El lunes pasado hablamos de la familia y de cómo la literatura retrata a todos los componentes de la unidad familiar y aborda los problemas domésticos.
Así como hay muchas películas o novelas que tienen como trasunto principal el devenir de la vida familiar no son muchos los microrrelatos y poemas que abordan de manera global este tema.
Destacamos un libro del escritor Tomás Sánchez Santiago dedicado por entero a componer, poema a poema, sus recuerdos y vivencia relativas a la familia.
Por el libro discurren la genealogía familiar: los padres de los padres, los padres que se hacen viejos, los lejanos parientes, las primas carnales, las criadas, las antiguas personas conocidas. Todos esos personajes, además de otros recuerdos y otro ajuar doméstico, forman la atmósfera turbia y aturdida, en palabras del poeta, de un retrato de grupo
Uno de los poemas, el que da título al libro,"En familia", pareciera la orla familiar que preside el lugar principal de la casa, el cuarto de estar, o el cuarto de ser:
Todos están bien.
Y hay un ruido de días laborables
que les da por la espalda y les impide
dejar creer en lo que dicen.
Y no basta
consultar medallones y retratos
donde convalecer. Ni preguntar
al fin lo de cualquier celebración
si está completa, si no faltará
alguno,
algunos a quien otras citas pidan cuentas
y se haya de ausentar para rendirlas
a regiones de pozos y carámbanos.
Igual que una función
sin argumento, sin timbres, sin confianza
en los gestos ni en los dibujos de la voz,
así cada vez van acudiendo
–todos menos aquél– a la llamada,
a la animada desconvocatoria
donde lucir los grises y las cáscaras
que la semana va depositando
entre un frío de hules
sobre destituciones y sobre lejanías.
En otro de sus poemas Tomás Sánchez Santiago retrata a los parientes lejanos, esos familiares que llegan sin previo aviso y son recibidos como figuras principales. Vienen desde otras latitudes y traen en la mirada y las palabras la novedad y algunos, o muchos pecios, de sus dorados o sus sueños americanos:
Eran los más oscuros, los mejor recibidos
también –dada la imprevisión de sus visitas–.
Traían nombres de llamas en los labios,
nombres que nos dejaban como escaso
sabor con que acallar nuestra impericia
de no saber vivir.
Los aguardábamos
al borde del verano o a la entrada en tinieblas
del portal del invierno;
eran gente de paso
distinto y menudos modales
que gastaban la vida en malos aires
y la voz en excesos de humo y broncas
historias de dinero malsonante.
Siempre de aquellas charlas florecía
la nostalgia exquisita por lejanías y alturas
hasta que alguien nos bajaba
desde aquel cielo de nombres templados
que nos entretenían la lengua
cuando los deshuesábamos
antes de hacerlos arena en la tristeza
de nuestras habitaciones biensabidas.
(Los parientes lejanos)
Las primas también ocupan un lugar privilegiado en la memoria de Tomás. Esas primas de la infancia tan carnales que despertaban de su letargo al instinto y el deseo:
Su tremenda manera de atardecer
calladas, seda en los labios
y el lento hervor del pecho cada agosto.
Si lejanas, deseo;
y todo el cuerpo susto si dejaban
mi nombre resbalando en torno suyo.
Las templadas mentiras
dichas a media voz en lo más hondo
de aquellas reuniones familiares
entre resbaladizas lozas –bajo el cielo
inestable de otoño-.
Brasas
en vez de sueño luego.
Desde la luna un óxido
volcaba la amargura por sus trenzas
rizadas como el agua sin fe de algunos ríos.
Adiós y adiós. Los besos
marcados con la saña de lo que bien se sabe
perdido para siempre.
Aquella patria chica: la intemperie
de sus ojos como medallas jóvenes
que retuviesen agua en vez de brillo.
Palabras capturadas en películas,
molidas de repente por la risa y el llanto
sobre todo
de las moscas de octubre
pudriendo los membrillos, azulándolos
de una desesperada resina que vivía
para todo el invierno molestando
la condenada paz de las despensas.
¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena
A que día tras día asististe paciente
En la niñez, remota como sueño de alba?
El silencio pesado, las cortinas caídas,
El círculo de luz sobre el mantel, solemne
Como paño de altar, y alrededor sentado
Aquel concilio familiar, que tantos ya cantaron,
Bien que tú, de entraña dura, aún no lo has hecho.
Era a la cabecera el padre adusto,
La madre caprichosa estaba en frente,
Con la hermana mayor imposible y desdichada,
y la menor más dulce, quizá no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo,
La casa familiar, el nido de los hombres,
Inconsistente y rígido, tal vidrio
Que todos quiebran, pero nadie dobla.
Presidían mudos, graves, la penumbra,
Ojos que no miraban los ojos de los otros,
Mientras sus manos pálidas alzaban como hostia
Un pedazo de pan, un fruto, una copa con agua,
y aunque entonces vivían en ellos presentiste,
Tras la carne vestida, el doliente fantasma
Que al rezo de los otros nunca calma
La amargura de haber vivido inútilmente.
Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.
Se propusieron, como los hombres todos, lo durable,
Lo que les aprovecha, aunque en torno miren
Que nada dura en ellos ni aprovecha,
Que nada es suyo, ni ese trago de agua
Refrescando sus fauces en verano,
Ni la llama que templa sus manos en invierno,
Ni el cuerpo que penetran con deseo
Dos soledades en una carne sola.
Ellos te dieron todo: cuando animal inerme
Te atendieron con leche y con abrigo;
Después, cuando creció tu cuerpo a par del alma,
Con dios y con moral te proveyeron,
Recibiendo deleite tras de azuzarte a veces
Para tu fuerza tierna doblegar a sus leyes.
Te dieron todo, sí: vida que no pedías,
y con ella la muerte de dura compañera.
Pero algo más había, agazapado
Dentro de ti, como alimaña en cueva oscura,
Que no te dieron ellos, yeso eres:
Fuerza de soledad, en ti pensarte vivo,
Ganando tu verdad con tus errores.
Así, tan libremente, el agua brota y corre,
Sin servidumbre de mover batanes,
Irreductible al mar, que es su destino.
Aquel amor de ellos te apresaba
Como prenda medida para otros,
y aquella generosidad, que comprar pretendía
Tu asentimiento a cuanto
No era según el alma tuya.
A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe
Arder anónimo sin recompensa alguna.
