Siga a ese taxi

La sesión de ayer la dedicamos al taxi y a los taxistas. Por un momento nos sentimos libres entre las calles, avenidas y callejones de la escritura e iniciamos nuestra carrera hacia un destino: la imaginación.
Mezclamos realidad y ficción y nos subimos a ese taxi en el que siempre quisimos gritar: "Siga a ese taxi". Y dos taxis circulan por la ciudad desentrañando el recorrido de las palabras.
Cuántas historias posibles encierra esa frase. Quizá viaje en él algún ladrón, alguien infiel. Tal vez sea un taxi en el que alguien huye de una relación o de su pasado. O es posible que solo esconda una historia cotidiana. O quizá alguien que viaja a la Calle Tristeza, esquina Agonía, para morir. Como Héctor Lavoe en su canción "Taxi".
Hoy descubrimos las dos caras del taxi, una parte prosaica y cotidiana y su parte épica, incluso lírica.



Dejamos en esta parada un artículo de Ana Marcos en Verne (El País) con el título de "Anécdotas de la vida de un taxi madrileño". Daniel Díaz, un taxista de entre tantos, nos cuenta alguna de sus experiencias en su taxi.

Proseguimos nuestra carrera y nos detenemos un instante este articuento de Juan José Millás titulado "Las voces, las calles, los taxistas":

Encogido en un rincón del taxi, intentaba hacer como que no oía la conversación del taxista con un compañero a través de la emisora. Se trataba de una conversación amorosa, dominada por la pasión de los celos. Mi conductor estaba a punto de echarse a llorar, pero el del otro coche hablaba ya entre hipidos. Me dirigía a una clínica de urgencias situada en la zona de ópera, porque acababa de rodar por una escalera y tenía el tobillo izquierdo hecho polvo.-Te digo que ahora estoy haciendo un servicio -decía el taxista masticando las palabras para ver si de ese modo llegaban destrozadas e irreconocibles a la parte de atrás. Lo que pasa es que las leyes de la acústica son muy raras y, en lugar de masticadas, me llegaban digeridas, de manera que accedía a su sentido como a una revelación.
-Me engañas -decía el otro.
-No te,engaño, estoy en Serrano y voy hacia Ópera. Vete hacia allá, tomamos un café y hablamos.
-Es que yo sí que estoy haciendo un servicio.
-Mentira. Si no quieres verme, prefiero que lo digas.
El tráfico estaba fluido; enseguida llegaríamos a Cibeles. El tobillo había dejado de dolerme, pero sentía en torno a él una aureola como de algodón. No me atreví a bajar la mano para tocar el bulto por miedo a que el chófer interpretara el cambio de postura como un deseo de escuchar mejor. El otro dijo que estaba en Doctor Esquerdo y que se dirigía a Diego de León. Sus destinos se separaban como la carne inflamada de mi hueso. Entre la Puerta de Alcalá y Cibeles escuché unos sollozos. Finalmente, el del otro coche, para demostrar que estaba haciendo un servicio, pidió a la señora que llevaba detrás que dijera unas palabras.
-Hola, soy la señora que se dirige a Diego de León. Es muy doloroso verlos discutir así. Déjenlo, por favor.
-Como si no supiera que eres tú, que has sido ventrílocuo antes de trabajar el taxi -insistió el mío.
La voz de la señora me golpeó en algún registro íntimo y me sedujo, de manera que, adelantando el cuerpo, hablé en dirección al micrófono.
-Yo soy el usuario que se dirige a Ópera. Lleva usted razón, señora, se están torturando inútilmente.
-¿A dónde va usted? -preguntó ella.
-A Ópera -respondí-, me acabo de torcer el tobillo en una escalera y me han recomendado un servicio de urgencias.
-Yo voy al hospital de la Princesa, el de Diego de León con Conde de Peñalver. Soy médico y entro de servicio dentro de un rato. ¿Por qué no viene hacia acá y le miramos ese pie?
Mi taxista me hacía señas para hacerme creer que estaba siendo engañado, pero yo ya me había enamorado perdidamente de la voz, porque tenía ese registro de las mujeres que nos hablan en los sueños.
-A Diego de León -ordené.
Dimos la vuelta y comprobé que en esa dirección el tráfico y mi ansiedad eran más densos que en la otra. Durante el trayecto, construí un cuerpo . para la voz e imaginé sus dedos deambulando con sabiduría por mi tobillo. El taxista vigilaba mis emociones a través del espejo. Se detuvo en la puerta de urgencias.
-Ahí está -dijo, señalando el taxi de delante. No vi a nadie en la parte de atrás, pero cojeé hasta la ventanilla del conductor y pregunté por la doctora. Entonces, al otro lado del cristal, un rostro apaisado, que parecía emerger de las profundidades abisales de mi conciencia, me contempló con lentitud, y al abrir su boca de pez emitió el sonido del que me había enamorado. Mientras huía arrastrando el pie izquierdo en dirección a Juan Bravo, escuché una carcajada doble a mis espaldas.


Abandonamos la autovía para volver a callejear en la ciudad y allí nos encontramos con la lluvia. Afuera, en una parada, un hombre con paraguas aguarda a un taxi. Ni un sólo está libre. Es el poeta Karmelo C. Iribarren que grita en voz baja su poema "Los paraguas, los taxis":

Acabo de tirarlo,

35 minutos bajo la tormenta
-esperando un maldito
taxi-
han podido con él.

Pero cómo se ha portado.

Ésa es la diferencia:
los taxis son como ciertos amigos,
nunca están cuando más los necesitas.

Los paraguas, en cambio, mueren por ti.


Es hora del amor. Alguien aguarda al final de la carrera, donde el taxímetro se para y el cliente baja.
Allí, en esta parada, está Luis García Montero que grita "Siga a ese amor" en su poema V:

Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi,
cruzo la desmedida realidad
de febrero por verte,
el mundo transitorio que me ofrece
un asiento de atrás,
su refugiada bóveda de sueños,
luces intermitentes como conversaciones,
letreros encendidos en la brisa,
que no son el destino,
pero que están escritos encima de nosotros.

Ya sé que tus palabras no tendrán
ese tono lujoso, que los aires
inquietos de tu pelo
guardarán la nostalgia artificial
del sótano sin luz donde me esperas,
y que, por fin, mañana
al despertarte,
entre olvidos a medias y detalles
sacados de contexto,
tendrás piedad o miedo de ti misma,
vergüenza o dignidad, incertidumbre
y acaso el lujurioso malestar,
el golpe que nos dejan
las historias contadas una noche de insomnio.

Pero también sabemos que sería
peor y más costoso
llevárselas a casa, no esconder su cadáver
en el humo de un bar.

Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,
y sin idiomas voy hacia la tuya.
No hay nada que decir,
                                              pero supongo
que hablaremos desnudos sobre esto,
algo después, quitándole importancia,
avivando los ritmos del pasado,
las cosas que están lejos
y que ya no nos duelen.


Y dejamos, al final del recorrido, un texto de un servidor, Raúl Vacas, que nos servirá de inspiración para la tarea y para orientarnos entre las calles de Salamanca. Su título es "Callejero":

Hoy paseo por la Plaza de la Fuente y veo que las cabinas aún están forradas con anuncios de pisos de alquiler sin contrato. Recuerdo entonces a Raquel, Ángela, María y Max que siempre quisieron vivir en la calle Bientocadas y hace años rastreaban los portales de esa zona en busca de algún piso.

