Transcribimos a continuación el cuento "La sangre" que Clara Obligado dedica a Andrés Neuman, gran amigo:
EN EL PRINCIPIO UN VIENTO sopló sobre la tierra y el verbo se hizo sangre, savia en las plantas, rojo hemoglobina en los peces, el aparato circulatorio y su complejo tejido, la vida pujando hasta salir del agua para ascender a la violencia de los mamíferos, a este hombre ya nada mitológico que agoniza con un tiro en la sien y sus miles de millones de hematíes locos, neutrófilos alerta, trombocitos que intentan repara el desastre de capilares rotos, el sistema de coagulación en estado de urgencia, un líquido que emerge por el orificio, el agujero de la bala que obliga a la sangre a detener esa alegría de río eterno, de gema victoriosa y convertirse en barro coagulado viscoso que fluye por venas y arterias, emerge en una catarata de maravillas fisiológicas, se hace costra para cerrar la boca de la herida, retrotrae ese perpetuo sistema pulsátil que contradice las teorías de Newton y mana libre hasta manchar la roja alfombra persa de una biblioteca en Buenos Aires, los apretados arabescos anudados por alguna mujer descalza incapaz de soñar el destino de esos dibujos que ahora recogen el líquido que mana del agujero en la sien, una tejedora nómade nacida cien años atrás que no podía concebir a ese hombre tendido como si nadara, una artesana que entregó su obra a los mercaderes para que la subieran a lomos del camello en esa larga caravana que atravesó el desierto superando días de sed y repostó, por fin, en la ciudad hecha de sol y de barro, donde la alfombra fue izada a una carreta arrastrada por bueyes que aguijoneaba un anciano, luego a un tren y a un barco inmenso donde brazos de porteadores con la piel tatuada la cargarían sobre sus espaldas para acarrearla hasta una tienda en el centro de Londres y allí sería exhibida ante las miradas atónitas de los tasadores, de los marchantes y, en un remate, sin sopesar siquiera su precio, una mujer muy hermosa con mirada triste, una extrajera riquísima de pelo color azafrán, con la mano alzada entre la multitud ansiosa, guante blanco de cabritilla, diría yo, yo, aquí, y pagaría una fortuna que hubiera servido, quizá, para alimentar a todo un pueblo de nómades durante años, y la mujer hermosa ordenaría que se la enviaran directamente al barco para que silenciosos criados de un lejano país la deplegaran blandamente sobre el suelo encerado de una biblioteca en Buenos Aires y el laberinto del dibujo luciría suntuoso, acorde con su destino de silenciar los pasos y aplacar el penoso derrumbe de un hombre vestido con un elegante frac recién estrenado en la ópera, el cuerpo tendido como si nada, el revólver antiguo con culta de marfil junto a su mano, el cañón del arma en una torsión imposible, el prodigio de la sangre huyendo de la cabeza que mira hacia la ventana como si sospechara, como si pudiera adivinar que, pocos segundos más tarde, la ópera, la alfombra, la tejedora pesa, el viejo con su carro, los porteadores, la casa de remates y la hermosa dama de mirada triste escaparían, para siempre, de su cabeza reventada.
La propuesta de escritura, inspirada en su texto "La sangre", consistió en pensar en un objeto cotidiano y contar sus historia, desde que fue manufacturado hasta que llegó a nuestras manos.
Dejamos aquí prendida la memoria de dichos objetos, firmados por algunos de los componentes del taller de escritura.
La llave rascó la cerradura y, con un chasquido, vació la oscuridad del
armario. El hombre llamó a su novia y el grito reverberó en aquella casa que
reestrenaban. La joven entró en la habitación y le dio un beso en la espalda mientras
sus manos rodeaban la cintura, al entrelazar los dedos notó el peso del lazo
que les ataba desde la firma de la hipoteca de aquella casa. Sacudió la cabeza
y se puso de puntillas para ver lo que había en el armario por encima de su
hombro. Un escalofrío irracional recorrió su cuerpo al ver la cruz de madera
que sujetaban dos angelotes que parecían mirarla.
Una semana antes la llave había condenado aquella figurita al encierro.
Las nietas de la antigua dueña ya no sabían qué hacer con todos los ornamentos
que su beata abuela había acumulado durante su vida y confabularon para
abandonar esa cruz en particular. Ya en ese momento se preguntaron entre risas
qué pensarían la pareja de compradores cuando la descubrieran. La duda las
asaltaría cuando menos se lo esperaran a lo largo de muchos años.
Lo que no sabían es que esa cruz había llegado a manos de su abuela, de
forma inesperada, una mañana después de despedir a uno de sus inquilinos: un
señor educado y taciturno que nunca habló de su vida, como hacía el resto. Al
limpiar el cuarto, la escoba chocó contra un bulto bajo la cama y, al agacharse
para ver de qué se trataba, se encontró con la mirada acusadora de uno de los
ángeles. Por una cuestión de respeto religioso la guardo, pero nunca se sintió
cómoda con ella y muchas veces se preguntaría quien era ese hombre que se la
había dejado olvidada.
