Sesenta y cuatro caballos. Formas de narrar

La sesión del lunes pasado la dedicamos a la forma de narrar de Antonio Pereira. Nos asomamos, como por el ojo de una cerradura, al universo del escritor, uno de los grandes.
Cada cual eligió uno de los sesenta y cuatro caballos y galopamos juntos por el folio.



Sesenta y cuatro caballos
Antonio Pereira
Selección de Úrsula Rodríguez Hesles.
Prólogo de Juan Carlos Mestre.
Colección Calambur 20 años, 144 págs. 12,00 €


Antonio Pereira nombraba lo que importa, la condición de cuanto alegre hace causa con lo luminoso. A nadie que haya leído alguno de sus libros le habrá resultado indiferente la emoción compasiva con que subraya cada una de sus líneas la peripecia humana.

Juan Carlos Mestre

Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1923 - León, 2009) se dio a conocer como poeta, aunque pronto le siguió su labor narradora; y de la simbiosis de ambas formas de escritura consiguió extractar con su inteligente humor y delicada socarronería cuentos y relatos, todos ellos poéticas piezas de cuidada expresión a la altura de los grandes narradores universales de lo breve. No en vano, cada vez es más frecuente que se reclame su figura entre aquellos lectores y creadores del microrrelato, que ven en su obra uno de sus solitarios precursores. Pereira es uno de esos artistas que, distante de posturas academicistas y casi sin proponérselo, dejó humildemente un legado cuyo radical magisterio consistió en descubrirnos la natural precisión semántica y emocional con la que nos hablan las palabras cuando éstas son el verdadero hogar de lo que se cuenta. Esta antología, que toma su título de uno de los poemas de Antonio Pereira, ofrece un selecto paseo por una obra urdida con un original y sutil talento poético-narrativo.

Como adelanto, les ofrecemos los poemas que abren y cierran la antología:

Sesenta y cuatro caballos

Los Pereira (o Pereyra) que salen en las enciclopedias heráldicas se nos hacen algo molestos a quienes somos sus parientes de la rama pobre, y es por lo tacaños y esa manera que tienen de saludar, como si diesen los buenos días desde encima de la montura.
Ellos descienden derechamente de don Gonzalo Pereira, pero poco se parecen al antepasado dadivoso.
Lo escribió Pedro de Bracelos: Que teniendo el don Gonzalo treinta y dos caballos, en un solo día regaló todos a distintas personas. La cosa huele a invención y adorno.
Pero sigue la Crónica con que en ese mismo día los volvió a comprar don Gonzalo, aquellos treinta y dos caballos, para así poder regalarlos a otras tantas personas de su estima, y entonces el caso se hace creíble, porque a los bebedores del anochecer nos resulta más fácil aceptar lo enorme que lo mediano.

Oración

Señor ya sabes mis cuidados con el butano y los grifos
todo lo cierro bien pero es difícil desentenderse
inspecciono la antena
las macetas con tantas criaturas que por debajo pasan
sufro mucho Señor
y aunque te agradezco no haberme hecho cirujano
ni conductor del autobús escolar
te pido que un ratito te quedes responsable
que aguantes todo esto mientras voy a un recado
y cualquier día no vuelvo.

