Hablamos de los libros "Emigrantes", "Migrar", "Los niños de la guerra", "La isla", "Un largo viaje", "Alma y la Isla" pero centramos nuestra reflexión en el álbum ilustrado "Mexique. El nombre del barco" de María José Ferrada publicado por El Zorro Rojo.
También comentamos algunas cuestiones sobre el documental "Los niños de Morelia" de Juan Pablo Villaseñor que nos ayudó a situar la historia años después y saber qué fue de esos niños.
En la entrada de la Wikipedia de "Niños de Morelia" podéis ver tres imágenes con el listado completo de niños que viajaron en el Mexique: lista 1, lista 2 y lista 3.
Aquí dejamos un booktrailer de "Mexique"
Y también parte del texto:
Por la noche cierro los ojos y siento cómo las olas golpean.
Creo que algo le dicen al barco.
Mexique, así se llama.
¿Sabrán eso las olas?
¿Guardará el mar el nombre de todos los barcos?
No recuerdo bien dónde está el país al que iremos,
pero queda lejos.
Estaremos allí hasta que todo se calme.
Tres o cuatro meses.
Como unas vacaciones un poco largas. Eso dijo mi mamá.
Mi mamá que cuando se despidió dijo: “mi niño”.
1,2,3…
78, 79, 80…
221,222,223…
312,313,314…
409,410,411…
456 niños y niñas a bordo.
La guerra es un ruido fuertísimo.
La guerra es una mano enorme que te sacude y te arroja dentro de un barco.
Zarpamos y los adultos se quedan en la orilla hasta volverse minúsculos.
Padres, madres son ahora estrellas que se miran de lejos,
fuegos que alguien encendió hace un millón de años.
Me quedo atrás, pero una mano me sujeta.
Una mano que termina en el cuerpo de una niña.
Porque están los mayores y estamos los pequeños.
Los pequeños nos sujetamos a hermanas que antes no teníamos.
Mi familia tiene once o doce años.
Se llama Clara.
A veces cantamos.
Comienza uno y seguimos los demás.
Las canciones siempre estuvieron en los bolsillos,
entre la poca ropa que llevamos.
¿Qué es la república?
La república es una casa.
La república es un puño que se levanta. Un pájaro.
Existen guerras grandes y guerras pequeñas.
(465 niños y niñas a bordo.)
Porque están los grandes y estamos los pequeños.
Y las maletas de los grandes menguan,
así como la luna que miramos desde la noche del barco.
¿Será la misma luna que alumbraba allá?
¿Será la misma luna que alumbra las ventanas de mi casa?
[...]
El texto continúa pero lo interrumpimos aquí para no hacer spoiler del libro. ;-)
Acompañamos esta entrada con alguna de las imágenes de Ana Penyas, ilustradora del álbum que este año ha ganado el Premio Nacional de Cómic con su obra "Estamos todas bien".
El vapor correo Mexique hizo más viajes a México. En dicho barco se hacía un periódico. Podéis consultar y descargar el diario de a bordo de la 3ª Expedición de Republicanos españoles a México aquí.
Propuesta de escritura
1. Piensa diez palabras que tracen la historia de una migración y un exilio.
2. Reúne información acerca de la historia real sobre la que quieres escribir. Apóyate en la hemeroteca o en internet para este trabajo.
3. Cuenta dicha historia desde el punto de vista del migrante o exiliado.
3. Busca elementos poéticos que resalten la narración.
4. Imagina esa historia en clave visual. ¿Qué imágenes (ilustración o fotografía) podrían acompañar al texto que has escrito?
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
El emigrante
tramoya disonante
una persona
Alfredo Domínguez
Grupo B
Los niños de la guerra
—Qué, Marito, esta noche no habrás llorado, ¿eh?
—No... bueno, un poco. Pero no creas, me dormí enseguida.
—Anda, tonto —la mano de Carmeli, apretó la mía como ella sabe hacerlo.
Carmeli tiene la mano suave como el terciopelo. Carmeli es mayor, ella dice que tiene catorce años, pero yo creo que son más, hay niños que han dicho lo de los catorce para que los dejaran subir al barco que nos lleva a Méjico, dicen que para librarnos de la guerra.
—Es que yo... —intenté justificarme—, no puedo menos, me da mucha pena, estamos muy lejos. ¿Cuánto llevamos ya de viaje?
—A ver... pues mira, nueve días desde que zarpamos de Burdeos; entonces, diecinueve desde que salimos de Barcelona en tren.
—Pues fíjate.
—¿Y eso qué tiene, Marito? El Mexique es un barco precioso. Y ya verás Morelia. Estamos llegando a Veracruz; hoy, o mañana a más tardar. Veracruz ya es Méjico. Verás qué bien nos reciben.
—Si, como en Cuba, que no nos dejaron bajar del barco.
—Eso es otra cosa, bonito. Es que tú eres muy niño, ¿cuántos años dijiste, ocho? A los ocho años hay cosas que no se entienden del todo, ya verás cuando crezcas.
—Es que yo, Carmeli, me acuerdo mucho de los de casa, de mi mamá sobre todo. Yo quiero estar allí, aunque vengan los aviones y tiren bombas.
—Todos nos acordamos de nuestros padres, pero estamos aquí por nuestro bien. Tú sigue acordándote de mamá, ¿qué te dijo en la despedida?
—No me acuerdo. Bueno, sí... «Mi niño», eso me dijo; y me besó arriba del pelo, en la cabeza. Pero yo es que me siento muy solo. Aunque te tengo a ti, que me quieres mucho, que lo sé. A veces, ¿sabes?, me duele como aquí, en esta parte, donde el corazón.
—Ya, si lo entiendo, Marito, pero no llores; los hombres no deben llorar. Yo no lloro, ya ves, y soy mujer. Déjame que te limpie esas lágrimas, cariño. Tú piensa en mamá. Y en papá, que él te quiere igual. ¿Qué te dijo él cuando os despedíais? ¿Lo mismo?
—No, él no es de besar. Él anda muy ocupado con sus cosas de no sé qué. Me dijo algo así como... déjame pensar... Sí, dijo: «Tienes que ser valiente, hijo. Tú cuando lleguéis, has de saludar fuerte; con voz fuerte quiero decir, que se te oiga bien. Pero mucho cuidado ¿eh?, no vayas a olvidarte; con el puño en alto». ¿Tú crees, Carmeli?
Pascual Martín
Grupo B
En busca de la esperanza
Dejé el pueblo, mi casa y mi familia,
mi esposa me hizo la maleta.
No volverás a usar la escopeta,
rezaré por ti en la homilía.
La guerra nos sumió en la pobreza,
en este país no veo futuro,
pasarán muchos años seguro,
hasta que veamos algo de riqueza.
El viaje en tren se hizo muy largo,
deseando llegar a mi destino.
Tengo mujer e hijos a mi cargo.
No volveré por el mismo camino,
he de pasar el trago más amargo,
porque nada puede ser tan dañino.
José Luis Juan Fonseca
Grupo A
Exilio forzado
Siempre me llamó la atención de niña una foto que colgaba el la salita de la abuela. Se trataba de un hermano de ella vestido de militar.
Un día pregunté por él y ella me contó que lo reclutaron para hacer la mili durante tres enormes años lejos, en Tenerife, sin saber si había regreso para él.
De tarde en tarde llegaban cartas en las que contaba penalidades mil, hambre y heridas. Una de ellas, en la cabeza fue tan cruel que tuvieron que ponerle medio casco de metal. Desde entonces las cartas fueron tan escasas que mi
abuela iba sospechando lo peor aunque su hermano disimulaba: se estaba muriendo lentamente entre nubes de pólvora cruel.
A los dos años, mi abuela recibió el escueto y fatal telegrama con una mención de honor que él nunca habría deseado. La vida suele hacer de nosotros lo que nunca pensamos. El tío había sufrido el exilio militar y la prisión temporal de un tiempo de miseria y violencia.
Llegó al tiempo otra carta de un amigo en la que daba señas un poco vagas
de dónde había sido enterrado y exaltando el valor de aquel soldado.
Pasaron décadas de olvido, pero un hermano mío, hace como tres años, hizo trámites, pateó media isla y encontró en un viejo cementerio ahogado por la maleza los vestigios de una tumba en la que aduras penas podía leerse el nombre y apellidos de nuestro familiar.
La abuela nunca lo supo.
Emilia González
Grupo B
Migrar y emigrar
Un día después de que radio nacional comunicara a los españoles que la guerra civil española había acabado, mi abuelo que vivía en un pueblo de la provincia de Salamanca, con una cesta de mimbre, repleta de patatas, tocino, chorizo, garbanzos y alubias, cogía el tren que le llevaba a Bilbao. Con el nombre de su hermana y su cuñado y una dirección anotada en un papel de periódico, contempló los desmanes de la guerra y pudo abrazarlos, apenas habían tenido noticias de ellos durante el conflicto. Cuando alguna vez nos lo contaba, se le caían las lágrimas.
En mi pueblo, como en la mayoría de los pueblos después de la guerra civil, apenas había trabajo, y la gente empezó a emigrar principalmente a Francia , Suiza y Alemania.
Primero iba uno de la familia y cuando encontraba trabajo y veía que necesitaban más gente, llamaba al resto, esta era la práctica habitual. Aunque les adjudicaban los peores tareas, estos países necesitaban reconstruir carreteras, edificios y hacer el metro en las grandes ciudades. De los que se fueron muchos ya no han vuelto, sus hijos nacieron y se criaron en estos países, tiene la doble nacionalidad y apenas conocen sus orígenes, otros en cuanto conseguían un dinero, volvían montaban negocios, hacían casas y no querían saber nada de volver ya que no se adaptaron, lo pasaron muy mal, dormían en barracones de madera, mal comían y pasaron muchas calamidades, aparte del idioma que les era desconocido.
