Niños, de David Roas

Esta semana dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a los niños. Pero no a los niños y niñas que corretean por la infancia y la inocencia y lo perfuman todo de ternura y candor sino a los crueles y monstruosos que encontramos en muchas películas y libros de terror y que tienen a angelitos rubios, niñas poseídas e infantes terribles como protagonistas. Hicimos un breve inventario que podéis consultar en estas dos páginas: "Los niños más terroríficos del cine" y "Novelas de terror protagonizadas por niños".




Centramos luego nuestra reflexión en el libro Niños, de David Roas, publicado en la editorial Páginas de Espuma. Leemos en la cuarta de cubierta (mal llamada contraportada) :

¿Quién no tiene una huella de infancia que recorre pasillos oscuros a medianoche, que inspecciona debajo de la cama antes de dormir, que no se reconoce en el brillo de un espejo? ¿Quién no teme al monstruo que acecha dentro del armario, los pasos al otro lado de una puerta, la sombra que golpea el cristal de la ventana? Los niños y las niñas que fuimos recorren los cuentos fantásticos de David Roas recordándonos lo vivos que están nuestros miedos infantiles. Y a su vez, los adultos que somos o seremos no podemos dejar de estremecernos ante esa niñez que observa y habla con quien no vemos, que está poseída por una mano ajena o cuyas pesadillas se convierten en nuestra realidad. Los niños juegan, corren y bailan para escapar del terror o precisamente lo hacen porque ellos son el terror. Y tú, ¿de qué has tenido siempre miedo?

Esta pregunta nos permitió hablar de los miedos de nuestra infancia: la noche, el desván, el sótano, las muñecas, el cementerio, los precipicios, los insectos, las ratas, los perros, las historias, los cuentos…
Después leímos y analizamos dos de los historias de Roas; las tituladas "Espejismos" y "Vinieron de dentro de". El primero está relacionado con el siguiente cortometraje:


 

Hablamos también de otro de los cuentos: "La (otra) lotería". Dice el autor en una entrevista recogida en el dossier de comunicación de la editorial:

“La lotería” es uno de mis cuentos preferidos. Shirley Jackson es una de mis autoras de cabecera, y en ese relato alcanzó la perfección. La perfección del horror. El retrato de nuestra monstruosidad y nuestros absurdos, del abrumador peso de la tradición, de la barbarie.... Desde que lo descubrí cuando era estudiante en la universidad, no he podido escapar de él, lo utilizo en mis clases, lo releo una y otra vez… Y fue en una de esas clases cuando -ya metido de lleno en la escritura del libro- se me ocurrió la idea de qué hubiera ocurrido si el relato lo contara un niño… Y el cuento empezó a fluir. Fue un trabajo muy extraño y complicado, pues nunca antes había hecho algo así. Una cosa es parodiar un texto o una película, jugar con elementos argumentales o convenciones de un género y transformarlos en otra cosa. Mi intención aquí era mantener todo el horror del cuento de Shirley Jackson, su frialdad e inhumanidad, pero intensificándolos al ponerlo en boca de un niño que ya ha pasado varias veces por esa lotería, que sabe lo que significa, pero que debe participar… Una metáfora de la vida y de la muerte. Del sinsentido que nos rodea. Y también de esos miedos paternales a los que antes me refería. 

Si no has leído el cuento de Shirley Jackson al que se refiere David Roas puedes hacerlo aquí.
Y puedes ampliar información sobre Niños en el artículo "La imaginación de los niños" de Javier Ignacio Alarcón


Propuesta de escritura:

1. En el taller propusimos una tarea que partía de una cita con la que se abre el libro: “Los adultos pueden hacer frente a rodillas despellejadas, helados caídos al suelo y muñecas perdidas, pero si llegaran a sospechar las verdaderas razones que nos hacen llorar; nos echarían de sus brazos con horror y repugnancia”. ¿Os animáis a escribir un texto que comience: “El llanto de aquel niño no era normal…”? En él hay que tratar de desvelar cuáles son esas verdaderas razones que hacen llorar a un niño.

2. La tarea para casa tiene que ver con uno de los cuentos del libro (“Zoltar speaks”) en el que unos padres llevan a su hijo a las ferias. Cuando pierden de vista por unos instantes al niño que da vueltas en un carrusel piensan que le ha pasado algo. En este caso el trabajo se centrará en los miedos de los padres a perder de vista, aunque sea por unos instantes, a su hijo, y mucho más en un contexto donde hay mucha gente. Un párrafo literal del cuento dice: “Aunque era evidente que nadie (¿nadie?) podría secuestrarlo en plena marcha y a la vista de todo el mundo, en nuestras mentes ya habíamos escrito muchos y variados capítulos del “Catálogo de horrores sufridos por hijos que se pierden de vista” como para permanecer tranquilos cuando desaparecía por unos instantes de la pantalla de nuestro radar.” La propuesta es escribir sobre un niño que se pierde (o no) y los horrores por los que sus padres piensan que puede pasar, de ese modo contribuimos a escribir el catálogo de horrores al que se refiere el cuento.

Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Niños

El llanto de aquel niño no era normal, cuando su madre le preguntaba por qué lloraba, él siempre respondía, “porqué me da la gana”. (Mi madre me lo recordó muchas veces).
Recuerdo con mucho cariño, una feria del libro en Salamanca, cuando mis hijos tenían 6 y 7 años. Mi mujer y yo, acudimos con ellos a la plaza mayor, sobre las 12 de la mañana. Allí, estaban todas las librerías expuestas bajo los soportales. En el stand situado debajo del reloj del ayuntamiento, estuvimos mirando un libro ilustrado de “ los Aurones “, a mi hijo le encantó, y se empeñó a toda costa que se lo compráramos, en aquella época valía 1000 pts, y decidimos hacernos los locos y seguir mirando. Continuamos viendo los siguientes stand, y de pronto el niño había desaparecido. La primera reacción fue asustarnos, y dar la vuelta sobre los stand recorridos, y allí estaba con el libro de “los Aurones” en la mano viendo los dibujos. No tuvimos más remedio que comprarlo.

