier universidad de España y a cualquier facultad. No sabía dónde ni qué iba a estudiar, pero hasta septiembre tenía tiempo para pensarlo.
Por cierto, aquel verano, concretamente el 20 de julio de 1969, el hombre pisó por primera vez la luna.
José Luis Fonseca
Grupo A
Cartas
Otra carta, Federico, mi amor. Una más. ¿Sabes cuántas van ya? Pues cincuenta justas. Si echas cuentas te sale: 20 de julio de 1969 es cuando llegaron los dos americanos, y esa misma fecha del año siguiente fue cuando escribí la primera. Después, una cada 20 de julio; cincuenta con esta, ya te digo. Ayer mismo conté las que guardo, y son cuarenta y nueve. Ya me gustaría que alguna de ellas te hubiera podido llegar, pero lo nuestro es bonito aun así.
Hoy te cuento lo mismo, cariño, no sabría decirte otra cosa. Lo sabes, pero me gusta repetirlo cada año: ninguna huella. Ninguna huella dejaron en mí esos hombres. Aunque, bueno, huella, huella, si vas a ver, sí que dejó una de su bota (ya ves qué tontería) el tal Buzz Aldrin en el Mar de la Tranquilidad, que anda, que no ha presumido el tío con ello ahí abajo. ¿Te parece bien que lo diga así, ahí abajo? Ya me gustaría saber decir las cosas como tú; como tú las escribes, me refiero.
A mi manera lo digo yo: jamás podrían dejar huella en mí esos hombres; y no se me oculta que me estoy repitiendo como una tonta. Cómo iban a dejarla; solo de pensar en ello me dan escalofríos, y ya sabes que de noche para mí 150 grados bajo cero es lo normal. Yo no puedo amar a nadie más que al hombre de mi vida, al que me pinta (miles de veces lo tengo leído) con polisón de nardos y senos de duro estaño. Al que ha sabido hacerme ver que por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos; y que me ve ir por el cielo con un niño de la mano.
Queda muy lejos el 20 de julio de 2021, Federico, cielo, pero yo sabré hacer los días cortos. Te sigue adorando tu LUNA, LUNA
Pascual Martín
Grupo presencial
Historia selenita
—Mire, señoría, me voy a intentar explicar mejor, porque veo que se está perdiendo usted —intentaba no perder la calma el señor Rodríguez, aunque se acaloraba por momentos—. Mi mujer y yo salimos a eso de las nueve de la noche a casa de los Guzmán porque nos habían invitado a un guateque. Y esos guateques, señoría, no crea que son cualquier cosa. Ahí va lo más granado de la capital y no se acaba el jolgorio hasta las seis o más. Pero a las dos y media de la madrugada, más o menos, mi mujer me dijo que se encontraba indispuesta y que se quería ir a casa, insistiéndome, eso sí, en que yo me quedara porque a la vista saltaba que me lo estaba pasando fenomenal. Yo —enfatizó muchísimo, señalándose a sí mismo con el dedo—, que de sobra sabía que me la estaba pegando, porque me la lleva pegando con don Luis Cipriano desde hace meses, y además le había visto salir a él unos minutos antes, me hice el tonto y la dejé irse, diciéndole que haría por estar en casa antes de las seis. Y más o menos una hora después, como a las tres y media, suponiendo que a esa hora les pillaría in fraganti, cogí el coche y tiré para casa. Luego, abrí la puerta con sigilo y entré de puntillas. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando veo que hay luz en el salón y que la tele está encendida. Y ya no le digo nada cuando entro y veo ese montón de gente en el salón con los ojos fijos en la pantalla, viendo aterrizar al Apolo IX en la luna.
—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el juez, perplejo.
—A ver, Señoría, por partes —se aflojó un poco la corbata el señor Rodríguez—. En cuanto vi que mi mujer estaba en picardías, y un picardías que conmigo nunca se pone —se apretó ahora el párpado con el dedo índice—, supe que por allí, en algún sitio escondido, tenía que estar don Luis Cipriano, pero así de pronto, como no lo vi y lo de la luna estaba la mar de interesante, preferí quedarme por el momento con los demás viendo la tele y esperar a que aquello se acabara y se fuera todo el mundo para ajustarles las cuentas a mi mujer y al otro. Lo que pasa es que como la cosa se iba demorando, ente Houston y Houston iba yo atando cabos mentalmente, viendo lo que había a mi alrededor. Que estuviera allí Paco, el sereno, no me extrañaba tanto, porque el pobre no tiene tele y sube muchas veces a verla un rato, así que deduje que al ver el resplandor saliendo del balcón y sabiendo que el alunizaje estaba al caer, no resistiría la tentación de subir. Pero lo del vecino Ambrosio con el perro muerto entre las manos me extrañó más. Al principio traté de preguntarle por lo bajinis que qué hacía allí, pero como ya estaba la tele tan interesante, el muy maleducado, siempre lo fue, me mandó callar; ya ve, ¡en mi propia casa! Y luego estaban esos dos señores que no había visto en mi vida, tan repeinados ellos, tan formalitos, tan de negro, sentaditos en el sofá como si no hubieran roto un plato en su vida, que tampoco despegaban los ojos de la tele. Total, que estuvimos un buen rato todos esperando a que el astronauta ése, como se llame —Armstrong, dijo el Juez—, sí, Astron, saliera del Apolo y se pusiera a caminar por la luna. Y cuando ya salía, mi mujer va y dice: “¡ya sale, ya sale! Y en ese momento sale de debajo de la camilla don Luis Cipriano, que a lo que se ve tampoco se lo quería perder. Y yo, claro, ¿pues qué iba a hacer? En cuanto Jesús Hermida dijo que ya estaba, que ya habíamos ido a la luna, me fui corriendo al teléfono del despacho y llamé a la policía, que afortunadamente no tardó ni cinco minutos en presentarse, con todo el mundo aún enganchado al televisor. Y entonces ya se aclaró todo. Vamos, que cuando el sinvergüenza del señor Cipriano se estaba beneficiando a mi mujer, entraron a robar aquellos dos hombres tan formales pensando que no había nadie en casa porque nos habían visto salir al guateque, haciéndolo desde la ventana del vecino, al que tuvieron que matar el perro porque se ve que les había descubierto. Pero al ver la tele en el salón, se acordaron de lo de la luna y la encendieron para verlo. Entonces salió mi mujer y los pilló, pero como no podía llamar a la policía, porque ella estaba cometiendo un delito de adulterio, decidió no hacer nada, poniéndose a ver la tele con ellos. Luego llegó el sereno, y cuando llamó a la puerta, se ve que al señor Cipriano le entró el canguelo, pensando que a lo mejor era yo, y por eso se metió debajo de la camilla. Y después llegó el vecino, que se presentó allí porque, tal y como le dijo a la policía, al ver a su perro muerto y las ventanas de su casa y de la mía abiertas, llamó a mi casa a pedir explicaciones, uniéndose al grupo de televidentes en cuanto vio en la tele al Apolo IX. Y en fin, creo que está todo bastante claro, señoría.
