Los malos también cuentan

Esta semana el mal llamó a nuestra puerta. Tenía ganas de conversación y le dejamos pasar. Nos contó que vivimos unos momentos en que tenemos la piel tan fina que Búfalo Bill no podría arrancarnos ni un solo tejido y muchas historias edulcoradas acaban por dibujar mundos perfectos donde todo es buenismo o bondad y abundan las perdices en los finales. 
Tomamos como punto de partida el artículo de Ana Garralón "¿Si la literatura infantil está llena de bondad, qué pasa con la maldad?" Esta acertada reflexión sobre la ausencia de la crueldad y la maldad en muchos libros de Literatura Infantil y Juvenil actuales nos llevó a cuestionarnos si esto mismo ocurre en la literatura de adultos. 
Acompaña a estas líneas una imagen de Señor Salme que ilustra el artículo de El País "¿Dónde está exactamente el origen del mal?", un tema que aún no pone de acuerdo a sociólogos, antropólogos, psicólogos, psiquiatras, filósofos y escritores que ha abordado el asunto desde ángulos muy diferentes.



© Señor Salme

Y hablamos de un libro muy especial, Pedro Melenas (o Pedro, el greñoso), un álbum ilustrado que el doctor Heinrich Hofman escribió porque ningún libro del momento le convenció para mostrar a su hijo cómo acaban las historias en las que sus protagonistas son crueles o malos.  Aquí tenéis algunos de los poemas que os darán la medida exacta del libro. Hofman afirmaba: "El niño aprende viendo, le entra todo por los ojos, comprende lo que ve. No hay que hacerle advertencias morales. Cuando le dicen: Lávate; Cuidado con el fuego; Deja eso; ¡Obedece!, para el niño son conceptos sin sentido. Pero el dibujo de un desarrapado, sucio, de un vestido en llamas, la imagen de la desgracia le instruye más que todo lo que se pueda decir con las mejores intenciones. Por eso es cierto el refrán que dice: El gato escaldado huye". Hay un vídeo muy interesante de Perla Saldívar que resume con humor el libro.

Recordamos en el tallerdos escenas relacionadas con el Dr. Hannibal Lecter, un psicópata de ficción inventado por el novelista Thomas Harris, llevado al cine por Jonathan Demme. Cuenta Harris que se inspiró en un médico real que mató a su mujer y con el que se entrevistó en la cárcel. Le sorprendió su porte. Este asunto de la maldad no responde a un único arquetipo ni a un perfil determinado. Hay malos y malas bien vestidos, cultos y de aspecto agradable a primera vista que resultan mucho más terribles que otros malos desarrapados.
Las dos escenas tienen como protagonistas al Dr. Lecter y a la agente Starling: en la primera de ellas aflora la cinrcusntancia que da nombre al libro y la película "El silencio de los corderos". En la segunda el doctor acaba confesando a la agente que se comió el hígado, acompañado con habas y un buen Chianti, del último que trató de hacerle una encuesta. 

En este asunto de la maldad hay de todo, como en botica. Hay villanos, por ejemplo, que tuvieron una infancia terrible o que arrastran un trauma desde entonces pero eso no es un eximente para su comportamiento. Otros tuvieron un mal día y se abrió en sus vidas la puerta de la locura. Personajes que se sienten víctimas de la sociedad y que acaban por destruir todo lo que odian. Recordemos, en este sentido la famosa frase de Joker: "“La locura es como la gravedad: basta con un pequeño empujón”. Recogemos aquí una de las escenas de la película y destacamos la excelente interpretación de Joaquín Phoenix, en el papel de Joker, en la película dirigida por Todd Phillips

Y por si aún tienes curiosidad por este tema te dejamos aquí una serie de artículos que quizá te puedan interesar; "Los personajes más detestables de la literatura" de Álvaro de Luna, "Malvados de tomo y lomo: villanos literarios"  de Karina Sainz, "Mis villanas favoritas: las madrastras" de María José Solano, "¿Necesitan los villanos una razón para ser malos?" de Verónica Cervilla y "Los mejores discursos de los villanos del cine" firmado por Mireia Mullor.

Despuésd de despedir al mal cerramos esta entrada y la puerta del taller con el poema de Carlos Salem "Los malos":

Cuando era niño y quería ser un héroe
todo era muy fácil.

En la tele
los comanches eran los malos
los alemanes eran los malos
y después
los rusos eran los malos.

Una muchacha rubia y sudafricana
me contó bajo la luna añil de un verano patagónico
que los blancos eran los malos
y su piel desnuda brillaba bajo el agua del lago
como un fuego blanco.

Un viejo de donosti me explicó
que los españoles eran los malos.
La hermana de otra chica que
supuestamente
trabajaba en nueva york
limpiando escaleras en las torres gemelas
sabía que los árabes eran los malos
y cuando cae una bomba en gaza
los palestinos no dudan de que los israelíes
son los malos.

Cuando me hice trotsquista
los estalinistas eran los malos
cuando robaba coches
los policías eran los malos
ahora que publico novelas
los cabrones
que venden millones de ejemplares
son los malos.

Sigo queriendo ser un héroe
pero por favor
que alguien me diga
antes de que sea demasiado tarde
dónde están
quiénes son
y si es que existen
de verdad
los buenos.


Propuestas de escritura

1. Vamos a tratar de dar gusto a Ana Garralón y escribir un texto donde esté presente la maldad y la crueldad, así como sus consecuencias. Elegiremos a un niño o niña como protagonista y no incluiremos ninguna moraleja explícita. Puede ser una historia autobiográfica (alguna travesura seria, maldad o crueldad de la infancia) o de ficción, con personajes inventados. Podéis apoyaros en el diálogo o el monólogo si lo consideráis oportuno. Así podréis enfatizar aún más la maldad.

2. Escribe un texto que tenga como protagonista a un personaje malo (hombre o mujer) y a su antagonista, alguien que se enfrenta o lucha contra esa maldad.

Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


Una duda razonable

—El ruido era horrible. No paraba ni un momento. El llanto de mi hermano era insoportable. Yo tenía solo tres años —se removió inquieto en el diván—. Mi madre llevaba días sin descansar, parecía un fantasma. De seguir así, algo malo podría pasarle.
—¿Y entonces usted actuó? —interrogó el psiquiatra.
—Lo hice por mi madre. Ella consiguió descansar, y yo también. Mi hermano dejó de llorar, para siempre.
—¿Y por qué lo confiesa ahora, treinta años después?
—Los llantos han regresado. Cada día, cada noche. Es insoportable. No aguanto más.
—¿Cómo que han regresado? Explíquese, por favor.
—Ahora el que llora es mi hijo. Y no sé qué hacer.

Tomás García Merino
Grupo B


Martín, el niño que quería ser asesino

Martín había querido ser asesino desde pequeño, hasta que lo consiguió. El día que entró en la cárcel lo hizo feliz, pues ese había sido su sueño desde niño.
De pequeño, en un viaje con sus padres pasó al lado de una cárcel. “Esto está lleno de chorizos”, comentó su madre.
Y Martín, que había tomado la decisión de ser asesino porque le encantaba el chorizo y era lo único que le gustaba comer, se sintió enormemente decepcionado cuando, el primer día que comió en la cárcel, le pusieron crema de verduras y filetes de pollo.
Había asesinado a aquellos chicos para nada.

Mª Ángeles García Franco
Grupo A


El hambre con las ganas de comer

Yo no diría que soy mala, pero es que me cansa tanta bondad, tanta cortesía impostada. Me gusta poner la zancadilla de vez en cuando, hay mucho idiota que necesita que lo espabilen. Utilizo mis armas, no me avergüenzo de ello, para llevarme el gato al agua, el perro, o lo que haga falta… Procuro que mi sonrisa encantadora enmascare mis maldades y venganzas para después dejar mi firmita, jeje.
En una de estas lo conocí a él, tan encantador y malvado como yo. Ambos buscábamos lo mismo y no dudamos en desplegar nuestras “mejores” artes. Nos hicimos tanto daño que acabamos perdiendo los dos, para después encontrarnos…
Juntos somos imbatibles. Eso sí, beso sus labios al tiempo que cubro mi espalda...

Eva Hernández
Grupo A


Niña mala

Martina era hija de peluquera y siempre que podía a su mamá le quitaba las tijeras. No había muñeca que se le resistiera, todas ellas lucían desgreñadas. Cuanto más feas quedaban, Martina más disfrutaba. Pero con lo que más soñaba era con pillar a María descuidada. Su melena rubia y lacia la tenían embelesada. ¡Qué maravilla sería trasquilar a María! Mechas y mechones tiradas por los rincones y por las mejillas de María corriendo lagrimones.

