Boxeo y literatura guardan una estrecha relación. No sólo por la admiración que este deporte suscitó en escritores como Ignacio Aldecoa, Francisco de Ayala o Julio Cortázar sino porque también fueron muchos los escritores que practicaron el box como Lord Byron, Arthur Cravan o Ernest Hemingway.
© García de Marina. Pincha en la imagen para ampliar
Hay dos excelentes artículos que tienden puentes entre el boxeo y la literatura. En uno de ellos, titulado "De su puño y letra: boxeo y literatura" podemos leer lo siguiente:
El ring es un espacio de paz. Los boxeadores suben a la lona para respetarse y los golpes, en la medida de lo posible, se esquivan; pero si llegan, si el contacto se produce, se encajan. La derrota es otro modo de alcanzar la dignidad y de bajarse del ring. Esta premisa une a la vida con el boxeo en una metáfora recíproca que enuncia lo que una y otro significan. La violencia, inherente al ser humano, es un medio de expresión de la vida, pero no del ring.
El otro artículo, titulado "La saga de los escritores boxeadores", se centra en una serie de escritores que practicaron el box como Arthur Cravan quien se enfrentó a Jack Johnson en un combate lleno de polémica en la plaza de toros Monumental de Barcelona en 1916. Recomendamos la película de Isaki Lacuesta "Cravan contra Cravan" para conocer más a fondo a este escritor boxeador. Dejamos aquí la réplica del cartel que anunció dicho combate
Compartimos algunos textos como el "Epitafio de un boxeador", de Ignacio Aldecoa, un gran amante del boxeo:
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones.
Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja.
Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del excampeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro.
Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: «Cuando abrieron la caja, el excampeón parecía totalmente K.O.».
Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones.
Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja.
Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del excampeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro.
Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: «Cuando abrieron la caja, el excampeón parecía totalmente K.O.».
Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio.
Otro gran cuento de Aldecoa es el titulado "La ley del péndulo":
Bajaban los sacos con un cabrestante. La escotilla portaba un cielo azul de verano, inhóspito como una gran sala vacía. En la bodega los estibadores, formando corro, abrían cancha al redón descendente. Urgidos por el capataz se abalanzaban sobre los sacos y los apilaban ordenada y rápidamente.
–Saco… estribor… arriba… Iuú…
Sentían el polvillo del trigo en los pulmones y carraspeaban de vez en cuando. Las manos se endurecían en la faena, se musculaban y tomaban fuerza.
–Saco… babor… arriba… Iuú…
Al ocaso entraba el segundo turno. En el ocaso, antes de que las luces del barco feriaran el trabajo, los estibadores miraban al cielo acuario como si fueran a emerger hacia el infinito.
Los estibadores se prestaban los chalecos de cuero y andrajos. Se despedían.
–¿Te entrenas?
–¿Te parece poco entrenamiento este?
–A ver lo que haces en el próximo…
–Lo que se pueda.
–A ver cuándo empiezas a ganar dinero y dejas esto.
–En seguida.
En el gimnasio penduleaba el saco de entrenamiento. El boxeador obedecía la voz del capataz.
–Saco… izquierda… derecha… arriba… abajo… Sigue… Para…
En los barcos y en los gimnasios se iba aprendiendo a vivir: fuerza, velocidad, pegada… Un poco más lejos el dinero… y entretanto de saco a saco como única esperanza.
Un compañero del taller nos recomendó la canción de Víctor Manuel "Boxea con tu sombra":
Y otro nos recomendó la película "Dioses y perros" de David Marqués.
Cerramos este paseo por el ring con el poema de Ana Istarú titulado "El hombre que boxea":
El ser confeccionado
tan primorosamente:
el pómulo de plomo,
los raudos ligamentos,
arduos nervios violáceos,
iracundas arterias,
(estos son sus azules
crucigramas sanguíneos),
los fémures espléndidos
que al amor indicaban
su inclinación perfecta,
todo lo diseñado
bailaba con la muerte.
Un hombre cancelando
su pacto con la rosa.
La cruda, indetallable,
la sobria, parca muerte
quiso su occipital,
el cardo de su lengua.
Se desnudó. Sorbía
sus glóbulos de vidrio,
la redecilla intacta
del sudor anisado.
El hombre que boxea
trajo el hígado estrecho.
La muerte lo tocaba,
lo ama, lo quería
violentar con su verde
mariposa astillada.
(No te quiebres, marino,
sobre tu cuadrilátero).
Pero la muerta muerte
hurgaba entre sus sienes.
El hombre que boxea
se raja: son dos hombres
cancelando aterrados
su pacto con la aurora.
Los que miran al hombre
ven su radiografía.
Los que miran al hombre
no miran, no lo miran.
Todos vienen a verla,
a sentir su saliva,
su lengua gangrenada
lamiéndoles la nuca,
su teta de carbón.
A la muerte, la muerte.
Pagan blandos boletos.
Se acomodan. Se besan.
Esperan el punzón,
el huevo de la córnea
partido como un ascua.
Pagan por esos toreros
degollantes, que jueguen
a trepanar un casco
de cal, su calavera,
los cuentos de sus cráneos.
El hombre que boxea
pide disculpas, cae,
quiere un tropel de cuernos
que acuda a sus nudillos.
Pero la muerte sube
con dedos paralelos,
no apunta, no corrige,
no teme al pararrayos,
hace rotar el agua
de su boca a su boca,
es beso irremediable.
Y el hombre que boxea
pide disculpas, cae,
ya muerto hacia la muerte,
abandona su casa,
su cuerpo, la memoria,
es adiós infinito.
El hombre cancelando
su pacto con la historia.
Y hacemos una mención especial a un acontecimiento que tuvo lugar en el año 2008 en Salamanca: el "I Campeonato Mundial de Poetas Pesados" en el que se intercambiaron golpes los poetas David Moreno, Ben Clark, Gonzalo Escarpa y Víctor Pérez y que dio mucho que hablar en la ciudad.