—Puede retirarse, señor Rodríguez —le invitó a hacerlo el Juez, con la mano extendida hacia la puerta—. Que pase el primer testigo.
Óscar Martín
Grupo A
Tu pedacito de Luna
Suena el teléfono y al descolgar oigo a mi hermana Julia parlanchina, eufórica. Me dice que su marido le ha regalado una parcela en la Luna. Y yo, incrédula, después de varios ¿qué? para confirmar lo que he creído oír, le pregunto ¿para qué? A lo que me responde que para tener algo único e inalcanzable. Y eso pienso yo: inalcanzable, es decir, que no es posible, que no está en nuestras manos. Pero ella insiste en el privilegio que supone tener un terreno en el espacio exterior, más aún, que tal como están las cosas… que nunca se sabe… que lo mejor es ser previsor.
Escucho su verborrea incontenible relatándome los beneficios de esa propiedad y me habla de un tal Genaro Gajardo Vera, que ya en 1954 tuvo la mejor visión de futuro del siglo, inscribiendo, ante notario, su declaración como dueño de la Luna, por medio de una fórmula legal utilizada para sanear terrenos sin título de dominio. En realidad, este primer dueño de la Luna quería formar parte del Club Social de Talca (Chile) y para ello necesitaba tener una propiedad. Su mejor ocurrencia fue reclamar un espacio sin dueño, cosa que nadie le podía refutar. Más adelante quiso revestir su operación con motivaciones idílicas y utópicas, o racistas y xenófobas, según se mire, puesto que manifestó su intención de realizar “un acto poético de protesta interviniendo en la selección de los posibles habitantes del satélite”. Decía despreciar a la mayoría de los habitantes de la tierra y preferir “vivir en un mundo sin envidia, odio, vicios ni violencia”.
Y yo digo que sí, que todo muy bonito, pero que la venta de fincas en este país y en todo el mundo conocido siempre ha sido un negocio muy lucrativo, amén de una fuente inagotable de estafas. Pero Julia contrarresta: me han dado un certificado con las coordenadas telescópicas de la finca bien especificadas. Todo queda registrado en el libro “Tu pedacito de la Luna” para poder identificarla y localizarla en cualquier momento, yo o mis descendientes, porque esta propiedad, por supuesto, pasará a mis legítimos herederos.
Cuelgo el teléfono atónita, pensando que mi hermana y mi cuñado están fuera de la realidad, que esta pandemia les está afectando el entendimiento. Sin perder un minuto busco en Google toda la información relativa al caso. Me encuentro con que, después de Genaro, a quien al parecer no le funcionó la fórmula legal, un empresario estadounidense, Dennis Hope, reclamó la plena soberanía de la Luna y de todos los planetas del sistema solar, amparándose en una laguna del derecho internacional. Hope, vislumbrando la oportunidad de negocio del asunto que tenía entre manos, fundó la empresa Embajada Lunar, a la que ya han acudido más de seis millones de personas requiriendo su pedacito de espacio estelar.
La llamada de Julia me tiene estupefacta porque considero que tanto ella como mi cuñado son personas cabales, de pensamiento ponderado, reflexivas… ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Creen que en algún momento de su presente o de su futuro lo podrán disfrutar? Y descendiendo al plano de lo práctico ¿Cómo llegarán hasta allí? ¿Cuánto costará una licencia de obras en nuestro satélite?
¡Y pensar que mis únicas meditaciones sobre la Luna son ensoñaciones idílicas sobre la dama de noche que preside la oscuridad y que todo lo ve! La Casta Diva de Norma que templa los corazones ardientes y a la que pedimos que extienda por la tierra la paz que la hace reinar en el cielo. No dejo de pensar en que unos se han vuelto lunáticos y otros estamos en la Luna.
Maxi Moreno
Grupo B
Algunas cosas omitidas del viaje a la luna del Apolo 11
En los secretos desclasificados del FBI y la Nasa, sobre lo primero que vieron los astronautas al pisar el suelo lunar, fue una oficina telemática del Banco Santander.
En la propaganda recogida por Neil Armstrong de citada entidad bancaria, se ofrecían Obligaciones Subordinadas sin ningún riesgo, con un interés del 30%, con total liquidez, el banco aportaba 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores.
Fondos de inversión, en renta fija al 50% de interés, sin comisiones, igualmente citado banco aportaba otros 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores .
Planes de Pensiones, para los recién nacidos, a los que el banco aporta 200 millones de euros, para que dispongan durante su vida normal y empezar a pagar cuando se jubilen a los 80 años.
Luis Iglesias
Historia selenita
—Mire, señoría, me voy a intentar explicar mejor, porque veo que se está perdiendo usted —intentaba no perder la calma el señor Rodríguez, aunque se acaloraba por momentos—. Mi mujer y yo salimos a eso de las nueve de la noche a casa de los Guzmán porque nos habían invitado a un guateque. Y esos guateques, señoría, no crea que son cualquier cosa. Ahí va lo más granado de la capital y no se acaba el jolgorio hasta las seis o más. Pero a las dos y media de la madrugada, más o menos, mi mujer me dijo que se encontraba indispuesta y que se quería ir a casa, insistiéndome, eso sí, en que yo me quedara porque a la vista saltaba que me lo estaba pasando fenomenal. Yo —enfatizó muchísimo, señalándose a sí mismo con el dedo—, que de sobra sabía que me la estaba pegando, porque me la lleva pegando con don Luis Cipriano desde hace meses, y además le había visto salir a él unos minutos antes, me hice el tonto y la dejé irse, diciéndole que haría por estar en casa antes de las seis. Y más o menos una hora después, como a las tres y media, suponiendo que a esa hora les pillaría in fraganti, cogí el coche y tiré para casa. Luego, abrí la puerta con sigilo y entré de puntillas. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando veo que hay luz en el salón y que la tele está encendida. Y ya no le digo nada cuando entro y veo ese montón de gente en el salón con los ojos fijos en la pantalla, viendo aterrizar al Apolo IX en la luna.
—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el juez, perplejo.
