Estar como en casa

El lunes pasado dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a la casa y a su relación con la literatura, el cómic, la fotografía y el cine.
Entramos en la casa, y al tema en cuestión, de la mano de Juan Carlos Mestre y su texto "La casa":

Hay un portal y abril y hay una casa donde viví y fui feliz un día. Mis pasos aún están allí como una piedra quieta, mis ojos detrás de la vidriera mirarán la lluvia, el agua que no sé, la calle fría que contempló mi juventud hora tras hora.
Ya no conozco a nadie, la luz del atardecer enciende otra luz tras la misma ventana. yo puedo recordar la gente que no está, la malva en flor de los geranios, todo lo que el tiempo ha ido borrando a la intemperie.
Pero aquel que piensa regresar deja un testigo, una señal en la pared sobre la cal manchada, y ése e su lugar mientras perviva el signo. Aunque jamás lo puedas ver, aunque el olvido te aleje para siempre de ese espacio amado, allí residirá tu corazón como un huésped ausente.
Sucederá como hoy, tal vez como hoy y tan fugaz la vida habrá pasado. Estás ante la casa, no te atreves a subir, tocar su puerta, y entrar, entrar como el que nace en eso tuyo, la claridad primera, el don que habrás perdido. Vuelves al portal, tú sabes que ya nunca aquella alcoba clara te evocará el deseo. 
Esa es la ventana, hay un hombre, una mujer, los imaginas, los oyes respirar, se aman. Entonces eres tú y están contigo, y tocas la pared, la misma huella que en tus dedos es ahora la apacible memoria de tu alma. Cruzas la calle, la vida, la gente pasa y pasa.

Hablamos de Gregory Crewdson y sus extraordinarias imágenes, Crewdson construye sus escenografías de interiores y exteriores con un tratamiento dramático y cinematográfico de la luz, pero también colocando ciertos objetos o seres en el interior de una casa para producir una sensación extraña, mezcla de realidad y fantasía. Lo doméstico invade la naturaleza, a la vez que las casas son invadidas por elementos inesperados (un bosque en mitad de un salón o torres de rebanadas de pan de molde en un bosque).
La casa aparece como tema y escenario. En ellas, la casa funciona como metáfora de la existencia y lugar en el que convergen todos nuestros temores y amenazas:














Pincha sobre cualquiera de las imágenes para ampliarla

Salimos de estas extrañas casas para adentrarnos en otra mucho más reconocible y cercana de la mano de Paco Roca. En el prólogo de su cómic "La casa" Fernando Marías señala:

Me adentro de repente, casi sin darme cuenta, en los silencios de “La casa”. Se trata en realidad de una absorción; me abduce la primera página, una de esas secuencias mágicas que, muy de vez en cuando, acontecen con naturalidad prodigiosa, como si nadie las hubiese creado, como si siempre hubiesen estado ahí, formando parte del mundo: sin un diálogo, sin una palabra, se narra la muerte de un hombre del que inexplicablemente, pues nunca lo conocimos, sabemos que fue bueno y que alcanzó la serenidad, también que era el alma de esta casa que, en la última viñeta de la secuencia, está ya abandonada y sola, lista para tomar el sendero de su propia muerte. Nada compromete más a un autor que arrancar su obra con una secuencia memorable. El lector lo ha captado y exigirá que la fuerza no afloje y se encamine, además, hacia el cierre exacto del círculo perfecto.
La casa, llena de amor y verdad, lo consigue. Pero a la vez es cierto que cada lector vivirá de forma distinta su estancia en estas habitaciones donde habita y se muestra lo universal
A medida que envejezco siento que el único tema de la literatura –y probablemente de todo lo demás- es el paso del Tiempo.
Y “La Casa”, que es el libro que un chico quiso dibujar para su padre muerto, es también el libro que ha permitido a Paco Roca dibujar el Tiempo que se va, o que se fue, o que se irá.




Y entramos, por último, en "La casa encendida", de la mano de Luis Rosales. Tras cruzar el soneto bajo el título "Zaguán", la puerta del poema se abre para nosotros:

Porque todo es igual y tú lo sabes,
has llegado a tu casa y has cerrado la puerta
con aquel mismo gesto con que se tira un día,
con que se quita la hoja atrasada al calendario
cuando todo es igual y tú lo sabes.
Has llegado a tu casa,
y, al entrar,
has sentido la extrañeza de tus pasos
que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras,
y encendiste la luz, para volver a comprobar
que todas las cosas están exactamente colocadas,
como estarán dentro de un año,
y después,
te has bañado, respetuosa y tristemente, lo mismo que un suicida,
y has mirado tus libros como miran los árboles sus hojas,
y te has sentido solo,
humanamente solo,
definitivamente solo porque todo es igual y tú lo sabes.

Has llegado a tu casa,
y ahora querrías saber para qué sirve estar sentado,
para qué sirve estar sentado igual que un náufrago
entre tus pobres cosas cotidianas.

Para completar este rápido recorrido por diferentes casas dejamos aquí un fragmento de la película "En la casa" de François Ozon, quien puso el ojo en un espectáculo teatral titulado El chico de la última fila, escrito por el dramaturgo español Juan Mayorga (Premio Nacional de Teatro 2007) y lo llevó al cine. Este es el final del filme:




Propuesta de escritura

Te planteamos dos opciones para que elijas la que mejor se acomoda a tus intereses:

1. Escribe un texto sobre una casa, la del pueblo, la que habitas ahora, la que te gustaría tener. Describe sus estancias, los olores, las texturas. Cuenta qué ocurre en su interior.
2. En la mayoría de las casas hay un cuarto de estar. Pero en algunas, muy pocas, también hay un cuarto de ser y otro de parecer. Inventa una historia sobre estos cuartos de la casa.

Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Tareas domésticas

La chica abre la puerta del piso y entra. En el vestíbulo hay un cuadro, un retrato de una joven asiática desconocida. Tiene colores malvas, grises y azules muy fríos. Expresionista. Da un poco de miedo, quizá por eso no puede evitar mirarlo fijamente. Entra en la cocina. La encimera está limpia. No hay nada en el fregadero. Dos tazas de café sobre la mesa, y un platillo con galletas de chocolate con mermelada. Una de las tazas tiene una mancha de carmín. La quita con el dedo. Se pone una bata que saca de su bolso. Coge unos trapos y la escoba.

Siguiendo la rutina, se dirige al salón. Echa un vistazo a un cuarto vacío, en el pasillo, que también parece limpio. Hay una bicicleta de paseo, con un aire un poco antiguo, roja y negra. Y un colchón para perros. Muy gastado. Apoyado en la pared. Hay un cuarto cerrado con llave.

Empieza a quitar el polvo de una estantería con libros. Hay varias por toda la casa. Va limpiando todo cuidadosamente, sin prisa. A veces se queda observando algo, como distraída. Limpia los cristales de la vitrina. Una foto antigua, en blanco y negro, de una pareja joven. Ella es bellísima, los ojos muy claros, transparentes. Un collar de perro. Con un nombre. Frida.

Entra en el dormitorio. Es una leonera. Está todo revuelto. Recoge unos preservativos en el suelo. Sobre la mesilla de noche la radio, y otro libro. La Peste. Lo abre. Está muy usado, con muchos subrayados a lápiz. Dentro, hay una foto de una pareja joven, vestidos de novios. Qué guapos, piensa.

En el cuarto de baño hay toallas tiradas. El cepillo de dientes, desodorante, una maquinilla de afeitar. La cisterna tiene una fuga, está saliendo un hilo de agua continuamente.

Termina de ordenar todo. Riega una maceta sin planta, apenas unos hierbajos resecos. Se pone el abrigo y sale. Casi se da de bruces con la puerta del ascensor que se abre en ese momento. El chico de la foto, con algunos años más. Sonríen y se saludan torpemente. -No sabía si ibas a venir, dice él. No tienes que seguir haciéndolo. Te he estado llamando. Ella le da un beso. –Para, es mi trabajo. Yo te llamo. Chao. Ah!, muy guapa tu ex, dice sonriendo.