Información tomada de la página de la editorial Calambur

El fabulador a domicilio

En nuestro pueblo se le tenía mucha consideración al fabulador a domicilio, la gente de fuera se extrañaba de que en una villa próspera existiera un oficio que parece de otros tiempos.
–Mamá –avisaba la niña–, es un hombre que dice que lo vienen persiguiendo y que si lo dejamos esconderse en casa.
–Pregúntale de dónde viene y quiénes lo siguen.
–Ya se lo pregunté –decía la niña, nada sorprendida–: de los Mazos y que son los de la francesada.
–Pues que pase.
El acuciado por los franceses vestía con modestia, pero iba el hombre de un limpio reciente y deliberado, como quien va de visita y no huyendo de nadie. Según sus noticias, una avanzadilla de los gabachos se había adelantado por las viñas de los frailes hasta tomar las fraguas, pero Santo Dios la que quedaba en Cacabelos. Cientos de cañones y no traían un general cualquiera, ¡Napoleón en persona!
La mamá y la niña –y por supuesto, el fabulador– jugaban al sobrentendido. El fabulador tenía un surtido de invenciones. De guerras y de la guerra civil, pero también de resucitados y aparecidos, de la Santa Inquisición.
Contaba una historia con mucho relieve y se quedaba a comer, otro estipendio no tenía.
Un día comió tres botillos de Molinaseca, que son más que terciados, y le dio un derrame cerebral. Esto fue en casa del dueño de las minas, la casa que le tocaba por turno, y en seguida vino el 112, y en el hospital le operaron la cabeza.
Salió cambiado, sin la paranoia dijeron los médicos, como si lo de este hombre fuesen locuras y no un oficio bien digno.
Siguieron llamándolo para algunas casas, sólo de vez en cuando, por caridad. Y él se estaba en un mutismo penoso, sólo hablaba para las cosas indispensables.
Hasta que se vio aparecer un claro de esperanza.
Lo llamaron de casa del veterinario, y al hilo de unas tajaditas de la matanza, de las que le mandan al facultativo para analizar, se arrancó de repente como si un golpe en la cabeza le hubiera encajado las capacidades antiguas. Con mucho detalle y en estilo más bien realista contó que por un ventanuco de la sacristía de Santa María la Real le cuadrar ver a don Ricardo y a la profesora de gimnasia prevaricando.
Los que creíamos en el fabulador sabíamos que jamás había contado nada que no fuera fantasía suya. Don Ricardo es un santo, las señorita de gimnasia es legal. Pero luego se supo que los neuros del hospital le tocaron al fabulado algún relé del mecanismo y ahora sólo cuenta historias verdaderas. Y eso en nuestro pueblo no le interesa a nadie.


En el año 1984 el director de cine José María Martín Sarmiento realiza la película El filandón en el que se relatan distintas historias: Luis Mateo Díez narra "Los grajos del sochantre", Pedro Trapiello "Láncara", Antonio Pereira "Las peras de dios", José María Merino "El desertor" y Julio Llamazares "Retrato de bañista". Estos escritores, junto a otros como Juan Pedro Aparicio, son los responsables de la popularidad literaria del filandón y de su renacimiento:





Y estos son algunos de los trabajos de dicha sesión, cuya propuesta de escritura fue continuar el verso (y para ello cada cual elegía el género) del protagonista de uno de sus cuentos:


LENTA ES LA LUZ DEL AMANECER EN LOS AEROPUERTOS PROHIBIDOS

Una vez estaba en la taberna el poeta inspirado haciendo su papel de poeta inspirado. Todos los respetamos mucho en sus esperaras de la voz misteriosa, aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parrouqiano de la taberna con la alegría lúcida d elos primeros vasos, y fisgó el renglón que campeaba en la hoja:

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.

El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema.
El parroquiano suspiró:
–Es un buen empiece, poeta. Pero ahora qué.



Melancolía de un amor imposible
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos
de tu piel morena,
y una sola mi ansia de cristal en la sala de espera.
Las manos sobre el vidrio frío y el aliento dibujando su silueta,
mas no aterriza nunca el avión de mi dicha completa.
Lenta es la luz, y arde a fuego lento la pasión que me enerva.
Recortado al crepúsculo de un alba de inocencia,
aeroplano de amor, te siento volar cerca…
y tan lejos como vuela una quimera.

En los aeropuertos prohibidos de tu piel morena
aterrizan mis sueños sobre lágrimas nuevas,
que perdí ya las viejas entre los herrumbrosos quejidos
de un corazón acostumbrado
a esperar en vano,
a esperar con pena.
Allí será la flor que se marchita,
allí el melancólico suspiro
de un perdedor con trazas de poeta,
mendigo de una suerte siempre esquiva
que, oh infeliz, aspiró a aterrizarte
y a verte aterrizar,
pista con pista,
a la pálida luz de la luna llena.

Rápida es la luz del anochecer en los aeropuertos permitidos
de tu piel morena.
Y pasará fugaz,
mas no por mi rivera.

Óscar Martín
Grupo A


Lenta es la luz...

Llegó a la taberna el poeta de tan grande obra pensada y tan exigua florecida, y se le hizo sitio a la mesa de los ilustrados.