Como anécdota, recuerdo el caso de un amigo de mi padre, que ilusionado por lo que contaba un vecino que trabajaba en Suiza, decidió irse con él a trabajar.
La costumbre en mi pueblo era que toda la familia acudía a la estación del tren a despedir al que partía, pues mínimo tardaban un año en volver.
En este caso al que me remito, a los seis meses escribe una carta, comunicando que vuelve.
Toda la familia en la estación del tren a esperarlo.
Apenas acabó de poner píe en el andén, y los familiares querían conocer lo que les traía a cada uno.
Dicen que solo dijo unas palabras: “No he traído nada, demasiado que haya vuelto yo”.
Millones de historias han surgido de la emigración, por lo que ahora los gobiernos y las personas tendríamos que ser más solidarios y acoger a todos los que llegan huyendo de la pobreza, las guerras, la miseria, y procurarles una vida más digna.
Luis Iglesias
Grupo B
“Sin Memoria”
Helia date la vuelta. El puerto está lleno.
No se puede salir a la mar.
Detrás vienen soldados. Nos quieren matar.
Si consigues llegar, después ¿dónde irás?
Los vigilantes son muchos,
no te dejarán marchar.
Hasta Argelia y más allá.
Nos espera una nueva vida. Nos podremos salvar.
Aquello no es seguro. Te esclavizarán.
¡Hay guerra en tantos sitios!
No podrás aguantar.
Aunque los gobiernos no quieran,
la gente nos ayudará.
Helia date la vuelta. No se puede salir a la mar.
Aisha no vayas. En Europa no te quieren.
A muchos se los tragó la mar.
La muerte nos persigue. No puedo regresar.
El viaje es largo y,
más allá de esas playas,
muros y vallas encontrarás.
Fuerte he de remar.
Nos espera una nueva vida. Nos podremos salvar.
Aquello no es seguro. Te esclavizarán.
¡Hay guerra en tantos sitios!
No podrás aguantar.
Aunque los gobiernos no quieran,
la gente nos ayudará.
Aisha no vayas. A muchos se los tragó la mar.
Helia González – ilicitana - salió con 4 años del puerto de Alicante en el Stanbrook, el último barco que consiguió salir con exiliados republicanos rumbo a Orán. Aisha – siria – llegó a España hace poco tiempo, huyendo de la violencia y el hambre. Ambas viven en Elche. Allí han podido conocerse.
Javier Portilla
“Sin Memoria”
Helia date la vuelta. El puerto está lleno.
No se puede salir a la mar.
Detrás vienen soldados. Nos quieren matar.
Si consigues llegar, después ¿dónde irás?
Los vigilantes son muchos,
no te dejarán marchar.
Hasta Argelia y más allá.
Nos espera una nueva vida. Nos podremos salvar.
Aquello no es seguro. Te esclavizarán.
¡Hay guerra en tantos sitios!
No podrás aguantar.
Aunque los gobiernos no quieran,
la gente nos ayudará.
Helia date la vuelta. No se puede salir a la mar.
Aisha no vayas. En Europa no te quieren.
A muchos se los tragó la mar.
La muerte nos persigue. No puedo regresar.
El viaje es largo y,
más allá de esas playas,
muros y vallas encontrarás.
Fuerte he de remar.
Nos espera una nueva vida. Nos podremos salvar.
Aquello no es seguro. Te esclavizarán.
¡Hay guerra en tantos sitios!
No podrás aguantar.
Aunque los gobiernos no quieran,
la gente nos ayudará.
Aisha no vayas. A muchos se los tragó la mar.
Helia González – ilicitana - salió con 4 años del puerto de Alicante en el Stanbrook, el último barco que consiguió salir con exiliados republicanos rumbo a Orán. Aisha – siria – llegó a España hace poco tiempo, huyendo de la violencia y el hambre. Ambas viven en Elche. Allí han podido conocerse.
Javier Portilla
Grupo A
Después del exilio
El drama del exilio, de la inmigración, de la ruptura que supone abandonar todo lo que conoces está desgraciadamente vigente en distintas épocas, de la historia, desde que el mundo es mundo. Todo se acentúa cuando es un niño el protagonista de semejante atrocidad.
Yo fui una de las niñas de Morelia. Viajé en el Mexique desde Burdeos a Veracruz y luego a Morelia, acompañada de mis 3 hermanos varones.
La sensación que experimenté cuando mis hermanos y yo nos despedimos de nuestros padres, no he sido capaz de describirla con palabras hasta muchos años después.
Algo se me rompió por dentro, tuve muchísimo miedo, a pesar de que mis padres y mis 3 hermanos, que eran mayores que yo, me prometieron que cuidarían de mí.
Esa escena me vino muchas veces a la memoria. Más tarde me di cuenta que se repetía cada vez que me sentía abandonada o rechazada por alguien.
Después de una larga y no menos azarosa travesía en barco, ingresamos en un internado del que tengo recuerdos buenos y malos en una proporción casi equivalente.
Recuerdo con cariño a algunos de mis profesores, el amor y la protección de mis hermanos y la hospitalidad que nos brindó la ciudad de Morelia, cuyos habitantes nos ofrecieron sus hogares los domingos, nos daban dinero con frecuencia y contribuían al mantenimiento de nuestro colegio.
A algunos de ellos los recuerdo como si hubieran sido los tíos, los abuelos o incluso los padres de los que me separaron.
Los malos recuerdos los relaciono con la comida, con el chile que nos hacían tragar en todos los guisos y con algunos profesores y personal del centro, que abusaban sistemáticamente de nuestra vulnerabilidad y de los que a veces resultaba muy difícil defenderse.
Tardé muchos, muchísimos años en entender y más todavía en perdonar por qué nos separaron de nuestros padres y nos llevaron tan lejos.
Mis hermanos me aseguraban que era la única salida, cuestión de supervivencia en un país en guerra, teniendo en cuenta que nuestros padres estaban muy involucrados en el bando que luego resultó perdedor.
Fueron las lágrimas de mi madre, en nuestro reencuentro, cuando ella ya era muy mayor, las que me convencieron de que fue lo mejor que pudieron hacer por nosotros.
A mi padre lo mataron en un campo de concentración alemán, después de huir a Francia.
En cuanto a los políticos ¿qué quieren que les diga?
Creo que nos han utilizado como arma arrojadiza para sus intereses. Los republicanos, para que fuéramos la avanzadilla de un importante contingente de sus adeptos en el exterior.
Los otros, los que ganaron la guerra querían que regresáramos para formar parte de su propaganda, para intentar paliar el aislamiento a que se veían sometidos por la Comunidad Internacional.
España no ha reconocido nuestro esfuerzo ni simbólica ni materialmente.
Vivimos de nuestro trabajo y después de nuestras exiguas pensiones y se nos ha considerado peyorativamente como “no contributivos”
La única esperanza que me queda es que esto no vuelva a suceder.
Por eso escribo este testimonio.
Fdo.
María Antonia Santos Martínez
Teresa Sanz
Grupo B
Amén
Es la guerra gusano de seda que se nutre de creencias
Después del exilio
El drama del exilio, de la inmigración, de la ruptura que supone abandonar todo lo que conoces está desgraciadamente vigente en distintas épocas, de la historia, desde que el mundo es mundo. Todo se acentúa cuando es un niño el protagonista de semejante atrocidad.
Yo fui una de las niñas de Morelia. Viajé en el Mexique desde Burdeos a Veracruz y luego a Morelia, acompañada de mis 3 hermanos varones.
La sensación que experimenté cuando mis hermanos y yo nos despedimos de nuestros padres, no he sido capaz de describirla con palabras hasta muchos años después.
Algo se me rompió por dentro, tuve muchísimo miedo, a pesar de que mis padres y mis 3 hermanos, que eran mayores que yo, me prometieron que cuidarían de mí.
Esa escena me vino muchas veces a la memoria. Más tarde me di cuenta que se repetía cada vez que me sentía abandonada o rechazada por alguien.
Después de una larga y no menos azarosa travesía en barco, ingresamos en un internado del que tengo recuerdos buenos y malos en una proporción casi equivalente.
Recuerdo con cariño a algunos de mis profesores, el amor y la protección de mis hermanos y la hospitalidad que nos brindó la ciudad de Morelia, cuyos habitantes nos ofrecieron sus hogares los domingos, nos daban dinero con frecuencia y contribuían al mantenimiento de nuestro colegio.
A algunos de ellos los recuerdo como si hubieran sido los tíos, los abuelos o incluso los padres de los que me separaron.
Los malos recuerdos los relaciono con la comida, con el chile que nos hacían tragar en todos los guisos y con algunos profesores y personal del centro, que abusaban sistemáticamente de nuestra vulnerabilidad y de los que a veces resultaba muy difícil defenderse.
Tardé muchos, muchísimos años en entender y más todavía en perdonar por qué nos separaron de nuestros padres y nos llevaron tan lejos.
Mis hermanos me aseguraban que era la única salida, cuestión de supervivencia en un país en guerra, teniendo en cuenta que nuestros padres estaban muy involucrados en el bando que luego resultó perdedor.
Fueron las lágrimas de mi madre, en nuestro reencuentro, cuando ella ya era muy mayor, las que me convencieron de que fue lo mejor que pudieron hacer por nosotros.
A mi padre lo mataron en un campo de concentración alemán, después de huir a Francia.
En cuanto a los políticos ¿qué quieren que les diga?
Creo que nos han utilizado como arma arrojadiza para sus intereses. Los republicanos, para que fuéramos la avanzadilla de un importante contingente de sus adeptos en el exterior.