Ignacio Aparicio
Grupo A


La magia de mi casa

Calle Tomás Luis de Vitoria nº 8, Ávila, allí estaba mi casa. Voy a entrar en ella desde lo más recóndito de mi memoria, quiero recordar las sensaciones y vivencias que en ella tuve, voy a entrar no como lo hacía entonces, tocar al llamador, una pequeña mano, y me abrían. Llegaba a mi casa, no pensaba más, una casa, todos tenían cas, sino recordando todo lo que significó para mí.

Ahora veo que mi casa, esa casa era distinta a la de mis vecinas, mis tíos, mis amigas, a las casas que conocía.

Vamos a entrar en el portal, de frente a la derecha escaleras, iban a parar a una galería, abajo un patio, alrededor de ella tres puertas, tres viviendas; a la izquierda un pasillo que desembocaba en el patio, ¡qué recuerdos de aquel patio!, pero no me quedo ahí, voy a centrarme en la casa.

La puerta de entrada tenía barrotes y un ventanillo, así lo llamábamos que se abría desde dentro, cuando yo estaba jugando en el patio o en la calle, se quedaba abierto, así yo metía la mano, corría el pestillo y no me tenían que salir a abrir. Un pasillo ¡qué largo me parecía en algunos momentos!, luego los recordaré, a la izquierda una puerta con dos escalones y se entraba en la cocina, cocina grande con cocina bilbaína, no entendía por qué se llamaba así y nadie me lo explicaba, y un hornillo, me veo soplando para que se encendiera el carbón, dos fregaderos, que tampoco entendía para qué; dentro de esa estancia tres puertas: despensa, aseo ¡y el cuarto de los juguetes!, volvemos al pasillo, otra puerta,¡ otra despensa!, esa era la importante, allí había una olla de barro con lomo en manteca, otra con chorizo, ristras de ajos, pimientos rojos puestos a secar y más cosas, me olía como la tienda donde íbamos a por “el pedido”, la tienda de ultramarinos, otra cosa que no entendía, ese nombre; volvamos a mi casa, delante de la puerta de la despensa, en el suelo, una puerta, tenía dos cerraduras, allí estaba la bodega, tampoco entendía por qué había bodega, la vi abierta muy pocas veces, no sé qué se guardaba allí , yo quería bajar, pero a la vez me daba miedo estaba muy oscura y las escaleras muy pendientes, ese miedo pudo más que la curiosidad, que de esa manera permitió mantener el misterio, nunca pregunté, de la bodega no se hablaba pero yo suponía cosas, imaginaba.

Del pasillo se pasaba a lo que llamábamos el salón, sería por el tamaño, ya que no tenía ningún uso, en él había un reloj de pared, recuerdo, lo recuerdo perfectamente, una tarde sentada ante él, que aprendí a entender el reloj, había dos fotos de dos tíos míos, vestidos con unos uniformes de militares, uno de ellos apoyando una mano sobre una silla y la pierna cruzada, ese había muerto en Melilla; había tres puertas, dos laterales que daban a las habitaciones, habitaciones que tenían alcoba, donde estaba la cama y el lavabo y su sala correspondiente, donde había un armario, recuerdo uno con dos puertas con espejo, una cómoda, una mesa y sillas, de una de esas , la de la derecha que era la de mis padres se pasaba a otra similar, pero que no usábamos, nos sobraba, para mí ejercía una gran atracción, había muchas cosas guardadas, me llamaban la atención cajas de colorines, con flores y pájaros exóticos “ Membrillo Estrada. PuenteGenil” (me ha ayudado con el nombre, el que conservo una), que yo siempre revolvía, me gustaban las tarjetas y estampas que guardaban, los botones, fotos. En la de mis padres había una, la recuerdo grande, puerta que daba al jardín en las otras había ventanas.

Me voy a mi habitación, alcoba con cama niquelada, lavabo y un cuadro de la Virgen del Carmen en el que en la parte de abajo estaba el Purgatorio, en él los que esperaban para subir al Cielo, las ánimas del purgatorio, extendían implorando los brazos, nunca me dio miedo, de vez en cuando rezaba un Padre Nuestro por ellos ¡Qué sensación siento al recordarlo, no había vuelto a pensar en ello!, en la sala una cómoda, que usé para guardar mis libros, una mesa y sillas, una gran ventana que daba al jardín, la ventana tenía un pretil tan ancho que lo usaba para sentarme en él y desde allí en las noches estrelladas contemplar el cielo, ver la luna, soñar; en las noches de tormenta allí sentada veía cómo el resplandor de los relámpagos inundaban de luz la oscuridad de la noche.

Queda lo más mágico de mi casa: el jardín. Allí balanceándome en el columpio que entre las ramas de dos árboles me habían hecho, yo pensaba que era una princesa, para mí ser princesa era ser feliz, tener mucho cariño, así me sentía yo. Había rosales y un lilo, el olor de las lilas sigue siendo uno de mis preferidos, busco perfumes con ese olor, dos parras que en distintos sentidos recorrían gran parte de él, junto al tronco de una de ellas un banco, ¡cómo me gustaba sentarme allí!, recuerdo una poesía de Machado que nos hizo aprender una profesora “A la sombra verde de una vieja parra….” Cuando la recitaba recordaba mi parra; había tres manzanos y dos perales, así desde muy pequeña siendo niña de ciudad, disfruté de la explosión de la primavera, los primeros brotes, botones, las flores de un rosa pálido, las frutas que iban engordando. Esos árboles en las noches que hacía viento, producían un ruido, parecían quejidos, lamentos, que al recorrer el pasillo hacían que mis piernas temblaran, pero yo no lo decía.

Aquella casa, aquella vivienda en el centro de la ciudad, fue declarada en ruina, ahora se levanta una casa moderna, pero sin el encanto que allí hubo, ya ninguna niña soñará que es princesa.

Inés Izquierdo
Grupo A


La casa

He vuelto a la casa de mi niñez. Ya no había nadie… Solo sentí ausencias y vacio. Me sobrecogí entre esos muros en los que fui feliz, donde hoy solo existe soledad.

De golpe los recuerdos acudieron a mí. Un torbellino de imágenes incesantes invadió mi mente, olores que quería recuperar… sensaciones del ayer…Siento que todas las emociones y todos las vivencias del ayer estaban aquí esperándome…

Veo a mi abuela entre los fogones, parsimoniosa y juguetona entre sus pucheros. El ceremonial de la comida era su distracción, su vida… Mi abuelo que entraba y salía de la cocina, siempre vigilante… Mi padre y mi madre jóvenes, muy jóvenes regaban el jardín y el huerto. El futuro era nuestro… Pero entonces no era consciente de la grandeza de esos momentos… Y si la vida se hubiera detenido en aquellos instantes… Y sí la guadaña de la muerte no hubiera segado tantas vidas tan pronto…

Recorro las estancias, lúgubres, amarillentas por el paso del tiempo. Y el dolor se apodera de mí. Aquella cama con su colcha de ganchillo, que amorosa la recordaba y que desfasada la veo hoy. Cuantas noches de insomnio pasé. En ella mi hermana y yo hablábamos y hablábamos hasta casi el amanecer… Soñábamos con un futuro viajando alrededor del mundo, fantaseábamos con los amores de verano… Luego todo fue diferente a cómo lo habíamos planeado. Abro el armario, huele a rancio y naftalina… Y el nudo en la garganta me va asfixiando más y más… Mis ojos se clavan en la palangana, cuanto tiempo que no veía una… Qué descascarillada ya…

Una nostalgia salvaje, brutal se ha adherido a todos los poros de mi piel y creo que no puedo continuar hoy aquí. Salgo con lágrimas en los ojos. Este viaje a la casa de mi niñez me hace reflexionar en todas las vidas que hay dentro de la vida…. Y tal vez la más feliz fue la que pasé en esta casa donde viví mi niñez.

Pilar Sánchez
Grupo A


Un día precioso

¡Qué sucio está el jardín! Acabamos de llegar y hace un día precioso. ¿A cuántos estamos? Si es que ya se lo digo a las dos, que hace mucho mejor tiempo aquí. El interior no está mal, pero claro es que lo dejé todo bien recogido y limpio y como no ha venido nadie sólo necesita un repaso ligero, por el polvo que se acumula.