Eva Hernández
Grupo A


Me crié en el Garrido más salvaje, allá por los 70 .
Éramos un montón de niños jugando en la calle a lo bestia. Lo más inocente que hacíamos era tirarnos piedras, a partir de ahí todo valía.
Mi peor travesura fue provocarle un micro infarto a un vecino.
Las calles entonces eran de cemento así que cuando asfaltaron el paseo de los robles era una gozada montar en bici allí, se cogía una velocidad de vértigo y aprovechando la inercia nos tirábamos cuesta abajo por las moreras y llegábamos sin frenar hasta las cañas, pero un buen día se cruzó el señor Ángel y su 600 en mi camino y no se me ocurrió otra cosa que derrapar para no comérmelo, pero no calculé bien y fui a chocar con bici incluida con el lateral del coche.
Al pobre hombre tuvieron que sentarlo en un portal, hiperventilaba mientras se tomaba una tila que alguna vecina le habría hecho con urgencia.
A mí me cayó una bronca descomunal primero por parte de la gente que enseguida se arremolinó y después por parte de mi madre que me había prohibido montar en bicicleta puesto que dos días después tomaba la comunión y, como ya me conocía, no quería que fuera al evento "señalá".
Los que más me dolió fue la "traición" de mis amigos que al ver el revuelo se piraron cada uno por donde pudo y me dejaron allí sola ante el peligro, lo de los sonrostrones por todo el cuerpo fue lo de menos.

Auroa Zarco
Grupo B


Era un niño encantador para toda la gente, menos para su madre, que veía en él al propio diablo.
Amigo de sus amigos, líder en las peleas, suficiente que alguno le mirara atravesado, para liarse a mamporros.
Su madre iba todos los lunes a la iglesia a rezar a San Nicolás, patrono de no sé qué
para que el niño volviera al redil.
Se juntaba con lo mejor de cada casa, las trastadas iban más allá de lo puramente convencional, como desmontar la moto de uno de los amigos de la familia para vender las piezas.
— Esa fue sonada! Ni el perdón de Luciano, le libró de una soberana paliza.
Su madre, cada día más nerviosa, le comió la cabeza a su padre para solicitar una cita con el psiquiatra.
— Este niño está loco! — Llegó el día de la cita. El psiquiatra después de hablar con el niño, instó a la madre a parte.
— Señora! —su hijo no está loco— es usted quien necesita ayuda.

Pedro Gómez Rodríguez
Grupo C


La fuerza de la mente

Damián nació con un trastorno mental que consistía en dar la vuelta a todo lo que la gente normal hacía.
Se creía buena persona y su intención era combatir la maldad del mundo, cuando realmente el malo era él.
Llevaba dentro una especie de superhéroe y su intención era la de combatir el mal en el mundo.
De pequeño empezó a distorsionar la realidad. Donde la gente veía un gato y un perro jugando amablemente, él veía un perro tratando de matar a un gato. Buscaba el momento idóneo, fundamentalmente por las noches, y mataba al perro sintiéndose feliz y dichoso por haber aniquilado a un perro malo.
A medida que el tiempo pasaba, cambió a los animales por personas y empezó a cometer crueles asesinatos.
Tenía una pequeña ferretería en la zona centro de Madrid. A sus clientes les gustaba ir por su amabilidad, conocimientos, pulcritud y por ofrecerse, casi siempre a mujeres, a ir a sus casas para hacerles los arreglos pertinentes.
Una de sus fieles clientas era Antonia, una mujer de edad indefinida, conocida en todo el barrio por su cleptomanía. Un día fue a la tienda de Damián a comprar unas piezas para arreglar una cisterna, él conocedor su problema, se ofreció a ir esa misma tarde a su casa con la idea de arreglar él mismo la cisterna. Ella quedó encantada. A las dieciséis quince, ya estaba Damián llamando a su puerta. Ella lo recibió con mucho agradecimiento.
Cuando terminó su trabajo, Antonia le un ofreció un café que él aceptó gustoso.
Durante el tiempo que permanecieron juntos, Damián no hacía más que mirarle las manos. Sabía que con ellas Antonia perpetraba sus robos. Su ansiedad y frenesí fueron en aumento, hasta que no pudo soportar más la situación. Con la excusa de ir al baño, cogió de su caja de herramientas una fuerte cuerda, con la que ató a Antonia a una silla, dejándola inmóvil. Sin mediar palabra le dio un fuerte golpe en la cabeza, que la dejó muy mareada y sangrando profusamente, pero ella no perdió el conocimiento en ningún momento.
Con un cuchillo, empezó a hacerle pequeños pero muy dolorosos cortes, en los dedos y las manos, interpelándola a gritos, cuál era el motivo de sus robos. Ella, sin entender lo que estaba pasando, se limitaba a llorar y pedir auxilio. Nadie la escuchó, nadie pudo ayudarla y nadie la salvó.
Después de un largo rato de tortura, Damián sacó de su maletín una sierra de tamaño medio y empezó a cortarle el dedo meñique de la mano derecha, muy despacio, para hacerla sufrir más.
Ella a pesar del tremendo dolor vio con gran estupor, cómo su verdugo se comía una falange de su dedo recién cortado mientras reía de un modo enloquecedor.
Él pensaba de ese modo erradicaría a todo el mundo que cometiera robos.
Orgulloso de sí mismo y antes de abandonar la vivienda, cortó la yugular de Antonia dejándola desangrarse y se marchó.
En otra ocasión, paseando al anochecer, vio a una pareja joven besándose apasionadamente en una esquina de la calle Toledo. Lo que veía Damián era a un hombre mordiendo y desgarrando los labios de una pobre chica indefensa.
Inmediatamente, su cabeza se puso en marcha para auxiliarla. Se acercó sigilosamente y asestó un puñetazo al varón, tirándolo al suelo para luego atarle las manos a la espalda. La chica corrió aterrorizada hasta que no pudo más y se escondió tras un gran contenedor de basura.
Damián condujo al chico hasta su ferretería, abrió la trapa empujo al chaval y cerró la trapa tras de si.
Como en el caso de caso de Antonia, Lo ató fuertemente a una silla y le preguntó una y otra vez por qué mordía los labios de la chica. Ninguna respuesta fue satisfactoria para él. Así que volvió a su caja de herramientas y cogió unos alicates y sin mediar palabra le sacó dos dientes. Después, con un afilado cuchillo, cortó un trozo de su labio superior; se puso delante del chico, que seguía consciente, y se tragó uno de los dientes y el trozo de labio que le había cortado.
El chico, estupefacto, perdió la capacidad de hablar y de moverse, estaba aterrorizado.
De nuevo Damián se sintió feliz y satisfecho, después de eso, jamás un hombre volvería a morder los labios de una chica.
Damián jamás fue diagnosticado. Seguía trabajando en su ferretería y a la vez mataba para acabar con el mal en el mundo. Sus crímenes iban siendo cada vez más atroces y despiadados
Años después, demasiados años, fue detenido y condenado a cadena perpetua.
Nunca entendió el motivo de su encarcelamiento pues lo único que él hacía era salvar al mundo de gente malvada.

Isabel Gallego
Grupo A


El misterio

La alcoba del tío Jacinto era un oscuro misterio en casa de la abuela Pilar. Ninguno de mis primos –ni siquiera Ramón y Ana, que eran los mayores– sabía lo que se ocultaba en aquel cuarto tenebroso. Teníamos vetada la entrada a él y ninguno se había atrevido a desobedecer la prohibición.

La abuela, que era siempre tierna y complaciente con sus cuatro nietos, se volvía inflexible y feroz si se mencionaba aquel misterio y tronaba amenazadoracuando nos advertía: «No se puede entrar en ese cuarto. Nunca. Porque si entráis es casi seguro que Jacinto se encargará de vosotros y no salgáis jamás».

Una simple puerta sin llave nos impedía el acceso. En una ocasión, mi prima Carmen y yo no pudimos contener nuestra curiosidad y, a pesar del terror que nos provocaba, empujamos la puerta y esta se entreabrió. Después de esperar un rato alejadas de la habitación y viendo que no había sucedido nada, nos volvimos a acercar. La oscuridad era más densa que la del fondo del pozo, era imposible apreciar el menor detalle ni atisbar los contornos de ningún mueble. Tampoco se oía otro ruido más que el de nuestros corazones palpitantes. Tuvimos que reunir todo nuestro valor para alcanzar la manilla y volver a cerrar el cuarto.

Alguna vez preguntamos a mamá y a las tías por aquella alcoba y siempre respondieron con evasivas y recriminaciones. Los interrogantes sobre el tío Jacintose nos devolvían en forma de avisosdeformidablespeligros y terribles daños.En el momento en que nos metíamos en la cama, la falta de certezas nos llevaba a urdir fabulaciones que acrecentaban nuestros temores y alteraban la tranquilidad de nuestro sueño.