Y recuerdo también la casa de Paqui, en la calle Traviesa, donde hicimos más de una travesura literaria.

A mí, en cambio, me gustaría vivir en la plaza del Ahorro o en la calle Compañía, pero me tocó en suerte vivir cerca del paseo del Rollo.

Quizá algún día viva en la calle del Limón, cerca de Viki; o en la calles del Aire o Dos Encinas; o en la plaza del Jilguero; o en Zamora, junto a Elena, que me llevaba y traía por la calle de la Amargura.

A veces la vida y el callejero coinciden y uno vive en la calle de su historia. Como Déborah, que trabajó con niños en Chiapas y vivió en la calle Guerrilleros; o Miguel, que hasta encontrar novia vivió en la calle Soledad y cuando la perdió (la novia) y cambió de piso no encontró alquiler en la calle Consuelo ni en el paseo del Desengaño.

Qué hermoso sería para un excarcelado vivir en la plaza de la Libertad. Para un alumno de primer curso vivir en la calle Licenciados. Para un amante del vino vivir en las calles Lagar, Bodegones o La Viña. Para un niño vivir en la calle Recreo. Para un egoísta vivir en la Calle Santa Rita. Para dos novios enfadados en la calle Las Paces o la calle El Perdón. Para Gregorio Samsa en la Plaza Cruz Verde.

Qué duro para un suspenso vivir en la calle de la Fe. Para un balsero vivir en la calle Cuba. Para un ciego en la calle de la Luz. Para un feo en la calle Espejo. Para un adicto al parchís en la calle Oca. Para un anciano en las calles Gurruminas, Raspagatos y Sordolodo que ya no existen. Para un enterrador en la calle Marmolistas y ser vecino de Pedro y Pablo. Para un pescador vivir en la calle Carniceros o para un aficionado al saxofón en la Calle Silencio junto a la casa de los frailes claretianos.

Y qué escándalo sería vivir en la calle Galileo y que toda mi vida girara en torno a ti. O en la Plaza de los Gascones y ser tu Cyrano y empañar tus ojos cada noche con el vaho de mis versos. O en la calle Santa Bárbara y acordarme de ti cuando truena. O en la calle Trébol y compartir contigo la suerte de mis cuatro hojas. O en la calle Orégano, junto a un monte.

Pasa la mañana. Me detengo un instante en la calle Mediodía. Miro el reloj. Me pita un coche. Será mejor que me calle.



Propuesta de escritura

1. Escribe un texto en el que el recorrido por las diferentes calles de la ciudad en un taxi dibujen una historia, la de un cliente que viaja con un destino. ¿Se imaginan que ese cliente viaje a la Calle Rómpete el alma (en El Ferrol), o a la Calle Abrazamozas (en Zamora), o a la Calle de las Impertinencias (en Valencia) o a la Calle Bientocadas (en Salamanca) o a la Calle de Volver a empezar (en Vallecas)?

2. Escribe una historia a partir de la frase "Siga a ese taxi" y los diferentes contextos en la que se puede enmarcar. ¿Qué historia puede suceder al pronunciarla?


Y estos son algunos de los trabajos enviados por los participantes en el taller:


Fragmento
(De la novela "Mi ángel de la guarda")

Un día, a media tarde, saliendo Clara y Luigi de casa al mismo tiempo para ir a hacer sus cosas, se despidieron ambos con un beso al salir del portal. Fue un beso breve, en los labios; el típico beso que se pueden dar en cualquier momento quienes sean novios formales o marido y mujer. A Luigi le estaba esperando precisamente un taxi, al que había llamado previamente para que le llevara a casa de un amigo. Cuando montó, el taxista le sonrió, se fijó en su alianza, y entonces le dijo:

─Tiene usted una esposa preciosa ¿eh?

─La verdad que sí ─se mezclaron en Luigi cierto rubor y total satisfacción.

Después el taxista le preguntó que dónde iba, arrancó en cuanto Luigi se lo dijo, intercambiaron un par de comentarios típicos sobre el tiempo y la circulación, y entonces el propio taxista soltó:

─Pues ya es casualidad, porque justo ayer a estas horas recogí a su mujer y hoy le recojo a usted.

─Ya, para llevarla a la facultad de Historia, me imagino ─repuso Luigi, que quisó que el taxista ponderase que no era la belleza la única virtud que adornaba a su mujer─. Normalmente coge el metro o el autobús, pero ayer se le hizo muy tarde estudiando…

─No, la llevé un hotel que hay por la Casa de Campo ─contestó inocentemente el taxista, a quien se le demudaba la cara a medida que avanzaba en su frase.

La respuesta del taxista dejó a Luigi desconcertado durante unos momentos, en los que sopesó si no sería todo un malentendido, por lo que finalmente le preguntó, con el corazón en un puño, si estaba seguro de que la mujer a la que había llevado a ese hotel el día anterior era su mujer, o sea la mujer con la que le acababa de ver antes dándose un beso. El taxista se incomodó entonces muchísimo con la pregunta, sin saber qué contestar, por más que tuviera clarísima la verdadera respuesta; pero es que intuía que dependiendo de lo que le respondiera podría hacer saltar por los aires un matrimonio, así que optó por mostrarse inseguro, afectando que le asaltaban las dudas. Finalmente, y después de unos minutos de tenso silencio, llegó el taxi a su destino. Luigi pagó la carrera generosamente y, antes de bajarse, le preguntó al taxista por el nombre del hotel. Era una pregunta que ya no admitía una respuesta evasiva:
─El hotel Granados ─le respondió muy compadecido y deseoso de volver la mirada al volante para marcharse de allí.

Oscar Alberto Martín
Grupo A


Taxista argentino

En una ocasión que estuve en Madrid y andaba apurado de tiempo para poder coger el Auto-Res de vuelta a Salamanca, me acerqué a un taxi que estaba en su parada reglamentaria del barrio de Moratalaz.
El taxista estaba medio dormido escuchando los partidos de fútbol que radiaban la tarde del domingo. Le comunico si está libre y acto seguido le digo el destino al que debe llevarme.
En cuanto empezó hablar, denotaba ser argentino y futbolero empedernido, pues en un segundo me preguntó si me gustaba el fútbol y de que equipo era.
Sin más comentarios, introduce una cinta de casete y empiezo a oír como narran los periodistas argentinos los goles de su selección.
Con media docena de goles de Kempes y Maradona, llegué hasta la estación de autobuses para coger el Auro-Res; en mi vida se me hizo más corto el trayecto, pero mis oídos aun se acuerdan de algunas frases:
“Avanza Kempes, regatea a un rival , a dos, a tres, a cuatro, tira y gooooooooooooool, goooooooooooool, gooooooooool, goooooooooooooooooooool.
La coge Maradona, dribla a uno, a dos, a tres, se escora a la izquierda, ve al portero adelantado, y lanza un zurdazo que entra por la escuadra, gooooooooooooooooool, goooooooooool, goooooooooooool, goooooooooooooooooooooooooooool.

