Tomás García Merino, componente del segundo del taller de escritura, describió con una metáfora visual como los diferentes caracteres dispuestos en semicírculo en la máquina de escribir se parecen a los actores que tienen que salir a actuar al proscenio.
El lunes hablamos de la escritura a máquina. ¿Qué ventajas nos ofrece frente a los ordenadores actuales o al hecho de escribir a mano? Quizá paladear recuerdos de otros tiempos en que las clases de mecanografía eran un excelente complemento para la búsqueda de un empleo.
Abrimos la sesión con el tema "La máquina de escribir" de L. Anderson, con Alfredo Anaya en la interpretación:
Una máquina de escribir puede suplir momentáneamente a un piano y llevarse los aplausos del público pero también puede convertirse en una greguería hecha realidad. Ramón Gómez de la Serna afirmó que "la ametralladora es la máquina de escribir de la guerra". Éric Nado se tomó al pie de la letra esta greguería y transformó numerosas máquinas de escribir antiguas en ametralladoras de palabras.
Con esa imagen comienza su poema "La máquina de escribir" Francisco Umbral, un tipo que ametralló 110 libros y numerosísimos artículos con su Olivetti.
Pequeña metralleta entre mis manos,
máquina de matar con adjetivos,
máquina de escribir, arma del tiempo.
En todas las mañanas de mi vida,
el tableteo audaz de mi olivetti,
ese ferrocarril de ortografía
en que viajo muy lejos de mí mismo
o retorno a los campos de la prosa
para reñir batallas en mi lengua
con todos los que mienten, los que gritan,
con los que escriben en feroz tanqueta
para no decir nada y meter miedo.
Vieja olivetti verde, azul o negra,
escalinata alegre de las letras,
sobre esta escalinata, una mañana,
me encontrarán tendido, no vencido.
Libros, papeles, cosas y poemas
han salido y saldrán de este cacharro.
Pavonado revólver de mi prosa,
sus muecas son ministros fusilados,
canto de codorniz, canto de urraca,
como las que ahora pueblan el jardín.
Alegría y salud, mi vieja máquina
me regala un estilo, una escritura
y las gentes se paran para verlo.
Juan José Millás, en cambio, manifiesta que el ritmo de su pensamiento se acomoda mejor a la tinta del bolígrafo o la pluma en su artículo "Escribir a máquina":
Hace años cultivé el método ciego de escritura a máquina, y aunque nunca logré teclear más de dos palabras seguidas sin cometer un error, conseguí llegar con los ojos cerrados hasta la cocina y regresar sin un sólo tropiezo. No aprendí a escribir, pero practiqué la invidencia con resultados notables. En los hoteles, por las noches, no necesito encender la luz para llegar hasta el cuarto de baño, y por mi casa me muevo a oscuras sin problemas, lo que, siendo bueno para mi fotofobia, no resolvió mis problemas con la mecanografía.
Quizá por eso durante mucho tiempo me manejé con bolígrafos de punta fina que se adaptaban perfectamente al ritmo de mi pensamiento. Los días en los que amanecía torpe, la bola de tinta discurría a trompicones, como si fuera obligada a rodar por una superficie irregular. Pero cuando mi capacidad asociativa estaba a pleno rendimiento, la punta del bolígrafo se deslizaba a lo ancho de la cuartilla como un patinador de un extremo a otro de la pista de hielo.
Escribí así varias novelas que luego me pasaba a máquina un mecanógrafo profesional, de manera que no lamenté mi torpeza con las teclas hasta que empecé a trabajar para la prensa. Los periódicos son un medio rápido; no puedes escribir a mano para pasarlo luego a máquina si quieres entregar el artículo antes de que cierren la edición. Así que adquirí un ordenador, que me pareció un medio más caliente que la máquina, y comencé a practicar renunciando desde el principio al método ciego: si mirando las teclas tengo dificultad para acertar en el blanco, con los ojos cerrados el desastre está garantizado.
Poco a poco fui ganando velocidad, incluso ganándome la vida. Pero de vez en cuando regresaba al bolígrafo con el sentimiento de regresar a casa. Y no es sólo porque éste eyacule las palabras en lugar de escupirlas, lo que le da una connotación sexual muy querida a la escritura, sino porque la mano derecha, que es la que trabaja, se entera de todo, mientras que con el ordenador, al realizar la faena a medias con la izquierda, sólo se entera de la mitad. Escribe a ciegas, que no es lo mismo que hacerlo por el método ciego, y eso siempre desasosiega. O desasosiega quizá; la cuestión es que cansa. Si no me entienden, otro día se lo explico a ustedes a bolígrafo.
Celébrote a máquina sin más laúd
que este áspero
teclado de la A a la Z, dígote cuánto
ámote del tacón
al pelo, esté ese pelo
donde esté, en lo alto o
en lo secreto de tu fragancia, espérote
esperándote parado aquí a
las 7 bajo el humo
del reloj. Y
otra cosa: fíjate en las nubes
pero sin llorar donde está escrito
casi todo
lo blanco y veloz de esta
página dactílica, llámame
por teléfono al
número 00-00-0.
Una máquina de escribir puede suplir momentáneamente a un piano y llevarse los aplausos del público pero también puede convertirse en una greguería hecha realidad. Ramón Gómez de la Serna afirmó que "la ametralladora es la máquina de escribir de la guerra". Éric Nado se tomó al pie de la letra esta greguería y transformó numerosas máquinas de escribir antiguas en ametralladoras de palabras.
Con esa imagen comienza su poema "La máquina de escribir" Francisco Umbral, un tipo que ametralló 110 libros y numerosísimos artículos con su Olivetti.
Pequeña metralleta entre mis manos,
máquina de matar con adjetivos,
máquina de escribir, arma del tiempo.
En todas las mañanas de mi vida,
el tableteo audaz de mi olivetti,
ese ferrocarril de ortografía
en que viajo muy lejos de mí mismo
o retorno a los campos de la prosa
para reñir batallas en mi lengua
con todos los que mienten, los que gritan,
con los que escriben en feroz tanqueta
para no decir nada y meter miedo.
Vieja olivetti verde, azul o negra,
escalinata alegre de las letras,
sobre esta escalinata, una mañana,
me encontrarán tendido, no vencido.
Libros, papeles, cosas y poemas
han salido y saldrán de este cacharro.
Pavonado revólver de mi prosa,
sus muecas son ministros fusilados,
canto de codorniz, canto de urraca,
como las que ahora pueblan el jardín.
Alegría y salud, mi vieja máquina
me regala un estilo, una escritura
y las gentes se paran para verlo.
Juan José Millás, en cambio, manifiesta que el ritmo de su pensamiento se acomoda mejor a la tinta del bolígrafo o la pluma en su artículo "Escribir a máquina":
Hace años cultivé el método ciego de escritura a máquina, y aunque nunca logré teclear más de dos palabras seguidas sin cometer un error, conseguí llegar con los ojos cerrados hasta la cocina y regresar sin un sólo tropiezo. No aprendí a escribir, pero practiqué la invidencia con resultados notables. En los hoteles, por las noches, no necesito encender la luz para llegar hasta el cuarto de baño, y por mi casa me muevo a oscuras sin problemas, lo que, siendo bueno para mi fotofobia, no resolvió mis problemas con la mecanografía.
Quizá por eso durante mucho tiempo me manejé con bolígrafos de punta fina que se adaptaban perfectamente al ritmo de mi pensamiento. Los días en los que amanecía torpe, la bola de tinta discurría a trompicones, como si fuera obligada a rodar por una superficie irregular. Pero cuando mi capacidad asociativa estaba a pleno rendimiento, la punta del bolígrafo se deslizaba a lo ancho de la cuartilla como un patinador de un extremo a otro de la pista de hielo.
Escribí así varias novelas que luego me pasaba a máquina un mecanógrafo profesional, de manera que no lamenté mi torpeza con las teclas hasta que empecé a trabajar para la prensa. Los periódicos son un medio rápido; no puedes escribir a mano para pasarlo luego a máquina si quieres entregar el artículo antes de que cierren la edición. Así que adquirí un ordenador, que me pareció un medio más caliente que la máquina, y comencé a practicar renunciando desde el principio al método ciego: si mirando las teclas tengo dificultad para acertar en el blanco, con los ojos cerrados el desastre está garantizado.
Poco a poco fui ganando velocidad, incluso ganándome la vida. Pero de vez en cuando regresaba al bolígrafo con el sentimiento de regresar a casa. Y no es sólo porque éste eyacule las palabras en lugar de escupirlas, lo que le da una connotación sexual muy querida a la escritura, sino porque la mano derecha, que es la que trabaja, se entera de todo, mientras que con el ordenador, al realizar la faena a medias con la izquierda, sólo se entera de la mitad. Escribe a ciegas, que no es lo mismo que hacerlo por el método ciego, y eso siempre desasosiega. O desasosiega quizá; la cuestión es que cansa. Si no me entienden, otro día se lo explico a ustedes a bolígrafo.
Cerramos este post con dos poemas, el primero de Gonzalo Rojas titulado "Carta de amor" y el segundo de Aníbal Núñez titulado "Caza mayor":
Celébrote a máquina sin más laúd
que este áspero
teclado de la A a la Z, dígote cuánto
ámote del tacón
al pelo, esté ese pelo
donde esté, en lo alto o
en lo secreto de tu fragancia, espérote
esperándote parado aquí a
las 7 bajo el humo
del reloj. Y
otra cosa: fíjate en las nubes
pero sin llorar donde está escrito
casi todo
lo blanco y veloz de esta
página dactílica, llámame
por teléfono al
número 00-00-0.
