Tomamos prestado el título de "Las formas del fuego", un excelente libro de José Antonio Ramos Sucre, para nuestra sesión.
Comenzamos la sesión hablando de bomberos. Pero no los de Fahrenheit 451 que quemaban libros prohibidos en la novela distópica de Ray Bradbury. Abrimos fuego con el cuento "Los bomberos" de Mario Benedetti:
Olegario no solo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Estos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
¡Suena la alarma, valiente bombero!
Va la bomba una hoguera a vencer.
Ponte el casco y camina ligero
donde vibra el clarín del deber.
-Vamos, vamos, con paso ligero,
donde vibra el clarín del deber.
¡Marchad!
¡Volad!
¡Fuerza, ardor y voluntad!
Oro y sangre semeja la llama
que voraz en el aire se eleva;
sopla el viento que aviva y renueva
del incendio el poder destructor.
Al hogar amenza la ruina
y con eco de angusia infinito
sobre el ruido fatal se oye un grito
que demanda ¡socorro y favor!
Voluntarios, ¡corred hacha en mano!
Brilla el fuego furioso y devasta.
La humareda y el rayo wque aplasta
venceréis con constancia y valor.
Héroes bellos, rodeados de chispas
y de llamas terribles, vibrantes:
os saludan las bombas humeantes
con su fuerte y soberbio clamor.
¡Gloria a aquel que sucumba en la lucha,
valeroso, sublime, esforzado;
gloria a aquel que al deber consagrado
salva vidas, riquezas, hogar!
Bronces hay que sus cuerpos encarnen;
y el recuerdo del fiel compañero
en el aljma viril del bombero,
¡nunca, nunca se puede borrar!
Comentamos después los textos Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar y El incendio de Ana María Matute, dos cuentos que echan a arder al final y que se prenden al calor del amor o desamor. Y hablamos de historias personales vinculadas a los incendios, algunas en el medio rural, otras en la ciudad.
Dejamos aquí, por último, un vídeo de Rui y la banda imposible titulado "La casa en llamas"
Tomamos prestada la propuesta del blog Literup con el título de "Estoy en llamas". La transcribimos aquí: "...tenéis que escribir un relato en el que dos personajes se enamoran (debemos ver cómo lo hacen). El segundo requisito es que haya un incendio en el relato. No vale mencionarlo, debe verse. Y por último, como somos un poco sádicos, un personaje debe perder una mano durante el relato.
Si esta propuesta no te resulta estimulante puedes escribir sobre alguna historia personal en la que el fuego fuera protagonista.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
A primera vista
La primera vez que la vio su cara llenaba un cartel que ocupaba toda la fachada del edificio que veía justo enfrente de la ventana de su oficina, en él se anunciaba el inminente estreno de un nuevo musical en un teatro cercano. Esa misma tarde sacó una entrada y al verla allí, en el escenario, rodeada de luz supo que se había enamorado perdidamente de esa desconocida. Buscó su nombre en Instagram y cada noche, antes de dormirse, daba una vuelta por sus fotos para intentar soñar con ella. Por eso el día que Abel la vio en su portal creyó estar en uno de esos sueños.
No fue capaz de balbucear ni un simple saludo, notó el corazón latir tan fuerte que por un instante le faltó la respiración, solo quería salir a la calle y sentir el aire frío de enero en la cara. Estaba tan nervioso que al pasar a su lado le fallaron las piernas y casi se la lleva por delante con el tropezón.
Ya en el metro, más tranquilo, Abel, pensó que quizá ella estaba allí porque había ido a ver el apartamento que se alquilaba encima del suyo. No pudo quitarse esa idea de la cabeza y estaba deseando llegar a casa para ver que habían quitado el cartel de "se alquila" del balcón.
Al día siguiente se despertó con unos ruidos extraños... Aprovechando que era sábado alguien estaba haciendo la mudanza. No quiso hacerse ilusiones pero algo en su interior le decía que era ella la que estaba trasteando en el piso de arriba.
No salió de casa en todo el fin de semana, por una parte tenía miedo de verla, por otra tenía miedo de llevarse una decepción si descubría que no era ella la que se estaba instalando allí, pero el lunes al salir para ir a trabajar miró el buzón y sí, allí estaba su nombre: Carla Torres, el suelo se abrió debajo de sus pies y sintió que flotaba.
Ella no pudo evitar fijarse en sus ojos verdes y se sorprendió al sentir unas extrañas cosquillas en el estómago. Cuando bajó unas cajas vacías al contenedor se acercó a hurtadillas a los buzones para intentar adivinar quién era el maleducado de los ojos bonitos que casi se la lleva por delante.
A Lorenzo el abuelito del primero ya lo conocía, y después de descartar los nombres de mujer y el de hombres que vivían en pareja solo quedó un nombre: Abel Muñoz, vivía justo en el apartamento debajo de ella, probó suerte en las redes sociales y ¡Bingo! Allí estaba con sus ojos verdes reluciendo en la foto de perfil, supo así que estaba soltero, que trabajaba en una oficina cerca del teatro y que él ya la seguía en Instagram.
Así pasaron tres o cuatro meses. Él la escuchaba caminar en el piso de arriba y la imaginaba allí, desayunando en pijama con el pelo revuelto o viendo una película antes de irse a dormir y ella mirando por la ventana cada vez que escuchaba que él cerraba la puerta para verlo irse camino del metro.
Una noche a eso de las 11 se escuchó mucho revuelo en la escalera. Lorenzo, el abuelo del primero, se quedó dormido en el sofá mientras fumaba. El fuego se propagó muy rápido, en unos minutos el infierno se desató amenazando con quemar todo lo que se encontraba a su paso, cuando llegaron los bomberos sólo pudieron desalojar el viejo edificio.
Era la primera vez que estaban tan cerca. Abel la vio allí, en pijama, tan bonita, con su pelo rizado y pelirrojo recogido con una pinza, temblando de frío y no pudo evitar ofrecerle su abrigo.
Ella estaba en shock, no paraba de llorar, él intentaba tranquilizarla. Cuando Carla al fin pudo hablar le dijo que con el susto y las prisas no había cogido al gato y sin pensárselo dos veces, Abel, entró en el portal decidido a salvarlo... El edificio era viejo, con mucha madera y no pudo soportar el fuego, sonó un crujido y parte del tejado se vino abajo. Cuando los bomberos pudieron rescatarlo estaba inconsciente, con su mano izquierda aplastada por una viga que había caído del techo pero con un gatito, maullando asustado, debajo del jersey.
En el hospital no pudieron hacer nada por salvarle la mano tan solo pudieron curarle las quemaduras, por suerte, superficiales del resto del cuerpo.
Ella fue a verle al hospital con unas flores y una caja de bombones... Cuando se miraron se dieron cuenta de que el fuego seguía allí, en el fondo de sus ojos y que saltaban chispas cada vez que se miraban.
Supieron en ese mismo instante que estaban hechos el uno para el otro.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
A primera vista
La primera vez que la vio su cara llenaba un cartel que ocupaba toda la fachada del edificio que veía justo enfrente de la ventana de su oficina, en él se anunciaba el inminente estreno de un nuevo musical en un teatro cercano. Esa misma tarde sacó una entrada y al verla allí, en el escenario, rodeada de luz supo que se había enamorado perdidamente de esa desconocida. Buscó su nombre en Instagram y cada noche, antes de dormirse, daba una vuelta por sus fotos para intentar soñar con ella. Por eso el día que Abel la vio en su portal creyó estar en uno de esos sueños.
No fue capaz de balbucear ni un simple saludo, notó el corazón latir tan fuerte que por un instante le faltó la respiración, solo quería salir a la calle y sentir el aire frío de enero en la cara. Estaba tan nervioso que al pasar a su lado le fallaron las piernas y casi se la lleva por delante con el tropezón.
Ya en el metro, más tranquilo, Abel, pensó que quizá ella estaba allí porque había ido a ver el apartamento que se alquilaba encima del suyo. No pudo quitarse esa idea de la cabeza y estaba deseando llegar a casa para ver que habían quitado el cartel de "se alquila" del balcón.
Al día siguiente se despertó con unos ruidos extraños... Aprovechando que era sábado alguien estaba haciendo la mudanza. No quiso hacerse ilusiones pero algo en su interior le decía que era ella la que estaba trasteando en el piso de arriba.
No salió de casa en todo el fin de semana, por una parte tenía miedo de verla, por otra tenía miedo de llevarse una decepción si descubría que no era ella la que se estaba instalando allí, pero el lunes al salir para ir a trabajar miró el buzón y sí, allí estaba su nombre: Carla Torres, el suelo se abrió debajo de sus pies y sintió que flotaba.
Ella no pudo evitar fijarse en sus ojos verdes y se sorprendió al sentir unas extrañas cosquillas en el estómago. Cuando bajó unas cajas vacías al contenedor se acercó a hurtadillas a los buzones para intentar adivinar quién era el maleducado de los ojos bonitos que casi se la lleva por delante.
A Lorenzo el abuelito del primero ya lo conocía, y después de descartar los nombres de mujer y el de hombres que vivían en pareja solo quedó un nombre: Abel Muñoz, vivía justo en el apartamento debajo de ella, probó suerte en las redes sociales y ¡Bingo! Allí estaba con sus ojos verdes reluciendo en la foto de perfil, supo así que estaba soltero, que trabajaba en una oficina cerca del teatro y que él ya la seguía en Instagram.
Así pasaron tres o cuatro meses. Él la escuchaba caminar en el piso de arriba y la imaginaba allí, desayunando en pijama con el pelo revuelto o viendo una película antes de irse a dormir y ella mirando por la ventana cada vez que escuchaba que él cerraba la puerta para verlo irse camino del metro.
Una noche a eso de las 11 se escuchó mucho revuelo en la escalera. Lorenzo, el abuelo del primero, se quedó dormido en el sofá mientras fumaba. El fuego se propagó muy rápido, en unos minutos el infierno se desató amenazando con quemar todo lo que se encontraba a su paso, cuando llegaron los bomberos sólo pudieron desalojar el viejo edificio.
Era la primera vez que estaban tan cerca. Abel la vio allí, en pijama, tan bonita, con su pelo rizado y pelirrojo recogido con una pinza, temblando de frío y no pudo evitar ofrecerle su abrigo.
