¿Un ángulo me basta?

La sesión del lunes pasado la dedicamos al punto de vista narrativo. Hablamos del narrador en primera, segunda y tercera persona. De quien narra desde dentro de la historia y quien lo hace desde fuera. De narradores que lo saben todo a cerca de todos los personajes y de narradores protagonistas o testigos.
Tomamos como referencia el cuento "En el Bosque" de Ryunosuke Akutagawa:





Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial

-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…


Propuestas de escritura

Escribe una historia con cuatro o cinco personajes y diferentes puntos de vista narrativos.


Y estos son algunos de los trabajos enviados hasta ahora:


Lipotimia dentro de una iglesia

Al salir de la iglesia donde habían ocurrido los hechos, les pregunté a todos que es lo que había sucedido.

Respuesta de María: yo vi a José Antonio que estaba en un banco con una mujer tumbada, le había elevado los pies por encima de su hombro izquierdo y otra mujer enfrente le instilaba agua, después acudió José Luis a echar una mano. Había mucha gente alrededor, hacía mucho calor. Al cabo de un rato apareció por allí Amador que habló con la gente y puso algo de orden en aquel tumulto. Después la mujer se recuperó y salimos de la iglesia.

Respuesta de Pilar: yo estaba pendiente de la gente, de la decoración de la iglesia, de la ceremonia y cuando María me dijo: mira José Antonio está atendiendo a una mujer que se ha mareado; le contesté: ese no es José Antonio, ni siquiera lleva un jersey verde, pero al volverme a fijar reconozco a mi marido en el centro de la escena, ayudado por José Luis. Al cabo de un momento aparece Amador y después la gente se dispersa pues la mujer que estaba tumbada en el banco con los pies en el hombro izquierdo de José Antonio, parece que se incorpora.

Respuesta de Amador: yo vi que estabais rodeados de gente y acudí a ver qué pasaba, al ver a la mujer tumbada en el banco y con los pies en el hombro derecho de José Antonio y a José Luis tomándole el pulso, y hablando con ella, vi que todo iba bien y advertí a los que os rodeaban que habéis doctores, y que la mujer estaba en buenas manos. Acudió el sacristán a ver lo que pasaba, hablé con él, se tranquilizó y se marchó.

Respuesta de José Antonio: vi un tumulto y al acercarme observé a una mujer con los ojos en blanco, sin pulso y sin conocimiento. Enseguida hice que la tumbaran en el banco, le quite los zapatos y elevé sus piernas por encima de mi hombro derecho. Intenté que la gente se apartase para que la dejaran respirar, pero no me hacían caso. Por señas, pues no sé hablar griego, intenté que se apartasen. Había una mujer que le instilaba agua en la cara, para ver si reaccionaba. Entonces apareció José Luis y la palmeo suavemente en la cara y le tomo el pulso. Me advirtió que ya tenía un hilo de pulso y al cabo de unos minutos que el pulso era más lleno y la mujer respondía a estímulos. Al ver que la lipotimia había pasado, que no torcía la boca, tenía fuerza en ambas manos, y me seguía con la mirada, di por Incluida mi labor y me retiré del banco.

Respuesta de José Luis: hacía calor, había mucha gente y olía a incienso, ambiente propicio para los mareos. Vía José Antonio con las piernas de una mujer en su hombro derecho y me acerqué a ver qué pasaba. José Antonio me advierte que la mujer estaba inconsciente y sin pulso cuando la vio; entonces discretamente le doy un pellizco y veo que se estremece, bien, vamos bien, pienso, responde a estímulos. Le tomo el pulso y es un hilito, me cuesta percibirlo, pero tiene. Posteriormente le palmeo ligeramente la cara y abre los ojos, me sigue con la mirada y al cabo de unos minutos el pulso se va llenando. Compruebo que no hay signos de ictus pues no tuerce la boca, me sigue con la mirada, y tiene fuerza en ambas manos. Aparece Amador poniendo un poco de orden y diciendo a la gente que somos médicos. Cuando la situación está resuelta, se acerca una mujer, supongo que familiar, a darme las gracias por lo que habíamos hecho. Salgo de la iglesia satisfecho.