Luis Iglesias
Grupo B


Mi perrita Lola no sabe ladrar

Llevo a Lolita en un taxi pues cojea. La llevo al veterinario. Va contenta pues me conoce y se siente segura.
Pago, salgo del coche, y me doy cuenta que lola no ha salido conmigo. Se ha quedado dentro, y yo con cara de bobo me quedo mirando como se va, como se aleja...
Reacciono y empiezo a agitar los brazos y a gritar: ! pare , pare!; me desgañito y no consigo nada.
Con tanto movimiento de brazos, se acerca un taxi, interpretando que quería pararlo. Rápidamente me subo, cierro de un portazo, y digo la frase: ! siga a ese taxi !.
( Yo siguiendo a un taxi dentro de otro taxi, una experiencia que siempre había soñado, pero no en estas dramáticas circunstancias ).
Paseo Canalejas hacia arriba, avenida de Mirat, paseo Carmelitas y tuerce a la derecha por Héroes de Brunete. Me tranquilizo pensando que va a la estación de autobuses.
Durante el trayecto veo su cabecita, está dando saltitos en los asientos de atrás, pues debido a su pequeño tamaño apenas sobresale. La imagino angustiada gruñendo.
Pienso que el conductor del taxi no se ha percatado de la presencia de Lola, pues mi querida Lolita no sabe ladrar. Por no molestar, ni siquiera aprendió a ladrar.
Ya veía solucionado el problema, cuando el taxista gira bruscamente a la izquierda, llega al fondo, vuelve a girar a la izquierda y se para ante un semáforo.
Nos acercamos por detrás, y me bajo para rescatar a mi perrita. Justo antes de llegar se abre el semáforo y se me escapa torciendo a la derecha hacia los hospitales.
Vuelvo a subir a mi taxi y rápidamente continuamos la persecución. Dejamos a nuestra derecha el Virgen de la Vega, el antiguo materno-infantil hoy consultas, el Hospital Clínico viejo, el Clínico nuevo recién construido y todavía sin funcionar, llegamos al puente y cruzamos el Tormes. Por entonces mi taxista ya ha llamado a la policía dando todos los datos de la persecución.
Llegamos a Tejares y se desvió por una estrecha calle disminuyendo la velocidad hasta parar. Nosotros hacemos lo mismo: paramos y esperamos.
El primer taxista salió con la perrita en brazos. Sonaron las sirenas de la policía. El segundo taxista y yo salimos del coche. Todo se precipitó y lolita cae al suelo. Al verme salió corriendo hacia mi y la cogí en brazos. Milagrosamente le ha desaparecido la cojera y me besuquea agradecida.
El primer taxista confesó que le había gustado tanto la perrita, que pensó regalársela a su hijo. Nunca imaginó el daño que podría ocasionar a los dueños y a la pobre Lola.

José Luis Fonseca
Grupo A


Un paseo en taxi

-Usted dirá –exclama el taxista ante mi prolongado silencio. Ha esperado pacientemente a que me acomodara en el asiento y que, tras el saludo, le indicara una dirección.

He salido de la estación y, como tenía previsto, he cogido un taxi. Pero ahora estoy indeciso. Hundido en la suavidad del cuero, confortado en el ambiente cálido del coche he perdido el apremio por llegar a ninguna parte. Dudo.

-Deme un paseo por la ciudad –le digo para romper el incómodo silencio-. Ya le avisaré cuando quiera detenerme.

El conductor calla y pone en marcha el motor. No quiero hablar así que aprecio su mutismo.
Las calles van sucediéndose, las veo a través del parabrisas, las reconozco aunque haga varios años que no las piso. Leo los carteles como si esperara encontrar un mensaje escondido, una clave, una indicación.
Calle Guarda. Aquella carretera en obras, yo caminando delante sobre la zahorra, detrás mi madre llevando en brazos a mi hermano pequeño. Un camión nos alcanza, se detiene y se ofrecen a llevarnos. Mi madre se niega con vehemencia y siento su fuerza, su determinación. Nunca he vuelto a sentirme tan seguro, tan a resguardo.
Las farolas van encendiéndose porque la tarde va cayendo. Pasamos por la calle Plasencia y me llega la misma angustia de las noches de soledad en aquella cama de un dormitorio corrido donde dormían o, quizás como yo, añoraban cuarenta almas infantiles. Esperábamos el recreo del martes cuando nuestras madres venían con el hatillo de la ropa limpia y en el que siempre había algún tesoro escondido: una golosina, unas cuantas galletas o tal vez, un oloroso chorizo.
Calle Pan y Carbón. Me llega el aroma del pan horneándose, el calor de la cocina bilbaína me sofoca la cara como entonces. Mi madre reina en aquel espacio luminoso, aseado y cálido. El sudor brilla en su frente mientras remueve el sabroso cocido, las exóticas carillas, el guiso de carne… Me ofrece una rosquilla de nata recién hecha, aún quema pero soy incapaz de esperar. La muerdo y la deshago contra el cielo de la boca, ebrio de azúcar y esencia de anís.
Calle Amparo. Ella tenía siempre tiempo para todos… para cada uno de nosotros. Me recuerdo repasando en su regazo la odiada Geografía, durante la interminable convalecencia de mi operación de apendicitis. En su boca los nombres tenían otra densidad, un sabor de aventura que no podía adivinarse en la tinta de los libros. Tetuán, Fuerteventura, Sidi Ifni…
¡Vaya! Estamos en la plaza de la Cruz Verdadera. No hace mucho dejamos atrás la calle Veracruz. ¿Era necesario repetirse en el callejero? La cruz. Ella siempre tuvo una sobre la cabecera de su cama. Nunca fue muy piadosa pero con eso no consentía broma alguna. Afirmaba que era la verdadera guía de su vida. Yo nunca supe entenderlo. ¡Quién tuviera esas certezas!
En la calle de la Luz se me aparecen sus ojos. La visité en el hospital. Los dos sabíamos que se moría pero ninguno quiso hablar de ello. En cierto momento se me desbordaron las lágrimas, desvié la mirada hacia la ventana para que ella no pudiera verlas. Cuando me rehíce volví la cabeza y me encontré la intensa luz de sus ojos. “Yo también te quiero mucho” me dijo con una sonrisa serena y enseguida cambió de conversación.

Calle Consuelo. Mis hermanos me estarán esperando. Se preguntarán por qué tardo tanto. ¿Qué dolor esquivo retrasando el encuentro? Si hay algún alivio será rodeado por ellos, los que me quieren, los que tanto la han querido.

-Lléveme al tanatorio, por favor!

Pepe Lorenzo
Grupo B


Pasaje en la India


Hacía un calor extremo y la humedad era insoportable. Apenas veinte minutos antes había llovido torrencialmente. Jamás había visto llover de esa manera. No se veía nada a través de las cortinas de agua, aunque los habitantes de Varanasi debían estar acostumbrados, pues estábamos en época de monzones. Los ghats desaparecieron de nuestra vista durante la tormenta, pues el agua caía como cascadas por ellos hacia el río sagrado, el famoso río Ganges. Allí, bajo el crematorio municipal, mi novia y yo nos refugiamos del aguacero, rodeados de hindúes que nos miraban con cara de no creer lo que estaban viendo. Realmente estábamos fuera de lugar. Cuando terminó la lluvia el río