No era cierto que se la hubiera dejado olvidada: El hombre había
decidido después de mucho pensarlo dejarla en aquel lugar con la esperanza de
librarse de ella. Había aparecido en su huerto una mañana mientras hacía los
surcos para plantar hortalizas. Su esposa enferma había pensado que era una
buena señal y la había colocado en la casa. Pero no les había traído más que
desgracias: su mujer había empeorado y habían tenido que mal vender todo lo que
tenían para trasladarse a la capital cuando la ingresaron, sus hijos se habían
marchado a trabajar al extranjero y no habían vuelto a saber de ellos y él
había ido de una pensión a otra cargando con la cruz de la que su mujer se
había negado a deshacerse. La mañana que le llamaron del hospital decidió dejar
la pensión y la cruz, objeto culpable de todos sus males. Y por última vez
pensó en su maldito creador.
El anterior propietario, al contrario, había tenido mucha suerte desde
que adquirió la imagen en un pequeño taller, al quedar cautivado por los
amables ojos de los ángeles. Poco después cantó misa y le dieron destino en un
pequeño pueblo donde vivió feliz hasta que empezó la guerra. Entonces recordó la extraña historia que le
había contado el vendedor: La cruz con sus ángeles se la había dado un hombre
culto y altivo que había aparecido durante la noche en su taller. Decía que era
una de sus obras pero que prefería mantenerse en el anonimato y deshacerse de
ella. El hombre había intentado negarse a aceptarla amablemente, en su cabeza
lo único que lo echaba atrás del provechoso trato eran aquellos ángeles que
parecían leerle el alma. El aristócrata le había reprendido, como leyendo sus
pensamientos, diciéndole que hasta los ángeles caídos merecían ser
representados y respetados, tras decir aquello se había marchado, dejándola,
sin dar pie a una nueva negativa. El comerciante también le advirtió que desde
entonces los ángeles habían parecido cambiar, sobre todo sus ojos. No lo había
creído, pensando que era una artimaña para conseguir un mejor precio, pero lo
cierto es que el mismo había apreciado pequeños cambios en los ojos de aquellos
ángeles de escayola a lo largo de aquellos felices años. Un poco por superstición y un poco por cariño
hacía la imagen, la enterró en un huerto cercano a la iglesia para que no
cayera en malas manos, preguntándose quién era aquel extraño artista que se
había desprendido de ella y porqué habría hecho referencia a los ángeles
caídos.
Leticia Vicente
Cuando un jersey está triste
yo estudio que le ha pasado,
puede qué esté algo enfermo,
lo mismo no me he enterado.
Configuro su perfil,
transformo su identidad,
luego lo convierto en falda,
el impacto es genial.
Pensando en su nuevo YO,
actualizo su figura,
el jersey ya es una falda
con el cuello en la cintura.
Curado, ya sin pastillas,
yo le agrego a mi perfil
con un cambio en mis costillas
y navegando feliz.
-¡Qué pasa en tu cuerpo, nena!,
¡me has cambiado de sitio
sin enterarme, de veras!.
Es simpática la idea
de ser primero un jersey,
que se convierte en Mafalda
y llega casi a los pies.
-Tu vida ya no se apaga
por renacer otra vez;
da gracias que yo te admita
en mi formato otra vez,
pues seguro que en mi cuerpo
publicidad te daré.
BLANCO, ESFERA, CORTE INGLÉS
y otras cadenas también
te verán como diseño
donde se fijen después.
Falda de un viejo jersey
se restaura en la creación.
Con internet y lectores
nos despedimos TU y YO.
Sofía Montero García
Era fría la mañana
en la que mi abuelo Dimas se decidió a comprar el sillón
que siempre había deseado. Desde hacía un año, cuando pasaba por la única
mueblería del pueblo, muy cerca de su casa, se paraba unos segundos y
lo admiraba. Empezaba a estar cansado y soñaba con sentarse ante la chimenea de su
casa y mirar al fuego desde ese sillón.
Cuando estábamos
en el pueblo nadie podía interrumpir la siesta de mi abuelo en
su sillón (tenía muy “malas pulgas”). Recuerdo
que un día, cuando tenía 5 años y mi hermano 3, hicimos más
ruido del normal y para que el abuelo no nos riñera, nos escondimos en un armario, entre
la ropa. No sé exactamente el tiempo que estuvimos dentro. Mi madre, una vez
que el abuelo marchó a sus quehaceres, extrañada, nos buscó hasta que dio
con nosotros al oírnos hablar dentro del armario. Seguro que probamos su
zapatilla en nuestros culos.
El caso es que el abuelo Dimas
murió en su sillón. En una siesta no volvió
a despertar. Desde entonces la abuela no permitía a nadie sentarse en ese sillón.
El espíritu de Dimas vivía en él, estaba claro.
Al morir la abuela, fue mi
padre el que se llevó el sillón a nuestra casa. También
lo utilizaba para dormir la siesta. Un día,
en medio de una difícil reunión de trabajo, recibí
una llamada. Era mi hermano, nuestro padre había fallecido mientras dormía
la siesta en el sillón del abuelo.
No lo volví
a ver hasta el mes pasado cuando reformaba la casa de los abuelos. Estaba
oculto entre las tablas de un armario desarmado de los años 80 del
cuarto de mi hermana. La atracción fue inmediata y la decisión
también. Ya tenía entretenimiento, lo restauraría.