José Luis Juan Fonseca
Grupo A


Una noche tormentosa

Carlos:
Ana nos había invitado a un chalet con piscina que le habían dejado, ese verano, para que lo cuidara. Fuimos en el coche de ella con la intención de bañarnos de noche en una magnífica piscina iluminada. Después del baño, Ana nos dijo que si queríamos nos podíamos quedar a dormir, que ella a la mañana siguiente nos llevaba de vuelta a la ciudad. La verdad es que a mí me apetecía dormir una noche fuera de casa y el chalet parecía una de esas casas modernas que salen en las revistas. A pesar de que sabía que entre Ana y Jorge había rollete, a mí no me importaba, pues la casa era lo bastante grande como para dormir bien en una cama gigante y cómoda. Pero Miguel empezó a decir que él se marchaba, que no quería quedarse. En ese instante empezó a relampaguear y a tronar sobre nuestras cabezas y aunque le advertimos de que podía haber tormenta y de que la estación de tren estaba a más de una hora de camino, dijo que se iba y no hubo manera de detenerlo. Javier, demasiado bueno, se ofreció a acompañarle y los dos se fueron. Yo me metí enseguida en la cama y al poco oí un trueno megapotente y seguidamente una tromba de agua. Me dormí pensando en si Miguel y Javier habrían llegado a la estación antes de la tormenta.

Ana:
Después de la cena con Jorge, Carlos, Javier y Miguel me ofrecí a llevarles en mi coche al chalet que estaba cuidando ese verano. Les dije que podrían bañarse en la magnífica piscina iluminada y los cuatro sonrieron y aceptaron. A mí lo que me interesaba es que se quedara Jorge a dormir, que era quien me gustaba, pero no me atrevía a proponérselo abiertamente. La casa era lo suficientemente grande como para que los demás se quedaran sin molestarnos. Después del baño, cuando estaba relampagueando y tronando, les invité a quedarse hasta el día siguiente con la promesa de llevarles a la ciudad. Miguel se puso raro, dijo que se largaba y que se largaba. Jorge, Javier y Carlos intentaron convencerle de lo contrario pero no hubo manera. Al final Javier se ofreció a acompañarle. Carlos se acostó enseguida y Jorge y yo nos quedamos en el salón hablando. Al rato, cuando le conducía a mi cama sonó un trueno e inmediatamente empezó a llover. Pensé por un instante que Miguel y Javier volverían, pero no fue así y me metí en la cama con Jorge pensando por un momento si ambos habrían llegado a la estación antes de que empezase la tormenta.

Jorge:
A mí siempre me había gustado Ana y cuando después de cenar nos invitó al chalet que cuidaba a bañarnos en la piscina iluminada, mi corazón empezó a palpitar. Fuimos en su coche y después del baño, como si tal cosa, nos invitó a quedarnos a dormir. No sabía lo que los otros harían , pero yo estaba encantado. De repente a Miguel se le cruzaron los cables y dijo que se largaba, aunque yo creo que lo que quería era no molestar. Javier dijo que le acompañaba para que no se fuese solo. Carlos se fue a la cama enseguida y Ana y yo nos quedamos en el salón un rato, hablando y riendo hasta que me cogió de la mano y me llevó a su cuarto. Recuerdo que empezó a llover a saco, pero yo ya estaba flotando.

Javier:
Todos dijeron que sí a bañarse en la piscina del chalet que Ana cuidaba, así que para no parecer un aguafiestas me fui con ellos. Después del baño, del que yo no participé, Miguel dijo que se iba. Estaba amenazando lluvia, pero él insistía y yo vi la ocasión perfecta para volver a casa cuanto antes, así que le acompañé. El camino era largo, casi una hora andando por una carretera hasta la estación de tren. Íbamos en silencio hasta que un trueno fortísimo me obligó a decirle que igual era mejor volvernos. Él contestó que no, que sólo era una tormenta eléctrica. Pero un instante después empezó a llover torrencialmente. Llegamos a la estación calados y encima el primer tren no salía hasta tres horas después. Pillé un catarrazo de mil demonios, pensando en que Jorge y Carlos estarían durmiendo plácidamente bajo techo.