Ella estaba en shock, no paraba de llorar, él intentaba tranquilizarla. Cuando Carla al fin pudo hablar le dijo que con el susto y las prisas no había cogido al gato y sin pensárselo dos veces, Abel, entró en el portal decidido a salvarlo... El edificio era viejo, con mucha madera y no pudo soportar el fuego, sonó un crujido y parte del tejado se vino abajo. Cuando los bomberos pudieron rescatarlo estaba inconsciente, con su mano izquierda aplastada por una viga que había caído del techo pero con un gatito, maullando asustado, debajo del jersey.
En el hospital no pudieron hacer nada por salvarle la mano tan solo pudieron curarle las quemaduras, por suerte, superficiales del resto del cuerpo.
Ella fue a verle al hospital con unas flores y una caja de bombones... Cuando se miraron se dieron cuenta de que el fuego seguía allí, en el fondo de sus ojos y que saltaban chispas cada vez que se miraban.
Supieron en ese mismo instante que estaban hechos el uno para el otro.
Aurora Zarco
Grupo B
Grupo B
El miedo
De camino a nuestra casa en el campo, mi marido (Juan) y yo, vimos un incipiente fuego al lado de la carretera y en dirección hacia nuestra finca. El día era caluroso además de ventoso.
En cuanto Juan se percató de las repercusiones que aquellas primeras llamas podrían tener, decidimos , no sin angustia llamar a los bomberos.
Cuando llegamos a casa, las llamas habían aumentado y avanzaban por los rastrojos del campo. Juan manguera en mano, con la serenidad e inteligencia que le caracterizan, subió a las paredes de los corrales y empapó todas las zonas próximas a las casas, pues había varias, cosa que más tarde impediría que dichas viviendas fueran también pasto de las llamas.
La gente de dichas casas y fincas , se habían echado a la calle sin dar crédito a lo que veían ni saber cómo actuar. Horrorizados con lo que podía pasar en un cercado anexo a nuestra finca, en el que se apilaban muchos paquetes de paja , el sustento de las vacas propiedad de una de nuestras vecinas
Por fin aparecieron dos coches de bomberos y un helicóptero . Para entonces las llamas avanzaban descontroladas , tomando varias direcciones. Se escuchaban gritos seguidos de ataques de ansiedad de la gente.
En el campo hay una ley no escrita; cuando en una finca hay fuego , la gente de las fincas de los alrededores, acuden con sus tractores equipados con gradas o vertederas para hacer grandes cortafuegos e impedir que las llamas avancen.
Por su parte, el helicóptero con su balde, cogía agua de una gran charcha y la arrojaba por las zonas afectadas una y otra vez.
Yo me encontraba en la zona de las casas, con otras mujeres con la impotencia de no poder hacer nada más. Se me ocurrió subirme a las paredes donde antes había estado mí marido y seguir humedeciendo la zona, los bomberos y helicópteros a la suyo y Juan dirigiendo el operativo del resto de las personas que se habían unido en nuestro auxilio.
Hubo un momento muy duro y de una tremenda tensión…las llamas se dirigían directas al monte, con sus largas lenguas rojas, tratando de devorarlo. Afortunadamente los tractores ya habían hecho su labor y los grandes cortafuegos habían impedido que se produjera semejante atrocidad.
Desde las casas y como consecuencia del humo, no nos llegaba la vista, para poder apreciar lo que más lejos estaba sucediendo. Lo que veíamos era una gran cantidad de animales, huyendo despavoridos de aquella locura.
Una vecina se mareó y hubo que asistirla, otra entró en crisis de pánico. Así que mi marido, que corría de un lado para otro, ordenó que todas aquellas personas que no fueran útiles en aquellos momentos, permanecieran en una misma casa. Yo seguía fuera con mi tarea sobre las paredes y fue entonces cuando vi con cara de pánico, como las llamas abrasaban esa gran pila de paquetes del cercado de al lado. La propietaria no dejaba de llorar, temblando toda ella y repitiendo una y otra vez cómo alimentaria ese invierno a sus animales. La pobre mujer, cayó pasados unos días en una depresión mayor.
No fue hasta por la tarde, con todo bajo control, aunque los bomberos seguían apagando los últimos coletazos, cuando avisamos a nuestra familia, que rápidamente se presentó en el lugar con la consiguiente desazón. Recuerdo el tremendo dolor de mi hija, a quien le encanta el campo y los animales.
Mi hermano mayor se encontraba fuera de España, y según cuenta, empezó a recibir mensajes de WatsApp (que por la diferencia horaria ) no recibió hasta la mañana siguiente. Nos llamó presintiendo una desgracia que nadie le había nadie le explicado. Al enterarse, se desesperó por no haber podido ayudarnos. No le dijimos que el fuego había estado a punto de quemar su casa, cosa que no sucedió gracias al agua, que de manera tan sabia y eficaz que Juan había esparcido por los alrededores. Dado que el mayor peligro consistió en la cercanía de la casa de mi hermano con el cercado que albergaba los paquetes de paja.
Durante toda la noche se quedó un retén de bomberos, al lado de dicho cercado que habían dejado de arder, pero en su interior seguían de un rojo vivo.
Al día siguiente, aparecía la noticia en los diarios. Además de nuestro incendio, kilómetros más adelante hubo otro foco de menor intensidad. Por lo visto, ambos incendios habían sido provocados.
No entiendo como alguien puede cometer semejante tropelía, por qué?, para qué?.. es un sinsentido. Sólo me hubiera gustado que dicha persona o personas hubieran visto desde dentro, todo el impacto que causo su salvaje acto, y que hubiera vivido el miedo, el dolor y la desesperación que allí se vivió.
Isabel Gallego
Grupo A
Humo, manos.
Los humanos somos humo y somos manos.
De ahí nuestro nombre: humanos.
Venimos de la niebla del tiempo, somos nubes, cirros, rayos, variopinto celaje. Somos el humo de aquella primera hoguera, unas pequeñas ramas inflamadas, sus ascuas encontradas tras el fuego. Un percutor de sílex. Somos los rescoldos de las cenizas del ave Fénix. Somos la llama del hogar, hijos de Prometeo. Somos el horno de Hefesto. Somos el espíritu del volcán. Quizás lava. Polvo de estrellas, dicen, o fuego fatuo. Somos el delicado vaho de la manzanilla y del anis. La boina entre las altas torres de la gran ciudad. La estela del tren, la del boeing 777, la de los fertilizantes. Somos y seremos humo tras la pira, nimbo de polvo tras el escombro. Y un simulacro de incendios.
Somos manos, las que encienden la mecha, las que fabrican y construyen chimeneas en desuso. Somos las manos que guían y señalan los caminos polvorientos, las que cultivan exhalando vida, las que alimentan. Somos las manos que hacen música a la luz de las velas, las que escriben sobre hojas antes de convertirse en partículas en suspensión, las que golpean a un fantasma indeciso.
Humo, manos: humanos.
A veces se produce un fogonazo y, en mitad de la calima, nos encontramos. Nos hermanamos, nos enamoramos, pedimos su mano, la acariciamos. Fuegos artificiales, fulgor. Entonces, emanamos humor, amor, fumatas de emoción y consuelo, pólvora. Mas, maniatados, con el tiempo, el camino se vuelve bruma, niebla espesa, humo. Quizás tengamos que huir del peligro de esa gigante tea que nos cuartea la piel, que todo lo arrasa. Así, los dedos, antes entrelazados, se aflojan, se desprenden. Perdemos la mano que antes sujetábamos y nos sujetaba. Somos incapaces de volver a aprehenderla, como somos incapaces de asir el humo, la llama, el viento que la aviva, la lluvia que la apaga.
Manumitidos, volvemos al inicio.
Humanos. Humo. Manos.
Marisa Sánchez García
Grupo C
La falta
Me había cruzado con ella en varias ocasiones. Las primeras veces la había mirado disimuladamente. Ella, sin reparar en mí, había continuado hablando con su acompañante, un señor mayor, su padre, supuse.
Esos encuentros fortuitos hicieron que quisiera saber más de ella y comencé a seguirla desde lejos. No tenía problema en llegar más tarde a la academia en la que preparaba unas oposiciones.
Averigüé que bajaba en la parada del 13 de la calle Garrigues un poco antes de las ocho, siempre acompañada por su padre. Desde allí iban directamente a la chocolatería de la avenida del Oesteen la que trabajaban. El padre se encargaba de hacer los churros y ella atendía detrás de la barra.
El siguiente paso fue ir a tomar un café con churros. Apenas intercambiamos las palabras imprescindibles y unas miradas esquivas. Sentí que no le era indiferente. El miedo a que ella me rechazara al conocer mi defecto hizo que fuese cauteloso en mi acercamiento.
Los seguí a la salida para conocer dónde vivían. Así podría verla cuando estuviera fuera del trabajo, sin su padre.
Silvia no era muy alta, tenía un rostro de virgen María joven con una piel que me recordaba la de los melocotones recién cogido del arbol, el pelo castaño oscuro y esos ojos de color café que me habían quemado la primera vez que habían mirado los míos.
Me hice el encontradizo una tarde dedomingo próximaa Navidades. Venía conmigo mi amigo Javier, mucho más experimentado que yo en estas lides.
Llegó con una amiga que, como ya sabía, era inseparable de Silvia. Javier tomó la iniciativa y conseguimos acompañarlas a las atracciones de feria que habían instalado en las proximidades. Montamos en los coches de choque. Algunos viajes iba con Silvia otros con su amiga. Mi preocupación era que no se notara mi falta. Javier hacía reír a la que tuviera al lado, ¡qué facilidad! Yo no pasaba de poner cara de cordero degollado sonriente cuando estaba con Silvia y mostrarme formal con su amiga Carmen.
Unos gritos nos alertaron de que algo ocurría. Del emparrillado del techo no dejaban de caer chispas. Un insopoble olor a quemado dio paso a una humareda negra que invadió la atracción,Todo quedó a oscuras. Ayudé a Carmen a salir en medio del alboroto mientras unas llamas amarillas comenzaban a alzarse sobre el transformador. Estaba desconcertado, con la angustia de no saber dónde y cómo se encontraba mi amada. Todos corrimos hacia la zona que no había quedado a oscuras, así pude ver como Javier caminaba junto a Silvia poniendo su brazo protector sobre sus hombros.
