El que menos sabe

Ayer desenvolvimos -con la misma ilusión que un niño el día de Reyes- la programación del taller de escritura creativa para este trimestre. 
Pero antes nos abrazamos y nos felicitamos el año pues aún no había prescrito el ritual de los buenos deseos.
Después nos acercamos con respeto y admiración a la poesía de Tomás Sánchez Santiago. Él ha sido el elegido para nuestra lección inaugural. Los motivos son muchos pero fundamentalmente la precisión, exactitud y profundidad de sus palabras. Hay quien da la bienvenida al año con un baño en el mar. Nosotros nos sumergimos en la hondura de sus palabras que también son baño y mar.
Es quizá El que menos sabe el libro de Tomás en el que más se transparenta su modo de entender la escritura, la vida, la amistad, y también la pérdida. Late en su poesía el pulso de todo lo pequeño, se hace visible la claridad -que no el brillo- de las cosas, se oye respirar al poeta, sentir su pérdida, su amor por la vida. Su lectura mueve y conmueve. Los poemas, sobre todo los de la última parte, se anudan a la garganta y cuesta remontar las palabras, y los ojos su nublan con alguna lágrima.



Tomás es un gran novelista, un buen articulista y un excelente poeta. Puedes escucharle en una defensa de las bibliotecas como espacios de resistencia y prestándole su voz a Cavafis y a José Corredor Mateos en este video. Y si quieres conocerlo mejor y también su libro te recomendamos una excelente entrevista de Vicente Duque en Tamtampress con el siguiente titular "Nombrarlo todo de otro modo".

En la cuarta de cubierta del libro, editado primorosamente por Eolas, reclaman nuestra atención estas palabras: 

Los poemas de El que menos sabe merodean por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo. El autor de La belleza de lo pequeño se desentiende, deja de saber(se) como rechazo a la oquedad y a lo pactado, también al pacto nunca verdaderamente acordado con la inexistencia de los que ya se han ido. La escritura de Tomás Sánchez Santiago, igualmente fronteriza entre los ritmos poéticos y la viveza narrativa de la oralidad, «aguanta el oído contra el mundo» hasta convertirse en un intento conmovedor de restituir el vínculo roto y devolvernos los seres y las cosas en toda su dignidad insobornable, en toda su claridad ajena al brillo.
La resonancia de motivos y preocupaciones hondamente afincadas en la conciencia y la confluencia armoniosa de formas expresivas híbridas hacen de El que menos sabe una entrega culminante en la trayectoria literaria del autor.

Tomás hace inventario de recuerdos y los presenta en forma de almanaques, profundiza en la tarea encomendada a quien escribe, celebra la amistad con sus versos y nos da a conocer artistas con los que comparte inspiración y aliento o que han influido en su poesía. "Quieta casa ya", las últimas páginas del libro, son el diario del "deshuesado" de una casa, la familiar, tras la muerte de su madre. Un largo poema profundo y emotivo que a quienes hemos pasado por un momento similar nos interpela y araña. Gracias, Tomás, por ponerle palabras a algo que muchos no pudimos o supimos.
Hay dos poemas que son pura claridad, el homenaje que Tomás hace al escritor Tomás Salvador González y el que dedica a Ana Blandiana y a un mujer del Barrio de San Lázaro. Ambos muestran cómo es el poeta, su sensibilidad, su precisión a la hora de encontrar las palabras exactas para compartir el aliento o la tristeza y hacer de un acontecimiento casual un hermoso poema, lleno de luz.

Dejamos aquí unas hebras de esa luz, de esa claridad:

Todo lo que él podía llevar
(Tomás Salvador González)

¿Ni un triste óbolo con que pagar
al barquero si se acerca?
PHILIPPE JACOTTET

en los bolsillos solo algunas hierbas
y unos cuantos botones
muy gastados,
mordidos por el uso

¿así fuiste a cruzar ese día? ¿sin saldo ni defensas
en las manos?

quiero imaginarlo

era mayo
¿aún sabías canciones de resurrección?¿las oíste
otra vez levantarse
y salir de tu memoria
despertando de lejos la boca de los niños?
al menos
eso pudiste llevar contigo al viaje:
un cargamento de pequeñas decisiones
—quién sabe si algo más:
miguitas de pan quieto, monedas sonámbulas, cabos
de lápices—
y un silbato frutal
de hueso
para convocar tú a quien ya te esperaba
con la primera merienda
al otro lado

en el confín

yo sé oler los sueños, eso dirías también allí
con tu voz de licores oscuros
para salvar la última aduana, la de la nada

(igual nos lo dijiste una vez en Galicia,
en aquel viaje de juventud sin cáscaras
y de pensiones húmedas)

y luego
abrirías tus manos para pasar,
enseñarías
lo simple y lo indefenso
todas tus pertenencias
esto es lo que me nombra, algo así dejarías
de recado final

te fuiste solo,
ninguno te sentimos salir aquel día último,
lograste evitar los ademanes de las despedidas,
solo el chapoteo de los remos estrellados
contra esa agua de la vida, el agua
donde quedó flotando para siempre
la clara menudencia de tu caligrafía,
un alfabeto blanco que nadie más conoce

sémola mínima


Propuesta de escritura

¿Quién no guarda en su casa -ya sea en el desván o a mano- una caja de lata llena de recuerdos propios y ajenos? O tal vez una maleta, o una caja de madera.
Quizá al abrirla encontremos algunas fotografías en blanco y negro, un viejo carné, algunas monedas, unas cartas, un escapulario, alguna estampita, botones, sellos... Objetos y reliquias del pasado que nos permiten recorrer, de hito en hito, nuestra vida.
Todos esos recuerdos conforman nuestro almanaque de vida, nuestro tránsito por los meses, estaciones y los años vividos.
Imagina que ahora lo abres y nos cuentas que contiene. Qué dicen de ti y de los tuyos todos esos objetos que encierran en sí mismos un recuerdo. Cuéntanoslo en forma de poema, carta, breve relato. Danos a conocer las cosas por su nombre.

En el transcurso del taller hicimos también un pequeño ejercicio de disección poética y léxica, tal y como hace Tomás un su poema "Desperfectos" que comienza así:

A veces
aún me pasa. Se cruza
ante la cara una palabra que vuelve
la cabeza, se detiene y se queda
conmigo, me llena la hora
de su luz,
de la carne atendida de sus sílabas.

Esta palabra, por ejemplo: desperfectos.

La desmonto sin ruido
como una naranja en dos mitades vivas 
y desiguales, 
y son ya solo dos embarcaciones desamparadas, 
hinchadas sus maderas de humedad verbal.
Solo ahora caigo 
en esa suma extraña: des
perfectos. [...]

Sugerimos elegir una palabra compuesta y partirla en dos para observar por separado sus entrañas y su piel y su manera de ensamblarse en un todo. Y lo hicimos. También por aquí aparecerán algunos ejemplos.

Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


¿Qué guardamos en las cajas de madera?