Luis Iglesias 
Grupo B


Cinco semanas

Me fastidia tener siempre razón y vaya si la tenía. Se lo dije a mi mujer, pero como en tantas otras ocasiones no me hizo ni caso. Se lo pedí a mi hijo, se lo supliqué: «Ahí, no, que es peligroso. Móntate en ese caballito, mira qué bonito es, blanco y marrón, como el de los indios», pero como el que oye llover. Me miró con esos ojos que todo lo pueden y un mohín, amago de rabieta, acabó por convencerme. Yo no me quedé tranquilo, estaba vigilante. Cuando dio la primera vuelta y él seguía allí me emocioné, con la segunda vuelta me sosegué. El carrusel giraba y a los dos siguientes giros me atreví a saludarle como el resto de los padres. Se le veía tan feliz bajo aquel precioso globo, sentado en la barquilla de mimbre, parecía un aventurero, un experto explorador. Mi esposa saludaba sin mirar, hablaba con la vecina de sus cosas. Yo había conseguido relajarme, no había peligros a la vista. El carrusel giró de nuevo y no le vi, me había despistado un momento y no llegué a verle. Otra vuelta más y no aparecía, mi hijo había desaparecido. Yo no daba crédito y mi mujer no dejaba de gritar. ¿Dónde está? ¿Quién se lo ha llevado?
—¡Allí, allí! —gritaban dos chavales con los brazos extendidos apuntando hacia el cielo.
Allí estaba mi hijo. Surcando los cielos, a bordo de un globo, saludando con su manita, cada vez más alto, cada segundo más lejos. El globo se fue haciendo más pequeño. Sin darnos cuenta dejamos de verle. Ese puntito en el firmamento ya no estaba. Había desaparecido. Mi hijo había desaparecido.
Fueron días difíciles, noches sin dormir, horas sin hablar, sin saber dónde buscar. Los aviones abandonaron su búsqueda sin éxito. Las autoridades le dieron por desaparecido. «El niño del globo está en el cielo», se podía leer en la portada del periódico.
Habían pasado cinco semanas y el timbre de nuestra triste casa sonó. Abrí y allí estaba mi hijo, con un Salacot cubriéndole la cabecita, en una mano sostenía un sextante y en la otra una jaula de bambú con dos aves exóticas en su interior. Me miró con alegría en sus ojos. Me fijé en su rostro moreno y comencé a llorar.
—¡Ha sido fantástico, papá! ¡Una verdadera aventura! —me dijo entusiasmado y entró en casa como si nada.

Tomás García Merino
Grupo B


Renacer

Después de 97 años de vida, de superar un cáncer que duró de los 39 a los 42, de perder a mis dos hijos, uno de ellos en un accidente de tráfico y el otro de un infarto a sus 27 años, después de todo ello me dispuse a morir en la cama que compartía con mi esposa. Había dejado de tomar las pastillas del corazón hacía ya una semana cuando vi a la Parca venir a por mí. “Ven conmigo –me dijo–, te voy a llevar a un sitio que te va a encantar”.
Desperté ensangrentado, llorando por el dolor del viaje, sobre las manos cubiertas con guantes de un médico. Supe entonces que había vuelto a nacer y que la rueda de la vida, con su horror, sus enfermedades y sus desgracias volvía a empezar. Todos los presentes en aquel frío quirófano se quedaron en silencio, solo se escuchaba mi llanto. Se miraron entre sí preguntándose por qué un recién nacido lloraría con tanto horror, con tanto desasosiego.
Estaba claro que aquel llanto no era normal.

Mª Ángeles García Franco
Grupo A


El llanto de aquel niño no era normal.
—Mamá! Hoy, no quiero ir a la escuela.
—¿te encuentras mal?
— ¡No! Anoche, soñé con un cuervo que merodeaba mi cama.
Era el mismo cuervo que vi en la escuela y sentí verdadero pánico.

Pedro Gómez Rodríguez
Grupo C


Recordé a mi madre... Cuando me extravié en Bolivia en Copacabana tenía cuatro años.
Había un bullicio enorme y el ruido era ensordecedor. Fueron diez minutos, no más, que se me hicieron eternos.
—Me quede quieta— . No quise llorar. ¡¡tranquila!! Ella te encontrará —me dije—Y así fue. Nunca olvidaré ese rostro de madre. Luego todo el trayecto me tuvo de la mano. Si ella, no me hubiera hallado, hoy sería boliviana.
Tampoco conocería el mar, Bolivia no tiene salida al mar, solo comparte con Perú el lago Titicaca.. Jaja ja.. y no te conocería porque hablaría en Aymara (un dialecto). Las experiencias con mi madre me fortalecen.. Tú, mi Lucy, me costaste una fortuna, pero no me arrepiento. “Decía ella”.

Pedro Gómez Rodríguez
Grupo C


El llanto de aquel niño no era normal. Era un llanto furioso e irascible, pero nadie se alarmó; porque, de todas formas, había nacido con el cordón umbilical extrañamente anudado a su garganta. Aunque tampoco era normal la mueca de terror conque había nacido su hermano gemelo muerto.

Jesús Vicente Elvira
Grupo C


Padres malvados

Siempre oí decir: es mejor que llore el niño a que llore el padre.
Mis hijos de pequeños habitualmente andaban a su aire, no estaban pendientes de sus padres; sabían a ciencia cierta que nosotros les estábamos observando constantemente, y por ende, no se preocupaban.
Hartos de esta situación decidimos darles una lección.
Nuestro hijo mayor tendría unos cuatro o cinco años cuando un día paseando por Logroño, y concretamente en el espolón; quizá se despistó contemplando los atributos del caballo de Espartero, empezó a mirar en su derredor, y no nos vio; comenzó a caminar cada vez más rápido, como pollo sin cabeza, hasta que llegó a una esquina de la plaza, y justo antes de salir de la misma, decidió enfilar por una calle que no le iba a llevar a su casa precisamente. En ese momento le echamos el alto.
Otro tanto sucedió con nuestro hijo pequeño. Esta vez fue en euro Disney. Tenía entonces siete años. Después de advertirle en numerosas ocasiones que estuviese atento y hacer caso omiso, decidimos dejar que se perdiera. Nosotros no le perdimos de vista en ningún momento y además tuvimos que ponernos de acuerdo nueve personas, pues íbamos un grupo de diez. Conseguimos que nos perdiera de vista. Buscaba con la mirada, caminaba en pequeños círculos..., no nos localizaba. Al cabo de unos minutos empezó a poner cara de angustia y rompió a llorar. Se acercó un adulto que pasaba por allí a interesarse por él, y entonces salimos corriendo de nuestro escondite y acudimos al rescate.
A partir de estas experiencias que ambos tuvieron, nunca más se volvieron a despistar, y aunque guardasen distancias con nosotros, nunca nos perdieron de vista. Nunca se volvieron a perder.