Iba crecidísimo y la ciudad estaba impracticable. Nuestro hotel se hallaba a poco más de ocho kilómetros del centro y decidimos coger un taxi.
Primero tuvimos que convenir el precio con un hombre que no era ni el taxista que debía llevarnos hasta nuestro hotel y después de algún tira y afloja decidimos el precio por la carrera. 300 rupias, ese fue el precio, unos 36 céntimos de euro, por llevarnos al hotel en un taxi-rikshow, es decir, en un carro tirado por una bicicleta. Nos montamos en el
Taxi y el hombre empezó a pedalear con todo su esfuerzo. Enseguida le dije que debíamos dejarlo, pues me parecía que no iba a poder con nosotros dos durante ese trayecto; sin embargo se mostró ofendido y con signos, más que con palabras, se desvivió por cumplir con su cometido. Pronto llegamos a un cruce de calles, completamente inundado.
El taxista tenía el agua a la altura de sus rodillas, es decir, a la altura de media rueda.
Había un auténtico atasco de bicicletas, motos, camiones y personas, todos gritaban, movían sus brazos, daban órdenes, pero nadie avanzaba. El taxista nos miraba sonriente, tranquilizándonos, como si todo fuese lo más habitual. De repente, por nuestra derecha oímos música y cantos. Era un cortejo fúnebre, llevaban a una mujer muerta sobre una tabla o cadalso hacia el río para la ceremonia de purificación y posterior cremación. Sin embargo había un problema, nosotros estábamos justo en medio del itinerario que seguía el cortejo. El taxista intentó salir del lugar que ocupábamos, pero era imposible.
El cortejo llegó a nuestro lado, esperando que nos quitásemos para poder avanzar y ante la imposibilidad de poder dejar paso, algunos familiares de la difunta pasaron por detrás del rikshow y se pusieron en el otro lado, después, y con nuestra colaboración, pasaron el cadalso por delante de nosotros, siguiendo su camino hacia el río.
Un poco después el tráfico empezó a ordenarse y, no sin esfuerzo, el taxista cumplió con su cometido y nos dejó delante de la puerta del hotel. Emocionados por lo ocurrido y agradecidos por el esfuerzo, decidimos pagarle a ese taxista 1200 rupias. El hombre nos besó literalmente los pies y en los tres días que estuvimos en Varanasi, el taxista nos esperaba fielmente en la puerta del hotel y jamás quiso cobrarnos ninguno de los trayectos que realizamos. Más tarde supimos que del primer precio pactado, su jefe se quedaría con la mitad, es decir que con nuestro trayecto sacó, limpias, 1050 rupias, más que suficiente para vivir él y su familia durante dos meses. No es de extrañar que nos besase los pies. Fue un viaje maravilloso, lleno de emociones y vivencias, y puedo asegurar que ese viaje en taxi reafirmó los lazos que hoy me unen con quien fue mi acompañante.

Jaume Castejón
Grupo B


¡Taxi!

Paso la noche sin ti. Nos vuelve a separar ese maldito taxi que te hace pernoctar entre fiesteros y noctámbulos a los que envidias con toda tu alma. Un plato de lentejas. Eso es lo único que consigues después de vueltas y más vueltas: de la calle de los Mártires a la Avda. del Padre Ellacuría, de la calle Ancha a la calle Larga, de la calle Cervantes a Garcilaso de la Vega esquina con Luis de Góngora… Y esas ojeras; y esa mala leche que se te pone cuando te toca limpiar el vómito de la chavala a la que le sentó mal la última copa. Paso la noche sin ti y cada vez te siento más lejana, como si la emisora del taxi te estuviera abduciendo poco a poco y me estuvieras abandonando con sigilo, sin querer hacer ruido, para no molestar. Me pregunto qué verá el retrovisor de tu coche detrás de tus silencios, al filo de tu mirada, porque yo solo veo el abismo. Tal vez, si pasaras por la Plaza de los Oficios y buscaras otro…

Javier Portilla
Grupo A


Un recuerdo a aquel taxista

Hace tanto tiempo, que a punto ha estado de escaparse de mi memoria, pero lo he rescatado, y con tanta fuerza que revivo con gran intensidad aquellos momentos, aquel día. Era un 10 de enero, la fecha no la puedo olvidar, mi cumpleaños. Estaba convocada a las nueve de la mañana para realizar el primer ejercicio de unas oposiciones, en Madrid. Glorieta de Cuatro Caminos, me informaron que por allí pasaban muchos taxis y no tendría problema, llegué con antelación por eso de la dificultad que pudiera tener cogerlo. La mañana era fría y aún con las farolas encendidas. Pasaban taxis a los que yo gritaba, levantaba la mano, corría tras ellos, pero no paraban. Había un barrendero, me miraba, yo lo miraba como preguntándole por qué pasaban de largo, se me acercó y me explicó que era la hora del relevo, había terminado la hora del servicio de noche y era difícil que parase alguno. Yo estaba al borde del llanto, le conté cual era mi situación y a donde me tenía que desplazar, me dijo que ya no llegaría a tiempo.
Pero sí llegó un taxista que paró, como pude lo puse al tanto de la situación. “Túmbese en el asiento, tranquila, vamos a llegar, arrópese bien” ni me lo pensé. Bajó la ventanilla, sacó el pañuelo, tocaba el claxon con insistencia y, a modo de ambulancia, me llevó sana y salva. Le di un abrazo, pero se me olvidó pagar. Faltaban cinco minutos para las nueve. Alguien, al verme tan nerviosa, me recomendó calma, citaban media hora antes del comienzo, estaba previsto que podían surgir problemas. El examen salió bien.

Inés Izquierdo Pérez
Grupo A


Siga a ese VTC

Me subí en el taxinete y le dije a la conductora, siga a ese VTC. Ella giró la cabeza -una nuca maravillosa- y dijo, tarifa Premium. Rápido -le contesté-me va la vida en ello.

El tráfico era denso, y el patinete adelantaba al vehículo circulando por la acera, o por carriles bici, o por la calzada aprovechando los semáforos, colándose por huecos inverosímiles. Con el corazón en un puño me apretaba a la conductora, ocultándome.

El coche se metió por una calle con poco tráfico, automóviles aparcados en las dos aceras. Pagué un precio justificado y desorbitado a la vez, y saqué mi cámara. Mi mujer se había bajado del vehículo, y estaba parada delante de la puerta de lo que se anunciaría en Internet como un hotel discreto. No podía verme. Esperaba a alguien. Me dio un vuelco el corazón; vi venir a Fulanita, la mujer de su jefe. Despampanante como siempre, moviendo su melena rubia como si desfilara desnuda. Más que un beso, aquello fue un choque de trenes. Sofocos, palpitaciones, taquicardia. No lo he dicho, pero mi mujer se parece a aquellas actrices del cine negro americano, que hablaban a los hombres y estos, milagrosamente, eran capaces de balbucir una respuesta. Armas de destrucción masiva. Desfibriladoras de alta tensión.

Hice la foto. Ahora ya no iba a poder negarse a nuestro trio con Fulanita. Sexo extremo. Ya lo dije: me va la vida en ello.