El tiempo que pasó, desvaneciéndolos
Como burbuja sobre la haz del agua,
Rompió la pobre tiranía que levantaron,
y libre al fin quedaste, a solas con tu vida,
Entre tantos de aquellos que, sin hogar ni gente,
Dueños en vida son del ancho olvido.
Luego con embeleso probando cuanto era
Costumbre suya prohibir en otros
y a cuyo trasgresor la excomunión seguía,
Te acordaste de ellos, sonriendo apenado.
Cómo se engaña el hombre y cuán en vano
Da reglas que prohíben y condenan.
¿Es toda acción humana, como estimas ahora,
Fruto de imitación y de inconsciencia?
Por esta extraña llama hoy trémula en tus manos,
Que aun deseándolo, temes ha de apagarse un día,
Hasta ti trasmitida con la herencia humana
De experiencias inútiles y empresas inestables
Obrando el bien y el mal sin proponérselo,
No prevalezcan las puertas del infierno
Sobre vosotros ni vuestras obras de la carne,
Oh padre taciturno que no le conociste,
Oh madre melancólica que no le comprendiste.
Que a esas sombras remotas no perturbe
En los limbos finales de la nada
Tu memoria como un remordimiento.
Este cónclave fantasmal que los evoca,
Ofreciendo tu sangre tal bebida propicia
Para hacer a los idos visibles un momento,
Perdón y paz os traiga a ti y a ellos.
Destacamos también el poema "Anquises" que Olga Novo dedica a su padre con alzhéimer y el poema que Jaime Sabines dedica a su tía Chofi, esa tía soltera que hay en casi todas las familias y que dedicó su vida a los cuidados de los otros:
La familia y sus tripas, de Maribel Soria Fuentes
Desde que termines la dejas fuera para que se oree, le dijo mi madre a mi hermana. Me cogió del solitario pelo que me quedaba, un cordel desgastado, y me colgó sin cariño en la única alcayata libre, rodeada de chorizos. Hubiera preferido ser uno de ellos y pasar desapercibida, ahora mi existencia será más corta. Soy gordita, morenita y resultona: pronto teñiré esas bocazas de negro.
¡Algo se me ocurrirá!
El equilibrio del mundo, de Ginés Cutilla
Del único hijo que estaba seguro era del pelirrojo. A los otros dos no los había visto en mi vida.
Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que al salir del hipermercado, con la confusión del gentío, me los habían cambiado. No me importó. Los cuidé durante tres años, confiando que otros harían lo mismo con los míos.
Hasta el día del parque de atracciones en que –con tanto crío– me cambiaron al pelirrojo y al mayor de los extraños por una niña y un mulato. A éstos los crié durante casi diez años pero un día, al volver de la universidad, me llegaron transformados: la chica por un joven que hablaba inglés y el que más tiempo había pasado conmigo por otro con gafas que parecía autista. Aun así, y pensando que la vida era esto, consentí pagarles los estudios hasta el final. El día que se casaba el inglés, los padrinos –que iban a ser sus pseudohermanos– fueron sustituidos por dos chicas gemelas. Nada feas, a decir verdad.
Ahora, ya en el lecho de muerte espero, cada vez que se abre la puerta de la habitación y entran tres jóvenes extraños, que sean mis hijos, los de verdad, los primeros, para poder despedirme de ellos y de este mundo que ya no entiendo.
La dueña, de Marcelo Adrián Gill Ibarra
Le dijo que la amaba, que ella era la única dueña de su alma y de su corazón. Su amor fue correspondido. Se casaron y tuvieron una nena.
Pero luego de diez años se separaron por diferencias irreconciliables. Ella se fue de la casa y se llevó a la nena.
A los pocos días volvió, reclamando el alma y el corazón de su ex esposo. Se los tuvo que dar.
La falta de alma casi no se nota en el hombre, excepto quizá por su mirada perdida.
Sin embargo, el lugar donde estuvo el corazón nunca cicatriza del todo, y por más vendas que se ponga, la sangre siempre mancha un poco sus camisas.
Felicidad, de Andrés Neuman
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decir el mejor, pero diré que el único. Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.
Espiral, de Enrique Anderson Imbert
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
Carpetas, de Julia Otxoa
Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo, en que preguntas como aquella hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico de su memoria, en que constató y asumió como una calamidad más de su vida, que vivía, y que probablemente viviría por el resto de sus días, con una perfecta extraña. Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba su respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche. Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto que hace unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero, esperando una respuesta.
A ritmo de taxímetro, de Beatriz Cuevas
Nombre y apellido: Santiago Lozano Romero. Número de licencia: 12.728. Número de matrícula: M-7839-SK. Número de DNI: 39776358C. Número de permiso: 20.380. Caducidad: 06/2003. ¿Cuántas veces lo habré leído? Seguro que puedo calcularlo. Le dieron el taxi en noviembre del noventa y tres. Poco antes de casarnos. Estamos en marzo del dos mil. De noviembre a marzo hay cuatro meses. Seis años y cuatro meses. Doce por seis setenta y dos más cuatro setenta y seis.
Setenta y seis meses sin faltar un solo jueves a ver a su madre.
Las primas también ocupan un lugar privilegiado en la memoria de Tomás. Esas primas de la infancia tan carnales que despertaban de su letargo al instinto y el deseo:
Su tremenda manera de atardecer
calladas, seda en los labios
y el lento hervor del pecho cada agosto.
Si lejanas, deseo;
y todo el cuerpo susto si dejaban
mi nombre resbalando en torno suyo.
Las templadas mentiras
dichas a media voz en lo más hondo
de aquellas reuniones familiares
entre resbaladizas lozas –bajo el cielo
inestable de otoño-.
Brasas
en vez de sueño luego.
Desde la luna un óxido
volcaba la amargura por sus trenzas
rizadas como el agua sin fe de algunos ríos.
Adiós y adiós. Los besos
marcados con la saña de lo que bien se sabe
perdido para siempre.
Aquella patria chica: la intemperie
de sus ojos como medallas jóvenes
que retuviesen agua en vez de brillo.
Palabras capturadas en películas,
molidas de repente por la risa y el llanto
sobre todo
de las moscas de octubre
pudriendo los membrillos, azulándolos
de una desesperada resina que vivía
para todo el invierno molestando
la condenada paz de las despensas.
(Las primas carnales)
Otro poeta que aborda el tema de la familia en su obra es Luis Cernuda. El poeta escribió una pequeña obra de teatro titulada "La familia interrumpida". Esta obra inédita fue descubierta por Octavio Paz entre los papeles del poeta y decidió publicarla. En ella retrata a la familia de un relojero y recorre dos de sus grandes temas, el orden y su realidad y las pasiones.