Esa misma tarde, en la siesta,
comenzaron los sueños. Veía al sillón y como lo fabricaban. En el primer sueño
vi un enorme pino caer, era en un bosque de color verde muy intenso y frío, el
cielo azul, sucio y vacío. Unos cuantos operarios con monos
y mangas remangadas armados con unas
motosierras inmensas iban cortando todas las ramas. No se les distinguía
las caras. Otro sueño me mostraba como el enorme pino era
convertido en tablones, no había nada más que grandes máquinas
automatizadas, ningún ser humano. Luego el diseño
y la fabricación de las telas estampadas en gigantescas naves desprovistas de
seres vivos, sólo máquinas entonando monótonas
melodías. Finalmente contemplaba admirado como lo montaban con el
golpeteo seco de las grapadoras fijando la gomaespuma y la tela a la estructura
de madera. Finalmente surgía un trono de madera y tela que brillaba
como una estrella. Unos focos de potencia imposible lo iluminaban. Primero se
sentaba el abuelo, luego mi padre y después yo. Entonces, me despertaba.
Me obsesionaba el terminar la
restauración, me faltaban horas y estas se me pasaban increíblemente
deprisa. Sabía que escribía mi destino. Sabía que también
terminaría mis días sentado en ese sillón
contemplando… ¿Qué?...
Madrid, 1 de diciembre de 1937, Cl. Antón Martín.
Acabo de vender una simple cazuela roja a una señora en avanzado estado
de gestación.
Es una cazuela de segunda mano, pero tal como están las cosas, en plena
guerra, la gente no está para dispendios.
Trato de imaginarme la historia de este
sencillo objeto, su recorrido y las
personas por las que pasará.
A Olegaria, su propietaria, le servirá para calentar la leche, el día
que la haya, claro, el agua, para hacer las sopas de ajo, el día que tenga con
qué y para preparar aquellas tristes
infusiones, más bien agua teñida.
Unos años después, Olegaria regresa a su pueblo con sus hijos, ahora
viuda y la cazuela roja va con ella. Ahora ve cómo se hace el pan en la cocina,
ve cómo crecen sus hijos, como pasa la vida en el pueblo, las risas de los
niños, la alegría y otras veces, la soledad de su madre, las conversaciones de la
gente que va a hacer el pan y el olor de
la levadura y de los frutos secos cuando los está tostando.
Pronto conocerá a sus nietos, que se dejan caer por allí para que la
abuela les haga patatas fritas,
pimientos y filetes.
Cuando murió Olegaria y recogieron su casa, nadie sabe cómo, pero uno
de los pocos objetos que se libró de la basura fue la cazuela roja, que fue a
parar a casa de su hijo.
Otra vez vio crecer niños, ahora
con su padre y con su madre, ahora calentaba agua para infusiones mucho más sabrosas
que antes.
Un día, la única nuera de su
dueña se la dio a una de sus hijas.
Desde entonces está conmigo, es el único recuerdo material que tengo de
mi abuela, es como si toda su vida estuviera dentro de ella. No la utilizo
prácticamente nada, está vieja y tiene
varios golpes, aunque no está oxidada.
Pertenece a esa lista de objetos que se han quedado conmigo después de
la reforma casi total de mi casa y de la
mudanza, por una razón tan simple y tan
fuerte como el cariño que les tengo: el corazón verde que me regaló Mabel, el
cojín de arena que me regaló Carlos, el pingüino de barro que me hizo Ángela y
la mazorca que me recuerda al color de la voz de mi padre.
Teresa Sánz
En el altillo del armario grande que hay en mi dormitorio,
duerme un saxofón desde hace años. Perteneció a mi padre. Fue su vida. Un día
los dos se quedaron sin aire. Les falló el corazón. Se agotó modulando ternura
en un mundo salvaje. Un soplo fúnebre e interminable invocó el réquiem que
nunca renace. El latón se quedó frio. Sucedió en un instante. No hubo más
fugas. No hubo más cánones. Un compás inesperado, escrito con notas solemnes,
entonó la marcha: el himno de tierra que todos conocen, la triste pieza de granito que a todos nos espera, la
losa que sella el foso que nunca se abre. No hubo más colores. No hubo más viento de madera. El metal se hizo sangre, la
partitura polvo. El dolor se instaló en la casa y desahució a sus habitantes.
Nueve meses más tarde, volví.
Una gotera fue la responsable.
La vecina del séptimo se ahogaba entre aguas turbias y cascotes de
yeso tan pesados como frágiles. La del sexto, la del quinto..., todas sufrían
la humedad salada de una octava silenciada de forma abrupta 279 días antes. Los
del seguro dijeron: " Recoja lo
necesario. Hay que encontrar la clave. No va a ser fácil. Déjenos su teléfono.
La llamaremos cuando la disonancia se repare ".
Iba a marcharme como llegué: sin nada. Pero al
atravesar la sala la vi. Flotaba. Una caja huérfana, una patera sin rumbo,
buscaba un puerto donde anclarse. Fué lo único que me llevé.
Yo sabia que bajo su terciopelo azul, con apenas
unas manchas en sus botones de nacar, descansaba un tubo cónico y delgado que
tras una curva se trasformaba en campana.
Lo que no sabía, es que debajo de su manta azulada,
dormía con él una carta vieja. Un pliego amarillo que olía a pólvora mojada.
Sus letras, aún borrosas, eran legibles y claras:
"Me llamo Piero. Nací en la Lumezzane, una
ciudad pequeña de la que apenas alguien sabe. Una comuna de la Lombardía, que
se asienta en un valle. La montaña le cobija. La música conquistó
mi aliento y la seguí. Desde entonces vivo en Dinant, "la hija del
Mossa".