***
La máquina de reescribir
Acababan de servirle el último manjar para su ego: “Señor, esta máquina perteneció a dos afamados escritores como usted”. Escuchar aquella lisonja de boca del marchante acabó por convencerle.
Abrió la carcasa metálica y acarició cada una de sus teclas. Introdujo una cuartilla en el carro de la Underwood, sintió la presión de las teclas en sus dedos, las letras fluían con ilusión de su mente al teclado: “Hoy hace un día magnífico, mañana saldré a pasear”, el tableteo de la máquina de escribir se adueñó del habitáculo. Giró el rodillo y leyó en voz alta: “Hoy es tu último día. Mañana estarás muerto”. Su cuerpo se tensó. De nuevo introdujo azarosamente el papel en el carro y comenzó a golpear con rabia las teclas, letras sueltas, palabras sin sentido, frases inconexas, los timbrazos del carro sonaban a ritmo de vals. Arrancó la hoja, se quedó helado, leyó despacio:
“Eres un escritor mediocre.
Tu prometida te engaña con tu mejor amigo.
Sé valiente y pon fin a esta pantomima”.
Las cortinas revolotean en la ventana. La máquina de escribir fue la primera en estrellarse contra los adoquines del bulevar, él después.
Tomás García Merino
Grupo B
Fascinación y desencanto
Mi padre nos tenía prohibido tocar su máquina de escribir. Una Underwood número 5 de golpe frontal, que permitía ver lo que se escribía sin levantar el carro. Tenía su cinta de color negro bien pigmentada, y a mí siempre me fascinó ver cómo se iba moviendo para que la letra que martilleaba sobre ella, no cayera en el sitio que había golpeado la anterior. Al terminar el renglón sonaba un "ting" que te obligaba a mover el carro hacia un lado para pasar de línea. Aquellos ruiditos me hacían sentir cierta emoción: clack, clack, clack... "tincg" y rrrumb-pum una y otra vez hasta completar la cuartilla o el folio.
Viendo a mi padre escribir, me pareció que era fácil, y que se adelantaba mucho con respecto a la escritura manual.
Una mañana que él no estaba en casa, me atreví a sacarla Underwood, quitarle la funda de tela que tenía, y ponerla encima de la mesa. Coloqué una cuartilla, pues tampoco pensaba escribir mucho, y me coloqué bien sentado, espalda erguida, brazos acodados, y las manos encima de las teclas, pero sin tocarlas. Esta postura me recordó a la mantis religiosa justo antes de atacar.
Ataqué: Con el índice de la mano derecha le di a la jota y salió minúscula. Me había olvidado apretar la tecla de las mayúsculas. Dejé un espacio y vuelta a empezar. Esta vez sí, la jota mayúscula, a continuación, la O después la S, para terminar con la E. Doy a la tecla del espacio y escribo la L mayúscula, esta vez sí sale mayúscula pues estoy apretando la tecla de las mayúsculas, la U, la I, la S. Conseguí escribir mi nombre.
Qué difícil y qué lento pensé. Que mal colocadas están las letras. Es cómo ir disparando cada vez. Apunto y disparo, apunto y disparo; así una y otra vez.
Media hora entre la preparación y escribir mi nombre. Vaya un retraso. En ese tiempo, habría completado la cuartilla a mano, con sus mayúsculas y sus acentos.
De momento y durante muchos años, me quedé con la escritura a mano.
José Luis Fonseca
Grupo A
Golpe de estado
Me coloqué de nuevo ante el ordenador, era el séptimo intento. Me habían encargado redactar un texto sobre la máquina de escribir. Yo nunca he visto ninguna, dejaron de usarse cuando era niña y solo las recuerdo por las películas. Debían ser las dos de la madrugada, la frente me ardía y los ojos enrojecidos no dejaban de lagrimear cuando detecté algo extraño en el teclado. Parpadeé para aclarar mi visión y, en efecto, parecía que la tecla de la C con cedilla se había elevado un poco sobre el resto.
–¡Puaff, letrillas! –se la oyó decir con desprecio y la vi girarse de espaldas a las demás.
–Yo, yo, yo… –tartamudeaba la letra Y griega.
–¡Ya está la egocéntrica! –se quejó la Z.
–Cuando vivía entre nosotras era más humilde, pero desde que la ascendieron se le han subido los humos. –Percibí el desdén en las palabras de la letra X.
–¡Qué alguien me ayude! Estoy en una encrucijada, no sé para dónde tirar. –Se escuchó al 5 en medio teclado numérico y rodeado de flechas dirigidas hacia los cuatro puntos cardinales.
–¡Socorro! –apremió el 2 de la segunda fila–. Esta abusona de la arroba me está comiendo el terreno. ¿Quién la conocía hace solo quince años?
–¡Todo es relativo! –filosofó el tanto por ciento.
–¡Callad, que no me dejáis dormir! –protestó la barra espaciadora.
–Claro, tú ahí tan cómoda, con tanta amplitud mientras nosotras, la fila completa, nos estrechamos para hacernos hueco. –Se percibía el enojo en la voz del botón de Escape.
–¡Esto es una injusticia! ¿Por qué la E tiene euros y los dólares se los han dado al 4? –Sonó clara la reclamación de la D.
–No hay lógica ninguna –explicó el 1 situado al este–. A mí, el primero y más importante de los números, me colocan junto al Fin mientras que al anodino 7 le asignan el Inicio. ¿Quién entiende esto?
–¡Más indignante es lo mío! –Se amohinó la tilde–. Yo no tengo derecho ni a un mísero espacio.
Empecé a sentirme asustada ante la agitación de las teclas que me aturdían con sus gritos y reivindicaciones. No me atreví a apagar el portátil y había decidido escaparme del cuarto cuando escuché una voz ronca e imperativa que parecía llegarme con eco.
–¡A callarse todo el mundo! –Las dos teclas de Control se habían elevado y oteaban amenazantes la llanura del teclado.
–Desde este mismo momento nos ponemos al mando, activamos la alarma –dijo la de la izquierda y, un segundo después, la luz del botón del Bloqueo de Mayúsculas comenzó a parpadear.
–Y ponemos en marcha el servicio de vídeo-vigilancia –añadió el Control de la derecha. La clavija negra marcada con los signos de desigualdad emitió un zumbido.
–A partir de ahora cualquier insubordinación será reprimida sin contemplaciones y el culpable retenido por nuestros agentes los paréntesis, corchetes y llaves. –Esta última advertencia la emitieron ambas al unísono.
Como por ensalmo las voces se apagaron y el tremolar de la máquina se detuvo en seco. Sacudí mi cabeza y parpadeé repetidamente para calibrar la situación con claridad: La normalidad se había impuesto, no se percibía ningún movimiento ni el menor ruido alteraba la tranquilidad de mi cuarto.
Pero aún no he reunido valor para abrir el ordenador. Llevo tres días sin atreverme a escribir una sola letra. Sé que voy a defraudar a Raúl.
Pepe Lorenzo
Grupo B
“A mano y a máquina”.
Aforismos
A mano y a máquina el mecanógrafo compone a la vez letra y música.
No disparen al mecanógrafo, su metralleta es de fogueo.
Escribía tan rápido a máquina que el médico se lo prohibió porque le provocaba taquicardiomecanografía.
Era una máquina de escribir que hacía traducción simultánea con papeles de calco políglotas.
Aunque era un gran mecanógrafo, cuando escribía relatos eróticos se inspiraba mejor a mano.
Mecanografiaba tan rápido que tuvo que comprar una máquina con límite de velocidad para evitar atropellos.
Era un mecanógrafo tan violento que las letras se declaraban la guerra.
Le llamaban piromecanógrafo porque tecleaba mascletás y la máquina echaba humo.
Escribía sus libelos a máquina, porque así tiraba la letra y escondía la mano.
Lanzaba sus tipos a bailar claqué con los dedos del mecanógrafo.
Para pasar sus escritos a limpio usaba una máquina de escribir sin tinta.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
No es un error tipogrxfico.
Xl sxlir del txller de escriturx en el que trxtxmos el temx de lxs mxquinxs de escribir, decidí ir xl pueblo con lx idex de recuperxr lx mxquinx que perteneció x mi xbuelo del que xdmirxbx su hxbilidxd dxctilogrxficx y rexlizxr con ellx lx txrex recomendxdx.
En xpxriencix estx perfectx , es unx Olivetti del xño sesentx y cuxtro y el xrmxzón conservx todxs lxs piezxs del esqueleto .
Me dispongo x escribir , coloco unx cuxrtillx de pxpel telx xlgo xmxrillentx en el cxrro , lx sujeto con lx vxrillx y los dos rodillos de gomx lx deslizxn. Utilizo el txbulxdor pxrx colocxr los mxrgenes x unx distxncix regulxr en lx hojx y timbre mxrginxl me xvisx cuxndo llegx xl mxrgen. Compruebo que lx pxlxncx del cxrro libre pxrx cxmbixr de línexs y pxsxr xl otro borde del mxrgen funcionx y cuxndo tengo todo listo pxrx comenzxr , me doy cuentx que fxltx lx letrx “x” y decido sustituirlx por lx “x”pxrx poder escribir.