Los otros, los que ganaron la guerra querían que regresáramos para formar parte de su propaganda, para intentar paliar el aislamiento a que se veían sometidos por la Comunidad Internacional.
España no ha reconocido nuestro esfuerzo ni simbólica ni materialmente.
Vivimos de nuestro trabajo y después de nuestras exiguas pensiones y se nos ha considerado peyorativamente como “no contributivos”
La única esperanza que me queda es que esto no vuelva a suceder.
Por eso escribo este testimonio.
Fdo.
María Antonia Santos Martínez
Teresa Sanz
Grupo B
Amén
Es la guerra gusano de seda que se nutre de creencias
Hojas de un árbol fatuo
Raíces profundas, tan débiles como férreas
Sostén inclemente, tronco, ornato
Poca madera
Mucha corteza
El soberbio follaje de su copa cobija el pico que calla si el viento susurra otros credos. Son sonidos de savia herética
Da igual como se llame, blasfemia, opinión, crítica, disidencia
No hay espacio en sus ramas para el nido que reniega de la cama en que se acuesta
Es preciso abortar la figura que ensucia una partitura
La altura del pensamiento se ubica en un pentagrama.
La clave es siempre una nana
Si esta se altera, el sueño se arruga
Un vástago profanado solo conoce un destino. El peso del hacha
Mariposas negras las manejan
En ocasiones el exilio se parece a la Santa Compaña
Macabra procesión de trinos fantasma sin más casa que su garganta
Extraño rosario de velas expatriadas.
Nadie las ve
Mariposas negras las ocultan
A su paso, huele a cera.
Cuando el árbol confunde el río con un espejo, sus flores son sintéticas, sus frutos pergaminos sordomudos. Cartón piedra.
Ninguna madrastra deja crecer libre a Blancanieves
En todos los nidos vive una bruja que maldice a los polluelos.
Un huso perforará sus alas.
Vivos dormirán el letargo eterno
Por los siglos de los siglos, una nana sin disonancias arrullará sus vuelos
Si alguno despierta, por el efecto de un beso, el capullo de un gusano se abrirá de nuevo.
No se puede ser perdiz y dinamitar la seda de un cuento
Hay mariposas negras que custodian un espejo
Ana Isabel Fariña
Grupo B
Me llamo Aylan Kurdi
Algunos de vosotros tal vez me recordéis. Otros muchos, por el contrario, ya me habréis olvidado. Las personas mayores os pensáis fuertes, poderosas, y no lo sois, salvo mi padre que sí lo era y es el único de nuestra familia que, como superviviente, sigue siéndolo. Sois frágiles. Vuestra memoria también. Pero no os guardo rencor por el olvido. No estoy aquí para culparos.
Nací en un país en guerra. “Guerra” es una palabra que oí muchas veces de labios de mi padre y que, como un murmullo, recorría las calles de nuestro barrio, en Kobani. Imagino que tendría algo que ver con el hambre, con ese olor asqueroso que respirábamos a cada paso, con casas destruidas, con el ruido de los disparos, con la sangre por las calles… Un día tuvimos que abandonar nuestra casa. Ya nunca volveríamos. Anduvimos kilómetros y kilómetros hasta llegar a un lugar lleno de una especie de cuevas hechas con telas y con palos. Galip dijo, ¡pero si son tiendas de campaña, quiero volver a casa! Pero nos quedamos y allí permanecimos hasta el día en el que mamá y papá decidieron que teníamos que salir otra vez de viaje, esta vez por mar.
Yo era muy pequeño entonces. Tres años. Ha pasado mucho tiempo pero mi recuerdo, ahora, sigue tan reciente como si el tic-tac se hubiera detenido aquel día en el que mi historia conmovió a muchos de vosotros.
Era martes, lo recuerdo bien. Lo recuerdo por el tamaño del sol, por la forma de las nubes y por la luz de aquella mañana en la que mamá, como siempre, me había llenado de besos para despertarme. Después, vendría la oscuridad y ese olor y sabor a salitre que nos acompañaría en nuestro último viaje.
Aprendí a contar las horas fijándome en los distintos olores y colores que adquieren los objetos en un momento u otro del día. En nuestra familia nadie usa reloj. Ni siquiera papá. Un día le pregunté por qué y su respuesta fue, a su vez, una pregunta: ¿para qué? Noté, por su forma de mirarme, que lo decía triste. Sus ojos caídos, como si le pesaran.
Mamá me vistió aquel martes como para una fiesta. Yo nunca había ido a ninguna, pero sabía que existía aquella palabra porque una tarde papá me había contado una historia preciosa de cuando él era pequeño y, al contarla, parecía feliz. Fue la primera vez –puede que también fuera la última- que oí la palabra fiesta.
Aquel día hacía calor y mamá me puso una camiseta roja. No sé de dónde la habría sacado. Me quedaba muy pequeña. Al intentar pasármela por la cabeza tiró con fuerza; con rabia, parecía. Me hizo daño. Y lloré. Y mamá me acarició después el pelo y me besó en la cara y creo que también lloró. Luego me puso unos pantalones cortos de un color azul oscuro que me quedaban grandes. Casi se me caían, así que mamá colocó una cuerda a su alrededor y los ajustó bien. Y sonrió. Por último, me calzó unos zapatos que anudó tirando una y otra vez de las puntas de sus cordones hasta que consiguió atarlos bien. Me cogió las manos, me miró con la última mirada que recuerdo de ella –luego solo tendríamos ojos para el mar- y me abrazó con ternura; cálida, como era ella. A la hora de dormir me dijo, acuéstate así, Aylan, no hace falta que te quites los zapatos. Me extrañó. ¿Cómo iba a dormir con los zapatos puestos?
Papá dijo, será mejor que esperemos a que sea noche cerrada. Yo no sabía que las noches pudieran cerrarse, pero si papá lo decía, tenía que ser verdad. Mamá estaba nerviosa. Caminaba de un lado para otro pero sin ir a ningún sitio. De repente, sin saber por qué, me gritaba. Yo la miraba con ojos de no entender. Me acariciaba el pelo y me besaba. Galip, mi hermano mayor, parecía estar muy atento a lo que mi padre le decía. Agachaba la cabeza como diciendo a todo que sí, que sí. No recuerdo que papá lo abrazara o besara como mamá hacía conmigo. Debía de ser porque era mayor. Y yo me entristecí pensando que tan solo en un par de años, los mismos que tenía ahora Galip, tal vez mamá dejaría de abrazarme y de besarme.
Un día, papá, mamá y Galip me dijeron, hoy es tu cumpleaños. Mamá me besó muy fuerte en las mejillas, Galip me dio una palmada en el hombro –no sé por qué no me besó- y papá me acarició el pelo y me dijo, tres años, Aylan, qué barbaridad, ya eres todo un hombre. Y se rio. Ya no volvería a oír más aquella risa.
Recuerdo que ese martes pasé las horas como casi siempre: corriendo de un lado para otro jugando con los niños de mi edad. Ya tarde, cuando el sol se había marchado y faltaba poco para irnos a dormir, mamá me dio un trozo grande de pan grande y me dijo, guárdalo como un tesoro. Y llegó la noche. Galip y yo dormíamos en nuestra tienda de campaña cuando oímos la voz de mamá: ¡Galip! ¡Aylan! ¡Deprisa! ¡Vamos! ¡Arriba! Aquello me extrañó. Aún era de noche y todo estaba negro. Muy negro ¿Por qué mamá nos despertaba a esas horas? Galip se levantó rápido y salió corriendo de la tienda. Yo no me moví. De repente, me había entrado mucho miedo. Entonces, mamá se agachó, me aupó y me cogió en brazos y corrimos hasta la orilla de la playa. Vi a un grupo de hombres, mujeres y niños, algunos conocidos, otros no. Y allí estaban papá y Galip. Al verlos se me quitó el miedo. Papá era fuerte a pesar de lo delgado que estaba y Galip siempre me defendía cuando algún niño intentaba pegarme y quitarme el plato de comida. En las peleas, a veces la comida se caía al suelo. Entonces las ratas se lanzaban veloces sobre ella. Las ratas me dan miedo. Cuando les disputas las comida se quedan quietas, te miran y te sacan los dientes. Nadie, ni siquiera papá, se atrevía a acercarse a ellas. A veces, las apartaba a patadas y si alguna se le agarraba al pie papá gritaba fuerte y decía palabrotas y, entonces, sí: la cogía del cuello y apretaba con todas sus fuerzas hasta que se la arrancaba del pie. Luego, con un palo, la golpeaba y golpeaba y papá gritaba más fuerte aún y seguía golpeándola en el suelo hasta que la sangre de la rata lo salpicaba todo, se mezclaba con la del pie de papá y, juntas, resbalaban cayendo hasta la tierra.
Mamá me bajó de sus brazos, me cogió de la mano y nos acercamos a donde estaban papá y Galip. No sé si nos vieron. No nos dijeron nada. De pronto, papá hizo un gesto rápido con la mano y mamá tiró con fuerza de mí, casi arrastrándome, hasta llegar a una de las dos barcas que estaban a unos cuantos metros de la orilla. Fui a quitarme los zapatos para que no se mojaran, pero mamá tiró entonces con más fuerza. ¡Vamos, Aylan, no te pares!, me gritó. Parecía como si aquellos zapatos tuvieran que acompañarme siempre a todas partes.
Ya dentro de la barca, mamá hizo que me sentara sobre una tabla que estaba en el suelo, cogió una de las mantas que estaba a nuestro lado y me tapó con ella. Me abrazó fuerte –todo lo hacía con fuerza aquella noche-. Y me llenó de besos. Me gustaban aquellos besos y a la vez me asustaban. No entendía.