—A ver, Señoría, por partes —se aflojó un poco la corbata el señor Rodríguez—. En cuanto vi que mi mujer estaba en picardías, y un picardías que conmigo nunca se pone —se apretó ahora el párpado con el dedo índice—, supe que por allí, en algún sitio escondido, tenía que estar don Luis Cipriano, pero así de pronto, como no lo vi y lo de la luna estaba la mar de interesante, preferí quedarme por el momento con los demás viendo la tele y esperar a que aquello se acabara y se fuera todo el mundo para ajustarles las cuentas a mi mujer y al otro. Lo que pasa es que como la cosa se iba demorando, ente Houston y Houston iba yo atando cabos mentalmente, viendo lo que había a mi alrededor. Que estuviera allí Paco, el sereno, no me extrañaba tanto, porque el pobre no tiene tele y sube muchas veces a verla un rato, así que deduje que al ver el resplandor saliendo del balcón y sabiendo que el alunizaje estaba al caer, no resistiría la tentación de subir. Pero lo del vecino Ambrosio con el perro muerto entre las manos me extrañó más. Al principio traté de preguntarle por lo bajinis que qué hacía allí, pero como ya estaba la tele tan interesante, el muy maleducado, siempre lo fue, me mandó callar; ya ve, ¡en mi propia casa! Y luego estaban esos dos señores que no había visto en mi vida, tan repeinados ellos, tan formalitos, tan de negro, sentaditos en el sofá como si no hubieran roto un plato en su vida, que tampoco despegaban los ojos de la tele. Total, que estuvimos un buen rato todos esperando a que el astronauta ése, como se llame —Armstrong, dijo el Juez—, sí, Astron, saliera del Apolo y se pusiera a caminar por la luna. Y cuando ya salía, mi mujer va y dice: “¡ya sale, ya sale! Y en ese momento sale de debajo de la camilla don Luis Cipriano, que a lo que se ve tampoco se lo quería perder. Y yo, claro, ¿pues qué iba a hacer? En cuanto Jesús Hermida dijo que ya estaba, que ya habíamos ido a la luna, me fui corriendo al teléfono del despacho y llamé a la policía, que afortunadamente no tardó ni cinco minutos en presentarse, con todo el mundo aún enganchado al televisor. Y entonces ya se aclaró todo. Vamos, que cuando el sinvergüenza del señor Cipriano se estaba beneficiando a mi mujer, entraron a robar aquellos dos hombres tan formales pensando que no había nadie en casa porque nos habían visto salir al guateque, haciéndolo desde la ventana del vecino, al que tuvieron que matar el perro porque se ve que les había descubierto. Pero al ver la tele en el salón, se acordaron de lo de la luna y la encendieron para verlo. Entonces salió mi mujer y los pilló, pero como no podía llamar a la policía, porque ella estaba cometiendo un delito de adulterio, decidió no hacer nada, poniéndose a ver la tele con ellos. Luego llegó el sereno, y cuando llamó a la puerta, se ve que al señor Cipriano le entró el canguelo, pensando que a lo mejor era yo, y por eso se metió debajo de la camilla. Y después llegó el vecino, que se presentó allí porque, tal y como le dijo a la policía, al ver a su perro muerto y las ventanas de su casa y de la mía abiertas, llamó a mi casa a pedir explicaciones, uniéndose al grupo de televidentes en cuanto vio en la tele al Apolo IX. Y en fin, creo que está todo bastante claro, señoría.
—Puede retirarse, señor Rodríguez —le invitó a hacerlo el Juez, con la mano extendida hacia la puerta—. Que pase el primer testigo.
Óscar Martín
Grupo A
Tu pedacito de Luna
Suena el teléfono y al descolgar oigo a mi hermana Julia parlanchina, eufórica. Me dice que su marido le ha regalado una parcela en la Luna. Y yo, incrédula, después de varios ¿qué? para confirmar lo que he creído oír, le pregunto ¿para qué? A lo que me responde que para tener algo único e inalcanzable. Y eso pienso yo: inalcanzable, es decir, que no es posible, que no está en nuestras manos. Pero ella insiste en el privilegio que supone tener un terreno en el espacio exterior, más aún, que tal como están las cosas… que nunca se sabe… que lo mejor es ser previsor.
Escucho su verborrea incontenible relatándome los beneficios de esa propiedad y me habla de un tal Genaro Gajardo Vera, que ya en 1954 tuvo la mejor visión de futuro del siglo, inscribiendo, ante notario, su declaración como dueño de la Luna, por medio de una fórmula legal utilizada para sanear terrenos sin título de dominio. En realidad, este primer dueño de la Luna quería formar parte del Club Social de Talca (Chile) y para ello necesitaba tener una propiedad. Su mejor ocurrencia fue reclamar un espacio sin dueño, cosa que nadie le podía refutar. Más adelante quiso revestir su operación con motivaciones idílicas y utópicas, o racistas y xenófobas, según se mire, puesto que manifestó su intención de realizar “un acto poético de protesta interviniendo en la selección de los posibles habitantes del satélite”. Decía despreciar a la mayoría de los habitantes de la tierra y preferir “vivir en un mundo sin envidia, odio, vicios ni violencia”.
Y yo digo que sí, que todo muy bonito, pero que la venta de fincas en este país y en todo el mundo conocido siempre ha sido un negocio muy lucrativo, amén de una fuente inagotable de estafas. Pero Julia contrarresta: me han dado un certificado con las coordenadas telescópicas de la finca bien especificadas. Todo queda registrado en el libro “Tu pedacito de la Luna” para poder identificarla y localizarla en cualquier momento, yo o mis descendientes, porque esta propiedad, por supuesto, pasará a mis legítimos herederos.
Cuelgo el teléfono atónita, pensando que mi hermana y mi cuñado están fuera de la realidad, que esta pandemia les está afectando el entendimiento. Sin perder un minuto busco en Google toda la información relativa al caso. Me encuentro con que, después de Genaro, a quien al parecer no le funcionó la fórmula legal, un empresario estadounidense, Dennis Hope, reclamó la plena soberanía de la Luna y de todos los planetas del sistema solar, amparándose en una laguna del derecho internacional. Hope, vislumbrando la oportunidad de negocio del asunto que tenía entre manos, fundó la empresa Embajada Lunar, a la que ya han acudido más de seis millones de personas requiriendo su pedacito de espacio estelar.
La llamada de Julia me tiene estupefacta porque considero que tanto ella como mi cuñado son personas cabales, de pensamiento ponderado, reflexivas… ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Creen que en algún momento de su presente o de su futuro lo podrán disfrutar? Y descendiendo al plano de lo práctico ¿Cómo llegarán hasta allí? ¿Cuánto costará una licencia de obras en nuestro satélite?
¡Y pensar que mis únicas meditaciones sobre la Luna son ensoñaciones idílicas sobre la dama de noche que preside la oscuridad y que todo lo ve! La Casta Diva de Norma que templa los corazones ardientes y a la que pedimos que extienda por la tierra la paz que la hace reinar en el cielo. No dejo de pensar en que unos se han vuelto lunáticos y otros estamos en la Luna.