X medidx que xvxnzo en lx txrex, observo que xunque hxy cuxrentx y cinco letrxs y signos en el teclxdo de éstx mxquinx, el que uno solo no funcione es suficiente pxrx que el trxbxjo no resulte sxtisfxctorio de donde deduzco que el funcionxmiento de lxs teclxs ,es compxrxble x cuxlquier trxbxjo que se rexlizx en equipo , el resultxdo no es el mismo si xlguno de los miembros no rexlizx lx pxrte que le corresponde.
Xfrikx Gómez
Grupo X
No es un error tipográfico
Al salir del taller de escritura en el que tratamos el tema de las máquinas de escribir, decidí ir al pueblo con la idea de recuperar la máquina que perteneció a mi abuelo del que admiraba su habilidad dactilográfica y realizar con ella la tarea recomendada.
En apariencia está perfecta , es una Olivetti del año sesenta y cuatro y el armazón conserva todas las piezas del esqueleto .
Me dispongo a escribir , coloco una cuartilla de papel tela algo amarillenta en el carro , la sujeto con la varilla y los dos rodillos de goma la deslizan. Utilizo el tabulador para colocar los márgenes a una distancia regular en la hoja y timbre marginal me avisa cuando llega al margen. Compruebo que la palanca del carro libre para cambiar de líneas y pasar al otro borde del margen funciona y cuando tengo todo listo para comenzar , me doy cuenta que falta la letra “a” y decido sustituirla por la “x”para poder escribir.
A medida que avanzo en la tarea, observo que aunque hay cuarenta y cinco letras y signos en el teclado de ésta máquina, el que uno solo no funcione es suficiente para que el trabajo no resulte satisfactorio de donde deduzco que el funcionamiento de las teclas ,es comparable a cualquier trabajo que se realiza en equipo , el resultado no es el mismo si alguno de los miembros no realiza la parte que le corresponde.
Áfrika Gómez
Grupo A
Pascual Martín
Grupo B
Olympia
Cuando era niña, aprender a escribir era dibujar pequeñas criaturas que se enlazaban caprichosamente. Unidas, formaban palabras, metáforas que nombraban el mundo conocido y por conocer.
Aquello era un milagro heredado de siglos. El VERBUM era realmente como una creación divina , siendo humana.
Yo amaba aquellos dibujillos y su enorme poder para reflejar también mis estados de ánimo, mis ideas, mi personalidad. Si los dibujaba de mi mano, era como desvelar pequeños universos.
Pero, a veces, la letra personal no es fácil de leer. La técnica se impuso con su uniformidad práctica y su lío musical en las entrañables primeras máquinas de escribir. Se nos exigía ser precisos y asépticos.
Al cursar el Bachillerato, mi primera y última máquina Olympia fue un regalo de mis padres. Practiqué torpemente, ilusionada porque mi escritura nueva se parecía a la de los libros impresos, pero lo poemas, cuentos, cartas eran escritos a mano “of course”, muchos contenidos en diarios o cuadernos que aún utilizo para las primeras versiones, ocurrencias, citas de los libros que voy leyendo…No puedo renunciar a mi letra y a mi caos, no dibujar palabras, es ir perdiendo un poco de espíritu, creo.
Sé que todo esto es de un romanticismo trasnochado, y, sin embargo, tengo cariño a mi Olympia, hoy prestada a un hermano desde la noche de los tiempos. Pienso pedirle que me la regale como una antigüedad.
Olympia me obligó a dominar el yo, como si su nueva letra me identificara con el mundo de la Alta Realidad. Sus caracteres eran parecidos a los de los libros que yo leía con fruición, los que me conectaban con mis congéneres por otro lado. Mi Olympia, dura y entrañable cuando escribí con ella la tesina sobre la Generación del 27. Casi un verano tardé en pasarla, pero, no sé bien por qué, al escribir la cita inicial, necesité hacerlo a mano. Rezaba así:
“Cuando cierro los ojos, los recuerdo a todos en bloque, formando conjunto, como un sistema que el amor presidía.” Dámaso Alonso
Emilia González
Rastreando las teclas una a una
en conjunto o por zonas
el poeta ojea el muy posible
bando de inspiraciones, la manada de musas...
Su mirada -su punto
de mira- el horizonte
otea del teclado:
de la q a la m
el signo & sobre el 7:
se distrae en la x y parece haber visto una pieza segura
entre los dos.
Pero llega la hora del condumio
y lo único que llena su morral
es el acento agudo
lanzándose en picado sobre el signo
de interrogación.
Propuesta de escritura
Escribe un texto (preferiblemente mecanografiado) en el que rememores o elogies a tu antigua máquina de escribir.
Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:
Oli
Olivetti era un poco de todos. Vestía de verde, y al sacarla de su funda (también verde) destilaba cierto aroma a aceituna recién prensada y a tinta. Tenía glamour. Cuando llegó a mis manos necesitó una buena puesta a punto. Después de llevar tanto tiempo encallada en el altillo del trastero, su verborrea provocaba cierto apelotonamiento de teclas que dificultaba la fluidez en nuestras conversaciones. En su libertad de expresión, a veces, me cambiaba el orden de las letras inventando palabras, llegando a crear un lenguaje único e íntimo, que sólo ella y yo entendíamos. Otras tantas, actuó de terapeuta poniendo de manifiesto mi dislexia no tratada, y mis fobias más inconfesables. Nunca me contó los secretos de nadie. Era íntegra, nada cotilla, y algo más que una máquina de escribir. En mi adolescencia, entendió como nadie mis lágrimas de frustración y tristeza, haciéndolas suyas y esculpiendo a través de mis dedos, improvisados poemas de aliento. Me empujó a desafiarme a mí misma, llegando a acompasar el vértigo de la velocidad de mis pulsaciones en su teclado (más de 300 ppm) con el ritmo del piano de casa. No sé cómo, pero aprobé al mismo tiempo, mis pruebas finales del conservatorio y los exámenes de las oposiciones. Oli fue y será irrepetible, como lo fueron aquellos momentos que para siempre quedarán mecanografiados (eso sí, con papel de calco, por si acaso llega el olvido) en mi memoria.
Oli
Olivetti era un poco de todos. Vestía de verde, y al sacarla de su funda (también verde) destilaba cierto aroma a aceituna recién prensada y a tinta. Tenía glamour. Cuando llegó a mis manos necesitó una buena puesta a punto. Después de llevar tanto tiempo encallada en el altillo del trastero, su verborrea provocaba cierto apelotonamiento de teclas que dificultaba la fluidez en nuestras conversaciones. En su libertad de expresión, a veces, me cambiaba el orden de las letras inventando palabras, llegando a crear un lenguaje único e íntimo, que sólo ella y yo entendíamos. Otras tantas, actuó de terapeuta poniendo de manifiesto mi dislexia no tratada, y mis fobias más inconfesables. Nunca me contó los secretos de nadie. Era íntegra, nada cotilla, y algo más que una máquina de escribir. En mi adolescencia, entendió como nadie mis lágrimas de frustración y tristeza, haciéndolas suyas y esculpiendo a través de mis dedos, improvisados poemas de aliento. Me empujó a desafiarme a mí misma, llegando a acompasar el vértigo de la velocidad de mis pulsaciones en su teclado (más de 300 ppm) con el ritmo del piano de casa. No sé cómo, pero aprobé al mismo tiempo, mis pruebas finales del conservatorio y los exámenes de las oposiciones. Oli fue y será irrepetible, como lo fueron aquellos momentos que para siempre quedarán mecanografiados (eso sí, con papel de calco, por si acaso llega el olvido) en mi memoria.
Carmen Pedrero
Grupo A
Obituario
O.A.M.M. Madrid, 17 de enero de 1988
Qwerty Remington, nació en Ilion (New York) el 25 de marzo de 1927 y falleció en Sacramento (California) el 11 de enero de 1988.