Otro poeta que aborda el tema de la familia en su obra es Luis Cernuda. El poeta escribió una pequeña obra de teatro titulada "La familia interrumpida". Esta obra inédita fue descubierta por Octavio Paz entre los papeles del poeta y decidió publicarla. En ella retrata a la familia de un relojero y recorre dos de sus grandes temas, el orden y su realidad y las pasiones.
A Luis Cernuda no le gustaban las familias patriarcales. Con la suya tenía más que suficiente. La suya era una familia burguesa y sobria que retrató de manera muy dura y cruda en el poema "La familia". Cernuda leyó dicho texto a Leopoldo Panero que se irritó profundamente.
La firmeza con que su padre, militar de profesión, trató a su familia quedó marcada en el poeta.
Veamos la escena que el poeta proyecta en sus versos:
¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena
A que día tras día asististe paciente
En la niñez, remota como sueño de alba?
El silencio pesado, las cortinas caídas,
El círculo de luz sobre el mantel, solemne
Como paño de altar, y alrededor sentado
Aquel concilio familiar, que tantos ya cantaron,
Bien que tú, de entraña dura, aún no lo has hecho.
Era a la cabecera el padre adusto,
La madre caprichosa estaba en frente,
Con la hermana mayor imposible y desdichada,
y la menor más dulce, quizá no más dichosa,
El hogar contigo mismo componiendo,
La casa familiar, el nido de los hombres,
Inconsistente y rígido, tal vidrio
Que todos quiebran, pero nadie dobla.
Presidían mudos, graves, la penumbra,
Ojos que no miraban los ojos de los otros,
Mientras sus manos pálidas alzaban como hostia
Un pedazo de pan, un fruto, una copa con agua,
y aunque entonces vivían en ellos presentiste,
Tras la carne vestida, el doliente fantasma
Que al rezo de los otros nunca calma
La amargura de haber vivido inútilmente.
Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.
Se propusieron, como los hombres todos, lo durable,
Lo que les aprovecha, aunque en torno miren
Que nada dura en ellos ni aprovecha,
Que nada es suyo, ni ese trago de agua
Refrescando sus fauces en verano,
Ni la llama que templa sus manos en invierno,
Ni el cuerpo que penetran con deseo
Dos soledades en una carne sola.
Ellos te dieron todo: cuando animal inerme
Te atendieron con leche y con abrigo;
Después, cuando creció tu cuerpo a par del alma,
Con dios y con moral te proveyeron,
Recibiendo deleite tras de azuzarte a veces
Para tu fuerza tierna doblegar a sus leyes.
Te dieron todo, sí: vida que no pedías,
y con ella la muerte de dura compañera.
Pero algo más había, agazapado
Dentro de ti, como alimaña en cueva oscura,
Que no te dieron ellos, yeso eres:
Fuerza de soledad, en ti pensarte vivo,
Ganando tu verdad con tus errores.
Así, tan libremente, el agua brota y corre,
Sin servidumbre de mover batanes,
Irreductible al mar, que es su destino.
Aquel amor de ellos te apresaba
Como prenda medida para otros,
y aquella generosidad, que comprar pretendía
Tu asentimiento a cuanto
No era según el alma tuya.
A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe
Arder anónimo sin recompensa alguna.
El tiempo que pasó, desvaneciéndolos
Como burbuja sobre la haz del agua,
Rompió la pobre tiranía que levantaron,
y libre al fin quedaste, a solas con tu vida,
Entre tantos de aquellos que, sin hogar ni gente,
Dueños en vida son del ancho olvido.
Luego con embeleso probando cuanto era
Costumbre suya prohibir en otros
y a cuyo trasgresor la excomunión seguía,
Te acordaste de ellos, sonriendo apenado.
Cómo se engaña el hombre y cuán en vano
Da reglas que prohíben y condenan.
¿Es toda acción humana, como estimas ahora,
Fruto de imitación y de inconsciencia?
Por esta extraña llama hoy trémula en tus manos,
Que aun deseándolo, temes ha de apagarse un día,
Hasta ti trasmitida con la herencia humana
De experiencias inútiles y empresas inestables
Obrando el bien y el mal sin proponérselo,
No prevalezcan las puertas del infierno
Sobre vosotros ni vuestras obras de la carne,
Oh padre taciturno que no le conociste,
Oh madre melancólica que no le comprendiste.
Que a esas sombras remotas no perturbe
En los limbos finales de la nada
Tu memoria como un remordimiento.
Este cónclave fantasmal que los evoca,
Ofreciendo tu sangre tal bebida propicia
Para hacer a los idos visibles un momento,
Perdón y paz os traiga a ti y a ellos.
Destacamos también el poema "Anquises" que Olga Novo dedica a su padre con alzhéimer y el poema que Jaime Sabines dedica a su tía Chofi, esa tía soltera que hay en casi todas las familias y que dedicó su vida a los cuidados de los otros:
Añadimos a continuación algunos microrrelatos que giran en torno a la familia, la identidad, las vicisitudes del matrimonio, o hijos que aparecen y desaparecen:
La familia y sus tripas, de Maribel Soria Fuentes
Desde que termines la dejas fuera para que se oree, le dijo mi madre a mi hermana. Me cogió del solitario pelo que me quedaba, un cordel desgastado, y me colgó sin cariño en la única alcayata libre, rodeada de chorizos. Hubiera preferido ser uno de ellos y pasar desapercibida, ahora mi existencia será más corta. Soy gordita, morenita y resultona: pronto teñiré esas bocazas de negro.
¡Algo se me ocurrirá!
El equilibrio del mundo, de Ginés Cutilla
Del único hijo que estaba seguro era del pelirrojo. A los otros dos no los había visto en mi vida.
Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que al salir del hipermercado, con la confusión del gentío, me los habían cambiado. No me importó. Los cuidé durante tres años, confiando que otros harían lo mismo con los míos.
Hasta el día del parque de atracciones en que –con tanto crío– me cambiaron al pelirrojo y al mayor de los extraños por una niña y un mulato. A éstos los crié durante casi diez años pero un día, al volver de la universidad, me llegaron transformados: la chica por un joven que hablaba inglés y el que más tiempo había pasado conmigo por otro con gafas que parecía autista. Aun así, y pensando que la vida era esto, consentí pagarles los estudios hasta el final. El día que se casaba el inglés, los padrinos –que iban a ser sus pseudohermanos– fueron sustituidos por dos chicas gemelas. Nada feas, a decir verdad.