Mi vuelo de regreso no salía hasta el día siguiente. Hice caso a mi hermano y aprovechamos para echar un vistazo a la casa. Llevaba más de veinte años sin pisar allí. Al cruzar la puerta, tuve la impresión de retroceder en el tiempo. La decoración, el estado de las paredes, el olor… Pensé que se trataba de un puro trámite: una revisión ocular rápida, ver si algo merecía la pena, cerrar esa puerta para siempre, y no volver jamás. Mi hermano se movía desenvuelto por las habitaciones. Fue directo a la habitación de mi madre, pasé por delante de la que un día fue la mía. No me atreví, en un primer momento, a volver a entrar allí. Sucumbí a la curiosidad. Me costó empujar la puerta, parecía atascada. La humedad, el tiempo, el polvo, pensé. Arrimé el hombro y conseguí abrir un hueco, metí la cabeza como pude y la saqué todo lo rápido de lo que fui capaz. La habitación de mi niñez se había convertido en un trastero. No quedaban ni mis recuerdos. Tragué saliva y fui al comedor. Me sentí extraño, yo no pertenecía a ese lugar y parece, que el lugar tampoco me pertenecía. Mi hermano regresó con una caja de madera en las manos. «Aquí guardaba mamá lo importante. Si hay algo que merezca la pena, está aquí. El resto ya lo ves», me dijo colocando la caja sobre la camilla. Un teléfono comenzó a sonar. Mi hermano atendió la llamada, se colocó su melena rubia detrás de la oreja y comenzó a hablar moviéndose por el comedor. Con reparo, comencé a hurgar en el contenido de esa caja. Una bolsa, de terciopelo negro, atada con un cordoncito. La abrí y vacié su contenido sobre la palma de la mano. Unos cuantos dientes de leche aparecieron, me dio un poco de repelús. Levanté la mirada y mi hermano me sonreía mostrándome una dentadura perfecta. Entendí que eran sus dientes, de cuando era pequeño. En la caja había un pequeño camafeo con una pestañita. Apreté y la tapa se levantó. Guardaba un mechón de cabello rubio. La cerré y no lo pensé más. Debajo apareció un sobre. Estaba lleno de recortes de prensa. Mi hermano recibiendo el premio de El Corte Inglés tras ganar el concurso de pintura, mi hermano en un pódium, en lo más alto, recibiendo la medalla de oro de la prueba de los mil quinientos metros lisos de mano del alcalde. ¡Qué recuerdos! Alcé la vista y mi hermano me hacía la señal de victoria sin dejar de hablar al teléfono. Repasé el resto de recortes: mi hermano en…, mi hermano con…, el ganador ha sido… mi hermano. No había ningún recorte sobre mí, no había ninguna noticia sobre mí. Yo sí había ganado algún concurso en mi infancia, ¿o no? Ya dudaba. Debajo del sobre, había unas fotos: mi hermano el día de su graduación, mi hermano en la jura de bandera, mi hermano con la Reina, mi hermano con el presidente de la comunidad. Busqué la foto de su boda, no la encontré porque él no se había casado. La mía tampoco estaba. Siempre pensé que mi madre, en lo más profundo de su corazón, sí me quería. Me he estado engañando toda la vida. Metí todos los recuerdos en la caja, igual que poco antes metimos los restos de mi madre en el ataúd. Cerré la caja, malhumorado, y pensé en la última vez en que les había dicho a mis hijas que las quería. Miré el reloj, el que me regalaron mis hijas por mi último cumpleaños. Ahora era yo el que hablaba por teléfono. Conseguí adelantar el vuelo de vuelta. Tenía solo un par de horas para subir a ese avión que me devolvería a mi vida. Allí, en esa vieja casa, no había nada mío. En esa caja de madera, tampoco, ni siquiera recuerdos.

Tomás García Merino
Grupo B


Almanaque de recuerdos

Un día cualquiera, mi hermana y yo abrimos una caja donde estaban guardados algunos objetos que mi madre siempre había tenido colocados en los armarios, a la vista de todo el mundo y de los cuales presumía: este me lo trajo mi hijo de cuando estuvo en..., este me lo trajo mi hija de cuando viajó a..., este me lo trajo mi sobrino.
Para ella esta serie de objetos coma y todos con un trasfondo religioso, significaban una prueba de cariño y acercamiento por parte de los que se los habíamos llevado.
Aparecieron dos rosarios: uno procedente del Vaticano, bendecido por el Papa me dijeron, otro de Santiago de Compostela con su característica cruz. Una Virgen de Guadalupe, de Guadalupe de México. Una Virgen de Santa María de Guadalupe de Cáceres. Una ”Moreneta” de Montserrat. Una Virgen del Pilar. Una imagen de la Virgen de Lourdes. Un nacimiento pequeño de madera, supuestamente de olivo del monte de los olivos de Jerusalén. Un frasquito de arena con figuritas de camellos, arena obtenida del monte Nebo.
Al final apareció una figura del Sagrado Corazón de Jesús; esta última se la regalé yo y me costó bastante obtenerla, pues me tocó en una rifa en los escolapios, pero para poder obtener esta posibilidad, había que haber ganado un concurso previamente. La tuve todo el año en mi mesilla de noche, y al acabar el curso se la regalé. Siempre la tuvo en lugar preferente y a la vista de todo el mundo.
Sabíamos que estos regalos le gustaban, pues era una mujer devota y religiosa. Probablemente para ella significaba sentirse querida. Estos regalos se los fuimos haciendo a lo largo de toda nuestra vida de forma continua, aprovechando cualquier viaje que hiciésemos.
Uno siempre acierta con los regalos, cuando se conoce y se quiere a la persona a la que vas a hacérselos.

José Luis Fonseca
Grupo A


Almanaque desconcertado

Tan lejos en el tiempo
y tan cerca en los recuerdos.
Ese álbum bajo la mesa,
tú y yo como descansando
de tantas batallas hechas.
Solo yo, para recordarlas
y hablar con la soledad de la tarde,
que cae plomiza sobre este cuerpo
en barbecho.
Ahí, guardado como un tesoro,
tu risa,
todo el azul del océano
en tus ojos.
la inmensidad del cielo
sobre las montañas blancas
que un día no muy lejano
cruzamos y fuiste más allá
del horizonte que divisabas,
desde donde venía el viento ,
donde duerme el silencio.

P.G.
Grupo C


Un salto de 12.000 años en el Almanaque

Ayla

Soy Ayla. Con mi clan, llevo caminando hacia el sur desde hace casi una luna. Las manadas de ñus empezaron a desplazarse en cuanto olieron el frío en el viento del otoño. Somos cazadores y los animales que nos alimentan migran con las estaciones. Estableceremos un campamento para pasar el invierno en algún lugar propicio, en cuanto alcancemos el Gran Río.
Creb, nuestro guía se ha parado al llegar arriba de la colina y nos hace señas para que nos acerquemos. Desde allí divisamos algo de lo que habíamos oído hablar en la Reunión Anual de los Clanes del Oeste, pero que no habíamos visto todavía. Es un poblado.
Una mujer sale a nuestro encuentro. Entiendo parte de lo que dice: que saben quiénes somos y que podemos descansar con ellos antes de continuar nuestro viaje. Delante de una hoguera nocturna me explica su vida. Se llama Iza. Hace muchas lunas que los padres de sus padres decidieron sembrar las semillas que recogían en el otoño y esperar a cosechar el grano al final de la primavera, y ellos han seguido haciéndolo. Mientras tanto se alimentan de lo cosechado el año anterior, aunque no desdeñan la caza menor y la recolección de bayas y hongos. Cuidan de lo sembrado. Nunca se desplazan. Viven tranquilos, dice Iza. Sin sobresaltos. Sin necesidad de grandes y peligrosos desplazamientos llevando a los niños pequeños y a las mujeres embarazadas. Pueden acumular comida, herramientas y ropas pues tienen donde guardarlo en esas chozas de madera y cañas donde viven.
Iza me dice que su vida es mejor. Pero yo no lo comparto. Nosotros no somos así. Nuestra casa no es pequeña y oscura. Nuestra casa es el bosque y la estepa y nos cubren las estrellas en la noche y el sol cuando es de día. No esperamos temerosos que la suerte sea propicia y que los elementos no destruyan la cosecha. No nos doblamos sobre la Tierra para ararla. Somos el Clan del Oso Cavernario, orgullosos cazadores de ñus y de antílopes. No aguardamos a la Fortuna; la buscamos con nuestra fuerza y nuestra astucia. Nuestro horizonte es infinito; a un lugar no nos ata nada más que la abundancia de caza. Somos libres.
En la mañana agradecemos a Iza su hospitalidad y le regalamos un collar de cuentas del que también cuelga un pequeño trozo de marfil grabado con nuestro tótem: un oso de las cavernas.
La niebla nos acompaña cuando partimos.