Giaccomo, mi padre, es un orfebre que ama cada
pieza que labra. Da igual el metal con el que trabaje: hierro, cobre, oro,
latón o plata. Sus filigranas, sean joyas caras o bisutería barata son hijas de
su alma. "Nadie mutila lo que estima" es su frase favorita. Gracias a
lo que él me enseñó fue fácil encontrar un oficio. Un medio de vida que me ha
permitido comer sin dejar de respirar ese susurro pleno y vibrante que
trasforma mi hacer en entrega. Cada lámina, cada chapa inanimada que se funde
entre mis manos es mi vida. Sé que una vez concluida, dará forma a ese
instrumento nuevo que soy yo mismo. Me afano en su elaboración. Quien lo
adquiera, quien lo tenga a su lado, ha de notar el sabor primario de Berlioz y
su sexteto, el aroma penetrante del señor Adolphe y su sueño: la fantasía de
una voz mestiza siempre intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes,
cuerda y viento fundidos en tiempos suaves.
Puede que muera en un rato. El rio esta cercado por
una melodía confusa de instrumentistas que han olvidado su partitura. Solfean
en clave de miedo a morir, en un escenario donde el odio es el amo. La batuta que les dirige y nos condena está
hecha de un fuego insaciable que se alimenta de las ramas que va talando. Hoy
cayeron más de seiscientas. La ciudad entera es un cementerio improvisado.
Puede que muera en un rato. Si lo hago, deseo que
el vaho de mis manos, no perezca. Sé que en él, renacerá mi canto.
Si alguien encuentra este saxo, que aproxime su
boquilla a sus labios. Hay tanta luz en él,
que sin saber acariciar su cuerpo, ni abrir y cerrar sus llaves, conocerá el calor de una fantasía: el
mestizaje del viento y la cuerda en intensos tiempos fuertes, el mestizaje de
la cuerda y el viento en intensos tiempos suaves.
Dinant, 24 de agosto de 1914"
Nada mas leerla, volví a la casa inundada. Nada
había cambiado. Los del seguro no estaban. Buceé hasta la alcoba. Sabía lo que
buscaba y lo encontré. Una lata de
galletas donde mi padre guardaba fotos y cartas. Curiosamente, estaba seca. Yo,
chorreaba.
Tal y como me encontraba, entré en el café de la
esquina. Nadie dijo nada. El camarero puso en la mesa lo que yo siempre tomaba. Me sorprendió que lo
recordara.
En una de las láminas aparecía el abuelo Paco. El
republicano que se exilió cuando la guerra civil bautizó su tierra y llamó a su
casa. Sonreía a una mujer morena de belleza serena. En su regazo, como si fuera
un bebé, sostenía un saxofón. A lo lejos, la montaña les cobijaba. En el
reverso, había una frase: "Con Valeria, mi luz italiana" y una
referencia que ya no me resultaba desconocida: "Lumezzane"
En otro de los pocos retratos que encontré, aparecía
también él. Había olvidado cómo se parecía a mi padre. Vestía un uniforme extraño. A su alrededor,
un grupo de soldados sentados. Fue fácil saber que el semicírculo que formaban
alrededor suyo, -el hemiciclo improvisado que con tanta atención le escuchaba-,
se había dibujado en el "Campo de
Marte". A lo lejos, una montaña: trescientos metros de hierro, les
cobijaba. En la boca de Paco el mismo saxofón. Su cuerpo ligeramente inclinado.
Aunque sus colores estaban desvaídos, era una lámina intensa que olía a
Berlioz.
En el reverso había una fecha: 24 de agosto de
1944.
Concentrada como estaba en mis descubrimientos, no
ví, ni oí entrar a nadie. Por su tono, supe que el hombre que me interpelaba
debía de llevar junto a mí un buen rato. Reconocí su rostro. Era uno de los
hombres del seguro.
- Perdone señora. Solo era para decirle que la
disonancia se ha reparado.
- ¿Ya?
- Hace un momento. Íbamos a llamarla para
comunicárselo, pero al verla aquí. Lo siento, estaba ocupada.
- No se preocupe. No es nada. Gracias.
Dentro de una semana es
24 de agosto. Siento que el letargo de ese tubo cónico terminado en campana es
inadecuado. Mañana vuelo a Siria. Tal
vez allí, entre las voces decapitadas de una opera macabra, encuentre el beso mestizo que
reavive una fantasía intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes. Cuerda
y viento fundidos en tiempos suaves.
Ana Isabel Fariña
La pluma de mi abuelo
Todas las Navidades la veía, ahí.
Pasaba mi padre, mi tío y la pluma no se tocaba.
Que ganas tenía de cogerla y escribir, escribir, escribir...
Alejandro fue a casa de mi abuela y en cierta ocasión, la pluma también le tentó tanto o más que a mí.
La miraba y me daba la sensación de que a gritos me decía: "Cógeme, úsame".
Pero, la pluma solo la había usado mi abuelo.
También me había enamorado de la radio vieja de mi abuelo, que mi tío la tenía en su casa.
De repente, un día con muchas ganas de escribir me senté en el escritorio, dejé llevar mi imaginación, cogí la pluma y empecé un poema.
Mi tío no me dijo nada al verme, cerró la puerta y dejó volar mi imaginación.
Al fin alguien la usaba después de tanto tiempo y costaba creerlo, pero, la estaba usando.