Propuesta de escritura
Ricardo Piglia afirmó en un artículo que sería interesante escribir un relato que centrara su atención en la esposa, la madre o la hija de un boxeador. Y nosotros, que somos muy aplicados, le hacemos caso y lo escribimos.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora
Contra las cuerdas
–¡Te van a matar… o algo peor! –digo con el abatimiento de las frases gastadas. Él calla mientras un carrusel de imágenes gira enloquecido en mi cerebro. Veo luces rojas de ambulancia, una camilla de hospital, su rostro ensangrentado entre salpicaduras de barro, la boca torcida dejando caer un hilo de saliva. Me estremezco y aprieto los ojos intentando borrar esa pesadilla. Niega con la cabeza.
–Déjalo ya. No necesitamos el dinero de las apuestas –imploro derramando lágrimas de resignación y derrota.
–¡Imposible! ¡Aunque estos combates clandestinos acaben moliendo cada uno de mis huesos! No puedo. Necesito golpear para sacarme esta rabia que me quema –dice y vuelve a su obstinado mutismo.
Yo sé que su furia va contra el padre borracho, la madre cobarde, aquella escuela inhóspita... el mundo que siempre le pareció una «puta mierda».
Me siento transparente en el silencio que sobreviene.
–Tienes a tu hijo..., estoy yo –añado con voz insegura.
–¡No! –Es su última palabra.
El recuerdo se me borra cuando se vuelve hacia mí mirándome con la misma pasión de siempre y pregunta:
–¿Sabes cuántos huesos tiene una mano?
Sonrío cuando toma la mía, arrugada y llena de manchas, entre las suyas.
–¡Veintisiete! ¡Y todos duelen!... Lo sé, llevas repitiéndomelo cincuenta años.
Pepe Lorenzo
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora
Contra las cuerdas
–¡Te van a matar… o algo peor! –digo con el abatimiento de las frases gastadas. Él calla mientras un carrusel de imágenes gira enloquecido en mi cerebro. Veo luces rojas de ambulancia, una camilla de hospital, su rostro ensangrentado entre salpicaduras de barro, la boca torcida dejando caer un hilo de saliva. Me estremezco y aprieto los ojos intentando borrar esa pesadilla. Niega con la cabeza.
–Déjalo ya. No necesitamos el dinero de las apuestas –imploro derramando lágrimas de resignación y derrota.
–¡Imposible! ¡Aunque estos combates clandestinos acaben moliendo cada uno de mis huesos! No puedo. Necesito golpear para sacarme esta rabia que me quema –dice y vuelve a su obstinado mutismo.
Yo sé que su furia va contra el padre borracho, la madre cobarde, aquella escuela inhóspita... el mundo que siempre le pareció una «puta mierda».
Me siento transparente en el silencio que sobreviene.
–Tienes a tu hijo..., estoy yo –añado con voz insegura.
–¡No! –Es su última palabra.
El recuerdo se me borra cuando se vuelve hacia mí mirándome con la misma pasión de siempre y pregunta:
–¿Sabes cuántos huesos tiene una mano?
Sonrío cuando toma la mía, arrugada y llena de manchas, entre las suyas.
–¡Veintisiete! ¡Y todos duelen!... Lo sé, llevas repitiéndomelo cincuenta años.
Pepe Lorenzo
Grupo B
“Groggy”
La ex mujer del boxeador le arrea un tremendo “uppercut” antes de que éste se entere de que ha sonado la campana. Woody Allen se tambalea y Mía Farrow se le acerca diciéndole a voces: ¡te voy a dar yo a ti tocamientos, cabrón!
Pero recapitulemos. La idea de que Woody y Mía resolvieran sus contenciosos con los puños se le ocurrió a José Luis Rodríguez Zapatero durante un viaje que hizo a Estados Unidos para promover el diálogo de civilizaciones. En concreto estaba en una mesa ecuménica que tenía lugar en el Madison Square Garden, acompañado de varios representantes de diferentes culturas, razas y tradiciones, más un coro de Hare Krishnas. En realidad, lo que dijo Zapatero fue exactamente lo contrario: -una llamada al diálogo siempre será preferible a que, por poner un ejemplo, Woody Allen y Mia Farrow resuelvan sus diferencias en un ring, aunque sea en este marco incomparable. Periodistas y espectadores lo interpretaron como quisieron, y quisieron ver a los dos protagonistas -Mia y Woody- zanjando de una vez por todas sus controversias en un duelo, como antiguamente, en una especie de justa medieval, una ordalía, un juicio de Dios definitivo e irrevocable sobre la guerra de sexos.
Mia Farrow cogió el guante -valga la expresión- a la primera, apoyada de inmediato y a los cuatro vientos por el movimiento “Me Too”, convencidas como estaban de la esencial superioridad de la mujer sobre el hombre, siendo el hombre en este caso el alfeñique de Woody Allen.
Al principio Woody no estaba muy por la labor, y su primera intención era rehusar el combate como un absoluto despropósito. Pero entonces, la mujer del boxeador -Soon Yi, la actual mujer de Woody Allen- le advirtió de que si se negaba iba a dar la razón a todos los que pensaban que era un abusador de niñas y un pederasta sin entrañas, lo que la implicaba a ella misma, Soon Yi, hija adoptiva de Mía Farrow y menor de edad cuando conoció a Woody Allen, que se convirtió en su padre adoptivo, y, pocos años después, en su marido. -Van a decir que a mí también me violaste, Woody, que soy otra víctima tuya, que estoy traumatizada y tengo síndrome de Estocolmo. No lo podemos permitir. Hazlo por mí, cariño, si total, va a ser una pantomima, un espectáculo, ya sabes cómo las gastamos aquí en los Usa, qué te voy a contar.