Álvaro

Me llamo Álvaro. Soy físico de la especialidad de cálculo automático. Acabo de llegar a Hanoi después de diez y seis horas de viaje y me siento tremendamente despistado. No es sólo el atontamiento del avión. Es un mundo que me resulta distinto. He quedado con los de una agencia inmobiliaria que me han preparado la visita a un par de apartamentos del centro.
Cuando salí de Madrid quedé con mi amigo Luis en Barajas. Me expuso por enésima vez sus ideas respecto a mis desplazamientos.
Me llamó otra vez “emigrante por afición” y se asombró de nuevo de ver cómo alguien puede elegir moverse tanto. Dice que permanecer en el mismo lugar es fundamental para el equilibrio mental, que la estabilidad permite a la cabeza procesar el presente y manejar mejor la propia vida. Que, si te mueves, pierdes los amigos.
Pero yo soy un nómada. Un nómada digital. Todo mi trabajo lo llevo a cabo delante de un ordenador. Desarrollo aplicaciones a medida, que luego paso a los programadores. Ahora mismo estoy con el organigrama de la nueva línea 6 del metro de Sao Paulo.
Y no necesito esa estabilidad de la que me habla Luis.
No se parar en un lugar. Mi vida se alimenta de la novedad. Me emociono cada vez que llego al sitio que he elegido esa vez para vivir. Sólo necesito una conexión rápida a Internet. Nada más. Y así me siento bien. Me siento libre. Soy libre.
Antes de embarcar le regalo a Luis un par de entradas para la ópera que había comprado antes de decidir el viaje a Vietnam.
Sobre la pista hay jirones de niebla que el despegue de los aviones no logra disolver. 

Carlos Coca Senande
Grupo A


Palabras compuestas

Me deslumbra
tu forma de mirar,
algo oculto y oscuro
que guardas para ti,
para tratar de convencer
a los demás;
que no saben de artimañas
y mucho menos
de triquiñuelas infundadas.
Te desdoblas
sin apenas apariencia,
pasas de lado sin hacer ruido,
con el convencimiento
del que tienes enfrente.

P.G.
Grupo C


En el alto

Subir al alto de la casa de mi abuelo era como subir a un mundo tenebroso y desconocido, lleno de telarañas y sorpresas escondidas en cualquier lúgubre rincón. Los claroscuros de aquel espacio aguardillado y la profusión de objetos amontonados desordenadamente a lo largo de muchas vidas, hacían del alto un lugar aterrador, lleno de misterio, a los ojos del niño que yo era.
Ha pasado medio siglo desde que subí la última vez. Mis abuelos y mis padres hace tiempo que partieron. El polvo y las telarañas se han vuelto decadentes y ya no me aterran, muchos de los objetos aparecen inservibles, corroídos y absolutamente desvencijados. Parece que nada aprovechable ha superado los envites del tiempo y del olvido. Lo poco valioso que alguna vez pobló el alto ya ha sido vendido o acaparado por algún familiar avispado. Esta visita me deja claro que el destino del alto es ser vaciado de esta basura inservible, saneado, remodelado en profundidad y convertido en dos estancias acogedoras, con sus respectivos cuartos de baño, para añadirlos a la oferta de la casa rural en que se va a convertir el viejo edificio.
Echo un último vistazo antes de bajar del alto y mis ojos tropiezan con una gran caja de cartón en la que un desvaído papel informa de su contenido. A duras penas consigo descifrar que se trata de los juguetes de goma de mi infancia. ¡Cuánto me habían hecho disfrutar! Tenía muchos, con ellos jugaba y me divertía solo o con mis hermanos y mis amigos. ¡Cuántas peleas y cuántas batallas había inventado entonces! Rinocerontes contra leones, elefantes contra búfalos, cocodrilos contra tigres, juntos o por separado, cacerías del ciervo por una manada compuesta de lobos, gatos y osos polares. Todas las combinaciones eran posibles, más teniendo en cuenta que disponía al menos de dos ejemplares de cada especie. También estarán en la caja los indios y los vaqueros —a todos les llamábamos vaqueros aunque, desde el sheriff al pistolero cojo, muchos de ellos no hubieran visto una vaca en su vida—. Indios y vaqueros enzarzados en peleas interminables que siempre perdían los desdichados nativos. También había un fuerte hecho de troncos en el que estaban acuarteladas un par de patrullas del ejército federal y el famoso pastor alemán Rin-tin-tin. Las escaramuzas de vaqueros y federales contra indios se intercalaban con cacerías de animales, que en no pocos casos salían victoriosos por la admiración que yo tenía por la fauna salvaje. Todas las luchas imaginables tenían lugar entre aquellas reproducciones de goma. Pero lo que nunca me había imaginado es lo que encuentro al abrir la caja. Los animales de goma que yo tenía se encuentran acompañados de una multitud de crías, pequeños descendientes de los rinocerontes, osos pardos y polares, pandas, tigres, panteras, águilas… y sobre todo gazapos y jabatos. Como si de verdaderos animales de carne y hueso se tratara, mis animales de goma se han reproducido engendrando cientos y cientos de crías. La imparable Naturaleza en estado puro a escala de juguetes de goma. ¿Y el fuerte de troncos de madera? Ha perdido su carácter militar y se ha convertido en una escuela, a la que asisten un gran número de niños blancos, indios, negros, orientales y muchos mestizos. Ya no se distinguen vaqueros, indios y federales, que definitivamente se han fumado muchas pipas de la paz. Todos ellos se han convertido en una muchedumbre variopinta de tipos, unos estrafalarios y otros formales. Por un momento pienso que el eslogan preferido durante mi preadolescencia: “Haz el amor, no la guerra” ha sido la pauta de conducta que han seguido mis juguetes de goma. ¡Vaya historia!
No acabo de salir de mi sorpresa y todavía estoy empezando a digerir este prodigio cuando una gran algarabía llama mi atención. Acabo localizando de donde viene el jaleo, justo al lado de la caja de mis juguetes. Es de la casa de muñecas que fue de mi hermana, en la que una placa indica claramente que se trata de “La casa de Barbie, Ken y sus amigos”. No quiero saber que me puedo encontrar dentro. Bajo del alto y me dirijo directamente al bar dispuesto a tomarme un par de copas.