—Siéntate, poeta —invitó alguien con la torcida intención a que mueven los vasos insistidos— ¿Lograste superar el verso hermoso que te sabemos?

—Esquiva cual fémina suele mostrarse la musa —dejó caer el vate—, pero acaba por hacer fecundas las esperas lentas y confiadas cuando perseveras lo bastante.

Desplegó el sobado folio donde campeaba un solo renglón. Estiró el papel con esmero para girarlo poniendo abajo lo de arriba con flema deliberada. Lope Grau fisgó:

«Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos».

—Muy bien, pero ahora qué, poeta. Es lo de siempre.

—No, prosista; no has caído en la cuenta. Mi duda era cómo terminar y ahora tengo un final excelso. ¿Qué cuesta pergeñar los versos previos?

Pascual Martín
Grupo B


Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos,
esperando que aterrices para volver a abrazarte,
mientras me escondo para no ser descubierto
y para contarte mis instantes sin tu presencia.

Sin ti, agua limpia del océano,
transportado a los umbrales submarinos,
sucumbiría a los terrores,
a las intrigas, a los feroces enemigos,
al perfume de la compasión.

Por eso sigo esperando que mengüe lentamente
la luz del amanecer en estos aeropuertos
que prohiben mi ausencia,
mi quietud, mi amor por ti.

Jaume Castejón 
Grupo B


El Almacén de las Caras Bonitas. (Una cara para Blanca)

Abuela Carmen dio un suspiro profundo, se retiró a un rincón alejado y comenzó a rezar el rosario a la Virgen de los Dolores; Abu, en su incredulidad, no pudo contener la risa que se transformó en irresistible carcajada, y yo a punto estuve de desplomarme a causa de un mareo, que supe espantar a tiempo.

Había llegado mamá entusiasmada porque pronto iba a tener otra niña. Hay que ser despistada para olvidar elegirle cara. Cuando Abu dejó de reír, abuela Carmen acabó el rosario, y yo me recuperé, nos reunimos en busca de solución a tan gran desatino. Abuela Carmen propuso acatar la voluntad de Dios, quien en su sabiduría, concede a cada cual cuanto merece y le corresponde. Abu, tras el ataque de risa, entró en llanto inconsolable. En aquel estado, ninguna estaba capacitada para arreglar tan gran disparate. Me correspondía a mí encontrar la solución. Lo haría. No di explicaciones.

Nadia, la hija mayor del señor Belisario, me informó de la existencia de un almacén de caras en la Ciudad Lejana. Busqué en mapas viejos de cuando iba a escuela y logré situarla. Se hallaba a una distancia insalvable para cualquiera, pero no para mí y mi viejo Peugeot.

Antes aún de amanecer, cuando las estrellas seguían correteando por el cielo, crucé una enorme llanura donde luces de pequeñas aldeas iluminaban calles desiertas. Llegué a La Ciudad Lejana con los primeros rayos transponiendo la colina dorada que la cobijaba.

Un guardia panzón y bigotudo nos indicó el lugar del almacén. Se trataba de una enorme nave, casi infinita, a la que no se le adivinaba el final. Su interior estaba abarrotado de estanterías metálicas repletas de caras de niñas y niños. Las había de piel clara y pelo rubio, negras, de ojitos rasgados, de aspecto triste o sonriente, alguna pelirrojas, otras con mechones de colores. Cientos. Miles. Durante horas busqué la más parecida a la cara de mis sueños. Sí, las había bonitas, pero ninguna se le asemejaba, aunque recorrí atento los pasillos dos o tres veces. Me dispuse a marchar, pero antes recordé la pesadumbre que oprimía a la mamá de Paula por la fealdad de su hijita. Retorné y elegí una de piel morena y pelo negro ensortijado. Me sonrió agradecida. Llenaría sus vidas de felicidad para siempre. Me la guardaron en una caja, la envolvieron con papel dorado y adornaron con un lazo grande de colores. Pagué y emprendí camino de regreso. De nuevo la llanura, las estrellas en el cielo y las luces anaranjadas alumbrando calles vacías de pueblos muertos. En casa existía preocupación por mi tardanza y luego frustración, por regresar sin cara para nuestra niña.

