Hablamos de la presencia de la lluvia en las canciones tradicionales, de recuerdos de infancia asociados a la lluvia, de cómo las palabras nos empapan, de lo diferente que es la lluvia cuando es deseada o cuando es inesperada, de lo importante que supone mojarnos en las situaciones sociales que demandan nuestro compromiso.
Primero llenamos la mirada de lluvia. Y en esa labor nos ayudaron algunos pintores:
Seascape Study with Rain Cloud de Constable
Calveros de flores después de la lluvia de Kandinsky
Camposanto en la lluvia de Van Gogh
Paisaje con lluvia de Kandinsky
Snow Storm de Turner
Viajeros en la lluvia de Hiroshige
Después empapamos bien las palabras en lluvia. Neruda y Borges nos ayudaron con sus poemas:
La lluvia
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Jorge Luis Borges
Llueve
Llueve
sobre la arena, sobre el techo
el tema
de la lluvia:
las largas eles de la lluvia lenta
caen sobre las páginas
de mi amor sempiterno,
la sal de cada día:
regresa lluvia a tu nido anterior,
vuelve con tus agujas al pasado:
hoy quiero el espacio blanco,
el tiempo de papel para una rama
de rosal verde y de rosas doradas:
algo de la infinita primavera
que hoy esperaba, con el cielo abierto
y el papel esperaba,
cuando volvió la lluvia
a tocar tristemente
la ventana,
luego a bailar con furia desmedida
sobre mi corazón y sobre el techo,
reclamando
su sitio,
pidiéndome una copa
para llenarla una vez más de agujas,
de tiempo transparente,
de lágrimas.
Pablo Neruda
Y cerramos con un microrrelato en el que un pequeño detalle meteorológico tiene una enorme trascendencia:
Amor de lluvia
Siempre he amado la lluvia.
Aquella mañana de sábado, las gotas recorrían su frente tras resbalar de su pelo rubio, hasta alcanzar ese ardiente escote y morir en sus volcanes. Luego de esquivar un último charco, nos secamos la lluvia bajo sus sábanas rosas, envueltos en la melodía del agua contra sus cristales.
Ya sólo me restaba concretar mi coartada para evitar las sospechas y preguntas de mi mujer. En mi móvil, yo guardaba fotos de comidas y cenas de trabajo, así como de mi oficina. Como únicas premisas: nada de selfies (mi pelo, barba e indumentaria podrían indicar que la foto no fue tomada en tiempo real), ni de relojes ni calendarios. Para la ocasión, escogí una foto interior de mi oficina, y le añadí el texto “finalizando inesperadas tareas de un aburrido sábado”, justo antes de enviarla a mi querida esposa. Inmediatamente, borré la imagen para no volver a utilizar esa misma en el futuro. Las nuevas tecnologías podían ser las cadenas que me mantenían localizado y controlado, pero también la herramienta para evitar esa condena.
Al llegar a mi casa, la encontré vacía. Mi mujer no respondía mis llamadas y mensajes. Ni una nota, ni una pista… salvo el ordenador encendido.
Desbloqueé la pantalla, y apareció la foto que yo le había enviado a su móvil. A esa escala, se apreciaban mejor los detalles: montañas de papeles ordenados sobre mi mesa, un teléfono, bolígrafos, la parte posterior de mi monitor… y en la esquina superior derecha de la imagen, una esquina inferior izquierda… ¿de qué?
Al ampliar la foto, en esa zona se distinguía una mínima fracción de una pequeña ventana. Mostrando un cielo rabiosamente azul y ajeno a la belleza de la lluvia que había empapado el día sin conceder un respiro.
Siempre he amado la lluvia. Hasta ese maldito sábado en que me costó un divorcio.