Traté de llamar su atención con un gesto que me hizo notar que había perdido mi mano ortopédica. No podía volver a buscarla. Sin decir palabra, escape como alma que lleva el diablo.
Enrique Martínez
Grupo C
A través del fuego
¡Fue tan efímera la primera vez!Solo una visión fugaz al otro lado de las llamas de la fragua. La cabellera del color de la naranja mehizo creer que se trataba de la hija del molinero. Rodeé la lumbrey no hallé a nadie. Me convencí de que mis ojos, llorosos por las chispeantes brasas, estaban creando fantasmas.
La segunda vez la imagen fue más persistente. Tuve tiempo deapreciar el rojo encendido de su pelo, la negrura insondable de sus ojos y hasta la sonrisa esculpida en su boca. Me miró fijamente y emitió un suspiro hondo como el soplido del fuelle. En el mismo instante en que traté de acercarme a ella se desvaneció entre las sombras que brincaban enloquecidas sobre las paredes de piedra.
Oí el susurro cautivadorde su voz antes de ver, de nuevo, su estampa. Parecía, a través del humo, el cuerpo soberbio de una diosa inaccesible. Me hablaba y aunque no entendí palabra ninguna,aprecié que el tono era insinuante y tierno.Se tratabadel ser más hermoso y enigmático que nunca había visto, ni imaginado siquiera. Y me dirigía una súplica que no tuve ninguna tentación de desatender. A pesar de todo, volvió a esfumarse sin que hubiera logrado aproximarme a ella.
A partir de ese día, cada noche soñé con esa aparición. En todos los sueños se entregaba a mí, decidida y voluptuosa. Entre sus brazos se enardeció mi pasión y creí que de nuestros cuerpos emanaba un fulgor y una flama que podría llegar a consumirnos. Era tal el ardor de nuestro deseo que tardé en darme cuenta del calor y el humo que habían ido colmando mi alcoba. Bajé corriendo hasta la herrería y en el momento en que iba a entrar,vi que el incendio consumía ya las vigas. Me detuve en la puerta incapaz de dar un paso más, pues una llamarada ardiente recorrió mi rostro chamuscando las puntas de mis pelos.Tras la hoguera divisé con claridad su figura, la cara lívida de terror, las manos tendidas hacia mí en una muda petición de ayuda. Cuando el fuego prendió los bordes del vestido acumulé todo el valor y dando unos pasos hacia el interior, estiré mi mano para atrapar la suya. Noté un tacto duro y abrasador que nada tenía de humano. Antes de conseguir alcanzarla sentí fundirse la piel de mis manos y quemarse los huesos de mis dedos. Di un desgarrado grito que jamássabré si fue por el insoportable dolor en el brazo o por la devastadora angustia de haberla perdido para siempre.
Pepe Lorenzo
Grupo B
El incendio
Aquel verano en Fuenteguinaldo, con 15 años, fue el verano del despertar, el verano del descubrir, el verano de mis primeros bailes en el salón de Honorio. Aquellos bailes que solían comenzar con canciones que bailábamos sueltos como la de” help ayúdame” de Tony Ronald. Después de unos cuántos de este tipo venían los agarrados, entre los cuales el rey indiscutible era Adamo. Todavía resuenan en mis oídos “mis manos en tu cintura”,” Inshala”, “un mechón de tu cabello”, y” cae la nieve”. Con estas melodías al bailarlas intentábamos arrimarnos lo que podíamos, y ellas nos separaban clavándonos los codos en el pecho.
Cuando más atareado estaba con el tema de aprieta y afloja, sonaron las campanas: toque continuo y rápido, toque de arrebato, tocan a fuego, ¡tocan a fuego! dijeron y todo el mundo salió del baile. Nos concentramos en la plaza al lado de la Iglesia. Allí estaba un Guardia Civil que nos comentó: se ha producido un incendio en la casa del tío Genaro; Así que vamos todos hacia allí.
Una vez al lado del incendio se hicieron dos hileras, dos filas de personas; Una que iba hacia la casa y otra que salía de la misma y terminaba en una fuente. En la fuente se llenaban los cubos con agua, se iban pasando de mano en mano y así hasta llegar a la casa que estaba ardiendo y en cuyo tejado se habían situado dos mozos, los más fuertes que estaban vaciando los cubos de agua sin parar: vaciar y soltar el cubo vacío, vaciar el cubo arrojando agua al fuego y así sucesivamente.
En unas horas, no pude precisar el tiempo, pues aquello iba rápido, había una actividad frenética, cada uno estaba pendiente del cubo y del de al lado y de que no se cayera el agua al suel, de que llegara el cubo lo más lleno posible, cosa que no siempre sucedía. Lo que digo, al cabo de unas horas el incendio se había apagado y la casa se había quedado sin tejado.
Algunos vecinos se quedaron a ayudar y otros a consolar, nosotros volvimos al baile con la sensación de haber cumplido; haciendo comentarios de lo sucedido y de que afortunadamente no había habido heridos.
Habíamos dejado de agarrar las asas de los cubos, y ya estábamos pensando en mis manos en tu cintura.
José Luis Fonseca
Grupo A
Honor y gloria
El Sr. Heraclio era el herrero del pueblo. Vivía solo. Su mujer había muerto hacía seis años. Las gentes del Pueblo del Teso Alto y contorno valoraban en sumo grado su discreción y sentido común.
Canito, Epaminondas y yo habíamos entablado con él una profunda, lejana y sincera amistad. Lo visitábamos con frecuencia, sin otro interés que el puro disfrute de su compañía. En cada visita nos regalaba la sapiencia acumulada por los años y la rectitud de su intachable conducta. Era para nosotros un padre, amigo y maestro admirable.
Con él corrimos aventuras difícilmente creíbles para el resto de mortales. No dudo que se me tache de fantasioso. No importa. Las viví y fueron reales.
Recuerdo muy bien cómo Epaminondas y yo, en nuestro afán de ayuda, martilleábamos el aro de una herrada, en tanto el señor Heraclio remendaba la punta de una reja. De improviso una enorme llamarada saltó de la lumbre y se extendió por la fragua. Nos asustamos, pues parecía que iba a envolvernos y hacer arder el local. Sin inmutarse, con un suave movimiento, alargó su mano derecha, la atrapó y tranquilamente la introdujo en el bolsillo derecho de su delantal de cuero. Nos miró y, al vernos con aquella cara de lelos, prometió enseñarnos a hacerlo. Y nos enseñó. Es un aprendizaje nada fácil y bastante peligroso. Le prometimos, bajo solemne juramento, que quedaría entre nosotros. Nada que explicar.
Y para curar… ¡ni te digo!. A las quemaduras le aplicaba un emplasto de yerbas que recogía en las noches de media luna, en Los Mesones de las Cantarillas. Las dejaba macerar hasta la mañana para, luego, colgarlas en la viga que sujeta la claraboya del desván. No precisaba nada más. Ni recitaba requilorios, ni oficiaba ritos raros, ni ceremonias teatrales que sólo sirven para engañar a incautos.
Cuando ya dominábamos con soltura el manejo de la llama, le propusimos guardar el sol en la cuba vieja del rincón. Se negó tajante, con la disculpa de que aquella cuba llevaba mucho tiempo sin usarse y, a la mínima hendidura que tuviera, los rayos saldrían, nos delatarían y tendríamos un disgusto serio con la Comisión de Fuegos y Espectáculos, con la de Meteorología y con la de Luces y Sombras. Parecía un asunto serio.
Insistimos una y otra, y otra, vez, convencidos de que con una buena planificación y sus casi infinitos conocimientos, no habría de qué preocuparse.
Al fin accedió, aunque nos advirtió que si bien él tenía experiencia en sumergir la luna en aguas de charcas, caños y pozos, esto parecía más complicado.
Treinta días nos llevó la planificación. Más, treinta días y treinta noches. Moríamos de sueño. Concluimos que la mejor época para ejecutarlo era el invierno, con sus largas noches y las gentes adormecidas al calor de la lumbre. Elegiríamos una noche con la luna en sueño profundo.
Iniciamos los preparativos sellando minuciosamente cada junta de la cuba, con una mezcla de cola, virutas de hierro y una sustancia especial llamaba polímero de no sé qué. A continuación abrimos una pequeña ventana en su panza. Mientras, el señor Heraclio construía tres garfios, con sus correspondientes escudos protectores.
En ratos libres, Canito, Epaminondas y yo, recubrimos las paredes de la fragua con un material especialmente diseñado para soportar las altísimas temperaturas que alcanzaría aquel local. Un día cualquiera, en la oscuridad de la noche, allanamos con un trillo viejo la calle por la que haríamos rodar el sol.
La noche del solsticio frío, a la hora de las brujas, el señor Heraclio tapó la chimenea con una plancha deslizante de acero, candó la puerta de la fragua, encendió la lumbre y la atiborró de carbón húmedo. El local se llenó de humo y, cuando alcanzó la presión adecuada, corrió la trampilla de salida, mientras nosotros, con enormes fuelles industriales, lo dirigimos hacia el valle donde el sol dormía despreocupado. Las calles reposaban desiertas.
El humo se aproximó al sol con reparo, lo rodeó y lo envolvió. Epaminondas se situó, con rapidez, en la parte posterior, el señor Heraclio en un costado y yo en otro. Enganchamos con los garfios la cabellera de rayos desordenados y tiramos con fuerza hacia adelante, en tanto Epaminondas, con el garfio de mango largo, lo despegaba de la tierra. En un mal movimiento lo pinchó en el trasero y emitió un rugido tenebroso. Quedamos paralizados, no por miedo sino por temor a ser oído en el Pueblo del Teso Alto y que la gente se pusiera en movimiento. Todo quedó en susto. Una vez despegado, lo arrastramos hasta el camino y lo hicimos rodar.
