En el cine hay despedidas que todos recordamos. Como la de Reth y Escarlata en "Lo que el viento se llevó", la de Ilsa y Rick en "Casablanca" o la de Eliot y E.T. en "E.T. El extraterrestre" por cirtar solo algunas. En este artículo puedes leer y recordar muchas otras; "Las veinte despedidas más memorables del cine".
En la literatura la despedida también tiene su presencia, valga la paradoja. Don Miguel de Cervantes escribe en el prólogo de Persiles y Segismunda: ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida! Poco después, moriría, esta vez de verdad, mascullando sus propias palabras.
Rosalía de Castro se despide de su tierra en un poema que muchos también disfrutaron en forma de canción. Ofrecemos aquí algunos pétalos:
Adiós, ríos; adiós, fuentes;
adiós, arroyos pequeños;
adiós, vista de mis ojos,
no sé cuando nos veremos.
Tierra mía, tierra mía,
tierra donde me crié,
huertecilla que tanto amo
higueruelas que planté.
Prados, ríos, arboledas,
pinares que mueve el viento,
pajarillos piadores,
casitas de mi contento.
Yo, como hijo de emigrante, me emocioné muchas veces cuando escuchaba la canción de Juanito Valderrama tras despedir de año en año a mi padre en la estación de autobuses o en el aeropuerto:
Adiós mi España querida,
Dentro de mi alma
Te llevo metida,
Aunque soy un emigrante
Jamás en la vida,
Yo podré olvidarte.
En el libro Tres maneras de decir adiós suena en forma de cita y en las primeras páginas la voz de Atahualpa Yupanqui cantando "Dicen que no son tristes / las despedidas / decile al que te lo dijo / que se despida.". Es «La huanchaqueña» y puedes disfrutarla en este enlace.
En su último libro, Clara Obligado nos muestra con su maestría de siempre diferentes formas y texturas del adiós. Un reportero de guerra al que su mujer no pudo despedir porque la muerte hizo de él su instantanea, una despedida trágica de un hijo que se cruzó en el trayecto de una bala, unos personajes que dicen adiós a quién les dio vida, una mujer que huye del pasado en busca de esperanza, un joven que despide a la que podría haber sido la mujer de su vida.
La muerte, la pérdida, la ausencia, el duelo, el viaje... forman parte del catálogo de temas que la escritora aborda en este libro de cuentos tejido como una novela y en el que también indaga en las maneras de contar. En una historia, dice Clara, es muy importante, la estructura. Y ella estructura y desestructura a su antojo superponiendo las capas de la realidad y la ficción y haciendo que se entremezclen y confundan. En la epidermis del libro y de la historia laten otras lecturas. También lo dice Emma, su personaje central, que no entiende la escritura sin en el abono de la lectura. La idea de contar tres momentos separados en el tiempo en tres lugares diferentes en la vida de una mujer la toma prestada de Alice Munro. Pero en los posos de su narrativa también está el sabor reciente de la escritura de Socorro Benegas y Mónica Ojeda.
Clara no da puntada sin hilo, un hilo rojo como la sangre con el que Silvana teje el motivo de portada. Dos mujeres que comparten historia y trenza y que podrían ser una madre y una hija o la misma mujer con edades distintas. Hay personajes y objetos que Obligado trasplanta de otras historias y otros libros anteriores en éste, como un valioso camafeo, en ese juego calidoscópico en el que consiste su escritura. Quizá en su próximo libro haya un florero. Lo ha dejado por escrito, Enmma. Esta forma de hilar nos obliga, como lectores, a no perder el hilo. Cada libro obedece a una búsqueda que tiene que ver con un libro anterior, dice Clara. En Tres maneras de decir adiós teje una suerte de cadeneta entre las tres historias con el mismo hilván. Su literatura es una almazuela hecha con retales de vida pasados por la rueca de la ficción. Lo borda. Las palabras y lo que dicen son como una inmensa red de raíces entrelazadas que comparten savia y carbono. Una micorreiza literaria. Un tapiz.
Puedes ver la presentación que hizo junto a Juan Casamayor, editor de Páginas de Espuma y amigo, en el Instituto Cervantes de Madrid. Es un diálogo ameno. Una reunión en la que participan personas y personajes cercanos a la autora y en la que se muestran algunos de los planos o patrones de su costura narrativa. Puedes verla si tiras del cabo de este hilo
Él heroe, un Ulises reportero gráfico que salió en busca de una foto épica y murió lejos de su Ítaca; la heroína que espera y desespera y se niega a ser una abuela atada a su ganchillo (una Penélope hippie) y el hijo que busca de historia en historia su lugar en el mundo y en el amor (Telémaco) son el bastidor sobre el que Clara enhebra y da vida a sus personajes.
En el taller de escritura de la Casa de las Conchas trabajamos con la segunda historia del libro, la que lleva por título "Tan lleno el corazón de alegría". En el inicio hay varios pespuntes con los pronombres "yo", "tú", "ella" para ensayar las distintas voces narrativas hasta que probado el traje narrativo opta por el "tú¨. ¡Qué alegría vivir en los pronombres! decía Salinas.