Pedro J. Martínez
Calados de palabras hasta los huesos nos preguntamos finalmente si tenía razón Borges cuándo decía que la lluvia es algo que sucede en el pasado. Y la voz de El Cabrero rompió a llover:
Propuesta de escritura
Propusimos como tarea trabajar con diez palabras relacionadas con el término "nube" y con las ilustraciones que Elena Odriozola hizo para el libro UR: LIBRO DE LLUVIA, con Juan Kruz Igerabide y Oihane Igerabide publicado por Cénlit Ediciones
Y estos son algunos de los trabajos enviados hasta ahora:
Hombre mojándose y caído en el suelo
Al salir de casa para ir al trabajo, pensé en llevarme un chubasquero, ya que el telediario amenazaba un día de lluvia. Comenzó a llover de repente y aceleré el paso para tratar de llegar a unos soportales próximos.
Con las prisas me resbalé con una baldosa movible del suelo y me senté en un pequeño charco. Una pareja que pasaba riéndose debajo de un paraguas no me hizo ni caso, una señora desde la ventana miraba a la calle.
Yo siempre había pensado que la lluvia era riqueza para el campo, los ríos se llenaban de agua, se aprovechaba el día para estar en casa y leer, y al fin lo precioso de ver salir el arco iris.
Creo que a partir de hoy mi visión sobre la lluvia va a cambiar un poco.
Luis Iglesias
Grupo B
La niña
Caen recuerdos con la lluvia.
Hoy llueve en charcos de lodo. Es lluvia turbia que cuando cae remueve el fango aunque también florecen flores.
Hay tensión de lágrimas en los cristales que no quieren correr.
Recuerdos de invierno de calles vacías y lluvia clara que desfilaba por la cuesta entre el empedrado limpio para acabar en un cauce dónde se junta con mucha más lluvia y se forma otro cada vez más y más caudaloso hasta que llega a la boca que lo engulle.
A la salida del colegio una niña quiere representar bajo la lluvia su Obra, “¿Letras o gotas?”.
Mientras el narrador lee el cuaderno, la niña recoge las palabras en un bombín que ha depositado en el suelo
La moraleja es que si las letras se pueden fundir en lluvia, a las guerras se las puede llevar la corriente.
Antonia Oliva
Grupo B
Arco iris
Claros y nubes están anunciados chubascos, el sol se asoma de forma tímida, ¿quién podrá más? En mis planes para aquella tarde estaba darme un largo paseo hasta El Puntal, necesitaba mover las piernas, necesitaba que la brisa del mar me refrescase por dentro y por fuera, tenía que aclarar ideas, tomar decisiones, pensar, pensar mucho. La mañana había sido dura, la actitud de María, sus palabras, me habían caído como un jarro de agua fría, ¡menudo chaparrón me cayó!, sentí que nuestros planes se esfumaban, tendríamos que volver sobre el tema, replantearnos nuestra situación, había que dar algunas explicaciones, pero no era aquel el mejor momento, no se habría avenido a escuchar ni oír con serenidad, dentro de ella había una tormenta de sensaciones, rayos y centellas salían de sus ojos y boca, ¿cómo había llegado a esas conclusiones?, ¿ cómo podía pensar, dudar de que mi amor no era sincero, fuerte, verdadero, que era tan imbécil cómo para preferir una timba, como despectivamente la llamaba ella y, que en aquel momento yo también maldije?, había perdido parte del dinero destinado a nuestras vacaciones. Yo tampoco estaba en el mejor momento para un diálogo tranquilo. Opté por la retirada, seguro que ella también reflexionaría, confiaba que después de la tempestad llegaría la calma y al día siguiente podríamos hablar sosegadamente, siempre que llueve escampa, pues en eso confiaba yo, que esos nubarrones negros, que habían descargado tanta agua y parecía que arrasado nuestras ilusiones, y habían sido como un rayo destructor, al vaciarse, el sol brillaría con todo su esplendor y el arco iris volviera a lucir en nuestros planes.
Y sí salió el sol y, sí hubo arco iris, reflexionamos y nos dimos otra oportunidad, venció el amor a la tormenta. Una lluvia suave, serenita, lavó las malas sensaciones.
Inés Izquierdo
Grupo A
Perro mojado por la lluvia
Se había acercado al acantilado, el perro empapado por la lluvia.
Se acercó donde un grupo de narcisos adornaban el borde y donde la lluvia provenía del mar con frío, nubes oscuras terminó completamente por empaparle.