Y así fue como nuestro boxeador -en definitiva, un hombre del “show business”- aceptó finalmente el combate.
Y recibió el primer sopapo, por ahí íbamos antes del resumen. Y algunos otros más, incluso los que él se propinaba braceando sin orden ni concierto; fuego amigo, habría dicho él mismo si se hubiera enterado de lo que pasaba.
Pero no acabemos tan pronto, detengámonos en algunos personajes significativos.
Por ejemplo, Donald Trump, quien a través de su holding de empresas lanzó una campaña llegando a monopolizar las apuestas. Él mismo hizo la primera jugándose una importante cantidad por la victoria de nuestro boxeador. Su lema: “Make Men Great Again”. Por si acaso, siguiendo su instinto de ganador, ordenó a un testaferro que multiplicara la apuesta, pero en este caso a favor de Mia.
Otros actores en conflicto fueron los hijos -adoptivos o naturales, reconocidos o desconocidos- de la pareja; algunos casinos de las Vegas -El Caesars Palace se ofreció como sede del evento-; la Asociación Nacional del Rifle, cuya participación se rechazó porque exigían acudir al combate con todas sus armas, como si fueran a la guerra el día del Juicio Final, o el propio Zuckerberg, que en su concienciación política censuró en las redes las voces críticas contra este nuevo Match del Siglo.
En fin, volvamos a la pelea. Woddy Allen está perdido, y en una reacción desesperada se abraza al árbitro en un “clinch” de supervivencia. Justo en ese instante el puño de Mía propina un “jab” demoledor en el rostro del “referee” provocándole un ko fulminante. El dictamen del tribunal es inapelable: Woody Allen ha ganado el combate por descalificación.
Naturalmente esta decisión provoca las protestas del movimiento “Me Too”, que denuncia el tongo y acusa al heteropatriarcado arbitral, y de los seguidores de Trump, quien no se resigna a perder la fortuna que había apostado bajo cuerda -bajo las doce cuerdas- por Mía Farrow. Un nuevo asalto -éste, fuera del ring, al Capitolio- está en marcha, al que se suman movimientos antidiscriminatorios de todo tipo. Supremacistas e Igualitaristas unidos contra el Sistema. Un sin dios.
Pero en ese momento aparecen Mia Farrow y Soon Yi, quienes “Deus ex Máchina”, aceptan el veredicto en aras de la Paz y el Amor, con una frase que pasará a la Historia: El futuro será solidario o no será.
El viejo Woody está intentando escribir un guion sobre su experiencia en el cuadrilátero. De momento sólo tiene el título: “Groggy”.
“Groggy”
La ex mujer del boxeador le arrea un tremendo “uppercut” antes de que éste se entere de que ha sonado la campana. Woody Allen se tambalea y Mía Farrow se le acerca diciéndole a voces: ¡te voy a dar yo a ti tocamientos, cabrón!
Pero recapitulemos. La idea de que Woody y Mía resolvieran sus contenciosos con los puños se le ocurrió a José Luis Rodríguez Zapatero durante un viaje que hizo a Estados Unidos para promover el diálogo de civilizaciones. En concreto estaba en una mesa ecuménica que tenía lugar en el Madison Square Garden, acompañado de varios representantes de diferentes culturas, razas y tradiciones, más un coro de Hare Krishnas. En realidad, lo que dijo Zapatero fue exactamente lo contrario: -una llamada al diálogo siempre será preferible a que, por poner un ejemplo, Woody Allen y Mia Farrow resuelvan sus diferencias en un ring, aunque sea en este marco incomparable. Periodistas y espectadores lo interpretaron como quisieron, y quisieron ver a los dos protagonistas -Mia y Woody- zanjando de una vez por todas sus controversias en un duelo, como antiguamente, en una especie de justa medieval, una ordalía, un juicio de Dios definitivo e irrevocable sobre la guerra de sexos.
Mia Farrow cogió el guante -valga la expresión- a la primera, apoyada de inmediato y a los cuatro vientos por el movimiento “Me Too”, convencidas como estaban de la esencial superioridad de la mujer sobre el hombre, siendo el hombre en este caso el alfeñique de Woody Allen.
Al principio Woody no estaba muy por la labor, y su primera intención era rehusar el combate como un absoluto despropósito. Pero entonces, la mujer del boxeador -Soon Yi, la actual mujer de Woody Allen- le advirtió de que si se negaba iba a dar la razón a todos los que pensaban que era un abusador de niñas y un pederasta sin entrañas, lo que la implicaba a ella misma, Soon Yi, hija adoptiva de Mía Farrow y menor de edad cuando conoció a Woody Allen, que se convirtió en su padre adoptivo, y, pocos años después, en su marido. -Van a decir que a mí también me violaste, Woody, que soy otra víctima tuya, que estoy traumatizada y tengo síndrome de Estocolmo. No lo podemos permitir. Hazlo por mí, cariño, si total, va a ser una pantomima, un espectáculo, ya sabes cómo las gastamos aquí en los Usa, qué te voy a contar.
Y así fue como nuestro boxeador -en definitiva, un hombre del “show business”- aceptó finalmente el combate.
Y recibió el primer sopapo, por ahí íbamos antes del resumen. Y algunos otros más, incluso los que él se propinaba braceando sin orden ni concierto; fuego amigo, habría dicho él mismo si se hubiera enterado de lo que pasaba.
Pero no acabemos tan pronto, detengámonos en algunos personajes significativos.
Por ejemplo, Donald Trump, quien a través de su holding de empresas lanzó una campaña llegando a monopolizar las apuestas. Él mismo hizo la primera jugándose una importante cantidad por la victoria de nuestro boxeador. Su lema: “Make Men Great Again”. Por si acaso, siguiendo su instinto de ganador, ordenó a un testaferro que multiplicara la apuesta, pero en este caso a favor de Mia.