Una tarde de verano, mientras los adultos hacían la siesta, los primos jugábamos en el inmenso corral anejo a la casa. Ese día, al igual que tantos otros, nos acompañaba Ricardo, el hijo adolescente de unos vecinos. El muchacho, de carácter hosco y desdeñoso, nos hacía pagar nuestras burlas acerca de los granos de su cara contándonos historias de miedo. Sin embargo, se mostraba remiso a hablarnos sobre el tío Jacinto aduciendo que era una historia demasiado terrorífica. Tanto insistimos que al fin habló: «Ese es un hermano de vuestra abuela. Al volver de la guerra se encerró en el cuarto y no salió jamás. Dicen que está tan viejo, huesudo y feo que verlo espanta. Además, tiene un humor tan fiero que mató y se comió a los pocos niños que se arriesgaron a entrar en su alcoba». Temí que se estuviera burlando, pero la cara de mis primos mayores no mostraba el menor signo de desconfianza, así que le concedí crédito a lo que nos contaba y noté como mis dientes castañeteaban de pánico. Esa noche todos nos mostramos perezosos para regresar a la casa. Nuestras madres tuvieron que llamarnos insistentemente para que entráramos a cenar. Al pisar el umbral, Ramón, que nos precedía y era el más intrépido de los cuatro, nos susurró: «No os preocupéis, esta noche resolveremos el enigma». Entró antes de que pudiéramos hacerle ninguna objeción.

Tras la cena, los adultos sacaban sillas a la calle y se sentaban a tomar el fresco y a conversar con los vecinos. Nosotras estábamos mirando la televisión cuando apareció nuestro primo vestido con un mono de trabajo y un casco abollado y portando una linterna y la escopeta vieja del abuelo. «Vamos», nos ordenó. Las tres nos abrazamos y nos quedamos inmóviles en el sofá negando repetidamente con la cabeza. «Yo me encargo del tío si nos ataca. Vamos, he dicho», nos ordenó con energía. No sé muy bien por qué nos levantamos y le seguimos por el angosto pasillo. Notamos sus dudasal alcanzar la puerta, pero tras un momento de zozobra, le dio un decidido empujón. El chirrido de las bisagras sonó a coro con nuestros gritos ahogados. Ramón encendió la linterna y levantó la escopeta. Distinguimos una mesa sobre la que había un retrato antiguo, eran un hombre y una mujer que sostenía a un niño pequeño. Delante de ellos había un tarro oscuro de cerámica. El resto de la habitación estaba vacía. Al menos nosotros no vimos nada en el poco tiempo en que pudimos mirar, pues el ruido había alertado a la abuela que entró como un ciclón gritando «Jesús, María y José» y persignándose repetidamente. Todossabíamos lo que eso significaba: que estaba enfadada, horriblemente enfadada.

No pudimos resolver por completo el pavoroso secreto, porque fuimos apartados de allí a toda prisa y no se nos dio ninguna explicación posterior. En su lugar, se nos anunciaron tremendos castigos y penitencias que, sin embargo, acogimos con alivio, pues habíamos descubierto lo suficiente como para saber que el tío Jacinto nunca nos haría daño. Esa noche dormimos profundamente.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Los malos

Cuatro, eran cuatro. Yo, muy quieta en el confesionario, escondida, en silencio… shshshshshsh, que no me oigan, virgencita, que se vayan, que no me vean. Pero no sirvió. El cura les señaló la puerta. La guardia me trajo a esta casa, a estas celdas, donde hace frío, donde todas gritan y lloran. Yo también grito, todo el día, hasta que vienen y me inyectan. Entonces estoy muerta por un tiempo, no lloro, ni grito, ni sueño con mis hijos, mis hijos, que me arrebataron ellas por cuatro perras. Pero, ¿qué puedo hacer yo, si es el 42, si se ha acabado la guerra, pero aún hay guerra? Fue él el que me denunció, lo sé, al que más amaba, al que di mi vida entera. Su familia, mis tutores, que yo era una gran molestia. Y todos estos que me rodean, los médicos las monjas, las enfermeras. ¿Qué puedo hacer yo, sola, indefensa, si todos, todos ellos son los malos, y malas ellas? Hacerme la loca y la muerta.

Marisa Sánchez
Grupo C


Daño colateral

Mi hermanita me había destronado como rey de la casa. Tenía, en aquel momento, siete años, había nacido uno después de mí. Yo la quería muchísimo, pero eso no me impidió hacer lo que hice. O vete a saber.
Entonces vivíamos en Mérida -la antigua Emérita Augusta, como se enorgullecen un poco estúpidamentesus vecinos-, mi padre era médico oftalmólogo, y, éste es el quid de la cuestión, mi hermana era la nueva reina de la casa, la niña bonita, la consentida, la mimada por todos. Si lo sabré yo que la adoraba.
El abuelo estaba enfermo, postrado en una cama y rodeado de cables por todas partes, máquina de oxígeno incluida -y en aquel tiempo hacían un ruido del demonio, esa fue otra razón, me ponía de los nervios-, agonizante, en definitiva, si bien conservaba una mente clara y lúcida como había tenido siempre.
Pequeño diablo, me llamaba, cuando hacía alguna de mis travesuras. Eso yo me lo tomaba bien, me hacía gracia, creo que me hacía sentirme importante. Quiero decir que no fue esa la razón.
Yo estaba al lado de la puerta, entreabierta, de su cuarto, y oí la voz de mi madre, aunque no sé bien lo que decía, algo de los niños, parecía reñir al abuelo. Su voz sí la oí: “Hija, qué quieres que te diga, yo quiero más a la niña”.
Ahora sé lo que es la rabia, pero entonces no podía entender el cúmulo de sentimientos que me sacudió violentamente. Quedé como aturdido, para que nos entendamos. Y en aquel mismo momento tomé la decisión, si se puede llamar así a algo informe, algo que no se expresaba en palabras, algo turbio y perverso que se apoderó de mi cabecita infantil. Este niño es un diablo, pensé, y me sentí como poseído de una fuerza que me arrastraba.
Esa tarde -o al día siguiente, ya no recuerdo bien-, llevé a mi querida hermanita al cuarto del abuelo, y estuvimos un momento jugando con él, dándole besos, esas cosas. Cuando miraba a “la niña” se le iluminaba la cara.
Dejé a mi hermana a los pies de la cama con uno de sus puzles -se podía tirar horas concentrada con esos rompecabezas-, y me di cuenta de que mi abuelo se había quedado dormido otra vez. Pasaba así, a veces, -últimamente cada vez más- incluso horas. Semi comatoso, me resuena esa palabra en el fondo de la memoria, quizá se la oí decir a mi padre alguna vez.
Desenchufé aquel cable, a mi hermana la habían reñido alguna vez por enredar con ellos, los dos, mi padre y mi madre, nunca la habían reñido así. No lo hice para cargarme al abuelo -bueno, puede que también-, era sólo para que le echaran a la niña bonita una buena bronca. Cuando lloraba a lágrima viva haciendo pucheritos estaba preciosa.
Desenchufé el cable, dejé a mi hermanita concentrada en su rompecabezas al lado de la cama, y salí. No avisé a mi madre, que estaba igualmente concentrada en sus tareas domésticas -le gustaban, no era como las mujeres de mi generación, que no pueden coger una escoba sin protestar y sentirse víctimas, vaya petardas-, y salí sin hacer ruido, a la casa del vecino, a jugar con su hijacomo hacía a menudo; mis padres sabían donde buscarme cuando llegaba la hora de comer y no andaba por casa, entonces no se preocupaban como ahora. Hola Nacho -yo prefiero que me llamen Ignacio, me ha llevado años, aquí en Salamanca es así-, me dijo, ¿jugamos?
Echaron la culpa a mi hermana, aunque nunca se lo dijeron abiertamente, lo cual ha sido mucho peor porque ella siempre se ha sentido como si hubiera cometido algún tipo de maldad fatal e insidiosa. Esa pesadilla de los tribunales del Antiguo Régimen, te señalaban, te encarcelaban, te condenaban, pero nunca sabías de qué te acusaban. Es de las pocas cosas que recuerdo de mi carrera de Derecho (y que estaba en contra de la pena de muerte, ahora ya no). En fin, horrible, kafkiano.
Mi hermanita lleva nosecuantos años yendo a siquiatras, tomando pastillas, sufriendo pesadillas.
Me encanta cuando viene a llorar en mi hombro -soy su hermano del alma-, cuando pone esa cara compungida mientras le caen unos lagrimones redondos y como hinchados, me encanta ver los pucheritos que hace mientras llora desconsoladamente apretándose a mí. Está tan bonita, parece un ángel.
Pero yo no quería matar al abuelo, de verdad, eso fue solo el daño colateral. Además, murió en paz como dijo todo el mundo, “no me importaría nada morir así”, siguen diciendo los familiares y allegados más vejestorios. Si es que provocan.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Vocación precoz