Por la noche siguió lloviendo con fuerza, y la melancolía acercó al perro a la orilla del mar, donde la arena empapada dibujaba el contorno de las olas que iba acercándose al lugar donde estaba el animal.
La pasión se adueñó del alma del perro cuando un niño fue a acariciarle: con mucho amor y ternura le rodeó en sus brazos. Se había echo tarde, el perro acompañado del niño fue acercándole a su hogar, donde los padres del niño le esperaban impaciente y preocupados.
Iria Costa
Grupo B
Lluvia
Lluvia en la piel
Lágrimas de cielo
tintinean en el aire.
La piel se hidrata,
limpia su textura,
barnizada de amor.
Lluvia de deseos,
peina la alegría
en un perro silencioso.
Vuelo de gotas
salpica su pelaje de algodón,
para envolver de luz
el mar de su mirada.
Sofía Montero
Gupo B
Un perro bajo la lluvia
Serían las 4:00 de la tarde cuando me dio la peste a
perro mojado. Esperaba a que vinieran por mí en el banquito justo bajo el alero.
De todas formas, la cara se me llenó de gotitas diminutas y frías, pues aunque
la lluvia había amainado y ya era más bien leve, caía en diagonal. Siempre
había perros realengos por allí. Algunos se escondían bajo los autos
estacionados, mientras otros husmeaban por el puesto que vendía sándwiches.
La más que me conmovía era la perrita amarillenta que
solía acostarse bajo el banco junto al que estaba sentada. Era grande y mansa.
Arrastraba dos hileras de tetitas hinchadas. No faltaba quien le llevara algo
de comer. Ese día no la vi. Me pregunté si ya algún carro la habría golpeado o
si alguien la habría adoptado, dos destinos válidos para una criatura como
aquella.
Miré en derredor, nada, ni uno solo de aquellos
animales. Supuse que habrían buscado resguardo, pero el olor rancio,
inconfundible, persistía. Me puse en pie al ver que llegaban por mí. Tuve que
abrir el paraguas y caminar un tramo. Entonces vi al perro mojado, muy peludo,
la pelambre blanca y grisácea chorreando. Apenas se le veían los ojos cubiertos
por los pelos. Traté de esquivarlo y me ladró dos veces. No en son de amenaza,
sino como si me saludara, como si hiciera un comentario banal sobre el mal
tiempo o me preguntara por un conocido en común. Le sonreí y siguió su camino. Maloliente
y sin paraguas, abría grande la boca para que se le llenara de agua.
Ismarie Díaz Flores
Grupo B
La estación de las lluvias
Tus ojos no paraban de llover; han sido días de silencio y de miradas.
Primero, me huías, te escondías, volabas ligera camino del sol ardiente como si
quisieras –mariposa- que acabara contigo de una vez por todas.
Llegaron las nubes y tu tristeza
era aún más grande vestida de gris, más inaccesible si cabe, con toda la sed
acumulada de noches y noches sin agua.
Hoy ha amanecido lloviendo; parecía que el cielo se desplomaría sobre
nosotras. Todo está mojado y no tiene pinta de parar. Hasta Leo, el perro de
las vecinas, ha venido a cobijarse al alero de nuestra casa. Y estando
sentadas, juntas, como hipnotizadas por el continuo repiqueteo de esa cortina
de lágrimas, ha sucedido el hechizo y has comenzado a hablar y ya nada podía pararte.
Con tus palabras se ha formado un río que se ha llevado corriente abajo
tu dolor pasado, tu vergüenza, tu no entender, tus porqués sin respuesta. Y
cuando a Leo le ha dado por sacudirse con todas sus fuerzas y nos ha puesto
perdidas de agua, las lágrimas se han tornado en risas y las risas en abrazos y
– como activadas por un resorte- hemos salido del portalillo y nos hemos
sumergido en ese lago vertical que, a fuerza de risas, de agua y de lágrimas
nos ha purificado. Y cuando me has mirado a los ojos he sabido que sabías y que
– por fin- comenzaba a amanecer.
Mientras volvíamos hacia la casa con Leo saltando a nuestro alrededor,
una monja nos miraba desde una ventana con gesto de desaprobación.