Otros actores en conflicto fueron los hijos -adoptivos o naturales, reconocidos o desconocidos- de la pareja; algunos casinos de las Vegas -El Caesars Palace se ofreció como sede del evento-; la Asociación Nacional del Rifle, cuya participación se rechazó porque exigían acudir al combate con todas sus armas, como si fueran a la guerra el día del Juicio Final, o el propio Zuckerberg, que en su concienciación política censuró en las redes las voces críticas contra este nuevo Match del Siglo.
En fin, volvamos a la pelea. Woddy Allen está perdido, y en una reacción desesperada se abraza al árbitro en un “clinch” de supervivencia. Justo en ese instante el puño de Mía propina un “jab” demoledor en el rostro del “referee” provocándole un ko fulminante. El dictamen del tribunal es inapelable: Woody Allen ha ganado el combate por descalificación.
Naturalmente esta decisión provoca las protestas del movimiento “Me Too”, que denuncia el tongo y acusa al heteropatriarcado arbitral, y de los seguidores de Trump, quien no se resigna a perder la fortuna que había apostado bajo cuerda -bajo las doce cuerdas- por Mía Farrow. Un nuevo asalto -éste, fuera del ring, al Capitolio- está en marcha, al que se suman movimientos antidiscriminatorios de todo tipo. Supremacistas e Igualitaristas unidos contra el Sistema. Un sin dios.
Pero en ese momento aparecen Mia Farrow y Soon Yi, quienes “Deus ex Máchina”, aceptan el veredicto en aras de la Paz y el Amor, con una frase que pasará a la Historia: El futuro será solidario o no será.
El viejo Woody está intentando escribir un guion sobre su experiencia en el cuadrilátero. De momento sólo tiene el título: “Groggy”.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
El Pantera
En el atardecer moribundo de la ciudad mi padre me acompaña al gimnasio, cuna de sus sueños frustrados, para que yo encuentre entre las doce cuerdas su revancha de macho quebrado por un gancho directo al mentón. Entrené duro fortaleciendo las piernas con la danza de la comba, agrandando los bíceps con intercambios de golpes para desplazar el saco de boxeo que se balancea como un gigante ebrio, definiendo los deltoides, dorsales y pectorales a base de marear los punching balls. Mi padre suspira satisfecho viendo como me he convertido en un púgil fuerte para golpear y ágil para esquivar. Me llaman “el Pantera” y también “el Bailarina”, nombres que visten bien para un físico musculado y grácil, de movimientos elegantes y bellos. Me ha gustado venir al gimnasio, entrenar y ver a los otros chicos tensar sus músculos y sudar por el ejercicio. Me he enfrentado a varios de ellos y aunque los haya tumbado siguen siendo mis colegas y algo más que amigos.
Hoy es mi primer combate semiprofesional, lo que entusiasma a mi padre y yo me congratulo, pero a la vez siento un gran vacío ya que, aunque todo este mundo me gusta y espero anhelante el momento en que se apaguen las luces, los gladiadores entremos en envueltos en gritos y oropeles, se oficie la ceremonia de las presentaciones y llegue el momento en que solo quede iluminado el recinto de la verdad, cada instante siento con más fuerza que mi vocación real es ser la chica del cuadrilátero que anuncia los asaltos.
Manuel Medarde
Grupo A
El noble deporte
—¿Qué a quién subiría yo a un ring? Esa es una pregunta trampa, mi amigo, depende de quién estuviera en el otro rincón. ¿Que es un político de derechas pongo por caso, calzón azul naturalmente?, pues a uno de la zurda, y calzón rojo. ¿Que es de la izquierda el que aguarda?, pues a la inversa, no sé si me explico.
—Hombre, muy estético, pero eso ¿qué arreglaría?
—Así sin más, no mucho la verdad. Habría que regular, se me ocurre, la duración del combate, que bien podría ser a cincuenta y cinco asaltos. Los cincuenta y cuatro primeros de tres minutos cada uno, y el último sin límite de tiempo, hasta que madurasen los dos y bajaran del cuadrilátero prometiendo ser buenos.
—Ya, pero se nos ha pedido centrar atención en la esposa, la madre o la hija del boxeador.
—¡Ah!, perdón, se me ha ido el santo al cielo, pensé que se había dicho en la esposa, la madre o la hija de los que están por fuera de las doce cuerdas. Ahora mismo lo borro y…
—No, no, dejé usted, si así puede valer. ¿A ochenta y cuántos asaltos dijo el combate?
Pascual Martín
Grupo B
Recuerdos de mi madre
Ella había conseguido un reclinatorio no sé de dónde. Lo utilizaba para sus rezos ocasionales y siempre que yo tenía un combate.
En su habitación tenía una imagen de la Virgen del Pilar, siempre iluminada con una tenue lucecita. Era muy tenue para no molestar a mi padre en su sueño, a la vez que iluminaba lo suficiente para que el hombre no tropezarse al levantarse, cuando lo hacía alguna noche.
Siempre llevaba en su bolso una" baraja" de estampas de santos, entre las que destacaba san Judas Tadeo, santo por el que sentía una especial devoción.
Un día se enteró por casualidad, que el santo patrón de los boxeadores era San Ubaldo, un obispo de gran fortaleza física que destacaba por separar a los que estaban peleando; yo personalmente le hubiese nombrado patrono de los árbitros, pero doctores tiene la Santa Madre Iglesia.
Mi madre siguió con su antiguo santoral, y no se le ocurrió incorporar al nuevo.
Cada vez que combatía, ella se recluía en su habitación y se arrodillaba en el reclinatorio delante de la Virgen del Pilar. El reclinatorio lo tenía almohadillado, pues padecía una bursitis en cada una de sus rodillas; esta enfermedad fue etiquetada como " la enfermedad de las beatas", pues era frecuente en mujeres que pasaban mucho tiempo de rodillas.