Iria Costa
El nogal
Cuando Celia firmó los papeles de compra de la casa
de campo a las afueras de la gran ciudad, no se imaginaba el cambio de rumbo
que su vida iba a tomar.
Todo en ella estaba casi en perfecto orden: un buen
empleo; era decoradora de interiores, trabajo que, además de proporcionarle un
buen sueldo, le regalaba tiempo para sus aficiones. Y, lo más importante, en
unos meses se convertiría en la mujer de Alberto, el hombre del que estaba
locamente enamorada.
A pesar de su espíritu urbanita, había accedido a
los deseos de él, quien, debido a su estresante trabajo y sus múltiples viajes
fuera y dentro de su país, prefería pasar su tiempo en un lugar alejado del
mundanal ruido y disfrutar de la tranquilidad que le ofrecía la naturaleza.
Enseguida se enamoraron de la antigua casa
abandonada que visitaron. La compraron y, como Alberto no podía ocuparse de
ello por sus numerosos viajes, ella se había encargado de la restauración y
decoración de su nuevo y futuro hogar. Mientras que la primera parte corrió a
cargo de una empresa especializada, la decoración se la guardó para ella. Le
gustaba el estilo del anterior propietario, sin embargo, no quería que este,
muy diferente al suyo, influyera en nada en su personalidad. Por ello, había
decidido prescindir de todo el mobiliario que allí había encontrado. Los
empleados de la empresa de mudanzas tenían un gran trabajo por delante: sacar
todo el mobiliario antiguo de la casa y cargarlo en el camión de mudanzas les
llevaría todo el día. Mientras, los trabajadores hacían esto, a ella, sólo le
quedaba subir al desván abuhardillado y echarle un vistazo y comprobar si allí
había muchos objetos de los que prescindir.
Subió las escaleras, abrió la puerta y en la
oscuridad sólo pudo atisbar las siluetas de viejos muebles, recuerdos y demás
objetos almacenados a lo largo del tiempo. Sin embargo, un leve rayo de luz se
introducía a través de un minúsculo ventanuco abierto en el tejado que
iluminaba un bulto cubierto con una sábana. Se acercó a él, tiró de la tela
cubierta de polvo y halló un baúl de madera de nogal oscuro. Tanto el arca como
los motivos decorativos tallados en él eran de una preciosidad tal, que de
forma inmediata decidió indultar este mueble e incorporarlo en algún lugar de
la casa.
Rodrigo empezó a construir el baúl el día en que
Julia, su amada Julia, le concedió su mano. No cabía en sí de gozo, pues, a
pesar de la corta relación que habían mantenido, ella había accedido a
compartir su vida a su lado. Rodrigo había estado enamorado de ella desde la
infancia y esta unión cumplía el sueño de su corta vida. Como regalo de bodas,
decidió construirle un baúl a Julia para que pudiera guardar en él todas las
sábanas, toallas y demás ropaje que su madre le estaba preparando como ajuar y
que, los dos, utilizarían en un futuro no muy lejano.
En el desván Rodrigo había encontrado unos tableros
del nogal centenario que en su niñez había estado situado en la entrada de la
casa y que no sabía el motivo por el que había sido talado.
Rodrigo empalmó la madera formando los tableros que
constituirían los diferentes costados del mueble, los cepilló, armó el cajón
del baúl, encoló los tableros y los clavó fuertemente con un mazo, pulió las
maderas, colocó las bisagras de la tapa, forró el interior en terciopelo rojo y
talló el nombre de su amada. Además, en agradecimiento al árbol que le había
ofrecido el material para construir ese arca, también talló la imagen de un
frondoso nogal. Unió cuatro patas torneadas al cajón mediante largos clavos de
hierro. Incrustó la cerradura, dos asas laterales y bandas en todas las
esquinas para proteger y reforzar la estructura cuyo hierro había forjado
previamente.
Por último, barnizó la madera aplicándole varias
capas para protegerlo a lo largo del tiempo.
Después de dos meses, el mismo día en que dio por
finalizado el laborioso trabajo, recibió una carta con la inconfundible
caligrafía de Julia. Abrió el sobre y leyó:
Querido
Rodrigo:
Me entristece
sobremanera darte esta noticia que supongo será devastadora para ti: No podemos
continuar con esta boda. Todo esta yendo demasiado deprisa y yo, lo siento,
necesito más tiempo para pensar. No es mi intención hacerte daño, mas necesito
espacio, pues siento que me estoy asfixiando.
En adelante
recibirás mis noticias.
Tu amada
Julia.
Rodrigo lloró, gritó, maldijo su mala suerte y,
después de unos días de desesperación, decidió depositar la carta en el baúl y
abandonarlo en el desván, que había sido su cuna, donde esperó el regreso de
Julia hasta el día de la muerte del ebanista.
Celia entendió en ese momento por qué nadie se
había interesado por habitar esa bonita casa de campo. No existía viuda, no
existían herederos, no existían ya familiares cercanos. Apenas quedaba un
sobrino lejano quien se había ocupado de la venta y, tras una rápida
transacción, había vuelto al extranjero donde residía.
Ella quería irse a vivir a su hogar lo más pronto
posible por lo que se afanó en restaurar, transportar y colocar todo el
mobiliario en el menor tiempo posible. Como broche final a su tarea, con ayuda
de sus hermanas, Celia bajó el pesado baúl al primer piso y lo colocó en frente
de la subida de escaleras. En ese momento, sintió que todo estaba listo para
empezar una nueva vida al lado de Alberto que llegaría a la casa en unos días e
inaugurarían su estancia en ella.