Ahora, ya en el lecho de muerte espero, cada vez que se abre la puerta de la habitación y entran tres jóvenes extraños, que sean mis hijos, los de verdad, los primeros, para poder despedirme de ellos y de este mundo que ya no entiendo.
La dueña, de Marcelo Adrián Gill Ibarra
Le dijo que la amaba, que ella era la única dueña de su alma y de su corazón. Su amor fue correspondido. Se casaron y tuvieron una nena.
Pero luego de diez años se separaron por diferencias irreconciliables. Ella se fue de la casa y se llevó a la nena.
A los pocos días volvió, reclamando el alma y el corazón de su ex esposo. Se los tuvo que dar.
La falta de alma casi no se nota en el hombre, excepto quizá por su mirada perdida.
Sin embargo, el lugar donde estuvo el corazón nunca cicatriza del todo, y por más vendas que se ponga, la sangre siempre mancha un poco sus camisas.
Felicidad, de Andrés Neuman
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decir el mejor, pero diré que el único. Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.
Espiral, de Enrique Anderson Imbert
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
Carpetas, de Julia Otxoa
Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo, en que preguntas como aquella hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico de su memoria, en que constató y asumió como una calamidad más de su vida, que vivía, y que probablemente viviría por el resto de sus días, con una perfecta extraña. Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba su respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche. Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto que hace unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero, esperando una respuesta.
A ritmo de taxímetro, de Beatriz Cuevas
Nombre y apellido: Santiago Lozano Romero. Número de licencia: 12.728. Número de matrícula: M-7839-SK. Número de DNI: 39776358C. Número de permiso: 20.380. Caducidad: 06/2003. ¿Cuántas veces lo habré leído? Seguro que puedo calcularlo. Le dieron el taxi en noviembre del noventa y tres. Poco antes de casarnos. Estamos en marzo del dos mil. De noviembre a marzo hay cuatro meses. Seis años y cuatro meses. Doce por seis setenta y dos más cuatro setenta y seis.
Setenta y seis meses sin faltar un solo jueves a ver a su madre.
Propuesta de escritura
Escribe un microrrelato o un cuento breve en el que durante el transcurso de una comida o una cena navideña alguno de los familiares (y no necesariamente el cuñado) aprovecha para anunciar una noticia que tambaleará la reunión y la vida familiar
Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:
Navidad 2020
En medio de la cena me levanto de la silla, toco la copa con un cubierto haciendo ese tilín característico y digo:
Papá y mamá, os quiero mucho, no puedo daros besos pero iros preparando para cuando nos pongan la vacuna; hermana, siempre he tenido celos de ti, que si eres la más guapa y la más lista, y bla, bla, bla, qué asco, porque así no hay forma de no quererte; cuñado, tú me enseñaste que cuñados somos todos, una dura lección, pero no nos digas que has escrito una novela durante el confinamiento, que te salto un ojo al abrir el champán; sobrino, lo del veganismo, pase, hasta me da envidia, pero ni se te ocurra hacerte abstemio que esa gente no es de fiar; y querida, amante, amiga, allegada, a ver si llegas, coño.
Y levanto mi copa mientras Raphael empieza a cantar el Tamborilero, ante una mesa llena de exquisitos manjares que he preparado con todo mi amor, rodeada de sillas vacías.
Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A
Confesiones
Tiempos de Covid-19, de incertidumbre, pero al fin lo habían decidido los tres hijos de común acuerdo: no vendrían. «Los tiempos no están para ello, mamá», dijo la pequeña; «demasiado riesgo para vosotros, que no dejáis de tener la edad que tenéis». Y estaban los nietines, «…que fíjate los pobres, entre dos y siete años los cinco». Y que Navidades nos podían quedar unas cuantas y vidas en cambio solo una, ya ves la ocurrencia.
Hay argumentos difíciles de rebatir. Aunque podías razonarles que a pesar de las precauciones que se toman, garantía no existe de que alguno de sus padres, no vayamos a faltar de aquí a las Navidades del año que viene; sea por causa del coronavirus o por vete a saber qué.
Así quedó la cosa, y a lo mejor Florencio es que se pasó con el cava, luego, a la mesa de Nochebuena. Cava de Almendralejo por cierto, no de los paisanos del Puigdemont, que eso lo cuido yo.
―Fíjate los años viviendo juntos, María, cielo ―iba él ya por la tercera copa cuando empezó con esas, le coloreaban las mejillas―. Familia de trece que somos ya, contando los niños. Realmente, ¿qué podría echar a pique nuestra felicidad? Además, esta es la noche que es y estamos solos. Me gustaría que no me siguieras dejando en la duda, mi amor. Ninguna sospecha en cuanto a Marigel y Rosita, pero Chema pasan los años y cada vez se parece más a Roberto, aquel novio que tuviste en el pueblo.
Que tampoco hacía falta que se lo confesara de una manera explícita ―dijo para mi alivio―. Florencio tendrá lo que tenga pero siempre me guardó miramiento. Bastaría con que no le negara sus palabras. Me ofreció en suave sus figuraciones detalladas. Bajé la cabeza y no le negué lo que me había pedido que no le negara, es lo menos que podía yo hacer dada la noche que era y las circunstancias.
Además, que a Roberto a fin de cuentas, los años que lleva en Alemania… y lo mismo vete a saber, si no se ha muerto ya. Y también, oye, que no te vas a poner a contar del hermano de Roberto, a fin de cuentas hoy todo un…
(Dos palabras, solo dos palabras faltan. Los cuentos de Navidad cada uno los debe cerrar conforme a su modo de entender estas fiestas).
Pascual Martín
Grupo presencial
El discurso
La cena de Nochebuena en casa de los Ortiz se precipitaba por los despeñaderos habituales. En un marco de luces y vivos colores, la bulla de los niños y las carcajadas de los adultos componían una banda sonora que a Paco le fatigaba a pesar de que, después de tantos años, había aprendido a tolerarla. Le pareció el momento adecuado, los postres estaban ya sobre la mesa y la generosa ingesta de comida había rebajado en algo el ritmo frenético de risas, exclamaciones, ocurrencias y réplicas en las que, como siempre, llevaban la voz cantante su suegro y los dos hijos mayores, Pedro y Toñi. Esta había sofrenado el cacareo veloz en que se convierte su charla cuando entra en estado de excitación alcohólica o emocional y su hermano había aminorado la emisión de chistes y escarnios que prodiga en cada celebración.