Estas hijas mías se empeñan en llevarme con ellas para que las ayude, pobrecillas, tienen tanto trabajo… yo les plancho, les hago la comida, les tengo las camas hechas…Y tengo mi casa abandonada. Fíjate como está el patio. ¿Qué vamos a comer hoy? Estas hojas no deberían estar aquí. Hay que quitar las hierbas. Voy a colocar las macetas en su sitio. ¿Y estas cacas de perro? ¡No puede ser! No vuelvo a marcharme, de ninguna manera. Me quedo aquí, que es donde mejor se está.

Allí estoy bien. ¿Qué día es hoy? La casa es espaciosa, tengo mi habitación con mi televisor, vivo feliz y acompañada, pero me organizan demasiado la vida, me cuidan en exceso. A veces me agobio porque noto que me observan continuamente, me vigilan, y ese miedo que tienen por mí, por mi seguridad, para que haga las cosas correctamente, para que no sufra ningún contratiempo, acaban transmitiéndolo, de manera que yo también me vuelvo temerosa y cobarde.

Por eso quiero estar en mi hogar, para sentirme más libre. ¿Qué comemos? Procuro decírselo sin resquemor, de manera que no se sientan ofendidas al pensar que su hospitalidad me es ingrata o me hace desgraciada. No es eso. Es que quiero estar en mi sitio, en mi mundo, el que yo construí y mantuve para ellas.


-¿Está mamá contigo? pregunto por teléfono. He dado la vuelta por el pueblo y las vecinas no la han visto. Temo que se haya extraviado, aunque nunca se ha perdido, siempre ha conocido todos los lugares y se ha orientado muy bien. Claro que alguna vez tendrá que la primera…. estoy preocupada

- No te apures, seguramente se ha entretenido hablando con cualquiera, ya sabes cómo es. De todas formas vamos a salir a buscarla, yo voy por la carretera, tú vete por el campo de futbol y nos vamos llamando.

Tengo que ir a por leña por si cambia el tiempo. Estas chicas no piensan en nada, creen que vamos a calentar la casa sin encender el fuego ¿Dónde se ha visto? Qué manía tienen con que no ponga la chimenea, toda la vida nos hemos calentado con ella. ¿A cuántos estaremos? Voy a tirar por la cuesta abajo hacia la dehesa, allí encontraré todos las ramas que quiera, seguro que han podado las encinas y los alcornoques… ¿Qué día es hoy? ¿Qué vamos a hacer de comer?

Debo recordar algo qué me han dicho mis hijas, pero esta memoria mía... Ya me vendrá, cuando menos lo espere. Cómo me gusta pasear por este camino, ahora no sé adónde va, pero cuando llegue me acordaré. ¿A cuántos estamos?

Observa la cantidad de leña que hay en este monte, parece como si estuviera esperando a que yo pasase a recogerla. La atroparé aquí a un lado y a la vuelta me la llevo, que si no pesa mucho. O les digo dónde está y que vengan ellas con el coche a recogerla. Que habrá pasado con la que tenía a la puerta de casa, seguro que alguien se la ha llevado… Era una buena leña, me la traen cortada a una medida para que yo pueda manejarla. No es bueno estar fuera de casa. ¿Qué comemos hoy?

¡Qué día más lindo! No hay ninguno así en otro lugar. Aquí siempre hace buen tiempo, nunca llueve, ni hace frio. ¿Hoy es martes? Se obstinan en llevarme para allá, pero yo quiero estar aquí, rodeada de mis cosas -aunque tengan la manía de tirarme la mitad de ellas-, calentándome al amor del fuego, hablando con las vecinas, sentándome en el poyo de la puerta… Y no es que allí no esté bien, es que no es mi sitio. Siento que al alejarme de aquí dejo algo abandonado, aunque no sé exactamente qué es, algo que me desasosiega, será la casa.

Fíjate, he llegado de nuevo al jardín. Parece más grande. Si claro que es más grande, porque está más limpio. Es como un prado y me encanta. Tiene tanta amplitud… Y está tan lleno de gente. Aquí están mis amigos, mis vecinos, mi gente. ¿Qué hacemos de comer? Es un lugar muy particular, el sol llega a todos los escondrijos y les da vida, por eso me seduce tanto este espacio. Aquel recodo es especial, queda al abrigo de los viento. ¿A cuántos estamos? Me gusta ese rincón, no alcanzo a recordar cuántas veces me he sentado en ese banco y he cerrado los ojos dejando que el sol me ilumine el rostro. Éste es mi sitio. Sé que se me olvida algo, pero ya lo recordaré. Así, bañada de luz me siento en paz.


- ¡Mírala! Sabía que la encontraríamos aquí. Es curioso cómo nos equivocamos continuamente respecto a su estado y a su enfermedad. Seguramente, si le preguntamos por qué está aquí no sabe contestar, pero sus pasos la han traído hasta el cementerio donde ha acudido siempre para serenar su ánimo, un lugar que aparentemente no recordaba hace tiempo, o eso creíamos. Lo único bueno que había traído este mal era precisamente el olvido de esa pena que la acompañaba siempre y de su lealtad a nuestro hermano muerto. Y, de nuevo, la realidad nos contradice.

Sentada en un banco, delante de la tumba de su hijo, apoyaba la cabeza sobre la pared y mantenía sus ojos cerrados. La luz del sol le bañaba el rostro introduciéndose en cada una de las arrugas de su piel y la iluminaba, de esta manera le confería ese aspecto de bondad que sólo tienen aquellos que están en paz, libres ya de las inquinas humanas. Pensábamos que el alma la había abandonado, pero no era así.

Durante más de cuarenta años había sido su cita obligada, un encuentro recurrente, libre de rencor, que renovaba sin cadencia alguna y que, según decía, la reconfortaba, porque así no le dejaba en el abandono. Intentaba vivir con la ausencia, pero no podía evitar que acudiesen a su mente crueles imágenes sobre el aspecto que tendría aquel cuerpo joven encerrado en un ataúd de madera, el estado de la ropa que vestía aquel terrible día, su carita de niño…

-¡Qué bien se está aquí!

- Sí, hijas, es el mejor lugar del mundo. Sentaos un rato conmigo. ¿Qué día es hoy?¿Qué vamos a comer? ¿No me andaríais buscando? Sólo he salido al jardín. Hace un día tan bueno y se está tan bien aquí, en casa…

M. Maximina Moreno Arce
Grupo A


Mi árbol 

Yo no tenía una casa, mía en exclusiva, tenía un árbol, con su esencia y la mía.
En la casa familiar se estaba bien, se conversaba mucho con los padres, reíamos nos peleábamos los muchos hermanos.
Yo intentaba infectar a los pequeños de literatura con cuentos y poemas, pero cumplía el papel, el de hermana mayor, que no había elegido, era delegada en funciones paterno filiales.
Pero tenía un secreto, sin secretos y dudas ya se sabe que no hay infancia, bueno, un secreto de secretos, me explico: en la parte trasera de la casa había un huerto con dos nogales; uno de ellos era especialmente corpulento y acogedor. Cuando lo abrazaba, no podía abarcar más de la mitad de su tronco, recio y amoroso. Sus frondas daban en el suelo porque aquellas raíces, ¿Cómo las mías?...se alimentaban de un pozo oscuro…
Allí, sentada en la hierba, era yo y era feliz. Tenía un columpio y ,en el invierno, allí subida veía tierra cielo, tierra cielo…Jugaba llena de alegría los días soleados. Debajo de aquellas ramas descubrí teóricamente el sexo y sus misterios leyendo libros de mis padres, el amor a la naturaleza y a la soledad plena estudiando a Fray Luís y otros poetas: ¡Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido!...
Me asomaba al pozo alimenticio y descubrí la paradoja y el misterio de la muerte en el cielo reflejado en el fondo. En otoño me atiborraba a nueces, me comía pequeños cerebros vegetales y aspiraba el olor maravilloso de las hojas
ya un poco marchita, sentada en un cojín a su sombra leía y leía y era feliz.
Cuando lo arrancaron, porque se secó el pozo y el nogal con él, lloré como nunca en aquellos años de mi adolescencia; antes lo había contemplado enfermo bajo la luna y escribí más tarde un poema  primerizo sobre aquel árbol tan sagrado. Mi casa en exclusiva.