Ignacio Aparicio
Grupo A


Taxi

En la emisora local del taxi se recibe una llamada.
Cliente. Buenas tardes. Necesito un taxi para la calle Melancolía,, nº 7, por favor.
Recepcionista en la emisora. Lo intentaré, no se preocupe, pero supongo que sabe que hay muchos taxistas que no quieren ni oir hablar de esa calle y claro, tal y como están las normas, no les podemos obligar.
Cliente. Lo sé, estoy acostumbrada a que tarden en venir. No sé qué manía les ha dado ahora y qué afán por ir a esas otras calles (el optimismo, la felicidad) solo son nombres, tampoco es para tanto. ¿puede decirle al taxista que quiero ir al barrio de la alegría?
Además de que es verdad, seguro que así se anima a venir.
Recepcionista. Así lo haré, descuide.
Pasan 35 minutos hasta que llega el taxi.
Cliente. Buenas tardes. Lléveme al barrio de la alegría, por favor. Déjeme en la primera calle, en esa terraza tan bonita que hay al lado de la floristería.
Taxista. ¡Uy! El tráfico hoy está fatal, tenemos muchas calles cortadas por esa zona. ¡otra manifestación! Desde luego, es que no sé por qué protestan ahora, creo que son las mujeres. No sé qué quieren, si nunca han vivido como ahora, viven mucho mejor que los hombres, ¿dónde va a parar?
Cliente. (Frunciendo el ceño) Bueno, en eso no estoy en absoluto de acuerdo.
Taxista. A ver ¿por dónde vamos? ¿Salimos por el paseo del buen rollo?
Cliente. me agobia muchísimo ese paseo, ese ruido, esa música a todas horas, ese ambiente festivo y la gente sonriendo como si estuvieran haciendo un anuncio de pasta de dientes. Podríamos pasar mejor por la calle de la soledad, es mucho más tranquila y seguro que tiene menos tráfico.
Finalizada esa calle, hay que tomar otra decisión: la rotonda del optimismo o pasar por el barrio de la tranquilidad. El segundo es un trayecto más largo y más complicado pero la clienta lo prefiere, aunque el taxista pone cara de disgusto.
Bordean la plaza de las protestas, que está abarrotada. Se oyen canciones y consignas: ni una más!
Se mastica la tensión en el taxi. El taxista esta pensando en lo pesadas que se han vuelto las mujeres, en esa manía que les ha entrado ahora por protestar por todo. La clienta piensa que tienen toda la razón y que en otra ocasión, cuando haya otra manifestación por las víctimas de violencia machista, no debe perdérsela. Los 2 se mantienen en silencio, mientras en la radio suena la cope a todo volumen.
Después de varios giros, llegan a la avenida del equilibrio.
La clienta, con gran placidez reflejada en su cara, pide la cuenta, paga y se baja.
Quiere hacer el resto del camino a pie.

Teresa Sanz
Grupo B


Encuentro

La noche caía oscura y con niebla sobre la ciudad. Hacia frío, mucho, de ese que cala por dentro, húmedo, denso, profundo. Se subió un poco más el cuello del abrigo, se ajustó la bufanda y aceleró el paso, todavía le quedaba un buen rato para llegar a casa. Las calles estaban prácticamente vacías. Muy de tarde en tarde se cruzaba con alguna persona o veía los faros de algún coche entre la niebla. En uno de ellos vio una luz verde en su techo, un taxi, su salvación. Se lanzó a la carretera levantando el brazo aún con riesgo de ser atropellada pero no podía dejarlo escapar. El taxista la vio y paró, y ella se metió rápidamente dentro. Dio las buenas noches y su dirección y ambos callaron, mejor, no le gustaba la cháchara barata de algunos taxistas y aquella noche menos. Como mirar por la ventana era inútil debido a la niebla, se fijó en el hombre que conducía en silencio. Solo podía ver su oreja derecha y un poco de su perfil cuando se movía. Una sensación rara le revolvió las entrañas y se enderezó en el asiento para verlo mejor. Su corazón comenzó a golpear su pecho atropelladamente. Sí, era él no tenía dudas,conocía perfectamente cada centímetro de su cuerpo, aquella nariz recta, aquella oreja pequeña. Se fijó en sus manos sobre el volante, aquellas manos morenas de dedos largos y finos que recordaba sobre su cuerpo en las noches de insomnio eran las suyas. Empezó a sudar, un sudor frío que le destemplaba el cuerpo. La habría reconocido él? No lo creía, no se había vuelto para mirarla ni una sola vez y su voz ya la habría olvidado, ella tampoco había reconocido la suya. Empezó a secársele la boca y el nudo en la garganta le hacía difícil tragar. Eran dos extraños en un taxi cuando en algún momento lo habían sido todo: tardes en la playa retozando, paseos por la ciudad cogidos de la mano, horas interminables de sofá y películas, largos viajes en coche, cervezas a medias en noches de fiesta, discusiones, reconciliaciones, noches de caricias hasta el amanecer...
Y de eso hacia tanto tiempo, tanto, que ahora solo eran dos extraños en aquel taxi avanzando entre la niebla de una ciudad desierta. Se estaba empezando a agobiar de estar con él en aquel cubiculo del que quería salir. Quería dejar de compartir el aire con él, de mirar sus manos , pero no podía hablarle, no podía saludarle como si nada, como si él no la hubiera abandonado, sin despedirse, como si no hubiera ignorado sus mil llamadas y millones de mensajes. Por fortuna se dio cuenta que ya estaban llegando a su casa y ahora la que quería huir, la que necesitaba huir de allí sin dar explicaciones era ella.
Paró delante de su edificio y casi sin darle tiempo a darse la vuelta para decirle el importe de la carrera ella ya le estaba poniendo un billete en la mano. Sus ojos se encontraron unas milésimas de segundo, lo suficiente para que ella viera en sus ojos reconocimiento, sorpresa, vergüenza, miedo, dolor todo a la vez. Susurró un quédese con la vuelta tembloroso y salió. El frío de la noche la acogió y ella lo aspiró a bocanadas. Se dirigió con rapidez a su portal, entró y entonces se giró, viendo como el taxi aún seguía allí, aunque al poco comenzó a moverse y por fin desapareció entre la niebla. Ella por fin pudo soltar el aire que retenían sus pulmones. Sintió como le temblaban las piernas y se sentó en la primera escalera. Tenía una sensación rara como de vacío, pero también de alivio, como si acabara de soltar un peso que llevaba cargando durante años. Todos aquellos años en los que sus pensamientos volvían recurrentes a él, a todos sus porqués sin respuesta, en los que aún seguía sintiendo algo a pesar del dolor. Y aquella noche, en aquel taxi, se había dado cuenta que ya no eran nada, ya no eran nadie, solo recuerdos. Y sintió ese vacío no como algo malo, si no como un vacío que tenía ganas de llenar, que ahora podría llenar porque ya no tenía nada y por primera vez en muchos años quería todo.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Siguiendo al Taxi

Desde la terraza de la cafetería de Vialia tenía la mejor visión posible de la parada de Taxi situada en la estación de Renfe: podía observar la disposición de los vehículos, comprobar su numeración y, así, localizar el Renault Laguna 8932DLZ que debía vigilar. Era fácilmente distinguible por el anuncio de ‘E.Leclerc’, situado en el maletero. En la misma acera, pero más abajo, estaba mi compañero Pablo, al que se le asignó la tarea de chofer, con el fin de facilitar el seguimiento. Eran las 9 de la mañana, en esos momentos, el objetivo se encontraba en tercera posición, por lo tanto había que estar alerta por si la marcha de los que ocupaban los turnos anteriores se producía de forma rápida.

El encargo había llegado justo el día anterior pero el jefe del departamento me urgió a darle prioridad porque el propietario de la compañía de taxis es su amigo y antiguo colega de correrías, según averigüé más adelante. Al parecer, no se fiaba del conductor, pensaba que trucaba el taxímetro y que utilizaba el vehículo para tareas ajenas al servicio. En la inspección de trabajo no es habitual que un agente se dedique a una labor detectivesca, ni mucho menos con tal urgencia y en exclusiva, pero en esta ocasión la jornada se planteaba así y lo asumí con resignación.

El taxista en primera posición estaba cogiendo el micro de la emisora y se sentaba ante el volante: ¡Se iba! Avisé a Pablo para que pusiera el coche en marcha y se acercara a la parada. La consumición estaba pagada desde el principio para no perder tiempo.