“Os vais a quedar de piedra con vuestro cuñado, el torpe, el pusilánime, el calzonazos” pensó Paco animándose a sí mismo mientras se levantaba. Alzó un poco la voz, jamás se atrevería a gritar en casa de sus suegros. En realidad, él no gritaba nunca.
–¡Por favor! ¡Por favor! –repitió mirando a un lado y a otro. Su suegro frunció el ceño y cerró la boca sorprendido de que “el mequetrefe” –así lo llamaba cuando él y la pobre de su hija estaban ausentes– quisiera tomar la palabra. Alzó la mano y la dirigió a los que le rodeaban demandando atención. Al orador le asombró que el mismísimo Pedro dejara la copa de cava y enarcando incrédulo las cejas se dispusiera a escucharle. No quiso mirar a su mujer, sabía con certeza que habría compuesto un rictus de contrariedad.
Iba a iniciar su discurso cuando esa calma tan inesperada fue rota por unos insistentes timbrazos.
–Deben ser los Valero –dijo la matriarca alzándose de un brinco–. Ya me parecía que se retrasaba su felicitación…
En efecto, pocos segundos después invadió el comedor una barahúnda de vecinos. Después de un largo cuarto de hora de brindis y buenos deseos, la tropa abandonó el escenario de lo que ya se iba asemejando a un campo de batalla. Volvieron las risas con las burlas inclementes de Pedro imitando las voces y gestos de los que acababan de marcharse.
Paco aprovechó un respiro del bromista para volverse a erguir. Asun se cruzó de brazos y frunció los labios obligándose a callar ante la obstinada insistencia de su marido. Esta vez le costó más conseguir que el sosiego se impusiera al vocerío, los gritos de los niños no terminaban de acallarse.
–Quisiera… –comenzó con algunas dudas. Su vacilación duró solo un segundo, lapso que se vio rellenado por el repiqueteo de una video-llamada en la tableta desplegada sobre el aparador.
–¡Mi hermano Ramón! –gritó el patriarca precipitándose hacia el dispositivo. Pronto la mayoría se disputaba un lugar frente a la pantalla. Él se quedó un momento en pie en la misma posición y luego bajó los ojos hacia su mujer. El mohín de sus labios le hizo cerciorarse de su terminante desaprobación.
–Lo has intentado, pero ya ves que no es posible. Yo, en tu lugar, desistiría –le dijo levantándose para reunirse con los demás.
La conversación con la familia del tío Ramón se alargó un buen rato y tras ella cada uno fue ocupando su lugar en la mesa, menos la madre que comenzó a retirar platos y cubiertos hasta que el ruego de su yerno la hizo detenerse. Se habían acallado las carcajadas y los gritos y, aunque el ruido no había desaparecido por completo, Paco creyó que había condiciones suficientes para que su anuncio pudiera ser escuchado. Se había vuelto a poner en pie y tras un ligero carraspeo comenzó:
–Por el camino…
La estentórea voz de su cuñado le interrumpió cantando a voces.
–… que lleva a Belén…
Tras las primeras risotadas uno a uno se fueron uniendo al canto y el villancico resonó alegre y desafinado entre las paredes de los Ortiz y, sin duda, de todo el edificio. Paco cerró un momento los ojos y sintió cómo se colmaba el vaso de su exasperación. Cuando se sentó notó en la mano la caricia de Asun. Su mirada le reconfortó porque no halló en ella el menor vestigio de reproche ni de condescendencia. Recordó que por el camino habían vuelto a debatir sobre la conveniencia de hacer el reparto.
–Al fin y al cabo, son nuestros y no tenemos porqué compartirlos con mis hermanos. Ellos no necesitan tanto el dinero como nosotros –había argumentado ella.
Ahora él asentía, finalmente convencido, mientras sus dedos acariciaban los tres décimos de lotería ocultos en uno de los bolsillos de su chaqueta.
Pepe Lorenzo
Grupo B
Cena de Nochebuena con sorpresa.
Después de cenar unos entrantes y un segundo llegamos a los postres.
Al terminar la conversación que estaba en curso en ese momento, les decimos que presten atención, pues tenemos algo importante que decir.
Mis hijos y "allegadas", quedan en silencio y prestan atención.
Como llevamos años jubilados, y no vemos que vayamos a ser abuelos, hemos decidido que queremos seguir siendo válidos. Estamos hartos, aburridos de tanta rutina; y por lo tanto nos hemos apuntado a una ONG que utilizará sabiamente nuestros conocimientos profesionales en algunos países de Hispanoamérica. Aquí no nos necesitan, aquí no nos valoran, aquí nos creen inútiles; pero en algunos países de América Latina están deseando contactar con nosotros. Nos hemos ofrecido de forma altruista; no sólo no vamos a cobrar por nuestros servicios, sino que aportaremos de nuestro bolsillo los gastos de viaje y manutención. Además, hemos donado cierta cantidad como aportación a la causa.
¡Necesitamos sentirnos útiles!
De momento nos sentimos queridos, pero no nos sentimos útiles, no estamos aportando nada a los más jóvenes.
Si hubiésemos tenido nietos, nos quedaríamos para poder ayudar en su educación, pero al no ser así, ayudaremos a educar y a mejorar la salud de otros niños y de algunos adultos.
Dentro de unos meses, cuando estemos vacunados y revacunados, nos pondremos en marcha; nos dedicaremos a vivir intensamente ayudando a los que lo necesitan; ayudando a los que nos piden ayuda; de esta forma nos ayudaremos a nosotros mismos.
Termino, y observo a mis hijos y nueras que mantienen una cara similar a la de las vacas mirando al tren. Como no se lo esperaban, no saben qué decir.
Como nadie dice nada, María y yo nos miramos con complicidad y nos dedicamos a dar cuenta de los dulces navideños y de la sidra.
José Luis Fonseca
Grupo A
Navidad para recordar
Hace muchos años (en el siglo pasado), cuando todo era normal, la navidad solía ser motivo de encuentro con familiares y amigos.
En la casa familiar, los padres disfrutaban de la compañía de los hijos y los nietos.
Recuerdo un año, que mi padre compró un cochinillo, y lo llevó para que lo asaran en el horno del pueblo.
La cena de navidad prometía ser distinta a la de otros años, todos esperábamos la llegada del cochinillo. Estos días el panadero tenía muchos pedidos y había retrasos.
!Por fin!, llegó mi padre con el dichoso cochinillo tapado y lo puso encima de la mesa.
