La conquista de la forma

En la sesión del lunes 20 de abril tratamos el tema de la forma. Tomamos como referencia el libro "La muerte juega a los dados" y hablamos de su autora, Clara Obligado, quien se ocupa de forma brillante de la estructura y de la forma de sus cuentos.



Transcribimos a continuación el cuento "La sangre" que Clara Obligado dedica a Andrés Neuman, gran amigo:

EN EL PRINCIPIO UN VIENTO sopló sobre la tierra y el verbo se hizo sangre, savia en las plantas, rojo hemoglobina en los peces, el aparato circulatorio y su complejo tejido, la vida pujando hasta salir del agua para ascender a la violencia de los mamíferos, a este hombre ya nada mitológico que agoniza con un tiro en la sien y sus miles de millones de hematíes locos, neutrófilos alerta, trombocitos que intentan repara el desastre de capilares rotos, el sistema de coagulación en estado de urgencia, un líquido que emerge por el orificio, el agujero de la bala que obliga a la sangre a detener esa alegría de río eterno, de gema victoriosa y convertirse en barro coagulado viscoso que fluye por venas y arterias, emerge en una catarata de maravillas fisiológicas, se hace costra para cerrar la boca de la herida, retrotrae ese perpetuo sistema pulsátil que contradice las teorías de Newton y mana libre hasta manchar la roja alfombra persa de una biblioteca en Buenos Aires, los apretados arabescos anudados por alguna mujer descalza incapaz de soñar el destino de esos dibujos que ahora recogen el líquido que mana del agujero en la sien, una tejedora nómade nacida cien años atrás que no podía concebir a ese hombre tendido como si nadara, una artesana que entregó su obra a los mercaderes para que la subieran a lomos del camello en esa larga caravana que atravesó el desierto superando días de sed y repostó, por fin, en la ciudad hecha de sol y de barro, donde la alfombra fue izada a una carreta arrastrada por bueyes que aguijoneaba un anciano, luego a un tren y a un barco inmenso donde brazos de porteadores con la piel tatuada la cargarían sobre sus espaldas para acarrearla hasta una tienda en el centro de Londres y allí sería exhibida ante las miradas atónitas de los tasadores, de los marchantes y, en un remate, sin sopesar siquiera su precio, una mujer muy hermosa con mirada triste, una extrajera riquísima de pelo color azafrán, con la mano alzada entre la multitud ansiosa, guante blanco de cabritilla, diría yo, yo, aquí, y pagaría una fortuna que hubiera servido, quizá, para alimentar a todo un pueblo de nómades durante años, y la mujer hermosa ordenaría que se la enviaran directamente al barco para que silenciosos criados de un lejano país la deplegaran blandamente sobre el suelo encerado de una biblioteca en Buenos Aires y el laberinto del dibujo luciría suntuoso, acorde con su destino de silenciar los pasos y aplacar el penoso derrumbe de un hombre vestido con un elegante frac recién estrenado en la ópera, el cuerpo tendido como si nada, el revólver antiguo con culta de marfil junto a su mano, el cañón del arma en una torsión imposible, el prodigio de la sangre huyendo de la cabeza que mira hacia la ventana como si sospechara, como si pudiera adivinar que, pocos segundos más tarde, la ópera, la alfombra, la tejedora pesa, el viejo con su carro, los porteadores, la casa de remates y la hermosa dama de mirada triste escaparían, para siempre, de su cabeza reventada.


La propuesta de escritura, inspirada en su texto "La sangre", consistió en pensar en un objeto cotidiano y contar sus historia, desde que fue manufacturado hasta que llegó a nuestras manos. 

Dejamos aquí prendida la memoria de dichos objetos, firmados por algunos de los componentes del taller de escritura.