José Luis Fonseca
Grupo A


No sé muy bien cómo explicar lo agotador que es juntarse con tres bebés en poco más de año y medio. Ariadna tenía 19 meses cuando nacieron las mellizas y entre que una no callaba y las otras dos no dejaban de llorar me faltó poco para volverme loca.
Ari empezó a hablar con apenas un año y con el ¿A qué sí mami? Qué utilizaba de coletilla a todo lo que decía me ponía la cabeza como un bombo, así que, cuando su padre me dijo que bajaba al patio a lavar el coche me faltó tiempo para vestir a la niña y emplumársela para que le diera la mañana a él.
Después de preparar biberones, cambiar pañales y de pasar un buen rato intentando dormir a dos fierecillas caí en cuenta de que hacía mucho tiempo que no me preocupaba por saber que hacía la otra en la calle.
Me asomo a la ventana del salón y veo a mi marido bien atareado limpiando los cristales del coche y cuando le pregunto por la niña me dice tan pichi que sí, que la baje y yo ¿Pero cómo que la baje? Si la bajé hace un buen rato y ahí empezaron los minutos más angustiosos de mi vida.
Vivíamos en Sepúlveda, en el cuartel de la guardia civil, al final del pueblo, después del cuartel solo está el monasterio de la Virgen de la Peña y detrás de dicho monasterio empiezan las hoces del Río Duratón, con sus buenos barrancos, un terreno muy escapado por el que, si no tienes cuidado, es fácil caer.
Después de buscar a la niña por todos los recovecos del cuartel sin éxito no era muy descabellado pensar que podía haber salido tranquilamente por la puerta sin que nadie la hubiera visto, puesto que el guardia encargado de vigilar la puerta no podía verla desde donde estaba sentado. Al ser tan pequeña podía haber salido perfectamente pasando debajo de la ventana del cuarto de puertas sin llamar la atención. Físicamente era imposible que la hubiera visto salir.
Como siempre en estos casos lo fácil es pensar en lo peor, dejé a las pequeñas a cargo de una vecina y salí histérica perdida a buscarla por los alrededores.
Un sábado de julio por la mañana Sepúlveda estaba hasta arriba de turistas cualquiera se la podía haber llevado.
No sé la cantidad de barbaridades que pasan por la cabeza cada décima de segundo y todas eran malas.
La ventaja de vivir en un cuartel es que tienes a la guardia civil allí mismo y todos, incluso los que no estaban de servicio, se movilizaron en cuestión de minutos; el seprona de dirigió a las hoces mientras los demás en grupos de dos o tres personas empezamos a buscar por cada rincón y nada que la niña no aparecía.
No recuerdo bien el tiempo que pasó, fue como una eternidad a cámara lenta en el que experimenté todo tipo de sentimientos, culpa, rabia, tristeza, angustia... Con el corazón a mil por hora, me fallaban hasta las piernas.
Cuando empezaba a darlo todo por perdido algo se iluminó en mi cabeza y recordé que días antes habíamos estado jugando al escondite y habíamos encontrado el rinche perfecto en las duchas de un pabellón que estaba sin habitar, entré a mirar por descartar otro sitio y ¡Sorpresa! Allí estaba la mocosa, apoyada en la pared con las manitas para atrás, partiéndose de risa y diciendo: Ahora te escondes tú ¿A qué sí mami?

Aurora Zarco
Grupo B


El llanto de aquel niño no era normal.
Habían pasado cinco días desde que aterrizamos en Barajas. Mario empezó a llorar al subir al avión y no ha parado desde entonces, ni de día ni de noche. Ha pasado por los brazos de toda la familia y nadie ha sido capaz de calmarlo, eso sí, cada uno tiene su propia teoría: Son los dientes, son los oídos, ni el médico encuentra explicación a tanta angustia.
Esta noche se ha colado una voz por el interfono que tenemos al lado de la cuna.
Creo que nos hemos traído un curioso y original souvenir de nuestro viaje; el espíritu de un antiguo faraón se ha venido con nosotros desde Egipto.

Aurora Zarco
Grupo B


Aparición

Seamos sinceros, mi niño es un pequeño demonio. En el cole se pelea con todo el mundo, especialmente con los del sexo masculino que se atreven -son pocos, afortunadamente- a salir del armario y se declaran heterosexuales. Al menos con los profesores no hace ningún tipo de discriminación, insulta y amenaza a todos, independientemente de su raza, sexo, religión, etc.
Los sicólogos insisten en que hay que intentar moderar estos impulsos “no normativos”, pero hay que ponerse en su lugar; la separación de sus padres, los cambios de colegio -coño, porque lo expulsan de todos-, el hecho de haber mantenido la lactancia materna demasiado tiempo… Pero sin reprimirle, porque tal cosa le podría convertir en un sicópata antisocial. Como si no lo fuera, pienso yo, pero me tengo que callar.
Por suerte, durante el proceso de divorcio el niño quedó bajo la custodia de la madre -ayudó que yo fuera presidente de la asociación Malos Padres-, me echaron de casa, y me tuve que buscar un zulo -un cielo, ahora que lo pienso- que mis raquíticos medios -después de pagar la confiscación judicial- me podían permitir.
En treinta metros mal contados tengo mi cama -un jergón cartujano-, la cocina -un hornillo Camping gas-, el baño -un plato de ducha que cabe en un baldosín, un wáter diminuto, un lavabo en el que me doy de cabeza con el techo inclinado-. Pero, en definitiva, un paraíso, comparado con nuestro hogar, dulce hogar, anterior.
Me las prometía muy felices, desde la desaparición de mi hijo; hasta hoy. A primera hora de la mañana se me ha presentado un agente judicial acompañado del pequeño diablo. Que su mamá ha renunciado a la custodia alegando problemas sicológicos -neurosis maniaco depresiva, anorexia post separación, síndrome de Estocolmo, y más cosas, todo con los consiguientes certificados siquiátricos-, de modo que, por imperativo legal, el niño queda bajo mi tutela y responsabilidad, sin posibilidad de recurso.
Ahora tengo que compartir con él mi zulo, del cielo al infierno. Tirarme por la ventana no es una opción, porque no tengo ventanas y además es un primero, como mucho me quedaría tullido, completamente a su merced. En fin, tierra, trágame.

Ignacio Aparicio
Grupo A


Big Bang

Conocí una nueva dimensión del tiempo y del espacio aquella mañana soleada de enero cuando mi hija, de apenas tres años, se soltó de mi mano y en menos de un segundo, la perdí de vista en plena Plaza Mayor.
Se desencadenó en mi interior una reacción en cadena de inusitada magnitud. Pensamientos confusos, sentimientos contradictorios, latidos incontrolables, escalofríos seguidos de sudoración, temblores, llanto, miedo, mucho miedo, pánico, terror, desesperación y una claridad meridiana de que no volvería a verla nunca más. Eso era lo que más dolía.
Sentí el más absoluto y oscuro vacío donde la nada era todo y todo se convertía en nada. Imposible medir el tiempo que duró la separación. Pero nunca olvidaré el momento tan intenso del encuentro y su pregunta al verme:
- Mami, ¿me leerás el cuento de los peces de colores esta noche?
- Si, hija mía, te lo leeré hasta el final.

Marian Pérez Benito
Grupo A


El llanto

El llanto de aquel niño no era normal. Provenía de un lugar extraño y lejano.Era un llanto aterrador porque ese niño lloraba para sí mismo, se lloraba. Era como si le dolieran las entrañas muy dentro, como si no hubiera querido nacer y le hubieran obligado, de hecho lo sacaron con fórceps porque él no quería salir. Sabía que estaba hecho para hacer daño y salió ya desgarrando los tejidos y dando patadas, se colocó de nalgas y se retorció el cordón umbilical en el cuello a ver si se ahorcaba, pero el ginecólogo era muy habilidoso y consiguió sacarlo vivo. No hubo que provocarle el llanto; cuando sintió la luz lloró amargamente porque traía consigo tragedias inevitables y la prueba inequívoca de la existencia del mal. Su madre, que lo intuía, lloró amargamente al verlo pues sabía que iba a tener que contrarrestar tanto dolor.