Al destaparlo, todos nos quedamos mirándolo, y alguien dijo. “Está muerto y nos está mirando”.
Los cuatro niños no comieron cochinillo por mucho que insistieron sus padres y sus abuelos. La cena terminó como el rosario de la aurora y a las doce nos fuimos al convento a la misa del gallo.
Mi padre no volvió a comprar cochinillo para la cena de navidad.
Luis Iglesias
Grupo Presencial
Fantástica familia
Las vacaciones son para descansar, aunque no lo entiende así el maestro, que no perdona la realización de los deberes.
Me da que no puede leer todos los textos que le llegan, y estos que envío, retozando en la realidad y fantasía del cuento en que perviven, aunque viejos de vejez antigua, le pasarán inadvertidos.
Vosotros, shiffffff.
ABUELO JUAN
Nadie sabía con exactitud los años de Abuelo Juan. Él decía que andaría por los noventa, pero los noventa los había cumplido Dios sabe cuándo.
Resultaba casi imposible imaginar el mundo sin él. Era parte misma de la tierra, como la roca, como la encina, como la lluvia. Poseía toda la sabiduría que da la experiencia. Sus palabras resultaban sentencias indiscutibles, soltadas al viento, para quien aceptara meditarlas.
Era él quien se encargaba de despertar al sol cada mañana y jamás dejó de cumplir esta tarea. Sabía hacer pan en el viejo horno del cernidero y vino con las uvas negras de la viña de Lumbrales. Preparaba los jamones y los lomos en las matanzas, podaba las encinas, hacía humear la chimenea en invierno, ordeñaba las ovejas y ayudaba a Abuela Angelita a hacer el queso.
También sabia conducir el tractor rojo de tío Juan, pero sólo de frente y sin parar. Cuando la vaca Granadina se empeñó en no retirarse, le dio un empujón y la dejó sentada a la orilla del camino. Con las encinas, tenía las de perder: el tractor se recostaba contra ellas y a Abuelo Juan le tocaba ir caminando hasta casa.
No se enfadaba por nada, ni con nadie. Dice Papá Evaristo que como Abuelo Juan sólo quedan dos o uno, y luego sigue él.
ABUELA ANGELITA
Abuela Angelita nació el día en que Dios tomó la decisión de crear el mundo. Para entonces, Abuelo Juan ya sabía coger nidos en las paredes de los pajares.
Antes de aprender a hablar, recitaba de corrido el padrenuestro y otras cinco oraciones más. En una se equivocaba cuando llegaba a “...postrada ante vuestras divinas plantas” y decía: “ El postre de vuestras plantas”. Prima M. Jesús se reía.
Su vida transcurría en un continuo dar gracias a Dios. Daba gracias por la salud y por la enfermedad; por la lluvia y por la sequía, por el hambre y por la comida, por ... y lo hacía al levantarse, al salir de casa, al entrar en la iglesia, al mediodía, al acostarse y en cualquiera de las situaciones en que se encontrara, se prestara, o no, a ello. Para mí, que debería ser más generosa con Abuelo Juan.
Abuelo Juan nunca se sintió molesto. De sobra sabía que Dios lo puede todo y todo se debe a Dios, pero sonríe con una mueca de picardía al recordar cómo si él no hubiera ayudado a los bueyes, el día en que se atolló el carro en medio de la crecida del regato, seguiría clavado en el lodazal, a pesar de los rosarios de Abuela Angelita.
Con tanto rezo, las cazuelas y los peroles, que nunca tuvieron ni pizca de conocimiento, dejaban asar los garbanzos.
ABUELA CARMEN
Abuela Carmen era estupenda. Yo creo que estaba hecha de mimbre, acero y ternura. Nunca se ocupaba de ella, sólo deseaba que los demás fueran felices.
Cuando Abuelo Alicio se encontraba malito, ella permanecía constantemente a su lado, lo cuidaba, lo acostaba y lo quería.
Abuela Carmen es la madre de Papá Evaristo, mejor dicho, es la madre más madre de todas las madres.
Sabe preparar tartas con bizcocho y mantequilla, y rosquillas, y mantecados, y flores de comer y perrunillas con almendras y... de todo no me acuerdo.
Eso de comer, que con el ganchillo... ¡imposible dejarlo mejor!. Lo que hace a ganchillo no se come, ¡pero hay que verlo!: manteles, colchas, paños para la mesa, chaquetas agujereadas...
Cuando Papá Evaristo era chico, le hizo un jersey azul con rombitos blancos, que despertaba la envidia de todos los niños del colegio. Las mamás se quedaban embobadas, viendo por dónde entraban y salían los hilitos. Todas exclamaban con admiración: ¡qué manos!, y Papá Evaristo, con vergüenza, se miraba las suyas donde, como siempre, se entrecruzaban roderas de marrones diferentes y habitaban nubarrones oscuros y mugrientos.
PAPA EVARISTO
Papá- Evaristo era la persona más extraordinaria que he conocido. Nadie había en el mundo que no quisiera ser su amigo. Jugaba con los niños al " Ponte tú, que yo te doy", al "Revienta burros" y a “la Luz”. A veces, hasta los montaba en Coche Naranja de Gordo Miguel, que nunca había funcionado. Otras hacía apuestas a ver quien ganaba, si ellos tirando del coche o él subido. Siempre dejaba que ganaran ellos.
Cuando compraba bombones, se los enseñaba; los contemplaban embelesados, se esforzaban en aspirar su olor y exclamaban con admiración: ¡ummm, qué ricos!. Y soñaban sabores de fresa y chocolate. A Papá Evaristo se le dibujaba una sonrisa infinita y se sentía feliz.
A veces, el corazón de Papá Evaristo se llenaba de poesía y, al notar que le iba a rebosar, garabateaba líneas cortas en papeles blancos, antes que las musas volaran a visitar las almas tristes de otras gentes taciturnas. Después los guardaba y casi nunca los enseñaba.
Le gustaba contar historias. Los niños le escuchaban con las boquitas abiertas. Si eran tristes, los ojos les hacían chiribitas y les resbalaban gotitas amargas por los surcos de la nariz.
Evaristo Hernández
Grupo B
Campanada de fin de año
Adolfo había salido del armario sin necesidad de declaración alguna. Simplemente se paseaba con su novio, agarraditos los dos de la mano y a la vista de todo el mundo, desde hacía un par de semanas. Sus padres, gente “progre” de toda la vida, se lo tomaron con total naturalidad, aparte de que ya lo sospechaban, al igual que su hermana Felisa, a quien tampoco pareció entrarle ni frío ni calor cuando se enteró. Pero… había que decírselo al abuelo Paco.