Mi madre nunca vio ninguno de mis combates, ni siquiera los que televisaron, tampoco le importaba si había ganado o perdido, solo quería saber si yo me encontraba bien, si no había salido muy malparado, lesionado o herido.
Nunca quiso que me dedicara al boxeo. Ahora que estoy retirado, es una mujer feliz. Disfruta con mi presencia, y aunque estoy un poco" zumbado" por tantos golpes recibidos en la cabeza, ella me mira, me acaricia, y me besa con ternura.
Cada noche se arrodilla ante la Virgen y le da gracias porque estoy vivo, yo en compensación a lo que la hice sufrir, la visito y la abrazo todos los días.
José Luis Fonseca
Grupo A
Golpes y caricias
Algunas veces la vida,
se pone sus guantes de boxeo
y contigo, en medio del ring,
comienza un desigual combate.
La campana anuncia el primer asalto.
Recibo un tremendo derechazo
que deja maltrecho mi pómulo izquierdo.
Intento recuperarme y seguir su baile
pero ella es muy astuta, sabe defenderse bien.
Se muestra infranqueable.
En el segundo asalto, ataca por la izquierda.
Las piernas apenas me sostienen, casi voy al suelo.
Pido tiempo muerto,
que aprovecho para recuperar el aliento
e intentar buscar su lado débil,
pero no lo encuentro.
En el tercer asalto,
me lleva hacia las cuerdas
y me golpea, sin tregua.
Mi labio está partido
y mi ceja derecha, abierta.
La sangre resbala por mi cara,
la cabeza me da vueltas.
Suena la campana tres veces.
Combate suspendido
por desigualdad de fuerzas.
Me bajan del cuadrilátero
y al otro lado de las cuerdas,
los llorosos ojos de mi madre
me embargan de un amor infinito.
Con la cabeza apoyada en su regazo
y llenándome de caricias, me dice muy bajito:
-¡Te ha golpeado mucho la vida, hija mía!
pero has de seguir adelante
combate tras, combate.
Igual que hice yo y antes, mi madre.
Verás como llegará el día,
en que seas tú quien gane,
tan desigual combate.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Un segundo
Aquel sábado Javi se tendría que haber levantado a las diez. Sin embargo, cuando apareció en el salón eran las once y veinte. Venía cantando una canción de Sabina, no recuerdo cuál. Ambos estábamos muy alegres. Ese día era muy especial para los dos, sobre todo para él.
Cada día que tenía combate lo pasaba muy serio y concentrado. Todo era mecánico. No dejaba nada a la improvisación. Hacía pocas cosas y siempre eran las mismas: se levantaba a las diez, desayunaba cuatro tostadas repletas de mantequilla y mermelada, tomaba dos cafés con leche, iba al lavabo durante veinte minutos, salía solo a pasear durante una hora y al volver a casa se daba un baño.
Apenas hablaba conmigo mientras comíamos los macarrones a la carbonara. Tampoco sonreía ni miraba su móvil. Se echaba una siesta en la cama de dos horas y cuando se levantaba preparaba su bolsa. Se despedía de mí y yo le deseaba suerte. Salía de casa, se subía al coche de su entrenador y se iban al lugar donde peleaba.
Sin embargo, aquel sábado fue totalmente diferente. No hizo nada de lo que había hecho infinidad de veces, sino todo lo contrario. Parecía más un día de descanso que el día de su último combate. Se retiraba. Me lo había comunicado la noche anterior, justo cuando nos metíamos en la cama.
Estaba relajado, creativo, divertido, cariñoso. Derrochaba optimismo y alegría. Hablaba mucho. Me pidió que le acompañara durante todo el día, incluso, antes y durante el combate. Le daba igual perder, pues iba a ganar una nueva vida. Se dedicaría a la docencia en geografía e historia. Había estudiado para ello y pronto comenzaría a cursar un máster de profesorado.
Yo estaba encantada. Habíamos hablado la noche anterior de todo esto e, incluso, de tener hijos. Tenía treinta y cuatro años, y él treinta y seis. Sin embargo, no contábamos con lo que iba a ocurrir a partir de las ocho de la tarde.
Lo acompañé durante todo el día, tal y como me pidió. Llevaba más de tres años sin ir a verlo pelear. No podía soportarlo. Esperaba en casa a que volviera o a que me llamara su entrenador para que fuera al hospital. Ese día accedí, porque él deseaba que participara de su último día como boxeador.
Pude disfrutar mucho de los momentos previos al combate. Fue algo muy especial. Me pareció que quizá estaba demasiado relajado. Se lo dije y me comentó que ese combate lo dedicaba especialmente para mí, por haber aguantado y sufrido tanto durante los quince años que llevábamos como pareja. Al parecer era un combate fácil.
Comenzó la pugna. Todo iba muy bien. Entre asalto y asalto me miraba y me sonreía. Se sentía orgulloso. Durante los cuatro primeros asaltos, Javi iba ganando por puntos a su contrincante. El arbitro abrió el quinto. Me había dicho que este sería su último asalto, pues en él derribaría a su contrario.
Su entrenador me dijo más tarde que cometió un grave error al perder de vista al otro púgil durante un segundo. Me había mirado a mí para decirme con sus ojos que había llegado el momento de dar por finalizada su carrera como boxeador.
Ese maldito segundo fue letal para sus aspiraciones como profesor. Un fuerte golpe le alcanzó la parte derecha de su cabeza y cayó desplomado sobre la lona. La cuenta atrás fue larguísima y muy angustiante. Javi no se levantaba, estaba inconsciente. Yo gritaba como loca a pocos metros de él. Tuvieron que llevarlo al hospital. Un derrame cerebral inundó de sangre parte de su cráneo.