Maxi Moreno
Grupo B
Algunas cosas omitidas del viaje a la luna del Apolo 11
En los secretos desclasificados del FBI y la Nasa, sobre lo primero que vieron los astronautas al pisar el suelo lunar, fue una oficina telemática del Banco Santander.
En la propaganda recogida por Neil Armstrong de citada entidad bancaria, se ofrecían Obligaciones Subordinadas sin ningún riesgo, con un interés del 30%, con total liquidez, el banco aportaba 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores.
Fondos de inversión, en renta fija al 50% de interés, sin comisiones, igualmente citado banco aportaba otros 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores .
Planes de Pensiones, para los recién nacidos, a los que el banco aporta 200 millones de euros, para que dispongan durante su vida normal y empezar a pagar cuando se jubilen a los 80 años.
Luis Iglesias
Grupo Presencial
“Neil Armstrong, o por qué no hay en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.”
Cuando le preguntaban a Neil Armstrong, durante los meses que vivió de incógnito en Salamanca, dónde estaba en el preciso momento en que el hombre pisó la luna por primera vez, solía contestar, antes de pedir otra copa: Yo que sé, en la Luna.
Le visité a menudo en su piso alquilado -del que yo era propietario- en la calle “de los Pirotécnicos” del Barrio Vidal, porque me llamaba a menudo. Al principio para que le arreglara las averías que le salían continuamente, debido a una construcción defectuosa, hecha con materiales baratos y poco fiables; más adelante porque le cogió el gusto a charlar conmigo. Solíamos quedar en el bar de Las Caballerizas, que le parecía una especie de “refugio antiatómico medieval”. Decía ese tipo de cosas, el bueno de Neil.
Yo prefería citarle al aire libre, para evitar que cayera en su incipiente alcoholismo, o por lo menos para que lo controlara dentro de lo posible. Vicio, por cierto, que adquirió en la cantina del desierto de Tabernas, en Almería, visitando las cenizas de los estudios de cine supersecretos donde la Nasa había filmado la película sobre el viaje a la Luna. Aquellos estudios habían sido destruidos por completo para no dejar ningún rastro, pero había quedado la cantina y el hotel anejo, hechos en madera, estilo Far West. Es la cantina que aparece en muchos Spaghetti Western, “La muerte tenía un precio”, por poner un ejemplo.
Me voy de una cosa a otra, lo sé, pero es que, a mis años, la cabeza ya empieza a perder el rumbo. Sigo. Aquella película -la del falso aterrizaje en la luna, no la de Clint Eastwood- fue la que se vio en todo el mundo como si fuera el verdadero alunizaje, pero esto ocurrió porque la Nasa y el Pentágono decidieron que la filmación auténtica del viaje y de la llegada a la Luna tenía que quedar en el más absoluto secreto.
¿Qué pasó? ¿por qué no hemos vuelto a la Luna? ¿qué vio mi amigo Neil Armstrong allí que no se sabrá jamás?
Él nunca lo confesó estando sobrio, pero en las Caballerizas, a la tercera copa -pedía vino de la casa, pero el vaso lleno- empezaba a meter en su discurso algunas frases ininteligibles, que yo solo he podido descifrar con el paso de los años. Lo que vio -en la cara oculta de la luna- fueron los restos de una antigua civilización que había destruido el planeta, un vergel antes de la gran extinción. Somos selenitas, selenitas, decía en un español que hablaba perfectamente. Una antigua raza de homínidos había reducido a cenizas, en una última guerra apocalíptica, aquel planeta, poco después de enviar una misión para colonizar la Tierra. Somos selenitas. La prueba estaba en una reproducción asombrosamente perfecta de un ser humano, hecha con un hueso que recogió Neil Armstrong del calcinado suelo lunar. El homo selenitense.
Y, claro, en la Nasa dijeron esto no se puede saber, tiene que ser el secreto mejor guardado porque si no van a empezar los hippies con la murga de la paz y el amor, y con que el progreso va a destruir el planeta, y nos van a joder el invento del consumismo, que junto a la rueda -palabras de Henry Ford- son “los dos grandes inventos de la Humanidad”. Así que a todo aquello se le echó tierra encima.
La filmación simulada del alunizaje en el desierto de Tabernas se había hecho antes del viaje a la Luna. Preventivamente. Para salvar el prestigio del país en el caso de que ocurriera cualquier catástrofe, cuestión de Estado en aquellos años de guerra fría. La Nasa dispondría de una simulación cinematográfica perfecta, con la que anunciarían el éxito de la misión espacial.
Neil decía -después de algunas copas- que a la vuelta del viaje a la Luna descubrió la cara oculta de su mujer. Había llegado a su casa en Cabo Cañaveral media hora antes de lo previsto, y pudo ver a su cuñado saliendo por la puerta trasera, a toda prisa. Junto a la cama de matrimonio se había dejado la corbata, hortera como sólo él podía ser. “Son of a bitch” fue lo único que le oí decir nunca en inglés.
Se le hizo un lío morrocotudo en la cabeza, contaba. Y entonces decidió viajar por el mundo, y acabó en España ya de incógnito. Estuvo en Almería, en la taberna de Tabernas, y luego vino a pasar una larga temporada en Salamanca, donde fue mi inquilino, como he dicho.
Intenté ayudarle a abandonar el alcoholismo, pero la verdad es que nunca lo conseguimos del todo, ninguno de los dos.
Un día me dijo que se volvía a su país, y ya está, esa es la historia. Se volvió a casar, siguió colaborando con la Nasa, fue profesor en Harvard, en fin, esas cosas que hemos ido sabiendo por la tele y los periódicos. Él nunca volvió a contactar conmigo, yo creo que para protegerme de uno de esos “comandos de limpieza” que enviaban los servicios secretos de su país para borrar pistas.
Cuando se supo, pasados los años, que había estado con nosotros durante aquella temporada sabática, el alcalde de Salamanca decidió poner el nombre “de los Astronautas” a la calle donde había vivido cuando fue nuestro vecino. Y en los bajos del piso alguien tuvo la idea de poner una cristalería, “Cristalería la Luna”. Pero en su viaje hasta hoy ese negocio ha tenido más de un problema, y no ha acabado nunca de despegar.
El otro recuerdo que tenemos en Salamanca de mi amigo Neil es conocido por todos, el retrato que le esculpió un artista de la piedra en una de las portadas de la Catedral. Cuando siento nostalgia voy hasta allí y echo un parlao con él, mientras doy unos tragos a mi petaca.