D. Francisco Pequeñas, hombre de armas tomar y curioso ejemplar de anarquista filosoviético, valga el oxímoron, se había formado políticamente bebiendo toda su vida de fuentes puras, Lenin sin ir más lejos, y consideraba que los homosexuales debían ser “adecuadamente” educados para corregirlos de su desviación. Por supuesto, no valían para hacer la revolución. Y por supuesto, se iba a llevar un disgusto grandísimo cuando se enterara de lo de su nieto. Pero había que decírselo, porque don Francisco era muy suyo y si se enteraba por terceros, nunca lo haría por sí mismo pues apenas salía ya de casa, podía montar un cirio parejo en estrépito a la caída de Constantinopla.
Así que Adolfo y su madre pensaron que lo más oportuno era darle la noticia durante la cena de Nochevieja. Y como el abuelo Paco se relajaba mucho cuando llevaba un par de copas encima, permitiéndose a la tercera incluso contar algún chiste, decidieron que había que hacerle beber cuatro copas antes de soltarle la mala nueva. Seguro que con cuatro copas encajaría el golpe sin demasiado disgusto. Además, Paloma, el eslabón intermedio entre abuelo y nieto, prepararía el terreno adecuadamente con un discurso que haría venir a cuento de lo que fuera sobre los nuevos tiempos, inclusivos, acogedores y sobre todo respetuosos con las opciones escogidas por los más jóvenes en cualquier aspecto de su vida.
Cuando se presentaron en casa del abuelo Paco, les abrió la puerta la abuela Gertrudis, y ya les advirtió nada más entrar de que el hombre estaba de mal humor. Por la mañana le habían dado la noticia de la muerte por el maldito coronavirus de un gran amigo de juventud, un camarada de la lucha clandestina. Y efectivamente les recibió con el gesto avinagrado. Adolfo y su madre tuvieron ocasión, antes de empezar a cenar, de cruzar dos palabras sobre la idoneidad de darle la noticia en aquel momento, decidiendo a pesar de todo tirar para delante.
A las diez de la noche se sentaron a la mesa. Allí estaban el abuelo Paco, la abuela Gertrudis, Adolfo, su hermana Felisa, sus padres, y otros tres comensales, que aquí ni pinchan ni cortan, pero que ya estaban al corriente de lo de Adolfo. El abuelo, quizás para olvidar cuanto antes la noticia de la muerte de su amigo, comenzó a beber enseguida, cosa que no hacía casi nunca, y aquello fue muy bien recibido por su nieto, que le rellenaba la copa una y otra vez, de suerte que cuando Paloma se lanzó con el discursito de marras, ya llevaba el bueno de Paco no cuatro sino seis copas encima. Y cuando terminó aquel discurso, con los ojos tiernos y la sonrisa risueña, le pareció a Adolfo que su abuelo se hallaba realmente enternecido. Sin duda había llegado su momento. Pero entonces se le adelantó su hermana Felisa, que vio el cielo abierto tras el discurso de su madre.
—Quiero deciros a todos, en este ambiente de respeto que mamá ha dejado tan bien servido, que ayer me afilié a Falange Española y de las J.O.N.S.
De inmediato una capa de hielo cubrió los rostros de todos los presentes, salvo el del abuelo Paco, que con sus seis copas encima tardó algo más en procesar la noticia de Felisa. Pero en cuanto la asimiló, estalló en una sonora carcajada.
—¡Ja! Se muere mi mejor amigo y mi nieta favorita me dice que se ha hecho falangista el mismo día. ¡Sólo falta que me digáis que Adolfo es maricón! —doble capa de hielo—. En fin, me voy a la cama. Por hoy ya he tenido bastante.
Óscar Martín
Grupo A
Cena familiar
Sentados alrededor de la mesa, la mayoría disfrutaba de una ovípara cena de Nochevieja cuando me levanté para iniciar el brindis tradicional que, cada año a las once en punto, tenía el honor de realizar.
Mi madre, doña Elvira, presidía la mesa, orgullosa de tener a toda su familia alrededor y de poder agasajarnos con tanto fasto; de tenernos a todos sometidos a su voluntad y capricho. Un control férreo que después de treinta años ninguno de sus hijos se había siquiera atrevido a entorpecer ni a cuestionar. A su derecha estaba Tomás, el mayor. Tomás era un simple empleado de banca, de ideas neoliberales y machista, casado con Teresa, de profesión ama de casa, por no decir esclava de su amadísimo marido. Vivían por encima de sus posibilidades, pero la ayuda económica, secreta por supuesto, de mi madre, hacía de soporte ficticio, pero muy efectivo de su posición social ante sus amistades y allegados. No tenían hijos.
Esteban era el mediano, 35 años, dos menos que Tomás. Casado con Isabel, dependienta de una tienda de ropa y siete años menor que él. Esteban era informático, trabajaba en una importante empresa relacionada con la aeronáutica. Viajaba mucho y su tema de conversación era, exclusivamente, su trabajo. Casi nunca estaba con nosotros en Navidad. Vivía holgadamente porque su sueldo se lo permitía, pero no era nada detallista y no acostumbraba a regalar caprichos.
Finalmente estaba yo, el benjamín, profesor interino de instituto. Llevaba cinco años casado con Nuria, pero nuestra relación se había ido enfriando desde hacía algunos meses. Nuria era cartera. Mi madre, siempre dispuesta a ejercer su particular control que había heredado de mi padre, fallecido doce años antes, nos ofrecía dinero, consciente de nuestra precariedad laboral, pero yo siempre me negaba.
Así pues, como el pequeño de la familia tenía el honore y el deber de realizar el brindis de Nochevieja.Me levanté en cuanto mamá me hizo la señal convenida después de que observara en el reloj que había sobre el aparador que eran las once en punto de la noche. Golpeé con el tenedor en la copa al mismo tiempo que me levantaba, para que todos hiciesen el favor de atenderme. Se hizo el silencio.
—Bien…, bueno —dije sin saber muy bien cómo empezar—. Este año sólo diré una cosa. Seré escueto. No puedo seguir con Nuria y…
—¿Cómo? —preguntaron al unísono, a la vez que se levantaban mi madre, mi mujer y mi hermano mayor.
—¿Cómo te atreves? —Me amenazó levantando su dedo, Tomás.
—Esto no te importa, Tomás. Es decisión mía —respondí.