Hace cuatro meses de ello y, a pesar de haber despertado del coma, ha perdido la movilidad de la parte izquierda de su cuerpo y no es capaz de crear frases con lógica y sentido. Los especialistas dicen que no lo hará nunca. Su sueño, nuestro sueño, se vio truncado.
Nunca pensé que un segundo pudiera determinar tan negativamente nuestra vida. No supe intuir que esto podría ocurrir. Si lo hubiera hecho, no habría ido a su último combate. El sentimiento de culpa habita en mi interior y pulula a su antojo entre mis pensamientos.
se pone sus guantes de boxeo
y contigo, en medio del ring,
comienza un desigual combate.
La campana anuncia el primer asalto.
Recibo un tremendo derechazo
que deja maltrecho mi pómulo izquierdo.
Intento recuperarme y seguir su baile
pero ella es muy astuta, sabe defenderse bien.
Se muestra infranqueable.
En el segundo asalto, ataca por la izquierda.
Las piernas apenas me sostienen, casi voy al suelo.
Pido tiempo muerto,
que aprovecho para recuperar el aliento
e intentar buscar su lado débil,
pero no lo encuentro.
En el tercer asalto,
me lleva hacia las cuerdas
y me golpea, sin tregua.
Mi labio está partido
y mi ceja derecha, abierta.
La sangre resbala por mi cara,
la cabeza me da vueltas.
Suena la campana tres veces.
Combate suspendido
por desigualdad de fuerzas.
Me bajan del cuadrilátero
y al otro lado de las cuerdas,
los llorosos ojos de mi madre
me embargan de un amor infinito.
Con la cabeza apoyada en su regazo
y llenándome de caricias, me dice muy bajito:
-¡Te ha golpeado mucho la vida, hija mía!
pero has de seguir adelante
combate tras, combate.
Igual que hice yo y antes, mi madre.
Verás como llegará el día,
en que seas tú quien gane,
tan desigual combate.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Un segundo
Aquel sábado Javi se tendría que haber levantado a las diez. Sin embargo, cuando apareció en el salón eran las once y veinte. Venía cantando una canción de Sabina, no recuerdo cuál. Ambos estábamos muy alegres. Ese día era muy especial para los dos, sobre todo para él.
Cada día que tenía combate lo pasaba muy serio y concentrado. Todo era mecánico. No dejaba nada a la improvisación. Hacía pocas cosas y siempre eran las mismas: se levantaba a las diez, desayunaba cuatro tostadas repletas de mantequilla y mermelada, tomaba dos cafés con leche, iba al lavabo durante veinte minutos, salía solo a pasear durante una hora y al volver a casa se daba un baño.
Apenas hablaba conmigo mientras comíamos los macarrones a la carbonara. Tampoco sonreía ni miraba su móvil. Se echaba una siesta en la cama de dos horas y cuando se levantaba preparaba su bolsa. Se despedía de mí y yo le deseaba suerte. Salía de casa, se subía al coche de su entrenador y se iban al lugar donde peleaba.
Sin embargo, aquel sábado fue totalmente diferente. No hizo nada de lo que había hecho infinidad de veces, sino todo lo contrario. Parecía más un día de descanso que el día de su último combate. Se retiraba. Me lo había comunicado la noche anterior, justo cuando nos metíamos en la cama.
Estaba relajado, creativo, divertido, cariñoso. Derrochaba optimismo y alegría. Hablaba mucho. Me pidió que le acompañara durante todo el día, incluso, antes y durante el combate. Le daba igual perder, pues iba a ganar una nueva vida. Se dedicaría a la docencia en geografía e historia. Había estudiado para ello y pronto comenzaría a cursar un máster de profesorado.
Yo estaba encantada. Habíamos hablado la noche anterior de todo esto e, incluso, de tener hijos. Tenía treinta y cuatro años, y él treinta y seis. Sin embargo, no contábamos con lo que iba a ocurrir a partir de las ocho de la tarde.
Lo acompañé durante todo el día, tal y como me pidió. Llevaba más de tres años sin ir a verlo pelear. No podía soportarlo. Esperaba en casa a que volviera o a que me llamara su entrenador para que fuera al hospital. Ese día accedí, porque él deseaba que participara de su último día como boxeador.
Pude disfrutar mucho de los momentos previos al combate. Fue algo muy especial. Me pareció que quizá estaba demasiado relajado. Se lo dije y me comentó que ese combate lo dedicaba especialmente para mí, por haber aguantado y sufrido tanto durante los quince años que llevábamos como pareja. Al parecer era un combate fácil.
Comenzó la pugna. Todo iba muy bien. Entre asalto y asalto me miraba y me sonreía. Se sentía orgulloso. Durante los cuatro primeros asaltos, Javi iba ganando por puntos a su contrincante. El arbitro abrió el quinto. Me había dicho que este sería su último asalto, pues en él derribaría a su contrario.
Su entrenador me dijo más tarde que cometió un grave error al perder de vista al otro púgil durante un segundo. Me había mirado a mí para decirme con sus ojos que había llegado el momento de dar por finalizada su carrera como boxeador.
Ese maldito segundo fue letal para sus aspiraciones como profesor. Un fuerte golpe le alcanzó la parte derecha de su cabeza y cayó desplomado sobre la lona. La cuenta atrás fue larguísima y muy angustiante. Javi no se levantaba, estaba inconsciente. Yo gritaba como loca a pocos metros de él. Tuvieron que llevarlo al hospital. Un derrame cerebral inundó de sangre parte de su cráneo.
Hace cuatro meses de ello y, a pesar de haber despertado del coma, ha perdido la movilidad de la parte izquierda de su cuerpo y no es capaz de crear frases con lógica y sentido. Los especialistas dicen que no lo hará nunca. Su sueño, nuestro sueño, se vio truncado.
Nunca pensé que un segundo pudiera determinar tan negativamente nuestra vida. No supe intuir que esto podría ocurrir. Si lo hubiera hecho, no habría ido a su último combate. El sentimiento de culpa habita en mi interior y pulula a su antojo entre mis pensamientos.