Meterlo en la fragua no fue sencillo, pero encerrarlo en la cuba resultó agotador. Incluso sentimos la tentación del abandono. Al terminar, nos sentamos exhaustos en el banco de madera apoyado contra la pared. Nos remiramos para hacer balance de heridas o quemaduras y si bien en el transcurso de la operación no prestamos atención, los tres teníamos quemaduras de diversa consideración, principalmente Epaminondas quien, imprudentemente, sin hacer caso de nuestras advertencias, llegó a la parte trasera del sol antes de que el humo lo ocultara y actuara de barrera. El escudo de su garfio no bastó para detener las acometidas enfurecidas de los rayos. El señor Heraclio aplicó un doble emplasto de yerbas a las quemaduras. Sanaron en minutos
Durante una semana lo tuvimos oculto y retenido. Las gentes se asombraban con la larga duración de la noche y se levantaban sonámbulas y desorientadas. Algunos en su extrañeza salían a la calle con velones encendidos, asemejándose a almas regresadas del más allá, huyendo unos de otros y retornando de inmediato, atemorizados, a sus camas. Los gallos se cansaban de llamar al sol y volvían al trono de su harén.
Todos los días forzosamente, durante al menos una hora, debíamos abrir la ventana de la cuba, para evitar que el sol pudiera asfixiarse. Se trataba de una operación delicada que requería la presencia y actuación coordinada milimétricamente de los cuatro, o corríamos el riesgo de que algún rayo delator escapara y nos descubrieran.
A los siete días, a la hora en que se esfuman los misterios, protegidos con trajes y guantes especiales, abrimos la ventana de la cuba por la que fueron escapando primero los rayos más finos, luego otros más fuertes La fragua se convirtió en una bola cegadora de luz. Canito fue el encargado de entreabrir la puerta para que salieran y la calle fuera iluminándose, como si de un amanecer cualquiera se tratara. Finalmente sacamos el sol, lo empujamos calle abajo hasta que, tomando altura, desprendió el poco humo que aún llevaba adherido y sobrevoló el Pueblo del Teso Alto, como lo había hecho desde que el mundo comenzó a ser mundo. La gente, acostumbrada a dormir, no despertó hasta que el sol, irritado por la espera, soltó un rugido atronador y emprendió camino hacia el valle de Las Ensoñaciones. Y la vida volvió a discurrir con la normalidad de la vida.
Nunca agradeceré suficiente el tiempo que el Sr. Heraclio nos hizo disfrutar durante su estancia en la tierra, como jamás podré olvidar sus permanentes cuidados desde la dimensión que ahora habita. Honor y gloria.
La falta
Me había cruzado con ella en varias ocasiones. Las primeras veces la había mirado disimuladamente. Ella, sin reparar en mí, había continuado hablando con su acompañante, un señor mayor, su padre, supuse.
Esos encuentros fortuitos hicieron que quisiera saber más de ella y comencé a seguirla desde lejos. No tenía problema en llegar más tarde a la academia en la que preparaba unas oposiciones.
Averigüé que bajaba en la parada del 13 de la calle Garrigues un poco antes de las ocho, siempre acompañada por su padre. Desde allí iban directamente a la chocolatería de la avenida del Oesteen la que trabajaban. El padre se encargaba de hacer los churros y ella atendía detrás de la barra.
El siguiente paso fue ir a tomar un café con churros. Apenas intercambiamos las palabras imprescindibles y unas miradas esquivas. Sentí que no le era indiferente. El miedo a que ella me rechazara al conocer mi defecto hizo que fuese cauteloso en mi acercamiento.
Los seguí a la salida para conocer dónde vivían. Así podría verla cuando estuviera fuera del trabajo, sin su padre.
Silvia no era muy alta, tenía un rostro de virgen María joven con una piel que me recordaba la de los melocotones recién cogido del arbol, el pelo castaño oscuro y esos ojos de color café que me habían quemado la primera vez que habían mirado los míos.
Me hice el encontradizo una tarde dedomingo próximaa Navidades. Venía conmigo mi amigo Javier, mucho más experimentado que yo en estas lides.
Llegó con una amiga que, como ya sabía, era inseparable de Silvia. Javier tomó la iniciativa y conseguimos acompañarlas a las atracciones de feria que habían instalado en las proximidades. Montamos en los coches de choque. Algunos viajes iba con Silvia otros con su amiga. Mi preocupación era que no se notara mi falta. Javier hacía reír a la que tuviera al lado, ¡qué facilidad! Yo no pasaba de poner cara de cordero degollado sonriente cuando estaba con Silvia y mostrarme formal con su amiga Carmen.
Unos gritos nos alertaron de que algo ocurría. Del emparrillado del techo no dejaban de caer chispas. Un insopoble olor a quemado dio paso a una humareda negra que invadió la atracción,Todo quedó a oscuras. Ayudé a Carmen a salir en medio del alboroto mientras unas llamas amarillas comenzaban a alzarse sobre el transformador. Estaba desconcertado, con la angustia de no saber dónde y cómo se encontraba mi amada. Todos corrimos hacia la zona que no había quedado a oscuras, así pude ver como Javier caminaba junto a Silvia poniendo su brazo protector sobre sus hombros.
Traté de llamar su atención con un gesto que me hizo notar que había perdido mi mano ortopédica. No podía volver a buscarla. Sin decir palabra, escape como alma que lleva el diablo.
Enrique Martínez
Grupo C
A través del fuego
¡Fue tan efímera la primera vez!Solo una visión fugaz al otro lado de las llamas de la fragua. La cabellera del color de la naranja mehizo creer que se trataba de la hija del molinero. Rodeé la lumbrey no hallé a nadie. Me convencí de que mis ojos, llorosos por las chispeantes brasas, estaban creando fantasmas.
La segunda vez la imagen fue más persistente. Tuve tiempo deapreciar el rojo encendido de su pelo, la negrura insondable de sus ojos y hasta la sonrisa esculpida en su boca. Me miró fijamente y emitió un suspiro hondo como el soplido del fuelle. En el mismo instante en que traté de acercarme a ella se desvaneció entre las sombras que brincaban enloquecidas sobre las paredes de piedra.
Oí el susurro cautivadorde su voz antes de ver, de nuevo, su estampa. Parecía, a través del humo, el cuerpo soberbio de una diosa inaccesible. Me hablaba y aunque no entendí palabra ninguna,aprecié que el tono era insinuante y tierno.Se tratabadel ser más hermoso y enigmático que nunca había visto, ni imaginado siquiera. Y me dirigía una súplica que no tuve ninguna tentación de desatender. A pesar de todo, volvió a esfumarse sin que hubiera logrado aproximarme a ella.
A partir de ese día, cada noche soñé con esa aparición. En todos los sueños se entregaba a mí, decidida y voluptuosa. Entre sus brazos se enardeció mi pasión y creí que de nuestros cuerpos emanaba un fulgor y una flama que podría llegar a consumirnos. Era tal el ardor de nuestro deseo que tardé en darme cuenta del calor y el humo que habían ido colmando mi alcoba. Bajé corriendo hasta la herrería y en el momento en que iba a entrar,vi que el incendio consumía ya las vigas. Me detuve en la puerta incapaz de dar un paso más, pues una llamarada ardiente recorrió mi rostro chamuscando las puntas de mis pelos.Tras la hoguera divisé con claridad su figura, la cara lívida de terror, las manos tendidas hacia mí en una muda petición de ayuda. Cuando el fuego prendió los bordes del vestido acumulé todo el valor y dando unos pasos hacia el interior, estiré mi mano para atrapar la suya. Noté un tacto duro y abrasador que nada tenía de humano. Antes de conseguir alcanzarla sentí fundirse la piel de mis manos y quemarse los huesos de mis dedos. Di un desgarrado grito que jamássabré si fue por el insoportable dolor en el brazo o por la devastadora angustia de haberla perdido para siempre.
Pepe Lorenzo
Grupo B
El incendio
Aquel verano en Fuenteguinaldo, con 15 años, fue el verano del despertar, el verano del descubrir, el verano de mis primeros bailes en el salón de Honorio. Aquellos bailes que solían comenzar con canciones que bailábamos sueltos como la de” help ayúdame” de Tony Ronald. Después de unos cuántos de este tipo venían los agarrados, entre los cuales el rey indiscutible era Adamo. Todavía resuenan en mis oídos “mis manos en tu cintura”,” Inshala”, “un mechón de tu cabello”, y” cae la nieve”. Con estas melodías al bailarlas intentábamos arrimarnos lo que podíamos, y ellas nos separaban clavándonos los codos en el pecho.
Cuando más atareado estaba con el tema de aprieta y afloja, sonaron las campanas: toque continuo y rápido, toque de arrebato, tocan a fuego, ¡tocan a fuego! dijeron y todo el mundo salió del baile. Nos concentramos en la plaza al lado de la Iglesia. Allí estaba un Guardia Civil que nos comentó: se ha producido un incendio en la casa del tío Genaro; Así que vamos todos hacia allí.
Una vez al lado del incendio se hicieron dos hileras, dos filas de personas; Una que iba hacia la casa y otra que salía de la misma y terminaba en una fuente. En la fuente se llenaban los cubos con agua, se iban pasando de mano en mano y así hasta llegar a la casa que estaba ardiendo y en cuyo tejado se habían situado dos mozos, los más fuertes que estaban vaciando los cubos de agua sin parar: vaciar y soltar el cubo vacío, vaciar el cubo arrojando agua al fuego y así sucesivamente.
En unas horas, no pude precisar el tiempo, pues aquello iba rápido, había una actividad frenética, cada uno estaba pendiente del cubo y del de al lado y de que no se cayera el agua al suel, de que llegara el cubo lo más lleno posible, cosa que no siempre sucedía. Lo que digo, al cabo de unas horas el incendio se había apagado y la casa se había quedado sin tejado.
Algunos vecinos se quedaron a ayudar y otros a consolar, nosotros volvimos al baile con la sensación de haber cumplido; haciendo comentarios de lo sucedido y de que afortunadamente no había habido heridos.
Habíamos dejado de agarrar las asas de los cubos, y ya estábamos pensando en mis manos en tu cintura.
José Luis Fonseca
Grupo A
Honor y gloria
El Sr. Heraclio era el herrero del pueblo. Vivía solo. Su mujer había muerto hacía seis años. Las gentes del Pueblo del Teso Alto y contorno valoraban en sumo grado su discreción y sentido común.