Los ángeles

La llave rascó la cerradura y, con un chasquido, vació la oscuridad del armario. El hombre llamó a su novia y el grito reverberó en aquella casa que reestrenaban. La joven entró en la habitación y le dio un beso en la espalda mientras sus manos rodeaban la cintura, al entrelazar los dedos notó el peso del lazo que les ataba desde la firma de la hipoteca de aquella casa. Sacudió la cabeza y se puso de puntillas para ver lo que había en el armario por encima de su hombro. Un escalofrío irracional recorrió su cuerpo al ver la cruz de madera que sujetaban dos angelotes que parecían mirarla.
Una semana antes la llave había condenado aquella figurita al encierro. Las nietas de la antigua dueña ya no sabían qué hacer con todos los ornamentos que su beata abuela había acumulado durante su vida y confabularon para abandonar esa cruz en particular. Ya en ese momento se preguntaron entre risas qué pensarían la pareja de compradores cuando la descubrieran. La duda las asaltaría cuando menos se lo esperaran a lo largo de muchos años.
Lo que no sabían es que esa cruz había llegado a manos de su abuela, de forma inesperada, una mañana después de despedir a uno de sus inquilinos: un señor educado y taciturno que nunca habló de su vida, como hacía el resto. Al limpiar el cuarto, la escoba chocó contra un bulto bajo la cama y, al agacharse para ver de qué se trataba, se encontró con la mirada acusadora de uno de los ángeles. Por una cuestión de respeto religioso la guardo, pero nunca se sintió cómoda con ella y muchas veces se preguntaría quien era ese hombre que se la había dejado olvidada.
No era cierto que se la hubiera dejado olvidada: El hombre había decidido después de mucho pensarlo dejarla en aquel lugar con la esperanza de librarse de ella. Había aparecido en su huerto una mañana mientras hacía los surcos para plantar hortalizas. Su esposa enferma había pensado que era una buena señal y la había colocado en la casa. Pero no les había traído más que desgracias: su mujer había empeorado y habían tenido que mal vender todo lo que tenían para trasladarse a la capital cuando la ingresaron, sus hijos se habían marchado a trabajar al extranjero y no habían vuelto a saber de ellos y él había ido de una pensión a otra cargando con la cruz de la que su mujer se había negado a deshacerse. La mañana que le llamaron del hospital decidió dejar la pensión y la cruz, objeto culpable de todos sus males. Y por última vez pensó en su maldito creador.
El anterior propietario, al contrario, había tenido mucha suerte desde que adquirió la imagen en un pequeño taller, al quedar cautivado por los amables ojos de los ángeles. Poco después cantó misa y le dieron destino en un pequeño pueblo donde vivió feliz hasta que empezó la guerra.  Entonces recordó la extraña historia que le había contado el vendedor: La cruz con sus ángeles se la había dado un hombre culto y altivo que había aparecido durante la noche en su taller. Decía que era una de sus obras pero que prefería mantenerse en el anonimato y deshacerse de ella. El hombre había intentado negarse a aceptarla amablemente, en su cabeza lo único que lo echaba atrás del provechoso trato eran aquellos ángeles que parecían leerle el alma. El aristócrata le había reprendido, como leyendo sus pensamientos, diciéndole que hasta los ángeles caídos merecían ser representados y respetados, tras decir aquello se había marchado, dejándola, sin dar pie a una nueva negativa. El comerciante también le advirtió que desde entonces los ángeles habían parecido cambiar, sobre todo sus ojos. No lo había creído, pensando que era una artimaña para conseguir un mejor precio, pero lo cierto es que el mismo había apreciado pequeños cambios en los ojos de aquellos ángeles de escayola a lo largo de aquellos felices años.  Un poco por superstición y un poco por cariño hacía la imagen, la enterró en un huerto cercano a la iglesia para que no cayera en malas manos, preguntándose quién era aquel extraño artista que se había desprendido de ella y porqué habría hecho referencia a los ángeles caídos.  

Leticia Vicente


El perfil de mi ropa

Cuando un jersey está triste
yo estudio que le ha pasado,
puede qué esté algo enfermo,
lo mismo no me he enterado.

Configuro su perfil,
transformo su identidad,
luego lo convierto en falda,
el impacto es genial.

Pensando en su nuevo YO,
actualizo su figura,
el jersey ya es una falda
con el cuello en la cintura.

 Curado, ya sin pastillas,
yo le agrego a mi perfil
con un cambio en mis costillas
y navegando feliz. 

-¡Qué pasa en tu cuerpo, nena!,
¡me has cambiado de sitio
sin enterarme, de veras!.

Es simpática la idea
de ser primero  un jersey,
que se convierte en Mafalda
y llega casi a los pies.

-Tu vida ya no se apaga
por renacer otra vez;
da gracias que yo te admita
en mi formato otra vez,
pues seguro que en mi cuerpo
publicidad te daré.

BLANCO, ESFERA, CORTE INGLÉS
y otras cadenas también
te verán como diseño
donde se fijen después.

Falda de un viejo jersey
se restaura en la creación.
Con internet y lectores
nos despedimos TU y YO.