El segundo taxi salió del aparcamiento. El siguiente era el mío. Me encaminé hacia el auto oficial, que por suerte no llevaba ningún distintivo, porque de otra manera estaríamos haciendo el ridículo más espantoso. No quiero hacer un chiste, pero es que a veces la administración es así de absurda.

-Atento, Pablo, que ya sale. Procura no acercarte mucho, no podemos dejar que nos descubra.

El Renault Laguna se incorporó a la calzada y ¡Mierda! rápidamente hizo un giro en medio de la calzada para tomar el paseo de la Estación en sentido contrario. Pablo reaccionó con presteza e hizo la misma operación. Le seguimos hacia la rotonda del Coronel Antonio Heredero Gil y vimos que se desviaba hacia la avenida de Portugal, cuando llegó a Torres Villaroel giró en la rotonda para coger esa calle y llegó al paseo de Carmelitas, siguió por Wences Moreno y entró en la plaza del Oeste. Según Mi Google maps había recorrido 2.1 km y había tardado 8 minutos.

Llamé a la compañía del taxi en la que teníamos un enlace para el seguimiento. Me confirmaron tiempo y carrera a la vez que me anunciaron las nuevas indicaciones para el taxista: que se vaya a la parada situada en la avenida Portugal a esperar un nuevo viaje. Nos disponíamos a ir hacia la zona cuando recibimos un mensaje de nuestro enlace: ‘El conductor nos avisa de que le han parado por la calle y que ya reportará al finalizar el servicio’.

-Vaya, empieza pronto con sus trampas, comento con mi compañero.

Nadie le había dado el alto y el taxi iba de vacío, eso significaba que ahí empezaba realmente la investigación. Teníamos curiosidad por lo que nos iba a deparar. El primer estacionamiento lo hizo frente al hospital de la Santísima Trinidad donde subió un hombre joven. Durante casi media hora estuvimos siguiéndole por diferentes calles de la ciudad manteniendo una ruta con paradas rapidísimas en las que el chico se apeaba del vehículo, llamaba a un timbre y se encontraba fugazmente con otra persona en el portal. Así, hasta nueve etapas entre la plaza del Oeste y la calle de San Quintín, donde se bajó el pasajero.

-Creo que conozco a este joven, le dije a Pablo. Sé que su cara me es familiar, pero no tengo ni idea de qué ni de dónde.

Al instante recibimos una comunicación de la compañía: ‘Se dirige a la parada de la Estación’. Y allí nos encaminamos nosotros. El resto de la mañana fue rutinario, comprobamos todos y cada uno de los servicios con nuestro enlace y no percibimos ninguna irregularidad, aparentemente. Al filo de las tres de la tarde, cuando nos preparábamos para dar por finalizada nuestra jornada –y la suya-, nos entra un nuevo mensaje: ‘Le han vuelto a parar por la calle, reportará más adelante’.

Y ahí estábamos de nuevo encaminándonos a San Quintín para ver cómo recogía al joven que ya conocíamos y del que habíamos tomado imágenes fotográficas subiendo o bajando del taxi y llamando en los portales. En esta ocasión, la excursión nos llevó por diversas urbanizaciones cercanas a Salamanca con varias paradas en las que el ocupante siguió idéntico ritual. Una hora más tarde se apeó en el paseo del Rollo y nuestro taxista volvió a encender la luz verde de ‘libre’.

La aventura finalizó en ese mismo momento cuando la empresa nos advirtió que el Renault Laguna había anunciado su fin de jornada. Fue como una liberación tanto para mi compañero como para mí, porque este ‘trabajito’ nos había dado qué pensar y lo habíamos comentado en nuestras horas de espera: ¿Qué necesidad tenemos de hacer estas chapuzas como si fuéramos detectives de película de serie B? ¿Por qué? La tecnología actual permite localizar todos nuestros pasos por medio de nuestro teléfono móvil, más aún si la persona a vigilar lleva una emisora, un celular y un vehículo.

Al día siguiente entregué a mi jefe de Departamento un informe detallado y adjunté las fotografías que habíamos tomado durante la jornada anterior. Mientras revisaba el material, quise mencionarle la conveniencia de utilizar medios electrónicos sofisticados y muy efectivos para este tipo de trabajos, pero de repente le cambió el semblante, y sin dejar que acabara de hablar, me dio dos palmaditas en la espalda, con un “¡buen trabajo!” y me mandó a mis tareas cotidianas.

Pasaron los días y no lograba enterarme de qué medidas se habían empleado contra el taxista o si le habían puesto una sanción o incluso despedido de la compañía. Por fin me decidí a preguntárselo al jefe.

Todo fue un error de la empresa -dijo-. La realidad es que aquellos servicios estaban solicitados con anterioridad y por eso no aparecían en la agenda diaria. Se comprobó que no hubo ninguna irregularidad ni, mucho menos, un fraude.

Cuando iba a replicar para informarle sobre la actividad sospechosa del pasajero en connivencia con el conductor vi de reojo la foto de graduación de su hijo. La había visto mil veces. Estaba sobre la mesa, al lado de la pantalla del ordenador. ¡Claro que me sonaba su cara!
Por fin se ha aclarado todo –dije, mirándole fijamente a los ojos.

Él, sólo agachó la cabeza.

Maxi Moreno
Grupo B


TAXI FÉNIX

Había aceptado ir a ese curso tedioso en Madrid, y favorecer así a un compañero al que le resultaba más complicado asistir por razones familiares. Se dijo que, al fin y al cabo, podría estar de la misma forma allí que en su ciudad de residencia y que una semana se pasa de cualquier forma.
Su vida anodina y triste podía continuar aquí, allá o en cualquier lugar por una semana, un mes o un año. Además le serviría para romper un poco con la monotonía del paseo diario por las mismas calles de su casa al trabajo y del trabajo a su casa que, a eso y poco más se reducía su vida. Aunque de carácter tranquilo, nunca antes había experimentado esta apatía. Su curiosidad innata por conocer cosas, estaba en una especie de punto muerto. Pocas cosas le satisfacían realmente Salvo por los lapsus de humor que incluso tenía para con él mismo, y que eran su tabla de salvación –se decía a veces-, estaba triste. Triste por decepción. Triste por desamor. Triste por exceso de preocupaciones no compartidas. Triste por los fracasos. Triste por estar triste. Triste, triste, triste; como aquellos tres tristes tigres que tragaban trigo en un trigal; en el trigal de la tristeza –se dijo riendo. Y, a pesar de estar tan triste no encontraba momento para llorar.

Se levantó muy pronto y se encaminó con tiempo a la estación de Renfe. La fresca pero diáfana mañana primaveral invitaba a pasear. Hacía mucho tiempo que no conducía. Nunca le gustó aunque tenía el permiso. Si bien antes prefería viajar en autocar porque le parecía que se veían mejor los paisajes que desde el tren; desde que lo común era transitar por autovías, se decantaba por este último medio. Hay que decir que la edad también tenía que ver. Ahora ya no le daba igual viajar encogido. Prefería la amplitud del vagón del tren y ver correr los campos desde la ventanilla. Aquello le producía una enorme paz. A veces consciente, a veces insconscientemente, allí solía hacer abstracción de sus preocupaciones. Su mente vagaba entre el interior del vagón y lo que había fuera. Por momentos se sentía un espíritu libre a medida que el tren se alejaba de su ciudad dejando atrás su casa y sus asuntos cotidianos. Si antaño era habitual verle leer en los viajes, ahora prefería deleitarse con la lectura de ese otro gran libro abierto que es aquello que se muestra a la vista de nuestros ojos y entra por todos los sentidos.