Miguel:
La idea de bañarnos en una piscina iluminada, de noche, en verano, en un chalet de lujo y con Ana me pareció impresionante. Pensé que luego, Ana, nos llevaría de vuelta a la ciudad si yo se lo pedía. Pero durante el baño me di cuenta de que realmente Ana buscaba a Jorge y no a mí. Eso me sentó como un tiro y aunque intentaron convencerme de que me quedara porque amenazaba lluvia, el hecho de que Ana no dijese nada todavía me cabreó más. Así que me fui y Javier, el tonto bonachón, dijo que me acompañaba. Empezamos a andar en silencio, pues yo llevaba encima un mosqueo infinito pensando en que Ana y Jorge estarían pasándoselo de miedo. Un truenazo me hizo olvidar por un instante mi malhumor. Javier me dijo que volviésemos, pero yo no tenía intención alguna y le dije que sólo era una tormenta eléctrica. Instantes después empezó a jarrear. Vaya mierda de noche, qué más podía salir mal. Al llegar a la estación, empapados, tuvimos que esperar tres horas al primer tren. Cuando llegué a casa estaba como una moto, resfriado y jodido, pensando en la noche que habrían tenido Ana y Jorge.

Navia:
Mi nombre es Navia y soy la diosa de la lluvia. Aquella noche estaba preparando una señora tormenta cuando divisé a dos humanos salir de una casa y dirigirse por la carretera hacia un pueblo lejano. Uno de ellos llevaba una nube negra sobre su cabeza, una nube cargada de energía negativa que le estaba carcomiendo el alma. No podía permitirlo, así que preparé un fuerte trueno y envié, con todas mis fuerzas, una inmensa lluvia limpiadora que se llevase aquella energía tan oscura. Durante más de media hora empapé a los humanos, pero hay algunos que son muy raros porque al contrario de disipar la nube oscura que lo cubría, ese humano se empeñaba en autogenerarla continuamente mientras pensaba en sus propios fracasos.

Jaume Castejón
Grupo B


Suposiciones
Un tren en marcha. Un apartamento. Cinco personas en él.

La señora está fenomenal, cuarenta y pocos años y cada cosa en su sitio; suponemos que vota a Ciudadanos, Albert Rivera es muy guapo. La niña es hija de la señora, un suave capullo, de tal palo tal astilla; la niña no vota, las niñas de quince años no votan. El señor mayor es más que mayor, un carca, de los ochenta no baja; lo mismo en las próximas vota a VOX. El cura es un cura casi de los de antes, no gasta sotana pero sí alzacuello; seguramente vote al PP. El estudiante, supongamos que estudia poco, que juerguea mucho y que vota a Podemos. Ya tenemos el cuadro completo. ¡Ah!, no, los móviles; todos andan pendientes de los móviles, en un tren en marcha no hay quien no se cuelgue del móvil. Y de pronto...
Se hace la oscuridad, una oscuridad total, siempre que un tren entra en un túnel, se hace la oscuridad. Es entonces cuando resuena el beso; fuerte, sonoro, nítido. Casi de inmediato, el sopapo, el guantazo, la bofetada... ni se sabe, con todo a oscuras, la verdad, muy difícil. Y estalla la luz, siempre que un tren sale de un túnel vuelve la luz que te deslumbra.
Cada uno vuelve a su móvil. Pero si te fijas, ahora nadie hace caso a la pantalla, todos andan con la vista perdida, metidos en suposiciones.
La señora: date cuenta la niña, quince años y cómo los atrae, habrá que tener cuidado con ella; aunque mira si sabe defenderse. La chiquita: jó con mamá, quién se habría pensado el guarro que haya sido que es mamá; menuda es mamá, le ha metido una ostra que lo habrá dejado temblando. El señor mayor: el gamberro ese, fijo, porque no creo que el cura... en tiempos de Franco esto no pasaba. El cura: ¿no te jo... digo, no te fastidia?, menuda que me he ganado, y sin comerlo ni beberlo.