Cuenta Ron Allen en su popular biografía sobre Qwerty (“Qwerty, Typewriter Star”, Edit. Mcmillan, 1983), que su nombre completo era Remington Portable, model 5, nº 22.311, aunque a ella siempre le gustó que la llamaran sencillamente “la máquina”. Nacida en Ilion, durante el periodo de entreguerras, el primero de sus tres propietarios fue Larry London, empleado de un modesto periódico local de San Diego, articulista mediocre que pagó por hacerse con sus servicios la suma de dieciocho dólares y veinticinco centavos, precio realmente competitivo para una máquina portátil, sobre todo en comparación con las muy fiables Underwood o las mucho más lustrosas Royal. De aquella relación, que duró diez años, no nacieron más de tres centenares de artículos de opinión y un opúsculo sobre la vida y costumbres locales de San Diego que ni siquiera llegó a la imprenta. Fue sin duda ésta la época más triste en la vida de Qwerty, cuya alma transportable y, por tanto, llamada a ir de acá para allá, se consumía y desesperaba encerrada entre las cuatro paredes de un mísero rotativo. Sin embargo, en julio de 1937 su vida dio un giro inesperado: Langston Hughes, periodista metido a reportero de guerra y amigo de London, le compró a éste por diez dólares a Qwerty. Según relata Allen en su biografía, Langston se enamoró de ella un día que tuvo la oportunidad de tecletearla por casualidad, pareciéndole perfecta por su tamaño y ligereza para llevársela a España, donde marchaba a trabajar como corresponsal del Baltimore News. Comenzó así un idilio que duraría ocho años, siendo Mr. Hughes quien bautizaría cariñosamente a “la máquina” con el nombre de Qwerty (las cinco primeras letras de la fila superior empezando por la izquierda). En aquella etapa, disfrutaría ella de la vida con fruición, sirviendo de soporte indispensable para que su amado dueño diera a luz innumerables artículos y crónicas de envidiable calidad, sin que en ninguna ocasión, como manifestaría orgullosa en algunas entrevistas, dejara a Langston tirado en medio de un escrito con alguna rotura o fallo de cualquier tipo. “Tampoco él me dejó a mí jamás sin cinta o papel”, se apresuraba a añadir. Gracias a la notoriedad alcanzada por Langston, y ya de vuelta a los Estados Unidos, Qwerty pudo dedicarse a otros menesteres ajenos a su profesión pero con los que siempre había soñado. Fue así modelo para pintores, pasando a la posteridad por su posado para Edward Hopper, que la hizo aparecer en su famoso cuadro “oficina por la noche”, y participó en varias películas como actriz de doblaje, donde se le daba especialmente bien doblar el baqueteo de tambores y el característico sonido de la ametralladora Browning M-1919, que usaron los soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1944 marchó con su dueño nuevamente a Europa, ahora para cubrir el avance aliado tras el desembarco de Normandía, y allí se produjo el hecho más trágico de su vida; aquél por el que se hizo mundialmente famosa: encontrándose Langston Hughes en compañía del también reportero de guerra Geoffrey Lindbaek, fueron ambos sorprendidos durante el cerco de Bastogne por un soldado alemán, que los disparó una ráfaga de ametralladora antes de ser abatido a su vez por una bala enemiga. Langston, en un alarde de reflejos, pudo valerse de Qwerty para protegerse él mismo y a su colega, que estaba justo a su lado. Varias balas impactaron en “la máquina” impidiendo ésta sin duda que alcanzaran a Lindbaek, aunque no pudo evitar que una de ellas le atravesara un pulmón a Langston, quien murió allí mismo. De forma tan trágica terminaba una relación apasionada de la que habían nacido más de dos mil artículos y cinco novelas. Pero antes de morir, Mr. Hughes tuvo tiempo para regalarle la máquina Lindbaek. “Cuídala —le dijo—, te ha salvado la vida”. Y de esta forma comenzó la tercera relación de Qwerty, con quien habría de ser ya su último dueño. Aquel acto de heroicidad en medio de la guerra le valió a Qwerty la Estrella de Plata, que le otorgó el Congreso de los Estados Unidos, y la portada de la revista Time en febrero de 1945, todo lo cual la catapultó definitivamente a la fama. Durante los siguientes años, Lindbaek prestó gustosamente a Qwerty a los más reputados periodistas y escritores del país, congratulándose “la máquina” de ser la primera en conocer un buen puñado de novelas que luego se convertirían en best sellers. Aquella fama, además, le permitió dar el salto a la gran pantalla, participando en más de cuarenta películas, fundamentalmente en escenas de oficina, aunque el papel que la encumbraría al estrellato fue el que interpretó en la película “El Resplandor” (Stanley Kubrick, 1980), donde hacía las veces de máquina de escribir del vesánico escritor Jack Torrance (Jack Nicholson), y que le valió el Oscar de la Academia a la mejor máquina de reparto. Después de aquel galardón, Lindbaek decidió dar a Qwerty un definitivo y merecidísimo descanso, colocándola con todos los honores en un lugar preferente del salón principal de su mansión de Sacramento. Allí, tristemente, y como consecuencia de un fatal accidente, el estallido de una caldera de gas ubicada en el sótano de la vivienda, encontró su final la más refulgente estrella de las máquinas de escribir, al sufrir daños en su estructura de imposible reparación. Descanse en paz, nuestra admirada Qwerty.
Óscar Martín
Grupo A
La máquina de escribir y la regla de cálculo
Con marcadas diferencias, la máquina de escribir y la regla de cálculo han tenido vidas paralelas. Ambas tuvieron su período de gloria entre el tercio final del siglo XIX y el tercio final del siglo XX, desde la generalización de su uso con la segunda revolución industrial hasta su defunción casi definitiva a manos de la electrónica y la informática, la máquina de escribir a causa de la irrupción de los ordenadores personales en los 80 y 90 y las reglas de cálculo unos años antes, arrinconadas por las calculadoras de bolsillo.
La máquina de escribir, por su tamaño, mayor visibilidad y uso generalizado en la vida diaria, estuvo más integrada en el imaginario popular, mientras que la regla de cálculo, más pequeña, anodina y de uso más restringido nunca fue tan conocida a nivel popular.
En relación con la literatura y la poesía, el uso de la máquina de escribir como herramienta imprescindible en labores administrativas y burocráticas quedó eclipsado por su asociación con actividades como el periodismo y la escritura, más creativas y cercanas al espíritu. La regla de cálculo, asociada a la ingeniería y las ciencias básicas, nunca pudo competir con la máquina de escribir como artilugio evocador de sentimientos y emociones.
En lo relativo a la estética, la máquina de escribir del periodo dorado podía compararse con los coches de época, más grandes, pesadas y cargadas de detalles cuidados, como las teclas, las palas de las letras agavilladas en forma de abanico, la palanca de avance y la marca impresa en letras doradas. El metal de color negro y los cromados, al igual que en el caso de los coches de época, fueron sustituidos por el plástico y otros materiales menos atractivos. Dentro de su modestia, la regla de cálculo sufrió un proceso similar, siendo sustituida la madera, el hueso y el metal por el plástico blanco de los últimos modelos.
Cuando hablamos de las máquinas de escribir ha quedado patente que su imagen es mucho más atractiva, con recuerdos y afectos especiales, en los que influyen de forma notable los recuerdos familiares y las experiencias personales, como herramienta imprescindible durante el trabajo, para ganar una oposición o conseguir un empleo. La regla de cálculo no ha sido un tema de conversación y no está asociada a vivencias familiares o profesionales.
Sin embargo, mi máquina de escribir no me dejó ninguna huella, aunque con ella escribí mi tesis doctoral, ni siquiera puedo recordar la marca, el aspecto, a duras penas su color naranja y tampoco como y donde me desprendí de ella. Pero mi regla de cálculo es una joya realizada en madera noble y con escalas grabadas en láminas de hueso, que usé durante los años de la carrera y que sentimentalmente es incomparable ya que se trata de un regalo de mi padre, que la había adquirido durante una estancia en Baltimore en los años 30, de donde también trajo y trasmitió a sus hijos la afición a la fotografía y el amor por la montaña.
Manuel Medarde
Grupo A
Obituario
O.A.M.M. Madrid, 17 de enero de 1988
Qwerty Remington, nació en Ilion (New York) el 25 de marzo de 1927 y falleció en Sacramento (California) el 11 de enero de 1988.