Poco a poco fue llegando más gente y subían a la barca, que se movía toda y yo pensaba, nos vamos a caer, y me acurrucaba y me envolvía en la manta y miraba a mamá con miedo. Pero ella no se fijaba en mí. Su cara era una cara desconocida. Su expresión era nueva y extraña.
En seguida, llegaron papá y Galip. Mi hermano ni me miró. Parecía asustado y eso no me gustó. Yo seguía acurrucado y, de repente, sentí una mano que me acariciaba la cabeza. Aylan, ya sabes, eres todo un hombre. Seguí así. No levanté la vista y dejé que papá siguiera acariciándome con aquellas manos que hubieran destrozado al animal más fuerte de la tierra. Esas manos con las que agarraba a las ratas y les apretaba el cuello hasta estrangularlas.
No cabía nadie ya en la barca y entonces unos hombres, los más fuertes, empezaron a empujar. Cuando el agua ya les llegaba a la cintura, de un salto, se tiraron sobre nosotros para luego colocarse cerca de sus mujeres y de sus hijos. Los más viejos se habían quedado en el campamento; no sé por qué. Papá se puso al lado de mamá. No dijo nada. Había mucho silencio. Nadie hablaba. Por eso, el ruido de las olas casi hacía que me dolieran los oídos.
Fuimos entrando cada vez más y más en aquella masa oscura mientras las luces del campamento se hacían cada vez más pequeñitas y parecía como si se juntaran entre sí. Eran las únicas luces que se veían. No había estrellas. Tampoco luna. Mientras navegábamos yo siempre miraba hacia atrás. Mirar hacia delante me daba miedo. Todo era negro y sólo se oía el ruido del mar en medio del silencio de todos nosotros. Y llegó el frío y me puse a temblar.
Mamá me acarició la cabeza, me abrazó y empezó a cantarme una canción al oído, muy bajito. Y me quedé dormido.
De repente, un frío horrible me despertó. Un frío húmedo que, en un segundo, recorrió todo mi cuerpo. Abrí los ojos y me los froté. Todo lo veía borroso. Una enorme mancha que no desaparecía por mucho que lo intentara. Era una inmensa tela pegada a mi ojos. Respiré y, en vez de aire, lo que respiré fue un chorro de agua salada; tanta que me puse a toser y a vomitar. Tragaba y vomitaba agua, tragaba y vomitaba agua. Sentí que mi cuerpo caía. ¿Hacia dónde? A un lugar cada vez más oscuro. Y frío. Quería subir. Movía mis manos, mis pies. Intentaba agarrar el agua y escalar. Y volvía a respirar y todo lo que respiraba era agua. Y otra vez la tos. Y el vómito. Miré hacia abajo y vi mis zapatos, aún en mis pies, que se movían deprisa, muy deprisa. Y no oía nada. Mis oídos taponados, todos los sonidos apagados. ¿Dónde estaba? ¿Y la barca? ¿Y mamá? ¿Y papá? ¿Y Galip? ¿Dónde estaban todos? Vi manos, brazos y piernas que se agitaban. Cuerpos quietos que descendían rápido. Algunos me rozaban. Sentí una mano y una cara muy pegada a la mía. ¡Mamá!, grité, pero ella no me oía. Tampoco yo me oía. Seguí gritando aunque sin oírme y vi los ojos de mamá abiertos, sin mirarme, fijos no sé dónde. Y comencé a llorar. Mamá, mamá, mamá…
Lo siguiente que recuerdo es el contacto con la arena y las cosquillas del agua recorriendo mi cuerpo, mis piernas y mis manos. Sentí unos brazos fuertes que me cogían. Empecé a escuchar voces; voces que no entendía. Me froté los ojos y, ahora sí, vi una playa que no era la mía y en ella, a la orilla, muy cerca del agua, un niño boca abajo, su pelo negro, una camiseta roja muy pequeña, unos pantalones cortos de color azul oscuro y unos zapatos en sus pies. Y me reconocí. Y miré a un lado y a otro buscando a mamá, papá, Galip…pero nada. Nadie.
Ha pasado tiempo desde entonces. Ahora soy mayor. Mayor de verdad. Todo un hombre, que diría papá. Pero Aylan sigue estando ahí, en la misma orilla, recibiendo la única caricia, la de las suaves olas del mar.
A lo largo de este tiempo he mantenido la esperanza de que los hombres cambiaríais. Quise pensar que lo que me ocurrió a mí, a mamá, a Galip y a muchos de los que iban con nosotros, fuera el último acto injusto de esa sociedad que habéis creado. Pero, al igual que yo, han sido miles los que han muerto sin que les dierais ni tan siquiera la oportunidad de quitarse los zapatos para que sus pies pudieran sentir la hospitalidad de una tierra hermosa y justa.
He seguido, cada una de vuestras mañanas, con la mirada puesta en otros muchos campamentos como el mío. Una mirada llena de ilusión. Y me he encontrado siempre con un paisaje desolado en el que el olor a hambre y el silencio de la muerte merodea dentro y fuera de todas y cada una de las tiendas donde se encierran el dolor y la tristeza de muchos niños y niñas como yo o como Galip. Un paisaje gris de llanto contenido de muchos padres que lo esconden por miedo a que sus hijos puedan sufrir aún más de lo que sufren cada día; casi a cada minuto. Quisiera ver un mañana hermoso, un mañana justo, pero tan sólo llego a ver un reguero de sangre que surca la tierra sucia, embarrada, hedionda, mientras oigo el chillido de las ratas que corren con trozos de comida entre sus dientes.
Muchos de vosotros me llorasteis. Ahora probablemente lloraréis a otros. Siempre hay víctimas y siempre hay un motivo para el desconsuelo. Os habéis convertido en plañideros que hacen de su llanto su razón de ser, de sus lágrimas la redención a todas sus culpas. Pero no vine aquí para juzgaros. Vine para pediros a todos, allá donde os encontréis, que debéis hacer que desaparezca todo el mal que habéis ido generando a lo largo de los siglos. Tenéis en vuestras manos el botón con el que destruir la pobreza, la injusticia, el hambre, todo lo que vi y con lo que crecí durante los tres años que se me permitió vivir. Sé que es una súplica en vano, pero sigo conservando la inocencia, el deseo y el sueño de los niños. Allí donde estéis, os lo suplico: detened las guerras, la miseria. Hay mucho sufrimiento, mucho dolor en vuestro mundo, que fue el mío. Ya que no podéis devolverme a mamá, a Galip o llevarme junto a papá, haced, al menos, que el relato de mi vida sea el último. Que mi muerte no se quede tan sólo en la imagen de un niño en la arena de una playa con su camiseta roja, sus pantalones cortos azul oscuro y sus zapatos en unos pies que no pudieron sentir jamás el contacto hermoso de una tierra justa.
José Manuel Romero
Grupo A
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Son las 4 de la mañana. Con un suave click cierro la valija electrónica. Todo está dentro, al menos todo lo que puedo llevar conmigo. Son muchas más las cosas que quedan fuera: objetos físicos de todo tipo, dispositivos electrónicos, hologramas, paneles virtuales, … Podría haber vendido todo aquello para sacar algunos créditos más, pero habría sido arriesgado, habría despertado demasiadas sospechas. De todos modos, lo más importante es lo que llevo dentro de mí y, por supuesto, lo que vive en los chips que llevo implantados en el casco. Representan lo que he sido, lo que soy, y con eso me basta para comenzar una nueva vida.
Mi hija entra en la sala arrastrando su pequeña valija y me mira con cierto reproche. La cojo en brazos y beso su frente.
- Papá, ¿dónde vamos?
- A un lugar muy lejano. No te preocupes cariño, allí serás feliz. Además, puedes llevarte a Jason, y a Luke, y a todas tus mascotas virtuales, … Será un lugar nuevo, pero estaremos juntos, y eso es lo más importante. Todo va a salir bien, te lo prometo.
- ¿Pero, por qué tenemos que irnos? ¿Hemos hecho algo malo?
- No cariño, no hemos hecho nada malo. Todo lo contrario. Pero otras personas sí, y no debemos ser las víctimas que paguen por sus errores. No mientras haya una alternativa. Algún día lo entenderás, pero, por ahora, tan sólo confía en mí.
- ¿La Tierra va a morir papá? ¿Es un lugar malo?
- ¿Cómo …? No pequeña, la Tierra era, … es un lugar maravilloso. Aún. Pero tú te mereces una Tierra mejor, llena de vida y de esperanza. Aunque tenga otro nombre. Otros colores, otra gente.
- Pero aquí también hay gente … Y encima tenemos todos esos fuegos artificiales por las noches ¡Me gusta mirarlos desde la ventana con el telescopio!
- Sí, hay gente, pero pronto todos se habrán ido también, de una u otra manera. Créeme. Y los fuegos artificiales … bueno, ya te dije que no son buenos. Puede que te guste mirar todos esos colores, y las siluetas que forman en el cielo, pero recuerda que son los culpables de tus problemas de salud. Y de los de papi. Y a ti no te gusta eso, ¿verdad?
- No papá … Pero están muy lejos, ¿por qué nos hacen daño?
- Es difícil de explicar cariño. Allá en la distancia son peligrosos, así que imagínate si estuvieran más cerca. Y lo estarán. Pronto. Mira, ¿recuerdas cuando íbamos al zoo y te quedabas mirando al Megalodón? Con esa enorme boca y todos aquellos dientes …. ¿Qué habría pasado si no hubiera habido un cristal entre él y nosotros?
- Pues que nos habría comido … ¡ñam, ñam, ñam!
- Sí, nos habría devorado. Por eso debemos irnos, porque todavía tenemos un delgado cristal frente a nosotros, y no queremos que se acabe de romper. Allá donde vamos el cristal será muuuuucho más grueso, y no habrá fuegos artificiales. Pero tendrás muchas otras cosas maravillosas que mirar con tu nuevo telescopio. Te lo juro.