Sofía Montero García


El sillón de Dimas

Era fría la mañana en la que mi abuelo Dimas se decidió a comprar el sillón que siempre había deseado. Desde hacía un año, cuando pasaba por la única mueblería del pueblo, muy cerca de su casa, se paraba unos segundos y lo admiraba. Empezaba a estar cansado y soñaba con sentarse ante la chimenea de su casa y mirar al fuego desde ese sillón.
Cuando estábamos en el pueblo nadie podía interrumpir la siesta de mi abuelo en su sillón (tenía muy malas pulgas). Recuerdo que un día, cuando tenía 5 años y mi hermano 3, hicimos más ruido del normal y para que el abuelo no nos riñera, nos escondimos en un armario, entre la ropa. No sé exactamente el tiempo que estuvimos dentro. Mi madre, una vez que el abuelo marchó a sus quehaceres,  extrañada, nos buscó hasta que dio con nosotros al oírnos hablar dentro del armario. Seguro que probamos su zapatilla en nuestros culos.
El caso es que el abuelo Dimas murió en su sillón. En una siesta no volvió a despertar. Desde entonces la abuela no permitía a nadie sentarse en ese sillón. El espíritu de Dimas vivía en él, estaba claro.
Al morir la abuela, fue mi padre el que se llevó el sillón a nuestra casa. También lo utilizaba para dormir la siesta. Un día,  en medio de una difícil reunión de trabajo, recibí una llamada. Era mi hermano, nuestro padre había fallecido mientras dormía la siesta en el sillón del abuelo.
No lo volví a ver hasta el mes pasado cuando reformaba la casa de los abuelos. Estaba oculto entre las tablas de un armario desarmado de los años 80 del cuarto de mi hermana. La atracción fue inmediata y la decisión también. Ya tenía entretenimiento, lo restauraría.
Esa misma tarde, en la siesta, comenzaron los sueños. Veía al sillón y como lo fabricaban. En el primer sueño vi un enorme pino caer, era en un bosque de color verde muy  intenso y frío, el  cielo azul, sucio y vacío. Unos cuantos operarios con monos y  mangas remangadas armados con unas motosierras inmensas iban cortando todas las ramas. No se les distinguía las caras. Otro sueño me mostraba como el enorme pino era convertido en tablones, no había nada más que grandes máquinas automatizadas, ningún ser humano. Luego el diseño y la fabricación de las telas estampadas en gigantescas naves desprovistas de seres vivos, sólo máquinas entonando monótonas melodías. Finalmente contemplaba admirado como lo montaban con el golpeteo seco de las grapadoras fijando la gomaespuma y la tela a la estructura de madera. Finalmente surgía un trono de madera y tela que brillaba como una estrella. Unos focos de potencia imposible lo iluminaban. Primero se sentaba el abuelo, luego mi padre y después yo. Entonces, me despertaba.
Me obsesionaba el terminar la restauración, me faltaban horas y estas se me pasaban increíblemente deprisa. Sabía que escribía mi destino. Sabía que también terminaría mis días sentado en ese sillón contemplando ¿Qué?...

Vicente M. Martín


Tres generaciones
Madrid, 1 de diciembre de 1937, Cl. Antón Martín.

Acabo de vender una simple cazuela roja a una señora en avanzado estado de gestación.
Es una cazuela de segunda mano, pero tal como están las cosas, en plena guerra, la gente no está para dispendios.
Trato de imaginarme la historia de este  sencillo objeto, su recorrido y las  personas por las que pasará.
A Olegaria, su propietaria, le servirá para calentar la leche, el día que la haya, claro, el agua, para hacer las sopas de ajo, el día que tenga con qué y  para preparar aquellas tristes infusiones, más bien agua teñida.
Unos años después, Olegaria regresa a su pueblo con sus hijos, ahora viuda y la cazuela roja va con ella. Ahora ve cómo se hace el pan en la cocina, ve cómo crecen sus hijos, como pasa la vida en el pueblo, las risas de los niños, la alegría y otras veces, la soledad de su madre, las conversaciones de la gente que va a hacer  el pan y el olor de la levadura y de los frutos secos cuando los está tostando.
Pronto conocerá a sus nietos, que se dejan caer por allí para que la abuela les haga  patatas fritas, pimientos y filetes.
Cuando murió Olegaria y recogieron su casa, nadie sabe cómo, pero uno de los pocos objetos que se libró de la basura fue la cazuela roja, que fue a parar a casa de su hijo.
Otra vez vio crecer  niños, ahora con su padre y con su madre, ahora calentaba agua para infusiones mucho más sabrosas que antes.
Un día, la única nuera  de su dueña se la dio a una de sus hijas.
Desde entonces está conmigo, es el único recuerdo material que tengo de mi abuela, es como si toda su vida estuviera dentro de ella. No la utilizo prácticamente nada, está vieja y tiene  varios golpes, aunque no está oxidada.
Pertenece a esa lista de objetos que se han quedado conmigo después de la reforma casi  total de mi casa y de la mudanza, por una razón  tan simple y tan fuerte como el cariño que les tengo: el corazón verde que me regaló Mabel, el cojín de arena que me regaló Carlos, el pingüino de barro que me hizo Ángela y la mazorca que me recuerda al color de la voz de mi padre.

Teresa Sánz


El abuelo Paco

En el altillo del armario grande que hay en mi dormitorio, duerme un saxofón desde hace años. Perteneció a mi padre. Fue su vida. Un día los dos se quedaron sin aire. Les falló el corazón. Se agotó modulando ternura en un mundo salvaje. Un soplo fúnebre e interminable invocó el réquiem que nunca renace. El latón se quedó frio. Sucedió en un instante. No hubo más fugas. No hubo más cánones. Un compás inesperado, escrito con notas solemnes, entonó la marcha: el himno de tierra que todos conocen, la triste  pieza de granito que a todos nos espera, la losa que sella el foso que nunca se abre. No hubo más  colores. No hubo más  viento de madera. El metal se hizo sangre, la partitura polvo. El dolor se instaló en la casa y desahució a sus habitantes.