Cuenta Ron Allen en su popular biografía sobre Qwerty (“Qwerty, Typewriter Star”, Edit. Mcmillan, 1983), que su nombre completo era Remington Portable, model 5, nº 22.311, aunque a ella siempre le gustó que la llamaran sencillamente “la máquina”. Nacida en Ilion, durante el periodo de entreguerras, el primero de sus tres propietarios fue Larry London, empleado de un modesto periódico local de San Diego, articulista mediocre que pagó por hacerse con sus servicios la suma de dieciocho dólares y veinticinco centavos, precio realmente competitivo para una máquina portátil, sobre todo en comparación con las muy fiables Underwood o las mucho más lustrosas Royal. De aquella relación, que duró diez años, no nacieron más de tres centenares de artículos de opinión y un opúsculo sobre la vida y costumbres locales de San Diego que ni siquiera llegó a la imprenta. Fue sin duda ésta la época más triste en la vida de Qwerty, cuya alma transportable y, por tanto, llamada a ir de acá para allá, se consumía y desesperaba encerrada entre las cuatro paredes de un mísero rotativo. Sin embargo, en julio de 1937 su vida dio un giro inesperado: Langston Hughes, periodista metido a reportero de guerra y amigo de London, le compró a éste por diez dólares a Qwerty. Según relata Allen en su biografía, Langston se enamoró de ella un día que tuvo la oportunidad de tecletearla por casualidad, pareciéndole perfecta por su tamaño y ligereza para llevársela a España, donde marchaba a trabajar como corresponsal del Baltimore News. Comenzó así un idilio que duraría ocho años, siendo Mr. Hughes quien bautizaría cariñosamente a “la máquina” con el nombre de Qwerty (las cinco primeras letras de la fila superior empezando por la izquierda). En aquella etapa, disfrutaría ella de la vida con fruición, sirviendo de soporte indispensable para que su amado dueño diera a luz innumerables artículos y crónicas de envidiable calidad, sin que en ninguna ocasión, como manifestaría orgullosa en algunas entrevistas, dejara a Langston tirado en medio de un escrito con alguna rotura o fallo de cualquier tipo. “Tampoco él me dejó a mí jamás sin cinta o papel”, se apresuraba a añadir. Gracias a la notoriedad alcanzada por Langston, y ya de vuelta a los Estados Unidos, Qwerty pudo dedicarse a otros menesteres ajenos a su profesión pero con los que siempre había soñado. Fue así modelo para pintores, pasando a la posteridad por su posado para Edward Hopper, que la hizo aparecer en su famoso cuadro “oficina por la noche”, y participó en varias películas como actriz de doblaje, donde se le daba especialmente bien doblar el baqueteo de tambores y el característico sonido de la ametralladora Browning M-1919, que usaron los soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1944 marchó con su dueño nuevamente a Europa, ahora para cubrir el avance aliado tras el desembarco de Normandía, y allí se produjo el hecho más trágico de su vida; aquél por el que se hizo mundialmente famosa: encontrándose Langston Hughes en compañía del también reportero de guerra Geoffrey Lindbaek, fueron ambos sorprendidos durante el cerco de Bastogne por un soldado alemán, que los disparó una ráfaga de ametralladora antes de ser abatido a su vez por una bala enemiga. Langston, en un alarde de reflejos, pudo valerse de Qwerty para protegerse él mismo y a su colega, que estaba justo a su lado. Varias balas impactaron en “la máquina” impidiendo ésta sin duda que alcanzaran a Lindbaek, aunque no pudo evitar que una de ellas le atravesara un pulmón a Langston, quien murió allí mismo. De forma tan trágica terminaba una relación apasionada de la que habían nacido más de dos mil artículos y cinco novelas. Pero antes de morir, Mr. Hughes tuvo tiempo para regalarle la máquina Lindbaek. “Cuídala —le dijo—, te ha salvado la vida”. Y de esta forma comenzó la tercera relación de Qwerty, con quien habría de ser ya su último dueño. Aquel acto de heroicidad en medio de la guerra le valió a Qwerty la Estrella de Plata, que le otorgó el Congreso de los Estados Unidos, y la portada de la revista Time en febrero de 1945, todo lo cual la catapultó definitivamente a la fama. Durante los siguientes años, Lindbaek prestó gustosamente a Qwerty a los más reputados periodistas y escritores del país, congratulándose “la máquina” de ser la primera en conocer un buen puñado de novelas que luego se convertirían en best sellers. Aquella fama, además, le permitió dar el salto a la gran pantalla, participando en más de cuarenta películas, fundamentalmente en escenas de oficina, aunque el papel que la encumbraría al estrellato fue el que interpretó en la película “El Resplandor” (Stanley Kubrick, 1980), donde hacía las veces de máquina de escribir del vesánico escritor Jack Torrance (Jack Nicholson), y que le valió el Oscar de la Academia a la mejor máquina de reparto. Después de aquel galardón, Lindbaek decidió dar a Qwerty un definitivo y merecidísimo descanso, colocándola con todos los honores en un lugar preferente del salón principal de su mansión de Sacramento. Allí, tristemente, y como consecuencia de un fatal accidente, el estallido de una caldera de gas ubicada en el sótano de la vivienda, encontró su final la más refulgente estrella de las máquinas de escribir, al sufrir daños en su estructura de imposible reparación. Descanse en paz, nuestra admirada Qwerty.
Óscar Martín
Grupo A
La máquina de escribir y la regla de cálculo
Con marcadas diferencias, la máquina de escribir y la regla de cálculo han tenido vidas paralelas. Ambas tuvieron su período de gloria entre el tercio final del siglo XIX y el tercio final del siglo XX, desde la generalización de su uso con la segunda revolución industrial hasta su defunción casi definitiva a manos de la electrónica y la informática, la máquina de escribir a causa de la irrupción de los ordenadores personales en los 80 y 90 y las reglas de cálculo unos años antes, arrinconadas por las calculadoras de bolsillo.
La máquina de escribir, por su tamaño, mayor visibilidad y uso generalizado en la vida diaria, estuvo más integrada en el imaginario popular, mientras que la regla de cálculo, más pequeña, anodina y de uso más restringido nunca fue tan conocida a nivel popular.
En relación con la literatura y la poesía, el uso de la máquina de escribir como herramienta imprescindible en labores administrativas y burocráticas quedó eclipsado por su asociación con actividades como el periodismo y la escritura, más creativas y cercanas al espíritu. La regla de cálculo, asociada a la ingeniería y las ciencias básicas, nunca pudo competir con la máquina de escribir como artilugio evocador de sentimientos y emociones.
En lo relativo a la estética, la máquina de escribir del periodo dorado podía compararse con los coches de época, más grandes, pesadas y cargadas de detalles cuidados, como las teclas, las palas de las letras agavilladas en forma de abanico, la palanca de avance y la marca impresa en letras doradas. El metal de color negro y los cromados, al igual que en el caso de los coches de época, fueron sustituidos por el plástico y otros materiales menos atractivos. Dentro de su modestia, la regla de cálculo sufrió un proceso similar, siendo sustituida la madera, el hueso y el metal por el plástico blanco de los últimos modelos.
Cuando hablamos de las máquinas de escribir ha quedado patente que su imagen es mucho más atractiva, con recuerdos y afectos especiales, en los que influyen de forma notable los recuerdos familiares y las experiencias personales, como herramienta imprescindible durante el trabajo, para ganar una oposición o conseguir un empleo. La regla de cálculo no ha sido un tema de conversación y no está asociada a vivencias familiares o profesionales.
Sin embargo, mi máquina de escribir no me dejó ninguna huella, aunque con ella escribí mi tesis doctoral, ni siquiera puedo recordar la marca, el aspecto, a duras penas su color naranja y tampoco como y donde me desprendí de ella. Pero mi regla de cálculo es una joya realizada en madera noble y con escalas grabadas en láminas de hueso, que usé durante los años de la carrera y que sentimentalmente es incomparable ya que se trata de un regalo de mi padre, que la había adquirido durante una estancia en Baltimore en los años 30, de donde también trajo y trasmitió a sus hijos la afición a la fotografía y el amor por la montaña.
Manuel Medarde
Grupo A
La máquina de reescribir
Acababan de servirle el último manjar para su ego: “Señor, esta máquina perteneció a dos afamados escritores como usted”. Escuchar aquella lisonja de boca del marchante acabó por convencerle.
Abrió la carcasa metálica y acarició cada una de sus teclas. Introdujo una cuartilla en el carro de la Underwood, sintió la presión de las teclas en sus dedos, las letras fluían con ilusión de su mente al teclado: “Hoy hace un día magnífico, mañana saldré a pasear”, el tableteo de la máquina de escribir se adueñó del habitáculo. Giró el rodillo y leyó en voz alta: “Hoy es tu último día. Mañana estarás muerto”. Su cuerpo se tensó. De nuevo introdujo azarosamente el papel en el carro y comenzó a golpear con rabia las teclas, letras sueltas, palabras sin sentido, frases inconexas, los timbrazos del carro sonaban a ritmo de vals. Arrancó la hoja, se quedó helado, leyó despacio:
“Eres un escritor mediocre.
Tu prometida te engaña con tu mejor amigo.
Sé valiente y pon fin a esta pantomima”.
Las cortinas revolotean en la ventana. La máquina de escribir fue la primera en estrellarse contra los adoquines del bulevar, él después.
Tomás García Merino
Grupo B
Fascinación y desencanto
Mi padre nos tenía prohibido tocar su máquina de escribir. Una Underwood número 5 de golpe frontal, que permitía ver lo que se escribía sin levantar el carro. Tenía su cinta de color negro bien pigmentada, y a mí siempre me fascinó ver cómo se iba moviendo para que la letra que martilleaba sobre ella, no cayera en el sitio que había golpeado la anterior. Al terminar el renglón sonaba un "ting" que te obligaba a mover el carro hacia un lado para pasar de línea. Aquellos ruiditos me hacían sentir cierta emoción: clack, clack, clack... "tincg" y rrrumb-pum una y otra vez hasta completar la cuartilla o el folio.
Viendo a mi padre escribir, me pareció que era fácil, y que se adelantaba mucho con respecto a la escritura manual.
Una mañana que él no estaba en casa, me atreví a sacarla Underwood, quitarle la funda de tela que tenía, y ponerla encima de la mesa. Coloqué una cuartilla, pues tampoco pensaba escribir mucho, y me coloqué bien sentado, espalda erguida, brazos acodados, y las manos encima de las teclas, pero sin tocarlas. Esta postura me recordó a la mantis religiosa justo antes de atacar.
Ataqué: Con el índice de la mano derecha le di a la jota y salió minúscula. Me había olvidado apretar la tecla de las mayúsculas. Dejé un espacio y vuelta a empezar. Esta vez sí, la jota mayúscula, a continuación, la O después la S, para terminar con la E. Doy a la tecla del espacio y escribo la L mayúscula, esta vez sí sale mayúscula pues estoy apretando la tecla de las mayúsculas, la U, la I, la S. Conseguí escribir mi nombre.
Qué difícil y qué lento pensé. Que mal colocadas están las letras. Es cómo ir disparando cada vez. Apunto y disparo, apunto y disparo; así una y otra vez.
Media hora entre la preparación y escribir mi nombre. Vaya un retraso. En ese tiempo, habría completado la cuartilla a mano, con sus mayúsculas y sus acentos.
De momento y durante muchos años, me quedé con la escritura a mano.
José Luis Fonseca
Grupo A
Golpe de estado
Me coloqué de nuevo ante el ordenador, era el séptimo intento. Me habían encargado redactar un texto sobre la máquina de escribir. Yo nunca he visto ninguna, dejaron de usarse cuando era niña y solo las recuerdo por las películas. Debían ser las dos de la madrugada, la frente me ardía y los ojos enrojecidos no dejaban de lagrimear cuando detecté algo extraño en el teclado. Parpadeé para aclarar mi visión y, en efecto, parecía que la tecla de la C con cedilla se había elevado un poco sobre el resto.