- Pero papá … podemos utilizar un pegamento muy fuerte, ese molecular que anuncian en la holoTV, y reparar el cristal. Yo … no quiero irme. Sí, hay hombres malos, y dices que esos fuegos artificiales son peligros, … pero, aun así, me gusta todo esto. La escuela virtual, mis holoamigos, mis juguetes virtuales, las cosas que mamá me dejó …. Además, tenemos píldoras de comida, y todas esas medicinas, …. Podemos seguir viviendo aquí, ¿por qué no? Si nos vamos perderemos todo esto. Y no sabemos si allá donde vamos tendrás lo mismo …
- Cariño, mírame a los ojos. Escucha … ni siquiera ese pegamento podría arreglar el cristal. Está roto, se va a desintegrar en millones de trocitos y finalmente desaparecerá. Y todas esas cosas malas vendrán a buscarnos, a todos. No quedará nada de lo que dices. Y si queda algo, será diferente, será peor que ahora. Además, no te preocupes, puedes llevarte esos recuerdos en la memoria de tu casco. Siempre estarán contigo, y podrás utilizarlos para no olvidar quien eres y de donde vienes. Créeme pequeña, debemos huir de este lugar.
- Pero, ¿huir no es de cobardes?
- No mi vida, a veces huir representa el mayor acto de valentía. Y nosotros somos valientes, ¿verdad?
- Sí papá. Sólo que …
- Sssshhhh. No digas nada más ¿Has metido todo lo necesario en tu valija electrónica?
- Sí, papá.
- ¿Seguro? A ver, vamos a pasar lista.
- Que sííííí … Ropa, mis homeo-medicinas, la holotablet, mi diccionario de Antaresiano, y algo de comida ¿Contento?
- Muy bien pequeña. Y no olvides el casco, es lo más importante de todo. En él llevarás tu antes, tu vida aquí. Para poder comenzar tu vida allí.
- Vaaaaale. Ahora lo cojo. Voy a despedirme de la casa y te espero abajo.
- Venga, date prisa ¿No querrás que perdamos la aeronave? Ya sabes que papá ha gastado todos sus créditos en este viaje. Y no vamos a desperdiciarlo. Será un viaje largo, muy largo. Pero cuando vuelvas a abrir los ojos y salgas de la cápsula de hibernación, todo será mejor. Nosotros seremos mejores. Te lo prometo.
La niña sale de la habitación y me quedo a solas frente a la ventana. A lo lejos veo los pequeños destellos de luz que resuenan en la noche cerrada. Agacho la cabeza y resoplo con fuerza. Me pregunto si no habré sobreactuado demasiado. Creo en todo lo que le he dicho, pero, ¿hasta qué punto puedo asegurarlo? ¿Qué nos espera realmente allí? Da igual, la decisión está tomada. Debemos marcharnos de aquí.
Una vocecita suena de nuevo desde el umbral de la puerta.
- Papá, … ¿qué es la esperanza?
- Algo que no debes perder nunca. Y que no podrás encontrar en el casco.
Jorge Martín
Grupo B
Puzle
Pieza de puzle en lugar incorrecto.
No apliques fuerza, no encajaré.
Desarraigado.
Suave me acerco y tus ojos me niegan,
o algo, tal vez, peor.
Al otro lado del Mar,
cruel y salvador Mar, caprichoso,
Mar inmenso,
al otro lado, mi hogar. Ya no existe.
Evitaré mi retorno, donde nada me espera.
Allí, prisioneros de una guerra que no quiere terminar.
Han sangrado, y sangrarán. Mi familia.
Han respirado, ya no todos son capaces.
He visto cosas que tú no soportarías, ¿y te crees superior?
Teñidas, sucias, rojas. Entre ellas, incluso, mis manos.
(A esa edad los tuyos ríen, y ríen, felices)
¿Por qué hay tuyos y hay míos, cuándo todos respiramos?
Todos podemos sentir, o igual yo me equivoco,
pues osas negarme esperanza.
Y mi hambre, ¿no merece ser saciada?
La oportunidad, oportunista, cuando no es inexistente.
Tú, explotas mi desventaja.
Pues, dices, he invadido tu tierra.
Telas de colores, madres de la intolerancia.
Líneas inventadas, usadas equívocamente.
Mis ojos siguen abiertos,
y sin embargo, tu mente…
En fin, [cerrada], se vive mejor.
Diego Rico Suárez
Grupo A
Mi primer viaje
Cuando se llevaron el sofá vi una lágrima en la cara de mi madre. Luego fueron desapareciendo la cómoda, las alfombras. En el suelo quedaron tres maletas, en una de ellas estaba mi balón azul desinflado, el único juguete que pude llevarme el día que cogimos el bus a Timisoara.
Papá me dijo que íbamos a un sitio en el que tendría más juguetes y buenos amigos. Yo no entendía porque teníamos que ir allí si me gustaban mis juguetes y mis amigos, pero mamá dijo que volveríamos pronto.
El viaje fue largo, primero el autobús, luego la caja oscura de un camión y lenguas extrañas. Debí dormir mucho porque no entendía a nadie y estaba aburrido y hambriento.
Una vez salté del camión a un barco en medio del mar gris, como el cielo, plano e inmenso. Hacía frío.
Creí que el viaje había terminado cuando llegamos a un albergue. Papá, mamá y yo dormíamos en una habitación de veinte camas con mucha gente. Había arañas en el techo, pero no podía matarlas porque mamá decía que en ese país daba mala suerte aplastar arañas.
Cuando inflamos mi balón azul pude jugar al fútbol con Marco, un niño que me dejó su camión y, aunque hablaba raro como los demás, nos reíamos mucho cuando volcaba el camión o metíamos goles.
Tardé muchos años en entender por qué no podía ir con Marco a la playa que veía a lo lejos o al pueblo, por qué el podía salir y entrar con sus padres por la puerta del albergue y yo no podía atravesar la valla que lo rodeaba.
Un día volví a subir a otra caja de camión oscura, hacia no sabía donde. ¡Me sentía tan solo!
“¿Por qué no volvemos a casa?” . “Yo vivía mejor allí mamá”.
Belén Pérez Zurdo
Grupo A
Muerte de un ruiseñor
Septiembre del 2015
Una fotografía da la vuelta al mundo. Aylan Kurdi fue conocido por aparecer ahogado en una playa. Su madre y otro hermano también murieron en el intento de llegar a un lugar donde poder vivir en paz. Canadá los podía haber acogido, tenían familia dispuesta a ello pero la burocracia y el papeleo no lo hizo posible. Esa fotografía provocó diálogos y mucha palabrería. Hoy, 27 de octubre, siguen sin poder llegar muchos, no solo sirios, africanos, ahora son también Hispanos que en su país les falta lo más básico.
Cuando se logrará vivir sin necesidad de emigrar? Creo que esto es un sueño muy difícil de ser real.14.000 niños sin nombre y la cifra de adultos me produce escalofríos. De todo esto siempre hay seres que dicen ser humanos,y son carroñeros que buscan un beneficio económico, traficando con personas necesitadas de vivir en paz y con lo básico, algo que a los políticos y dirigentes no parece preocupar. Siempre hay algo que es la causa de tanta sinrazón, provocando tanta muerte y desolación. El ser humano no quiere rendirse,sigue con fe y esperanza arriesgando su vida en busca de un mundo mejor.
Pepa Agustín
Grupo B
Títeres de guerra
Hoy hace una semana que subimos al barco, pero llevo ya tres días que todo me sabe a sal. Incluso el aire, impregnado de las lágrimas de todos nosotros y del agua del mar, que me cala los huesos hasta dentro de los camarotes.
En cubierta, los niños juegan a la guerra. Casi suena como una broma. Eso le digo a Carmen, mientras juega con su hermana a las muñecas.
Septiembre del 2015
Una fotografía da la vuelta al mundo. Aylan Kurdi fue conocido por aparecer ahogado en una playa. Su madre y otro hermano también murieron en el intento de llegar a un lugar donde poder vivir en paz. Canadá los podía haber acogido, tenían familia dispuesta a ello pero la burocracia y el papeleo no lo hizo posible. Esa fotografía provocó diálogos y mucha palabrería. Hoy, 27 de octubre, siguen sin poder llegar muchos, no solo sirios, africanos, ahora son también Hispanos que en su país les falta lo más básico.
Cuando se logrará vivir sin necesidad de emigrar? Creo que esto es un sueño muy difícil de ser real.14.000 niños sin nombre y la cifra de adultos me produce escalofríos. De todo esto siempre hay seres que dicen ser humanos,y son carroñeros que buscan un beneficio económico, traficando con personas necesitadas de vivir en paz y con lo básico, algo que a los políticos y dirigentes no parece preocupar. Siempre hay algo que es la causa de tanta sinrazón, provocando tanta muerte y desolación. El ser humano no quiere rendirse,sigue con fe y esperanza arriesgando su vida en busca de un mundo mejor.
Pepa Agustín
Grupo B
Títeres de guerra
Hoy hace una semana que subimos al barco, pero llevo ya tres días que todo me sabe a sal. Incluso el aire, impregnado de las lágrimas de todos nosotros y del agua del mar, que me cala los huesos hasta dentro de los camarotes.
En cubierta, los niños juegan a la guerra. Casi suena como una broma. Eso le digo a Carmen, mientras juega con su hermana a las muñecas.
—¿No ves que la están llamando? —le grito, enfadada, mientras veo a mi hermano Blas persiguiendo a otros niños con la mano en forma de pistola e imitando los ruidos de los disparos.
—¿A quién llaman? —pregunta Carmen sin apartar la mirada de la muñeca de trapo que agita frente a su hermana pequeña.