Nunca he sido malo, sólo un poco descuidado. Tengo mala memoria pero intentaré recordar cosas que me pasaron de niño. Creo que en aquella época vivía con mis abuelos, mis padres estaban trabajando en Francia. Lolita, mi hermana mayor, estaba con ellos. De tarde en tarde venían de vacaciones. Entonces los viajes eran caros y penosos. Sólo una estancia prolongada justificaba el esfuerzo.
En el verano del que voy a tratar hablar, yo tendría alrededor de diez años, estaba preparando el ingreso a bachiller en la academia de D. Miguel, no había conseguido aprobar en junio. No era el único en el barrio que tenía un verano aburrido. Éramos una docena de alumnos dedicando toda la mañana a hacer dictados y a repasar las operaciones básicas. Ninguno de nosotros era capaz de acabar bien tres sumas llevando seguidas, salvo Gerardo, que era un empollón. En junio estuvo enfermo y no pudo examinarse. No cometía faltas de ortografía y no se equivocaba en ninguna operación. Sumaba, restaba, multiplicaba y dividía como si fuese una calculadora de las de ahora. ¡Qué pena que no nos ayudara a evitar los castigos de D. Miguel! Cuando terminaba daba la vuelta a la hoja para que no copiaramos. Después, durante la corrección, había barra libre de tortazos, capones y palmetazos. Al maestro le gustaba su papel de instructor
Por las tardes, todo era diferente. En aquellas horas interminables, con un calor que no daba tregua, saliamos a cazar por las huertas próximas. No teníamos más armas que las piedras y los palos que encontrabamos por allí, poco a poco fuimos contruyendo tirachinas que nos permitían ser más efectivos.
La presa iba cambiando, al principio lagartijas, pájaros o ranas. Después gatos, caza mayor; y al final del verano los chicos que iban a la academia Menéndez Pelayo, unos pijos.
Ya he dicho que soy descuidado, nadie me puede culpar de que Gerardo cayera desde el puente del ferrarril abandonado y se partiera las piernas. ¿Quién iba a pensar que aquellas tablas iban a ceder a su paso?
Tampoco soy responsable de que Luis, un chico mayor que iba a la academia a preparar lo que le había quedado, todo menos gimnasia, pusiera en práctica lo que le dije sin querer y echara azúcar en el depósito de gasolina de la Lambretta de D. Miguel. El muy cerdo contó que yo le había dado la idea cuando lo pillaron.
Coincidió con la llegada de mis padres de vacaciones. Mi padre se puso furioso y amenazó con meterme en un reformatorio. La abuela lo disuadió. ¡Cómo me quería la yaya!
Todo habría quedado así si Lolita no hubiera hecho caer sobre mí toda su rabia. Ella tenía la costumbre de tomar el sol en la azotea. Como nadie la podía ver, poco a poco fue despojándose de las piezas del bikini para que no le dejaran marca en el bronceado. No le di importancia, pero al observar la reacción de Luis al verla desde un ventanuco del desván, tuve la idea de invitar a otros de su curso para hacerme famoso.
Nos descubrió mi madre un día que subió a tender la ropa y se lo contó a mi padre. Mi hermana se puso como loca.Estas francesitas, ya se sabe. En esta ocasión mi padre le restaba importancia hasta que se supo que cobraba tres pesetas a cada visitante.
La abuela no pudo evitar que fuera a un reformatorio y desde ese momento hasta hoy no he dejado de echar de menos sus mimos en todas las instituciones en las que he estado.

Enrique Martínez
Grupo C


¿Soy realmente malo?

Los actos que cometí, algunos de los cuales describiré a lo largo de mi discurso, son la causa que me ha traído a este estrado de los acusados.Según parece soy malo, muy malo. La primera definición de malo es: “de valor negativo, falto de las cualidades que cabe atribuirle por su naturaleza, función o destino”. Sinónimos de malo son: malvado, maligno, perverso, pérfido, maléfico, vil, infame, cruel, réprobo, execrable, diabólico… Pero yo no sé que es el valor negativo, ¿a qué se refiere? ¿es simplemente lo opuesto al valor positivo? y ¿qué es el valor positivo? No alcanzo a entender la maldad y el ser malo. Los sinónimos tampoco ayudan, ya que en muchos casos hacen referencia al concepto de malo y en otros casos están ligados a la ética, la honra o la religión, que también son ideas completamente ajenas a mí. Yo me limito a vivir y seguir mi camino, carente de sentimientos, desconozco cuál es mi naturaleza, a qué función estoy asignado o que destino me aguarda al final de mi trayectoria o de las etapas intermedias.

Desde que empecé a tener conocimiento de las cosas y las acciones, nunca he sido consciente de la maldad que se me atribuye. Cuando era un niño de cierta edad le hice comer su caca a Miguelito, el debilucho de la clase, objeto de burlas y que todos parecían sentir cierto placer al zaherir. Pero yo no sentí ningún placer, solo que su caca olía mal y me molestaba. Yo no tenía nada en contra suya, ni me sentí especialmente bien haciendo lo que hice, solo conseguí dejar de sentir el mal olor. El accidente que dejó parapléjico a Julito, mi compañero de pupitre, se debió a que yo le quité los cables de los frenos a su bici. Pero yo no tuve ninguna intención al hacerlo, ni sentí ningún tipo de emociones al conocer el resultado. Me hacían falta los cables de los frenos y la bici de Julito era del mismo modelo que la mía. Ese era todo el asunto. El accidente fue culpa suya, que siempre iba como un Indurain queriendo batir el récord de la hora.Tampoco tengo sentimientos por el suicidio de Angelines el día que me pilló en plena orgía con sus dos amigas y su hermana, en su propio cuarto, una hora después de haberle jurado fidelidad y que ella era mi primera relación. Siendo temperamentalmente inestable no tenía que haber vuelto a su casa, cuando previsiblemente debería estar de viaje con sus padres rumbo a una playa del sur a pasar el fin de semana. Fue una negligencia por su parte, precisamente el mismo día que yo sentí cierta necesidad de sexo. La sustracción del dinero de la paga de los trabajadores de la pequeña empresa en la que trabajaba como administrativo, llevó a la quiebra de la misma, a la cárcel a Don Pablo, el dueño del negocio, que murió de tristeza entre los muros sin volver a pisar la calle, y a la desesperación de varias familias. En realidad no fue un robo, solo tomé prestado un adelanto para emplearlo en el juego y otras actividades, con idea de devolverlo en un par de semanas. La culpa de todo fue de los sindicatos, que no dejaron de meter cizaña, y del propio Don Pablo, un enclenque buenoide que tuvo un infarto al menor contratiempo. Yo no tuve ningún sentimiento, ni experimenté un placer especial por todo aquello, solo conseguí pasar el fin de semana gastando aquel dinero. Por suerte nadie llegó a imaginar que yo estuviera implicado en el asunto. El tema del cazador también tuvo más de accidente que de asesinato. Lo encontré, guiado por el olor a estofado que venía de un claro del bosque, en la parte más salvaje de la serranía por donde yo paseaba los días tediosos. Se trataba de un hombre huraño, que se negó a apartarse para facilitar que yo viera el guiso que estaba cocinando. Le di con fuerza con un tronco, para que se quitara de en medio, y cayó fulminado. Así pude probar aquel guiso insulso y seguir mi camino. La lluvia que cayó a continuación borró las huellas que hubieran podido delatarme y también cualquier tipo de sentimiento que hubiera intentado instalarse en mí.

Así he seguido durante varias décadas, dejando un largo historial de acciones que se consideran maldades, pero que yo solo puedo calificar de pasajes anecdóticos, fruto del azar y la naturaleza sentimentaloide de la sociedad. Sucedieron, simplemente sucedieron, sucedieron próximos a mí que estaba allí. Nunca tuve intención de cometer dichos actos, no tuve beneficios, ni satisfacción, no gocé, ni experimenté ningún sentimiento al respecto. Yo soy así. ¿Soy realmente malo? Ustedes dirán.