Nueve meses más tarde, volví.
Una gotera fue la responsable.
La vecina del séptimo  se ahogaba entre aguas turbias y cascotes de yeso tan pesados como frágiles. La del sexto, la del quinto..., todas sufrían la humedad salada de una octava silenciada de forma abrupta 279 días antes. Los del seguro dijeron:  " Recoja lo necesario. Hay que encontrar la clave. No va a ser fácil. Déjenos su teléfono. La llamaremos cuando la disonancia se repare ".
Iba a marcharme como llegué: sin nada. Pero al atravesar la sala la vi. Flotaba. Una caja huérfana, una patera sin rumbo, buscaba un puerto donde anclarse. Fué lo único que me llevé. 
Yo sabia que bajo su terciopelo azul, con apenas unas manchas en sus botones de nacar, descansaba un tubo cónico y delgado que tras una curva se trasformaba en campana.
Lo que no sabía, es que debajo de su manta azulada, dormía con él una carta vieja. Un pliego amarillo que olía a pólvora mojada. Sus letras, aún borrosas, eran legibles y claras:

"Me llamo Piero. Nací en la Lumezzane, una ciudad pequeña de la que apenas alguien sabe. Una comuna de la Lombardía, que se asienta en un valle. La montaña le cobija. La música  conquistó  mi aliento y la seguí. Desde entonces vivo en Dinant, "la hija del Mossa".
Giaccomo, mi padre, es un orfebre que ama cada pieza que labra. Da igual el metal con el que trabaje: hierro, cobre, oro, latón o plata. Sus filigranas, sean joyas caras o bisutería barata son hijas de su alma. "Nadie mutila lo que estima" es su frase favorita. Gracias a lo que él me enseñó fue fácil encontrar un oficio. Un medio de vida que me ha permitido comer sin dejar de respirar ese susurro pleno y vibrante que trasforma mi hacer en entrega. Cada lámina, cada chapa inanimada que se funde entre mis manos es mi vida. Sé que una vez concluida, dará forma a ese instrumento nuevo que soy yo mismo. Me afano en su elaboración. Quien lo adquiera, quien lo tenga a su lado, ha de notar el sabor primario de Berlioz y su sexteto, el aroma penetrante del señor Adolphe y su sueño: la fantasía de una voz mestiza siempre intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes, cuerda y viento fundidos en tiempos suaves.
Puede que muera en un rato. El rio esta cercado por una melodía confusa de instrumentistas que han olvidado su partitura. Solfean en clave de miedo a morir, en un escenario donde el odio es el amo.  La batuta que les dirige y nos condena está hecha de un fuego insaciable que se alimenta de las ramas que va talando. Hoy cayeron más de seiscientas. La ciudad entera es un cementerio improvisado.
Puede que muera en un rato. Si lo hago, deseo que el vaho de mis manos, no perezca. Sé que en él, renacerá mi canto.

Si alguien encuentra este saxo, que aproxime su boquilla a sus labios. Hay tanta luz en él,  que sin saber acariciar su cuerpo, ni abrir y cerrar sus llaves,  conocerá el calor de una fantasía: el mestizaje del viento y la cuerda en intensos tiempos fuertes, el mestizaje de la cuerda y el viento en intensos tiempos suaves.

Dinant, 24 de agosto de 1914"
Nada mas leerla, volví a la casa inundada. Nada había cambiado. Los del seguro no estaban. Buceé hasta la alcoba. Sabía lo que buscaba y lo encontré.  Una lata de galletas donde mi padre guardaba fotos y cartas. Curiosamente, estaba seca. Yo, chorreaba.
Tal y como me encontraba, entré en el café de la esquina. Nadie dijo nada. El camarero puso en la mesa lo que yo  siempre tomaba. Me sorprendió que lo recordara.
En una de las láminas aparecía el abuelo Paco. El republicano que se exilió cuando la guerra civil bautizó su tierra y llamó a su casa. Sonreía a una mujer morena de belleza serena. En su regazo, como si fuera un bebé, sostenía un saxofón. A lo lejos, la montaña les cobijaba. En el reverso, había una frase: "Con Valeria, mi luz italiana" y una referencia que ya no me resultaba desconocida: "Lumezzane"
En otro de los pocos retratos que encontré, aparecía también él. Había olvidado cómo se parecía a mi padre.   Vestía un uniforme extraño. A su alrededor, un grupo de soldados sentados. Fue fácil saber que el semicírculo que formaban alrededor suyo, -el hemiciclo improvisado que con tanta atención le escuchaba-, se había dibujado  en el "Campo de Marte". A lo lejos, una montaña: trescientos metros de hierro, les cobijaba. En la boca de Paco el mismo saxofón. Su cuerpo ligeramente inclinado. Aunque sus colores estaban desvaídos, era una lámina intensa que olía a Berlioz.
En el reverso había una fecha: 24 de agosto de 1944.