Emilia González
Grupo B


La casa de mis padres

Hoy está cerrada. Apenas acudo al pueblo y cuando voy no me apetece ir a mi casa y no ver a nadie. Las visitas esporádicas son para asistir algún funeral de algún familiar. Dejo el coche en la puerta y no soy capaz de entrar. Veo una cortina puesta en la puerta de entrada y las ventanas bajadas, una tía se ocupa de abrir y ventilar las habitaciones. El corral está lleno de maleza y los árboles frutales están sin podar. En varias ocasiones me han llamado por teléfono para intentar comprarla. Siempre digo lo mismo "No se vende" y sé que tampoco la voy a ocupar.

Luis Iglesias
Grupo B


Volver

La cerradura del candado estaba bloqueada. Con un pequeño esfuerzo logré liberar la cadena que apretaba las dos hojas de hierro de la puerta del jardín. Empujé con suavidad, luego con más fuerza, para finalmente dar una patada en la parte baja de una de ellas que se abrió con estruendo. Cinco gorriones huyeron piando de entre las hojas del lilar florecido. Las zarzas, las yerbas y la maleza casi habían ahogado el sendero que conducía a casa. Gire la llave y la puerta de madera abrió dócilmente para dejar que me envolviera el silencio y la soledad. Allí estaba inmutable el retrato de ellos, colgado y presidiendo. No tardó en llegar a mí la voz grave y el abrazo cálido de mi padre, los besos sonoros y amorosos de mi madre, y la admiración de mis hermanas porque había vuelto distinto del colegio, más guapo según ellas, más mozo a decir de Pepe. Ali ya me había preparado la bici vieja para ir al río y con impaciencia me subió al desván donde la tenía recogida. Pronto discutiríamos y nos pelearíamos y nos abrazaríamos y seríamos, como siempre, hermanos. Del corral me llegaba el sonido del cencerro de la vaca Carcelera, el cacareo alegre de la gallina saliendo del nidal, el gruñido de los cerdos que, según mi padre, “llevaban buena vara”. Y de pronto, el ruido de los pucheros, voces llenas de vida y vida llena de ilusión. Y mi madre, siempre ella, como todas, que parecía no estar y lo ocupaba todo. Y al poco, el repicar de las campanas y el trajinar nervioso con nuestros trajes nuevos, con nuestra risa alegre. Me afligí con el respirar angustioso de mi padre, y la cama, y el retrato de ellos colgado y presidiendo, pero sin ellos, pero sin nadie. Silencio y soledad.

La casa entera, cada habitación recorrida, estaba sumida en una penumbra, apenas iluminada por mínimos rayos que se colaban entre las persianas. Todo estaba ordenado, dolorosamente ordenado. El tiempo se detuvo en el eterno despertador que continuaba en el aparador de la cocina, convertido en guardián del pasado, pero sin la voz grave de mi padre, ni mi madre llenándolo todo, ni el muchacho al que admiraban las hermanas, ni la vida retozando desde cada rincón, ni la vaca del cencerro, ni Ali, ni Pepe , ni las voces cantarinas de mis hermanas. Sentí opresión en el pecho y un nudo fuerte en la garganta. La visión se me volvió borrosa. Salí, candé y gotitas de dolor fueron regando el estrecho sendero que atravesaba el jardín. Al abandonarlo noté como enredado en el rosal de rosas rojas, se me quedó una vez más un trozo del dolorido corazón.

Evaristo Hernández
Grupo B


El chalet
El lugar, al fin, es un cadáver, pero, nuestro querido cadáver. Una osamenta que se desmorona bajo el pasar de otros soles, de otras lunas. Reminiscencia y silencio reverente.

Hoy, la verja está candada. Y, al otro lado, un tropel de reformas y artilugios ajenos descalabran mi alma. Los intrusos llegaron después, mucho después de que el Edén, mi Edén, cerrase definitivamente sus puertas.

Un Mowgli en bañador corretea descalzo por el jardín. Detrás, su perra, al frente, una pelota. De puntillas, el niño acomete el rescate del balón sumergido en el abanico fragante de pétalos, a los pies de la farola. Pero la abuela le sorprende y sale tras él enarbolando su escobón: “¡Demonio de niño! ¡Mira que te tengo dicho que no tiréis el balón a las petunias, que me derrotáis todo el jardín!”. Otros críos irrumpen corriendo y coreando: “¡La manga riega! ¡Que aquí no llega!”. El abuelo trota y ríe, repartiendo manguerazos aquí y allá, hasta dar, ¿por accidente?, en las faldas de la abuela: los nietos ruedan sobre el trébol estallando en una carcajada general.

Pero hoy, mi apariencia ya no es la de ese niño. Hoy, mi tiempo ya no discurre sobre esas losas, ya no discurrirá sobre mi añorado esqueleto, sobre el chalet. Y… en la bodega en que mis primos y yo robamos, entre los quintos abiertos, algún que otro culín de cerveza, en la bodega de las reuniones clandestinas, aunque me mate la curiosidad por saber si aún flotará esa misma humedad, fresca, mohosa, densa y secreta, repleta de ecos estivales, jamás franquearé tal puerta; temeroso de profanar una cripta anegada de ausencias, y cuyo rostro, tal vez, empañaría para siempre ese reverbero, aún vívido, de mi memoria.

Roberto Sánchez
Grupo A


El desván

Las casas, como las personas, albergan a veces lugares ocultos rincones de la intimidad que se preservan con celo.

Ese rincón íntimo de mi casa, la de mi niñez, la de nuestra niñez la única que siempre ha sido mía y nuestra, ese

rincón íntimo estaba en la cima de la casa y era el desván para nosotros el sobrao.

Se accedía a ese territorio ignoto y misterioso desde una puerta de madera escondida en la carbonera. Los tramos de la escalera eran de piedra caliza erosionada por el paso diario de los habitantes adultos de la casa. La penumbra en la que se encontraba se iba convirtiendo en tenue claridad según ibas ascendiendo los tres interminables tramos.

La luz del desván la proporcionaban tres ventanucos abiertos en las gruesas paredes que parecían estar hechos más para espiar lo que pasaba en el exterior que para que la luz entrase. Cuando hubo electricidad una exigua bombilla iluminaba la estancia aumentando la sensación de claroscuro o naturaleza muerta.

La soledad del desván pergueñaba un aroma de ruina y rapiña que hacía de él un reducto del olvido. La cima de una casa que lo relegaba a la indolencia y la incuria. La atmósfera cerrada y polvorienta lo hacía se el acumulo de secretos y misterios.

Lugar vedado a los niños que en las largas entresiestas del verano hacían caso omiso a la prohibición y a escondidas subían para mirar y contarse sus secretos.

A medida que esos niños crecieron el desván se convirtió en refugio de la pubertad y en esos rincones sucios y oscuros y repletos de cachivaches, aperos, cajas que contenían los secretos bien guardados en la parte baja de la casa. Trajes, uniformes, telas, fotografías que servían para que nosotros nos inventaramos una realidad paralela pero que a lo mejor era la vida que habían llevado nuestros antepasados o los dueños anteriores de la casa.

Es cuando se enteraron de donde provenía ese olor acre que impregnaba el aire; allí estaba el Palomar separado del resto por saco de arpillera. También había sitio para la matanza, grandes varales llenos de collares de chorizo que dejaban su huella indeleble de grasa en las maderas del suelo.

Poco a poco las maderas se fueron abriendo y dejaban ver lo que ocurría abajo, y entonces era un lugar para espiar y para malbaratar nuestra inocencia infantil.

Poco a poco se fue vaciando el desván y se fue clareando. La matanza no curaba, las palomas abandonaron su hogar; para entonces ellos ya sabían que la infancia tiene siempre un lugar secreto y el suyo fue el Desván.