Manuel Medarde
Grupo A


La maldad en persona

Tomasito era un niño malvado, desde muy pequeño disfrutaba viendo sufrir a los animales a los que torturaba. No se conformaba con lo que hacíamos los demás niños de su edad como quitarles alas a las moscas, mear en los hormigueros, atar los rabos de los perros, meter un gato en un saco y golpearlo, quitarles los huevos a los pájaros de sus nidos o tirar los polluelos recién nacidos … Esto para él era “pacata minuta”. uno de sus favoritos era coger un animalito pequeño sea un ratón o un conejo, de los fáciles de atrapar, lo ataba, y destilaba en su piel gotitas de ácido sulfúrico o ácido acético, y contemplando cómo se retorcían de dolor; el colmo de su éxtasis era destilar este tipo de ácidos en los ojos, viendo como se arrugaban y se quemaban; después de dejarlos ciegos los soltaba para que fuesen presa fácil de los depredadores. En una ocasión a un conejito pequeño después de cegarlo lo arrojó al fuego. Los conejitos eran sus favoritos: les golpeaba les ataba, les arrancaba las uñas de sus patitas y los pelos del bigote; con unas tenazas les rompía los incisivos. ..En una ocasión se le escapó uno de las llamas y a partir de entonces los ataba a un palo y los clavaba en la lumbre para que no pudiesen escapar.
Un día fue sorprendido por su padre cuando estaba en plena tortura y tras sacudirle una buena bofetada, decidió meterlo interno en el convento de los dominicos para que así los curas consiguieran enderezarlo.
Pasaron los años y el niño creció, estudió, se reformó y se ordenó sacerdote. Pero en el fondo de su corazón permanecía la maldad, estaba adormecida, estuvo en hibernación durante años, pero la semilla había arraigado en su ser de tal forma que en cuanto pudo se dio a conocer.
Durante años se dedicó a torturar y quemar a personas; lo de los animales ya le parecía un “juegos de niños”; torturar personas eso sí era realmente placentero, oírlos gritar y suplicar hasta desfallecer y al final terminar casi todos en la hoguera.
Torturó y quemó a miles de individuos, y en ocasiones, si pescaba algún rico, le incautaba los bienes con lo que consiguió una pequeña fortuna y un buen cortejo de servidores y criados.
Aunque supongo que todos habréis adivinado de quién se trata os daré una última pista: fue el fundador de la Inquisición.

José Luis Fonseca
Grupo A


Un hombre malo

Son casi las cuatro de la mañana, la hora incierta, la hora de nadie. El deseo de hacer daño corroe sus entrañas; se levanta de la cama con dificultad física, pero con una disposición mental inmejorable. Baja al garaje arrastrando su pesada pierna, que hoy no quiere moverse; él no le permite ninguna resistencia, la agarra con ambas manos y la arrastra para avanzar; el deseo del mal activa sus papilas gustativas y así, arrastrándose y salivando, casi relamiéndose, llega al garaje donde duerme ella, ya casi desguazada y busca con ahínco el cable. Sabe perfectamente dónde está, pero al buscarlo se siente un poco inocente y la búsqueda aumenta la excitación. Lo encuentra donde lo deja siempre y el contacto de sus manos con el frío cable acerado le provoca una sacudida agradable. Lo guarda en la cazadora como un tesoro frágil y poderoso a la vez y sale a la calle. Avanza con sigilo aunque la pierna no quiere, pero la otra empuja fuertemente permitiendo el desplazamiento necesario para cumplir su plan. En escasos siete minutos llega a la avenida, a la hora incierta, la hora de nadie. Saca el cable y ata con fuerza un extremo al ciprés, árbol de muertos y luego se desliza pesadamente hacia la acera de enfrente para atar el otro extremo, calculando la altura exacta, se agacha y se eleva repetidas veces como si fuera un deportista trasnochador, pero su mente está dura y proyectada hacia el momento exacto en que el motorista que se dirige temprano a su trabajo se lance a toda velocidad sobre el cable invisible a esas horas y entonces el cuello se estrelle y rebote hacia atrás; en el mejor de los casos la tráquea se romperá y la muerte será inminente y si no, la herida será tan grave que le permitirá percibir desde su ventana el dolor ácido del motorista cazado.
Escondido tras la cortina sonríe mientras oye hablar en la calle de otra gamberrada en el barrio.

Pilar Sánchez Barbero
Grupo A


Un hombre con mala suerte

No hay pueblo sin cultura. Ni cultura que no establezca los limites de lo que es normal y patológico. Uncódigoen apariencia coherenteque delimita el bien del mal, la locura de la cordura, la monstruosidad de la belleza y la salud de la enfermedad. Ese repertorio de la civilización del que se ha ocupado desde la política hasta la medicina, se suele justificar como una ley de la naturalezasegún la cual lo normal sirve para crecer y multiplicarnos como especie humana. Es normal matar a un enemigo, es anormal copular con una cabra. Es bueno comer cerdo, es maloapalear a un niño.Qué simple teoría para un mundo tan diverso de reglas incomprensibles.

Hay y ha habido muchas culturas, todas se han creído únicas y verdaderas. En todos los tiempos se han enfrentado entre sí y dentro de ellas mismas,intentando establecerdonde está la normalidad, una fronteratan imprecisa como la que establecen las lenguas y las naciones.

He entendido todo esto, y me resulta incomprensible la conformidad. Tengo esquizofrenia, ahora le llaman así a mi locura. Los que redactan las leyes se muestran encantadosde ser tan civilizados. Por eso han sustituidode la constitución la palabra disminuido por la de discapacitado que dicen que no es ofensiva. Palabras. Tonterías.Soy un loco, no vivo amarrado porque ahora no se lleva pero en casa me tienen miedo y siento que me miran mal. Quizá podía haber tenido otro destino si no me hubieran dado este diagnostico a los 16 años, pero era violento, dormía mal, no obedecía ninguna autoridad y me llevaron al médico. Mi madre siempre me dice que si en vez de ir al médico me hubieran llevado a una comisaría sería un delincuente. Y yo le contesto que si hubiera nacido en Katanga sería rey.Pero no elegimos casi nada de lo que somos. Incontables perversos han sido genios o santos gracias a que han logrado encausar sus rarezas a finalidades nobles como el arte, la mística o la ciencia. Yo podía haber sido otro, nadie ha logrado explicarme porqué soy quien soy. Sencillamente soy un hombre con mala suerte.