Salió al jardín para celebrar el término del
trabajo escuchando el trinar de los pájaros y sintiendo el olor de los árboles
y la tierra húmeda. Observó un papel que
sobresalía del buzón. Se acercó a él y extrajo un sobre con la letra de
Alberto. Abrió la carta extrañada pues él siempre había utilizado el móvil para
comunicarse con ella y leyó.
¡Hola Celia!
Solamente
quiero informarte de que no habrá boda. En estos continuos viajes he conocido a
la que creo que realmente es la mujer de mi vida. Por lo tanto, no me esperes
más, pues no volveré.
Alberto
Celia cerró la carta, la metió en el sobre,
pausadamente se dirigió a la casa, subió de forma tambaleante las escaleras
hasta el primer piso, introdujo el sobre en el baúl y tristemente cerró la
tapa. Se sentó en ella y allí permaneció en silencio durante largas horas tragándose
las lágrimas y pensando en el ingrato futuro.
Toñi Martín del Rey
Segunda mano
Salgo a la calle y el graznido de las gaviotas me sobresalta. Indolente, comienzo a transitar por la empedrada cuesta. El día, perezoso, se hace mañana en la aldea marinera a la que el azar me ha traído. Deambulo por las estrechas calles y observo cómo el tiempo se topa con la vida. Ruido de trapas metálicas que se izan como buscando el cielo. Comerciantes que abren las puertas de sus tiendas. Al pasar delante de una panadería, el aroma a pan, recién horneado, embriaga mi sentido. Como si un imaginario director de cine hubiera gritado “¡acción!”, las calles cobran vida. Figurantes presurosos van y vienen siguiendo rutinas repetidas. Mujeres y hombres, improvisados porteadores con carritos y bolsas, entran y salen de los establecimientos. Puntualmente, algunos se detienen en amable y predecible rito (¡buenos días! ¿cómo estás? ¡cuánto tiempo!) para luego continuar su camino.
Al pasar por delante de la iglesia, sin saber muy bien por qué, aborto la intención de entrar en ella. Continúo mi paseo siguiendo la estela de un grupo de, por su aspecto, lugareños que me precede. Al finalizar la fachada del templo giro a la derecha, y me encuentro con una plaza aledaña al pórtico trasero.
Dos postes metálicos, pintados de un rojo estridente y acribillados por multitud de abollones, dan soporte a una raída pancarta de color blanco tierra en la que, no sin esfuerzo, se atisba a leer: ”Mercado de Segunda Mano”. Solícitos vendedores en improvisados y abigarrados puestos compiten, no siempre amablemente, por la atención de los concurrentes que se pasean entre el caótico escenario. Sin aparente vergüenza miran, tocan, comentan y regatean si alguno de los objetos se convierte en apetecible mercancía.
En desafinado concierto se acumulan los objetos: ropa, zapatos, bolsos, vasos, platos, lámparas, herramientas... Todos y cada uno de los objetos que el más exigente comprador hubiese soñado, se encuentran expuestos a la mirada de los curiosos. Me detengo en uno de los puestos y, con forzada indiferencia, fijo mi atención en una palmatoria de bronce. De mediano tamaño, se muestra orgullosa y desafiante. A pesar de la capa de suciedad con la que la vida le ha castigado, aún es capaz de emitir destellos de agradecimiento al ser acariciada por los rayos del incipiente sol. Coronada por los restos de lo que en otros tiempos debió de ser un noble cabo de cera, pugna por mantenerse en la verticalidad. Supongo que espera la llegada de alguien capaz de percibir su necesidad de volver a dar luz. Alguien que acerque la renaciente llama al cabo y escuche, en el leve crepitar, el rumor de las historias vividas.
No quiero que el enjuto vendedor perciba mi turbación, y desvío mi atención hacia el suelo. Medio tapado por la mugrienta tela, improvisado mantel que cubre la mesa, asoma un caballo de madera. Parece tomar resuello después de la última cabalgada, a la espera de algún apuesto jinete que le obligará a galopar, otra vez, por verdes e infinitas praderas.
Muestrario de objetos, pienso, supervivientes de vidas y azares y con conciencia de “pecios” a la espera de esa otra, segunda al menos, mano que les dé otra oportunidad .
Fernando de Castro
Segunda mano
Salgo a la calle y el graznido de las gaviotas me sobresalta. Indolente, comienzo a transitar por la empedrada cuesta. El día, perezoso, se hace mañana en la aldea marinera a la que el azar me ha traído. Deambulo por las estrechas calles y observo cómo el tiempo se topa con la vida. Ruido de trapas metálicas que se izan como buscando el cielo. Comerciantes que abren las puertas de sus tiendas. Al pasar delante de una panadería, el aroma a pan, recién horneado, embriaga mi sentido. Como si un imaginario director de cine hubiera gritado “¡acción!”, las calles cobran vida. Figurantes presurosos van y vienen siguiendo rutinas repetidas. Mujeres y hombres, improvisados porteadores con carritos y bolsas, entran y salen de los establecimientos. Puntualmente, algunos se detienen en amable y predecible rito (¡buenos días! ¿cómo estás? ¡cuánto tiempo!) para luego continuar su camino.