Concentrada como estaba en mis descubrimientos, no ví, ni oí entrar a nadie. Por su tono, supe que el hombre que me interpelaba debía de llevar junto a mí un buen rato. Reconocí su rostro. Era uno de los hombres del  seguro.

- Perdone señora. Solo era para decirle que la disonancia se ha reparado.
- ¿Ya?
- Hace un momento. Íbamos a llamarla para comunicárselo, pero al verla aquí. Lo siento, estaba ocupada.
- No se preocupe. No es nada. Gracias.

Dentro de una semana es 24 de agosto. Siento que el letargo de ese tubo cónico terminado en campana es inadecuado. Mañana vuelo a Siria. Tal  vez allí, entre las voces decapitadas de una opera  macabra, encuentre el beso mestizo que reavive una fantasía intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes. Cuerda y viento fundidos en tiempos suaves.

Ana Isabel Fariña


La pluma de mi abuelo

Todas las Navidades la veía, ahí.
Pasaba mi padre, mi tío y la pluma no se tocaba.
Que ganas tenía de cogerla y escribir, escribir, escribir...
Alejandro fue a casa de mi abuela y en cierta ocasión, la pluma también le tentó tanto o más que a mí.
La miraba y me daba la sensación de que a gritos me decía: "Cógeme, úsame".
Pero, la pluma solo la había usado mi abuelo.
También me había enamorado de la radio vieja de mi abuelo, que mi tío la tenía en su casa.
De repente, un día con muchas ganas de escribir me senté en el escritorio, dejé llevar mi imaginación, cogí la pluma y empecé un poema.
Mi tío no me dijo nada al verme, cerró la puerta y dejó volar mi imaginación.
Al fin alguien la usaba después de tanto tiempo y costaba creerlo, pero, la estaba usando.

Iria Costa


El nogal

Cuando Celia firmó los papeles de compra de la casa de campo a las afueras de la gran ciudad, no se imaginaba el cambio de rumbo que su vida iba a tomar.
Todo en ella estaba casi en perfecto orden: un buen empleo; era decoradora de interiores, trabajo que, además de proporcionarle un buen sueldo, le regalaba tiempo para sus aficiones. Y, lo más importante, en unos meses se convertiría en la mujer de Alberto, el hombre del que estaba locamente enamorada.
A pesar de su espíritu urbanita, había accedido a los deseos de él, quien, debido a su estresante trabajo y sus múltiples viajes fuera y dentro de su país, prefería pasar su tiempo en un lugar alejado del mundanal ruido y disfrutar de la tranquilidad que le ofrecía la naturaleza.
Enseguida se enamoraron de la antigua casa abandonada que visitaron. La compraron y, como Alberto no podía ocuparse de ello por sus numerosos viajes, ella se había encargado de la restauración y decoración de su nuevo y futuro hogar. Mientras que la primera parte corrió a cargo de una empresa especializada, la decoración se la guardó para ella. Le gustaba el estilo del anterior propietario, sin embargo, no quería que este, muy diferente al suyo, influyera en nada en su personalidad. Por ello, había decidido prescindir de todo el mobiliario que allí había encontrado. Los empleados de la empresa de mudanzas tenían un gran trabajo por delante: sacar todo el mobiliario antiguo de la casa y cargarlo en el camión de mudanzas les llevaría todo el día. Mientras, los trabajadores hacían esto, a ella, sólo le quedaba subir al desván abuhardillado y echarle un vistazo y comprobar si allí había muchos objetos de los que prescindir.
Subió las escaleras, abrió la puerta y en la oscuridad sólo pudo atisbar las siluetas de viejos muebles, recuerdos y demás objetos almacenados a lo largo del tiempo. Sin embargo, un leve rayo de luz se introducía a través de un minúsculo ventanuco abierto en el tejado que iluminaba un bulto cubierto con una sábana. Se acercó a él, tiró de la tela cubierta de polvo y halló un baúl de madera de nogal oscuro. Tanto el arca como los motivos decorativos tallados en él eran de una preciosidad tal, que de forma inmediata decidió indultar este mueble e incorporarlo en algún lugar de la casa.

Rodrigo empezó a construir el baúl el día en que Julia, su amada Julia, le concedió su mano. No cabía en sí de gozo, pues, a pesar de la corta relación que habían mantenido, ella había accedido a compartir su vida a su lado. Rodrigo había estado enamorado de ella desde la infancia y esta unión cumplía el sueño de su corta vida. Como regalo de bodas, decidió construirle un baúl a Julia para que pudiera guardar en él todas las sábanas, toallas y demás ropaje que su madre le estaba preparando como ajuar y que, los dos, utilizarían en un futuro no muy lejano.
En el desván Rodrigo había encontrado unos tableros del nogal centenario que en su niñez había estado situado en la entrada de la casa y que no sabía el motivo por el que había sido talado.
Rodrigo empalmó la madera formando los tableros que constituirían los diferentes costados del mueble, los cepilló, armó el cajón del baúl, encoló los tableros y los clavó fuertemente con un mazo, pulió las maderas, colocó las bisagras de la tapa, forró el interior en terciopelo rojo y talló el nombre de su amada. Además, en agradecimiento al árbol que le había ofrecido el material para construir ese arca, también talló la imagen de un frondoso nogal. Unió cuatro patas torneadas al cajón mediante largos clavos de hierro. Incrustó la cerradura, dos asas laterales y bandas en todas las esquinas para proteger y reforzar la estructura cuyo hierro había forjado previamente.
Por último, barnizó la madera aplicándole varias capas para protegerlo a lo largo del tiempo.
Después de dos meses, el mismo día en que dio por finalizado el laborioso trabajo, recibió una carta con la inconfundible caligrafía de Julia. Abrió el sobre y leyó:

Querido Rodrigo:
Me entristece sobremanera darte esta noticia que supongo será devastadora para ti: No podemos continuar con esta boda. Todo esta yendo demasiado deprisa y yo, lo siento, necesito más tiempo para pensar. No es mi intención hacerte daño, mas necesito espacio, pues siento que me estoy asfixiando.
En adelante recibirás mis noticias.
Tu amada Julia.

Rodrigo lloró, gritó, maldijo su mala suerte y, después de unos días de desesperación, decidió depositar la carta en el baúl y abandonarlo en el desván, que había sido su cuna, donde esperó el regreso de Julia hasta el día de la muerte del ebanista.

Celia entendió en ese momento por qué nadie se había interesado por habitar esa bonita casa de campo. No existía viuda, no existían herederos, no existían ya familiares cercanos. Apenas quedaba un sobrino lejano quien se había ocupado de la venta y, tras una rápida transacción, había vuelto al extranjero donde residía.
Ella quería irse a vivir a su hogar lo más pronto posible por lo que se afanó en restaurar, transportar y colocar todo el mobiliario en el menor tiempo posible. Como broche final a su tarea, con ayuda de sus hermanas, Celia bajó el pesado baúl al primer piso y lo colocó en frente de la subida de escaleras. En ese momento, sintió que todo estaba listo para empezar una nueva vida al lado de Alberto que llegaría a la casa en unos días e inaugurarían su estancia en ella.
Salió al jardín para celebrar el término del trabajo escuchando el trinar de los pájaros y sintiendo el olor de los árboles y la tierra húmeda.  Observó un papel que sobresalía del buzón. Se acercó a él y extrajo un sobre con la letra de Alberto. Abrió la carta extrañada pues él siempre había utilizado el móvil para comunicarse con ella y leyó.

¡Hola Celia!
Solamente quiero informarte de que no habrá boda. En estos continuos viajes he conocido a la que creo que realmente es la mujer de mi vida. Por lo tanto, no me esperes más, pues no volveré.
Alberto

Celia cerró la carta, la metió en el sobre, pausadamente se dirigió a la casa, subió de forma tambaleante las escaleras hasta el primer piso, introdujo el sobre en el baúl y tristemente cerró la tapa. Se sentó en ella y allí permaneció en silencio durante largas horas tragándose las lágrimas y pensando en el ingrato futuro.


Toñi Martín del Rey


Segunda mano

Salgo a la calle y el graznido de las gaviotas me sobresalta. Indolente, comienzo a transitar por la empedrada cuesta. El día, perezoso, se hace mañana en la aldea marinera a la que el azar me ha traído. Deambulo por las estrechas calles y observo cómo el tiempo se topa con la vida. Ruido de trapas metálicas que se izan como buscando el cielo. Comerciantes que abren las puertas de sus tiendas. Al pasar delante de una panadería, el aroma a pan, recién horneado, embriaga mi sentido. Como si un imaginario director de cine hubiera gritado “¡acción!”, las calles cobran vida. Figurantes presurosos van y vienen siguiendo rutinas repetidas. Mujeres y hombres, improvisados porteadores con carritos y bolsas, entran y salen de los establecimientos. Puntualmente, algunos se detienen en amable y predecible rito (¡buenos días! ¿cómo estás? ¡cuánto tiempo!) para luego continuar su camino.

Al pasar por delante de la iglesia, sin saber muy bien por qué, aborto la intención de entrar en ella. Continúo mi paseo siguiendo la estela de un grupo de, por su aspecto, lugareños que me precede. Al finalizar la fachada del templo giro a la derecha, y me encuentro con una plaza aledaña al pórtico trasero.

Dos postes metálicos, pintados de un rojo estridente y acribillados por multitud de abollones, dan soporte a una raída pancarta de color blanco tierra en la que, no sin esfuerzo, se atisba a leer: ”Mercado de Segunda Mano”. Solícitos vendedores en improvisados y abigarrados puestos compiten, no siempre amablemente, por la atención de los concurrentes que se pasean entre el caótico escenario. Sin aparente vergüenza miran, tocan, comentan y regatean si alguno de los objetos se convierte en apetecible mercancía.