Las tranquilicé al indicarles que sabía de la existencia de otro almacén, localizado en el Pueblo Grande, más allá de las montañas de las nieves permanentes. Alba se apuntó a hacerme compañía y aunque me resistí, acepté que no podría impedirlo.

Esta vez, aunque la distancia era menor, la carretera se hacía a tramos tortuosa, colgada de peligrosos barrancos. Alba se levantaba y aplaudía cuando se retorcía y enriscaba. El paisaje resultaba admirable, con las cascadas cayendo en el vacío y la espuma brotando al choque del agua contra el suelo.

Desde lejos se apreciaba el Pueblo Grande con mayor elegancia y señorío que La Ciudad Lejana. Ya en sus calles, por dos veces, estuve a punto de empotrarme contra un árbol y una farola, por embobarme mirando la majestuosidad de los edificios y la belleza de sus plazas. Preguntamos a una señora por el Almacén de las Caras Bonitas. Percibí una mirada hosca, y enfado en la respuesta.

- Aquí tenemos las caritas donde corresponde. Los almacenes son para escobas, estropajos o herraduras de caballo.- contestó.

Y sin más explicaciones, se giró y nos señaló un elegante edificio acristalado, con banderas en la puerta.

Se nos requirió una minuciosa acreditación y nos hicieron entrega de un folleto con las normas obligatorias de comportamiento en aquel edificio.

Tres horas pasamos dentro. Imposible decidirme por ninguna. Si una era bonita, la siguiente la superaba. Alba quería llevarse todas. De soslayo, acerté a ver una que resolvió mis dudas. Se hallaba casi oculta en la parte superior de una vitrina. Pedí una pequeña escalera para observarla de cerca y ya no pude separarme. Era rubita, de tez suave, delicada y blanca, con ojos marrones vivarachos. Los dientes los tenía ligeramente separados, lo que no sólo no la afeaban sino que le añadían un encanto difícil de describir. Esa era la que buscaba; ninguna otra. La señorita de la escalera me propuso con insistencia cambiarla por una de color café y leche, preciosa, pero ni mucho menos comparable. Luego por otra pícara y pelirroja. Así con siete. No desistí. Con visible enfado ordenó a otra señorita que nos la entregara. Delicadamente, la colocó en una caja, acolchada en su interior, la envolvió con papel de plata azulado y adornó con una cinta de terciopelo granate, donde destacaba un escudo de rosas y cadenas. Sin duda, había sido destinada a una princesa. Ya lo había sospechado yo. Entretanto, observé por la ventana cómo una señora gorda, vestida de negro y con pañuelo negro también a la cabeza, parecía vigilar nuestros movimientos. Tuve un mal presentimiento. Ya fuera, la señora gorda y fea se nos aproximó, bamboleando su corpachón flojo y grasiento, con la malsana intención de robárnosla. Le solté un manotazo y quedó arrodillada, aunque mi brazo se puso a dar gritos de dolor. Aproveché entonces para sujetar con más fuerza la caja y correr cuanto podía, con Alba agarrada de la mano. Tuvimos el tiempo justo de entrar al coche y cerrar las puertas, cuando se precipitó contra él, con un ruido sordo. Temí que nos lo hubiera aplastado, pero, como caballo de pura sangre que es, partió veloz y la dejó sentada en medio de la calle. Hasta bien alejados del Pueblo Grande permaneció el miedo apresado a mi camisa. El de Alba se escondió debajo del asiento delantero.

Tardamos en llegar al Pueblo del Teso Alto, por las paradas que nos vimos obligados a hacer hasta expulsarlos. Se revolvían contra nosotros y nos atenazaban, hasta que con astucia logramos bajarlos en una cuneta y partimos sin darle la mínima posibilidad de alcance.

En el camino habíamos acordado engañar a Abu y a mamá, diciéndoles que tampoco habíamos encontrado la apropiada, así es que debería esperar aún un tiempo para nacer. Pero Alba no es de fiar. Al bajar, en un descuido, se apropio de la caja y de una carrera se plantó ante ellas y la abrió. Desde fuera se oían los gritos de alegría. Cuando vieron el escudo grabado en el lazo de la caja, las cubrió una sombra de preocupación . Las dos comenzaron la frase a la vez.