Manuel Medarde
Grupo A


En la caja de tu recuerdo

Un sueño por cumplir,
una quimera,
un fuego desatado
que ya no quema,
eternas madrugadas
de eterna espera,
estrellas sin su brillo
y nubes negras.

Colección de cenizas
y una certeza,
recuerdos ordenados
por hora y fecha,
los ecos de un silencio
que no resuenan
y miles de reproches
que me golpean.

Un nombre que taladra
mi mente entera,
un vendaval interno
que me atraviesa,
una niebla en el alma
que ya me pesa
y una cuenta pendiente
con la inocencia.

Aurora Zarco
Grupo B  


Espantapájaros

Todavía no he sido capaz de espantar los pájaros que, desde siempre, me habitan la cabeza.

Aurora Zarco
Grupo B


El fardel de los botones

Siempre he creído plenamente en el poder evocador de las cosas. Me cuesta desprenderme de todo aquello a lo que le veo el mínimo valor sentimental. De niño, una de mis aficiones favoritas era hurgar en el canastillo familiar de la costura, al calorcillo invernal de la camilla. Me deleitaba (cuando me dejaban) abriendo y cerrando la tijera encintada, vaciando los alfileteros, desenrollando el metro de la cinta amarilla… y haciendo dibujos imposibles con el afilado jabón de marcar. Uno de mis pasatiempos favoritos era esparcir sobre el tapete el contenido del fardel blanco en el que se guardaban los botones. Siempre encontraba en él algún “tesoro”, y me sentía como un pequeño arqueólogo de las tertulias al brasero.
Heredé por la nostalgia y el deseo el que formó parte de mis curiosidades infantiles. Por todo ello, y animado por las iniciativas creadoras del taller de escritura, he vuelto a sentarme como antaño, entre las patas sin faldillas de la mesa de mi comedor. No había sobre ella ningún tazón de aceite con lamparillas, ni el filamento a medio encender de ninguna bombilla de 125. Algunos portarretratos y unos mandos a distancia eran los nuevos inquilinos de la actual mesa familiar. Y me dispuse a derramar con rapidez su contenido sobre unas hojas de periódico. Lo hice como si estuviese abriendo el contenido intacto de una de las cajas negras de mis recuerdos.
Saqué lápiz y papel para la ocasión. Además de botones y otros objetos difíciles de identificar, aparecieron algunas cosas de las que me fue complicado recordar su nombre. Pero me resultó divertida su clasificación: chinchetas, fichas de dominó, argollas de cortinas, hebillas, corchetes, imperdibles, horquillas, gemelos, broches, cascabeles… Fui poniendo a un lado todo lo que me despertaba la curiosidad: medallas de aluminio, un crucifijo, el platillo de una pandereta, la llave de dar cuerda a un reloj, un cascabel, una barra de lacre, los colgantes de un escapulario bordado en tela… y hasta la palomilla de afinar las cuerdas a una guitarra.
El poder evocador de las cosas, como decía al principio. Cada pequeño elemento de aquel extenso contenido desempolvó a tiempo real las imágenes de mi recuerdoteca sequereña. Un par de alfileres de cabeza negra me trasladaron al murmullo de las novenas y los rosarios, al prendido minucioso del velo en el moño de las mujeres serranas y a los recogimientos de fe con el misal en mano sobre los ya olvidados y carcomidos reclinatorios. Aparecieron botones de madera, de nácar, de tela, metálicos, los del traje de marinero de la primera comunión… Inconfundibles también los que llegaron a formar parte de algún uniforme militar, con sus dorados, sus águilas bicéfalas y el montón de anécdotas familiares que sobre la mili sacaban a la palestra.
Escarbé con la badila en el brasero de mi imaginación, asomado como un numismático en prácticas a las perras gordas de la señora sentada y el león. Me tentó frotarlas en la suela de mis zapatos para limpiarlas de los óxidos, pero la vibración de un wasap me volvió a la realidad. Era alguien del taller de escritura agradeciendo el último libro de Ignacio. Pero tuve tiempo suficiente para sentir que aquel disco duro familiar revestido de tela seguía eternamente cargado con las baterías del corazón.

Francisco Antonio Martín Iglesias
Grupo A

De niña la bautizaron ROSA, a los tres meses alguien comentó que ya sonreía y, para que quedase constancia de ello, la empezaron a llamar ROSARIO. De mayor se hizo monja, y alguien dijo que había terminado rezando su nombre.

Francisco Antonio Martín Iglesias
GRUPO A 


Desarmar a un cuentacuentos

Érase una vez el arma más poderosa del mundo: la imaginación.
Érase una vez un tirano.
Érase una vez un cuentacuentos que vivía de su imaginación.
Érase una vez un público –infantil o no– que disfrutaba del incontrolable poder de la imaginación de otros.
Érase una vez una prohibición.
Y el cuentacuentos nunca más lo fue.

Mª Ángeles García Franco
Grupo A


Memoria y olvido

Recuerdos, en tu casa
se van acumulando los recuerdos,
es el tiempo, que va dejando sus reliquias
como cenizas prematuras,
pecios a la deriva del mar sin olas
de tu olvido y sus nombres,
de tu memoria varada y anónima,
incierta en difusas coordenadas.
Fotos antiguas de familiares,
desconocidos,
próximos remotos,
libros, cuadros, objetos,
pequeñas herencias
de un extraño árbol genealógico,
hundidas ya en la arena leve
de las horas paradas.
Viejas cosas inútiles,
estorbos amables,
como fantasmas que invitan
a tropezar con el pasado,
y revivirlo con la sonrisa triste
de la nostalgia;
sólo entonces los ves,
enredados en sus telarañas
o envueltos para regalo.
Recuerdos de familia,
de viejos amigos
y amores,
historias
que siempre te acompañan,
sentimientos errantes
en tu casa solitaria.
Tu nicho, ibas a decir,
donde estás refugiado,
aún vivo en este sueño
mientras llega la muerte
-la vieja compañera,
sin prisas ni retrasos-
arrugando el espejo
de tu piel y sus cosas.
Al acecho, tan cerca,
pero aún derrotada
la eterna vencedora.