Lo malo es que ya no sé muy bien si lo que recuerdo son estas conversaciones con el astronauta de piedra de Villamayor, o las que solíamos tener en el Bar de las Caballerizas, o en mi piso, mientras le desatascaba el fregadero, o intentaba insonorizarle con cartones de huevos -misión imposible, decía Neil- alguna habitación.
Aquellos fueron buenos tiempos, yo era joven, y ya nada volvió a ser lo mismo. Cuando mi amigo se fue quedó un espacio vacío.
Ahora, con tanto brindis nostálgico, no hay forma humana de dejar la bebida, ni de saber, a ciencia cierta, qué coño fue verdad o no. Y nadie se acuerda de si, alguna vez, hubo en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
¿Por qué no hay más viajes a la Luna?
Si hubiera más viajes a la Luna,
la Luna perdería su magia, su misterio,
su encanto enigmático que atrapa sueños.
Si hubiera más viajes a la Luna,
la Luna estaría al alcance de ti y de mí,
de todos nosotros, habitantes de la Tierra.
Sería un destino más, y
quedaría atrás su estela mística y lejana.
Si hubiera más viajes a la Luna,
la luna sentiría en sus entrañas;
el agobio de los visitantes,
la precipitación de sus gestos,
el capricho de sus costumbres,
la ambición de poder…
Si hubiera más viajes a la Luna ,
la Luna dejaría de ser,
el refugio de los sueños infantiles.
M. Pilar Sánchez
Grupo B
21 de julio de 1969
Bastaron un par de copas, tres respuestas ingeniosas y un poco de paciencia para que aquella noche del 21 de julio de 1969 me llevase a Cristina a la cama. No me resultó muy complicado, aunque ahora, con la perspectiva que me han dado los años, creo sinceramente que fue ella la que me consintió que entrara en sus territorios.
Alquilamos una triste y sucia habitación en un hotelucho de mala fama y además del precio que nos pidieron, tuve que aflojar cinco mil pesetas para que el recepcionista no hiciese preguntas incómodas y no nos pidiese el libro de familia.
Una vez arriba, Cristina se despojó de la indumentaria, mostrándose natural, como cuando la trajeron al mundo. Bueno, algo más crecidita. Yo conocía a Cristina desde hacía varios años, habíamos estudiado en colegios muy cercanos, el suyo de monjas y el mío de curas. Siempre me había gustado y encontrármela ese domingo en una sala de fiestas fue toda una sorpresa.
Estaba dormida, junto a mí, en aquella cama revuelta después de nuestro ardoroso encuentro, sin embargo yo era incapaz de conciliar el sueño. La observaba respirando con cadencia reposada y de repente tuve un deseo incontrolable. Me levanté y cogí la navaja del bolsillo de mi pantalón. Me acerqué a Cristina y dándole un beso en su hombro derecho hice que se quedara boca arriba. Tenía unos pechos magníficos. Fue una lástima, pero no pude hacer nada para impedirlo y la degollé.
Me quedé un buen rato observando como la sangre que manaba de su cuello iba empapando las sábanas. Un espectáculo precioso. Me vestí con parsimonia, ya era lunes. Y desde la ventana de la habitación podía verse claramente la luna en cuarto creciente. Cerré la puerta y bajé las escaleras. Nadie me vio salir. Todos estaban pegados al televisor. En ese momento transmitían en directo la llegada del hombre a la luna. Las cinco campanadas de una iglesia cercana me indicaron que pronto amanecería. Lo mejor era alejarme de allí.
Jaume Castejón
Grupo B
La luna y los segadores
El mismo año que el hombre subió a la luna, muchos segadores no tuvieron más remedio que seguir anclados a la tierra en los campos de España, más concretamente en los de Castilla. Recogían con sus manos y sus hoces el cereal, que luego se trillaba.
Sus condiciones de trabajo eran extremadamente duras. Trabajaban de sol a sol, eso es lo que se dice, pero antes de salir el sol ya estaban a su tarea. Por eso contemplaban la luna y observaban cómo iba cambiando de forma. Su alimentación era básica, cuando no escasa, aunque eso dependía del amo, que era como algunos llamaban a la persona que les contrataba. Dormían en cuadras. Con todas estas dificultades, era una forma de ganarse el pan en los campos en verano si no se tenían tierras u otro oficio.
El protagonista de esta historia tenía 32 años, estaba casado y tenía 3 hijas.
Le encantaba mirar la luna y las estrellas. Aquella noche estaba desvelado. Por eso salió al campo antes de tiempo. No podía imaginar que en ese momento, otro ser humano estaría pisando la superficie de la luna.
Él también volaba. Se decía a sí mismo que no volvería a segar.
Sabía que sus cuñados estaban intentando montar un negocio. Se uniría a ellos y en cuanto lo dominara un poco, se pondría a trabajar por su cuenta.
Quería llevar a su familia a la capital. Quería que sus hijas estudiaran. Él no había podido hacerlo y nada le gustaría más que cumplir ese sueño.
También quería tener un niño.
Miró una vez más a la luna y cerró los ojos con fuerza.
Ese hombre fue mi padre. Cumplió todo lo que soñó esa noche y quién sabe si no andará ahora dando un paseo por la luna o las estrellas.
Teresa Sanz
Grupo B
Un pequeño instante en su memoria. Un gran recuerdo en mi experiencia.
Una vez acabada la jornada laboral, salió de la fábrica de tejidos y se dirigió hacia su casa. En el escaparate de una tienda en la que vendían televisores, le llamó la atención un revuelo de comentarios y personas que miraban todas la misma cosa.
Ella, más por cotilleo que por verdadero interés, se acercó y, en vez de mirar directamente al televisor y ver a qué se debía el barullo, preguntó a la primera persona que le pareció. Siempre a la caza de cualquier excusa para entablar algún tipo de contacto, siempre buscando la complicidad ajena.
Mi abuela, que no hay día que no me llame por el nombre de mi tía, a mi madre por el de mi hermana e incluso a mi primo por el del perro, se acuerda de lo que estaba haciendo el día que el hombre pisó la Luna. Y, aunque no fue de mayor trascendencia para ella, después deduce que fue para su casa donde vivía con sus padres, sus hermanos y su abuela, y supone que lo estarían comentado. ¿Y qué pensaría tu abuela? Le pregunto yo. Pobrecita, me contesta ella, que tiene una relación muy personal con los recuerdos.
La ilusión con la que me llama para contármelo, su insistencia en que coja papel y boli para apuntarlo, y mi percepción de que a lo mejor, si no le llego a preguntar sobre ello, este recuerdo no habría vuelto a aparecer en su memoria, me reconforta al darme cuenta de que ahora, cuando se hable del día se pisó la Luna, yo me acordaré de este momento.