José Carlos Arroyo
Grupo C
Grupo C
AtasK.O.
"Ni tú, ni yo ni nadie golpea más fuerte que la vida" proclamó Rocky Balboa en una de sus escenas más recordadas, y calificar esta cita de verdad como un puño nunca estuvo más acertado. Pero recapitulemos.
Ahí estaba Moha, reflejándose ante el vidrio de uno de esos escaparates de tanatorio que nos venden la muerte y su quebranto, como si fuera el Barrio Rojo. Estaba plantado, inerte.
A priori, podría parecer que miraba absorto la caja que ocultaba el cuerpo de su padre, pero no, se estaba mirando a sí mismo a los ojos en el reflejo. Dentro de Mohamed se libraba una batalla, con muy pocas normas y demasiados golpes bajos.
En ella, las dos esquinas del ring tienen su banqueta ocupada. Calzón negro lleva el púgil Sentimiento; calzón rojo su adversaria: la Educación recibida.
No lo tomen a broma aunque sea una batalla con pocos focos y escasas cámaras. Normalmente las grandes veladas tienen boxeadores de mayor caché, pero en este cuadrilátero las hostias duelen diez veces más. Y suelen destrozarte de por vida.
Suena la campana; ambas figuras se dirigen al centro con la guardia alta. Sentimiento va más decidido, comienza lanzando directos para marcar la distancia; Educación se mantiene a la espera, esquivando cada jab con la elegancia de Mayweather. El público aguanta la respiración, todo el mundo piensa que el púgil de calzón negro va ganando, dada su iniciativa, pero de pronto recibe un inesperado crochet al mentón. Educación aprovechó medio segundo en el que el puño de Sentimiento se dirigía hacia ella, para superar la guardia y golpear la mandíbula de su oponente. Le siguió un potente gancho que hizo volar a Sentimiento. El gentío se puso en pie, entre gritos y aplausos, mirando como el cuerpo del luchador golpeado aterrizaba grogui en la lona.
Knock Out.
Se acabó el combate.
Podría parecer absurdo, pero el machismo tiene las raíces muy largas. En una sociedad en la que los varones son educados a golpe de "los niños no lloran", se asume que ciertos sentimientos son para débiles o, peor aún, para niñas.
Así nos encontramos con combates internos como el de Moha: quiere llorar, está completamente roto, pero no puede. Su bloqueo es tan grande que le resulta más fácil gritar furioso y patearlo todo (reacciones sí permitidas a los hombres de verdad, a los viriles) que simplemente llorar. Porque los hombres no lloran, y muchas veces la fuerza de lo cultural y lo educacional es tan potente que es capaz de noquear a nuestros sentimientos.
Edwing Vladimir
Grupo A
Moción de censura
Aquel 25 de mayo de 2018 pasará a la historia como uno de los combates más disputados en el palacio de Congresos de Madrid. En los carteles del evento dos protagonistas conocidos por todos los asistentes: a la izquierda, con calzón blanco, Pedro, 1,9 metros, eufórico; en el lado derecho, Mariano, 1,9 metros, calzón negro, un poco acojonado.
Las apuestas daban como favorito a Pedro 5 a 1, pero los seguidores de Mariano estaban seguros de la fuerza de su derecha y contaban con los árbitros, que los había elegido su entrenador. Además, sabían que si la cosa se ponía mal descalificarían a Pedro en cuanto sacara la izquierda alegando un golpe bajo. Aquí no hay VAR.
La mujer de Mariano le había mentalizado de que corriera por el ring todo lo que pudiera, dando vueltas alrededor de Pedro a ver si lo mareaba, para que, en cuanto se descuidara, le diera un derechazo en el hígado, que era su punto flojo.
Todos sabemos cómo acabó el combate: Mariano dejó el boxeo y todos sus seguidores pensaron que había habido tongo.
Luis Iglesias
Grupo B
Mi hijo fue boxeador
Mi hijo fue boxeador y yo nunca lo vi boxear. El no quiso. No sé si porque no quería que yo sufriera o porque él no quería compartir conmigo ese deporte que tanto lee apasionaba. Quizás temiera mis críticas, quizás pensara que perdería la concentración conmigo delante, quizás no quería que lo mirara con ojos de madre, su mamá, mi niño.
Alguna vez vino con heridas visibles. Bien se cuidaba él de que yo no averiguara otras. Y, luego, aquellos productos proteicos en polvos en envases cilíndricos negros enormes. ¡que desesperación! Si. Yo pensaba que se estaba maltratando por dentro y por fuera y él, sin embargo, creía que seguía las máximas de todo buen y noble deportista. No lo vi nunca competir, me dijeron que era bueno.
Ahora, en un cajón de mi casa que fue suya, de cuando en vez, me encuentro uno de sus calzones, blanco uno y otro rojo, minúsculos, bastante horteras, y pienso que no tuve nada que ver con su decisión de dejarlo. Y, que a estas alturas, ni me alegro de que lo haya dejado. Y pienso, bromeando conmigo misma, si tendría algo que ver con el abandono del muay thai (impronunciable para mí) aquella camiseta que le traje con sus símbolos tailandeses. Y busco en la wikipedia y encuentro:
“El muay thai (del tailandés: มวยไทย, RTGS: Muai Thai, AFI: [mūaj tʰāj]), conocido también como boxeo tailandés, o tradicionalmente como el arte de las ocho extremidades es un deporte de contacto de los más peligrosos que hay y por lo tanto se le considera un deporte extremo e ilegal en varios países del mundo”.
Punto. Era normal que tuviera miedo de que le pasara algo . Y, punto, lo ha dejado, menos mal.