Era domingo y era temprano. El tren discurría indolente y semivacío hacia su destino.

Se fijó en un niño que viajaba solo. El revisor habló con él y luego, tranquilamente fue a pedir el billete a otro viajero. Como si sintiera su mirada clavada en él, el niño se dio la vuelta y le sonrió. Tenía un abundante pelo claro, una alegre sonrisa y unos ojos pícaros que sonreían doblemente. Él devolvió la sonrisa y de pronto le pareció que algo había ocurrido aunque no sabía muy bien qué. El niño le señaló la ventanilla. Él giró la cabeza para mirar y, en ese momento vio un precioso pájaro que voló visible para él durante unos segundos. Se volvió hacia el niño de nuevo pero sólo le vio de espaldas alejándose e introduciéndose en el vagón de delante. Pensó que en él estarían sus padres y volvió a mirar hacia fuera.

Cuando el tren llegó a Madrid, se bajó tranquilamente. No tenía prisa por llegar al hotel donde había de alojarse, además era muy pronto y no le dejarían pasar a la habitación que tenía reservada. Decidió darse una vuelta por la ciudad. Salió de la estación sin un plan preestablecido. Ni siquiera se había planteado coger un taxí. Pero allí había uno estacionado. Sólo uno. Debía haberse entretenido más de lo que parecía antes de salir de la estación, -pensó. Curiosamente, ni siquiera había gente alrededor. Era como si aquel taxi y su conductor estuvieran esperando exclusivamente por él. El taxista incluso le dirigió una mirada sonriente como invitándole a entrar. Él titubeó, sonrió y sin saber el por qué de aquel impulso, se vio de repente dentro del taxi sentado en diagonal con respecto al conductor. Tras el saludo inicial, éste le preguntó por su destino. Él dijo: -tengo tiempo, sáqueme de aquí. Esta mañana me dejaré llevar. Será usted quien decida por donde quiere hacerlo-. Para su sorpresa, el taxista no se sorprendió. Se limitó a asentir sonriente mientras empezaba la carrera diciendo: -esta carrera hoy la pago yo.

Ojiplático pero sin tiempo para reaccionar, se vio el protagonista de esta historia inmerso en la vorágine de una carrera de taxi que parecía más bien una persecución propia de una película de acción. El sonriente taxista que miraba divertido a través del retrovisor conducía a toda velocidad, esquivando cuantos obstáculos encontraba a su paso por el Paseo de la Castellana. Para mayor sorpresa, nadie parecía darse cuenta y tanto vehículos como transeúntes circulaban normalmente.

Cuando el taxista giraba y tomaba alguna calle menor, aminoraba su marcha tanto a veces, que el coche iba casi parado permitiendo así la observación de cuanto acontecía en ella. Si nuestro hombre, intentaba decir algo; el conductor se limitaba a mirarle con una expresión de divertida bondad mientras ponía el dedo índice de su mano derecha en los labios invitándole a no decir nada. Y él se dejaba llevar sorprendentemente tranquilo, mirando por la ventanilla a la que había bajado el cristal para sentir mejor el aire de aquella mañana y aspirar su aroma.

De repente, otra avenida y el conductor giraba y se volvía nuevamente loco conduciendo a toda velocidad como si quisiera despertarle y ¡vaya si lo hacía!. Pero ahora el hombre no sentía miedo. Realmente se divertía. Tanto que reía a carcajadas y el taxista con él. Si existiera la felicidad bien pudiera ser el estado en que se encontraba en ese momento. Nuevamente calles pequeñas, callejuelas… De nuevo la calma y la vida cotidiana: el ir y venir de la gente; la actividad diaria…

Y de pronto lo vió. Vió al niño del tren. Iba solo. Se dirigió a un taxi y como por arte de magia se introdujo en él.

Se volvió hacia el taxista y casi gritando, le indicó: -¡siga a ese taxi!. Él asintió y ahora sí: ahora puso en marcha el taxímetro y guiñándole un ojo dijo: - En este momento, empieza la carrera pero ésta no será gratis! . Y soltó una carcajada. Pero el hombre casi no le prestó atención atento como estaba a no perder de vista a aquel niño.

Fueron siguiendo al coche, curiosamente, al mismo ritmo de antes. Muy lentos por las calles pequeñas. Como en una persecución por las avenidas. Y entonces el niño se giró y miró por la ventana de atrás. Se reía. Hubiera jurado que se reía de él. Intrigado, volvió a decir al taxista que ni por asomo se le ocurriera perderle de vista. Él se giró y riendo asintió.

Por fin, el taxi que llevaba al niño detuvo la marcha a la puerta de un hostal pintado de una original manera. Se llamaba Fénix.
Una exultante mujer, salió a recibir al pequeño. Hizo un alegre gesto de saludo al taxista. Al del niño y ¡al suyo!.
Hubiera jurado que también le había saludado sonriente a él antes de volver a entrar en la casa.

Entonces decidió que se alojaría allí. Pagó la carrera casi abrazando al conductor del taxi. Se sentía pletórico y en ese estado salió a la calle y llamó a la puerta de aquel hostal. Se volvió y el taxi sorprendentemente ya no estaba.
Mientras esperaba a que alguien abriera la puerta y, casi implorando que fuera aquella mujer, se fijó en el cartel del nombre de la calle. ¡Estaba en la Calle Válgame Dios!.

¡Válgame!, -se dijo cuando la puerta se abrió.