Pilar Sánchez Barbero
Grupo A


Locura transitoria

Experiencia cercana a la locura, eso es lo que se siente cuando dejas de ver a un niño en medio de una multitud. Primero es soportar el golpe que te sacude el corazón al darte cuenta que ha desaparecido, luego la velocidad que alcanzan los ojos en la búsqueda, la agudeza visual casi supera el umbral humano conocido. Y al tiempo en el pensamiento intentas recordar de qué color es su jersey, su abrigo, y recuerdas que era beige, “no la voy a encontrar” y en una ráfaga de pensamiento te reprochas lo poco que has pensado la ropa que le iba a poner. Una vez más te llamas idiota y con mucha rapidez, ni siquiera tu cerebro lo registra, piensas que a partir de ahora si aparece le vestirás de fosforito, o mejor: “No saldremos de casa”.
A la vez que te insultas, hiperventilas y tus ojos se desorbitan, llamas a la policía y a tu familia : ¡Venid hay que hacer una redada!
Todo sucede a la vez en nuestro cerebro y elaboras las hipótesis de peor pronóstico 
Lo han raptado,
Se ha perdido, estará aterrado, llorando, y lo maltratarán,
No lo volveré a ver.

Tomamos conciencia del cráter que tenemos en el estómago al pensar en el Tráfico de órganos y en la Mafia, y recuerdas todas las películas de Liam Neeson que de manera frecuente echan por la tele. Yo no me veo en los bajos fondos, pero si es necesario…..
Sigues hiperventilando, y te dan ganas de gritar (Quizás ya lo estás haciendo) y a todo esto aparece el futuro: “Si no aparece me suicido”,“ no he sabido cuidarlo” tenía que haberle llevado amarrado de la mano”.
Y cuando te has vuelto loca, te esta dando un infarto, los ojos en ráfagas, y tienes decidido el suicidio, de aquel fondo negro, aparece la figura beige del niño sonriendo.
Sin saber aún qué polaridad tiene la emoción, le aprietas muy fuerte y le gritas con todas tus fuerzas, sin que sepa nunca que ha hecho para despertar la peor versión de su madre.

AMF
Grupo C


Pichoncito

Al niño lo llamaban "Pichoncito". El nombre se lo puso el abuelo al ver que el niño comía poco y se movía a saltitos, como los pajaritos de la plaza. El niño era especial, estaba claro. Pichoncito no lloraba nunca, lo cual era muy extraño. De bebé solo hacía gorgoritos, pequeños gorjeos. Cuando empezó a ir al parque y descubrir cosas de su entorno, el juego favorito de Pichoncito era revolver entre la hojarasca y coger semillas, que traía en sus palmas bien cerradas. A Pichoncito le gustaba enseñarlas: "Mía, emilitas", y te pedía que se las guardaras. Podías encontrarte "emilitas" de acacia, de diente de león, de trébol, de amapolas, de morera, de manzanilla, de avena silvestre... en tus bolsillos y bolsos. A veces se las llevaba a la boca. "No, Pichoncito, eso no se come". Pero Pichoncito insistía.
Un día empezó a coger pequeños insectos de entre la tierra del arenero, hormigas, escarabajos, arañas, alguna larva de los troncos de los árboles. De la misma manera, los guardaba o se los comía. "Me gustan los bichitos", decía. Una vez, incluso, metió un hormiguero entero en su cubo y quiso llevárselo a casa.
Así, pasaron los primeros cuatro años de su vida. Su nombre se acortó y lo llamaban Chito. Chito cogía semillas e insectos que, en ocasiones, se comía. Los padres vieron que no le causaba ningún daño y, lo que fue una preocupación importante al principio, con consulta a pediatras incluida, dejó de preocuparles. El padre pensó que el niño llegaría a ser científico, botánico o entomólogo, tal era su afición, y decidió crear una colección de semillas e insectos que guardaban en cajitas de cerillas. A pesar de esta afición, Chito era un niño normal, poco hablador, pero gran observador, aunque sus ojos profundamente negros eran muy pequeños, que movía muy rápidamente y en todas direcciones. Chito había empezado también a imitar el canto de los pájaros: era capaz de producir chirridos, silbidos, trinos y muchos más. Sus padres presumían de Chito y de sus aptitudes. Tan pequeño y qué pronto aprendía. Si aprende tan rápido el sonido de las aves, puede aprender cualquier lengua, francés, alemán, incluso chino. Un genio.
Una tarde de buen tiempo cuando el parque estaba abarrotado de gente, perdieron de vista a Chito. Tenía cinco años. Le llamaron. Le buscaron por todas partes, entre los setos, en los árboles por si se había conseguido subir a uno de ellos. Junto al lago. A la madre le dio un ataque de ansiedad: gritaba su nombre, no podía parar de llorar imaginándose que alguien pudiera haberse llevado a Chito. Por supuesto, muchas personas ayudaron a buscarle. Intervino la policía, Protección Civil, y los psicólogos de emergencias. No había ni rastro de Chito. Los padres se abrazaban, intentaban dormir, pero era imposible. Pasaron días de espera y angustia, mucha angustia. Chito no aparecía. Se pegaron fotografías de Chito, con su naricilla un poco aguileña y sus ojos negros, en todas las farolas, en todos los bares, en colegios, estaciones, plazas, parques infantiles. Para la policía se convirtió en un caso prioritario y salieron fotografías de Chito en todas las cadenas de televisión. Nada.
Pasó un tiempo. Los padres adquirieron la rutina de pasear cada día por el lugar donde habían visto a Chito por última vez. Apesadumbrados, no esperaban ya encontrarlo, pero y si... Y al girar por un recodo de un sendero, allí estaba Chito, rodeado de gorriones. Había cambiado un poco, sí, pero era él. ¡Qué alegría! ¡No se lo podían creer! Chito estaba ahí, en el mismo parque, cogiendo sus semillas y bichitos. Se acercaron a él. Lo hablaron suavemente: “Chito, Chito, pequeño Chito”. y lo envolvieron en una bufanda. ¡Estaban tan felices!
Por fin en su hogar, lo metieron en una jaula. Chito trinó con gran alegría desde la pequeña pértiga. Ya estaba en casa.

Marisa Sánchez
Grupo C



La familia que te toca

Estoy muy cansada, el parto me ha dejado agotada. Y ahora todo parece frío y hostil. Con lo a gusto queestaba en esa especie de limbo calentito y húmedo que es el útero de mamá. Toda la familia a mi alrededor, todos alabando mi peso e intentando sacarme parecido con cada uno de ellos.Y yo deseando no parecerme a ninguno. Tengo mensajes para todos y ninguno bueno.Menos mal que todavía no sé hablar. Al abuelo Pepe, que me mira embobado, que su hermano sabe lo que le hizo a su hija cuando era pequeña y que ya ajustarán cuentas cuando se vuelvan a ver. Al tío Enrique que su madre, mi abuela, ha descubierto que fue él y no un ladrón el que le robó el dinero que tenía escondido en casa y que si le parece bonito robar a una madre para pagar sus vicios. A la abuela Carmen que el abuelo Juan sabe que dilapidó gran parte del dinero en el juego, arruinando a la familia, motivo por el que se termino suicidando creyendo único culpable de la desgracia familiar. Y a papá de su hermano, fallecido hace pocos meses, que cuide bien de mi, su única hija. Lo de quedar con la parte de la familia que esta al otro lado antes de nacer no fue buena idea. Rompo a llorar con desesperación y me miran sorprendidos. Pero como no voy a llorar así con la familia que me ha tocado.