En desafinado concierto se acumulan los objetos: ropa, zapatos, bolsos, vasos, platos, lámparas, herramientas... Todos y cada uno de los objetos que el más exigente comprador hubiese soñado, se encuentran expuestos a la mirada de los curiosos. Me detengo en uno de los puestos y, con forzada indiferencia, fijo mi atención en una palmatoria de bronce. De mediano tamaño, se muestra orgullosa y desafiante. A pesar de la capa de suciedad con la que la vida le ha castigado, aún es capaz de emitir destellos de agradecimiento al ser acariciada por los rayos del incipiente sol. Coronada por los restos de lo que en otros tiempos debió de ser un noble cabo de cera, pugna por mantenerse en la verticalidad. Supongo que espera la llegada de alguien capaz de percibir su necesidad de volver a dar luz. Alguien que acerque la renaciente llama al cabo y escuche, en el leve crepitar, el rumor de las historias vividas.

No quiero que el enjuto vendedor perciba mi turbación, y desvío mi atención hacia el suelo. Medio tapado por la mugrienta tela, improvisado mantel que cubre la mesa, asoma un caballo de madera. Parece tomar resuello después de la última cabalgada, a la espera de algún apuesto jinete que le obligará a galopar, otra vez, por verdes e infinitas praderas.

Muestrario de objetos, pienso, supervivientes de vidas y azares y con conciencia de “pecios” a la espera de esa otra, segunda al menos, mano que les dé otra oportunidad .

Fernando de Castro


Mi habitación parecía un bazar. Los libros estaban escondidos detrás de carteles de conciertos pasados y papeles varios. Al cabo de un largo rato apareció. Tenía la parte exterior de madera y un mapa del mundo serigrafiado en el dial.
Hace unos años mi abuelo me la regaló. Cada vez que iba a su casa la miraba demasiado. Hoy el esta muerto. Pero gracias a este aparato recuerdo cuando él los domingos la encendía para escuchar el carrousel deportivo. Yo no la enciendo.

Andrés F. Santos


El último peine

El brillo en la mirada de Daniel sugería que aquel no era un peine cualquiera. Sus púas enfiladas, sus bordes lijados y pulidos con esmero parecían corrientes, pero aquel peine era el último y Daniel lo sabía. Lo sabía Daniel y lo sabía Marta, quien, postrada sobre el marco de la puerta y al verlo separarse de sus más fieles amigos, dirigía hacia el viejo artesano la misma expresión enamorada que trató de ocultar, por vergüenza, el lejano día en que se conocieron.
El fin del oficio supuso también el epílogo de su relación. Clausurado el taller, que actuaba como bomba de oxígeno para ambos, el contacto se volvió asfixiante por estrecho y continuado. El amor, sin las treguas que aportaban los peines, derivó en una cruenta guerra que el divorcio no pudo aplacar. Junto a su último peine enterraba en la oscuridad de una fría noche de otoño, Marta a Daniel, diciéndose para sí: “Este no es el hombre que yo había conocido”.
Llegaron las lluvias y las aguas se encauzaron por torrenteras abandonadas erosionando los campos y dejando a la vista de Carmen un viejo –así se lo pareció– peine de asta. La mujer, que tapaba su cuerpo con andrajosas vestiduras, no dudó en tomarlo. Eufórica, regresó a su casa, una choza de adobe con el techo cubierto por un tablero de metacrilato. Su hija, a la que llamaba chiquitina, lloraba en un rincón, sobre unos cojines viejos que hacían las veces de cuna. Su respiración era espasmódica y sus escalofríos, temblores que presagiaban un súbito desenlace.
La chiquitina murió pocas horas después, impecablemente peinada. Su madre, sonriente, le hizo una foto con el móvil y guardó el peine en una bolsa de plástico a la que llamaba neceser antes de enterrar a su hija junto a la casa.

Juan José Nieto Lobato


¿Dónde está el bastón?

La historia de la desaparición del bastón de Francisco Sexmero, aún no se ha aclarado.
Coincide el mismo día, la desaparición del bastón y el fallecimiento de F.S.
En alguna reunión familiar, he preguntado sobre dicho bastón y nadie responde sobre el paradero del mismo (mutis por el foro).
Para mí, su nieto, tiene un valor nostálgico muy grande, pues recuerdo haber visto el proceso de fabricación del mismo desde sus inicios, y el cariño que le tenía mi abuelo.
Partiendo de una lámina de hierro candente, le fue dando forma a base de martillazos, solía decirme que el hierro era maleable. Así con mucha paciencia y esfuerzo, fui viendo dar forma a la empuñadura del bastón, y posteriormente al filo, el cual se asemejaba al filo de una espada.
A continuación, le hizo una funda de madera, para enmascarar el filo, y cuando desenvainaba, era un auténtica espada, con un filo muy cortante.
F.S., acostumbraba a vestir en ocasiones señaladas, con una capa charra, siempre acompañado de su bastón, del que decía, lo llevo por si necesito defenderme.
Seguramente el bastón nunca aparezca, pero si por casualidad cae en manos de alguien, un bastón de estas características, debe comprobar si tiene grabadas las iniciales F.S. en la parte del filo cerca de la empuñadura, si fuera así: ! ése, sería el bastón de mi abuelo !.