Sagrario Martínez Berriel
Grupo B


Y todo por culpa de Raúl Vacas

Salgo del taller de escritura concentrada en la tarea que nos ha encomendado Raúl. En esta ocasión, nos propone escribir una historia con un personaje malo o, en todo caso, donde haya dosis de maldad o crueldad. Podemos incluso contar algún acto deleznable con nosotros como protagonistas.
Como decía mi madre cuando yo era pequeña, siempre he sido un “angelito”, concretamente “un ángel bajado del Cielo a pedradas”. Sin embargo, en este momento no me apetece hacer públicas mis inconfesables hazañas, algunas de las cuales probablemente non hayan prescrito todavía.
Por este motivo, no me queda más salida que la de improvisar.
Y así, de camino hacia mi trabajo, decido inventarme un personaje malo malísimo que sea el brazo ejecutor de mis más oscuros pensamientos y deseos de venganza. Como por arte de magia literaria, ese ser se materializa junto a mí. ¡Vaya! Voy a tener que empezar a comer con agua…
Soy una a la que le gusta hacer las cosas bien por lo que, si de hacer el mal se trata, lo haremos lo mejor posible.
Absorta estaba en mis elucubraciones cuando llegamos a la altura de uno de los múltiples radares diseminados por la ciudad con el fin de recaudar dinero. Me da por dirigir mi mirada hacia ese producto de mi voluntad literaria; sí, el malo malísimo.
No necesito mediar palabra. Él abre una mochila que lleva a la espalda y extrae un bazuca. Con un bum certero, hace saltar por los aires el aparato ante el júbilo exaltado de los conductores que paran sus vehículos para aplaudir entusiasmados.
Las reacciones a nivel nacional no se hacen esperar. Los noticiarios comienzan a transmitir un sinfín de imágenes de radares saltando por los aires en todo el país, comunidades autónomas nacionalistas incluidas y en las que nada ha cambiado en los últimos cuarenta años también.
Yo, sin inmutarme mucho, la verdad, sigo adelante pensando en la redacción de mi tarea.
De repente, al dar la vuelta en una esquina, me asaltan dos individuos intimándome a punta de navaja para que les dé todo lo que llevo de valor o me rajan. El terror se apodera de mí hasta que recuerdo que llevo al lado a mi malo malísimo.
Una vez más y sin necesidad de proferir palabra alguna, mi personaje introduce su mano en la mochila. Esta vez saca un cuchillo jamonero y, con unzas certero, hace rebotar en el suelo las manos de los ladrones que ven atónitos cómo se desangran sin capacidad para reaccionar.
La escena es recogida por una cámara de Google Maps que la transmite en tiempo real por Internet. El efecto es inmediato entre las víctimas de robos.
Los noticiarios se llenan de imágenes de manos cortadas y de ladrones gimoteando mientras chapotean impotentes en los charcos de su propia sangre.
Yo, sin inmutarme mucho, la verdad, sigo adelante pensando en la redacción de mi tarea.
Llego a un parque donde me cruzo con un grupo de chavales que están lanzando piedras a un perro callejero al que pretenden apresar con fines bárbaros. El animalito intenta huir despavorido mientras ellos lo acosan riendo y gritando.
Quizás porque la sincronía con mi malo malísimo ha llegado a su punto álgido, en esta ocasión no tengo ni que mirarlo. Abre su ya conocida mochila (a mí empieza a parecérseme al bolso de Mary Poppins en versión “Viernes13”). He de reconocer que esta vez se supera a sí mismo pues me muestra con un guiño algunas cuerdas de rodeo y un imponente caballo negro.
Con una habilidad digna de un cowboytejano, rodea el cuello de cada uno de los animales humanos; y, a galope del veloz corcel, los arrastra por el suelo ignorando sus alaridos hasta dejarlos exánimes, medio muertos (o tal vez muertos del todo).
La escena es filmada por un adolescente que la sube en el acto a sus redes haciéndose viral en pocos instantes.
De este modo, los animalistas y las víctimas de abusos y violencia que visualizan el vídeo, toman nota y ejemplo.
Los telediarios no dan abasto. Imágenes de maltratadores arrastrados por el asfalto hasta despellejarlos vivos; desmembrados mientras berrean desesperados en busca de la piedad de la que ellos no habían dado muestra.
Entro, por fin, en casa, completamente agotada. Observo a mi malo malísimo y constato también en él el cansancio y el hambre.
Preparo unos bocatas de Nutella y, mientras merendamos, siento que llaman a la puerta: “Policía, abra, por favor”.
¿La policía? ¿En mi casa a estas horas? ¿A que mi hija ha vuelto a perder el monedero con los documentos dentro y vienen a traerlos? ¡No sería la primera vez!
Abro la puerta y me veo un pelotón de geos armados hasta los dientes con sus pistolas y ametralladoras apuntándome al pecho. Busco a mi alrededor a mi malo malísimo para ver si él sabe de qué va la cosa: ni rastro de él. ¡Qué cara más dura! Aunque, bien pensado, ya no me hace falta. Tengo bastante perfilada mi tarea. Sí, es cierto que podía haberse despedido antes. ¡En fin! Los productos de la imaginación, a veces, tienen vida autónoma más allá de nuestra voluntad.
Uno de los policías interrumpe mi diálogo interior para comunicarme: “Señorita, la declaro en arresto por instigación al vandalismo, tortura y asesinato en defensa propia”.
Yo dirijo hacia los policías mi mirada incrédula. Me chupo la Nutella de los dedos antes de contestar.
“Perdone, sr. Agente, pero yo no soy la responsable de los delitos que se me imputan. ¡Yo solo intentaba llevar a cabo la tarea que se me encomendó en el taller de escritura. El auténtico cabecilla de la operación es Raúl Vacas! Él y solo él es el promotor de la idea”. Me encojo de hombros como es natural.
“En ese caso, queda Ud. libre de cargos. ¿Sabe dónde podemos encontrar a ese tal… Raúl Vacas?”


Suena mi móvil indicando la entrada de un mensaje de Whatsapp.
Raúl Vacas: Lo siento mucho pero el taller se suspende durante 20 años y un día. ¡Que la creatividad esté con vosotros! (Con todos menos con una).
¡Menuda rabia! ¿Y a quién le envío yo ahora mi tarea?

Ibone Bueno Vicente
Grupo C


Maneras de vivir

La maldad vestida de Chanel llamó a la puerta del sexto piso, letra B. Con tacones de vértigo, medias de seda, estudiada sonrisa, mirada felina, ondulada melena y un sensual contoneo de cadera, ponía en escena su obra maestra para mostrar sus mejores armas de mujer fatal, ante un inexpresivo vecino llamado Gabriel.
Poco tardaron en intimar. Unas carantoñas y unas palabras susurradas al oído no tardaron en surtir el efecto deseado y, al momento, él cayó rendido a sus pies. Juntos vivieron noches de alcohol, juego, sexo y desenfreno. Todo parecía ir bien hasta que la billetera se vació por completo. Tan solo le quedó su desnudez.
Todo lo perdió el vecino Gabriel: casa, coche, trabajo y amigos. Duerme en la calle en compañía de un perro callejero y abandonado, como él. Pasa los días en el parque y con su mirada perdida, sigue esperando a la mujer que le enseñó maneras distintas de entender la vida.

Marian Pérez Benito
Grupo A


La tecla

En cuanto vio aquella sala insonorizada con un piano en un rincón, compró la casa. La musica no era una de sus pasiones pero sí la excusa perfecta. Le gustaba entrar en aquella habitación, acercarse lentamente al piano y pasar la mano por encima de las teclas apenas rozándolas con las yemas. Y cuando sentía el hormigueo de la impaciencia, clavaba el dedo indice en una, ya desgastada. Siempre la misma, siempre el mismo sonido agudo y fuerte. Cuando la víctima de turno lo oía, empezaba a temblar emitiendo aullidos estériles.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Nota póstuma de un maldito

Señor Juez:

Escribo esta nota justo antes de suicidarme a fin de confesar que hace un rato he estrangulado a mi amigo íntimo Enrique Muriel Ojeda, en su apartamento de la calle del Carmen, nº 32, 3º-C. No sé si me encontrarán a mí antes que a él o a la inversa, pero hago esta confesión para no hacerle perder el tiempo con indagaciones. Intentaré ser conciso explicándole el motivo de mi crimen.

La amistad entre Enrique y yo nació hace casi cuarenta años, cuando los dos cursábamos estudios en la Facultad de Económicas. Empezamos siendo compañeros de clase pero pronto lo fuimos también de correrías de toda clase, valga la redundancia. El que nos compenetráramos tan bien no era óbice para que entre los dos hubiera profundas diferencias sobre multitud de temas, sobre los que nos gustaba hablar y discutir, sin que nunca, claro está, llegara la sangre al río. Un día nos dio por hablar de Dios y acabamos discutiendo sobre la figura de Jesucristo. ¿Quién fue Jesucristo realmente? Como Enrique se decía creyente y yo no, no tardó él en encauzar la cuestión de forma que intentaba convencerme de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Para empezar nos pusimos de acuerdo en que Jesucristo existió de veras, cosa que yo puse inicialmente en duda por no existir textos “históricos” que lo acreditaran. Pero Enrique me convenció sobre la base de la actitud y la vida de sus apóstoles, respecto de los que sí que había textos “históricos”. Aquellas vidas no podían sustentarse sobre la base de una invención, era del todo imposible. Entonces el siguiente paso fue dilucidar quién fue Jesús. Nos pusimos de acuerdo en que únicamente cabían tres posibilidades: que dijera la verdad, o sea, que fuera el Hijo de Dios, que mintiera, en cuyo caso sería el mayor mentiroso de la Historia de la Humanidad, pues no cabe mayor mentira que declararse Hijo de Dios sin serlo, o que estuviera loco, es decir, que se creyera Hijo de Dios por haber perdido el juicio. Discutiendo sobre la segunda y tercera posibilidad, me hube de convencer de que a la luz de los Evangelios era prácticamente imposible defender que fuera un mentiroso o un loco, por lo que Enrique me animaba a reconocer que lo más cabal era aceptar que era el Hijo de Dios y que debía abrir mi corazón a tal posibilidad. Sin embargo, yo me negaba a ello aduciendo que necesitaba una prueba mayor. Recuerdo exactamente lo que me dijo entonces:

—Dios no te va a dar la prueba que tú pides porque eso anularía tu libertad. Pero existe el “reverso” de Dios y antagonista de Cristo, que suele ser mucho más solícito.

Como me encogí de hombros, me explicó que la prueba irrefutable de que Dios existía era que también existía Satanás y que seguramente Satanás atendería a mis ruegos con agrado a poco que le insistiese. De esa forma, una vez que hubiera sabido de la existencia del Maligno podría huir de él y arrojarme con seguridad en brazos de Dios.

Después de lo que me dijo nos quedamos callados hasta que nos dio por reírnos, como si todo aquello no hubiera sido más que una broma. Pero lo cierto es que el consejo de Enrique me llegó al alma y ya no lo pude olvidar. Así que, la primera vez que en mi vida me vi en una situación delicada, estaban a punto de echarme de la empresa en que trabajaba, no pude resistir la tentación de pedirle ayuda a Satanás. Casualmente, el mismo día en que me iban a despedir, falleció de forma repentina otro empleado de la empresa y ya no pudieron prescindir de mí. Recuerdo que pensé muchísimo en ello y que me dije: “bueno, Gerardo, ahora es cuando te toca echarte en brazos de Dios”. Pero no lo hice y lo que sí hice en lo sucesivo, medio en broma medio en serio, fue apelar a Satanás cada vez que necesitaba que la suerte me sonriera para que se hiciera mi capricho. Lo curioso es que, mintiéndome a mí mismo, no dejaba de decirme que aquello era todo una estupidez, una superstición. Y que si a mí siempre me salía “cara” era por mi buena fortuna.