Araceli Sebastián
Grupo C
Balada triste para oboe
Sonó el móvil, era mi prima preguntando por mi madre. En realidad quería saber qué había pasado. Le dije que nada todavía, que la llamaría cuando supiéramos que había decidido el comité médico y colgué.
¿Quién era? preguntó mi madre, me quede observando su ya habitual mirada perdida y se lo dije. Ella volvió al angustioso mutismo en el que se había encerrado desde que ocurrió lo de mi hermano.
En realidad se había convertido en un alma en pena que quería acompañar a su hijo, donde quiera que fuese. Era un ser atormentado con el espíritu a punto de evaporarse.
Cuando lo hospitalizaron yo me dediqué a suplirlo a la vez que trataba de evitar el hundimiento anímico de mi madre y el mío propio.
A veces, tenía que lidiar con la abrumadora pesadumbre del hombre que lo noqueo en el cuadrilátero hace ya tres años. Ambos eran boxeadores de cierto nivel que intentaron amañar una bolsa y el negocio salió mal.
En el quinto asalto un fortuito crochet de derecha impactó en la cabeza de mi hermano. .Ese único golpe acabó con los dos y nos arrastró a mi madre y a mi a un tártaro agónico.
El atribulado contrincante de mi hermano trataba de acompañarnos en el dolor , reiterando su impenitente mantra de culpabilidad e implorando nuestro perdón.
Pero la afrenta más clamorosa que padecíamos, estaba causada por el absoluto y despreciable desinterés mostrado por la joven esposa de mi hermano.
Cuando vislumbro que este, ya no podría pagar sus estúpidos y pueriles caprichos ni darle la atención sexual a la que estaba acostumbrada , comprendió que los días de vino y rosas habían acabado y dejó de aparecer por el hospital.
Esta pequeña zorra a la que siempre defendió mi madre con sus monsergas -”tratala bien y recuerda, que serà la que inculque en sus hijos amor u odio hacia nosotras” - me decía.
Afortunadamente esa desnortada y cretina criatura no llegó a transmitir nuestros genes a los sobrinos que nunca tuve.
Con una tenacidad digna de más noble causa, se dedicó a entregar su cuerpo a una interminable retahíla de depravados, que la compraban a veces por el miserable precio de una raya de coca.
Me estaban asfixiando mis propias cavilaciones y salí fuera del hospital para oxigenarme, e intentar librarme de la pesada carga de tanto pensamiento negativo. Si quería ayudar a mi madre en este trance, tendría que contemporizar con esa furcia.
Necesitaba desesperadamente un cigarrillo pero, antes de poderlo encender, apareció el siempre atribulado contrincante de mi hermano acompañado de mi “virtuosa” cuñada, que
tenia toda la pinta de venir directamente de una fiesta.
La dí dos besos y le pregunté qué tal le estaban yendo los cursos de animación sociocultural que tan ocupada la tenían, que si era por ello por lo que no venía al hospital.
Me dijo que estaba tratando de superar el accidente de mi hermano y que en realidad estaba en un grupo de hoponopono en el que la enseñaban a dejar fluir tus traumas, poder soltarlos y así lograr empoderarse de su vida. La niña sería una furcia, pero tonta, exactamente, no era.
Le comente que mi madre quería hablar con ella antes de que el comité médico llegara y entramos todos al hospital.
Ya en la habitación, mi madre, con la imperturbable lucidez de la desesperación, trató por todos los medios de hacerla cambiar el sentido afirmativo de su decisión.
Parecía tenerla convencida, cuando entró en la habitación el comité médico que, tras leernos una plomiza retahíla de documentos legales, nos comunicaron su decisión y le preguntaron a mi cuñada sobre la posibilidad de una oposición legal
Ciega y resacosa como estaba, no opuso reparos y con voz quebrada, esbozando un teatral sollozo, manifestó no poder soportar tanto dolor y se fue dejando que mi madre y yo, presenciáramos la desconexión de los soportes vitales , que mantenían la artificial vida de mi hermano.
Mientras se producía el tránsito, el involuntario primer verdugo de mi hermano, comenzó a llorar amargamente..
Sonó el móvil de nuevo... seguramente sería otra vez mi prima.
Calgari
Grupo A
Luis Miguel Dominguín y su esposa, Lucía Bosé.
Torero famoso, galán, enamoradizo, podía elegir las mujeres que deseaba. Cautivo y enamoró a Lucía Bosé. Ella le dio el sí quiero, el hizo su lidia acostumbrada y cambió de suertes cuando su pasión y enamoramiento pasó. Triunfaba en plazas de toros de España y lugares diferentes del mundo aficionado a la fiestas del toro bravo. Sabía lidiar reses,con enormes cuernos, si. Y adquirió la costumbre de ponérselos a su enamorada Lucía. Tanta actividad taurina, en los ruedos y en su vida familiar, llegaron las broncas, pitidos y malas palabras en el hogar. Sus hijos se refugiaban, no, en los chiqueros, buscaban lo mimos de la tata, personaje habitual y muy útil en los hogares de los señoritos famosos y burgueses. Estos tenían hijos, si. Pero los cuidaba La Tata. Si surgían problemas, era ella la que asumía una tarea vital, dar mimos y carantoñas que los padres, dejaban de hacer. Esta situación hizo que Lucía pasara a dormir en el coche aparcado frente a su domicilio, en esos años, si la mujer abandonaba el hogar, podía perder la custodia de los hijos.... Ella permaneció cerca de ellos, eran niños y desayunaba juntos cuando el padre salía del hogar..... No dormía en su cama. No abandonó su casa, quiso permanecer con sus retoños. Este combate no fue en un ring pero podría perfectamente haber sido posible tener ese espacio.
Cuantos sucesos pueden vivirse en y alrededor del ring. Con golpes y sin guantes de boxeo. Dejar KO al más débil, y fuera de combate, si no sabes bailar bien para esquivar los ataques del contrincante.
Pepa Agustín
Grupo B
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