Lucio Gómez
Grupo A


La casa de mis sueños

Habito en las paredes que envuelven mis sentidos.
Desnudo mis recuerdos
para llenar de luz espacios de su estancia.
Puertas de carmín acarician mi piel
en la entrada del deseo.
Luces de neón disfrazan mi presencia,
pintada de silencios.
Alfombras de miel despeinan los rincones
con la inquietud del presente.
Techos de cristal, espejos de mi yo,
tatúan la mirada.
Imágenes ausentes descansan
en cojines de rojo atardecer,
bañados por la magia de un espacio intermitente.
Cortinas de cielo diseñan melodías en la casa de mis sueños,
nido de llanto y alegría envuelto en la imaginación.

Sofía Montero
Grupo B


La casa del pueblo

En mi casa del pueblo, en el comedor tengo unas enormes estanterías de libros de grandes escritores .
Cuando cojo un libro me gusta oler sus tapas y también al pasar las páginas.
Al lado de las estanterías aún huele a pintura pues estos días de atrás hemos estado pintando las paredes.
En la biblioteca disponemos de grandes escritores de libros antiguos .

David Álvarez
Grupo B


Cuartos

"Entró en la sala de estar y otra vez sintió que no era, que no había en él la misma esencia que otras veces; que sólo estar no era suficiente. Escapó de allí aterrado y, atropelladamente, entró en la siguiente sala, pensando que si conseguía parecer apagaría sus miedos y empañaría la falta de existencia que arrastraba de la sala anterior. Se concentró en acicalar la estancia: colocar los muebles, estirar las sábanas. Recorrió la casa en busca de las mejores alhajas y las fue colocando, una a una, en aquella sala.
Cuando terminó se cambió la camisa, se echó el perfume de las grandes ocasiones y se sentó en la cama, satisfecho. Al cabo de un rato miró a su alrededor extrañado, confuso. No podía entender por qué se sentía vacío en un cuarto abarrotado. Salió de allí malhumorado;
la puerta; también enfadada, dio un golpe seco tras él.
Se dirigió a su habitación desamparado, se quitó la camisa y la tiró a un rincón. El cuarto, medio vacío, le generaba una cierta sensación de nostalgia. Cansado y abatido, cogió un libro de la mesilla y se dispuso a leerlo. Entre sus hojas encontró una vieja foto y los recuerdos dibujaron una tímida sonrisa en su cara.
Descubrió su propio espacio entre esas paredes frías, sin adornos. Sus recuerdos y los objetos que le rodeaban le sumieron en un apacible estado de calma. Cuando, reflexionando, llegó a la conclusión de que no quería parecer, de que no le bastaba con estar, se quedó dormido.
Por fin había encontrado el cuarto de ser."

Aitana Marcos
Grupo A


La casa que me habita

Tiene un pálpito sereno, respira hondo, a veces tose fuerte, no es de extrañar pues padeció de neumonía cuando se inundó el patio. Se ahogó en aguas revueltas hace mucho cuando la estaba construyendo. En aquel entonces tuve que tenderla al sol y esperar con paciencia a que los rayos la oreasen para ver cómo iba quedado.

Luego ya seca, la planché, la doblé y la guardé en un cajón por unos años. Un día tuve necesidad de cobijo y abrí el cajón, desdoblé mi hura recóndita y me la volví a poner encima.

Ahora me habita su luz tenue de música callada y sabios libros sin palabras.

Pronto voy a sembrar un jardín, aunque se inunde si llueve. Si esto sucede, un buen corte de pelo al césped y secador de mano para el marcado. Hay que estar bien peinado para la nueva estación.

Antes tengo que subir al desván, necesito saber qué tiro y con qué me quedo, rescataré la cómoda vieja de mi madre, esa que tiene panza, tengo que restaurarla a mano, es muy delicada y antigua. Luego la pondré en el ancho pasillo de mi casa y sobre ella el resplandor ocre de la lamparita.

Aronbanda
Grupo B


Nuestra casa

Este verano tengo vacaciones y decido ir a tu pueblo a pasarlas. Siempre que voy me hospedo en el hotel pero esta vez es diferente, quiero quedarme en la casa de mis tíos, la que un día fue mi hogar.

Abro la puerta y nada más entrar tu recuerdo me golpea haciéndome sentir un escalofrío que me recorre el cuerpo porque a pesar de tanto tiempo tú sigues estando aquí y me pareces tan real que extiendo la mano para acariciar tu rostro y cierro los ojos y tu sonrisa invade mi alma dándome paz y haciéndome viajar a través de la memoria a esa edad en la que nos creemos que todo es posible.

Es domingo, me acabo de despertar, la luz que entra por la rendija de la ventana me deja ver las vigas de madera que hay en el techo. Estoy unos segundos mirando alrededor de la habitación y veo el candil que dejamos la noche anterior encendido cuando la luz se apagó. Froto mis ojos me asomo a la ventana y veo la parra que recorre el patio y la pila en la que abuela en breve irá a hacer la colada del fin de semana. En el fondo hay una leñera y veo un pajarillo posado extendiendo sus alas a los rayos del sol.

De repente un olor me hace dar un brinco y salir corriendo de la cama, travesando la habitación contigua me planto en la sala de estar donde está mi abuela en la chimenea haciendo roscos fritos. Ella está sentada en el borde de la silla, las llamas le hacen estar acalorada y su rostro luce con dos coloretes que le dan un aspecto muy saludable. En la mesa ha apartado un plato lleno de roscos que probablemente los dejó ahí para que se fueran enfriando mientras nos íbamos despertando. Cojo uno y mientras me lo estoy comiendo me siento la niña más feliz del mundo, el sabor del azúcar y del anís me llena toda la boca…es uno de los sabores más ricos de toda mi infancia. Mientras paladeo tan rico manjar suena la puerta de tu habitación y al levantar la vista te veo salir con el pelo alborotado caminando hacia el cuarto de baño. Me encantan los días sin clase porque puedo pasarlos contigo

Abro los ojos y una lágrima se desliza por mi mejilla cuando veo tu foto colgada en la pared. Nada de la casa ha cambiado de cómo estaba cuando este era nuestro hogar salvo, que mis risas aquí ahora están ausentes porque no puedo compartirlas contigo.

Mª José Marín
Grupo A


La casa que me habita

La casa que me habita es antigua. Tanto que resulta imposible medir la profundidad de sus cimientos. Lo he intentado, pero siempre hay algún punto donde las vigas pierden la dirección y el nombre. Creo no mentir al afirmar que es como la tuya, una joya que pulió el tiempo. No la elegi. Me llegó. Era, es preciosa, imperfectamente preciosa. Imposible no ceder al brillo fugaz de sus prismas. En ella di mis primeros pasos. En ella pronuncié mis primeras sílabas. En ella conocí la risa franca y el dolor Ráfagas de viento que modificaron su estructura y tallaron mi carácter. En ella vivo. Por mucho que quiera omitir su presencia, sé que vaya donde vaya y esté donde esté, soy suya. Es curioso, puede que al final no sea muy diferente a un caracol. Un caracol que a veces olvida que lo es o sin olvidarlo, pretende camuflar la espiral de su concha y la cubre de máscaras. Ninguna sobrevive. Me ha costado entender que existe un fondo que siempre me acompaña, y que desconocerlo me condena. Ningún cambio es posible sin saber por qué se hace. Cualquier modificación caprichosa es alimento del aire. Avanzar, dibujar un arabesco nuevo y luminoso sobre el caparazón que me cobija en la misma medida que me aplasta, no es fácil.

La casa que me habita tenía muchas salas. Algunas olían a humo de chimenea. Eran mis favoritas. Resultaban cálidas. Otras olían a lágrimas, estaban repletas de humedades ligeramente salinas que corroían la luz y los colores. Durante un tiempo, que no se determinar, coloqué alfombras, tapices, estatuas o lienzos hermosos con la intención de ocultarlas. No voy a engañarte. Mucho esfuerzo, la misma peste parásita. El hedor, ese hedor, no desparece si la causa que lo origina continúa viva. Nada, ni lo mas bello, es capaz de ocultar el aliento de los momentos muertos que no hallaron sepultura y vagan sin reposo. Fantasmas creo que los llaman. A su sombra, todo es ruina.