A lo largo de estos cuarenta años de vida he conseguido todo lo que me he propuesto a nivel profesional y económico. Sin embargo, el que siempre se hayan hecho realidad mis caprichos me ha llevado a una situación desoladora en el plano afectivo y familiar. Y el suicidio de mi hijo después de mi divorcio ha sido la gota que ha colmado el vaso.

Ayer, completamente deprimido y enajenado, fui a ver a Enrique a su apartamento, buscando algún tipo de consuelo. Era el único amigo que me quedaba, pues los arribistas interesados en mi dinero y posición no son amigos de uno, y de esos yo tengo multitud. Enrique era para mí, además de un amigo, casi como mi confesor y mi consejero. Un consejero, ahora lo veo claro, deliberada y absolutamente desastroso para según qué cosas. El caso es que nunca me había atrevido a decirle que había hecho caso del terrible consejo que me dio, pero esta vez me dieron ganas de decírselo y se lo dije. Esperaba entonces que se burlara ingenuamente de mí, pero nada más lejos de la realidad. Fue y me dijo:

—Eso ya lo sabía yo, Gerardo. Te conozco desde siempre y sabía de tu ambición.

No fue lo que dijo, señor Juez, fue cómo lo dijo. Su mirada lo rebelaba todo; su sonrisa era un libro abierto que contenía además las instrucciones sobre lo que tenía que hacer. Por eso le estrangulé. Me lo estaba pidiendo a gritos sin abrir la boca. Y mientras le estrangulaba se sonreía, créame. Sonrió hasta el final. Me quería suyo y lo ha conseguido. Iré al infierno y allí me encontraré con Judas, otro que se suicidó, y del que dijo Jesucristo que más le valdría no haber nacido (por lo que tiene que estar allí, en el Infierno, ya que de lo contrario le hubiera valido nacer a pesar de todo). También me encontraré allí con Enrique para seguir discutiendo sobre nuestros temas favoritos.

Gerardo.

Óscar Martín
Grupo A


Pepito “Tramposo”

Pepito, el de la portera,
es alegre y juguetón
y con chicos de su acera
queda a jugar un montón.

Pepito juega a los dados,
a la oca, al pilla-pilla,
al parchís, a los soldados,
a las cartas y a la silla.

A todos los juegos juega
y en todos los juegos pierde.
“Es que juegas mal, colega”.
Lo dice hasta el Duende Verde.

Hoy, jugando al Monopoly,
Pepito, desesperado,
y harto de hacer el panoli,
ha hecho trampas y ha ganado.

Pepito al fin es feliz.
Con sus trampas siempre gana.
Las hace sin un desliz.
Al menos diez por semana.

Pero Pepito no sabe
que siempre hay alguien más listo.
Hoy la van a dar jarabe
porque sus trampas le han visto.

Ahora todo el vecindario
llama “Tramposo” a Pepito
y en un rincón solitario
se hace trampas él solito.

Óscar Martín
Grupo A


Gracejo

En la escuela decían que Juli se portaba muy mal. Mi madre me lo tenía bien advertido:

—No andes con ese desgraciado. Mala gente, como lo fuera su padre, su abuelo y su bisabuelo.
A mí, me caía bien y sin que nadie nos viera, solíamos quedar en el bosque para correr aventuras. Allí tramamos alguna que otra fechoría, sin mala intención, sólo para pasar el rato. Pequeñas travesuras como arrancarle los ojos a aquel cuervo que habíamos noqueado a pedradas. Nos costó lo suyo. Tuvimos que buscar un palo fino para introducirlo en el lateral y así hacer palanca hasta que el ojo salió.
Al llegar a casa, si mi madre me preguntaba dónde había estado toda la tarde, yo le decía que en casa de Ana haciendo los deberes, pues sabía que no se hablaba con su madre.
Una tarde Juli y yo bajamos al lago. Habíamos observado a Pascual, el cura, y a Puri paseando por los alrededores. Estábamos intrigados y los seguimos cautelosamente. Se reían, se escondían entre los robles, parecía que lo pasaban en grande. Nos agazapamos tras las rocas. Se acercaron al lago y empezaron a quitarse la ropa. Nos quedamos boquiabiertos. No sabíamos qué hacer. Corrieron hasta la orilla, empezaron a nadar y se fueron alejando.
Salimos de nuestro escondite y sigilosamente nos llevamos su ropa y sus zapatos. A gatas volvimos a nuestro refugio.
Cuando salieron y descubrieron el entuerto, no daban crédito a lo que veían sus ojos

—¿Qué hacemos? Dijo Puri.
—¡Mare meua! Respondió el cura.

Buscaban indicios por todas partes, no salían de su asombro. Nosotros, agazapados, les observábamos, mientras nuestros ojos echaban simpáticas chiribitas.
Todos en el pueblo culparon a Juli. Nadie sospechó de mí.

JB
Grupo C


La señora de la limpieza pensó en la maldad

Pues no señor, no. Llevo años con este trabajo nada reconocido y siempre soy la mala. Siempre etiquetando al personal: el bueno, el feo, el malo, el cuasimalo, el malo convencido, el malo que quiere ser bueno, el bueno que quiere ser malo, el malo muy malo, el malo de mentira o el malo de verdad. ¿Dónde nos situamos cada uno de nosotros?.
Recuerdo cuando Matías le preguntó hace años a la niña de las trenzas rubias con cara de mala, pecas de traviesa y dientes de ratón : "¿Naciste mala o te hiciste mala?" "¿La comida era mala?" o "¿Tu padre tenía un mal trabajo?". No señor, así no. Porque pienso para mí, que no sé dónde están los límites del mal. ¿Existe un hilo rojo de los malos? O, tal vez sea genético y ser malo te hace más fuerte o más débil, depende del grado de maldad, claro.
Creo que no hay estudios al respecto, porque hablamos de maldad absoluta o relativa, como en la presión atmosférica. Además, ser malo de película no es lo mismo que ser malo de susto, de encogerse el corazón. Porque en mi pueblo, quitarles las alas a las moscas, retorcer el cuello a las gallinas y coger el tirachinas en blanco perfecto a los pobres pardales, ¿es maldad o es salvajismo?, ser malo de "pellizco porque sí", ¿es indicio de potencial violencia de género o racismo dependiendo del destinatario?. Y , ¿qué decimos del malo consigo mismo? Del autoexigente, el de la falta de autoestima y el de todos los "autos" del mundo.
Yo, de los que no entiendo, son de los malos de la mente, que para eso están los médicos que estudian.
A todo esto, pienso yo, que los malos de ahora, del siglo de la inteligencia artificial, son sibilinos, diplomáticos y políticos. En el medievo eran directos, "guillotinantes" y directos al corazón.
No sé, llegado a este punto, opino que ser malo o parecerlo, está reñido con el concepto de maldad absoluta. Y como dijo aquel : "tu maldad, no, la maldad, y ven conmigo a buscarla, la tuya, guardatela", o ¿era la verdad?...
En fin, que tengo qué terminar de limpiar los inodoros, "puagg", a algunos les metería la cabeza...Y luego dirán que soy la mala.

GuADAlupe Sanchón
Grupo C


Justicia para dementes

Un amanecer límpido a finales de enero, lo que, a orillas del Duero, implica una helada de tres pares de cojones. En las escaleras de al lado del nuevo Hospital Provincial cada uno de los yerbajos que pelean por su sitio entre las grietas del cemento resquebrajado están adornados con una escarcha refulgente. El frío me es indiferente, mallas, camiseta térmica, gorro, guantes y braga militar lo convierten en un dolor, lacerante pero soportable, desde las cejas hasta los pómulos. La rabia es otra cosa, me lleva comiendo por dentro días, sin dejarme dormir apenas, haciendo que cada comida sea una apuesta entre la digestión y el vómito, con este como la banca, ganando casi siempre.

En el adosado chalet, a escasos seis metros, se desarrolla una mañana como la de cualquier otra vivienda unifamiliar. Entre las siete y las ocho pasadas van iluminándose las distintas estancias. Despertar, desayuno y ducha para padres e hijos, con la sincronía que da la repetición.