–¡Puaff, letrillas! –se la oyó decir con desprecio y la vi girarse de espaldas a las demás.
–Yo, yo, yo… –tartamudeaba la letra Y griega.
–¡Ya está la egocéntrica! –se quejó la Z.
–Cuando vivía entre nosotras era más humilde, pero desde que la ascendieron se le han subido los humos. –Percibí el desdén en las palabras de la letra X.
–¡Qué alguien me ayude! Estoy en una encrucijada, no sé para dónde tirar. –Se escuchó al 5 en medio teclado numérico y rodeado de flechas dirigidas hacia los cuatro puntos cardinales.
–¡Socorro! –apremió el 2 de la segunda fila–. Esta abusona de la arroba me está comiendo el terreno. ¿Quién la conocía hace solo quince años?
–¡Todo es relativo! –filosofó el tanto por ciento.
–¡Callad, que no me dejáis dormir! –protestó la barra espaciadora.
–Claro, tú ahí tan cómoda, con tanta amplitud mientras nosotras, la fila completa, nos estrechamos para hacernos hueco. –Se percibía el enojo en la voz del botón de Escape.
–¡Esto es una injusticia! ¿Por qué la E tiene euros y los dólares se los han dado al 4? –Sonó clara la reclamación de la D.
–No hay lógica ninguna –explicó el 1 situado al este–. A mí, el primero y más importante de los números, me colocan junto al Fin mientras que al anodino 7 le asignan el Inicio. ¿Quién entiende esto?
–¡Más indignante es lo mío! –Se amohinó la tilde–. Yo no tengo derecho ni a un mísero espacio.
Empecé a sentirme asustada ante la agitación de las teclas que me aturdían con sus gritos y reivindicaciones. No me atreví a apagar el portátil y había decidido escaparme del cuarto cuando escuché una voz ronca e imperativa que parecía llegarme con eco.
–¡A callarse todo el mundo! –Las dos teclas de Control se habían elevado y oteaban amenazantes la llanura del teclado.
–Desde este mismo momento nos ponemos al mando, activamos la alarma –dijo la de la izquierda y, un segundo después, la luz del botón del Bloqueo de Mayúsculas comenzó a parpadear.
–Y ponemos en marcha el servicio de vídeo-vigilancia –añadió el Control de la derecha. La clavija negra marcada con los signos de desigualdad emitió un zumbido.
–A partir de ahora cualquier insubordinación será reprimida sin contemplaciones y el culpable retenido por nuestros agentes los paréntesis, corchetes y llaves. –Esta última advertencia la emitieron ambas al unísono.
Como por ensalmo las voces se apagaron y el tremolar de la máquina se detuvo en seco. Sacudí mi cabeza y parpadeé repetidamente para calibrar la situación con claridad: La normalidad se había impuesto, no se percibía ningún movimiento ni el menor ruido alteraba la tranquilidad de mi cuarto.
Pero aún no he reunido valor para abrir el ordenador. Llevo tres días sin atreverme a escribir una sola letra. Sé que voy a defraudar a Raúl.
Pepe Lorenzo
Grupo B
“A mano y a máquina”.
Aforismos
A mano y a máquina el mecanógrafo compone a la vez letra y música.
No disparen al mecanógrafo, su metralleta es de fogueo.
Escribía tan rápido a máquina que el médico se lo prohibió porque le provocaba taquicardiomecanografía.
Era una máquina de escribir que hacía traducción simultánea con papeles de calco políglotas.
Aunque era un gran mecanógrafo, cuando escribía relatos eróticos se inspiraba mejor a mano.
Mecanografiaba tan rápido que tuvo que comprar una máquina con límite de velocidad para evitar atropellos.
Era un mecanógrafo tan violento que las letras se declaraban la guerra.
Le llamaban piromecanógrafo porque tecleaba mascletás y la máquina echaba humo.
Escribía sus libelos a máquina, porque así tiraba la letra y escondía la mano.
Lanzaba sus tipos a bailar claqué con los dedos del mecanógrafo.
Para pasar sus escritos a limpio usaba una máquina de escribir sin tinta.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
No es un error tipogrxfico.
Xl sxlir del txller de escriturx en el que trxtxmos el temx de lxs mxquinxs de escribir, decidí ir xl pueblo con lx idex de recuperxr lx mxquinx que perteneció x mi xbuelo del que xdmirxbx su hxbilidxd dxctilogrxficx y rexlizxr con ellx lx txrex recomendxdx.
En xpxriencix estx perfectx , es unx Olivetti del xño sesentx y cuxtro y el xrmxzón conservx todxs lxs piezxs del esqueleto .
Me dispongo x escribir , coloco unx cuxrtillx de pxpel telx xlgo xmxrillentx en el cxrro , lx sujeto con lx vxrillx y los dos rodillos de gomx lx deslizxn. Utilizo el txbulxdor pxrx colocxr los mxrgenes x unx distxncix regulxr en lx hojx y timbre mxrginxl me xvisx cuxndo llegx xl mxrgen. Compruebo que lx pxlxncx del cxrro libre pxrx cxmbixr de línexs y pxsxr xl otro borde del mxrgen funcionx y cuxndo tengo todo listo pxrx comenzxr , me doy cuentx que fxltx lx letrx “x” y decido sustituirlx por lx “x”pxrx poder escribir.
X medidx que xvxnzo en lx txrex, observo que xunque hxy cuxrentx y cinco letrxs y signos en el teclxdo de éstx mxquinx, el que uno solo no funcione es suficiente pxrx que el trxbxjo no resulte sxtisfxctorio de donde deduzco que el funcionxmiento de lxs teclxs ,es compxrxble x cuxlquier trxbxjo que se rexlizx en equipo , el resultxdo no es el mismo si xlguno de los miembros no rexlizx lx pxrte que le corresponde.
Xfrikx Gómez
Grupo X
No es un error tipográfico
Al salir del taller de escritura en el que tratamos el tema de las máquinas de escribir, decidí ir al pueblo con la idea de recuperar la máquina que perteneció a mi abuelo del que admiraba su habilidad dactilográfica y realizar con ella la tarea recomendada.
En apariencia está perfecta , es una Olivetti del año sesenta y cuatro y el armazón conserva todas las piezas del esqueleto .
Me dispongo a escribir , coloco una cuartilla de papel tela algo amarillenta en el carro , la sujeto con la varilla y los dos rodillos de goma la deslizan. Utilizo el tabulador para colocar los márgenes a una distancia regular en la hoja y timbre marginal me avisa cuando llega al margen. Compruebo que la palanca del carro libre para cambiar de líneas y pasar al otro borde del margen funciona y cuando tengo todo listo para comenzar , me doy cuenta que falta la letra “a” y decido sustituirla por la “x”para poder escribir.
A medida que avanzo en la tarea, observo que aunque hay cuarenta y cinco letras y signos en el teclado de ésta máquina, el que uno solo no funcione es suficiente para que el trabajo no resulte satisfactorio de donde deduzco que el funcionamiento de las teclas ,es comparable a cualquier trabajo que se realiza en equipo , el resultado no es el mismo si alguno de los miembros no realiza la parte que le corresponde.
Áfrika Gómez
Grupo A
Pequeña venganza
Lo transcribo tal cual, y me perdonen los compañeros del blog la confusión que les pueda causar, pero no me siento capaz de llevar la contraria a una compañera de fatigas de tantos años. Después de lo que me tiene aguantado ella a mí, la pobre. Tan guapa como siempre, Lettera 32, verde clarito, montón de años sin sacarla del baúl en el desván. Las máquinas de escribir son sufridas pero también ellas tienen su corazoncito y hay que entender que haya decidido tomarse esa pequeña venganza. Me había sentado a teclear yo frente a ella con la mejor de las intenciones:
A ver cómo me las apaño, que en el taller nos han encargado un texto que ha de ser primero escrito a máquina MUY SEÑOR MÍO y luego pasado al ordenador. La cuestión primera es AL RECIBO DE LA PRESENTE que había de buscar la máquina en el desván, el sobrado que decíamos en ESTIMADO SEÑOR el pueblo. No hubo mucho problema en eso, estaba metida en el baúl de chapa COMO MÁS PROCEDENTE SEA EN DERECHO pintada de la abuela Isabel. Fue emocionante sentarse a la NO OBSTANTE, V.I. RESOLVERÁ.
Suficiente, me dije. Lettera 32 está en su derecho a expresar el enfado como crea más oportuno. Un par de renglones escribía yo y rápido ella soltaba por su cuenta (y en mayúsculas además) trocitos de lo que tan sabido se tiene. Aún resolvió mientras giraba yo el rodillo para retirar el papel: DIOS… Me permito rematar yo aquí por ella: …GUARDE A V. I. MUCHOS AÑOS. Pero no me ha salido con la gracia de pulsación de cuando escribía ella sola.
No tiene justificación alguna, reconozco, el haberla mantenido encerrada en un baúl, con lo que tenemos pasado juntos. Me prometí que no volvería a ocurrir, le pasé repetidamente la gamuza con amor hasta dejarla reluciente y me la traje para casa. Le busqué sitio junto al ordenador. Lettera 32 sabrá disculparme si le utilizo más a él, hay que ir con los tiempos. Pero apartarla del todo a ella es algo que prometo no volverá a ocurrir.