Al pasar por delante de la iglesia, sin saber muy bien por qué, aborto la intención de entrar en ella. Continúo mi paseo siguiendo la estela de un grupo de, por su aspecto, lugareños que me precede. Al finalizar la fachada del templo giro a la derecha, y me encuentro con una plaza aledaña al pórtico trasero.
Dos postes metálicos, pintados de un rojo estridente y acribillados por multitud de abollones, dan soporte a una raída pancarta de color blanco tierra en la que, no sin esfuerzo, se atisba a leer: ”Mercado de Segunda Mano”. Solícitos vendedores en improvisados y abigarrados puestos compiten, no siempre amablemente, por la atención de los concurrentes que se pasean entre el caótico escenario. Sin aparente vergüenza miran, tocan, comentan y regatean si alguno de los objetos se convierte en apetecible mercancía.
En desafinado concierto se acumulan los objetos: ropa, zapatos, bolsos, vasos, platos, lámparas, herramientas... Todos y cada uno de los objetos que el más exigente comprador hubiese soñado, se encuentran expuestos a la mirada de los curiosos. Me detengo en uno de los puestos y, con forzada indiferencia, fijo mi atención en una palmatoria de bronce. De mediano tamaño, se muestra orgullosa y desafiante. A pesar de la capa de suciedad con la que la vida le ha castigado, aún es capaz de emitir destellos de agradecimiento al ser acariciada por los rayos del incipiente sol. Coronada por los restos de lo que en otros tiempos debió de ser un noble cabo de cera, pugna por mantenerse en la verticalidad. Supongo que espera la llegada de alguien capaz de percibir su necesidad de volver a dar luz. Alguien que acerque la renaciente llama al cabo y escuche, en el leve crepitar, el rumor de las historias vividas.
No quiero que el enjuto vendedor perciba mi turbación, y desvío mi atención hacia el suelo. Medio tapado por la mugrienta tela, improvisado mantel que cubre la mesa, asoma un caballo de madera. Parece tomar resuello después de la última cabalgada, a la espera de algún apuesto jinete que le obligará a galopar, otra vez, por verdes e infinitas praderas.
Muestrario de objetos, pienso, supervivientes de vidas y azares y con conciencia de “pecios” a la espera de esa otra, segunda al menos, mano que les dé otra oportunidad .
Fernando de Castro
Mi habitación parecía un bazar. Los libros estaban escondidos detrás de carteles de conciertos pasados y papeles varios. Al cabo de un largo rato apareció. Tenía la parte exterior de madera y un mapa del mundo serigrafiado en el dial.
Hace unos años mi abuelo me la regaló. Cada vez que iba a su casa la miraba demasiado. Hoy el esta muerto. Pero gracias a este aparato recuerdo cuando él los domingos la encendía para escuchar el carrousel deportivo. Yo no la enciendo.
Andrés F. Santos
El último peine
El brillo en la mirada de Daniel sugería que aquel no era un peine cualquiera. Sus púas enfiladas, sus bordes lijados y pulidos con esmero parecían corrientes, pero aquel peine era el último y Daniel lo sabía. Lo sabía Daniel y lo sabía Marta, quien, postrada sobre el marco de la puerta y al verlo separarse de sus más fieles amigos, dirigía hacia el viejo artesano la misma expresión enamorada que trató de ocultar, por vergüenza, el lejano día en que se conocieron.
El fin del oficio supuso también el epílogo de su relación. Clausurado el taller, que actuaba como bomba de oxígeno para ambos, el contacto se volvió asfixiante por estrecho y continuado. El amor, sin las treguas que aportaban los peines, derivó en una cruenta guerra que el divorcio no pudo aplacar. Junto a su último peine enterraba en la oscuridad de una fría noche de otoño, Marta a Daniel, diciéndose para sí: “Este no es el hombre que yo había conocido”.
Llegaron las lluvias y las aguas se encauzaron por torrenteras abandonadas erosionando los campos y dejando a la vista de Carmen un viejo –así se lo pareció– peine de asta. La mujer, que tapaba su cuerpo con andrajosas vestiduras, no dudó en tomarlo. Eufórica, regresó a su casa, una choza de adobe con el techo cubierto por un tablero de metacrilato. Su hija, a la que llamaba chiquitina, lloraba en un rincón, sobre unos cojines viejos que hacían las veces de cuna. Su respiración era espasmódica y sus escalofríos, temblores que presagiaban un súbito desenlace.
La chiquitina murió pocas horas después, impecablemente peinada. Su madre, sonriente, le hizo una foto con el móvil y guardó el peine en una bolsa de plástico a la que llamaba neceser antes de enterrar a su hija junto a la casa.
Juan José Nieto Lobato
¿Dónde está el bastón?
La historia de la desaparición del bastón de Francisco Sexmero, aún no se ha aclarado.
Coincide el mismo día, la desaparición del bastón y el fallecimiento de F.S.
En alguna reunión familiar, he preguntado sobre dicho bastón y nadie responde sobre el paradero del mismo (mutis por el foro).
Para mí, su nieto, tiene un valor nostálgico muy grande, pues recuerdo haber visto el proceso de fabricación del mismo desde sus inicios, y el cariño que le tenía mi abuelo.