Beatriz.Gorjón
Grupo A


El otro lado de la cama

El llanto de aquel niño no era normal. Hacía ya un año que no necesitaba pañal, ni incluso para dormir. Podía pedir perfectamente comida si tenía hambre. Sin embargo, no quería salir de la cama y si lo queríamos levantar, él lloraba, lloraba y lloraba con un desconsuelo que llegaba a producir tal hartazgo, que lo fuimos dejando.
Tras año y medio en esta situación, mi pareja se estaba resquebrajando, los vecinos me miraban con ojos censores, y mis jefes me sorprendieron alguna vez distraído, con un rictus de ira reflejado en el semblante, cuando me encontraba en las reuniones semanales de empresa.
Un día mi padre, su abuelo, llegó con un perrito de no más de tres meses y se dirigió a la habitación donde se encontraba el niño . Éste, al ver a la cría, dejó de llorar y con su lengua de trapo instó al abuelo, para que la dejara con él en la cama.
Degustamos cada minuto de aquel profundo silencio que cayó como un bálsamo sobre la casa, pues el niño pasó todo el día jugando con la mascota sin exhalar ni un suspiro. Aun así, fue imposible lograr que hiciera un amago para levantarse de la cama a buscar al cachorro.
Le planteé seriamente a mi padre la necesidad de lograr que el niño abandonara la cama. Él me dijo que aprovechara el momento para descansar y “que lo dejara correr”. Y así lo hice, en la esperanza de que la presencia del perro cambiará las situación. Aquella noche dormí tan plácidamente, que en la mañana se me pegaron las sábanas.
Me desperté bruscamente cuando sentí el lloro aparatoso e incesante del niño. Salí escopeteado hacia su habitación para tratar de calmarlo. Rápidamente eché en falta la presencia del cachorro. Le pregunté pacientemente por si él me pudiera aclarar algo, pero gemía de forma cada vez más preocupante, cuando le mentaba al perrito.
Mi padre y yo, buscamos y rebuscamos en la cama y por la habitación, después por toda la casa y aledaños, pero parecía como si el animalito hubiera sido objeto de un extraño acto de prestidigitación.
Visto el desconsuelo del niño, mi padre le trajo un gato. El niño en cuanto lo vio, repitió el mismo comportamiento que había adoptado con el perro: se calmó y pasó toda la jornada tranquilo, en la cama.
Pero al día siguiente se repitió el inusual misterio. Cuando llegué a la habitación, el niño estaba llorando y el animal se había volatilizado. Su búsqueda resultó infructuosa.
El llanto del niño alcanzaba tonos exorbitantes cada vez que le preguntaba por el gato; mi padre sufrió una crisis de ansiedad; el presidente de la comunidad, que es pediatra, tocó al timbre para interesarse por el estado del niño.
Llamé a mi empresa excusándome por no poder ir al trabajo y a pesar de que se oía claramente por el teléfono el desmesurado lamento del niño, el motivo que esgrimí para justificar mi ausencia, no sentó bien en el departamento de personal.
Un día después llegó mi padre, esta vez con un loro. Era precioso y de vistosos colores. Pero el niño, al verlo, siguió llorando y llorando hasta que el loro fue revoloteando hasta su cama y comenzó a imitar su llanto. Entonces el niño cesó en el suyo y comenzó a jugar con el loro.
A la mañana siguiente, me despertó el llanto desaforado de mi hijo, mucho antes de la hora normal en la que él se despertaba y me despertaba.
Medio dormido, me levanté y fui corriendo hacia su habitación. Descubrí al loro llorando desconsoladamente metido en la cama. Del niño, ni rastro.

Calgari
Grupo A


Los disgustos

Eran 8 hermanos, seguidos uno detrás de otro, sin más pausa que los obligados nueve meses y algún día. Solían venir de visita, desde el pueblo a mi casa una vez al año, lo que, por supuesto, era más que suficiente. Mis padres, tíos de los progenitores, recién empezaban a respirar de quitarse de encima a su prole por lo que andaban sobrados de revivir aquellas algarabías. Los invitados como sabían mejor que nadie los desaguisados que ocasionaban se llamaban a sí mismos, “Los Disgustos”.
Cuando venían, los primeros instantes de presentación y reconocimiento consistían en volver a aprender la retahíla de sus nombres, reconocer lo mucho que habían crecido y fijarnos en el recién nacido que estaba en el capazo -el último, según decían aún con dudas sus padres-; luego empezaba el zafarrancho. Mi madre acomodaba a los progenitores en la sala de estar e inmediatamente ellos soltaban amarras y aquella prole se dispersaba por la casa. A partir de entonces en medio de continuos intentos de conversacion que no iban a ningún lado, se sentían ruidos, risas, llantos y cosas que caían. Lo padres, lejos y ausentes, tardaban en intervenir, pero al final no tenían más remedio que hacerlo, bien por el tono que impedía cualquier entendimiento, bien porque se acercara alguno a dar el parte de la situación. Entonces no podían dejar de enterarse de que la más pequeña, no la del capazo que dormía, se había meado en el sillón y que los otros andaban saltando en las camas, menos la que venía a chivarse porque le habían metido un lápiz en el ojo. La ocasión y nuestra presencia alentaba a la madre medio llorosa, a decir que iban a acabar con ella y a reclamar a su marido que se impusiera con autoridad a aquellas fieras; dando a entender que por su debilidad eran tan malcriados. Ante tal acusación, el pobre Juanito, que así se llamaba, amenazaba a aquellas criaturas con darles una zurra si no se calmaban. Mi madre, haciendo alarde de una calma que no tenía, disimulaba diciendo que nada de lo que pasaba le sorprendía porque ya se sabía que los niños eran así. Aunque después de irse la visita se echaba manos a la cabeza del estropicio que dejaban atrás . Mi padre conociendo lo que había, y dado que esa familia no era propia sino política, desaparecía del mapa antes de que llegara la visita.
Normalmente “Los Disgustos” aprovechaban el viaje para hacer una batida por las distintas casas de la parentela. Entonces todos éramos familia, más o menos lejana, pero familia al fin y al cabo. En su periplo avisaban con antelación para que hubiera tiempo de salvar las cosas que tuvieran especial cuidado. De todas formas, no sé porqué lo hacían, en las casas que yo conocía apenas había bienes ornamentales y valioso lo que se dice valioso, no era casi nada. Todo solía ser de uso, menos algunos objetos que se cuidaban, ordenaban y guardaban en alto como en un altarcillo en alguna estantería dentro de la sala. Ahí estaban las cosas protegidas, no tanto porque tuvieran valor como porque habían sobrevivido al paso del tiempo. A la sala apenas se acudía salvo cuando venían las visitas a las que se ofrecía unas galletas surtidas que venían en una lata cuadrada grande que se llamaba TeaTime y una copita de licor que venía en una botella de cristal con forma de una manilla de plátanos.
En aquellos tiempos, todos teníamos familias numerosas. Había niños a montones, parecíamos bandadas de palomas en las calles de tierra. Habíamos nacido cuando ya no se hablaba de la guerra. Eso sí que era una felicidad aunque idealismos aparte, diría que no éramos hijos del amor sino de la miseria.