Luis Iglesias


Una vuelta al reloj

Desde que ascendiera en la escala social, la obsesión de Horacio Benoit siempre fue “un buen reloj, de señor”. Planificó un viaje a Suiza exclusivamente para que le fabricaran uno, haciendo alarde de la fortuna familiar. Era un reloj precioso, de oro con profusa filigrana. Ni que decir tiene, la maquinaria era perfecta. Pero a Horacio Benoit no le pareció bastante, quería algo más exclusivo. En la cara interior de la tapa fue grabado el perfil de Don Horacio y el apellido Benoit en letras góticas. Sólo entonces se dio por satisfecho.

Ernesto Benoit malvendió la fábrica, luego la biblioteca, después el palacete familiar para mudarse a una casa más modesta… Hoy vendía en una casa de empeños el reloj que su padre, el gran Horacio Benoit, de Conservas Selectas Benoit, le había legado. Era eso o perder la casa.

De su padre, Daniel Benoit sólo tenía el apellido. Su madre los alejó de él cuando sólo contaba tres años. Ella le contó que su adicción al juego lo había echado todo por la borda. Le abandonó antes de que los hundiera con él. La historia familiar la fue hilando Daniel con retazos de conversacines breves entre los múltiples trabajos de su madre para llegar donde la beca no alcanzaba. Lo que fuera para que legara a ser el arquitecto que es hoy.

Daniel no sabe si es su herencia o las historias de su madre, pero desde que empezó a despuntar como arquitecto sólo se ha permitido un lujo extravagante: coleccionar relojes de mano. Fue ver aquella filigrana y enamorarse. Entró con ánimo de regatear, se veía algo gastado y podía mejorar el precio. Pero cuando abrió la tapa y vio aquel perfil barbudo y esas letras góticas, depositó un fajo de billetes sin rechistar sobre el mostrador del anticuario.

Miguel Ángel Pegarz

2 comentarios:

  1. Leticia:
    Bonita historia, cargada de misterio e intriga, bien llevada.
    “La llave rascó la cerradura y, con un chasquido, vació la oscuridad del armario”…

    Sofía: (Enhorabuena por tu libro: “Silente”.)
    Poema desenfadado. Me parece bien.

    Vicente:
    Bueno… pues ahí estás, sigue intentando… tiene su mérito.

    Teresa:
    Entrañable y tierna historia. Muy bien.

    Ana:
    El corazón sangra ternura. Un saxofón en el armario guarda su melodía dormida, triste pero viva, cansada pero maravillosamente compuesta para aplacar la sed de poesía y adornar la vida con sus mejores galas…
    “Fue su vida. Un día los dos se quedaron sin aire. Les falló el corazón. Se agotó modulando ternura en un mundo salvaje.”
    “Un compás inesperado, escrito con notas solemnes, entonó la marcha: el himno de tierra que todos conocen, la triste pieza de granito que a todos nos espera, la losa que sella el foso que nunca se abre. No hubo más colores.”
    "Nadie mutila lo que estima"
    “Mañana vuelo a Siria. Tal vez allí, entre las voces decapitadas de una ópera macabra, encuentre el beso mestizo que reavive una fantasía intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes. Cuerda y viento fundidos en tiempos suaves.”
    Enorme.

    Iria:
    No está mal. Bien

    Toñi Martín:
    Me encanta tu historia, sencilla, clara y directa… cuántas veces la “cruda realidad” hace una carta que desvanece nuestras ilusiones que toca guardar en el baúl oxidado de nuestras vidas…
    Genial.

    Fernando:
    “Abigarrado” y fantástico mercado de segundas oportunidades donde “el tiempo se topa con la vida”.
    “Supongo que espera la llegada de alguien capaz de percibir su necesidad de volver a dar luz. Alguien que acerque la renaciente llama al cabo y escuche, en el leve crepitar, el rumor de las historias vividas.”
    Está muy bien.

    Andrés:
    Un micro de un recuerdo entrañable. Muy correcto.

    Juan José:
    Aquí hay una ternura envuelta en una cruda y pura realidad vital que nos asfixia día tras día… ¿A eso vamos a llegar a enterrar lo que más hemos querido impecablemente peinado??
    Fenomenal.

    Luis:
    Igual aparece en el Mercado de segunda mano de Fernando. ¿Le has preguntado? Un artista don F. S., lo mismo que su nieto. Bravo.



    ResponderEliminar
  2. Miguel Ángel:
    No está nada mal tu breve historia, me gusta...
    ¿La vida es espiral o circular? mucho de nuestros antepasados arrastramos para bien o para mal, bueno también para regular...
    Que muy bien Miguel Ángel. Un saludo. Marcé Venttini.

    ResponderEliminar