Javier Portilla
Grupo A
Llueve sobre Mojados
Bárbara escuchó aquellos latidos irregulares provenientes del canalón y
supo instantáneamente que la lluvia se asomaba a las ventanas de su casa. Se
levantó de la silla como un resorte y, con cuidado, caminó aprisa hasta llegar
al patio de luces. Por suerte, la casa no tenía secretos para ella. La terraza
daba a un hoyo blanco sorteado de oscuros tragaluces de los que colgaban
prendas recién lavadas. Una vez más, ganó a su madre y a su hermano detectando
el chaparrón, y llegó justo a tiempo para retirar la ropa seca antes de que
terminara pasada por agua. De vez en cuando, con las prisas, a Bárbara se le
escapaba algún calcetín que acababa cayendo en el patio del primero. Pero su
madre se guardaba el secreto y bajaba a pedírselo a la vecina en silencio, dejando
a Bárbara disfrutar de su momento. Adelantarse y recoger la colada antes que
nadie era una de las pocas cosas que le devolvían la ilusión desde el
accidente.
Con el tiempo, la joven había conseguido reconciliarse con la lluvia
hasta llegar a perdonarle el papel que tuvo en el accidente. Pasó meses enteros
repitiéndose machaconamente la misma pregunta, sin encontrar respuesta alguna:
“¿por qué decidimos coger el coche en medio de la tormenta?”. Y una corriente
de tristeza y dolor recorría su cuerpo cada vez que el aguacero caía sobre las
calles de su pueblo castellano. Apenas guardaba imágenes del accidente, pero
sufría el dolor del recuerdo posterior. Tenía grabado su despertar, el momento
en el que tuvo que despejar la incógnita de la ecuación más difícil de su vida.
Y es que la combinación fatal entre tempestad y tráfico dio como resultado la
ausencia de un padre para siempre.
Los médicos le dijeron a su madre que “había vuelto a nacer”. Eso sí,
no en las mismas condiciones. El milagro no había sido gratis: esta segunda
oportunidad la pasaría viviendo a ciegas y en un cuerpo remendado de arriba
abajo. Por ello, Bárbara se terminó dando cuenta de que, privada de la vista,
la lluvia era uno de los pocos elementos atmosféricos que podía sentir en una
tierra asolanada, cuyo paisaje estaba definido casi siempre por la intensidad
variante de los rayos del sol. Porque, a pesar de que su pueblo se llamase
“Mojados”, no era excepción a la regla castellana.
En otro tiempo, el agua había sido un incordio para ella. Odiaba
caminar con los pies mojados, arrastrar los bajos del pantalón llenos de barro
y llevar las gafas moteadas de gotas que emborronaban su visión. Esos días
grises privaban del buen ánimo a cualquiera y más en una tierra tan poco
acostumbrada. Sin embargo, en su nueva situación, Bárbara había aprendido a
admirar los días de lluvia: ya le daba igual pasear con las gafas chorreando y
se había comprado unas botas de agua para caminar sin miedo sobre los charcos.
Faltaban pocos días para la fecha del fatídico aniversario y aunque
había recuperado cierta normalidad en su vida e incluso había vuelto al
instituto, seguía sintiendo miedo. Mojados no era muy grande pero lo suficiente
para perderse y acabar siendo, una vez más, el tema de conversación. También
sentía miedo ante la perspectiva de tropezar y sufrir otro percance de nuevo.
Por eso, nunca salía sola a la calle, su hermano o su madre siempre la guiaban.
Y sin embargo, sabía que aquello no podía durar para siempre. Necesitaba volver
a ser dueña de sus pasos y aceptar, por fin, su ceguera.
Y aún tenía una deuda pendiente con su padre, casi un año después. Le
habían enterrado mientras ella estaba en el hospital con un pie en otro mundo.
Y Bárbara nunca llegó a ir al cementerio, por evitarles el mal trago a sus
acompañantes. Hasta aquel sábado gris. Si estaba lloviendo, tan cerca de la
fecha, era por algo. Bárbara siempre decía que, en Castilla, la lluvia elegía
sus momentos a conciencia. Por ello, aprovechó un instante de soledad en casa
para enfundarse su chubasquero y sus botas de agua, mientras agudizaba sus
oídos, buscando identificar el tipo de lluvia al que se iba a enfrentar. Había
empezado siendo un sirimiri pero ya pinteaba; era una lluvia agradable.