Lo transcribo tal cual, y me perdonen los compañeros del blog la confusión que les pueda causar, pero no me siento capaz de llevar la contraria a una compañera de fatigas de tantos años. Después de lo que me tiene aguantado ella a mí, la pobre. Tan guapa como siempre, Lettera 32, verde clarito, montón de años sin sacarla del baúl en el desván. Las máquinas de escribir son sufridas pero también ellas tienen su corazoncito y hay que entender que haya decidido tomarse esa pequeña venganza. Me había sentado a teclear yo frente a ella con la mejor de las intenciones:
A ver cómo me las apaño, que en el taller nos han encargado un texto que ha de ser primero escrito a máquina MUY SEÑOR MÍO y luego pasado al ordenador. La cuestión primera es AL RECIBO DE LA PRESENTE que había de buscar la máquina en el desván, el sobrado que decíamos en ESTIMADO SEÑOR el pueblo. No hubo mucho problema en eso, estaba metida en el baúl de chapa COMO MÁS PROCEDENTE SEA EN DERECHO pintada de la abuela Isabel. Fue emocionante sentarse a la NO OBSTANTE, V.I. RESOLVERÁ.
Suficiente, me dije. Lettera 32 está en su derecho a expresar el enfado como crea más oportuno. Un par de renglones escribía yo y rápido ella soltaba por su cuenta (y en mayúsculas además) trocitos de lo que tan sabido se tiene. Aún resolvió mientras giraba yo el rodillo para retirar el papel: DIOS… Me permito rematar yo aquí por ella: …GUARDE A V. I. MUCHOS AÑOS. Pero no me ha salido con la gracia de pulsación de cuando escribía ella sola.
No tiene justificación alguna, reconozco, el haberla mantenido encerrada en un baúl, con lo que tenemos pasado juntos. Me prometí que no volvería a ocurrir, le pasé repetidamente la gamuza con amor hasta dejarla reluciente y me la traje para casa. Le busqué sitio junto al ordenador. Lettera 32 sabrá disculparme si le utilizo más a él, hay que ir con los tiempos. Pero apartarla del todo a ella es algo que prometo no volverá a ocurrir.
Pascual Martín
Grupo B
Olympia
Cuando era niña, aprender a escribir era dibujar pequeñas criaturas que se enlazaban caprichosamente. Unidas, formaban palabras, metáforas que nombraban el mundo conocido y por conocer.
Aquello era un milagro heredado de siglos. El VERBUM era realmente como una creación divina , siendo humana.
Yo amaba aquellos dibujillos y su enorme poder para reflejar también mis estados de ánimo, mis ideas, mi personalidad. Si los dibujaba de mi mano, era como desvelar pequeños universos.
Pero, a veces, la letra personal no es fácil de leer. La técnica se impuso con su uniformidad práctica y su lío musical en las entrañables primeras máquinas de escribir. Se nos exigía ser precisos y asépticos.
Al cursar el Bachillerato, mi primera y última máquina Olympia fue un regalo de mis padres. Practiqué torpemente, ilusionada porque mi escritura nueva se parecía a la de los libros impresos, pero lo poemas, cuentos, cartas eran escritos a mano “of course”, muchos contenidos en diarios o cuadernos que aún utilizo para las primeras versiones, ocurrencias, citas de los libros que voy leyendo…No puedo renunciar a mi letra y a mi caos, no dibujar palabras, es ir perdiendo un poco de espíritu, creo.
Sé que todo esto es de un romanticismo trasnochado, y, sin embargo, tengo cariño a mi Olympia, hoy prestada a un hermano desde la noche de los tiempos. Pienso pedirle que me la regale como una antigüedad.
Olympia me obligó a dominar el yo, como si su nueva letra me identificara con el mundo de la Alta Realidad. Sus caracteres eran parecidos a los de los libros que yo leía con fruición, los que me conectaban con mis congéneres por otro lado. Mi Olympia, dura y entrañable cuando escribí con ella la tesina sobre la Generación del 27. Casi un verano tardé en pasarla, pero, no sé bien por qué, al escribir la cita inicial, necesité hacerlo a mano. Rezaba así:
“Cuando cierro los ojos, los recuerdo a todos en bloque, formando conjunto, como un sistema que el amor presidía.” Dámaso Alonso
Emilia González
Grupo B
Confidencias a mi Toshiba
Cómo decirte que he llegado a quererte, Toshiba mío. No con un amor desprovisto de interés, lo confieso, aunque esto no es nuevo para ti, tanto el afecto que te profeso, como el afán que me mueve a utilizarte en mi provecho. Claro, que tampoco tu condición contestataria se presta al vasallaje, que a pesar de que me ves dubitativa, y que me pierdo en el sondeo montaraz de las palabras, tú miras hacia otro lado. Hoy no sé qué mosca te ha picado, que en la métrica y la rima vas urdiendo mis ideas peregrinas. Entiendo que te engoles y que intentes llevar el trigo a tu molino para que te regale los oídos, pero déjame hacer, que la poesía me supera. He tenido que bucear por la prosa más severa para eludir el acoso de tus odas egocéntricas.
Cómo decirte, sin que la vanidad te sobrepase, que pienso en ti todos los días, que me tienes cuando quiero y cuando no quiero me tienes. Que tu música lectiva es sonar de castañuelas repicando. Que en ti me pierdo cuando mis dedos galopan sobre el lomo de tu blando abecedario. Adicta soy al taconeo verbal de tu teclado, y a la alegre seguidilla en que te arrancas con un baile aflamencado de mayúsculas, vocales, puntos, comas, interrogantes y comillas, y todo el santoral de gramática que llevas encerrado; Toshiba mío, no te rindas, y arrímate a mi lado, que juntos somos algo y algo somos cuando nos reconocemos en negro sobre blanco.
Toshiba mío, al final has conseguido llevarme a tu terreno.
Pepita Sánchez
Grupo B
Cómo decirte que he llegado a quererte, Toshiba mío. No con un amor desprovisto de interés, lo confieso, aunque esto no es nuevo para ti, tanto el afecto que te profeso, como el afán que me mueve a utilizarte en mi provecho. Claro, que tampoco tu condición contestataria se presta al vasallaje, que a pesar de que me ves dubitativa, y que me pierdo en el sondeo montaraz de las palabras, tú miras hacia otro lado. Hoy no sé qué mosca te ha picado, que en la métrica y la rima vas urdiendo mis ideas peregrinas. Entiendo que te engoles y que intentes llevar el trigo a tu molino para que te regale los oídos, pero déjame hacer, que la poesía me supera. He tenido que bucear por la prosa más severa para eludir el acoso de tus odas egocéntricas.
Cómo decirte, sin que la vanidad te sobrepase, que pienso en ti todos los días, que me tienes cuando quiero y cuando no quiero me tienes. Que tu música lectiva es sonar de castañuelas repicando. Que en ti me pierdo cuando mis dedos galopan sobre el lomo de tu blando abecedario. Adicta soy al taconeo verbal de tu teclado, y a la alegre seguidilla en que te arrancas con un baile aflamencado de mayúsculas, vocales, puntos, comas, interrogantes y comillas, y todo el santoral de gramática que llevas encerrado; Toshiba mío, no te rindas, y arrímate a mi lado, que juntos somos algo y algo somos cuando nos reconocemos en negro sobre blanco.
Toshiba mío, al final has conseguido llevarme a tu terreno.
Pepita Sánchez
Grupo B
Máquina de escribir
El sonido de sus teclas ya no era ruido; sino música para mis oídos.
Y con el ritmo de su melodía vaciaba la melancolía que ahogaba mi vida.
¡Música maestro! me recordaba cada vez que el tabulador sentía.
¡Que feliz me siento! sonreía cuando todo el papel de tinta veía.
Cristina Domínguez
Grupo A
Orgullo personal
Allí tenía la Olivetti verde, no recuerdo el modelo, puede que fuera la “lettera 45”. La tapa, también verde, la dejaba junto a la mesa del escritorio. Como si de un ritual se tratara, el folio había sido introducido en el carro mientras un penetrante olor a tinta me llegaba a lo más hondo de mi cerebro. Tenía todo preparado para empezar a teclear, para empezar con la liturgia mística de pasar a limpio mi primera novela. Calculé las distancias correctas y escribí el título de lo que sería la portada. En negro, con un punto al final. Me gustaba ese punto. Decidí subrayar el título en rojo, aprovechando el doble color de la cinta. Bajé dos líneas, un poco a la tecla espaciadora y la preposición “de” quedó impresa en el folio. Una línea más, un poco más a la derecha y allí quedó grabado mi nombre y mi apellido, incluido el acento que jamás olvido.
Saqué el folio de la máquina de escribir. Estuve dos días observándolo, depositado sobre el escritorio, antes de decidirme a continuar. Paladeé y saboreé esos instantes mágicos, sintiéndome tan orgulloso de mi portada, de la portada de mi primera novela, que todavía la conservo. 59 páginas mecanografiadas de texto, más portada e índice (no queráis saber lo que me costó cuadrarlo con sus espacios). ¡Ah! y un folio en blanco para la última página a modo de contraportada. A dos dedos (índices) la pasé a limpio y allí sigue, luciendo, después de 40 años (tantos recuerdos me impiden deshacerme de ella, aunque no tiene ninguna validez literaria) y a mí, ese “Orgullo de los reflejos” me sigue llenando de un orgullo personal.