Celebramos el Día de la Mujer Escritora con una gran escritora, Clara, y con Emma, su personaje, también escritora que es madre y es abuela. Le gustan las matrioskas. En esta historia se hilvanan muchos temas: el paso del tiempo, el valor que concedemos a la última edad, las relaciones madre e hija, las ausencias y la tarea de escribir con todo lo que entraña cuando quien lo hace es una mujer.
Se atreve incluso a indagar en un patrón que hasta ahora no había bordado, el de la distopía. Y lo hace con humor en una suerte de caricatura que tiene una lectura y una reflexión muy asentada en esta realidad. La historia te pincha, sin dedal, y te hace herida más allá de lo estúpido.
Quizá de ese futuro incierto nos salve la escritura. Casi todo lo arreglamos, o al menos remendamos, con ella, como hace Emma, como hace Clara.
Propuesta de escritura
Escribe un texto sobre una despedida. Puede ser un poema. La elegía es patrón para despedir o rememorar la vida de un ser querido. Puede ser un microrrelato o también un relato brevísimo. Somos de los que tratan de hacer breve este trance amargo de decir adiós.
Y si en un mismo texto tejes tres maneras de decir adiós genial. Tu consideración crecerá rápido en el taller, en el de escritura y en el de costura.
Y estos son algunos de los textos recogidos hasta ahora.
Crónica de un suicidio anunciado
Lo siento, ha llegado el momento. Es una situación dura, lo sé. Para mí es insoportable. Ya no queda nada, me siento vacío. Mi vida se ahoga, gota a gota se pierde por el sumidero y yo no quiero verlo. Siempre dije, siempre escribí, que llegado el momento, hay que ser valiente, por lo menos parecerlo. Alzo la vista y miro por la ventana, no veo futuro, no veo historias, solo el borroso reflejo de mi decrepitud en el empañado cristal. Voy a ausentarme sin hacer ruido. No quiero alharacas, nunca las he necesitado. Cambiaré los puntos suspensivos por un punto final. Observo el brillo de la caja de madera con forma de ataúd y sé que sobre ese suave terciopelo color sangre terminará todo.
En los últimos días… ¡Vaya frasecita! Pero así es, en estos días he recibido mensajes de ánimo, muchos, la mayoría, vanos, frases hechas. Nimias palabras que únicamente conseguían arrancarme, una sonrisa tan vacía como sus intenciones. Acaricio el frío vidrio del frasco con las pastillas y observo con crueldad el vaso de agua, disfruto contemplando como una pobre mosca lucha para no morir ahogada. ¡Todo llega a su fin, amiga!
No quiero dilatar la agonía. Solo una frase más: agradezco, de todo corazón, a mi esposa, todo su apoyo y su amor. Te quiero. Te quiero. Repito la frase porque será la última frase que escriba. No volveré a escribir. Coloco con mucho cariño el capuchón de la pluma estilográfica y, con movimientos ceremoniosos, la introduzco en su caja de caoba y bajo la tapa, para siempre.
—¡No te olvides la pastilla del colesterol! —mi mujer siempre pendiente.
Adiós a la escritura, empieza mi nueva vida.
Tomás García Merino
Grupo B
Viaje en tren
Se agarra mi brazo como a un salvavidas. Veo su mano de mármol veteada de azul. Pero no le miro a los ojos, ni a María, pues no estoy seguro de poder contener el llanto. Él necesita de mi fortaleza y de mi certidumbre en lo que nos aguarda. Se ha entregado dócil a nuestra decisión. Es su última oportunidad, quizás él también lo intuya.
María le hace fotos cuando está adormilado. Un intento de retener su imagen aún lozana a pesar de su fragilidad. A mí me sabe a despedida. Porque su madre y yo conocemos los estragos que esta maldita enfermedad va a causarle durante los próximos meses.
–¿Quieres una manzana? –le dice ella.
–No, mamá –contesta él en un susurro.
El tren se acerca a Madrid. Dentro de una hora cruzaremos las puertas del Hospital Ramón y Cajal, para nosotros, las puertas del purgatorio.
Pepe Lorenzo
Grupo B
Grupo B
El adiós
(Siete coplas manriqueñas)
Don’t think twice. It`s all right.
Bob Dylan.
Porque la quería ….
Joan Manuel Serrat
Con ganas de entrelazarnos
empezamos la carrera
del amor.
Y probamos a mirarnos
de aquella nueva manera,
con calor.
Mas por no pecar de niños,
de impúberes sempiternos,
no dejamos
que el calor hiciera guiños,
que nos volviera más tiernos,
más cercanos.
No es moda comprometerse.
Mejor hacer del amor
divertimento.
Mejor es no entrometerse,
no hacer caso del clamor
por el momento.
Dejar pasar la ocasión
de vivir las emociones
intuidas.
Dejar pasar la pasión
y dejar nuestras pasiones
destruidas.
Y ahora pagamos el precio
de negarnos compromisos.
Olvidamos
que la nave acaba en pecio
si el rumbo, cuando es preciso,
no alteramos.