Alba Bermejo
Grupo A
La luna
Al llegar el hombre a la luna y dejar su huella
impresa en el polvo de talco blanco,
perdió el halo de misterio
que había hechizado a enamorados,
e inspirado a escritores,
músicos, artistas y poetas.
Envió su poesía a la Tierra,
que se convirtió en prosa
al contar lo que sucedía
en distintos lugares del planeta.
- En el Sahara, aquel día
Amira, regresaba con su cántaro de agua,
desde el pozo más cercano a su campamento
pero una tormenta de arena,
había sepultado su jaima, en su ausencia.
La luna perdió su poesía
y Amira se quedó sin nada.
Las huellas de sus lágrimas,
se dibujaron en la ardiente arena.
- En Bangladesh, aquel día
se celebró la boda de Marala,
de apenas diez años
con un pariente hacendado,
de más de cuarenta años.
La luna perdió su poesía
y Marala la inocente sonrisa,
las huellas de su infancia
se fueron con la fría madrugada.
- En Chile aquel día,
cientos de estudiantes
con ideales diferentes,
fueron detenidos e interrogados.
A sus casas, jamás regresaron.
La luna perdió su poesía
y las madres, a sus hijos tan amados.
La huella de esa generación perdida,
se guardará en la memoria colectiva.
- En Berlín, aquel día
Adler y Elke fueron abatidos,
al intentar saltar el muro prohibido.
La libertad los esperaba al otro lado,
pero no la alcanzaron.
La luna perdió su poesía
y ellos, la vida.
La huella de dos rosas rojas,
grabadas en el frío cemento
recuerdan el valiente intento.
Marian Pérez Benito
Grupo presencial
Yo también
¡Dos inútiles! Un par de zoquetes como la copa de un pino. Y míralos, todo el día en la tele… Dos héroes nacionales… ¡Puaj! Si la gente supiera la verdad… ¿Cómo se llamaba el director de vuelo?… Kranz, sí, Gene Kranz. El pobre andaba desesperado. “¡Vosotros ya estáis en la luna! No va a ser necesario lanzaros” les increpaba cuando metían la pata en algún entrenamiento, cosa que sucedía bastante a menudo.
–¡Eh, Louis! Ponme otra copa y apaga ese maldito televisor.
–¡Tranquilo Mike! Creo que sería mejor que te fueras. Hoy ya has bebido bastante.
¡Será insolente este mamarracho! ¿Cómo se atreve a decirme a mí cuánto debo beber? Menos mal que se ha echado atrás y me ha acabado sirviendo, aunque no ha dejado de advertirme que sería la última. Y no ha apagado la televisión ni se ha molestado en cambiar de canal. Seguimos con el maldito vigésimo quinto aniversario de la llegada del hombre a la luna. Otra vez el gilipollas de Neil poniendo su pie sobre la superficie blancuzca y diciendo la archifamosa frasecita: “Un pequeño paso para el hombre…” ¡Si supieran que la idea se le ocurrió a Gene y que tuvo que hacérsela repetir decenas de veces hasta que el otro consiguió decirla sin equivocarse!
¿Por qué no bajo yo? le pregunté al director. “Porque necesito a una persona competente a los controles del módulo de mando y no me fio de ninguno de esos dos catetos”. Al jefe le resultó cojonudo, pero a mí me dejó bien jodido, porque ahora ¿quién narices me recuerda? Toda la gloria para los “valientes” Armstrong y Aldrin y para mí, para el que los llevó y los trajo sin ningún contratiempo, el olvido más humillante.
–¿Hay alguien aquí que recuerde quién es Mike Collins?
–¡Basta ya Mike! Deja de gritar y vete a dormir la cogorza a tu cama. El albergue cierra en diez minutos.
Pepe Lorenzo
Grupo B
¿La luna? Por ahí andará
Tito Eva tenía mucho trabajo en verano. Por las tardes, al ocultarse el sol, se sentaba en un tajo de madera, bajo de la encina de la rama rota. La humedad del jardín recién regado refrescaba la suave brisa, que se cargaba de aromas de geranios, gladiolos y minitusas.
Una tarde, Tito Eva fue a buscar a JManuel al Pueblo de la Gran Muralla para que le ayudara a cuidar los chotos del corral. Jugaban a mojarse con la manguera, al escondite y, a veces, al juego de los boxeadores. JManuel tramposeaba cuanto podía y, al menor descuido de Tito Eva, le soltaba unas cuantas patadas en las espinillas.
Al atardecer, entre las encinas, espantaban las vacas, que en estampida se perdían en una polvareda igual que las de la película que hacía poco habían visto en El Pueblo Grande. Cansados y sedientos, al regresar a casa, entraban en la huerta y se apropiaban de la sandía más gorda y madura. La partían contra un machón de la puerta y, cuando las partes eran desiguales, echaban a suertes, Tito Eva hacía el sorteo y, como siempre salía favorecido, lo justificaba con un “la suerte es la suerte”.
Comían con ansiedad, casi con avaricia. Cuando acababan, JManuel se apretaba con las manos la barriga. Luego, se desafiaban para ver quien orinaba más lejos. Alargaban igual. Desde la ventana de la cocina vi que Tito Eva se adelantaba dos pasitos y una cuarta, mientras JManuel se desabrochaba los botones del pantalón.
Mamá M.Jesús, cuando despertaba la primera estrella, cogía a JManuel y lo metía desnudo en un barreño grande de agua que el sol había calentado durante el día. Chapoteaba. Lo envolvía en una toalla y lo embutía en un pijama amarillo con un osito en la pechera.
Antes de irse a dormir salían a la puerta de casa, a ver las estrellas. Se embelesaba con una que se escondía al verlos y, al poco, de un salto, se posaba en la nariz de la luna para desde allí, en veloz carrera, desaparecer del otro lado de la Ladera de los Jarales. Dejaba tras de sí una estela de chispitas azuladas. No tardaba en volver rodeada por otras más pequeñas.
Luna, con su cara pálida y demacrada, cuando Gatita Roberta se alejaba, nos miraba, nos hacía un guiño y con una sonrisa nos recordaba que era tiempo de dormir.
Tito Eva le había explicado que Gatita Roberta, también habitaba el cielo que él miraba y seguía siendo tan juguetona como la conoció cuando vivía entre nosotros.
JManuel dormía con Tito Eva. Si por el día se había enfadado, a media noche, con la disculpa de que soñaba, le daba puñadas debajo de la barbilla.
Una mañana, la sábana apareció mojada. Tito Eva se tocó y estaba seco. JManuel le echó la culpa al osito. A Osito le dolió tanto aquella mentira que desde entonces se acostó en el pajar con la perrita Alegría.