No cogió paraguas, no se manejaba bien con él y con el bastón a la vez.
Bajó las escaleras con sigilo, haciendo memoria y ordenando la ruta que debía
seguir. El cementerio se encontraba relativamente cerca de su casa. Abrió la
puerta del portal y recibió una bofetada de humedad y aroma a tierra mojada.
Desde el umbral, sacó la palma de su mano para medir el calibre de las gotas.
Adelantó su bastón y dio el primer paso, intentando desterrar los terribles
pensamientos que acampaban en su cabeza desde hacía un año.
El viaje tenía algo de iniciático. Bárbara andaba despacio, pero no
tenía prisa: hasta mediodía no volverían a casa. Las vibraciones constantes de
los adoquines rayados en las aceras dieron paso a la superficie silenciosa del
asfalto. Ya casi fuera de Mojados, las calles se estrechaban y las aceras
desaparecían. Sabía que iba en buena dirección gracias a las ráfagas de sonido
que dejaban los coches tras de sí y que sentía cada vez más cerca. El
cementerio estaba a las afueras, justo al lado de la transitada carretera que
conectaba el pueblo con la autovía. Pronto dejó atrás el asfalto y sintió cómo
sus botas se hundían en el embarrado camino que desembocaba en el cementerio.
El bastón se deslizaba con mayor dificultad por la irregularidad del
terreno, lleno de piedras. La lluvia arreció y cobró fuerza, pero no le
importó. El viento soplaba con fiereza, libre de edificios a su alrededor. Pero
ya estaba casi llegando y no le prestó atención. Por dentro, Bárbara repasaba
las nítidas imágenes que le quedaban de su padre en la memoria. Sintió cómo lágrimas
calientes comenzaban a almacenarse en sus ojos lastimados.
Y tropezó. El bastón, mojado, no frenó la caída y, de pronto, Bárbara
se vio con las rodillas hundidas en el barro y las manos ardiendo de haber
parado el golpe. Sintió los latidos del corazón, acelerados, sacudiendo sus
sienes y recordó por un segundo el golpe que le dejó sin vista y sin padre. La
tromba de agua le llovió en la espalda, inmisericorde. Y rompió a llorar en
silencio, petrificada bajo la lluvia, anclada en el barro. El tiempo se
desdibujó y las fisuras en su cuerpo y mente quedaron a la luz, reflejadas en
el agua de los charcos que la rodeaban.
Hasta que aflojó la lluvia, dando paso a una cierta claridad que no
pudo ver. Con las gafas anegadas de agua por dentro y por fuera tanteó la
viscosa tierra a su alrededor, en busca del bastón que se había escapado de su
mano. Se incorporó lentamente mientras escuchaba el ruido de fondo de los
coches alborotando los charcos en la carretera, todos ellos ajenos a su
tragedia.
Beatriz González
Grupo B
Lluvia
“
Llueve en mi corazón…” ( como dice en uno de sus poemas Paul Verlaine) al ritmo de la lluvia que incesante
cae fuera. En estos días grises me invade la melancolía, pero es una sensación que no me disgusta.
Estoy
en casa, oyendo el tintineo de
la lluvia al chocar contra los cristales empañados
de mi habitación.
Decido,
una vez más, salir a dar un paseo por un bosque cercano. Me calzo mis botas katiuskas, cojo el paraguas y salgo de casa,
dispuesta a chapotear en
todos los charcos que
encuentre en mi camino; desde niña tengo esta infantil costumbre. El olor a tierra mojada inunda mis sentidos
y me siento relajada.
Cuando
llego al bosque, una leve brisa envuelve el ambiente y observo como las nubes
van despejándose, al tiempo que un arco-iris empieza a mostrarse..Cierro el paraguas para sentir
sobre mi rostro, las débiles y esparcidas gotas que aún caen; es algo muy
placentero que me invita a soñar.