—Tú eres un hijoputa —exclamó con evidente enfado—. ¿Pero no ves lo que le estás haciendo a la familia? ¿Y tú no tienes nada que decir? —le espetó a Nuria que seguía de pie, cabizbaja, sin poder ocultar las lágrimas—. ¿Es que nadie va a decir nada?
—Mira, hermanito —Me encaré—, que tú tengas a tu mujer sometida y te vayas de picos pardos por ahí y sigas con las apariencias, no te da ningún derecho…
—¡Te voy a matar, cabrón! —Se abalanzó hacia mí.
—¡Tranquilos! —Se interpuso Esteban, conciliador—. Vaya espectáculo estáis dando. Si ha decidido dejar a Nuria sus razones tendrá, ¿no? De todas formas, yo creo que esto tendrías que haberlo hablado antes con tu mujer, porque es evidente que no sabe nada.
—No. No sabía nada —expliqué—. Nadie sabía nada. Ha sido una decisión mía, muy madurada, por cierto.
—Vamos a ver —Intentó calmar la situación mamá, levantándose—. ¡Sentaos todos! —ordenó sin éxito—. Explícanos este arrebato infantil que, estoy segura, que no va a prosperar.
—Te equivocas, mamá.
Nuria se había dejado caer en la silla, completamente abatida. Las lágrimas habían estropeado su maquillaje. Tomás seguía de pie y cabeceaba porque en su mentalidad no entraba el concepto separación. Teresa, su mujer, se había agarrado al brazo de mi hermano con cara de pánico. Esteban seguía contemplando la escena entre divertido e irónico e Isabel estaba cabizbaja sin atreverse a mirar a nadie. Mi madre me miraba con odio y resentimiento, entrecerrando los ojos, esperando una explicación y con un evidente enfado porque yo había aguado la cena.
—Estoy enamorado de mi amante —revelé después de un minuto de silencio.
—¿Amante? ¿Tú? —preguntó de forma despectiva mi madre.
—Pensé que jamás te atreverías —dijo mientras se levantaba Isabel, mi cuñada, ante la estupefacción general—. Yo también te amo.
Jaume Castejón
Grupo B
La cena de Nochebuena
–Sabéis que Sara y yo hemos sido muy felices estos años viviendo en Inglaterra, a pesar de lo lejos que estamos de casa. Pero tuvimos la suerte de encontrar un buen trabajo y estábamos muy a gusto en nuestro modesto pisito londinense. Pero, ya no va ser lo mismo. Tristemente, todo se acaba y muy a pesar nuestro, después de pensarlo mucho y de darle muchas vueltas hemos tomado una decisión: ¡Vamos a dejarlo!– anunció Ernesto en medio de la cena de Nochebuena.
–¡Por fin! –. Le cortó su madre desde la otra punta de la mesa. Has tardado demasiado en darte cuenta –continuó-. He esperado años para pronunciar esas palabras.
Otras voces se alzaron en la misma línea mientras un murmullo general recorría la mesa del comedor de un extremo a otro felicitándose por la decisión del hijo pródigo.
Ernesto y su pareja se habían afincado en Londres seis años atrás buscando las oportunidades profesionales que no tenían en nuestro país. Enseguida encontraron empleo, él de delineante en un estudio de arquitectura y ella en un hospital, como enfermera. Habían conseguido sus objetivos: trabajar en lo suyo desarrollando aquello que habían estudiado y alquilar un pequeño apartamento del que estaban muy orgullosos en Camden Town, el barrio más bohemio de la capital.
El cruce de conversaciones le impedía tomar la palabra y no podía comprender con claridad lo que decían sus padres, hermanos y cuñados.
–Ernesto se merece algo mejor.
–Ya lo creo, Sara era muy autoritaria, lo tenía en un puño.
–Este chico no se daba a valer, ella lo anulaba.
–Que peso se quita de encima y nos quita a todos.
–Con lo bueno que es y lo guapo que está, no tardará en encontrar a una chica mucho mejor. Ya lo veréis.
–¡A ver! Joven, buen mozo, con trabajo… se lo van a rifar.
La angustia lo dominaba; sudaba; de la frente le caían goterones y las manos empapadas se restregaban contra la servilleta una y otra vez. Se hallaba perplejo ante lo que estaba oyendo. Todos estaban echando pestes de Sara cuando siempre había pensado que la querían, que había pasado a formar parte de la familia.
El padre, más prudente, pidió silencio para permitir que su hijo se explicase.
–Además, –dijo- no exageréis, Sara es una buena chica, eso sí, con un carácter endemoniado, pero cada uno tenemos lo nuestro. Dejemos que Ernesto nos explique qué ha pasado.
–Ahora sabemos por qué no ha venido a pasar las Navidades con nosotros –apuntó la madre.
Ernesto se puso en pie para llamar la atención. Se tomó unos segundos de reflexión. Recorrió el comedor con la mirada y sólo veía sapos y culebras moviéndose a su antojo, que salian de las bocas de sus parientes. La cabeza estaba a punto de estallarle y un nudo en la garganta le impedía articular palabra. No tuvo más remedio que musitar un tímido perdón y abandonar la mesa, dejando atrás comentarios cada vez más gruesos contra Sara.
Marta, la mayor, pidió un poco de calma y comprensión para ese hermano que estaba pasando tan mal trago.
–Hay que apoyarle en su decisión y darle margen para que se recomponga –dijo-. Cuando se encuentre preparado nos explicará qué ha pasado.
Al poco, Ernesto entró de nuevo en el comedor, serio con los ojos hinchados y la cara congestionada.
–Ha estado llorando, pobre –susurró la cuñada.
Mandó callar a todos y les miró a los ojos, uno por uno. Después de un gran suspiro, espetó:
–Sara y yo no hemos roto. Seguimos queriéndonos como siempre. Lo que vamos a dejar es nuestro querido apartamento, un tesoro del que nos cuesta desprendernos porque se nos va a quedar muy pequeño cuando nazca Lucas.
Un gran ¡Oh! recorrió la estancia.
–Sara no ha viajado a España para pasar las Navidades porque en estos primeros meses de embarazo tiene muchas molestias. Iba a quedarme en Inglaterra, pero fue ella quien me animó a reunirme con vosotros para daros esta noticia que a nosotros nos hace tan felices.
Tomo aire y concluyó
–He conseguido adelantar el vuelo de vuelta para mañana a las diez. Continuad celebrando la Nochebuena, que aún faltan los turrones, yo me voy a hacer la maleta para el viaje.
Maxi Moreno
Grupo B
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