Ignacio Aparicio
Grupo A


Antiparras

Tiene trece años. Su madre le enseña un reloj de bolsillo de su padre, el abuelo del chico, que murió años antes, cuando ella era joven. El reloj acabará mal. Al fin y al cabo, a quién se le ocurre dejar esa maquinaria delicada y antigua a un adolescente curioso y manazas…
También le enseña las gafas de su padre. Están compuestas por dos lentes de cristal circulares montados sobre aros finos de carey, dos patillas metálicas cortas, también cubiertas de esas irisaciones crema y marrón. El puente es fino, curvo y delicado. Las lentes están graduadas para una ligera presbicia.
Las gafas del abuelo le han hecho abrir los ojos como platos, mirar a su madre, que sonríe divertida, ponérselas y correr al espejo del armario de tres cuerpos de la alcoba de sus padres. Se ve cara de ratoncillo, pero se pone interesante y gira la cabeza a un lado y al otro, la levanta, la inclina. Sin remedio, le parecen las gafas más chulas del mundo. Como las de John Lennon, pero ¡mucho antes de John Lennon!
La madre le dice que si sabe cómo se llaman esas gafas. Él contesta que cómo se van a llamar, pues gafas. No, dice la sonriente mamá, se llaman también espejuelos o, como prefería el abuelo, antiparras.
¡Antiparras! Con ese nombre todo se hace todavía más mágico. No son simplemente unas gafas con las que el abuelo leía, son sus antiparras. ¡Por Dios, qué cosa más extraordinaria! ¡Antiparras! Pregunta de inmediato de dónde viene ese nombre, por qué se llaman así. La madre no lo sabe.
El chico, que trece años dan para mucho, corre a la biblioteca a buscar en la enciclopedia. No viene nada entre “antipapa” y “antipartículas”. Busca en el diccionario. Dice que viene de “antipara” y que son unas gafas o anteojos. Joder con los académicos, piensa. Y busca en “antipara”. Aquí la sorpresa: viene de “ante” y “para”. “Anti-para” una palabra que tiene dos palabras dentro, aunque eso no ayuda. Definición: “Cancel o biombo que se pone delante de una cosa para encubrirla”. No busca “cancel” porque sabe lo que es un biombo.
Como todo chico listo, se da cuenta de que las antiparras se ponen delante de los ojos, pero no para encubrir nada, sino para descubrir otras cosas, otros mundos. El abuelo leía con sus anteojos, sus espejuelos, ¡sus antiparras! Ahora él las tiene en la mano y pasan por su imaginación las páginas que pudo leer. Se ha creado otro puente fino, curvo y delicado entre aquellos ojos que leían con antiparras y los que miran ahora el fascinante objeto.
El reloj de plata del abuelo se averió pronto, por ahí sigue en un cajón. Sus gafas redonditas siguen en perfecto estado y se limpian cada poco. “Ante” él, “para” él, las antiparras del abuelo. Las conservará siempre, se dice. Sabe, y confirmará con el paso del tiempo, que es imprescindible conservar todo aquello que haga revivir las palabras que dan sentido a la vida: anteojos, espejuelos, antiparras, abuelo, madre…

Juan Delgado
Grupo A


Objetos y emociones

Ahora que todos se han marchado y la nostalgia se adueña del alma, me asomo al pequeño universo guardado en una caja de madera labrada, donde reposan los objetos que fueron testigos de momentos vividos y, aunque alejados en el tiempo, permanecerán para siempre en el recuerdo.
Contemplo con ternura la vieja fotografía en blanco y negro de aquella niña que fui, con esa mirada quieta y la tímida sonrisa de marfil.
El dedal de mi madre me provoca alguna lágrima al recordar las tardes de invierno en aquella cálida cocina alrededor de una camilla, jugando con mi hermana mientras ella cosía, con esmero, la ropa que el uso rompía.
La poesía que mi padre escribió el día que cumplí nueve años con su perfecta caligrafía, hoy un poco borrosa, pero igual de hermosa.
Una hoja de arce con el nombre de un enamorado de verano.
Una caja de cerillas del año sesenta y cuatro, recuerdo de aquel juego de la pandilla de antaño y que solo conocemos unos cuantos.
Una piedra en forma de corazón con fecha de septiembre del sesenta y dos.
Un mechero de gasolina, una cinta de seda, un mechón de cabello, una estampa, un dibujo de un corazón atravesado con la flecha del amor, unos cromos, una flor…
…fragmentos de una vida que el tiempo dejó atrás.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Recuerdo

Reconozco mi falta de apego a lo material, mis recuerdos son inmateriales, y quizás mis viajes, mis cambios de domicilio y cuando he tenido que deshacer lo vivido, han sido determinantes para el desapego. Siendo ya mayor, los recuerdos de mis hijos han quedado en mi corazón o en el lugar donde habité en la época de su infancia.
La casa familiar la recuerdo con telas, lanas, mantelerías, mantas, comto si fuera un bazar, y cuando nadie me veía, lo tiraba y nadie echaba de menos lo tirado.
Diógenes en mi casa subía la basura en lugar de tirarla.
Me gusta el orden y ordeno hasta los trasteros, igual no soy normal, pero me gustan las cosas útiles.
El amor no se puede guardar y es el verdadero tesoro, hasta que la memoria me acompañe , escribo historias vividas en cuadernos, ordenador y mi maleta está en mi corazón.
Espero seguir practicando el pragmatismo, durante mucho tiempo.
Los trasteros son útiles para no guardar trastos, parece sin sentido, pero guardar recuerdos propios en cajones que algún día serán superfluos en otras manos es otro sin sentido.

CLU
Grupo B


Tiovivo

Descubrí tiovivos en una ciudad del norte. Fascinación , ilusión y alegría se mezclaban hasta conseguir montar en aquel carrusel, que daba vueltas y mientras sonaba la música, giraba y giraba y cuando paraba, aparecían tus padres para ayudarte a bajar, parecía un gigante en medio de los jardines de Alderdi Eder, que evocaba a la Belle Epoque.
Al parar te sentías mareado y al descender a veces hasta te caías, pero sentías verdadera atracción y querías volver a subir.
Sigo teniendo ese recuerdo fantástico y espero poder montar a mis descendientes con la misma ilusión que cuando era niña.

CLU
Grupo B


Mamá ha muerto

Estaba al fondo del armario como un animal amedrentado. Cuando la tomé entre las manos resonó un tamborileo metálico. Presioné la endeble chapa hasta que la tapa se abrió. Solo había un sobre en la caja, naufragado como un barco en el fondo del océano. La carta, cubierta con la caligrafía puntiaguda de mi madre, estaba lista para ser franqueada y echada en el buzón. Leí mi dirección escrita en el frente y, por detrás, el nombre de ella desbordando la solapa pegada. ¿Qué querría hacerme saber que no pudiera decirme en una de mis visitas semanales? ¿Cuál era la naturaleza de esas misteriosas palabras que, temerosa de que se disolvieran en el aire, prefirió cuajarlas en tinta y verterlas sobre el papel?
Sostuve la carta largo rato entre mis dedos, indeciso. ¿Qué misterios podían estar agazapados detrás de aquellos elegantes trazos? Una desazón en el estómago me advertía del riesgo de abrir el sobre. Releí el remite como si en sus rasgos pudiera presentir el efecto que, provocarían en mí los secretos que –era seguro– se desvelaban en su interior. Quizás respondería la pregunta, la eterna pregunta, el puñal que ha desgarrado mi pecho desde qué era un niño: ¿Por qué mamá nunca me quiso? ¿Por qué era cariñosa con mis dos hermanos pequeños y conmigo se mostraba distante y fría?
Jamás me atreví a preguntárselo. Jamás se atrevió a explicármelo.
Rasgué el sobre y extendí la cuartilla. Mi nombre se hallaba en el centro de la primera línea. A secas, sin un querido, un estimado, ni otro adjetivo cariñoso; nada que permitiese desechar mis premoniciones de desdicha.
Siento no haberte querido tanto como te merecías, venía a decir el primer párrafo. Le seguía una jaculatoria de demandas de perdón, de súplicas de generosidad, de solicitudes de comprensión. Y, sin previo aviso, ya casi al final, el disparo. “Tú no eres hijo mío. No lo eres. Tu padre te tuvo con una desventurada que murió en el parto. Te trajo a casa y no me supe negar a acogerte. Te crie, te cuidé, pero nunca pude quererte”.
Nada más, ni un detalle, ni un nombre, ni un lugar, ni una fecha, nada. Un tiro a quemarropa que dejó el cadáver del hombre que había sido hasta ese mismo día y dio aliento a un fantasma vacío, inseguro y perdido.
Mis prevenciones estaban justificadas. Leer esa carta ha sido el acto capital de mi existencia. ¿Con qué ojos voy a mirar de ahora en adelante? ¿Quién es el verdadero dueño del corazón que palpita en mi pecho? ¿Qué vida puedo construir con estas que ya no son mis manos?