- ¿Y dónde encontramos ahora su corona?.

¡Anda!, si yo tampoco había caído en ese detalle. ¡Qué cabeza!. Aunque… si había Almacén de Caras Bonitas, ¿cómo no Almacén de Coronas de Princesa?. La conseguiría.

Evaristo Hernández 
Grupo B


Microrrelato en homenaje a Pereira

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos, pero Julia, la periodista más sutil y transparente, se fundió con un rayo del alba, madrugaba mucho para obtener información de primera hora, tan clara y cierta como la propia luz. Su rayo viajó certero e incidió en la ventanilla de uno de los aviones inmóviles, varados como aves gigantescas e inútiles y vio, sentados y pálidos, los sueños de aquel poeta inspirado, paralizados para siempre.

Emilia González
Grupo B


Perfumes en el aeropuerto

Lenta es la luz de amanecer
en los aeropuertos prohibidos,
lentos los pasos
recién levantados,
lenta la mirada del viejo
que piensa en su corto futuro,
lentos los despedidos abrazos.

Pasos y más pasos
van marcando los compases,
ritmo corto, ritmo lento,
ritmo allegro;
formas y colores,
remolino de emociones
perfuman el aeropuerto.
Latidos musicales
acompañan las pisadas,
huellas vertiginosas
de gentes apresuradas,
besos, abrazos,
incontenibles llantos,
marcan la jornada.

Poco a poco,
lentamente,
llega, del atardecer,
la luz dorada.

María Dolores Marcos
Grupo A


El príncipe Azul

Yo soy de los que piensan que estamos aquí por algo, debemos cumplir un objetivo, una misión, el destino nos conduce hacia el éxito, sobre todo a nosotros, los protagonistas de los cuentos. Nos piensan, nos diseñan y nos colocan en el sitio concreto en el momento adecuado. Aunque creo que en mi caso algo ha fallado, no es por quejarme, líbreme Dios. Soy todo un príncipe, tengo una botas del mejor cuero, una buenas calzas, un traje con bordados en oro, unos guantes fuertes para sujetar las riendas de mi corcel, una daga con piedras preciosas y una capa de suave terciopelo azul, de todo esto no tenemos queja alguna, ni yo ni mi caballo, por cierto, se llama Rayo. Pero no sé por qué motivo, no estamos donde debiéramos. Mi destino es estar cabalgando, por hermosos campos verdes, salpicados de castillos en busca de hermosas jóvenes víctimas de hechizos, conjuros o encantamientos. Esa es mi misión, besar a toda bella joven que encuentre por el camino para librarla de los hechizos. Ahora mismo, mi caballo y yo, o sea, Rayo y yo, estamos en una selva de Borneo, éste no es mi sitio, estoy, bueno estamos, mi caballo y yo, en un lugar que no nos corresponde, este escenario es ideal para otros protagonistas como, no sé, “Tarzán”, “Mowgli”, o incluso para “Dora la exploradora”. No me extraña que esto ocurra, nuestro creador tiene tantas cosas en la cabeza, y es tan desordenado, que seguro que ha mezclado algún folio suelto, y esto de la selva será de otro cuento, espero que pronto se dé cuenta del error y lo solucione.
Llevamos tres días en esta maldita selva, solo hay humedad, un montón de árboles, casi no veo ni el sol. No puedo montar mi caballo, me doy constantemente con las ramas en la cabeza. Veo muchos animales que no conozco, en otras ocasiones no me ha importado besar a sapos asquerosos, era parte de mi trabajo, pero a las serpientes que hay por aquí, ni me arrimo, y menos a esos lagartos enormes que hay en el río, de un bocado me arrancan la cabeza. En estos tres días no hemos comido apenas, solo alguna fruta y creo que nos ha sentado mal. Me suena el estómago continuamente y tengo sudores, cada vez estamos más débiles, no sé lo que aguantaremos, y no he visto ninguna joven hermosa para librarla del encantamiento. Me fallan las piernas, la vista se me nubla, creo que me voy a desmayar de un momento a otro, me parece ver unas figuras extrañas, pueden ser humanos, vienen hacia mí, tienen mucho pelo, no soy capaz de mantenerme despierto.