Suposiciones.
¡Ah!, no, espera, el estudiante, que se nos había traspapelado el estudiante. El estudiante: pues ha salido bien, oye, al próximo túnel otro beso que me doy en la mano y otra que le suelto al cura.

Pascual Martín
Grupo B


La noche

La noche está muy avanzada; la gran avenida se presenta ya vacía y ajena al bullicio. La profunda y cerrada niebla que a esta hora engulle toda la ciudad envuelve con su blanco y húmedo abrazo la profundidad del bulevar creando en la espaciosa calle una atmósfera de inquietante misterio. En estos momentos, nada quiebra el fugaz
pero incontestable reinado del silencio, verdugo implacable este del estruendo y la algarabía, el mutismo es ahora el dueño absoluto del espacio.
Un hombre, que a juzgar por su paso decidido y firme se dirige hacia un destino cierto, se atreve a romper con su caminar el perceptible rigor del silencio.En un momento dado, cuando lleva diez o doce metros andando escucha unas pisadas tras él, al principio no le da importancia, pero después de uno minutos de trayecto, sintiendo que los pasos no cesan detrás de él, el temor empieza a apoderarse de su ánimo; de soslayo, pero sin detenerse, mira a ambos lados, no percibe ninguna presencia; no obstante las pisadas no dejan de seguirle por lo que decide acelerar un tanto su caminar; a pesar de ello el misterioso acompañante no pierde la distancia y continua a su mismo paso; a cada segundo que transcurre la inquietud se va adueñando más y más de su espíritu. Transcurre un buen rato antes de que, comprobando que el extraño no cesa en su persecución, decida detenerse, el perseguidor también se frena, armándose de valor se da la vuelta y profundiza todo lo que puede con su mirada, agudiza su vista con la esperanza de averiguar a quien pertenecen los pasos que desde que empezó a caminar por la avenida comenzaron a seguirle, la densa niebla le dificulta en gran modo la visibilidad por lo que nadie se manifiesta en la corta distancia; ante la no visión se gira de nuevo hacia su primigenia dirección y reemprende la marcha, pero ahora lo hace con más presteza que antes, también con más inquietud, pero con el deseo imperioso de llegar al destino que le corresponde y de esa manera poder abandonar a tan incomodo acosador; mientras eso pueda suceder los pasos que le persiguen no cesan, y si él acelera quien le sigue también, la incertidumbre le agobia; echa a correr entonces, "Tal vez así pueda dejarle atrás" piensa con la esperanza de que si apura el paso podrá despistar al inquietante hostigador; imposible, cuanto más corre él igual de rápido es el pertinaz sujeto, entonces, decidido, en un arranque de arrojo se para súbitamente, se gira con la valiente pretensión de enfrentarse a quien con tanto empecinamiento le está acosando, pero nada, de nuevo los pasos cesan y nadie está detrás de él, retrocede cuatro o cinco metros hacia atrás con el firme propósito de poder ver a quien con tanto empeño le persigue, pero parece que el ser que se ha erigido en acompañante indeseado cada vez que el hombre se vuelve se esconde tras la niebla, ¿Eh...! ¿Quién está ahí...? pregunta con la esperanza de encontrar respuesta; pero nadie contesta. Durante un rato permanece inmóvil y aguantando la respiración,; tal vez así pueda escuchar algún ruido que delate al tozudo perseguidor que sigue su misma trayectoria, el intento es baldío, transcurrido entonces el impasse torna con la definitiva decisión de llegar cuanto antes a su cada vez más ansiado destino. Transcurren cinco o seis minutos más antes de que por fin el hombre llegue a la puerta de su domicilio, durante este tiempo las pisadas no han dejado de perseguirle, le han seguido amedrentando.Saca las llaves de su bolsillo y rápidamente, aunque tembloroso, introduce la del portal en la cerradura, los nervios, que no le permiten actuar con rapidez provocan que todavía tarde ocho o diez segundos en abrir la puerta; por fin lo consigue, entonces irrumpe con celeridad en su portal y cierra la puerta tras de sí con violencia provocando con el gesto un enorme ruido. En la calle, el eco reproduce por toda la avenida el estruendo que ha originado el enorme portazo.