Un día, un ejército de espectros, ese del que yo huía con tiritas de porcelana, entró en la sala donde tenía por costumbre guarecerme. Su aparición fue inesperada. Jamás supuse que pudieran acceder allí. Nunca lo habían hecho. Su aspecto era más repugnante que su aroma. Es hoy, y aún no sé decirte por qué reaccioné como lo hice. Me levanté de la butaca. Me quité la ropa. Me acerqué a ellos. Acaricié uno a uno su cuerpos desfigurados. Posé mis labios en su boca y bebí con amor sus gusanos. Cuando di mi último beso, estaba sola. Tranquila y sola.

Desde entonces, la casa que me habita tiene muchas salas. Ninguna hiede. Puedo pasear por ellas sin temer que el agua estancada distorsione su hermosura imperfecta. Puedo ser.

Alrededor de la casa que me habita hay un jardín. Los ciclos de la luna pautan con suavidad el canto de sus mareas, la voz de sus olas amarillas, rojas o esmeralda.

En ocasiones, el rumor de las malas hierbas crece y lo que comenzó siendo un susurro de espuma sucia adquiere la fuerza de un tsunami. Como bien sabes, su tren de ondas puede reducir los muros más sólidos a pelusa de polvo. Es difícil mantener el equilibrio frente al desplazamiento vertical de esa enorme masa de hojas venenosas. Una falla marina no tiene piedad. Las estructuras se resquebrajan. Cuando su furia cesa nada está en su sitio. Si eso sucede, reviso mi concha. Se que si los fantasmas no anidan en ella, todo pasa. Las gemas no pierden su brillo porque la tierra las cubra con su mantra de desgracias.

La casa que me habita es antigua. Tanto que es imposible medir la profundidad de sus cimientos.
La casa que me habita tiene muchas salas. Ninguna hiede.

Por eso hoy, desde la casa que me habita, con o sin tsunamis, dibujo una espiral nueva en su concha. Algún día, alguien llevará su perfil en la casa que le habite. Quisiera que en su trazo hubiera la fuerza que da la ternura, el valor que otorgan las cenizas de un caos que se convierte en aurora, la sabiduría que nace de la templanza y por qué no, algo de magia.

Ana Isabel Fariña
Grupo B


Estar como en casa

Mi móvil me avisa de que no tengo batería, de que ya me está pasando, me está pesando el aire, la calle, los segundos. Como un soldado en retirada pienso, es hora de trinchera, de casa.
Una vez leí que más que seres con una identidad somos seres que nos identificamos. Nos edificamos, sumo yo, en los edificios donde fuimos felices. Donde sufrimos y después volvimos a ser felices, donde la batería fue cargada mil y una veces, mil y dos noches.
Mi casa, mis casas, son pues mi identificación con el dolor a veces, con la felicidad y la oportunidad siempre. Cerca de lo mío, de los míos, con los míos
Es pues la casa de mi abuela Pili, con sus 50 metros y sus 500 libros, una mesa camilla, unas faldillas, un brasero, veinte piernas de Merlos calentándose en él, comiendo lentejas, creciéndonos felices. Es pues la casa mi madre, un sofá en el que mis hermanas y yo vemos Padres Forzosos, mientras mi madre, sin que nos demos cuenta, hace cuentas, pelea un mundo que la ha sesgado y contra el que se rebela para siempre, con el fin de que no vuelvan a sesgar el nuestro. Es también la casa de mis hijos, sus caras de felicidad cuando se identifican con sus espacios, sus lugares, sus cosas que son sólo cosas, pero más que cosas cuando son compartidas. La mía cuando intuyo en sus ojos el camino reiniciado, la casa como generadora de pasado, de memoria, de afianzamiento de una certeza que les sostendrá, les acompañará siempre.
Tenemos que ser fuera, pero eso es imposible sin ser dentro. Ser, dentro, mis casas.

Néstor Valverde Merlo 
Grupo A


Historia de una camilla

Esta es la historia de una camilla alojada en un salón con mucha luz natural. Tan solo me permitiré unas líneas para describir ese salón, centro de nuestra vida familiar: se sitúa en un piso no muy grande pero al ser un ático y disponer de una pequeña terraza, es tan luminoso y colorido que contagia alegría; además siempre se puede echar una miradita al cielo. La pintura más llamativa es un enorme arco iris y en un lugar más discreto se halla, construido con piezas de puzzle, un cuadro que representa el regalo de la Vida hacia el hombre (unas manos ofrecen un paisaje de montaña, agua, hierba y animales en un fondo de cielo azul). En las estanterías los libros se disponen en orden entre fotografías y velitas. Dos rinconcitos invitan a la lectura sobre todo al atardecer, con dos puntos de íntima luz.

La camilla es de estilo tradicional, ese que ya no se ve en los modernos salones pero que yo me niego a sacar del mío. Con forma de círculo que representa la unidad, la perfección, lo eterno, ella es el centro de nuestra casa. ¡Es el testigo mudo de tantos momentos..! En invierno la vestimos con unas faldillas gruesas que aportan calorcito y en verano aparece desnuda mostrando todo su ser. Además se puede alargar y por ello puede acoger a más parentela que la familia nuclear.

Llegó hasta nosotros después de pasar por casa de la abuela. Fue regalo de bodas puesto que el dinero era escaso y aprovechamos todo aquello que pusieron a nuestra disposición. Como nunca nos ha gustado utilizar la cocina para las comidas, desde el primer momento en ella compartimos desde el desayuno hasta la cena. En los intervalos se veía adornada con alguna flor.

Una vez que llegaron los niños, ella fue soporte de muchos acontecimientos de la vida cotidiana. Escuchó las nacientes risas y llantos cambiando el pañal y las ropas de bebés, los iniciales balbuceos, el “ajuuuu, gagaga, mamá, papá”, las toses…, fue apoyo de biberones, juguetes y objetos indispensables como la mascarilla de aerosoles. Celebrando los primeros cumpleaños se colmaba de dulces y de regalos entregados por abuelos, tíos y primos con los que nos divertíamos.

Bajo la faldilla, escondite divertido sobre todo cuando aparecía el monstruo de las cosquillas. Sobre ella creció la Torre Eiffel en forma de piezas de colores, surgió el tren de plastilina, muñecos hechos con el cartón del papel higiénico, montañas con flores, comenzó el pintar sin salirse, el jugar una “brisquita”, el poner las piezas del puzzle y aplaudir al colocar la última. Hasta ella llegaban los Reyes Magos para recoger las inocentes cartas y disponer en montones numerosos regalos.

Más adelante ha sido cómplice de tardes de deberes, preparación de oposiciones, pintar cuadros al óleo, diseñar rutas ciclistas, apoyo de partituras.

Y en los últimos tiempos se ha deleitado con los avances de su primera dueña, la abuela, completando sopas de letras, pintando, escribiendo y, lo que nunca pensó que haría: construir puzzles.

Pero lo que más me gusta de nuestra camilla es lo que surge en torno a ella: cuántos desayunos contando las primeras noticias y planes del día, tertulias, charlas padres-hijos, confidencias, debates filosóficos, problemas personales, composición de canciones, invención de historias. Muchas veces disfrutando de infusiones, cafés, comidas, buenos vinitos… Momentos de familia a lo grande en Cumpleaños, Nochebuenas con abuelas y velitas recordando a los que ya no están, Nocheviejas con abuelos y tíos comiendo las uvas antes de tiempo; y días de brindis por distintos motivo. ¿Y cómo no?, lágrimas de dolor, de crecimiento, de dudas… pero que siempre terminan con algún abrazo que nos eleva y nos ayuda a seguir.

Verdaderamente, nuestra camilla es el símbolo de nuestra comunicación y vida familiar. Y, como en la “Historia de una escalera”, quizá las anécdotas y vidas se sigan sucediendo en próximas generaciones.

Y por si os lo preguntáis, sí, también estoy escribiendo esta historia sobre “nuestra camilla”.

Paloma Rodríguez
Grupo A


El sobrao
No sé si metere a trastear por el desván, si comienzo por allí se pueden retrasar mucho los preparativos de mi nueva casa, hay tantos trastos viejos e inservibles…
Me viene a la memoria el día que el abuelo dijo: “mañana madrugo” .