Pepe Lorenzo
Grupo B


Soy un provocador

Cada vez que voy a mi casa del pueblo descubro algo nuevo en un cajón, en una estantería o en un mueble medio abandonado.
Hará un mes mas o menos, al abrir un armario, en el fondo, divisé una caja metálica de Cola-Cao, atada con un cordón de zapatos, y la curiosidad me llevó a abrirla para ver lo que contenía. Allí estaban una peonza de cuando era pequeño, un llavero con un dado, varios sellos de 1 peseta, y una baraja de cartas sin abrir, con la carátula de la Caja Postal, que me había enviado mi primo desde la oficina donde trabajaba en Madrid.
Casualidades del destino, a la semana siguiente una compañera del taller me pregunta si sabía jugar al mus, a lo que respondí que yo no es que supiera jugar al mus, sino que yo daba clases jugando al mus. Bueno, pues me eligieron para echar una partida el siguiente lunes. Llevaba toda la vida jugando al mus, pero nunca había jugado con mujeres y la curiosidad superó las expectativas.
Allí estaba yo a las cinco de la tarde, en el bar que me dijeron, con mi baraja de la Caja Postal, un tapete verde de la Caja Rural y los amarracos correspondientes.
Cuando no se conoce al enemigo, en este caso, contrincantes, hay que estudiarlo primero, para ver cómo pajea, porque te puede coger el toro a las primeras de cambio. El juego me empezó el juego a resultar muy divertido desde el principio: como cogían las cartas, las miradas que se echaban, los comentarios durante la partida, como daban las señas.
Resumiré la partida del primer día, a tres juegos de treinta chinos. Toda la gente que me conoce, me dice que soy un provocador, y esta táctica la puse en práctica a la hora de jugar, consiguiendo “picar” a mi contrincante de la derecha: tras varios envites saqué de la chistera tres órdagos, a lo que me respondió las tres veces “Te quiero”. Y claro, perdió.
Ese día me fui tan contento para casa: había conseguido tres “te quiero” de una mujer, y aunque sea en el juego, mi autoestima creció, para mí era una frase olvidada
A la semana siguiente, a las cinco de la tarde, acudimos al mismo bar, pero eran cinco mujeres las que me acompañaban para la partida. Les expliqué que el juego era el mismo, pero que podíamos jugar tres contra tres y que sería igual o más divertido que dos contra dos.
El juego estuvo muy igualado y entretenido, hasta el punto que llegamos a estar empatados a dos, y todo estaba por dilucidar en el quinto juego.
Era la última jugada y las cartas las daba yo. Tras varios descartes, mi contrincante de la derecha, corta el juego después de hablar con sus compañeras: se las veía eufóricas, comentarios de todo tipo, yo era el último en hablar y a mis dos compañeras les dije me dejaran hacer a mi la jugada.
Después de hablar de grande, chica y pares, tocaba hablar de juego, todos teníamos juego. Ellas, ganando el juego, ganaban la partida: todas reían. Una frase de mi contrincante de la derecha me llegó al alma: “Anda, guapo, echa ahora si te atreves”.
Estuve pensativo unos segundos, las miré a las tres, y las dije: “Me veo obligado a echar órdago”. Como cuando salta un resorte con fuerza, las tres al unísono me responden “te queremos”. Las tres tenían treinta y una, y yo también tenía treinta y una, pero... la mía era la real.
Ese lunes conseguí que tres mujeres a la vez me dijeran “Te queremos”. No se acordaron que yo era un provocador.

P.D. Parte del relato es ficticio y parte real.

Luis Iglesias
Grupo B


Lo que Quedó de Aquel Naufragio

Pocas cosas pudieron rescatarse de aquel naufragio.
Lo miraron todos a lo lejos, entre las aguas de La Manga y San Javier, en el Mar Menor. Era verano, hacía un calor insoportable, eran los últimos días de Agosto y los primeros de Septiembre. El pequeño navío se alcanzó a mirar a lo lejos, tratando de salvar las gigantescas olas que se levantaron sin piedad aquella noche, en mitad de esa feroz y atípica tormenta.
La gente se arremolinaba en la playa de San Pedro de La Rivera para ver qué podía sacar de todo aquello, pero, además de trozos de madera podrida y pedazos de telas en girones, poco había que sacar de allí.
Muchos recuerdos, eso sí, muchos.
Las hojas de un libro que hablaban acerca de la situación política y económica de México, una bota de tacón con lazos anudados al frente, la manga de un abrigo que debió ser de lana color perla. Una pequeña libreta color de rosa con la imagen de María Antonieta, rota y llena de garabatos ilegibles, hecha pedazos. Las hojas de un pasaporte mexicano, un guante del mismo color que la manga cercenada del abrigo de lana color perla, un pase de abordaje de Ciudad México a París, llegando por Charles de Gaulle, y poco más. Nada que valiera la pena realmente. Recuerdos y nada más, recuerdos, pedazos de una vida que se fue.
La gente, decepcionada al ver que nada de eso tenía valor alguno, abandonó aquellos despojos en mitad de la arena, cerca de las olas. Al caer la noche, cuentan algunos que oyeron cantar a las sirenas que rondan cotidianamente por esos mares del sur y juran que vislumbraron llegar hasta la playa a dos de ellas, una con una larga cabellera azul, como el mar y la otra, con cabellera color púrpura, como los atardeceres de aquellas tierras, y que presurosas recogieron los despojos del naufragio, los vestigios de esa vida que se fue.
Al día siguiente todos supieron que se trataba de los restos de un baúl que perteneciera una sirena que había perdido su cola de pescado tiempo atrás y que sus hermanas de las profundidades marinas se apresuraron a rescatar, arriesgándose a llegar hasta la playa, por tratarse de los únicos recuerdos de su hermana perdida.
La gente se alejó del lugar y olvidó el incidente. Nada había que rescatar de todo aquello, a fin de cuentas, se trataba solamente de recuerdos de una vida que se fue. 

Esperanza García
Grupo A


En el desván

La encontró por casualidad. No la buscaba. Subió al desván, como tantas veces en el pasado, para soñar. Allí podía perderse entre revistas desgastadas y periódicos amarillentos. A nadie molestaba y las horas pasaban lentas entre historias llenas de palabras.
La vio removiendo un puñado de páginas arrugadas y notó como su corazón latía apresuradamente. Era pequeña, poco más que una caja de cerillas, muy cuidada, blanca y con un minúsculo candado.
-¿Cómo habría llegado hasta allí? Se preguntó.
La recordó, en la caja de cristal que su madre guardaba, bajo llave, en la oscuridad del armario, y ahora la tenía a mano, para ella sola. El minúsculo candado no se le resistiría. Estaba decidida. Lograría, al fin, descubrir el secreto toda la vida escondido.
Buscó, entre los utensilios abandonados al azar, alguno lo suficientemente fuerte para doblegar el misterio.
-Sí, ese destornillador oxidado serviría, se dijo.
Lo colocó en el candado y lo giró con toda su fuerza. La caja salió disparada, golpeó la pared y cayó al suelo.
Ahí estaba a punto de descubrir el secreto, sin embargo, las voces del pasado retumbaron en sus oídos: -La caja no debía abrirse jamás. Las piernas le empezaron a temblar.
Silenciosamente bajó las escaleras, después de depositar la caja entre las palabras amarillentas.