Canito, Epaminondas y yo habíamos entablado con él una profunda, lejana y sincera amistad. Lo visitábamos con frecuencia, sin otro interés que el puro disfrute de su compañía. En cada visita nos regalaba la sapiencia acumulada por los años y la rectitud de su intachable conducta. Era para nosotros un padre, amigo y maestro admirable.
Con él corrimos aventuras difícilmente creíbles para el resto de mortales. No dudo que se me tache de fantasioso. No importa. Las viví y fueron reales.
Recuerdo muy bien cómo Epaminondas y yo, en nuestro afán de ayuda, martilleábamos el aro de una herrada, en tanto el señor Heraclio remendaba la punta de una reja. De improviso una enorme llamarada saltó de la lumbre y se extendió por la fragua. Nos asustamos, pues parecía que iba a envolvernos y hacer arder el local. Sin inmutarse, con un suave movimiento, alargó su mano derecha, la atrapó y tranquilamente la introdujo en el bolsillo derecho de su delantal de cuero. Nos miró y, al vernos con aquella cara de lelos, prometió enseñarnos a hacerlo. Y nos enseñó. Es un aprendizaje nada fácil y bastante peligroso. Le prometimos, bajo solemne juramento, que quedaría entre nosotros. Nada que explicar.
Y para curar… ¡ni te digo!. A las quemaduras le aplicaba un emplasto de yerbas que recogía en las noches de media luna, en Los Mesones de las Cantarillas. Las dejaba macerar hasta la mañana para, luego, colgarlas en la viga que sujeta la claraboya del desván. No precisaba nada más. Ni recitaba requilorios, ni oficiaba ritos raros, ni ceremonias teatrales que sólo sirven para engañar a incautos.
Cuando ya dominábamos con soltura el manejo de la llama, le propusimos guardar el sol en la cuba vieja del rincón. Se negó tajante, con la disculpa de que aquella cuba llevaba mucho tiempo sin usarse y, a la mínima hendidura que tuviera, los rayos saldrían, nos delatarían y tendríamos un disgusto serio con la Comisión de Fuegos y Espectáculos, con la de Meteorología y con la de Luces y Sombras. Parecía un asunto serio.
Insistimos una y otra, y otra, vez, convencidos de que con una buena planificación y sus casi infinitos conocimientos, no habría de qué preocuparse.
Al fin accedió, aunque nos advirtió que si bien él tenía experiencia en sumergir la luna en aguas de charcas, caños y pozos, esto parecía más complicado.
Treinta días nos llevó la planificación. Más, treinta días y treinta noches. Moríamos de sueño. Concluimos que la mejor época para ejecutarlo era el invierno, con sus largas noches y las gentes adormecidas al calor de la lumbre. Elegiríamos una noche con la luna en sueño profundo.
Iniciamos los preparativos sellando minuciosamente cada junta de la cuba, con una mezcla de cola, virutas de hierro y una sustancia especial llamaba polímero de no sé qué. A continuación abrimos una pequeña ventana en su panza. Mientras, el señor Heraclio construía tres garfios, con sus correspondientes escudos protectores.
En ratos libres, Canito, Epaminondas y yo, recubrimos las paredes de la fragua con un material especialmente diseñado para soportar las altísimas temperaturas que alcanzaría aquel local. Un día cualquiera, en la oscuridad de la noche, allanamos con un trillo viejo la calle por la que haríamos rodar el sol.
La noche del solsticio frío, a la hora de las brujas, el señor Heraclio tapó la chimenea con una plancha deslizante de acero, candó la puerta de la fragua, encendió la lumbre y la atiborró de carbón húmedo. El local se llenó de humo y, cuando alcanzó la presión adecuada, corrió la trampilla de salida, mientras nosotros, con enormes fuelles industriales, lo dirigimos hacia el valle donde el sol dormía despreocupado. Las calles reposaban desiertas.
El humo se aproximó al sol con reparo, lo rodeó y lo envolvió. Epaminondas se situó, con rapidez, en la parte posterior, el señor Heraclio en un costado y yo en otro. Enganchamos con los garfios la cabellera de rayos desordenados y tiramos con fuerza hacia adelante, en tanto Epaminondas, con el garfio de mango largo, lo despegaba de la tierra. En un mal movimiento lo pinchó en el trasero y emitió un rugido tenebroso. Quedamos paralizados, no por miedo sino por temor a ser oído en el Pueblo del Teso Alto y que la gente se pusiera en movimiento. Todo quedó en susto. Una vez despegado, lo arrastramos hasta el camino y lo hicimos rodar.
Meterlo en la fragua no fue sencillo, pero encerrarlo en la cuba resultó agotador. Incluso sentimos la tentación del abandono. Al terminar, nos sentamos exhaustos en el banco de madera apoyado contra la pared. Nos remiramos para hacer balance de heridas o quemaduras y si bien en el transcurso de la operación no prestamos atención, los tres teníamos quemaduras de diversa consideración, principalmente Epaminondas quien, imprudentemente, sin hacer caso de nuestras advertencias, llegó a la parte trasera del sol antes de que el humo lo ocultara y actuara de barrera. El escudo de su garfio no bastó para detener las acometidas enfurecidas de los rayos. El señor Heraclio aplicó un doble emplasto de yerbas a las quemaduras. Sanaron en minutos
Durante una semana lo tuvimos oculto y retenido. Las gentes se asombraban con la larga duración de la noche y se levantaban sonámbulas y desorientadas. Algunos en su extrañeza salían a la calle con velones encendidos, asemejándose a almas regresadas del más allá, huyendo unos de otros y retornando de inmediato, atemorizados, a sus camas. Los gallos se cansaban de llamar al sol y volvían al trono de su harén.
Todos los días forzosamente, durante al menos una hora, debíamos abrir la ventana de la cuba, para evitar que el sol pudiera asfixiarse. Se trataba de una operación delicada que requería la presencia y actuación coordinada milimétricamente de los cuatro, o corríamos el riesgo de que algún rayo delator escapara y nos descubrieran.
A los siete días, a la hora en que se esfuman los misterios, protegidos con trajes y guantes especiales, abrimos la ventana de la cuba por la que fueron escapando primero los rayos más finos, luego otros más fuertes La fragua se convirtió en una bola cegadora de luz. Canito fue el encargado de entreabrir la puerta para que salieran y la calle fuera iluminándose, como si de un amanecer cualquiera se tratara. Finalmente sacamos el sol, lo empujamos calle abajo hasta que, tomando altura, desprendió el poco humo que aún llevaba adherido y sobrevoló el Pueblo del Teso Alto, como lo había hecho desde que el mundo comenzó a ser mundo. La gente, acostumbrada a dormir, no despertó hasta que el sol, irritado por la espera, soltó un rugido atronador y emprendió camino hacia el valle de Las Ensoñaciones. Y la vida volvió a discurrir con la normalidad de la vida.
Nunca agradeceré suficiente el tiempo que el Sr. Heraclio nos hizo disfrutar durante su estancia en la tierra, como jamás podré olvidar sus permanentes cuidados desde la dimensión que ahora habita. Honor y gloria.
Evaristo Hernández
Grupo B
Incendios
Después de varios años de un noviazgo rutinario se casaron. Se les echaba la edad encima y casarse era lo que todos esperaban de ellos.
Salían a pasear del brazo, saludaban a sus amistades, y los padres y familiares estaban encantados con aquella pareja tan consuetudinaria y previsible. Se llevaban bien, el secreto es que vivían dándose la espalda; eran dos, separados por uno más uno.
Todo hubiera seguido así indefinidamente, si no hubiera sido porque ella descubrió que su marido la engañaba con unas y otras, incluso con alguna de sus mejores amigas. Aquello encendió la llama de los celos, y los celos encendieron un fuego hasta entonces desconocido para ella: su pasión por aquel hombre con el que llevaba viviendo años de indiferencia mutua.
Pero, amante despechada, fríamente fue preparando su venganza. Aquella noche el hombre volvió medio borracho de su última aventura, le pidió la cena, y ella se la preparó como de costumbre.Pero regada con un cóctel de alcohol -no iba a notarlo-, y rematada con una pastilla disuelta, que el médico le había recetado para dormir.
El hombre encendió un último cigarrillo antes de acostarse, y lo dejó humeando, en el cenicero de la mesilla de noche. Cayó en un sueño profundo de sexo consumado, alcohol y somníferos.
Ella sólo tuvo que poner el cigarrillo encendido entre el colchón y las sábanas. Sopló para que prendiera la llama, y salió.
Entró en un bar. Lamentó haber ido allí, porque se encontró con una de sus mejores amigas, gran traidora. Hablaron un poco de esto y aquello, cambiaron algunas recetas con sus trucos para que salieran perfectas, y fue entonces cuando la llama de su nueva, inesperada y desbordante pasión pudo más que su deseo de venganza. -Me voy corriendo -dijo a la amiga, fue lo primero que se le ocurrió- creo que me he dejado algo en el fuego.
Cuando entró en el dormitorio el colchón ardía, su marido seguía inconsciente -el humo estaba haciendo también su trabajo-, y las llamas estaban a punto de alcanzarle. Cogió una toalla mojada en agua y se dispuso a apagar aquel pandemonio, pero antes quiso apartar a su marido del peligro y lo llevó, arrastrándolo, al vestíbulo. Volvió al dormitorio y se lanzó contra el fuego, pero la toalla se le había soltado al sacar a su esposo, y las llamas le quemaron las manos. Aun así, consiguió sofocar el incendio.
Cuando el hombre despertó, su anónima esposa se había convertido en una heroína, su salvadora. Como si la viera por primera vez, su agradecimiento y admiración prendieron el fuego de una pasión que no se extinguiría hasta el fin de sus días.
A partir de ese momento le entregó su corazón para siempre, junto con sus manos más amorosas.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
Soneto inflamable
¿Venimos de la sombra o de la luz?
¿de la oscuridad helada, o de la llama?
¿acaso es el amor quien nos reclama?
¿o el odio que nos clava en una cruz?
Entre dos dimensiones tragaluz,
la conciencia de ser, gozoso drama,
partes de un Universo que proclama
que tu mirada vive a contraluz.