—A la guerra, Carmen. Llaman a la guerra. Se ríen de nuestras familias muertas. ¿No te molesta?
—Nuestros papás no están muertos —replica la pequeña Rosita. Parece que está a punto de llorar, y ya no hace caso a la muñeca que le ofrece su hermana.
—No, no lo están —se apresura a contestar Carmen, cortante—. Y deja de asustarla, Elvira.
—Pero pronto lo estarán...
A penas me sale la voz. Estoy llorando otra vez, y me siento tan avergonzada que escondo la cabeza entre las rodillas mientras las lágrimas me caen por las mejillas y me mojan las medias. Carmen me acaricia la cabeza, pero yo no me muevo. Fuera el mar ruge con furia.
—Te dije que la estaban llamando —farfullo entre dientes—. Ya está aquí. Nos ha seguido, nos va a seguir hasta el fin del mundo y nos va a matar a todos, uno por uno, y no nos va a dejar en paz hasta que estemos todos muertos. Eso es lo que hace la guerra.
Carmen me intenta tranquilizar, como siempre. Ella es de Barcelona y tiene la misma edad que yo, aunque no se lo he dicho. Tampoco le he dicho de dónde soy. Temo que, si lo digo en voz alta, la guerra me oirá y volverá a buscar a mamá.
—Elvira, solo es una tormenta. La guerra no puede seguirnos. Estamos a salvo, y cuando volvamos a casa todo volverá a ser como siempre.
Levanto la cabeza y miro a Carmen. Veo en su cara que está tan asustada como yo y que tampoco se cree lo que está diciendo. Me extiende la muñeca de trapo de Rosita y yo la cojo por una pierna.
—Esto es lo que hace la guerra con nosotros, Carmen —murmuro mientras la agito—. Lo pone todo patas arriba y nos zarandea como títeres hasta que nos lo ha quitado todo.
Elena Alonso Pinilla
Grupo A
CONTAR EL EXILIO
Guerra, bombas, dolor, muerte.
Subimos al barco. Voces, brazos agitados, sonrisas forzadas, lágrimas.
Durante el viaje los días pasan rápido, risas, juegos, canciones. Y las noches lentas, miedo, sollozos, pesadillas. Los mayores intentamos consolar a los pequeños con un nudo en la garganta.
Llegamos a nuestro destino, vuelve la ilusión y una palabra resuena constantemente a nuestro alrededor, Morelia. Palabra desconocida hasta entonces. Morelia, nueva vida, amigos, familia, ausencias, ¿ hogar?.
Y pasan los días, meses, años y la esperanza da paso a la resignación. Intentamos hacernos un hueco, unos lo consiguen otros no. Recuerdos, gratitud, nostalgia. Apátridas.
Beatriz Gorjón Martín
Grupo A
Los aviones de la guerra
Vamos Esperancita, que vienen los aviones. Apresúrate que el peligro no espera.
–Ya voy mamá. Vamos Mari Paz, que vienen los aviones y el peligro no espera. Te quedarás sola en casa y luego llorarás porque te da miedo el ruido de las bombas.
–Mamá ¿que son las bombas?
–Algo muy malo. Corramos que ya no queda nadie en el edificio.
–Voy mamá. Y ¿por qué los aviones quieren matarnos?
–Esas cosas son de mayores. Eres muy pequeña para comprenderlo.
– ¿Qué son cosas de mayores, mami?
– ¡Ay! ¡Por favor, hija! ¡Deja de hacer preguntas! No es el momento.
– ¿Cuándo es el momento?
– ¡No lo sé! No me angusties más.
– ¿Por qué cuando vienen los aviones bajamos al refugio?
–Deja ya de preguntar, y ten cuidado al bajar las escaleras no vayas a caerte. Y siéntate a mi lado sin molestar a la gente.
–Sabes, Mari Paz, papá no tiene miedo porque los papás son tan altos como el cielo y el miedo no puede alcanzarlos. Solo a los pequeños como tú y como yo. Pero tú no tengas miedo que yo te protegeré. Y deja ya de preguntar, que no es el momento.
Papá no viene a casa, pero mamá dice que nos quiere mucho. Él está subido en una escalera muy larga descolgando los aviones del cielo para que no nos hagan daño. También mamá irá a ayudar a papá a descolgar aviones cuando nosotras estemos lejos. Pero yo le he dicho que no quiero ir a otro país, que ya tengo uno, y si me voy seguro que lloraré mucho y querré volver a casa. Pero ella dice que si queremos vivir juntos y ser felices, tenemos que sacrificarnos. Por eso tú y yo nos iremos en un barco por el mar del color azul del cielo. Sabes, un barco es un gran caballo de madera que puede caminar sobre el agua llevando a muchos niños dentro de su tripa. Pero tú eres muy pequeña para comprenderlo
Mamá dice que ir a la guerra es pegarse un tiro en la nuca, pero que no queda otra. Que la guerra es una cárcel para los vencidos. Que la guerra son los campos sin flores, la mesa sin pan, y los días sin colores porque todo es gris y negro, solo la sangre roja aúlla en las calles, Que la guerra es cuando las familias tienen que separarse para después volver a encontrarse lejos de la patria. Que la guerra es la lucha por la justicia. Luego están los malos y los buenos. Papá y mamá son de los buenos y luchan para hacer un mundo mejor. Los malos son los aviones que vienen rugiendo y quieren matarnos.
Mañana tú y yo embarcaremos para una ciudad que está muy lejos, muy lejos que se llama Morelia. Habrá muchos niños con los que podremos jugar y reír, porque como allí no hay guerra, la gente ríe mucho. Pero solo estaremos unos meses. Hasta que papá y mamá descuelguen todos los aviones del cielo y vengan a buscarnos.
No te preocupes Mari Paz. Estaremos juntas por siempre jamás. Seguro dejan subir a bordo también a las muñecas.
Pepita Sánchez
Grupo B
EN TODOS LOS BOSQUES, LOS ÁRBOLES SEÑALAN A DIOS
Aquella tarde de mayo podría resumirse en la palabra lluvia.
Lluvia en el cielo. Lluvia en el suelo. Lluvia en los ojos…
Sin embargo, extrañamente, yo no lloraba.
La sorpresa y el miedo que sentí inicialmente cuando mi madre nos anunció a mi hermano Pedro y a mí, que pronto viajaríamos rumbo a Rusia donde pasaríamos algunos meses lejos de la guerra, habían sido reemplazados esa tarde por la expectación. Y, por la curiosidad. Había pasado la noche anterior, fantaseando sobre el barco y también sobre cómo sería el lugar donde íbamos. La curiosidad y la fantasía son también poderosas armas en tiempos de guerra.
Sólo sentí un nudo que oprimía mi garganta, en el momento en que mi madre se agachó y, abrazándome tiernamente, me susurró muy quedamente al oído : -¡estarás bien! . Entonces la besé brevemente y me separé de ella con prisa. No quería que también hubiera lluvia en mis ojos.
Las madres saben. Saben sin saber nada a ciencia cierta. Saben sin saberlo. Saben porque sienten.
Justo en aquel momento, mi hermano–tres años mayor que yo-, me cogió de la mano y tiró de mí. Sus ojos llorosos. Sus dientes apretados. En su gesto, la determinación.
No volvimos la vista atrás mientras subíamos por la escalerilla del bar co. Sólo desde cubierta, me atreví a mirar y entonces ví la lluvia en los ojos de mamá mientras un sol tenue brillaba en su sonrisa. Fue entonces cuando una lágrima tan salada como el agua del mar, resbaló por mi rostro infantil. Apreté la mano de Pedro. Aquella reconfortante y protectora mano que me recordaba que no estaba solo porque estaba con mi hermano que condensaba en ese instante a toda mi familia y a todos mis amigos. Ni siquiera llevé conmigo aquel muñeco que todavía, secretamente, me acompañaba algunas noches cuando me iba a dormir. A mis siete años, bien podía prescindir de él, me dije. A esa edad y con la seriedad con que los niños juegan, comencé la más determinante partida del gran juego de mi vida. Justo en el momento en que sin darme cuenta dejé de ser eso, un niño.
Salimos por fin desde el puerto de Bilbao.
Mi primera decepción fue ver que no podría explorar el barco libremente sin perderme entre tanta gente. Sí, me avergonzaba reconocerlo, pero me aterraba perderme. Además, Pedro no quería soltarme de la mano. Se lo había prometido a mamá.
Y así, en aquel navío con nombre de oeste, el Habana, partimos rumbo al este, a Rusia. ¡Qué ironía tan curiosa!. Sí, Rusia esperaba por nosotros, un bien nutrido grupo de pequeños españolitos, de entre seis y catorce años, a quienes nuestros padres creían haber puesto a salvo de la guerra. Y también a algunas personas adultas que nos acompañaban y que eran maestros, médicos, etc que se encargarían de cuidarnos. No, no íbamos solos. No del todo. No más solos de lo que cada uno pudiera sentirse.
La aventura comenzó.
Primero llegamos a Francia y desde allí en otro barco, salimos rumbo a Rusia.
Leningrado… luego Obninsk, nuestro destino a 100 km de Moscú.
En Obninsk estaba aquella enorme casa escuela que albergaba a 500 niños españoles separados por niveles educativos. En Obninsk estaban aquellos bosques cuyos árboles apuntaban al cielo y en cuyas ramas se posaban multitud de pájaros cantantes y sonantes.
¡Obninsk!… donde fui feliz. ¡Obninsk!… donde conocí también el desamparo y aquel enorme vacío, el de la soledad, sólo comparable al gran espacio que ocupaba en mí la tristeza, cuando mi hermano fue trasladado a estudiar a Leningrado. No volvería a verlo hasta muchos años después.