Evaristo Hernández
Grupo presencial
Alunizaje en la Tierra (1969-2020)
Luna, lunera, cascabelera,
–cantaba el padre a la pequeña–
en esta mano tengo una pera.
Estaba gordita,
aquella bebita,
mamaba la teta,
sorbía deprisa,
dormía de día,
aquella bebita.
La madre lavaba,
planchaba y cosía,
hacía la casa,
comida muy rica,
trabajaba el campo,
la huerta y la misa,
y cuando podía
dormía deprisa.
Luna, lunera, cascabelera,
–cantaba el abuelo a la pequeña–
en estas manos llevo una guerra.
La madre miraba,
triste y perdida,
lavaba la ropa,
lloraba deprisa,
su niña llamaba,
urgía la risa.
Divorcio no había,
tampoco cartilla,
el pasaporte, dependía.
Pañuelo en cabeza,
obediencia ciega
en calle y alcoba:
–quisieras o no, era la tradición,
la legislación del dictador–
Luna, lunera, cascabelera,
el hombre sin prisa pisa la luna,
pone bandera.
La madre lavaba,
planchaba y cosía,
hacía la casa,
comida muy rica,
trabajaba el campo,
la huerta y la misa,
y cuando podía
dormía deprisa.
Estaba gordita,
aquella bebita,
mamaba la teta,
sorbía deprisa,
dormía de día,
aquella bebita.
Luna, lunera, cascabelera,
–nos mira la luna con rabia y con pena–:
matáis a mi hermana, la Tierra más bella.
Ángela Mayor
Grupo A
En la luna
Mi madre y mi tía Luisa se fueron muy temprano a ver la televisión en casa de su hermana Matilde, después volverían juntas, son solo un par de manzanas y esta noche a buen seguro habría gente por las calles. Se esperaba con ansia la llegada del hombre a la luna, yo decidí quedarme en casa ya que al día siguiente tocaba ir al taller de nuevo y no estaba yo para trasnochar. Aunque la mitad de los españoles estuvieran pendientes del gran acontecimiento para mi no era algo que me quitara el sueño.
Antonio era mi novio, hacia ya dos años que nos veíamos, primero a escondidas, luego, más tarde paseando castamente por los parques de la ciudad como marcaban los cánones sociales en aquella época.
Me acosté, relativamente temprano, nunca estaba sola por lo que la casa solitaria se me antojaba inquietante, me puse mi camisón y me metí en la cama, no lograba dormir y de repente escucho la puerta del patio trasero de mi casa, tuve miedo hasta que reconocí al intruso, era Antonio, ¡ay mi Antonio, que hacia allí! con su embaucadora sonrisa me contesto, -pasaba por aquí- ¡hay tunante, sabiendo que estaba sola! no me dejó hablar, me beso, como se besan dos amantes desesperados, como deben de ser los besos que nos censuran en el cine, como los besos que él y yo nos damos cuando tenemos la certeza de que estamos solos y nadie nos ve.
El sabia que disponíamos de un largo rato para esta juntos por que según decía la noche se iba a alargar, todo el mundo frente al televisor, (los que lo tenían, claro) como mi tía Matilde, que llenaban esa noche sus casas con vecinos y familiares, nosotros pusimos Radio Nacional de España, para que nos diera una pista de cuando volvería mi madre. yo en camisón, el con ropa ligera, y nadie más. Nosotros ya habíamos tenido nuestros juegos sexuales, en algunas ocasiones, siempre con mucho miedo y mucha vergüenza, aquel día era diferente, era como si todo el mundo se pusiera de acuerdo para que nos encontráramos juntos y solos, la noche se alargaba, jugueteábamos con nuestras manos y nuestros labios como nunca, yo tenia 18 y el 21, y el anhelo del uno por el otro con tanta fuerza, que la retransmisión se nos hizo baga y confusa, estuvimos jugueteando durante ratos enteros, cuando el Apolo 11 asomó del lado oscuro de la luna, sentimos nerviosismo y prisa, los besos se hicieron caricias y las caricias pasión, nos quedamos desnudos completamente sobre mi cama, y paso, lo que tenia que pasar. Todo es confuso ahora, pero recuerdo que cuando Armstromg pisó la luna nosotros pisábamos el cielo por fin, nos amábamos más que nunca, ya eran y alas 4 de la mañana, mi madre volvería así que él se vistió apresurado, quitamos restos de cualquier visita ese día en casa, y él me pidió matrimonio cuando salía escondido por el patio. En pocos minutos llegó mi madre con mi tía, yo me hice la dormida aunque no pegué ojo en toda la noche. Ese día el gran paso para la humanidad había sido el gran paso para mi vida, y cuando alguien me pregunta que estaba haciendo yo, siempre digo, -durmiendo- aunque en realidad creo que yo sí estuve en la luna y lo viví más intensamente que nadie.
Esther Yubero
Grupo A
Luna roja
I.
Nuestros cuerpos palpitaban por distintas razones, mucho antes de aquel preciso instante. Los preparativos para reunirnos con toda la familia en casa de la tía Nérida, el miércoles 21 de julio a las tres de la tarde, habían concluido el día anterior. La excitación rodeaba la casa, la sala, el sofá, la televisión y la mesa de centro donde se colocarían los pasteles, almojábanas, cocadas y caramelos de tamarindo que habían preparado las mujeres para celebrar un acontecimiento histórico: la llegada del hombre a la luna.
II.
Nela era la segunda de mis hermanas mayores. La primera se había ido precozmente a estudiar a Caracas. Nela también era mayor que mis primas. Tenía doce años. Casi todas éramos niñas. Solo habían dos primos varones, y aunque estaban muy pequeños para entender el motivo de tanta algarabía, se contagiaron con el ajetreo, la inquietud y las risas de esos días, y correteaban felices detrás de nuestras faldas. Nela, en cambio, por ese tiempo estaba inusualmente callada, melancólica y de mal humor. Dirigía los juegos, como siempre, y participaba un rato con nosotras en el de la ere, el escondite y la cuerda, pero de repente se retiraba y se encerraba en una habitación. No valían de nada nuestros ruegos, al contrario, corríamos el riesgo de que nos insultara y nos lanzara un manotazo. Escuchaba a mi madre decir que la dejáramos tranquila, que eran cosas del crecimiento, como si crecer le estuviera doliendo, la estuviera enfureciendo.
III.