Mercedes González
Grupo A


Siga a ese taxi

Tengo que ir a la urbanización El Carambolo, al Aljarafe sevillano, y no precisamente a ser portador de buenas nuevas.
Llevo todo el fin de semana tratando de retrasar la cita con mi paciente(cierto en este caso) que se encuentra al borde de la muerte.
Ya hace años que esta diagnosticada de una dolencia para la que necesitaba un transplante.
Se le acaba el tiempo y no hemos sido capaces de encontrarle un órgano compatible y esto es precisamente lo que le tengo que comunicar.
Sevilla, domingo cinco de la tarde , calle Sierpes y ¡ni un puto taxi en toda la calle y aledaños!... Tampoco tengo prisa por transmitir el fracaso que llevo por noticia.
Por fin, aparece uno libre al que hago señas. Le indico la dirección y el taxista arranca.
Ya en plena carrera, me dice que le es estrictamente necesario pasar por Triana, pues ha de hacer un recado urgente.
Sopeso las posibilidades y me inclino por la actual comodidad y el excelente aire acondicionado del vehículo y decido asentir, máxime cuando también me dice que este tramo no lo incluirá en la factura.
Pasamos por el barrio de la Macarena hacia el puente de Triana dejando la calle Betis a la izquierda y nos dirigimos a Pages del Corro, donde tiene el tablao mi amiga y paciente “La Anselma” .
Cuando estamos a punto de rebasarla, el taxista da un frenazo y se baja del taxi haciendo grandes aspavientos, como si estuviera preso del ataque de un enjambre de avispas y se dirige hacia otro taxi allí aparcado, a la escueta sombra de un naranjo.
Observo que abre la puerta de atrás del otro vehículo, de la que a duras penas, sale un hombre a medio vestir, con el que se enzarza en una fuerte discusión que, pasa directamente a pelea, cuando por la otra puerta trasera aparece una mujer con cara de susto, pelo revuelto y una de sus medias saliendo por debajo de su falda.
En un momento dado, una navaja refulge en el aire y se clava en el cuerpo de mi taxista.
Salto como impelido por un resorte fuera del taxi no dando crédito a lo que sin duda está pasando ante mis ojos, estoy angustiado y aumenta mi aturdimiento al recibir la bofetada del inclemente calor mezclado con un denso olor a azahar.
Conmocionado y con la boca como si acabara de participar en una cata de polvorones no acierto a articular palabra.
No presto atención si no al otro taxista que, mira ora al caído ora a la navaja que empuña en su mano, con cara entre estupor e incredulidad mientras que la mujer le increpa a grandes voces.
Con un brusquedad , intenta obligarla a entrar en el coche mientras ella grita y se resiste.
Por fin logro comenzar a pedir socorro a grandes voces y comienzan a aparecer algunas personas alertadas por el griterío.
Un coche de alquiler con conductor y su pasajero se ponen a mi lado preguntándome qué ha pasado y en que pueden ayudar.
En ese preciso instante me suena el busca, es el teléfono del marido de mi paciente, con un mensaje sobre la imperiosa necesidad de que me persone en el hospital (me temo lo peor).
Por fin reacciono e inspecciono la herida de mi taxista percatándome de inmediato que reviste extrema gravedad. y comienzo a taponarle la hemorragia como puedo.
Vuelvo a la realidad inmediata al sentir como arranca y sale huyendo el otro taxi y le digo al pasajero del cabify que se ponga al volante de mi taxi para tratar de llegar al hospital mas próximo. El conductor del coche de alquiler se ofrece a hacerlo él y le respondo gritandole. ¡Siga a ese taxi!

Carlos García Riesco
Grupo A


Siga a ese Taxi 

«Siga a ese taxi». Le había sonado bien —se dijo—, voz no en exceso autoritaria, gesto un punto amargo a lo Humphrey Bogart, ya no se puede llevar el cigarrillo colgando.

Lo tenía bien ensayado. Veintidós años desde que pronunciara la frase por primera vez; de entonces acá, no deja de proporcionarse ocasión un par de veces al año. Con las mujeres nunca se sabe, con Marivi menos. Se felicita una vez más por el acierto que tuvo al haberla escogido a ella (no eran pocas las opciones) para compañera de toda la vida.

¿Y quién irá en el taxi de adelante? Aunque da lo mismo eso ahora, cuando el taxi de adelante se detenga y baje su ocupante, él ordenará a su taxista que continúe hasta que buenamente aparezca otro taxi ocupado y «siga a ese taxi», de nuevo. Gesto serio, naturalmente, la cosa no es ninguna broma.

Necesita él un tiempo a bordo para recrear lo sucedido aquellas primeras veces: «Siga a ese taxi». Y en el taxi de adelante iba su mujer, Marivi, veinticuatro años entonces, que ante su inquietud había empezado a maquillarse con esmero cinco minutos antes de que él saliera para el trabajo. El viaje concluía siempre a la puerta del Hotel Majestic. Y duraba la estancia una hora cuando menos. Y cómo ralentiza el tiempo cuando amarga el sentimiento. Cuando al fin salía ella, lo hacía taconeando con esa fuerza, esa energía, que a él le enamoró desde el primer momento y que últimamente parecía incluso haberse potenciado. Se dirigía con ese imperio hacia un taxi (lo habrían pedido desde recepción) que la aguardaba para devolverla a casa de nuevo. Y él, ¿cómo iba sentirse él? Lunes, miércoles y viernes, tres días por semana el mismo tormento. En alguna ocasión él se quedaba rondando la puerta del Majestic, aguardando a ver si salía un conocido… que nunca salía. Gente toda con pinta de viajantes, de turistas, de extranjeros. Derrotado, terminaba por marchar al trabajo, que le agobiaba, como siempre; como siempre no, mucho más que antes, ahora con esas pérdidas de tiempo y encima el comecocos. Era de no creer, acabaría volviéndose loco.

La agencia de detectives, cómo no lo había pensado antes. La agencia de detectives lo aclaró. Marivi, al llegar pasaba a cafetería, ocupaba siempre la misma mesa; le servían el desayuno y se quedaba leyendo la prensa local. Consultaba su reloj de vez en cuando, parecía interesada en cumplir con los tiempos. En la agencia de detectives llegaron a insinuar algo, pero eso no era cuestión suya, se limitaban solo a sugerir; él sabría.

Hoy día ya no se siente tan esclavizado por el trabajo, a todo se aprende. Era cuestión de planteárselo en serio y organizarse; y la verdad es que así la vida se disfruta más. Ha de haber tiempo para todo; para el trabajo por supuesto, pero eso no ha de impedirte cumplir con otras obligaciones, sagradas obligaciones: la mujer, los hijos, una vida social en condiciones... Marivi, qué ocurrencia la suya; y encima se lo tienes que agradecer. Él, por supuesto, jamás se lo mentó; y Marivi nunca dijo nada tampoco, ella es más bien de silencios. Marivi solo en una ocasión, cuando las bodas de plata, dejó caer muy en suave aquello de que una amiga suya siempre andaba repitiendo el dicho del clásico. Eso de que «celos, del amor son alimento».

«Ahí mismo, pare usted, en la esquina». Bajó del taxi, abonó el importe de la carrera y dejó propina. De allí al trabajo, dos minutos andando. Aceleró el paso aun consciente de que hoy, de cualquier modo, habría de ser un día de poco rendir. A las dos había quedado con Marivi. Comerían fuera, ella no tenía gana de andar preparando comida. Y él: «Pues nada, mi reina, tus deseos son órdenes. Pero el sitio lo pongo yo, ¿te parece? En el Majestic».

Pascual Martín
Grupo B


Taxi

-Hola buenas, está ocupado el taxi.
No está ocupado
-¿Dónde quiere que le lleve?
-Lléveme, hasta el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
-Su cara me suena algo conocida. ¿Dónde le he visto antes?
-Soy el actor Antonio Resines. Me habrás visto en la serie Los Serranos.
-Ahora lo recuerdo, tenía unos catorce años, me sentaba en el sofá para ver todos las semanas la serie.
-¿Por dónde vamos?
-Estamos a punto de llegar a la Gran Vía.
-Mejor páreme aquí que voy hasta el círculo de Bellas Artes andando.
-Espere que le doy la cuenta.
-Aquí la tiene.
-Quédese con la vuelta.
-Mucha mierda en la entrega de premios.

David Álvarez
Grupo B


Siga a ese taxi- le dije al conductor justo en el momento en el que se ponía en marcha el vehículo de adelante.
Podía haber luchado un poco más, haberme esforzado, haberme pasado más horas de las que hice estudiando y sacando el tiempo que no tenía para finalizar la carrera de Medicina, que siempre soñé y quise hacer.
Y delante de mi iba el taxi que decidiría si realmente conseguiría el título o no.
El profesor de adelante llevaba todos los exámenes de final de carrera.
Y se dirigía al aeropuerto de Matacán.
Le pedí al conductor que me esperara.
Y me dirigí al profesor.
- Ha aprobado- me contestó ante mi insistencia - no se preocupe pasa.
La alegría que me llevé os lo podéis imaginar.
Aquella noche dormí con una sonrisa en la boca.

Iria Costa
Grupo B

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