Algo me roza la cara, me cuesta levantar los párpados, estoy muy a gusto, seco, calentito, tengo plátanos cerca de mí, me como un par de ellos casi sin darme cuenta. No recuerdo nada, ¿me desmayé?, alguien me abrazó, claro eso era, alguien me cogió en brazos, una princesa, ¡oh sí!, la besé, la besé, tenía unos labios carnosos, muy sabrosos, ¿con bigote?

Me estaban acariciando la cabeza, que gustó, me giré y vi esa enorme cabeza, me miraba, me sonreía, me besó con fuerza, me ofreció un plátano y al cogerlo vi mi brazo peludo, color naranja, mis dedos eran negros, me toque la cara y tenía pelo por todas partes, era un orangután, mi salvador me abrazó con ternura, era mi príncipe azul, me había librado del hechizo. Y fuimos felices y comimos plátanos.

Tomás García
Grupo B


“Lenta es la luz”

Lenta es la luz del amanecer
en los aeropuertos prohibidos*,
los caminos transitan las fronteras del viento,
y el horizonte anuncia la danza del encuentro.
Lenta es la luz dorada de la tarde en tu sueño,
cuando cierras la puerta porque ya estamos dentro,
y cae tu pelo rosa en la fuente del tiempo
como una enredadera que nos ata al deseo.
Ya no cabe en el aire más perfume de labios,
-tú no mires -me dices-, tan sólo abre los ojos.
Pero no sabes nunca que volaron mis párpados,
porque lenta es la luz, si aterrizo en tu cuerpo.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A

*Antonio Pereira


El actor y la obra

El actor se subió al escenario. Había repasado la obra de teatro que iba a representar mas de cien veces, y nunca había olvidado ni una sola palabra. Era el día del estreno, y el público aplaudía a rabiar su salida al escenario, donde tantas veces había triunfado a lo largo de su dilatada carrera.
Pero ocurrió, lo que suele suceder raras veces en el directo; por primera vez en su vida, gesticulaba como si estuviera hablando, pero de su garganta no salía ni una sola palabra.
El director de la obra se percató al momento del problema surgido; ordenó bajar el telón, y acto seguido salio y pidió disculpas a los espectadores.
El título de la obra que se iba a representar, será difícil de olvidar para todos los asistentes, “Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras” de Miguel Hernández.

Luis Iglesias
Grupo B


Territorio clandestino

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.
Más perezosa se hace, si cabe, la llegada de ese vuelo que me devolverá el alma.
Yo no debería estar aquí, en este territorio clandestino.
Pero casi nunca podemos elegir los escenarios y menos aún los tiempos.
Aquel espejismo deslumbrante desapareció como un fulgor, tal como había llegado.
Lastrándome con un poso de amargura quieta, infinita.
Acecho con impaciencia ese avión que ha de llevarme en volandas a tu encuentro.
Liberarme, así, de este enojoso secreto.

Maxi Moreno
Grupo B


Nómada

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos y en los rincones inhóspitos de los mundos que conozco.
No encuentro calma en esos destinos que parecen abrazarme al llegar, pero que en definitiva no me consuelan.
La euforia de la búsqueda me sigue llevando a descubrir lugares recónditos que me asombran en un primer momento para después desdibujar mis sueños. Me apasiona arrastrar mis pies por asfaltos diferentes, oír ecos de pasos en callejones sin salida y risas lejanas. Caminar por senderos polvorientos con el cielo como telón de fondo. Me gustan las mesitas abatibles de los aviones y las turbulencias; los trenes y su traqueteo; los hoteles, los museos y los cafés…
Pero… ¿Adónde quedan todas las vivencias una vez vuelta a casa? Recuerdos irrepetibles, inquietantes, insólitos. Algunos lentamente van agonizando y mil imágenes en mi cabeza y mi corazón. Mías solo mías. Esas imágenes no me las quita nadie.
Es la lenta luz del amanecer en los aeropuertos la señal que me sigue empujando a vivir. Tal cual.