Ni en las más tenebrosas noches en que el viento ululaba fuera y me venía el recuerdo de mi madre, me había sentido así.
Nunca olvidaré aquel lugar, ni sus bosques, ni sus campos…¡ ni su río!. Nunca olvidaré a aquellos con los que allí compartí esos años.
Me pusieron a salvo de la guerra en España, que aun siéndolo, no era mía.
Ironías del destino: en los bosques de Rusia aprendí a evitar las bombas y también tuvieron que ponerme a salvo de otra guerra, de la suya, evacuándome junto a mis compañeros, a Saratov.
La guerra rusa era aún más fría y yo pasaba más hambre, sobre todo en invierno. También allí se moría de enfermedades evitables en su ausencia.
En medio de aquella guerra, encontré gente buena como “El Doctor”, que me brindó amparo y protección, y también algunos villanos. Aunque estos encuentros se dan también en tiempos de paz, en los de guerra se viven con singular intensidad.
Como en otras, en aquella, la astucia y a veces el pillaje servían para sobrevivir. Sabido es que el hambre aguza el ingenio (y la inconsciencia, la audacia). Y en aquella extensa tierra, era la guerra un monstruo mucho más grande, tenía cara de yeti, y pisaba fuerte, muy, muy fuerte así que, en mayor o menor medida que otros de mis compañeros, en mi lucha por la supervivencia, nunca fui tan ingenioso ni tan audaz como en aquellos años en Rusia.
La guerra en efecto pisaba tan fuerte que a mí, a modo de daño colateral, me dejó sin piernas. No fueron las bombas. Ni las del cielo, ni las del suelo. Fue gracias al descarrilamiento del tren en el que volvía de trabajar en una fábrica militar. Tenía trece años.
En el hospital, el hambre mataba más que las heridas. Pero yo tuve la suerte de poder contar con la inestimable ayuda de algunos compatriotas que no sólo aliviaron mi estómago. También alimentaron mi espíritu con esa sutil forma de amor que es el humor: ¡ gran recurso de la mente para mantenerse en forma hasta cuando la forma cambia! Y la mía había cambiado literalmente, aunque no tanto como aquel acontecimiento me cambió la vida.
En la guerra pues , también se ríe. Y se llora de tanto reir como se ríe, en ocasiones, de tanto llorar.
Sin embargo, curiosamente, tampoco yo ahora lloraba. Al menos, no de ojos para afuera; salvo a veces, por la risa.
Vino entonces mi retorno a la casa de niños, mi trabajo como zapatero, la conciencia clara de que los rusos fueron mejores con nosotros –de hecho, los españoles éramos en muchos aspectos unos privilegiados con respecto a los propios rusos- de lo que lo eran los responsables políticos españoles del PCE también en el exilio; la no menos clara conciencia del valor y la bondad de los maestros que nos acompañaron ; el fin de la Segunda Guerra Mundial y nuestra evacuación a Najabino, cerca de Moscú.
Luego llegaron mis prótesis y con ellas, poco a poco, de nuevo mi autonomía personal. A medida que fui apaciguando mi hambre, pasé de ser feliz sólo con poder comer patatas a querer ir más allá. E ir más allá, consistió en un primer momento en llegar a Moscú donde pude reencontrarme con Pedro, mi hermano, que estaba en un sanatorio enfermo de tuberculosis. Allí murió y yo también lo hice un poco con él.
Después, las cartillas de racionamiento y mi ingreso gracias a una beca en el Magisterio de Lebedian. ¡La gloria para mí!. Hice buenos amigos, todos rusos del ámbito rural. Aprendí a tocar el acordeón. Hice prácticas en Troecúrovo donde además de amenizar de vez en cuando a los niños en clase, me contrataban como acordeonista. Acabada la carrera de Magisterio, ingresé en la Facultad de Medicina en Riazan. Aquí, mis amigos fueron mayoritariamente españoles y gracias al motocarro que facilitaba el Estado a los inválidos de guerra o trabajo, pude conocer los alrededores. Más tarde trabajé de instructor de conducción de motocarros para los minusválidos del hospital. ¡Cosas de la vida!
En 1956, a punto de acabar la carrera de Medicina, empezó la repatriación hacia España. Lo pensé mucho y finalmente decidí volver. Lo hice en el barco Crimea que atracó en Castellón de la Plana. Desde allí volví a Bilbao. Me esperaban, muy emocionada, mi madre y mi hermano menor que en 1937 era muy pequeño para viajar a Rusia.
El entrar en la casa de la que había salido a la edad de siete años, fui inconscientemente en busca de la caja donde había dejado aquel muñeco de mi infancia. No estaba… Entonces, sí. Entonces la lluvia cayó desde mis ojos inundandolo todo. Había estado tan ocupado durante tantos años en el “aquí y ahora” de la supervivencia que nunca tuve conciencia hasta entonces de lo que dejé con él aquella lluviosa y lejana tarde de mayo. Y lloré, lloré ya hombre, lo que nunca pude permitirme llorar de niño.
Pero ya no pertenecía al lugar donde nací. Tampoco a Rusia. Sin embargo, comprendiendo que había cometido una estupidez saliendo de allí sin haber terminado la carrera de Medicina, decidí volver. Y tras algunas vicisitudes para lograr llegar de nuevo a Moscú, lo conseguí.
Acabé la carrera. Trabajé en Sajalin. Volví a Moscú y me especialicé en Neurorradiología. Luego me doctoré. Conseguí vivienda gracias en parte a mi condición de minusválido. Y aunque era compartida, este último hecho me hacía profundamente feliz.
Luego me casé con una rusa de la que muy pronto me divorcié. Tras esto y ante la dificultad que suponía volver a conseguir vivienda porque teóricamente ya tenía una habitación en la que en realidad vivía mi ex mujer, decidí volver a España si bien, antes intenté viajar a Cuba donde necesitaban médicos especialistas. Sin embargo, como no pertenecía al Partido Comunista, me denegaron la solicitud.
Como había sido declarado prófugo cuando decidí años atrás volver a Moscú, decidí entrar en España por las bravas y gracias a las influencias de un familiar, finalmente lo logré.
Sin llegar del todo a sentirme de aquí ni de allá, aquí en el país que me vio nacer he vivido desde entonces y he sido a ratos feliz.
Pude despedir a mi madre que en su aliento final musitó “estarás bien”. Lo hice abrazándola tiernamente, mientras muy quedo le susurré al oído “estoy bien”.
Las madres siempre saben. Saben sin saber nada a ciencia cierta. Saben sin saberlo. Saben porque sienten.
Ahora que siento, yo también sé.
Vivo retirado en una pequeña aldea en el campo. Cerca de mi casa hay un bosque atravesado por un río, que me recuerda a aquel de Obninsk, cuyos enormes árboles apuntaban al cielo. Y hoy se me antoja que, aunque no soy creyente, los árboles de mi bosque y de todos los bosques señalan a Dios.
Mercedes González
Grupo A
Toque de Queda
Estaba muy pequeña cuando salimos del Perú, apenas había cumplido tres años. Del viaje y los primeros dos años en Venezuela, tengo algún recuerdo borroso, que ya no sé si es mío, o lo que me quedó de alguna conversación que escuché o si he rellenado parte de esa historia con mi imaginación. Tengo una imagen de mi papá despidiéndose desde la puerta de un autobús, y luego el recuerdo de un avión muy grande del que subimos o bajamos por escaleras.
En alguna conversación escuché a mi papá contar que de bebé tuvieron que llevarme al hospital, sacando un pañal por la ventana del coche porque había toque de queda. Era el año 75 y en el Perú había una dictadura militar. Mi mamá decía que no se conseguía leche para los niños, y que un día llegó mi papa a decirle, así, sin anestesia, que nos íbamos a vivir a Venezuela. Mi papá viajó primero, empezó a trabajar como médico rural en un pueblito de los llanos venezolanos que se llamaba Tucupido, y a los seis meses viajamos nosotros (mi mamá, mi hermano, que iba en brazos, y creo que mi bisabuela, porque sale en las fotos).
A veces tengo un sentimiento, que casi tiene cuerpo y alma, y sé exactamente las situaciones que lo producen. Cuando veo las fotos de mi infancia lo entiendo perfectamente, tenía una familia enorme que se reunía con frecuencia y muchos primos de mi edad que ahora ni conozco. Cuando nos subimos a ese avión, mi familia se redujo a 4 personas: mamá, papá y mi hermano. He vuelto al Perú 4 veces, de vacaciones, es muy extraño que te traten con tanta familiaridad personas que no conoces.
Nos adaptamos a las lluvias torrenciales, que para mis padres eran impresionantes porque en el Callao (donde vivían en el Perú, apenas llovía), a los zancudos, a los sapos gigantescos y, mis padres, al modo de ser venezolano, mucho más abiertos, espontáneos y desvergonzados* que los peruanos. Recuerdo que en la escuela se burlaban de mí por el uso de algunas palabras, por ejemplo, porque decía chompa cuando ellos decían suéter, o decía caño y ellos lavamanos.
A pesar de todo, nos fue muy bien. Diez años después, vivíamos en Maracay, una ciudad de un millón de habitantes a 100 km de Caracas. Mi hermana menor nació allí. En 1989, fue el Caracazo. Con 14 años algo podía comprender de lo que pasaba, políticos corruptos, el país endeudado, intervino el FMI con un “paquete de medidas”, que incluía el aumento del precio de la gasolina, y se produjo un estallido social. Esa semana hubo manifestaciones de estudiantes todos los días, y el día del Caracazo, yo estaba en clase, y los padres de mis compañeros empezaron a venir por ellos. Una profesora me llevó a mi casa, y en el camino veía militares en las calles. Recuerdo que me asusté mucho porque escuchamos ráfagas de ametralladora por la avenida por donde debía venir mi mamá. Los supermercados y pequeños comercios de la zona habían sido saqueados. Esa noche anunciaron el toque de queda. Después de las 6pm no se podía salir. Eso duró 4 o 5 días, hasta que se calmaron los ánimos. Y se creó el mito de que aumentar el precio de la gasolina produciría un nuevo estallido social. Hace una semana, mi papá, que está en Venezuela, me contaba que iba caminando de una gasolinera a otra, a ver si alguna tenía gasolina, y eso me hace pensar en lo absurdo de ese temor.