Sagrario Martínez Berriel
Grupo B


En la puerta de la escuela

Puntual a su cita diaria, Rosalía espera en la puerta de la escuela la salida de Manuel, su único hijo. Quizás no fuese necesario, viven bastante cerca, pero en eso Manu y ella han estado siempre de acuerdo: Manuel debe encontrar una cara conocida a la salida de clase y, además, tal como está el mundo hay que ser precavidos.Se oyen y se leen unas cosas que dan susto al miedo. Se turnan en función de sus horarios y compromisos. Se coordinan para no fallar en ese deber.
En su espera, Rosalía piensa que desde mucho antes de que conocieran su existencia, Manuel ha sido querido y deseado. Con casi cuarenta años no lefue fácil quedar encinta. Los dos se sometieron a todas las pruebas conocidas en aquellos tiempos. No había nada que impidiera un embarazo pero éste no llegaba. Los médicos del centro de fertilidad propusieron varios tratamientos para conseguirlo. A pesar de lo unidos que Manu y ella siempre han estado, estos tratamientos se interpusieron entre ellos. Hacer el amor en momentospredeterminados después de días de abstinencia obligatoria no es la mejor forma de llevar adelante la vida a dos. Poco a poco fueron sintiéndose como una pareja reproductora, él apenas un semental, ella una hembra receptiva. El resultado fue una sucesión de decepciones. Cada mes esperaban con ilusión el momento de conocer si había funcionado el tratamientoy encadenaron algunos chascos. El peor de todos, aquella vez en que, tras un breve retraso, las ilusiones se dispararon para a los pocos días desinflarse. Ella no cejó en su empeño, Manu tampoco. A los pocos meses, reciberon un nuevo retraso con mucha cautela, estaban escarmentados. El positivo de la prueba casera se confirmó tras unos días con análisis más fiables. Qué época, suspira.
Mira el reloj, es casi la hora.
Vuelve a sus recuerdos. Los primeros cumpleaños en los que no faltó de nada, incluso contrataron unos payasos buenísimos a los que Manuel no hizo ni caso. Sobraron algunas personas desagradables como aquel amigote de Manu al que sentó tan mal el mordisquito que Manuel le propinó en la pantorrilla. Con lo sensible que es, no dejó de llorar hasta que empezamos a darle los regalos.
Los primeros compañeros de clase comienzan a salir, Manuel no va en el grupo. Sabe lo remolón que es y no le da importancia. Qué guapo estaba en la primera comunión, recuerda. Tanto que su prima, llena de envidia, lloraba inconsolable después de que Manuel le gastara aquella broma inocente. Aún no sabe de donde saco las tijeras para cortarle la trenza.
Pasan los minutos y sigue sin aparecer. Poco a poco un sentimiento de angustia se apodera de ella. ¿Dónde estará? ¿Por qué no habrá salido con sus compañeros? En la cabeza comienza a imaginar escenarios catastróficos, sienteel corazón galopar en su pecho y una presión creciente en las sienes. Entre aquella multitud que sale de la escuela no hay nadie a quien preguntar. Sus compañeros ya se han alejado y ella no puede entrar en la Escuela de Ingeniería, Manuel se lo prohibiócuando comenzó segundocursoy dejóde contestar a sus llamadas.Esta desgracia no les puede suceder a ellos que siempre han estado tan vigilantes.
No sabe a quien recurrir hasta que decide llamar a Manu para darle la noticia de la desaparición.
-Sí, Rosalía.
-Manu, no encuentro al nene. Estoy muy nerviosa. No sé que hacer.
- Lo primero, tranquilizarte. No hay nada de extraño en que al salir de clase se haya quedado con los amigos en la cafetería.
-Pero él sabe que yo estoy aquí afuera esperándolo, sin poder entrar por esa manía de que no lo haga. Que sea lo que dios quiera, voy a entrar en la caferería a ver que pasa. Y si no está denunciar su desaparición cuanto antes. Las primeras horas son las más importantes, lo he oído en un programa sobre desapariciones de la tele.
-No te preocupes, ya me encargo yo de solucionarlo.
-Me quedo más tranquila pero no te olvides de que está desaparecido
Manuel padre hizo lo que todos los días cuando Rosalía, nerviosa, lo llama para darle cuenta de una catátrofe, seguir trabajando y al acabar volver a casa donde a esa hora ya habría llegado el hijo.

Enrique Martínez
Grupo C


El niño perdido en el rastro

Dieron las doce en el reloj de la catedral. Hacía un calor infernal y los mosquitos nos acosaban sin piedad. El aire se estaba enrareciendo, y de la parte del río salía un mortificante tufillo a fritanga de panceta y salchichas reventonas; el sol era una enorme parrillada de chuletas, pero eso no era lo peor.

—¡Jo, tío, está todo roto y viejo! —, saltó el crio.

Me había comprometido a cuidar de mi sobrino durante el fin de semana. Al principio me pareció una idea genial; así podría desplegar mis dotes de mando, era una oportunidad única para atemperar mi capacidad de liderazgo; pero poco a poco vi como mi moral se estaba minando.

Allí estábamos, en el ojo del huracán, en el epicentro del Rastro de Salamanca. “No le quites el ojo de encima, que en cuanto te descuides te la lía parda”, fue la última advertencia de mi hermana.

—Me aburro un montón, tío —insistió el niño.

El olor a fritanga me perseguía por todas partes, si mi sobrino no tuviera sus escasos nueve años, ya habría tomado una determinación más acorde con las circunstancias; pero era tan solo un crio, había que cuidar de él, y cuanto más tardara en encontrar el camino de la perdición; mejor para él.

—Nos tomamos un aperitivo, ¿chaval?
—¡No, ha dicho mi mamá que nada de bares ni cervezas! ¡Si acaso un helado!
—Majo, es que a mí los helados no me gustan.

Ya no sabía que hacer: ni libros ni pelis ni cromos ni patinetes ni petardos ni cristo que lo fundó; nada de lo que vendían en el rastro le gustaba al muchacho ¡Si por lo menos lloviera…!

Acerté a pasar al lado de un puesto de gitanos que vendían los más horripilantes ingenios del momento: el mono saltarín, la araña voladora o la serpiente diabólica.

—¡La Sierpe Diabólica! ¡Señores, el último engendro de la naturaleza! ¡Denle un susto de muerte a la suegra! ¡Éxito garantizado! —Se desgañitaba un gitano alto como una montaña, barbilampiño y con voz de gorrión.
—¡Er mono sartarín, er mono sartarín! ¡Dos por el precio de uno! —pregonaba la gitana derramando gracia y desparpajo por los cuatro costados.
—¡Quiero una serpiente diabólica! —me espetó el muchacho, intentando zafarse de mi mano.
—¡Pero si tú no tienes suegra, mamón!
—¡Es igual, quiero la diabólica!