Chispas errantes a merced del viento,
efímera conciencia en la que ardemos,
incendio o resplandor, ése es el juego.
Quemándonos, quemar, o alumbramiento,
el terrible dilema en que nos vemos,
condenada elección: ser luz o fuego.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
Amor a primera vista
Pilar y Manuel, decidieron por separado acudir a un programa de citas de parejas.
A Pilar le faltaba el brazo derecho y a Manuel el brazo izquierdo.
Después de la presentación, se sentaron a la mesa para degustar una exquisita comida, pero sin dejar de mirarse, y de hablar de cómo perdieron sus respectivos brazos.
Nadie sabe lo que hablaron, pero al terminar de cenar, riéndose, se fueron agarrados de la mano.
Luis Iglesias
Grupo B
Grupo B
Incendios
Después de varios años de un noviazgo rutinario se casaron. Se les echaba la edad encima y casarse era lo que todos esperaban de ellos.
Salían a pasear del brazo, saludaban a sus amistades, y los padres y familiares estaban encantados con aquella pareja tan consuetudinaria y previsible. Se llevaban bien, el secreto es que vivían dándose la espalda; eran dos, separados por uno más uno.
Todo hubiera seguido así indefinidamente, si no hubiera sido porque ella descubrió que su marido la engañaba con unas y otras, incluso con alguna de sus mejores amigas. Aquello encendió la llama de los celos, y los celos encendieron un fuego hasta entonces desconocido para ella: su pasión por aquel hombre con el que llevaba viviendo años de indiferencia mutua.
Pero, amante despechada, fríamente fue preparando su venganza. Aquella noche el hombre volvió medio borracho de su última aventura, le pidió la cena, y ella se la preparó como de costumbre.Pero regada con un cóctel de alcohol -no iba a notarlo-, y rematada con una pastilla disuelta, que el médico le había recetado para dormir.
El hombre encendió un último cigarrillo antes de acostarse, y lo dejó humeando, en el cenicero de la mesilla de noche. Cayó en un sueño profundo de sexo consumado, alcohol y somníferos.
Ella sólo tuvo que poner el cigarrillo encendido entre el colchón y las sábanas. Sopló para que prendiera la llama, y salió.
Entró en un bar. Lamentó haber ido allí, porque se encontró con una de sus mejores amigas, gran traidora. Hablaron un poco de esto y aquello, cambiaron algunas recetas con sus trucos para que salieran perfectas, y fue entonces cuando la llama de su nueva, inesperada y desbordante pasión pudo más que su deseo de venganza. -Me voy corriendo -dijo a la amiga, fue lo primero que se le ocurrió- creo que me he dejado algo en el fuego.
Cuando entró en el dormitorio el colchón ardía, su marido seguía inconsciente -el humo estaba haciendo también su trabajo-, y las llamas estaban a punto de alcanzarle. Cogió una toalla mojada en agua y se dispuso a apagar aquel pandemonio, pero antes quiso apartar a su marido del peligro y lo llevó, arrastrándolo, al vestíbulo. Volvió al dormitorio y se lanzó contra el fuego, pero la toalla se le había soltado al sacar a su esposo, y las llamas le quemaron las manos. Aun así, consiguió sofocar el incendio.
Cuando el hombre despertó, su anónima esposa se había convertido en una heroína, su salvadora. Como si la viera por primera vez, su agradecimiento y admiración prendieron el fuego de una pasión que no se extinguiría hasta el fin de sus días.
A partir de ese momento le entregó su corazón para siempre, junto con sus manos más amorosas.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
Soneto inflamable
¿Venimos de la sombra o de la luz?
¿de la oscuridad helada, o de la llama?
¿acaso es el amor quien nos reclama?
¿o el odio que nos clava en una cruz?
Entre dos dimensiones tragaluz,
la conciencia de ser, gozoso drama,
partes de un Universo que proclama
que tu mirada vive a contraluz.
Chispas errantes a merced del viento,
efímera conciencia en la que ardemos,
incendio o resplandor, ése es el juego.
Quemándonos, quemar, o alumbramiento,
el terrible dilema en que nos vemos,
condenada elección: ser luz o fuego.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
Amor a primera vista
Pilar y Manuel, decidieron por separado acudir a un programa de citas de parejas.
A Pilar le faltaba el brazo derecho y a Manuel el brazo izquierdo.
Después de la presentación, se sentaron a la mesa para degustar una exquisita comida, pero sin dejar de mirarse, y de hablar de cómo perdieron sus respectivos brazos.
Nadie sabe lo que hablaron, pero al terminar de cenar, riéndose, se fueron agarrados de la mano.
Luis Iglesias
Grupo B
Esos ojos verdes
Esos ojos verdes
furtivos y encendidos
me hicieron caer en la locura,
la miraba desde lejos
creía ser correspondido.
Iba a diario al mismo bar
siempre en la misma esquina.
Cruzábamos las miradas,
chispas saltaban en el aire,
el fuego se apoderó de
nuestros cuerpos.
No importó quemarnos
y perder las manos en el fuego.
Pedro Gómez
Grupo C
Incendio
Matilde y Ricardo se reconocen en el autobús. Ruta 4. Ambos se han visto previamente en la cola del banco. Las miradas furtivas han hecho su efecto. El incendio ocular se desarrolla de forma imparable. El bus se aproxima a la parada del parque de bomberos. Casualidad. Ruta 4. Una castañera inexperta provoca un aquelarre de pavesas. Una de ellas casualmente se enamora del sky de los asientos del bus. Muy aturdida y con su ataque de ansiedad de las 20.15, Matilde ‘malrompe’ la ventanilla con la maceta que lleva . El ambiente es tan irrespirable y sofocante que ya no podía más. Salta (o eso cree) por dicha ventanilla entre una humareda insana, dispersa, imponderable. Feroz. El brazo colgando y sangrante no será un buen espectáculo.
Ismael Marcos
Grupo B
Fuego
Ernesto y Sabina cada mañana por afortunado azar se encuentran en el parque cercano a la estación de autobuses. La vida ha pasado precipitadamente por ellos y ahora toda su vejez les acompaña. Con pasos parsimoniosos caminan en soledad cada uno por una esquina del parque, a veces se paran delante del mismo parterre a contemplar la evolución de alguna planta. No se conocen, pero a la vez se sienten muy cercanos.Sabina vigila detenidamente los pasos de Ernesto y él la mira y la mira. Para cada uno de ellos ese paseo matutino es la fuerza y la esencia de cada día, la cima de su anodina vida. Nunca se atreven a romper la barrera del silencio. Pasos y miradas cómplices... nada más.
Un día del mes de septiembre cuando las hojas comienzan a perder el verde, Sabina no encontró a Ernesto. Apesadumbrada no sabía cómo actuar, a quien preguntar. El misterio la axfisiaba. La tristeza era aplastante. Al cabo de dos días en las noticias comarcales leyó, q un incendio en casa de un octogenario había acabado con todas sus pertenencias. Él se había salvado. Solamente había perdido una mano.
Sabina suspiró....
Pilar Sánchez
Grupo B
La mano perdida
—¡Dani! —llamó Irene desde la acera a su amigo que pasaba corriendo por la calle.
—¿Me ayudas? —fue todo el saludo acezante de Dani cuando se paró.
—Vale —aceptó Irene—. ¿A qué?
—Ven —contestó Dani cogiéndola de la mano y echando a correr.
Irene, que no esperaba esa arrancada, se trastabilló varias veces y estuvo a punto de caerse. Consiguió mantenerse y en cuatro zancadas se puso al ritmo de galope tendido de Dani calle adelante sin saber por ni para qué.
Cuando llegaron al final de la calle giraron a la derecha y se plantaron delante de una gran puerta metálica. Dani sacó una llave de su bolsillo y abrió la pequeña puerta para personas que había en la hoja derecha de aquella enorme puerta roja.
Entraron al interior de una gran nave con el techo muy alto. Era el taller de sus padres.
Una vez dentro, Dani comenzó a recorrer todo el taller bajo la mirada expectante de Irene. Dani lo revolvía todo a su paso, cartones, telas, maderas, herramientas, todo.
—¡Me mata! —comenzó a lloriquear Dani—. Mi padre me mata —se lamentaba.
—A ver, Dani, deja de lloriquear —le pidió Irene.
Dani no escuchaba, solo revolvía y revolvía todo.
Dani era un chaval de 12 años, alto, flaco, de piel morena y con el pelo moreno revuelto. Irene era una chica también de 12 años, alta, flaca, de piel blanca y con el pelo rubio largo y rizado. Los dos eran hijos de artistas, nietos de artistas, bisnietos de artistas y así hasta, por lo menos, ocho generaciones cada uno con apellidos de artistas.
—Este año que mi padre ya me ha dejado participar voy yo y la lío —se culpaba Dani lleno de pesadumbre—. Desde luego que me mata.
—Claro que te va a matar como no dejes de revolverle el taller.
—Y el caso es que me lo tengo merecido —aceptó Dani sin dejar de lamentarse y lloriquear.
—Pues no sé qué ha pasado o qué has hecho, pero si tu padre te mata el mío te remata —contestó Irene que intuía que algo tenía que ver con el trabajo de sus padres.
Si de algo sirvió la contestación amenazante de Irene fue para que Dani dejase de revolver el taller de sus padres.
—¡Jooo! ¡Menudos ánimos los tuyos! —protestó Dani—. Sí, tienes razón, está claro que soy “xiquet mort” —se rindió Dani—. Ni tu ayuda ni la intercesión de todos los santos divinos ni de la Virgen de los Desamparados me salva.
—Podrías empezar diciéndome qué pasa —sugirió Irene.
—Que la he cagado, Irene, pero cagado, cagado.
Toda la respuesta de Irene fue una postura interrogativa de brazos abiertos pues Dani seguía sin explicarle nada de lo que pasaba.
—Que he perdido “la mano de Dios” —explicó al fin Dani, a lo que Irene respondió con una exclamación ahogada tapándose la boca con las manos, los ojos muy abiertos y las cejas saliéndose de su frente. No dijo nada y lo dijo todo.
—¡Jooo! —se desesperó de nuevo Dani volviéndose para no sentir aquella expresión tan agobiante sobre él.