Eran las vacaciones escolares y hacía mucho calor. La mañana del día en que ocurriría el alunizaje, mi madre y mis tías nos llevaron al parque aledaño al río Torbes. Querían que descargáramos un poco la exaltación por esta antojadiza celebración , más ficcional que terrenal para la propia capacidad del asombro. Además, todo lo que se celebraba en familia, tenía que tener un perfecto orden, estar limpio, decorado, bien dispuesto, y así recibir a los maridos que harían una pausa en su trabajo para acompañarles. Los niños podíamos echar a perder tan elaborado encuentro. En cambio, el parque estaba repleto de columpios y toboganes para manosear y remontar. Uno de los deslizaderos estaba orientado hacia un pequeño pozo del río, suficientemente hondo y tranquilo. En ese lugar abierto las madres sentían que no había comportamientos qué cuidar: la libertad al aire libre, la pequeña piscina en el río, la tierra y las piedras rojas de su fondo, y la calidez del mes de julio nos colmaron de un júbilo más inesperado que el del viaje a la luna. Pero para Nela no fue así. Ella se quedó sentada en un columpio sin apenas balancearse, y tenía una mirada interminable cuando nos veía jugar.
IV.
La casa de la tía Nérida era espaciosa e iluminada. La sala tenía salida al jardín por el lado izquierdo; hacia la derecha se encontraba la escalera de madera que daba a las habitaciones principales; al pasar el rellano estaba el cuarto de huéspedes con un baño externo, que también servía para los invitados de las reuniones. Muy cerca, pero en otro ambiente estaba la cocina, tan espaciosa como el salón. De allí empezaron a salir los platillos del ágape que acompañarían nuestro curioso espectáculo televisivo. Se sentía el bochorno de la tarde. Las niñas usábamos shorts y vestidos. Los primos más pequeños estaban haciendo una siesta mucho más profunda por el agotamiento del paseo mañanero. Mi padre y mis tíos comenzaron a llegar. Sus voces graves y a la vez joviales nos volvieron a animar a pesar del sopor y del cansancio. Nela también se veía más resuelta, y estaba muy interesada por lo que iba a pasar; le hacía muchas preguntas a mi padre. LLegado el momento ella se sentó a su lado en el sofá, junto a los adultos. Las demás niñas estábamos recostadas sobre una alfombra que abarcaba casi todo el espacio de la sala.
V.
Pasaron dos horas desde que la transmisión había comenzado. Yo no entendía nada, los astronautas hablaban un idioma extraño y robótico. Y no podía ver ninguna imagen de la redondez lunar a la que estaba acostumbrada. Todos estaban en silencio, solo se escuchaba una que otra palabra o expresión sonora de incredulidad. En la televisión se veían sombras. En ese momento se me ocurrió voltear para ver a Nela: sus ojos parecían estar saliéndose del globo ocular. Sin embargo, algo interrumpió su concentración, y su rostro de asombro pasó al terror. Se levantó como un resorte del sofá, y se quedó viendo el lugar donde estaba sentada. Corrió en dirección a la escalera y luego entró al baño de huéspedes. Neil Armstrong ya estaba al borde de la escotilla abierta de la nave espacial; esperaba a su compañero y piloto del módulo lunar, Buzz Aldrin, para bajar a la superficie de la luna. Nela empezó a llamar a mi madre a gritos: “¡Mamá! ¡Mamá!, ven rápido”. Mi madre le decía que esperara, que qué le pasaba. Nela gritaba una y otra vez. Neil Armstrong comenzó a bajar las escalerillas de la nave. Antes de llegar al último escalón pronunció una frase. En ese mismo instante Nela se acercó a la sala bañada en llanto: sus manos impregnadas de un color granate intenso, su vestido blanco de flores azul celeste salpicado, y de su entrepierna chorreaban hilos de sangre, como de sus mejillas lágrimas. Las primas más pequeñas empezaron a gritar y a refugiarse en los adultos. Mi padre y yo nos quedamos paralizados. Mi madre y mis tías salieron al auxilio. Los tíos protestaron con asco y luego con risas. Finalmente, yo me sentí humillada, como si me hubiese convertido en la misma Nela, abatida por la vergüenza y el horror ante su cuerpo.
Aunque nadie me explicó, supe lo que me pasaría al crecer. Supe que sería doloroso, y que después lo aceptaría como si nunca hubiera ocurrido con el espanto de la primera vez, tal como le pasó a Nela. Del aterrizaje lunar no recuerdo nada, ni del gran paso que dicen que dio ese hombre. Solo sé que cuando el rojizo riachuelo comienza a brotar de mi vagina, siento como si la luna se desangrara dentro mí, hasta desaparecer.
Carmen Elena Ochoa
Grupo A
Viaje a la luna desde los ojos de un niño
Con tan solo cinco años, sus ojos y cabeza giraban a la vez que aquel aparato daba vuelta y
vueltas, ya llevaba una hora y media, pero se sentía atraído por el artefacto que se movía sin
descanso; mientras estaba entretenido en intentar ver lo que había dentro del agujero,
llamaron otra vez a la puerta, ¡otra caja!, está, sin embargo fue directa a el comedor, la
desembalaron con un cuidado extremo, al igual que el artefacto de la cocina este tenía un
cristal, aunque era diferente, ¿tendrá la misma función que la máquina de la cocina? se
preguntó; uno de los hombres comento la necesidad de esperar al técnico para poner en
marcha tan sublime aparato.
Esa noche salió con su madre al balcón, ella le explico que los puntitos brillante del cielo se
llamaban, “estrellas” y el gran sol sin brillo, “ luna”, que hacía cuatro días, unos hombres de un
país lejano habían salido de paseo en un coche que volaba hacia la luna, no se sabía
exactamente cuándo llegarían y pisarían el sol sin brillo, ¡la verdad es que no entendía como
sé podía tardar tanto en llegar, con lo cerca que esta desde su casa!, además, la luna era
redonda, como el agujero del aparato de la cocina, así que, ¡pobres hombres!, estarían todo el
rato dando vuelta o se caerían, ¡no podía ser de otra manera!
Esa noche subió hacia la luna con una escalera, pero tropezó en el último peldaño, su
corazón comenzó a latir rápidamente, mientras caía hacia el vacío; se dio cuenta que estaba
en el suelo, ¡ufff, era un sueño!, se levantó y agudizo sus oídos, escucho ruido en el
comedor, lentamente se acercó; desde la puerta pudo ver en el cristal del artefacto que
habían dejado por la mañana en el comedor, unos hombres que flotaban, sus cabezas
estaban cubiertas por algo parecido a la puerta de la máquina que daba vueltas; la verdad
estaba contento y emocionado porque su casa tenia aparatos que se movían solos ¿serian
estos hombres los responsables de los cambios en su casa?; estaba deseando ver a sus
amigos, ¿cómo reaccionarían? cuando les contara que había visto fantasmas en la luna.
Josefina Félix
Grupo A