M. Pilar Sánchez
Grupo B


Error Imperdonable

–Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos del mundo de los poetas, donde solo a ellos les está permitido entrar. Es allí, donde las palabras se manifiestan con la esbeltez del lenguaje. Del mismo modo, querida mía, he de decirte que mi amor por ti, es tan fiel como esas estrellas blancas al domo eterno del cielo. –
Así versaba la bella Otilia rememorando las palabras del hacedor, puestas en boca de su amado, quien la había desterrado de su corazón para dar asilo a los sentimientos inmorales del odio y la venganza más oscuros. La joven, acuciada por el dolor de su amor truncado, solo deseaba morir. Ya nunca recibiría el agrado del cielo ante el ceremonial de sus esponsales, ni la bendición de su progenitor al haber sido éste, muerto a manos del hombre a quien tanto amaba desde su más tierna infancia. ¡Designio fatal!
La infeliz doncella con paso firme, fue adentrándose en las magnánimas profundidades del río. No volvería a pisar la tierra sagrada de sus ancestros que le fuera tan querida. Fue solo un instante, apenas unos segundos, antes de desaparecer bajo las aguas, cuando se volvió para decir: “Perdón Sir Williams. Quisiera saber si el hacedor se equivocó. Mi nombre ¿es Otilia u Ofelia?”

Pepita Sánchez
Grupo B


Resonancias metálicas

De la manera de casar una ferretería con el acto de cantar a voz en grito.
Desprecio las pequeñas ferreterías de barrio, ésas atiborradas de tesoros ocultos en una trastienda lóbrega. Suelen tener un cancerbero despiadado que se parapeta tras un mostrador surcado de siniestras hendiduras. Ha sido puesto allí para impedirte un conocimiento más táctil, olfativo y visual de los productos a la venta. Va vestido con una bata jalonada de manchurrones oscuros, que yo imagino, es sangre del último intrépido que quiso aventurarse en sus dominios infernales.
En cambio, y a pesar de que se me tilde de vulgar o, incluso, de algo más ofensivo, yo adoro los grandes almacenes de bricolaje. Acariciar la filosa rosca de un tirafondo, deslizar entre mis dedos, con rítmica armonía, los eslabones de una cadena, palpar la intrincada geometría de protuberancias y oquedades de un taco de plástico, aspirar el recio aroma de los lubricados engranajes, dejarse deslumbrar por sus brillos argentinos…
¿Me comprenden? Un solo metro de estantería me procura más deleite que el más libidinoso de los sueños.
Fermenta mi entusiasmo entre sus expositores e, irremediablemente, se va acumulando hasta explotar en un canto de júbilo. Comienzo con una melodía tarareada en sordina, pero cuando llego a la sección de electricidad, –subyugado por la infinita variedad de mecanismos, la tersura del cristal de las bombillas, la colorida languidez de los cables–, ya no puedo contenerme y me arranco con algún palo flamenco que acompaño con un sonoro zapateado.
Los clientes me miran con curiosidad, algunos con desdén, pero yo continúo mi canturreo y mi expedición sensorial mientras no se divise ningún polar azul con los emblemas de la empresa.
Me mata llegar al pasillo de las herramientas. ¿Qué divina mente ha podido ingeniar tal variedad de alicates, martillos, sierras, destornilladores y tenazas? ¿Quién puede adivinar siquiera el propósito preciso para el que han sido concebidos?
Cuando aquí llego, el frenesí me ofusca y me pongo a cantar a pleno pulmón algún aria de Verdi, quizás Rossini, o, si el delirio se desorbita, Wagner. Para entonces suele ya acompañarme un coro siseante de empleados que, al poco, seguramente insatisfechos de su actuación, reclaman la presencia de un tenor condecorado con chapas y galones y pertrechado con una porra.
Y me vuelvo a ver expulsado a la calle, desterrado al infierno cuando ya tocaba las puertas del paraíso: La sección de jardinería.