Cuando pronunciaba esas dos palabras juntas todos quedábamos petrificados, siempre llegaban cargadas de nuevos despropósitos renovadores. En aquella ocasión decidió que ya era el día de levantarse apara limpiar de una vez “el sobrao”. ¡Qué cándido el abuelo cuando de un madrugón pretendía ganarle la partida al tiempo en tres horas robadas al sueño!, ¡pues no pesan nada los dos dedos de polvo sobre los enseres!. Aquel polvo se colaba por las rendijas del suelo del desván y llovía del techo a las alcobas avisando de que el tiempo es fugaz pero contundente.

Horas y días se pasó la abuela luchando contra la tormenta de polvo sin poder dominarla. Un día desesperada madrugó. Compro metros y metros de plástico y le grapó un chubasquero al suelo para ver si así podía dejar el paso del tiempo plastificado en el desván.

Y llegó la mañana en la que el abuelo por fin madrugó. A todos nos dolió un poco la batida ¡Y mira que lo avisó veces!, volaron por la ventana hasta el carro en la calle cacharros, sillas, aperos y lo que es peor, la muñequita de comunión que vistieron las monjas de clausura para la comunión de “la Margarita”; los trazos y dibujitos de los cuadernos colegiales de los niños, las sartenes de tres patas, las cazuelas de barro, las medidas y los pesos –la báscula no porque nadie pudo con ella y a todos nos gustaba subirnos a pesarnos como sacos y mover el contrapeso-,. Con aquel impulso basurero- chatarrero arrasó el abuelo con todos los retazos de su propia historia.

Ganas me daban a mí de ir detrás del carro al vertedero y pillar a escondidas y en secreto algunas de esas pequeñas reliquias plagadas de viñetas familiares.

Unos años más tarde, le pegó el arrebato renovador a la abuela, decidió que las ventanas de madera del balcón y del ventanuco del sobrao eran viejas y feas. Quería unas ventanas de aluminio que no respirasen como las viejas, que no soplasen polvo, ni digiriesen carcomas, ni saludasen a los murciélagos amablemente.

Sentí que se avecinaba otra catástrofe familiar y decidí rescatar la vieja puerta del balcón de madera carcomida.

Me aprendí todos sus matices y hasta las viejas bisagras rotas y la embalsamé para siempre en mortaja perpetua de lienzo. La abuela se quejaba de los olores a oleos y aguarrás sin tener ni la más mínima idea del gran papel salvador que jugaba yo en la casa familiar y en las cosas que la habitaban, muertos vivientes que si pudieran hablar lo que contarían, guardianes de secretos familiares sospechados y nunca oídos por mí.

Aronbanda
Grupo B


La casa del bar

Mi casa es y será siempre la de mi niñez, en la que nací y aprendí a crecer aunque no viva en ella desde hace muchos años.

Una casa que construyó mi abuelo al volver de la guerra y en la que hizo también su negocio para ganarse la vida, un Bar.

Es un edificio grande y antiguo con suelos y techos de madera y en el que se fueron sucediendo diferentes negocios, bar, salon de baile, cine...

Cuando yo nací solo estaba en funcionamiento el Bar, regentado ya por mi padre, que ocupaba la mitad de la planta baja, la otra mitad era una cochera. Y en torno a ese bar discurría toda la vida de la casa.

Irremediablemente olía a café, al café que mi padre hacia como si fuera una pócima secreta y que incluso tiraba si no le quedaba con el color, textura o espuma adecuada a su criterio. También olía al humo del tabaco que se filtraba por el techo de madera y que hacia que las paredes de mi casa estuvieran amarillas aunque nadie fumase en ella.

Los sonidos también tenían que ve con el Bar. Yo hacia los deberes al son de conversaciones más o menos acaloradas y el sonido lejano de un televisor dando "el parte" o el partido de copa de Europa del Madrid. A mediados de los ochenta mi padre hizo una discoteca en la cochera que tuvo varias consecuencias entre ellas que el coche dormía en la calle y yo dormía los fines de semana escuchando las canciones de moda del momento y lejos de tener pesadillas era el día que mejor descansaba de la semana.

Los olores de mi casa se ampliaron cuando mi madre decidió usar una de las habitaciones de la casa para poner una peluquería. Muchos días al llegar de la escuela ya subiendo por la escalera notaba ese olor penetrante e inconfundible de los líquidos de la permanente que hacia que cogiera rápidamente la merienda y huyera a la calle. Loa sonidos también aumentaron, los sábados por la mañana me despertaba el ruido del secador y la cháchara interminable de las clientas.

Por lo demás la casa tenia sus propios sonidos derivados de un suelo de madera viejo que crujía al caminar y un desván en el que silbaba el viento y en el que yo me empeñaba en oír pisadas y ruidos desconocidos e imaginarios.

Y esa es y será siempre mi casa...

Beatriz Gorjón
Grupo B


Aquella casa
Era una oscuridad absoluta en esa casa.
Y sin embargo, me daba la impresión de que alguien desde algún pequeño orificio miraba cada uno de mis movimientos, hasta incluso cuando cogía los viejos libros
Crujían las escaleras al subir a cada una de las estancias.
Rondaba la leyenda que una antigua empleada se ahorcó en el segundo piso.
Y la verdad al encontrarme en esa habitación de terraza tan amplia me daba la sensación de que, había alguien y no sabía quien.
Luego, me asomaba a la cocina y veía un amplio jardín.
Que daba a lo que han echo ahora, piscinas enfrente.
El amplio nogal que daba nueces, paseabas, el olor a húmedo, y fresas silvestres por el suelo...
Fueron varios miembros de mi familia a restaurarla.
Y la verdad ahora esta mucho más bonita, más moderna.
Llena de fabulosos libros de aquellos maravillosos años que vivió mi abuelo.

Iria Costa

Grupo B


Hablar por hablar
“Mi casa está en el mar
con siete puertas.
Yo ya no vivo allí,
pero me espera”.

(Pedro Guerra)


Demasiado aire. Esta casa mía tiene muchas corrientes y así ando yo, todo el día constipado, con esta tos que no consigo sacarme de encima; pero tampoco me voy a quejar, al menos tengo un techo.

Le falta calefacción – sí, ya sé que decía que no me iba a quejar -, a veces hace frío y el invierno en esta ciudad es largo, demasiado largo. También es verdad que ya quisieran otros tener estas vistas, el fresquito en el buen tiempo, el suave rumor del agua que se desliza – pausada – y me arrulla en las noches tranquilas de primavera… sí, todo un lujo, es verdad.

Aunque, si me tengo que quedar con algo, me quedo con la gente. No sé si llamarles “vecinos”, tal vez sea mucho decir, porque siempre es gente de paso; a veces aguantan más y a veces menos – hay gente que vive mucho de las apariencias y les da un poco de vergüenza vivir aquí, prefieren sitios más “selectos” y, en cuanto pueden, se van-. Pero también están los que le cogen gusto a esto y acaban siendo como de la familia: cuántos rostros, cuántos nombres, cuánta vida, cuánta muerte.

Las ventanas son demasiado amplias – otra vez las quejas -; no tengo intimidad, es imposible poder poner unas cortinas que protejan un poco – solo un poco – mi vida de las miradas ajenas; y debe ser que lo de entrometerse en la vida de los demás se ha convertido en deporte nacional porque parece que soy un concursante de Gran Hermano; ¿te imaginas? ¿Qué dirían mis padres y mis hermanos si – después de tantos años – me vieran en un programa de la tele, triunfando, siendo famoso y apareciendo en todas las cadenas? Bufff, fliparían. De todos modos, no sé si sigue habiendo ese programa, yo no tengo tele. Es lo que tienen los puentes, en cuanto colocas algo de mobiliario, vienen los pitufos a decirte que la acampada libre está prohibida.