El gitano nos entregó una caja cuadrangular y alargada de la que sacamos un par de piezas, también alargadas, que intentamos armar sobre el suelo. El artilugio era simple pero espeluznante, daba repelús verlo allí tendido a lo largo en el suelo que parecía que estaba al acecho de algún incauto paseante. Consistía éste en una serie de canutillos unidos uno a continuación del otro formando una retahíla de vértebras, de unos ochenta centímetros de largo, que se articulaban bajo un revoltijo de plumas en espiral, brillantes e irisadas, que al tacto parecían telarañas a punto de eclosionar algo virulento y mortífero. Se intuía algo tenebroso bajo aquella lúgubre capa de seudoplumas, y aunque yo sabía que eran simples canutillos de cartón, no por ello dejaba de sentir escalofríos cada vez que lo tocaba. El mocoso no, el mocoso lo toqueteaba todo con la pericia de un entendido y lo componía como si fuera un experto ensalmador de huesos. El cuerpo principal terminaba en un triángulo por donde asomaba una lengua bífida inmóvil, pero no por eso menos peligrosa. Sobre los otros dos vértices del triángulo resplandecían fulgurantes dos ojos de vidrio que parecían permanecer prestos a cobrar vida de un momento a otro. Acompañaba a todo esto una varilla metálica, de un metro aproximadamente, imprescindible para su control y buen gobierno. Un extremo de la varilla estaba adaptado para ser introducido en un agujero, practicado al efecto, entre la base de la cabeza y la primera vertebra, y que había que introducir presionando con fuerza y determinación, para así accionar el mecanismo y las ruedecillas alojadas bajo la cabeza del bífido luciferino. El otro extremo de la varilla tenía una especie de manija que servía para controlar los movimientos del ingenio.

Saqué las instrucciones y las desplegué ante nuestros ojos: aquello era una Piedra Rosseta. Su funcionamiento venía detallado en varios idiomas, pero ninguno en castellano. El rapaz, sin mirar el manual, montó el artilugio en un plisplás, cogió la varilla y la insertó en el agujero presionando con toda su fuerza contra el suelo. Entonces la serpiente tomó vida, movió su indecisa lengua bífida hacia un lado y hacia el otro, tanteando como para orientarse, de sus ojos salieron unos inquietantes rayos verdes, y emitiendo un chirrido lastimero, se lanzó rauda como un rayo rumbo a lo desconocido. Mi sobrino se cayó de culo quedándose con la varilla en la mano. El artefacto continuó inmutable su camino, pero al faltarle el impulso vital, dudó un momento, y poco a poco se paró, pero no obstante, aprovechó la poca inercia que le quedaba para trepar y enroscarse amorosamente en lo primero que encontró, que fue la pierna de una señora que en ese momento vacilaba entre adquirir un mono saltarín o la araña voladora. La señora lanzó un grito tremebundo y cayó al suelo desvanecida. El marido viendo que violentaban a su señora, con la garrota separó el fistro infernal de la pierna de su amada clamando:

—¡Tente bicha! ¡¡Tente bichaaa!!

Y diciendo esto descargó tal ensalada de palos sobre la sierpe, que en un visto y no visto, allí mismo la dejó tendida, cuan larga, era mordiendo el polvo. Mi sobrino se arrojó encima de la serpiente, defendiéndola con su propio cuerpo. Temiendo por la integridad de mí sobrino me enfurecí y dirigiéndome hacia el vil marido cogí su bastón y lo hice pedazos.

Había que ver como lloraba desconsolado mi sobrino, con la serpiente entre sus manos, tan angustiado estaba que parecía que era a él al que le habían arrebatado la vida. Me afectó tanto que quitándole la culebra de sus manos le dije:

—¡déjame a mí! —tomé el cuerpo inerte en mis manos y, lo analicé detenidamente, comprobando que aparentemente no sufría daños irreparables. Volví a insertar la varilla en el maldito agujero y presioné sin miramientos; no sé si por falta del rodaje adecuado o porque el terraplén estaba demasiado cerca, total, que perdí el equilibrio y trastabillé. La diabólica tomó un rumbo desconcertante y temerario; trotó sobre el borde del abismo; salvó un desnivel imposible, y yo frenético tras el bicho guiado por un impulso fatídico; pasamos bajo un arbusto y, como ciego que guía a otro ciego; sorteamos al toro que dio la cornada al lazarillo y nos precipitamos terraplén abajo, hasta dar con nuestros huesos en el Tormes. Solté la manija, pero ya era demasiado tarde, la diabólica se precipitó en el rio y desapareció bajo un torbellino de plumas, volvió a emerger, si cabe con más brío, pero no pudo superar la fuerza de la corriente, que la tragó, arrastrándola sin piedad rio abajo hasta que desapareció en el primer recodo.

Cuando me di la vuelta el crio había desaparecido. Mi primer temor fue que hubiera caído al rio. Miré por todas partes, pero por allí no aparecía ni niño ni niña. Pregunté a todo vicho viviente y nadie le había visto. Nadie había visto a un niño de nueve años con pantalón vaquero, polo rojo y zapatillas blancas, nadie había visto a un niño con melena rubia y pecas en la cara. Estaba tan compungido y daba tanta pena que la gente se apartaba temerosa y me evitaba creyendo que les iba a pedir una moneda.

Preguntaría al vendedor de serpientes. Él lo había visto todo. Me dirigí como último recurso al kiosco origen de todas mis desdichas, pero al acercarme, el gitano montaraz, maldita sea mi suerte, sacó una estaca de algún sitio y vino hacia mí con no muy buenas intenciones, creo que hasta echaba espuma por la boca: tal vez me olvidé de pagarle la serpiente. Sin pensarlo puse pies en polvorosa y al llegar a la vía central del rastro pude darle esquinazo, me metí entre el hueco de dos tiendas de lona, una de ellas tenía la lona rasgada y me introduje por el roto. Me escondí tras un montón de ropa, y allí me parapeté tras un amasijo maloliente de camisas, camisetas, pantalones y un sinfín de prendas de segunda mano. Hacía mucho calor, pero allí aguantaría estoico hasta que campeara el temporal. Fuera de la tienda se había formado un grupo de gente que comentaba: “Por lo visto, han secuestrado a un niño”. “Si, si, fue un señor calvo y con gafas”: dijo otra señora. De repente recordé la severa advertencia de mi hermana “¡¡Te dije que no le quitaras el ojo de encima!!”. Esto espoleó mi ánimo y decidí ir a pedir ayuda a la policía. No me había dado cuenta de que una señora se estaba probando un sujetador y empezó a gritar como si en ello le fuera la vida. No la hice el menor caso y salí por la grieta principal de la tenducha empujando a todo el que se ponía por delante. Volví a tomar la vía principal del rastro sin detenerme ante nada ni ante nadie, avancé lo más rápido que pude hasta poder llegar al puesto más cercano de policía. Ya divisaba la entrada del rastro, cuando allí, justo al final, se hallaba un niño con pantalón vaquero y polo rojo dando explicaciones a un policía.

—¡¡Señor poli, señor poli!! ¡Que mi tío se ha perdido!
—¿Dices que se ha perdido tu tío?
—¡Si, no aparece por ninguna parte!
—Habrá que avisar por megafonía. ¿Cómo dices es tu tío? ¿Qué aspecto tiene?
—Que qué aspecto tiene… ¡como todos los tíos: calvo y con gafas! —Uno de los policías tomaba notas detalladamente en una libreta.
—¿Dónde dices que lo viste por última vez?
—No sé, la última vez iba como un loco tras una serpiente.

Un trueno sonó a lo lejos. Ya estaba al lado, pero oí un revuelo a mis espaldas que me hizo volver la vista. Una turba enfurecida seguía mis pasos profiriendo amenazas incomprensibles. El más enfurecido era un gitano que gritaba desaforado blandiendo un palo en su mano derecha.