Eugenio Madrid Jiménez
Grupo A


El Cumpleaños de Ana

Bárbara:
Hola Ana, perdóname, ya sé que es muy temprano pero llevo ya dos horas despiertas. Te llamo para darte las gracias por la fiesta de ayer. No te puedes imaginar lo bien que fue todo. Un éxito, un verdadero éxito. Carlos estuvo encantador, no se separó ni un minuto de mí, totalmente entregado se desvivía por ir a buscarme bebida, comida… Y no sólo eso: me pasaba la mano por la espalda, me cogía del brazo, me llevaba por todos los rincones del jardín… Creo que la cosa va a funcionar.
Tu fiesta cumpleaños será la fecha que grabaré en mi diario para marcar el inicio de esta relación porque, a partir de hoy, Carlos y yo vamos a estar juntos. Ya verás cómo me llama antes del mediodía para quedar ¡Estoy tan emocionada!
Siempre he estado enamorada de tu primo Carlos, ya lo sabes. Por eso, hacer que coincidiéramos en la fiesta ha sido la mejor idea de tu vida, más aún, sentarlo a mi lado, para que pudiera concentrarse en mí durante toda la cena. Y luego, en las copas, recorrimos juntos el jardín y saludamos a todo el mundo, como si ya fuéramos una pareja: ‘Bárbara y Carlos’ ¿No te parece? ¿Cómo nos vistes? ¿Qué te parecimos?
Ya sé que no te dejo hablar pero es que estoy alucinada. Deberíamos quedar luego y así podré contarte todos los recuerdos que tengo en mi mente, sus detalles tan amorosos, tan caballerosos… Bueno, te dejo, no vaya a ser que llame.

Carlos:
¡Qué locura de noche! ¡Menudo despropósito! Si dura un minuto más... me suicido. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo, Ana no me hizo ni caso. Pensé que al insistir tanto en su invitación, queriéndose asegurar de mi asistencia, incluso ofreciéndome acudir con mi amigo David, había alguna razón más que la de celebrar su cumpleaños, que finalmente entendía y atendía a mis insinuaciones y que iniciaba un acercamiento.
Para colmo, la pesada de su amiga Bárbara me acaparaba, impidiéndome, en muchas ocasiones a acercarme a mi prima. Yo la llevaba de un lado para otro para aproximarme a Ana y poder dar comienzo a alguna conversación intrascendente que me permitiera entablar poco a poco otra más profunda, pero fue imposible. ¡Odio a Bárbara! Hasta un ciego se habría dado cuenta de mi actitud y, para colmo, pretendía que la acompañara a casa. En ese momento me dije ¡Hasta aquí hemos llegado! En cambio, educadamente, le contesté:
- No sabes cuánto lo siento. He traído a mi amigo David, que vive en la otra parte de la ciudad y no puedo dejarlo en la estacada.
¡Pobre David! Toda la noche tras Bárbara y ella ninguneándole de forma descarada, sin un ápice de misericordia. Si no hubiera sido por él y porque es la mejor amiga de Ana, la hubiera mandado a hacer puñetas…