Partiendo de una lámina de hierro candente, le fue dando forma a base de martillazos, solía decirme que el hierro era maleable. Así con mucha paciencia y esfuerzo, fui viendo dar forma a la empuñadura del bastón, y posteriormente al filo, el cual se asemejaba al filo de una espada.
A continuación, le hizo una funda de madera, para enmascarar el filo, y cuando desenvainaba, era un auténtica espada, con un filo muy cortante.
F.S., acostumbraba a vestir en ocasiones señaladas, con una capa charra, siempre acompañado de su bastón, del que decía, lo llevo por si necesito defenderme.
Seguramente el bastón nunca aparezca, pero si por casualidad cae en manos de alguien, un bastón de estas características, debe comprobar si tiene grabadas las iniciales F.S. en la parte del filo cerca de la empuñadura, si fuera así: ! ése, sería el bastón de mi abuelo !.
Luis Iglesias
Una vuelta al reloj
Desde que ascendiera en la escala social, la obsesión de Horacio Benoit siempre fue “un buen reloj, de señor”. Planificó un viaje a Suiza exclusivamente para que le fabricaran uno, haciendo alarde de la fortuna familiar. Era un reloj precioso, de oro con profusa filigrana. Ni que decir tiene, la maquinaria era perfecta. Pero a Horacio Benoit no le pareció bastante, quería algo más exclusivo. En la cara interior de la tapa fue grabado el perfil de Don Horacio y el apellido Benoit en letras góticas. Sólo entonces se dio por satisfecho.
Ernesto Benoit malvendió la fábrica, luego la biblioteca, después el palacete familiar para mudarse a una casa más modesta… Hoy vendía en una casa de empeños el reloj que su padre, el gran Horacio Benoit, de Conservas Selectas Benoit, le había legado. Era eso o perder la casa.
De su padre, Daniel Benoit sólo tenía el apellido. Su madre los alejó de él cuando sólo contaba tres años. Ella le contó que su adicción al juego lo había echado todo por la borda. Le abandonó antes de que los hundiera con él. La historia familiar la fue hilando Daniel con retazos de conversacines breves entre los múltiples trabajos de su madre para llegar donde la beca no alcanzaba. Lo que fuera para que legara a ser el arquitecto que es hoy.
Daniel no sabe si es su herencia o las historias de su madre, pero desde que empezó a despuntar como arquitecto sólo se ha permitido un lujo extravagante: coleccionar relojes de mano. Fue ver aquella filigrana y enamorarse. Entró con ánimo de regatear, se veía algo gastado y podía mejorar el precio. Pero cuando abrió la tapa y vio aquel perfil barbudo y esas letras góticas, depositó un fajo de billetes sin rechistar sobre el mostrador del anticuario.
Miguel Ángel Pegarz
Leticia:
ResponderEliminarBonita historia, cargada de misterio e intriga, bien llevada.
“La llave rascó la cerradura y, con un chasquido, vació la oscuridad del armario”…
Sofía: (Enhorabuena por tu libro: “Silente”.)
Poema desenfadado. Me parece bien.
Vicente:
Bueno… pues ahí estás, sigue intentando… tiene su mérito.
Teresa:
Entrañable y tierna historia. Muy bien.
Ana:
El corazón sangra ternura. Un saxofón en el armario guarda su melodía dormida, triste pero viva, cansada pero maravillosamente compuesta para aplacar la sed de poesía y adornar la vida con sus mejores galas…
“Fue su vida. Un día los dos se quedaron sin aire. Les falló el corazón. Se agotó modulando ternura en un mundo salvaje.”
“Un compás inesperado, escrito con notas solemnes, entonó la marcha: el himno de tierra que todos conocen, la triste pieza de granito que a todos nos espera, la losa que sella el foso que nunca se abre. No hubo más colores.”
"Nadie mutila lo que estima"
“Mañana vuelo a Siria. Tal vez allí, entre las voces decapitadas de una ópera macabra, encuentre el beso mestizo que reavive una fantasía intensa: viento y cuerda unidos en tiempos fuertes. Cuerda y viento fundidos en tiempos suaves.”
Enorme.
Iria:
No está mal. Bien
Toñi Martín:
Me encanta tu historia, sencilla, clara y directa… cuántas veces la “cruda realidad” hace una carta que desvanece nuestras ilusiones que toca guardar en el baúl oxidado de nuestras vidas…
Genial.
Fernando:
“Abigarrado” y fantástico mercado de segundas oportunidades donde “el tiempo se topa con la vida”.
“Supongo que espera la llegada de alguien capaz de percibir su necesidad de volver a dar luz. Alguien que acerque la renaciente llama al cabo y escuche, en el leve crepitar, el rumor de las historias vividas.”
Está muy bien.
Andrés:
Un micro de un recuerdo entrañable. Muy correcto.
Juan José:
Aquí hay una ternura envuelta en una cruda y pura realidad vital que nos asfixia día tras día… ¿A eso vamos a llegar a enterrar lo que más hemos querido impecablemente peinado??
Fenomenal.
Luis:
Igual aparece en el Mercado de segunda mano de Fernando. ¿Le has preguntado? Un artista don F. S., lo mismo que su nieto. Bravo.
Miguel Ángel:
ResponderEliminarNo está nada mal tu breve historia, me gusta...
¿La vida es espiral o circular? mucho de nuestros antepasados arrastramos para bien o para mal, bueno también para regular...
Que muy bien Miguel Ángel. Un saludo. Marcé Venttini.