Elijo
caminar por un sendero. Apenas he recorrido unos metros, cuando piso unas hojas
mojadas , resbalo y caigo de espaldas, soltando al
aire mi paraguas .Un pequeño susto, lo confieso pero
afortunadamente, un lecho mullido, como si estuviera esperándome, me
acoge suavemente y no me hago ningún daño. Me quedo allí unos instantes, contemplando la hojarasca entre las
nubes.
Después
me levanto lentamente , estoy un poco mojada pero no me importa; sacudo mi gabardina, ahora manchada de
barro; una leve sonrisa inunda mi
rostro, recupero mi paraguas y, reanudo mi camino..Me siento
bien.
Rosa
Celia González
Grupo
B
Esperando el autobús
Junto a la marquesina de una parada del autobús, se encuentran cuatro
personas. Dos de ellas son jóvenes, a continuación un hombre, que viste una
gabardina clara, y por último una mujer con un abrigo oscuro. No
parecen conocerse entre ellas, salvo los jóvenes, varón y hembra, que ataviados
con una vestimenta similar, podrían ser
alumnos de un colegio próximo. La tarde está en calma, la temperatura es
benigna y el cielo con algunas nubes que con frecuencia ocultan los rayos
solares. Todos esperan la llegada del autobús. Para aliviar la espera, los
jóvenes abren sus libros de texto y leen, el hombre de la gabardina mira hacia
arriba –presiente que en cualquier momento puede empezar a llover- y la mujer,
con una mirada difusa, parece estar embebida en recuerdos felices.
El autobús no llega. La carretera está ocupada por diversos coches que
circulan a diferente velocidad dejando un ruido en el ambiente, que se hace monótono.
De pronto, comienza a llover. Finas gotas empiezan a caer y en su
itinerario hacia el suelo, se dejan mecer por una leve brisa, que parece
acunarlas. Los colegiales cierran sus
libros y al igual que las otras dos personas se refugian bajo la visera de la
marquesina. La lluvia arrecia. El ambiente, en breves instantes, se inunda de
un agradable olor a tierra mojada, que tantos recuerdos evoca. El autobús no
llega. Las gotas de agua al caer con fuerza sobre el cristal de la marquesina
crean extraños acordes simulando una orquesta en la que predominan los
instrumentos de percusión. La espera se hace angustiosa, ante la tardanza del
vehículo esperado. Para hacerla más soportable contemplan el fenómeno
climático. Entonces se produce un hecho extraordinario: entre las plomizas
nubes se filtra un rayo de sol que al incidir con las gotas de agua llena todo
el espacio de perlas. Parece un milagro de la naturaleza. Y las perlas son de
distintos tamaños y colores. Por un momento parece como si el cielo se desprendiese
de todas sus joyas y las enviase a la tierra a través de la lluvia.
Al fin, en la lontananza se
columbra un vehículo alto que pudiera ser el esperado. La lluvia sigue cayendo.
Poco tiempo después, el autobús llega, y tras una breve parada para que suban
los viajeros, arranca hacia su destino.
Ya en el autobús, por una de las ventanas laterales, se divisa en el
horizonte un bellísimo Arco-Iris de colores muy intensos que orla, como si
fuese una corona, un templo de elevado campanario construido sobre un cerro.
Ramón Sánchez Rodríguez
Grupo B
La niña
Caen recuerdos con la lluvia.
Hoy llueve en charcos de lodo. Es lluvia turbia que cuando cae remueve el fango aunque también florecen flores.
Hay tensión de lágrimas en los cristales que no quieren correr.
Recuerdos de invierno de calles vacías y lluvia clara que desfilaba por la cuesta entre el empedrado limpio para acabar en un cauce dónde se junta con mucha más lluvia y se forma otro cada vez más y más caudaloso hasta que llega a la boca que lo engulle.
A la salida del colegio una niña quiere representar bajo la lluvia su Obra, “¿Letras o gotas?”.
Mientras el narrador lee el cuaderno, la niña recoge las palabras en un bombín que ha depositado en el suelo
La moraleja es que si las letras se pueden fundir en lluvia, a las guerras se las puede llevar la corriente.