Narradora:
La noche se presentaba interesante. Ana celebraba su 25 aniversario y lo hacía por todo lo alto con una gran fiesta en la finca que sus padres tenían en Cadaqués, una casa en planta baja, de estilo vanguardista, rodeada de un amplio jardín mediterráneo, situada al borde del acantilado de la Costa Brava.
La lista de invitados había sido el gran escollo. No quería dejarse a nadie importante, pero no podía pasar de cincuenta asistentes y haber acertado o no al escoger a las personas le había producido tal inquietud que, aún en el momento de recibirlas, se mostraba insegura de su elección.
Su amiga Bárbara se había convertido en un problema. Se conocían desde primaria y se querían profundamente. Sus primeros novios, sus primeras fiestas, sus primeras cervezas, sus primeros porros… siempre juntas. Se llevaban muy bien y eran como hermanas. No obstante había una cuestión espinosa entre las dos: el primo Carlos. En realidad era un pariente lejano con el que tenía una gran amistad y que, en un momento de su relación del que ya no se acuerda, decidieron considerarse primos, y así se llamaban entre ellos. Era un encanto, un hombre maravilloso, guapo, serio, buen conversador y también un excelente partido, puesto que era un reputado profesional que ejercía la abogacía en uno de los Bufetes más prestigiosos del país. Bárbara la instaba continuamente a hacer de celestina para conseguir que ellos dos se liaran. Y, aunque en muchas ocasiones, le había sugerido la posibilidad de que él no estuviera interesado, parecía como si ella no entendiese el mensaje. Finalmente, había accedido a su insistente petición y los puso juntos en la mesa, a ver si se resolvía el conflicto, de una vez y la dejaba en paz.
Invitar a Carlos le abría el camino a proponerle que viniese acompañado de David, que era quien le interesaba a ella. Este amigo había aparecido varias veces con su primo en la playa, en el paseo marítimo, cuando paseaba, o en casa los domingos a la hora del vermú. Bárbara también le conocía porque en la mayoría de las ocasiones estaban juntas.
Lo que ignoraba Ana es que de quien estaba enamorado Carlos era de ella y que esa noche estaba decidido a declararse. Desde pequeños compartieron juegos, riñas y proyectos, ahora eso no era suficiente porque, cada vez más, sentía la necesidad de estar el resto de su vida con ella. Tras años de silencio, esa noche iba a hablar, a decir todo lo que no le había dicho antes. Pensaba que era la mejor fecha posible, el día de su 25 cumpleaños.
El cuarto personaje de esta historia, David, bebía los vientos por Bárbara, quien haciendo honor a su nombre le ignoraba de tal forma. Le parecía la chica más bonita que había visto jamás y su belleza se extendía a su forma de ser: graciosa, desenfadada, risueña. Esa invitación abría un amplio campo de posibilidades…
Nada salió cómo quería ninguno de los protagonistas: Bárbara acosaba a Carlos, Carlos buscaba a Ana, Ana se insinuaba a David y David se mordía los nudillos mientras Bárbara ni le dirigía la palabra.

Maxi Moreno
Grupo B


Triángulo

Correo electrónico
Alfredo Sevilla <alfredSH@yahoo.com>
Martes 06/12/2018 9:38

Hola Pedro:

He meditado mucho antes de decidirme a enviar este correo. Era más fácil callar, no decir nada, porque haciéndolo sé que voy a hacerte daño. Sin embargo, creo que la amistad que venimos manteniendo desde los tiempos del colegio me obliga.
Podría haberte telefoneado, pero temí cometer alguna torpeza. Por ese motivo he preferido escribir y reescribir este texto muchas veces, hasta que he sentido que exponía los acontecimientos con precisión, -quería que fuera esclarecedor- y también, con delicadeza, -para infligirte el menor daño posible. Te cuento cómo sucedió todo.
Ayer por la tarde me di de bruces con Marta. Estamos los dos asistiendo al mismo congreso y ninguno lo sabía. Conmigo siempre ha sido amable aunque un poco distante, por eso me extrañó que insistiera tanto en que cenáramos juntos. No tuve el valor de negarme a pesar de que tenía otros compromisos.
Apareció en el restaurante con un vestido muy atrevido que chocaba con la habitual discreción de su indumentaria. Durante la cena estuvo encantadora y conforme fuimos bebiendo más champán su simpatía fue derivando en claro coqueteo. Cuando acabamos la segunda botella de champán sus insinuaciones habían subido de tono y eran ya, una clara provocación. No supe resistirme y acabamos en su cama.
Me desperté a medianoche y salí huyendo. Estoy avergonzado. El que me repitiera varias veces que ya no estabais juntos no me impide sentir que, de algún modo, te he traicionado.
En tributo a nuestra amistad sentí que tenía que decírtelo. Que vieras qué fácilmente ha superado vuestra ruptura, que supieras, en definitiva, de qué tipo de mujer has estado enamorado.
Aunque sé que te hago sufrir, espero que comprendas que me mueven las mejores intenciones y el mayor de los cariños.