Jaume Castejón
Grupo B
La fuerza del meñique
Se abrió la puerta del aula y entramos en tropel apurándonos para llegar las primeras a las máquinas en mejor estado. Todas tratábamos de evitar aquellas que sufrían algún deterioro: un espaciador duro, un carro frenado, una tecla rota, otra que se enganchaba…
Qwert, poiuy, asdfg, ñlkjh, zxcvb, -.,mn, qwert, poiuy, asdf…
Maite, la profesora, entró con el silbato colgado del cuello. Lo usaba para hacerse oír cuando quería que parásemos el ejercicio puesto que el TACATACATATACATA del teclado anulaba su voz.
Agasajadas las hadas. Agasajadas las hadas. Agasaj…
–Seguid haciendo ejercicios –ordenó-, al final haremos un dictado. La que no llegue a las 250 pulsaciones por minuto, no aprobará el trimestre.
Eres terrestre, la edad arrastra seres terrestres…
–Pero, señorita –dijo una alumna–, tengo la muñeca izquierda lesionada, no podré conseguirlo
La maestra ni le contestó. Tocó el pito, para recabar nuestra atención y anunció:
–Tenéis treinta minutos para calentar los dedos. Aprovechad para trabajar la parte del teclado más difícil para vosotras.
Hilo, pujo, kilo, polo…
El movimiento de los dedos sobre la máquina de escribir repercutía en la sala con un infernal TACACATACATACATA RING TACATACATACATA RING CATACATACATA CATACATACATACATA RING CATATACAACATACA RING TACATACATACATAT que impedía cualquier entendimiento con las compañeras y nos obligaba a centrarnos en la tarea escolar. No me importaba porque a mí me gustaba la clase de mecanografía.
Al contrario que otras niñas, yo pensaba que la escritura a máquina era la más igualitaria, puesto que me permitía utilizar indistintamente las dos manos, mientras que en la manual solo podía usar la derecha. Me parecía que no era justo para la otra mitad de mi cuerpo. Mi mano zurda tenía derecho a sentirse útil. Siempre estaba en desventaja: para comer, para lavarme, para pasar página, incluso para marcar el teléfono únicamente me valía de la derecha. Y eso no estaba bien.
Qwert, asdfg, zxcvb, 12345
La discusión con mis amigas era cada vez más enconada. Ellas consideraban que la mecanografía era una pérdida de tiempo porque “no tenían ninguna intención de ser secretarias”. Pero yo defendía la necesidad de aprender a servirnos de ella para dar empuje a todas nuestras posibilidades, incluyendo a nuestros dos hemisferios. Intuía que escribir a máquina ofrecía muchas ventajas, no solo en la rapidez del resultado sino en la translación del pensamiento. Para demostrárselo me había marcado una meta: conseguir ser la más rápida de clase.
zxcvb, 12345, qwert, asdfg,
Empleé la media hora que nos había dado la profesora en trabajar mis otros cinco dedos aporreando las teclas y adquiriendo fuerza y soltura con las del lateral izquierdo. El manejo de la palanca del carro y el resto de las funciones como el tabulador, la colocación de la cinta entintada, la palanca de rotación del rodillo, no tenían ningún secreto para mí.
¡Piii! Sonó el silbato. Quitamos la hoja de papel de los ejercicios para insertar una nueva en la que se reflejaría la lectura cronometrada. Coloqué mis ocho dedos en la fila central del teclado, dejando libres los pulgares para el espaciador.
La señorita, reloj en mano, hablaba elevando al máximo su tono de voz:
“El capataz de la granja se acercó a la institutriz para pedirle un lápiz. PUNTO Y SEGUIDO. Ella parecía una actriz, luciendo su esbeltez y su languidez. PUNTO Y SEGUIDO. No tuvo inconveniente en prestarle, COMA con inmediatez, COMA el que llevaba en el bolso que colgaba de su hombro. PUNTO Y APARTE.
La ordinariez del jefe de la granja contrastaba con la elegancia de la señorita de ciudad. PUNTO Y SEGUIDO Hasta desentonaba la negrura de su tez con la blancura de la faz de la mujer. PUNTO Y SEGUIDO. Él parecía surgido de la negrura, COMA, mientras ella simulaba emerger de la luz. PUNTO Y APARTE.
A la mayoría de mis compañeras ya se les habían hecho un nudo los tipos, que se enmarañaban frente al carro sin llegar a tocar la cinta. Yo seguía adelante apretando con fuerza y seguridad mi pequeño dedo izquierdo mientras ellas se afanaban en deshacer el revoltijo de letras.
Beatriz COMA, que así se llamaba la institutriz COMA, aprovechó para preguntarle aspectos de la granja COMA, intentado no caer en la ridiculez. PUNTO Y SEGUIDO El capataz COMA, pertinaz en su tartamudez COMA, se ofreció a mostrarle el avestruz COMA, la codorniz y el resto de animales, COMA otro día. PUNTO Y SEGUIDO. Ella aceptó la cita demostrando gran sencillez y se alejó del patio feliz como una perdiz”. PUNTO FINAL.
¡Piiii! Levantamos las manos del teclado y para mi sorpresa yo era la única que había seguido correctamente el dictado hasta el final. El resto de mis compañeras me miraban de forma aviesa mientras protestaban por la dificultad del texto. ¡Bien por mí meñique!
Maxi Moreno
Grupo B
Steel Remington
Me acerqué con temor a la pesada dentadura metálica. Ocupaba el centro del escritorio. Cada diente tenía una letra. Una vez frente a su cara de acero vi que la sonrisa no era amable, más bien ostentaba ironía -¿qué pretendes hacer?-, parecía preguntarme. Ni yo misma lo sabía, a los quince años nada se sabe. Busqué una hoja, la ajusté lo mejor que pude, recordando cómo lo había visto hacer. Probé imprimir la primera letra. Y de allí en adelante se derramaron palabras sobre la superficie blanca, que había tenido atascadas no sé donde. A golpetazos, como una granizada abrupta, escribí mi primer relato…
Carmen Elena Ochoa
Grupo A
Perkins Braille
Yo aprendí mecanografía usando una máquina de escribir como las que todo el mundo conoce. Aprendí el teclado del ordenador con el teclado estándar, que dispone de un punto en la f y en la j y en el 5 para que las personas ciegas nos podamos ubicar.
Por ser un poco más original, quiero hablar de mi máquina Perkins Braille o simplemente la Perkins como la llamamos los que estamos familiarizados con ella.
Me la compraron mis padres hace muchísimos años. Recuerdo haber escrito cartas de adolescente con ella. La fabricaba, y creo que sigue haciéndolo, la Perkins school for the blind americana. Su precio dependía de la fluctuación del dólar. Yo diría que lo que pagaron mis padres por ella sería equivalente a un ordenador de última generación actual.
No es una máquina convencional. Dispone de 6 teclas, con las que se pueden representar en relieve los 6 puntos del sistema Braille. Además tiene un espaciador, una tecla para cambiar de línea, un retorno de carro y otra tecla que cumple la misma función. Tiene un mecanismo muy sencillo, es de hierro y pesa 4,5 kg., sin maleta, lo cual no facilita mucho su transporte. Su ventaja respecto a la escritura manual en Braille es que pulsando las teclas correspondientes, la letra sale de una vez con todos sus puntos.
Como hay que apretar un poco al teclear,, yo aprendí a escribir a máquina y a ordenador aporreando. Hay que reconocer que desahoga mucho escribir con ella. Cuanta más fuerza se haga, mejor.
No es precisamente silenciosa. Recuerdo nuestras clases en los colegios, con más de 6 máquinas sonando a la vez, parecía un taller mecánico.
El ruido fue un inconveniente en el instituto y en la facultad. Como entonces no había ordenador, la solución era grabar las clases y escucharlas en casa, siempre que no hubiera alguien que pusiera pegas, que alguno hubo.
Total, escuchaba las clases 2 veces, en clase y en casa, para pasar los apuntes. Podría decir sin exagerar que me quedaban muy bien, pero no podía compartirlos.
Los exámenes tenía que hacerlos a parte y leerlos después a los profesores. Si hubiera querido hacer trampa, podría haber caído yo misma en ella. Uno de los profesores escribió algo en mi exámen y me permitió llevarlo a casa. En la facultad, un profesor dejaba mis exámenes guardados para que alguien se los volviera a leer y otro me hacía dictárselos. Siempre me negué a hacer exámenes orales si no eran obligatorios para los demás. No quise nunca aprovechar la situación. En una ocasión leí un examen 2 semanas después de hacerlo y me pidieron una aclaración diciéndome que era para ayudarme y contesté muy segura que yo leía el examen y nada más.
Ahora mi máquina Perkins se ha quedado relegada a escribir la lista de la compra o algún texto en braille que no puedo o no quiero esperar a que me lo pasen. Todo lo demás lo escribo con el ordenador o con el móvil.
Me gusta conservarla. ES un recuerdo de la juventud y de mis padres. También la guardo por el valor infinito que para mí tiene el sistema Braille. Ahora existen tecnologías que nos permiten acceder a la información por otros canales, pero yo siempre tendré presente que el Braille permitió a las personas ciegas acceder a la cultura y nos apartó de la exclusión. Para mí defenderlo hoy en día es una cuestión de activismo.
Teresa Sanz
Grupo B
Grupo B