Antonia Oliva
Grupo B
Arco iris
Claros y nubes están anunciados chubascos, el sol se asoma de forma tímida, ¿quién podrá más? En mis planes para aquella tarde estaba darme un largo paseo hasta El Puntal, necesitaba mover las piernas, necesitaba que la brisa del mar me refrescase por dentro y por fuera, tenía que aclarar ideas, tomar decisiones, pensar, pensar mucho. La mañana había sido dura, la actitud de María, sus palabras, me habían caído como un jarro de agua fría, ¡menudo chaparrón me cayó!, sentí que nuestros planes se esfumaban, tendríamos que volver sobre el tema, replantearnos nuestra situación, había que dar algunas explicaciones, pero no era aquel el mejor momento, no se habría avenido a escuchar ni oír con serenidad, dentro de ella había una tormenta de sensaciones, rayos y centellas salían de sus ojos y boca, ¿cómo había llegado a esas conclusiones?, ¿ cómo podía pensar, dudar de que mi amor no era sincero, fuerte, verdadero, que era tan imbécil cómo para preferir una timba, como despectivamente la llamaba ella y, que en aquel momento yo también maldije?, había perdido parte del dinero destinado a nuestras vacaciones. Yo tampoco estaba en el mejor momento para un diálogo tranquilo. Opté por la retirada, seguro que ella también reflexionaría, confiaba que después de la tempestad llegaría la calma y al día siguiente podríamos hablar sosegadamente, siempre que llueve escampa, pues en eso confiaba yo, que esos nubarrones negros, que habían descargado tanta agua y parecía que arrasado nuestras ilusiones, y habían sido como un rayo destructor, al vaciarse, el sol brillaría con todo su esplendor y el arco iris volviera a lucir en nuestros planes.
Y sí salió el sol y, sí hubo arco iris, reflexionamos y nos dimos otra oportunidad, venció el amor a la tormenta. Una lluvia suave, serenita, lavó las malas sensaciones.
Inés Izquierdo
Grupo A
Perro mojado por la lluvia
Se había acercado al acantilado, el perro empapado por la lluvia.
Se acercó donde un grupo de narcisos adornaban el borde y donde la lluvia provenía del mar con frío, nubes oscuras terminó completamente por empaparle.
Por la noche siguió lloviendo con fuerza, y la melancolía acercó al perro a la orilla del mar, donde la arena empapada dibujaba el contorno de las olas que iba acercándose al lugar donde estaba el animal.
La pasión se adueñó del alma del perro cuando un niño fue a acariciarle: con mucho amor y ternura le rodeó en sus brazos. Se había echo tarde, el perro acompañado del niño fue acercándole a su hogar, donde los padres del niño le esperaban impaciente y preocupados.
Iria Costa
Grupo B
Lluvia
Después de clase Jaime y sus compañeros de clase deciden jugar un partido de fútbol pese hacer mal tiempo.
Al primer minuto de partido empieza a caer una borrasca.
Jaime y sus compañeros de clase se meten debajo de un soportal para protegerse de la gran lluvia que ha empezado.
Después de estar más de cuarenta y cinco minutos debajo del soportal deciden irse cada uno a su casa.
De camino, mientras va Jaime a su casa le pilla otra ver la lluvia, encima ha empezado a caer una granizada. Jaime para ir mas rápido y que no le pille la lluvia pasa por encima de los charcos para mojarse las piernas.
David Álvarez
Grupo B
Hoy llueve
Tengo que ir al cole ¡Qué aventura!
Me pongo mi disfraz de cocodrila y entro sigilosa en este
charco.
Salgo y abro mi bocota
alzando el cuello.
Ahora visto mi disfraz de hipopótama y aplasto el lodo con
mis patas.
Salgo y mis botas están embarradas.
Soy alfarera y amaso la arcilla con mis manos.
Salgo y pinto mis manos en la pared.
Soy gorrión y agito mis alas en el agua.
Salgo y me sacudo.
Soy una exploradora y franqueo territorios peligrosos.
Miro mi brújula y
marca cole.
Aronbanda
Grupo B
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