JB
Grupo C


Almanaque del baúl

Sin tener el síndrome de Diógenes, voy acumulando en un baúl pequeño procedente de la India objetos que en su día guardaban un significado especial y despiertan mi memoria al volverlos a tener en mis manos. Si los enumerara uno por uno, serían una fuente inagotable de ideas para convertirlas en historias, muchas ellas de ficción y otras las escribiría intentando plasmar la realidad según puedo recordar.
La tarde tranquila de un miércoles con mucho frío invita a quedarse en casa ,y aprovecho para enredar en mi baúl con la idea de entretenerme buscando objetos que se correspondan con los doce meses de cualquier año….
De enero .Una pluma estilográfica Parker que me trajeron los reyes, venía en un estuche que además contenía un tintero Pelikan con su correspondiente tarjeta secante. A partir de ese día durante mucho tiempo, el diario lo escribía con la pluma.
De febrero .El único jersey de punto que he confeccionado en mi vida, se lo hice a mi hijo el mayor que nació en este mes. Teniendo en cuenta todas las veces que tuve que deshacerlo por sugerencia de mi madre, tardé el mismo tiempo que ella en hacerle tres.
De marzo. Un babero que bordé con punto de cruz para el nacimiento de mi hijo pequeño .No le hice jersey por la experiencia anterior y heredó el de su hermano.
De abril .Una carta que me escribió mi padre en mi etapa de estudiante cuando estaba interna en colegio, animándome a estudiar el último trimestre para terminar bien el curso. Cumplió su objetivo, terminé muy bien quinto de bachillerato.
De mayo .Una cajita de cerámica, regalo del día de la madre en la que se aprecian restos de pegamento, mis dos hijos querían ser protagonistas de la entrega y cayó al suelo, provocando el correspondiente disgusto para todos.
De junio. Un cuaderno de caligrafía azul, con una pluma en la portada de cuando tenía cuatro años, con muestras de letras como ma me mi mo mu.
De julio. Unas fotografías junto a las mujeres de la selva Maya en mi viaje de una ONG con las que disfruté de una experiencia maravillosa.
De agosto .Un pañuelo de la Peña de fiestas de mi pueblo firmado por los amigos,que me trae recuerdos de horas compartiendo risas , bailes , música y muchas confidencias .
De septiembre. Una fotografía con una de mis hermanas en el circo Price con los payasos en ferias. Fue la última de nuestra vida.
De Octubre. Mi primer reloj regalo de la madrina, uno de los regalos de cumpleaños que más ilusión me ha hecho en la vida.
De noviembre Un mechero zippo regalo de un amigo grabado con sus iniciales del nombre y apellidos cuando fumábamos a escondidas.
De diciembre. Un Cd de la última Nochebuena que pasamos todos los hermanos con nuestra madre, estaba ya muy malita pero hizo un gran esfuerzo para dejarnos un buen recuerdo y gran ejemplo de fortaleza ante la enfermedad.
Al finalizar cierro la tapa , la nostalgia del pasado me deja sumida en mis pensamientos interrumpidos por el teléfono , una persona muy querida me invita a ir al cine ,me vendrá bien para desconectar .Otro día volveré a refugiarme de nuevo en mi baúl.

Áfrika G.G.
Grupo A


El cajón de los secretillos

En realidad son 3 cajones, de la mesita de noche que queda más cerca de la puerta de mi habitación. Contienen objetos cuyo sitio es exactamente este y otros que no podrían estar en otro sitio y que quiero conservar. Veamos:
Una caja pequeña de metal que un día tuvo caramelos. No recuerdo quién me la regaló, pero me gusta.
Una carraca de madera. La usamos en unas actuaciones que llamamos recita a ciegas en Salamanca en el 2013. Lo sé porque lo pone en Braille en el mismo objeto.
Un llavero que tiene la forma y la textura de la cola de un animal. Es de color marrón oscuro. Me lo regalaron hace muchos años en una peletería y lo guardo porque es suave y agradable al tacto.
Mi muñeca de comunión. Era morena. La pedí yo así, porque no entendía por qué todas las muñecas eran rubias.
Mechón de pelo. Era de mi sobrina mayor y un día fue cobrizo. Su textura es exactamente igual que la de ahora.
Mazorca de maíz. Tiene el color exacto de la voz de mi padre.
He descolocado un poco estos objetos para sacarlos y yo también me he quedado un poco descolocada.

Teresa Sanz
Grupo B


Aquella caja hexagonal de lata



Aquella lluvia anunciaba presagios oscuros, no sólo ensombrecía cirros y cúmulos, también afligía el corazón de la pequeña barriada que se extendía a lo largo del rio Ancora. Cuando la tormenta desencadenó su furor, atónitos y sorprendidos, sólo fueron capaces de huir hacia lugares más altos.
Adela cogió a su hijo en brazos, huyendo de toda dirección lógica, escaló hacía el pico llamado
de la Esperanza, y sin entender muy bien por qué, comenzó a trepar con un furor desasosegado; la lluvia empezó a arrastrar tiempos pasados y creó inciertos futuros. Ella miró aterrada cómo remolcaban sus recuerdos entre un barro pegajoso y denso; retiró el mechón húmedo de la cara pálida y flaca de su pequeño y depositó sobre su mejilla un beso fuerte y abatido. Creyó vivir horas observando cómo el agua caía incesantemente hasta que descubrió que en apenas quince minutos la riada arrastraba el almanaque de su joven vida. Calle abajo naufragaba su memoria, reminiscencias pasadas que ya no volvería a tener en sus recuerdos.
Atisbó su casa y comprendió que ahora todo iba a ser futuro, y lo mejor de todo: Lo crearía ella. Ella cruzaría el laberinto del tiempo, concebiría un pasado diferente para su hijo, donde todo sería posible.
Habían pasado casi 50 años de aquella triste catástrofe, Álvaro recorrió aquel yermo pueblecito con una evocación que solo había guardado en su fantasía, nada de lo que sus ojos divisaban enfocaban la realidad que había creído. Recordó la cajita hexagonal de lata oxidada, donde su madre Adela atesoraba recuerdos enmohecidos; aquella foto de su abuelo risueño y espigado, generoso y afable, aquel reloj de muñeca chiquito y dorado de su abuela, la tarjeta de cumpleaños donde el año parecía borrado por una gran mancha de alcohol, la cinta de terciopelo rosa que ya no guardaba su color original, el verso de aquel padre que nunca vio, el almanaque del año de su nacimiento, catálogo dividido en meses donde predicciones astronómicas le auguraban un futuro con todos los astros a su favor, y aquel velo, comido por alguna polilla, que ella utilizaba, cabizbaja, al cruzar las arquivoltas de la iglesia. Él sabía desde hacía mucho tiempo que nada de ello era verdad; aquél abuelo afable y risueño fue un mal padre, huraño y hostil, sin amor; aquel que siempre me hizo creer que era, nunca fue, era solo la imagen comprada en cualquier mercadillo donde es fácil adquirir un pasado imaginario. El reloj de la abuela nunca fue verdad, las estrecheces económicas de aquellos años no hubieran permitido semejantes lujos, ella lo compró a aquel anticuario para mí, para crear una historia que nunca fue, como tampoco la tarjeta de cumpleaños, ni aquel verso empalagoso y sin ritmo de aquel padre que nunca vi. Aquella caja hexagonal solo guardaba de verdad, los restos de su velo negro y agujereado, empapado de vergüenza, aquel velo que significaba todo el pecado que ella nunca había cometido.
Aquella noche lluviosa y triste, Adela abandono el pueblo; se llevo a su hijo en brazos y una caja hexagonal de lata vacía que ella fue llenando de recuerdos hermosos para mí.