—¡Ése es! —Gritaba el loco del palo—. ¡Ese! ¡Ese! ¡Engaña a los niños regalándoles juguetes que luego no paga!
Creo que en la otra mano llevaba escondida una piedra, porque alzó la mano y fue tan certero el lanzamiento que me dio de lleno en toda la frente.
Empezó a llover a cántaros, mi sobrino me cubrió con una paraguas. Allí estaba yo tirado en el suelo descalabrado, esperando una ambulancia que nunca llegaba: pero feliz porque al fin mi sobrino había aparecido y estaba a salvo a mi lado.

Jesús Vicente Elvira
Grupo C


La peor pesadilla
(Basado en episodios reales afortunadamente no acaecidos)

Era el primer viaje de toda la familia junta.
Habían elegido aquel destino con la convicción de que era una ciudad segura.
Sin embargo, apenas se sentó en el autobús que unía el aeropuerto con el centro de la ciudad, la advertencia de la mujer que ocupaba el asiento de enfrente, la puso en guardia ahogando su tranquilidad.
-¡Qué niña tan bonita! ¡Tan rubita y con los ojos tan azules!
Ella esbozó una sonrisa que pronto se esfumaría.
-No quiero asustarla pero procure no perderla de vista. Por aquí, las niñas pequeñas de piel blanquita como su hija, desaparecen a menudo y no vuelven a verlas. Aprovechan las paradas para raptarlas. ¡No la suelte nunca, señora! Se lo digo por su bien.
Inquieta, con un escalofrío que de repente recorrió su espalda, sentó instintivamente a la pequeña sobre sus muslos amarrándola entre sus brazos con fuerza.
Para recuperar la calma, buscó con la mirada a su marido que estaba sentado algunas filas más atrás con su hija de siete años.¡Qué diferente de su hermana! Con su pelo castaño, sus ojos negros y su tez morena.
El trayecto se le antojó eterno. El cansancio del viaje y la falta de sueño la arrojaron pronto a los brazos de Morfeo. “¡Sólo una cabezadita!”, pensó mientras apretaba aún más a su hija contra su pecho.
Despertó con una sensación extraña. Sintió una punción seca, dolorosa y brutal en su corazón. ¿Dónde estaba la niña?
Se levantó con violencia buscando entre los asientos. Ni rastro de ella. Su angustia aumentaba, los latidos de su corazónretumbaban en sus sienes. El terror ensombreció su mirada.
Su comportamiento fuera de lo normal alertó a su marido:
-¿Se puede saber qué sucede? ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loca?
-¡La niña! ¡Ha desaparecido! ¡Me quedé dormida y…!-las lágrimas ahogaron sus palabras.
-Pero, ¿qué estás diciendo? ¡Si la tenías en brazos! -el hombre intentaba apaciguar la histeria que se había apoderado de su mujer y que la obligaba a convulsionar descontroladamente.
-Mami, ¿dónde está Dafne? -los ojos negros de Violeta la atravesaban aterrorizados.
-¡Se la han llevado! ¡Mi niña! ¡Se han llevado a mi hija! ¡Paren el autobús! ¡PAREN! -su voz temblorosa se mezclaba con fuertes alaridos desgarradores. Le quemaban los ojos. La garganta ardía en carne viva. La impotencia le abrasaba las entrañas. El remordimiento la aniquilaba.
Registraron el autobús conciendudamente, controlando incluso en el maletero. Todo fue infructuoso. No había rastro de su pequeña.
Sintió cómo se le escapaba la vida y cómo la vida dejaba de valer la pena.
-Mami, mami, ¡despetta! ¡Quelo agua!¿Mami?
Abrió los ojos ¿de nuevo? Dafne, con su manita blanca y rechoncha, la zarandeaba.
-¡Agua, mami, agua!                              
¡No era posible! Dafne estaba allí iluminando su mundo con el azul de sus pupilas.
La agarró casi lastimándola, manoseándola para asegurarse de no estar soñando besando su carita, su cabecita, su precioso pelo claro. ¡Era real!Lo otro sí había sido un sueño. Una pesadilla producto de la sugestión inducida por las palabras de aquella mujer.
Se volvió para compartir la felicidad, la dicha recobrada con su familia.
Su marido dormía profundamente. Junto a él, el asiento vacío de su hija Violeta.

Ibone Bueno Vicente
Grupo C
(Tren a Madrid-25 mayo 2024)


El llanto de aquel niño no era normal

Escuchaba sus gemidos que, con incesante insistencia, estaban destrozando sus tímpanos.
Había ingresado en Maternidad el día antes justo en el mismo momento que su compañera de habitación con la cual sintió una conexión inexplicable desde la primera mirada que intercambiaron. Era como si la conociese perfectamente aunque en ningún momento intermediaran palabra.
Ambas fueron llevadas a paritorios a la misma hora después de romper aguas prácticamente a la vez.
Su embarazo no había sido fácil sino, más bien, todo lo contrario. Continuos sustos que la habían obligado a permanecer en cos últimos cuatro meses. Menos mal que ya no quedaba nada para el nacimiento de su bebé.
El parto se complicó. Mientras se dejaba mecer por el sopor de la anestesia, le llegaban ecos de voces inquietas y preocupadas. Retazos de frasesinconexasque se agolpaban en su cerebro adormecido: hipoxia, cordónenredado, gruposanguíneo, plasma, ¡Lo hemosperdido!, ¡Era un niño!
Luchó contra sus párpados que le pesaban como losas hasta conseguir abrirlos ojos. Sólo conseguía vislumbrar penumbra mientras el llanto anormal de aquella criatura le perforaba con elaborada precisión los oídos. Intentó sin éxito poner orden en sus ideas.
Se sentía débil, triste, apocada, confundida.
Aun así, logró descender con gran esfuerzo de la cama blanca e impersonal. La cabeza le daba vueltas como en una noria descontrolada. Le temblaban las piernas. Se apoyó en la mesilla metálica haciendo caer un vaso con agua que había encima. El líquido se derramó mientras los cristales rotos se esparcían por doquier.
Arrastrando sus pies descalzos sobre el suelo resbaladizo, avanzó hacia el cuco del que provenía aquel llanto utilizando el porta suero para no desplomarse.
Vio, en una cama blanca e impersonal como la suya, a la madre del bebé. ¿Cómo podía dormir en medio de aquel escándalo?, se preguntó.
Alzó su brazo debilitado y clavó el pedazo de cristal que agarraba su mano en el pecho de la mujer destiñendo su camisón azul de un rojo brillante e intenso.
A continuación, se volvió hacia la pequeña cuna y repitiósu gesto.
El llanto cesó. El silencio engulló la habitación.
“Mi pequeñín querido, ya no estarás solo. Ellos te van a hacer compañía”, murmuró con un hilo de voz.
Despacio, con gran dificultad, se giró para volver a su lecho. Se sentía exhausta y acabada.
En ese instante, sus pupilas se toparon con el cristal de la ventana que le devolvió una imagen macabra: en su camisón azul, a la altura del pecho, una mancha roja brillante e intensa se desparramaba rauda.
Se dejó caer en la única cama que había en la habitación mientras sus ojos se cerraban.

IboneBuenoVicente
Grupo C

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