Fco. Javier Portilla
Grupo A


Cuartos de ser, estar y parecer

Por su cumpleaños, Aysel pidió un único regalo: ver la luz del sol de verdad. Era una maniobra arriesgada, pero Demir no pudo negarse, pues cumplir el deseo de su hermana estaba al alcance de su mano. Y, por primera vez, se dejó acompañar hasta la puerta.
Aysel contuvo la respiración en un instante mágico. Un profundo recogimiento le impidió pestañear, pese a que el afilado viento sacudía con fuerza su inacostumbrado rostro. El frío, despiadado, atravesaba la túnica de la joven en el umbral de la cueva. Fuera, el sol hacía vanos esfuerzos por penetrar las tupidas nubes que lo escondían de la mirada de los hombres. Aquello no era nuevo: un día más, la intensa claridad chocaba con una fría neblina que desdibujaba el horizonte boscoso, salpicado de los pequeños montículos que componían el extremo superficial de la ciudad subterránea Pozo-profundo.
Demir la apremió: había llegado el momento de regresar. Entre temerosa y fascinada, Aysel observó por última vez aquellos retazos de una realidad que no era la suya y que se le antojaba extraña y seductora. Sabedora de los riesgos que corría su hermano, la joven murmuró unas apresuradas palabras de despedida y tomó el camino de vuelta, algo agitada.
Solo se sintió tranquila después de haber descendido un par de pisos y serpenteado a lo largo de aquellos pasadizos cavados en la roca. La calidez de los túneles alumbrados con lámparas de aceite y el contacto con la gente que se cruzaba con ella la envolvían en un halo de seguridad dichosa.
Durante toda su vida, Aysel se había afanado en desarrollar un complejo mapa mental donde iba guardando con celo el lugar exacto de cada recoveco cavernoso de la ciudad bajo tierra. En su interior, jugaba con el lenguaje e instalaba a capricho cuartos de ser, cuartos de estar y cuartos de parecer, dándole un sentido íntimo y especial a la radiografía de Pozo-profundo que portaba en su mente.
La joven retornaba al vientre de la tierra caminando con los brazos escondidos bajo la túnica, buscando recuperar el calor que había perdido en la superficie. En aquellas autopistas de lo subterráneo la temperatura era constante y bastante superior a la que asolaba el desconsolado mundo exterior. Aysel se sentía protegida en aquel gigantesco cuarto de estar. Pozo-profundo era su hogar. Era una ciudad que vivía enterrada desde hacía siglos y que servía de bastión impenetrable para los que no habían sucumbido a una glaciación que había arrasado civilizaciones enteras.
Aysel compartía aquel orgullo de pueblo valeroso, superviviente, seguro de sí mismo. Y sin embargo, cada vez más frecuentemente acudía a la sala de culto en busca de un consuelo que no le podía dar la seguridad de su mapa mental. Por ello, a Aysel no le costó llegar a aquella estancia circular ubicaba en la zona central del octavo nivel.
Entró despacio: la abundancia de luz parecía advertirle el hecho de estar internándose en un lugar sagrado. Un número excesivo de antorchas rodeaban las cuatro columnas que sujetaban la cúpula más grande de Pozo-Profundo. Aysel sacó las manos de entre sus pesados ropajes. Por fin estaba en su cuarto de ser, donde podía dejar de esconderse.
El templo había sido tallado en la roca formando una circunferencia exacta en cuyo centro se situaba, sobre un pilar, el disco de Haarina. Aquel símbolo de la diosa-sol había sido esculpido en la misma piedra anaranjada que componía el resto de la ciudad. Una pieza circular, forjada en un metal dorado, rodeaba el disco y le otorgaba un brillo sobrenatural.
La joven se acomodó en uno de los montículos de piedra pulida que servían de bancos en aquel austero templo. Cerró los ojos y se dejó acariciar por el calor que emitía el fuego. Se sintió libre de poder conversar con su diosa: Aysel depositaba en Haarina sus más recónditas inquietudes.  
Aquel día, su hermano Demir le había regalado un vistazo al mundo más allá de Pozo-profundo. Aysel pensaba acallar su desasosiego comprobando con sus propios ojos lo inhóspito de la realidad fuera de los seguros muros de su casa. Por supuesto, creía en los testimonios de los rastreadores, entre los que se encontraba Demir, que sí salían a menudo en busca de leña, alimentos y demás provisiones. Pero le costaba enormemente conformarse con una larga y previsible existencia subterránea para el resto de su vida.
Aysel miraba fijamente el disco de piedra y metal. Allí era capaz de confesar la verdad que inquietaba a su corazón adolescente: amaba vivir en Pozo-profundo, pero… ¿cómo sería ver sin necesidad de lámparas? ¿Le gustaría corretear libremente, sin conocer la dirección exacta del camino? ¿Es verdad que hubo un tiempo en que el sol brilló con fuerza? Y, en silencio, preguntaba directamente a la diosa: “Haarina, ¿tú te enfadarías si nos instaláramos fuera?”
No podía evitar sentir curiosidad, una curiosidad turbadora que le susurraba al oído interrogantes sin respuesta y que le empujaba a salir a la luz para resolverlos por ella misma. Lo peor de todo es que sabía que esos pensamientos estaban prohibidos para ella, que vivía día a día y sin remedio en un cuarto de parecer. Así llamaba Aysel a la estancia que habitaba con su familia. Cada integrante de Pozo-profundo debía desempeñar un papel y, para ella, no estaba permitido ser rastreadora como Demir. Como mucho, aspiraba a ser cocinera y llegar a sustituir a su madre. Sí, era una ocupación que gozaba de prestigio, pero ese futuro escrito no aliviaba la inquietud de Aysel.
¿Y si todo aquello no fuese más que una farsa? Pero, el terrible frío que ella misma había sentido en el umbral de la superficie era la prueba que confirmaba la realidad a la que pertenecía. Había experimentado en sus propias carnes la clara evidencia que demostraba que necesitaban guarnecerse en Pozo-profundo para sobrevivir al temporal. Y, al mismo tiempo, Aysel no podía evitar preguntarse cómo sería la vida allí fuera.
El metálico sonido del gong anunciando la hora de almorzar cortó la cadena de pensamientos que angustiaban a la joven. Hacía un rato que se había quedado sola con Haarina, pues sus acompañantes se habían marchado, prestos, a comer. Aysel se levantó y, en soledad, murmuró la oración de despedida de la diosa-sol. Pronunciaba cada palabra con los ojos vidriosos, mirando el disco sin poder evitar sentirse atrapada entre muros, unos muros conocidos y seguros, pero muros a fin de cuentas.

Beatriz González García
Grupo B


La casa de la plaza
Mírame, aquí estoy: la casa de la plaza; antes altiva, majestuosa e imponente; ahora, aunque rodeada de otros muros, decadente y sola.

Abandonada. Cerrada a nuevas vivencias y recuerdos. Muda. Herida.

Un día, el alma que me sostenía se fue. Gracias a su fuerza, me llené de risas, de movimiento, de ruido, de lo bueno y de lo malo: de vida. Pero, desapareció. De repente, sin despedirse siquiera, nos la robaron. Con su marcha, todo acabó. Y por ello, me siento ya condenada al olvido.

Sin embargo, me quema la felicidad que conservan mis rincones y objetos, las vivencias amargas y alegres. Quieren salir. Se resisten al extravío. Luchan, porque, incluso las más tristes, se niegan a la soledad fría que recorre mis paredes.

El frío antes no importaba. Ellos volvían siempre; cada fin de semana; cada invierno; cada navidad. Bastaban la chimenea y la alegría para calentar los cuerpos más helados. Ahora, en cambio, el frío los ha congelado.

Cada uno posee su herida y su nostalgia. No soy la única a la que le duelen los recuerdos. A veces llega la nieta, a la que vi nacer y crecer. Abre la puerta, recorre pausadamente las habitaciones, mira, detiene su paso, se sienta, recuerda, esboza una leve sonrisa y llora.

Cada lágrima suya agrava las grietas de mis cimientos. Duele verla tan rota, sin esperanza, con el corazón lleno de espinas, llorando las ausencias. No quiero verla así y, sin embargo, la necesito cerca. Su presencia es una vana esperanza que me mantiene brevemente viva. Porque no quiero morir. Deseo renacer, volver a sentir la vida en mis venas. Sólo tu alma puede salvarme… No te vayas… Por favor, vuelve… Mírame; sigo en pie…

No sé cuándo me derrumbaré. Ya no espero, desespero. Pues sin ti no soy nada.

Toñi Martín del Rey
Grupo A

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