Elena Domínguez
Grupo C


La llave del diario

Después de recibir aquella llamada, con la voz de alerta y orden de abandono del país, sólo disponía de tres horas para decidir. El pasaporte preparado y un único motivo para continuar: su pasado. Esa historia que navega entre la arteria izquierda de su corazón y el hemisferio central de su cerebro. Y que se recluía en aquella caja con olor a rancia naftalina, con aromas de momentos, con secretos ocultos tras el ocre desteñido de las asas, su tapa color azul destino y la base de amapolas acolchadas. Allí se tejían telas de araña entre el instante preciso, la rutina de la merienda en los últimos días de agosto y el primer beso junto a los pinos. No pudo retenerla, ella se marchó con “la kodak” del recuerdo y la nariz de payaso en el “fotomatón”. Con la mirada de “tal vez nos encontremos en otra vida” y el silbato de “listos, ya”.
La llave minúscula del diario, abrazaba las cenefas rosas y las letras que bailaban con ritmo de bolero. Tres por cuatro…uno dos…
Era tarde. El reflejo del pasado que hibernaba junto a la nostalgia del estallido de huida, fue la brasa dolorosa. El fuego envolvió la emoción de pertenencia y su vida quedó aniquilada sin rastro.
Comenzaba a llover, recogió una pequeña maleta y el colgante de la abuela Zsuzna. El vuelo anunciado: “KGM4 de las Fuerzas Militares Internacionales, puerta G19”.
En la Sala de Embarque, lloró frente al reflejo de su cuerpo apelmazado, y sintió la soledad mas infinita. Solo allí recordó, que había olvidado la llave de su diario, cuando las hojas del festón rosa crepitaban junto a las cenizas.
En la mitad de la noche, el frio del aeropuerto informó: “Vuelo KGM4 CANCELADO”

GuADAlupe
Grupo C


Tenía 11 años cuando escuché a mi abuelo decir: «vamos, que se plantaron allí y dieron hostias a cascoporro». Nunca había escuchado ese nombre. ¿Quién sería Cascoporro? Seguramente fuera un amigo de mi abuelo. Debía de llevar el pelo cortado a tazón. O quizá un gorro a modo de casco. ¿Y eso de porro? Una vez mi tío dijo que los jóvenes fumaban muchos porros. No tenía ni idea de qué eran los porros, pero estaba claro que, si se fumaban, aquel Cascoporro debía de ser el que más fumaba de todo el pueblo. Los apodos se ganan por algo. Cascoporro. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro. Visualicé al amigo de mi abuelo: era delgado, vestía con ropa desgastada, llevaba el pelo cortado a tazón y siempre tenía un porro en la boca. Mis deducciones estaban a la altura de Sherlock Holmes.

Lucía Sabater Gálvez
Grupo A


El tren avanzaba impasible, transformando la ventana en un cuadro impresionista. Los sonidos lo acompañaban trazando formas arbitrarias. Miraba sin ver; oía sin escuchar. El tiempo se había encapsulado en ketamina.
Llegué a Barcelona sin estar y regresé a Madrid sin marcharme. Lo único que saqué de aquel viaje fue una caja de madera del tamaño de mi mano. Dentro de ella había tres objetos cuyos nombres carecían de significado. El primero de ellos era una fotografía en blanco y negro, doblada por la mitad y con la palabra “sueños” escrita con una caligrafía preciosa en el reverso. En la foto aparecía un joven junto a una Vespa con aire risueño. Aunque sólo podía tratarse de mi abuelo, me costó reconocer en aquella cálida mirada la dureza de su rostro. El segundo objeto era una tuerca normal y corriente; el tercero, una brújula lensática con el cristal roto. Irónicamente, la grieta coincidía con el norte magnético; la mente de mi abuelo terminó como su brújula.
Mi abuelo nunca hablaba del pasado. Se pasaba el día sentado en la mesa con la tele encendida despotricando acerca del presente. Crecí junto a él sin conocer sus sueños; envejeció junto a mí sin mostrar su corazón. Y ahora esa caja era lo único que quedaba de su paso por la vida.
Quizá me estuviera hablando a través de ella.
Quizá, lo que para mí era una simple brújula, para él fuera un navegador de sueños.
Quizá, lo que para mí era una insignificante tuerca, para él fuera un motor de sueños.
Quizá, y sólo quizá, aquel joven de la fotografía fuera mi abuelo en sueños.

Lucía Sabater Gálvez
Grupo A


El reloj

Abre la caja y entre varios relojes en desuso aparece, descansando, el viejo reloj que había sido de su padre. Un reloj sencillo, barato, como a él le gustaba; si marcaba bien la hora era ya suficiente. El reloj del manco que tuvo que aprender a usar la vida con una sola mano. La otra, la que más utilizaba, se la robó una máquina hambrienta de las vidas de los humildes hombres que huyeron de la pobreza del campo.
Este reloj que ahora miro y acaricio me trae a la memoria la necesidad de ponerlo y quitarlo. Un objeto tan sencillo. Unas tareas tan simples. Ponerme el reloj; quitarme el reloj. Tareas que se convierten en una lucha eterna cuando sólo te queda una mano y cinco dedos.
El reloj que mide el paso del tiempo. El tiempo que se va con el reloj. No hay ya ni tiempo, ni reloj que vuelva a poner la vida en su sitio, si tienes que vivir con una sola mano. ¿Cómo se puede aprender de nuevo a escribir con la mano inútil cuando la vida ya no está para aprender a escribir?
El recuerdo ahora entrelazado en la memoria de la vida que pasó: un reloj sencillo, barato, en la única muñeca de un hombre sencillo, silencioso, amante de los niños y de la vida.

Gabriel Risco
Grupo C


Si una noche

El olor penetrante del alcanfor y el mentol que desprende la cajita verde de Vicks vaporubs es un aliento proveniente del pasado, que me asalta cuando abro el único cajón de la vieja mesilla.
Una palmatoria y una vela, por si fallaba la luz durante la noche.
Y un rosario marrón, gastado por el rutinario roce de los dedos que desgranaban, a modo de calendario, el paso del tiempo y sus misterios: dolorosos, gozosos, gloriosos y luminosos.
Y un libro con oraciones de consuelo.
Un kit de supervivencia.
Cada vez que pienso en restaurar la mesilla, o decido deshacerme de lo innecesario, vuelvo a salvar el kit de supervivencia, por si una noche..

AMF
Grupo C