Se hizo el silencio y se paró el tiempo.
Ahora era Irene la que necesitaba ayuda para salir de su asombro.
Dani se volvió hacia Irene poco a poco con una mezcla de timidez y miedo.
—No sé qué haría sin tu ayuda —ironizó Dani.
—¿Estás seguro? —acertó a decir Irene.
—Del todo. La he buscado por todas partes, en las cajas, en las furgonetas, en los remolques y nada, no está en ningún sitio. Solo me quedaba la esperanza de que estuviera aquí, que se hubiese quedado olvidada, pero tampoco está y ya no sé dónde buscar.
—A ver, tranquilo, intenta acordarte —sugirió Irene—. ¿Dónde fue la última vez que la viste?
—No sé, no me acuerdo, estoy bloqueado.
—Piensa un poco, haz memoria —insistió Irene—. ¿En la plazoleta, en alguna mesa?
—No, nada.
—O a alguien con ella, pintándola, puliéndola, ajustándola, no sé, algo —continuó insistiendo Irene con los nervios subiéndole el tono.
—Un momento. Eso sí —acertó a decir Dani—. Me acuerdo de ver a mi padre ajustándola allí —confirmó dándose la vuelta rápidamente y apuntando con el dedo y la mirada hacia un punto del techo de la nave—. ¡Ahí está, Irene! —gritó de alegría volviéndose hacia su amiga que la abrazó y saltaron juntos—. Está ahí, no la había perdido yo.
La alegría no los dejaba parar.
Cuando por fin se calmaron, les costó separase de aquel abrazo y cuando lo hicieron sus miradas siguieron abrazándose.
—¡Puf! ¡Qué alivio! —resopló Dani.
—Ahora queda bajarla de ahí —retomó Irene la realidad.
Enseguida recorrieron el taller con la mirada hasta que los dos se detuvieron en unos andamios, para luego mirarse y sonreírse.
Pesaban de lo lindo, pero entre los dos fueron empujándolos.
—Mi padre la ató a una viga cuando hicieron la última prueba de montaje, ahora me acuerdo, pero no me imaginaba que se hubiera quedado ahí —explicó Dani mientras colocaban el andamio debajo de “la mano de Dios”.
Cuando recuperaron la mano perdida salieron corriendo. Tenían tanta prisa que olvidaron cerrar la puerta del taller con llave y tuvieron que volver a cerrarla. No importaba. Eso alentó las risas cómplices de los dos amigos de vuelta a la plazoleta. Allí, el padre de Irene y el de Dani, junto con unos cuantos ayudantes se afanaban entre escaleras y andamios por rematar su trabajo. Pero ambos padres rebuscaban entre cajas, furgones y remolques.
—¿Buscáis esto? —ofreció Dani.
—¡Por fin! —exclamaron al unísono los dos padres.
—¿Dónde estaba? —quiso saber el padre de Dani.
—En el taller —contestó su hijo.
—Colgada de una viga del techo —recordó el padre de Dani— y sí, la puse yo —reconoció a la vez que cogía la pieza de las manos de su hijo.
—Ya te vale —le amonestó su compañero de taller dándole un manotazo en la espalda.
—¡Uy, uy, uy! —exclamó el padre de Dani haciendo malabares para que no se le cayese la pieza de sus manos por culpa de aquel manotazo.
—¡Tira! ¡Vamos a rematar! —ordenó el padre de Irene a su compañero—. Buen trabajo, chicos —agradeció—, sin la mano de Dios esto no tiene sentido —concluyó a la vez que le revolvía el pelo a Dani y le acariciaba la cara a su hija.
—Gracias, campeones —agradeció el padre de Dani.
Los padres retomaron la faena junto a sus ayudantes y los chicos se quedaron solos. Tranquilos al quedar todo resuelto y satisfechos por haberlo solucionado ellos.
—Gracias —dijo Dani—. No sé qué habría hecho sin ti.
—Pues encontrarla igual —contestó Irene quitándose importancia.
—No te creas, estaba muy cegato. Si no es por ti me vuelvo tonto buscando y no la encuentro.
—Anda, tira —resolvió Irene.
Los dos se sentaron en un umbral de piedra de una vieja casa de la plazoleta para ver cómo terminaban en trabajo sus padres y ver cómo quedaba. Esta tarde era la inauguración y todo tenía que estar perfecto.
El resto de la tarde pasó entre charlas, risas, gestos y miradas. La ya larga amistad entre ambos chicos estaba dando un pasito más.
Durante los siguientes días, aquel umbral fue el refugio de la complicidad de aquellos chicos, donde, cada tarde, se juntaban para charlar y reír y, simplemente, verse y estar juntos.
Hasta que una tarde todo cambió. En aquella plazoleta se desató un incendio intencionado. Los autores habían sido los padres de Irene y Dani, como no se esperaba de otra manera. Las llamas envolvían aquella impresionante figura de cartón piedra con estructura de madera dándole aún más majestuosidad. La mano de Dios sería lo último en arder pues era lo más alto. Aquella mano, de un dios con cara de Maradona y pegada a un balón de fútbol, marcaba el gol de Argentina frente a Inglaterra en los cuartos de final del mundial de fútbol del verano pasado. La gente, que días atrás había admirado aquella obra de arte que ironizaba el suceso, ahora se congregaba en la plazoleta para verla, en llamas, culminar su belleza. Ni la gente ni los bomberos hacían nada para evitar aquel fuego, al contrario, todos se arrancaron en aplausos hacia la falla ardiendo y hacia los autores de la obra. Los padres de Irene y Dani recibieron el aplauso abrazados por un hombro y con sus mujeres de la mano. Dos familias unidas por la amistad y el trabajo.
Un poco más atrás, Irene y Dani, de pie, uno al lado del otro, observaban la escena y se sentían partícipes de aquel momento. Sin moverse de su sitio, sus manos se buscaron y se encontraron y se agarraron con fuerza y, tras sus manos, sus miradas, en las que se reflejaba aquel fuego que, poco a poco, iba cocinando una amistad transformándola en un bonito y sincero amor.
Antonio Paniagua Moreno
Grupo A
Crónica
Nada hacía presagiar aquel día, siete de junio de 1971, lo que sucedería poco después de la medianoche y que quedaría grabada para siempre en la memoria colectiva de un pueblo.
- ¡FUEGO, FUEGO! ¡La Iglesia se quema!.
Unas voces desgarradoras atronaron la Plaza del Ayuntamiento de Peñaranda de Bracamonte.Los vecinos, incrédulos salieron de sus casas a toda prisay no tardaron en quedar horrorizados al ver la irremediable tragedia de la que eran testigos.
El monumento más emblemático y querido del municipioestaba siendo devorado por las llamas y ante la falta de medios para hacer frente a un incendio de tal magnitud, los vecinos formaron una cadena humana. Con los cubosde agua, que llenaban en la fuente de los cuatro caños, intentaban sofocar las llamas, tarea imposible, ante ese gigante de fuego.
El sonido de las vigas al caer, vencidas, desde la cúpula al suelo, provocaban un estruendo que sobrecogía el alma de los vecinos. Los bomberos provenientes de Ávila, Salamanca y Valladolid, tardaron una eternidad en llegar.
Cuando accedieron al interior pudieron comprobar que solo quedaban en pie los muros y las grandes columnas de granito. El retablo del S. XVIII y las capillas laterales habían desaparecido por completo. Solo se salvó la capilla de San Antonio, donde se guardaba la imagen del Cristo de la Cama, al que todo el pueblo le tiene una gran devoción.
Fue una noche muy largaen la que se mezclaron sentimientos, emociones y muchas, muchas lágrimas, dejando a cientos de personasuna sensación de abandono, orfandad y soledad.
Todavía hoy, al pasar juntoa la Iglesia y observar su nueva cúpula de cristal, los vecinos no pueden evitar revivir aquella noche e incluso algunos, aún sienten en su corazón el fuego crepitar.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Arder en un instante
Me agazapé entre tus silencios, y fotografié aquel momento, instante preciso.
La vieja cámara se meció entre mis dedos,sentía el latido de sus entrañas, un frío helado y afligido. Era la suave pincelada, el movimiento perfecto de un presente. Cuando la luz, en haz trepidante, se abría paso, sobre esencias de potentes ramas, hechas misterios.
Cuántas raíces, cuántas vidas absorbieron de la tierra, la esencia del tiempo, en su paso por lo recóndito, por un suspiro de energía, devastadora, que convertía la brisa en ahogo, el caos en muerte.
Tú lenguaje implacable de calor y destellos de ira, sobre una tierra que golpea el llanto de los que sienten.
El desamparo de un lamento, fuego frente a tierra, lucha frente a miedo.
Una nueva instantánea, que fue nube, que fue viento.
Se hizo un silencio.
Rebelar nuestras vidas, meter en líquidos asfixiantes nuestras existencias y permitir recuperar momentos perdidos, manipular los instantes precisos, cuando tu mirada y la mía se cruzaron entre humaredas y torbellinos de destrucción. Tú, luchando contra el viento abrasador, acatando órdenes, tiznado hasta las entrañas, mientras tus lágrimas impotentes desperdiciaban surcos de vida. Y yo, espectadora de objetivo, captaba tiempos para el futuro, cuerpos amarrados, vidas compartidas, comienzos infinitos, proyectos de miradas, regocijo de tardes en huellas de caminos. El disparo con obturación adecuada y velocidad perfecta, captó la explosión salvaje de tu cuerpo elevado entre los árboles. Y sobre el depósito de gas inexistente en la falda de la montaña, tu mano descompuesta perfilaba la sombra y señalando hacia el infinito, me indicaste que cada ocaso cálido estarías allí, esperándome.
Como una hechicera de la noche, en el cuarto oscuro, sentí vibrar aquella mano rebelada del primer premio. Agazapada en mi corazón y removida por las brasas, seguía confundida, mientras contemplaba las cenizas, desde mi interior.
guADASanchón
Grupo C
El tren de los enamorados
Tres y media de la tarde
y la estación a reventar
bajo la intemperie
de rostros desvalidos
que vienen y van,
sin magia,
sin memoria, sin voluntad,
sin brillo definido,
arrastrando sus pies
sobre el musgo de la vida,
aventando las horas
que pasan tan vacías
como el tren del desasosiego;
ese animal metálico
que recorre nuestros cuerpos
de hojarasca y helechos secos
incendiando el paisaje
con su música.