Alfredo.

Pedro. Martes 06/12/2018

¡No quiero ni pensarlo! Prefiero que ella me lo explique. La he llamado una docena de veces y no contesta. Supongo que ha desconectado el móvil para no ser interrumpida durante las sesiones del congreso. O quizás, es que se siente tan avergonzada que no tiene el valor de hablarme.
No puedo entenderlo. Estuvimos de acuerdo en poner un poco de distancia entre nosotros. En volver cada uno a su casa para tener un poco más de independencia. Pero fue ella la insistió en que nada cambiaba, que seguíamos juntos, que nos amábamos como siempre. Es ella la que me llama casi a diario. Ayer mismo, entre dos ponencias, me repitió que me quería y que me echaba mucho de menos. ¿Quién puede entender ese cambio tan extremo de la mañana a la noche?
¿Y por qué tampoco contesta a mis mensajes?
¡Para remate…, con el petulante de Alfredo! No sé porqué se tilda de amigo. Sí, nos conocemos desde niños, aunque jamás hemos tenido una relación estrecha. Ya de muchachos su presunción me irritaba. Y siempre sentí hacia él una vaga desconfianza, algo impreciso que me empujaba a mantener las distancias.

La cena. 05/12/2018

Alfredo no la localizó hasta mediada la tarde. A la salida de una ponencia se hizo el encontradizo.
-Marta, ¡qué casualidad! No sabía que estabas en el congreso.
-Sí, presento una ponencia mañana. He venido con varios compañeros del departamento -responde con poco entusiasmo- ¿Y tú que haces aquí? Creí que tu trabajo no tenía relación con la Microbiología.
-Me ha enviado mi jefe. Estamos en un proyecto con dos universidades americanas y vamos a aprovechar el congreso para ponernos al día sobre los avances realizados. Por cierto, es una verdadera suerte haberte encontrado. Iba a llamar a Pedro para pedirle tu número. Es que, a lo mejor, tenemos algo para ti en mi empresa.
-¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?
-Ahora no tengo tiempo para explicarte. ¿Qué te parece si cenamos juntos?

A Marta la idea le desagradaba. Siempre había sentido una intensa antipatía por ese amigo de Pedro tan fatuo. Pero su situación en la universidad era bastante precaria y un trabajo en una gran empresa farmacéutica era su gran sueño. Aunque tenía reticencias, no podía negarse.
La cena estaba llegando a su fin y Marta sufría con impaciencia que Alfredo no hiciera referencia al empleo. Y encima había tenido que simular que no se percataba de sus insinuaciones obscenas.
El otro se recreaba, además, dilatando el tiempo. Cuando pidió otra botella de champán, Marta comenzó a removerse intranquila en su silla. Quizás debería marcharse.
Llegó la nueva botella y les sirvieron otra copa.
-Llevo pensando mucho tiempo en ti. Ya habrás notado que me gustas mucho…- comenzó Alfredo.
En ese momento Marta supo que no habría una oferta de trabajo. De hecho, no le sorprendió la proposición lasciva de él. Quizá sólo su rudeza, su sordidez. Pensó abofetearlo y salir corriendo. Pero finalmente controló sus nervios, se levantó de la silla y se despidió con frialdad. Ni siquiera le dirigió un reproche.
-¡Es una estrecha! -se dijo él- O tal vez sigue colgada del gilipollas de Pedro.
Se sirvió otra copa y se quedó meditando un rato.
-Me parece que ha llegado el momento de que ese cabrón me pague por su arrogancia.

Pepe Lorenzo
Grupo B

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