Pepe Lorenzo 
Grupo B


Hospital a la vera del río

Todo son ventajas. Abrimos la ventana y salen algunos microbios, pero a cambio entran todo tipo de insectos voladores y caminantes. Nos invaden y ambientan las habitaciones. Seguro que alguna lagartija o salamandra o culebrilla, también se atreverán a visitarnos. Nunca estaremos solos; se acabó la tristeza de la soledad.
Si el río crece y se desborda, inundará los sótanos y los limpiará; se llevará a todos los muertos y así desaparecerán todas las huellas de las malas praxis. ¿Dónde está el difunto? : el agua se lo llevó. Volveremos al agua y a la tierra, que es de donde procedemos.
Compartiremos espacio también con peces, patos y ratas de agua, además de reptiles e insectos que ya nos acompañan.
Hacerse uno con la naturaleza, nos dicen, y aquí estamos cumpliendo con puro ecologismo contrastado.

José Luis Juan Fonseca
Grupo A


15 de febrero de 2666

Noche cerrada en Heróica Nogales, frontera mexicano estadounidense. 1:30 horas de la madrugada. Se oye el ruido de los coyotes. Se oyen también motores a lo lejos. Los camellos se inquietan. La DEA se inquieta. La Migra se inquieta. Los coyotes se inquietan.

De nuevo, el ruido de motores, ahora más cerca, ahora más intenso. La carretera al fondo. Luces por todas partes. Sombras más oscuras que la noche se mueven furtivas. Un chivatazo y todos bajan del vehículo armados hasta los dientes.

Al fondo, dormido en el catre del camión, Remigio Hernández descansa mientras sus camellos pacen en la noche. Mañana tiene que transportarlos más allá de Sonora para una atracción hotelera que ofrece paseos por las dunas de las playas del Cabo San Lucas, al sur de Baja California. Quisiera, si dios lo permite, salir con la fresca hasta Topolobampo, donde cogerá el ferry que los lleve hasta la península.

Libertad Luengo
Grupo A


AEROPUERTOS PROHIBIDOS

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos. Lento pasa el tiempo que se vive sin consuelo. Ha sido difícil evitar la muerte entre los hangares, y correr de un lado a otro sin descanso. Nos hemos escondido de los enemigos con ayuda de los amigos. De alguna forma esto ha tenido un sentido ¿Lo tiene? El asunto es que la vida se enreda mucho más con la Esperanza, que siempre está haciendo falsas promesas en cuanto hace presencia. Y se hace presente con demasiada frecuencia. Si pudiéramos contabilizar las veces…Es compulsiva. Y cuando sucede lo que anuncia, de tantas cosas que anuncia, entonces se convierte en una especie de líder religioso que con la euforia obnubila los sentidos. La Esperanza es solo el último alijo atrapado en la Caja de Pandora, contrabando maligno para comprender o no lo inevitable. Sombra oculta de nuestros devenir. Como los aeropuertos prohibidos que nos atenazan al fango de la desgracia. Elpis se burla de nosotros, nos engaña y nos seduce para no dejarnos ver de lo que huimos…

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


¿Por qué?
“Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos”

Desde aquel ventanuco miraba la luna, su caminar era lento, en algún momento le parecía inmóvil, que no iba a cruzar la loma, como si quisiera hacerse su cómplice, que quería que la luz no llegase. Cuando saliese el sol, cuando fuese el día, serían llevados al aeropuerto. Desde allí serían trasladados a su país de origen, donde la esperanza de una vida digna, una vida sin hambre, sin guerras, no iba a llegar. ¿Por qué no son aeropuertos prohibidos esos que no dejan que llegue la luz de un nuevo amanecer?

Inés Izquierdo
Grupo A


Gran sorpresa, y no buena, mis neuronas tienen perdidas en sus recubrimientos, y eso provoca cortocircuitos en las órdenes que da el cerebro.
Y son cortacircuitos que cada momento alteran una orden. Es decir que aprendes a vivir con cambios que no sabes ni cómo ni cuando te van a dejar en OF, por unos segundos, y gracias si son solo segundos. Siempre hay confianza en pedir que sean solo segundos. Pues de ser continuos esta sencilla actividad No sería posible. Son las sorpresas que a veces tiene el cuerpo humano.

Josefa Agustín González
Grupo B

1 comentario:

  1. A Óscar Martín. Un poema realmente bello, muy emocionado y muy emocionante, con una sensibilidad extraordinaria. Felicidades compañero

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