Durante toda esa rutina permanezco agazapado junto al muro, parapetado por la sombra que me cobija de las farolas indiscretas de la pequeñoburguesa urbanización. Aún están en su máximo exponente los efectos del porro que me he fumado una hora antes. Tras unos años sin marihuana, la aceleración psicótica casi hace que me deje ir y me arrepienta. Tengo que esforzarme para recordar a aquellos por los que hago esto: Lucinda, la solitaria abuela que se lanzó a un coche en la carretera nacional de su pueblo una semana después de su alta, no había sitio en planta; Rubén, nieto de un famoso escritor y tan brillante como él, con el que es imposible mantener una conversación de más de tres frases tras pasar por un “estudio” con la psilocibina; Maru, la peluquera a la que encontraron con las venas abiertas en el propio ala de depresión resistente por más que rogamos todos que no la sacaran del ala de agudos; y, por encima de todos y de manera recurrente, Montero, mi amigo Montero, el único que conseguía sacarme una sonrisa en lo peor de la depresión, el único que me escuchaba atento en lo peor de la manía, el mismo que, una vez me fui de allí, no pudo soportar más como le hacían sentir las quincenales inyecciones de dextroanfetamina y se mató con anfetamina a secas, no hizo falta mucha para que sus ciento cuarenta kilos dijesen hasta aquí hemos llegado. Esos que yo conociera, otros ingresados me han hablado de más de una docena, en menos de cuatro años.

El malnacido responsable, que estará ahora mismo leyendo el periódico en su Ipad último modelo, no hizo más que ningunear esas muertes como “cosas que pasan” entre enfermos mentales. Todo en pro de engrosar su superlativo ego. Nada que no hagan otros entre sus pares, puede ser, suficiente para mí. Falseó estudios, vio menos de cinco minutos a la semana a cada paciente, facilitó a jueces y forenses que incumpliesen su obligación legal y no se pasasen por el ala psiquiátrica desde la pandemia, hizo la vista gorda ante los abusos de seguratas y el menosprecio de enfermeras hacia los pacientes... A fin de engrosar sus publicaciones, sus investigaciones, su nombre y prestigio como Jefazo de Psiquiatra, todo valía. Hasta hoy. Es tiempo de que echemos cuentas.

Debo centrarme, llega mi momento, A las ocho y cuarto pasadas la señora del Doctor sale del chalet con los chavales, los monta en el coche y enfila la calle del hospital en dirección al colegio. No tengo ni un segundo que perder, levanto la desvencijada silla que dejé unas noches atrás entre la maleza, me aúpo a ella para escalar el muro y ya estoy dentro del patio exterior. Me doy diez segundos de respiro y llamo al timbre.

El interfecto abre la puerta mirando al móvil con un: -¿Qué te dejaste esta vez, despistes? Tarda tres segundos en alzar la mirada, los suficientes para descubrirme el rostro y desenfundar el cuchillo de caza. Cuando repara en lo que tiene delante ya sabe que es el fin: Lanzo un tajo certero que le secciona el cuello y, mientras trata de contener la hemorragia inútilmente, un segundo desde abajo que le atraviesa las sanguinolentas manos, la papada, la lengua y el cielo del paladar. Cierro la puerta, aparto el móvil de una patada y le observo desangrarse sobre el parqué del recibidor de la acomodada casa.

—Vengo a por lo poco que te queda de alma, Doc, si es que te queda algo —le susurro quedamente, mientras arranco la hoja incrustada en su cabeza y la limpio en su jersey. El sosiego de mi voz me da un escalofrío, ha sido demasiado sencillo, demasiado fácil de replicar.

En menos de dos minutos da sus últimos estertores, pero ya no le dedico más que un vistazo de desprecio. Meto toda la indumentaria negra y salpicada de sangre en la bolsa de basura que traía en la mochila, de donde saco y me pongo otros más coloridos, más propios para celebrar. De un bol encima de la cómoda de la entrada cojo las llaves del segundo coche y el mando del garaje. No son ni las ocho y media. Espero estar en menos de dos horas en la frontera, allí quemaré el coche y la ropa. Desde ahí un bus hasta Viana do Castelo, un amigo de Sao Paulo me ha conseguido trabajo como cocinero en un carguero que vuelve a Brasil. Partimos al anochecer, antes de mañana estaremos en aguas internacionales.

Pero queda una última cosa. Saco el rotulador del bolsillo lateral del macuto e inscribo, en turquesa claro, su epitafio en la pared del hall: “HIC SEMPER TIRANIS”.

Bernardo García-Bernalt
Grupo C


Parques y neumáticos

Cada tarde, con la puntualidad del zorro astuto, Nicolás se apresuraba con parsimonia marrón al parque de la Plaza del Carmen. Entre edificios de arquitectura elaborada, aderezados con áridas grietas y bañados por un sol antiguo, propio de los otoños tardíos; se erigían columpios: un tobogán, dos o tres pasillos de cuerda y una melancólica explanada para jugar al balón. En este ecosistema, Nicolás, un niño resultón de uno ocho o nueve años, de vaqueros roídos y abrigo de plumas carcomido por una infancia solitaria; gustaba de hacerse dueño y amo.
Ante la atenta y alejada mirada de los padres del resto de los niños que acudían tras el colegio, presumía de pelaje alborotado, basta gallardía de un zorro desgarbado que buscaba su camino ocre. Para compensar la mano ausente de un padre, o de una madre; quizá ocupada en otros menesteres hasta tarde, dejaba huella con el resto de los niños. Un díarobaba algún bocadillo con un oxidado punzón, o bien le desplegaba un sinfónico sopapo al que Dios quiera que por allí estuviera.
Todo ello encajaba con implacable desgracia en el panel de colores cenizos que la noche traía a la plaza. Y así terminaba el día para Nicolás. Abandonaba su hábitat sin oficio mas con algún beneficio: ahora un dulce, ahora un balón e incluso alguna cartera de algún padre ya sin billetera.
La suerte hizo que el zorro quisiera explorar nuevos mundos, desafiar a los osos pardos o quizá encontrar el ámbar acogedor de la leña ardiente de algún ecosistema. Así, se le empezó a ver frecuentar la calle Prior, una vía no muy ancha, de asfalto y vehículos estacionados a ambos lados, como si fuera una galería de estatuas ajenas cuyo techo es el cielo nostálgico; presagio grotesco, sin duda, de lo que había de acontecer.
El caso es que las señoras y señores, propietarios de los coches habituales, cuales parroquianos en el rincón de un fiel bar en el murmullo de un domingo tarde; se empezaron a preocupar ante el lienzo de neumáticos pinchados. A la policía llamaron y testados se abrieron. Pero Nicolás seguía deambulando como una estrella fugaz en la noche apagada. Con un marrón destello se le veía deslizarse y desaparecer entre las lágrimas de la tragedia nocturna.
En el parque seguía haciendo de las suyas cada tarde. Subía a lo alto de uno de los dos toboganes. Desde allí ofrecía con añil benevolencia sus trofeos de lince cazador: chapas de Mercedes, BMW y algún que otro retrovisor de motocicleta. Entonces se le empezaron a acercar un grupo de escolares curiosos. Nicolás ya no vigilaba solitario sus dominios esteparios.
Se fueron sucediendo los días hasta aquella tarde condenada por los ecos entrelazados de su bosque de asfalto. Y es que entre coches y algún neumático pinchado acudía una reducida multitud de señoras y señoras a la confrontación inevitable con el sino. Quería la casualidad que Nicolás estuviera entre dos coches cuando uno de ellos decidió moverse.
Ahora una masa articulada de carne y huesos yacía inerte sobre el suelo. Las voces a sueldo de una ambulancia se pronunciaban cercanas. Pero poco se pudo hacer. Tras varias horas la lluvia de lavida urbana dio lugar al ajetreo variopinto y habitual de la calle. Y las señoras y señores volvieron con sus coches para aparcar de nuevo.

Ricardo Rodríguez Cobos
Grupo C


El mal existe

Eran las 11:00, el sol entraba por la ventana, solo un ratito después la cocina sería más oscura.
María salía por la puerta y Andrés apodado “el individuo” bajaba la escalera; sin los buenos días, sin más comentarios este se dirigió a María.
-Y te vas a quedar así- haciendo un gesto con su mano como si fuera tetrapléjico.
María se quedó parada, salió a la calle, miró sus flores y aunque la escena la retuvo todo el día no le dio mayor importancia.
María hacia unos meses había sufrido un accidente y su médula estaba comprometida, esperaba ser operada.
A los pocos meses un familiar de Andrés “el individuo” le dijo a María, -no sabes que Andrés ha tenido un accidente en el trabajo y su brazo ha quedado dañado y no se recupera después de dos operaciones… entonces María recordó la escena de aquella mañana y pensó - será el karma- el mal existe.

Victoria Hernández
Grupo C

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