Tres y media de la tarde
y en el vagón de cola
de aquel humeante animal mitológico
los amantes se besan
con la pasión
de los cerezos en flor,
y en sus labios prende la poesía.
Pero los ojos estallan,
los raíles se evaporan
y los brazos arden
en el parpadeo posterior
a la detonación.
El aire se espesa,
la noche se apodera del mundo
mientras los oídos sangran
y descubren una lluvia de cristales
alfombrando su piel.
Una mano sin dueño
llora aún caliente por el cuerpo
al que pertenece
y no volverá jamás.
Los asientos se desvanecen
en un horizonte espectral
de salitre y cenizas.
Y los labios, ahora fríos,
de aquellos amantes aún se besan
en la vorágine de un sueño
interminable,
en la desolación que precede
a la muerte,
en la espuma cuántica
de un universo
devastado y lejano.
Andrés García
Grupo B
Grupo B
El agujero en el fuego
Por el agujero de la pared comenzó a salir humo. Miré y solo vi humo. Intrigado, metí la mano. La moví, investigando la causa, pero un tajo certero me la cercenó. Salí corriendo al pasillo con el extintor en la otra mano. Del piso de al lado salió ella con un cuchillo ensangrentado en la suya. Nos miramos perplejos a los ojos. Yo apagué el fuego de su casa como pude y ella cortó la hemorragia de mi brazo como pudo. Han pasado treinta años y nos hemos arreglado muy bien con nuestras tres manos.
Postdata.- Tiramos el tabique intermedio con su agujero e hicimos un hogar grande y cálido.
Manuel Medarde
Grupo A
El náufrago y el fuego
No sé como llegué a aquella isla deshabitada convertido en un náufrago solitario. Tampoco sé como conseguí escapar de allí, pero de hecho lo hice y estas líneas que estoy escribiendo son la prueba de que logré abandonar aquel refugio, que había acabado convertido en un infierno.
Cuando partí del puerto de Callao a bordo de Ballena Azul, un ketch de dieciséis metros, el día ocho de enero de mil novecientos sesenta, dispuesto a batir el record de distancia recorrida por un navegante solitario, una leve brisa me empujó por la ruta seguida inicialmente por Álvaro de Mandaña en el siglo XVI y posteriormente por Pedro Fernández de Queirós en el XVII. Pude divisar las islas dispersadas por ese océano infinito, al que llaman Pacífico, de nombres ancestrales y bautizadas por los españoles como: La Encarnación (Ducie), San Juan Bautista (Henderson), Cuatro Coronadas(Maturei-Vavao), San Miguel (Vairaatea), Conversión de San Pablo (Hao) y La Decena (Tauere), pero llegado a este punto se desencadenó un huracán con olas encabritadas, que debió durar las setenta y dos horas que pude permanecer más o menos despierto y otras muchas de inconsciencia. Al despertar, débil y magullado, ninguna de las islas que debían encontrarse relativamente próximas,era visible. No podía divisar ni La Sagitaria (Rekareka), ni La Fugitiva (Raroia), ni San Telmo (Marutea). Todo indicaba que había derivado hacia el sur, en la zona que habían evitado los navegantes de los siglos anteriores y no se había puesto de moda para los aventureros modernos del siglo XX. Tuve que emplear dos días en reponerme de mis calamidades, durante los cuales navegué en dirección oeste, pensando en dirigirme hacia las islas Fiyi o el archipiélago de Vanuatu. Pero el primer huracán solo fue el preludio del segundo, el más contundente. Tuve tiempo de repasar que había tomado todas las medidas de seguridad recomendadas, estaba presto a enfrentarme al monstruo, me había puesto el chaleco salvavidas y me había atado a un cabo, por si me caía del barco. De nada sirvieron todas la precauciones, la vorágine me llevó por delante, me dejó aturdido, a oscuras en un barco que salía lanzado de olas de diez metros y caía estrepitosamente contra las agua embravecidas. Cuando me desperté, estaba flotando en mitad del océano, con el cabo atado a mi arnés, en cuyo extremo solo había una argolla de metal atornillada a un pequeño trozo de madera. Varios fragmentos del casco y el palo mayor, así como unos jirones de la tela de las velas, era todo lo que había quedado del Ballena Azul. Ni siquiera la bolsa de pequeño instrumental de emergencia ni el botiquín habían permanecido conmigo. Solo mi navaja marinera seguía alojada enel pequeño bolsillo de mi pantalón. Pero las grandes desgracias a veces tienen una pequeña salida por la que escapar, que en mi caso se manifestó en forma de una islita que divisé a menos de media millay a la que pude llegar a nado gracias a que las corrientes me dirigieron hacia ella y no en sentido contrario. No tendría mucho más de unas pocas hectáreas cubiertas de vegetación y un elevado promontorio en el centro. Por fortuna, encontré diversos tipos de frutas que mitigaron mi hambre de varios días y un mínimo manantial de agua clara suficiente para atender a mis necesidades. Pasada la primera impresión, con el paso de los días, descubrí que había pájaros, reptiles y peces que capturar. Mi subsistencia estaría garantizada. Con la pequeña ayuda de la navaja marinera fui acomodándome en este nuevo hogar, desde el que no podía enviar señales al carecer de los medios de comunicación que se había tragado el Pacífico, junto con todo mi barco y el aprovisionamiento que almacenaba en el mismo.Como nunca fui persona necesitada de mucha compañía, me gusta investigar el entorno, hacer trabajos con madera y otros materiales y, a veces, perder el tiempo viendo el tiempo pasar, puedo considerar que las primeras semanas en mi isla de acogida resultaron más estimulantes que desesperanzadoras. Cuando tuve construido un pequeño chamizo, encontré el medio para cazar algunos pájaros semejantes a los que cazábamos en el pueblo, localicé los nidos accesibles donde robar huevos, descubrí las zonas donde apresar los lagartos de considerable tamaño que poblaban la isla y perfeccioné los métodos de pescar con las nasas o los corrales que había ido elaborando, llegué a sentirme casi plenamente satisfecho.Tenía prácticamente de todo lo que es necesario para sobrevivir y disfrutar de aquel pequeño paraíso, todo lo necesario para podergozar en un encierro forzoso en mitad del Pacífico. Aquellas pocas hectáreas llenaban mi tiempo y las fui conociendo palmo a palmo, sin importarme demasiado los días transcurridos o los avatares que me habían sucedido con anterioridad. En realidad, solo echaba de menos algunas pequeñas cosas como unas hojas en blanco y un lapicero para escribir y, por supuesto, el fuego. Podía comer para alimentarme, pero los alimentos nunca estaban cocinados por el fuego, podía bañarme o ducharme, pero el agua nunca estaba templada por el fuego, podía dormir en el jergón vegetal de mi chamizo, pero el aire no estaba dulcificado por el calor de una fogata, podía pensar en hacer un faro que señalara mi posición a posibles navegantes, pero carecería de humo por el día o de luz por la noche al no disponer del fuego necesario. Muchas veces intenté prender unas briznas de yesca chocando dos piedras, pero estas no eran de la dureza necesaria para producir una chispa inicial. Muchas veces intenté prender unas briznas de yesca frotando una palo con otro, pero la madera no tenía la consistencia adecuada para calentarse e iniciar la ignición. Así transcurría el tiempo, mientras disminuía mi interés por escaparme de mi isla a la vez que se acrecentaba el amor por aquella tierra maravillosa que se había cruzado en mi camino. Así pasó un periodo, que pudieron ser tres meses o tres años, sin que un avión, barco, globo o navegante solitario pasara cerca de la isla y yo imaginara un rescate. Tres meses o tres años en los que aprendí mucho sobre mí mismo y pude poner en perspectiva mis años anteriores. Pero en los que seguí echando en falta el calor de una llama. Así, hasta que una noche me despertó el crepitar sonoro de la madera quemándose y el olor penetrante del humo vegetal. No salía de mi asombro, no sabía como se había iniciado, como se había propagado o la magnitud que tenía. Su belleza era del color indescriptible que solo el fuego posee. Estuve admirando la maravillosa visión del fuego desatado luchando por iluminar un cielo que clareaba al amanecer. Todavía tengo clavadas en mi retina aquellas imágenes, en mis oídos el fragor de las llamas, en mi nariz los aromas cambiantes que la variada vegetación transmitía al aire, en mi boca los sabores acre y en mi piel un calor agradable que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Pero aquel fuego bellísimo y vivificador fue transformándose en un asesino implacable, que destruía mi pequeño paraíso, haciendo desaparecer matorrales, árboles, vegetación virgen, que con el soplo del aire se engrandecía elevando cada vez más sus lenguas asesinas. Los animales que me alimentaban o me distraían cuando los contemplaba, fueron desapareciendo, volando las aves y los insectos, arrojándose al agua los reptiles y otros animales terrestres. Vi aterrorizado como el fuego iba tendiendo su manto negro por el terreno quemado y se acercaba hacia mí, que había huido hasta la punta más septentrional de mi isla-hogar. Lo último que recuerdo es una llamarada inusitada, brotando de la última planta oleaginosa que había resistido, que prendió mis barbas de náufrago y me arrojóaun océano que me recibió con los brazos abiertos. Antes de perder el conocimiento pude aferrarme a un tronco renegrido que flotaba cerca de mí. Desconozco las horas transcurridas desde que caí a las aguas del Pacífico, las corrientes que me arrastraron o las personas que me rescataron. En estos días he oído varias versiones, desde que llegué aferrado a un tronco renegrido, hasta que me trajeron unos pescadores de altura, una corbeta de la armada francesa, una manada de delfines, otro navegante solitario, el yate de un millonario… pero lo único cierto es que quien lo hizo no quiso comunicarlo a nadie y que ahora estoy en la Pequeña Tahití (TahitiIti), contemplando el monte Orohena que surge imponente entre las nubes. He aprendido muchas cosas y el fuego me ha enseñado quelo más deseado puede ser a la vez lo más odiado.
Manuel Medarde
Grupo A