No lo sabía, pero después de eso Venezuela no volvería a ser la misma. En septiembre de 1991 empecé a estudiar en la universidad, me fui a Caracas. Durante seis meses hubo rumores de alzamiento militar, ya era como el cuento del lobo, hasta que ocurrió de verdad. Un 4 de febrero. Todo era confuso, pero parecía que habían salido de la base aérea de Maracay (frente al hospital donde trabajaba mi papá), y se estaban enfrentando los militares leales al gobierno con los que se rebelaron. No sé en qué momento pude hablar con mi papá y me dijo que “estaba viendo un bonito combate aéreo”. En las casas que estaban entre el hospital y la base aérea entraron soldados y pidieron a las respectivas familias que se fueran, que iban a atacar. En una, conservaron durante años una bomba que cayó en su patio y no estalló. Anunciaron el toque de queda. Una semana después volvimos a la normalidad.
El mismo 4 de febrero del 92, salió Hugo Chávez en la televisión, pidiendo a sus compañeros que se entregaran, que “por ahora” no habían cumplido sus objetivos. Los cumplió seis años después cuando fue electo presidente. Fue el año que me gradué y empecé a trabajar en la universidad.
Entre el 2001 y 2002, hubo manifestaciones contra el gobierno de Hugo Chávez por motivos diversos, en especial en la industria petrolera. Un grupo de militares acampó en una plaza, pidiendo su renuncia. El 11 de abril de 2002 una manifestación se dirigió al palacio de gobierno, y ocurrió una matanza. La palabra que mejor define lo que pasó esos tres días es: confusión. Un militar que anuncia la renuncia de Chávez, un gobierno inexplicable formado en un día, un militar que desconoce ese gobierno y trae a Chávez. Toque de queda. Dos días después todo sigue como si no hubiera pasado nada. Aunque el militar que anunció la renuncia de Chávez luego fue condecorado, y el que lo trajo de vuelta, ahora está preso.
En noviembre de 2002 vine a Salamanca por primera vez, por tres semanas a hacer una estancia de investigación. Justo cuando volví, se inició el paro petrolero, que acabó tres meses después con el despido de más de 10 mil empleados que se habían unido a la protesta acusados de sabotaje y daños a la industria. No sé que habrá pasado en otros lugares, pero tengo clarísimo que desde el laboratorio de un instituto de investigación no puedes hacer grandes daños a las instalaciones de la industria. Quedaron marcados como traidores y no los dejaron trabajar en Petróleos de Venezuela, ni filiales, ni socios, ni en ninguna empresa privada que prestara servicios a la petrolera. Y por eso me despedí de mi amigo Luis, que vive en Canadá como muchos ex empleados de petróleos de Venezuela. No pudo ni recoger las cosas de su despacho, dejando ahí el saco del traje que compró bajo protesta, pero era obligatorio, ni el calendario de Mafalda que le regalé. Tampoco recuperó lo que le cotizó por caja de ahorros y por prestaciones sociales.
Después del paro petrolero la situación política y económica fue empeorando. Fueron años de manifestaciones, protestas, tragar “gas del bueno” como decía Hugo Chávez en cadena nacional. De meses sin cobrar porque no había recursos para las universidades. De investigar con las uñas, porque no había material para los laboratorios, ni dinero para pagar la suscripción a las revistas científicas. En medio de eso, seguía viniendo a Salamanca a hacer estancias de investigación, con el dinero contado porque no se puede cambiar libremente Bs a Eur y porque tampoco tenía muchos Bs. En el 2011 me gané una beca de la AECID para quedarme dos años. Además de la investigación tenía otra motivación, pero después de dos años de convivencia, se acabó la motivación, la beca y las ganas de estar en Salamanca. Quería volver a Venezuela y recuperar mi trabajo en la universidad, pero podían contratarme para investigar en el proyecto en el que había estado trabajando en la USal. Fue cuando Hugo Chávez murió. Se hicieron elecciones, había la posibilidad de un cambio. Casualmente estaba en Venezuela y pude votar. Pero nada cambió, y decidí volver a Salamanca.
No ha sido fácil, me he tenido que acostumbre a la ausencia de lluvias torrenciales, y que no haya animales, ni plantas. Al frío, al calor. Al carácter áspero de los Salmantinos, a las posiciones extremas. Creo que he conseguido un huequito donde puedo estar, entre los menos ásperos. Acá el suéter es una sudadera y el lavamanos es lavabo. A veces ser ríen de mi forma de hablar, porque digo de repente para decir “quizás”, o ustedes en lugar de vosotros (vosotras), o no pronuncio la c ni la z. Me da igual, hace años aprendí que nadie tiene que decirme cómo hablar.
Hace cuatro años que no voy a Venezuela. Son 4 años que no veo a mi padre y a mi hermano, que son los que quedan ahí. Estuve año y medio sin poder renovar mi pasaporte caducado. Cuando lo hice, mi padre me dijo que no quiere que vaya. La expresión toque de queda empieza a tener un significado más amplio, y se va pareciendo al exilio.
Silvana Revollar
Grupo B
Contar el exilio
Conocí a una persona que tuvo que salir de su país, Marruecos, una ciudad pequeña del Norte,en busca de una solución para su problema de salud.Insuficiencia renal,necesitaba Hemodiálisis para seguir viviendo.Su marido, mecánico de profesión consiguió trabajo en Renault,De Salamanca y se vino toda la familia.Era la primavera del año 2000.La necesitada era ella,madre de familia de 3 hijos.Chica de 15 años,chico de 13 y el pequeño de 3 años. Ella empezó sus sesiones de Hemodiálisis y todos se iván adaptando a su nueva costumbres,comidas idioma.Ella al principio,lo.paso muy mal, también percibía el rechazo de algunos compañeros también pacientes, que se incomodaban por su vestimenta y por ser de Marruecos.Su carácter era dulce y de mirada profunda siempre de agradecimiento.cuando había logrado integrarse en la ciudad los niños en sus colegios y ella en sus sesiones de Hemodiálisis,surgió un nuevo problema. Ella empezó a sufrir malos tratos por parte del marido.Y antes de que la matará hubo que trasladarlos a otra ciudad,la señal de alarma la dio la maestra del colegio del pequeño,y luego ella que una tarde llegó a su sesión con magulladuras y mucho miedo.Ahora afortunadamente esta de nuevo en la ciudad que los acogió y dio remedio a su problema de salud.Al marido le enviaron de nuevo a Marruecos,eso o cárcel,después del juicio que se celebró al cursar la denuncia por los malos tratos.En esta ocasión el exilió termino bien.18 años han dado para muchos cambios para esta familia que conozco y quiero.
Pepa Agustín
Grupo B
Migrar
A
lo lejos, una muralla bordeaba todo el este de la frontera donde se hizo la
bandera llena de dolor
y
angustia por la muerte de aquel niño, el cual vertió su sangre para defender su
honor y la
desesperación que lo acompañarían desde que había salido de su casa.
El
miedo lo acompañó el resto del día. Ahora,
solo quedaba subir al barco.
Subir
al barco y emigrar.
Iria Costa
Grupo B
Exiliarse
Buscando una educación y un futuro mejor para su hijo, los padres de mi abuelo decidieron enviarlo a
un internado para que tuviera una educación y unos estudios que sus padres nunca
pudieron tener.
En la habitación de su hijo, sus padres le comunican algo importante que le va afectar en los
próximos años.
Con estas palabras los padres de mi abuelo le comunican a su
hijo
-Tu padre y yo hemos tomado la decisión de enviarte a un internado en Suiza, para que tengas una educación y unos estudios que nosotros no hemos
podido tener, aquí en el pueblo no vas a aspirar a tener que criarte más que con
animales.
-No me hagáis esto, soy vuestro hijo. No quiero tener que
exiliarme a Suiza para tener una educación y unos estudios que vosotros no habéis obtenido aquí. Soy feliz con
vosotros.
-Hijo, la decisión ya está tomada. Te iras el próximo lunes en el tren junto a los demás niños que van a estudiar contigo en el mismo colegio.
Juan, que así se llama mi padre, se queda solo en su habitación y se echa a llorar
removiendo las palabras: No quiero separarme de mis
padres ni de mis amigos. No sé qué va a ser de mi de ahora en adelante. No conozco a nadie. No sé. Quizá mis padres
tengan razón.
A la mañana siguiente, Juan habla con sus padres para
pedirles perdón por la actitud que ha tenido en los últimos días. Quizás
tengáis razón en qué me vendría bien tener un cambio de educación
-Juan, ¿a qué viene ese cambio?
-Ayer por la noche estuve recordando las palabras
que tuvisteis conmigo
-Hijo, acércate a nosotros que te vamos a darte un enorme
abrazo.
-No quiero emocionarme por el paso que he dado. Me vais a hacer mucha falta
en Suiza.
-Te hago la promesa de hacerte una visita antes de
Navidad.
Varios días después los padres de Juan acompañan a su hijo hasta el
tren donde va a salir junto a los demás niños que van a estudiar con su hijo.
-Aprovecha esta oportunidad que te está dando la vida. Sé buen estudiante.
David Álvarez
Grupo B
Algunos textos de esta semana son fantásticos
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