Se nos enfrió el cariño
por falta de cobertura
suficiente.
No vimos que ya era un niño,
que no era literatura
complaciente
Adversarios del futuro,
la soledad nos hereda.
¡Que tristeza!
Separarnos será duro,
mas del árbol solo queda
la corteza.
Carlos Coca Senande
Grupo A
Me dejaste tu adiós sobre la cama
y ya no sé muy bien qué hacer con él
¿Lo plasmo con un boli en un papel
o dejo que me sirva de pijama?
Es frío pero quema como llama
y escuece en cada poro de mi piel,
las lágrimas ahora son de hiel
y cada gota amarga te reclama.
¿Con qué puedo llenar este vacío
saturado de ausencia y de silencio
si no funciona nada en mi cabeza?
No sale el sol y todo está sombrío,
las horas del reloj no diferencio
desde esta plaza fija en la tristeza.
Se rompe alguna pieza
después de cada nueva despedida.
¡Cómo duele olvidar a quien te olvida!
Aurora Zarco
Grupo B
1
El dolor es tan profundo
cuando en la espera,
se que no volverás.
El cielo no es azul,
las nubes, de un color ocre,
rompen a llorar
lo mismo que mis ojos
perdidos en tu ausencia,
no pueden contener la lluvia
de mis lágrimas.
Compartimos tanto amor,
que cada día
es más difícil vivir sin ti.
2. Tarde de otoño
Nunca dejé de nombrarla
está presente
en cada instante,
en cada verso,
en una nube,
en una estrella,
en cualquier atardecer
en el canto de un pájaro
en el arrullo del río,
en el aire cuando aúlla,
en la lluvia cuando paseando
moja mi cara y,
sin querer extiendo mi mano
sintiendo el calor de la suya.
En cualquier canción,
en la lectura de un libro,
en las cuatro paredes
de esta casa,
de donde nunca se ha ido.
3
Parecía que nunca
Iba a poder despedirme
de los sueños que inventamos
cuando nada importaba
más que nosotros.
Vivimos cada instante
como si fuera el último.
No había horas ni días,
todo era luz y alegría, cuando,
se desató el incendio y,
nos sorprendió la noche.
P.G.
Grupo C
El cerebro mueve la cabeza
Parecía que estaba dormida, los ojos cerrados, una carita suave, como pensando, pero los oídos atentos.
Me acerqué a ella y le hice tres preguntas, mirándola a los ojos por si acertaba a abrirlos, tres últimas preguntas, sin respuesta verbal, pero asintiendo a cada una de ellas con la cabeza.
¿Sabes que eres la rubia más guapa del hospital?
¿Sabes que tienes unos ojos verdes muy bonitos?
¿Sabes que te queremos mucho?
Luis Iglesias
Grupo B
Adiós a mis años duros de internado.
Me miro en el espejo y me veo lejos, lejos de cómo y dónde viví, lejos muy lejos de aquellos años en que estuve interno en los escolapios. Allí pasé cuatro años, tres en Estella y uno en Orendain, el inicio de la adolescencia. Allí terminé el bachiller elemental finalizando con la reválida de cuarto, reválida que hice en el Instituto de San Sebastián. Los exámenes eran por libre, es decir te lo jugabas todo a una carta. Preparabas las asignaturas durante el curso y luego ibas al instituto y te examinabas. Le dábamos varios repasos a las asignaturas, para llevarlas bien “trilladas”, pues en unas horas tenías que demostrar que dominabas las materias. Nos examinábamos de todas las asignaturas en un día, lo cual podía llegar a ser extenuante. Recuerdo la primera vez que lo pasé fatal, incluso llegué a vomitar de la angustia que tenía encima. Un examen, un rato de descanso, otro examen, otro descanso, otro examen… a comer y por la tarde continuar. Tenías que olvidarte de lo que habías hecho y concentrarte en lo que tenías que hacer a continuación. Esto para un niño de once años era realmente traumático, pero me adapté y aquello me pareció normal; porque además de las asignaturas de cada curso teníamos solfeo, música, canto gregoriano y normas de urbanidad. Estas clases por supuesto eran obligatorias; allí todo era obligatorio, incluso jugar en el patio. Había que permanecer activo durante las 24 horas del día, todo estaba absolutamente reglado y programado, desde que te levantabas hasta que te acostabas, tanto los días de diario como los festivos. Si algún día no jugabas en el frontón o en el patio, o en un salón enorme con mesas donde nos refugiábamos los días de lluvia; por la noche antes de acostar, en la velada del “examen de conciencia,” donde el padre maestro nos hacía recordar lo que habíamos hecho durante el día, pues allí salía tu nombre indicando que no habías colaborado lo suficiente en la armonía del grupo.
Aquel verano después de la reválida de cuarto, me subí al tren con la maleta y emprendí el viaje hacia Ciudad Rodrigo.
El paisaje verde se fue transformando a medida que pasaban los kilómetros. Estaba diciéndole adiós sin saberlo, a un colorido lleno de tonalidades verdes y amarillas, por otro en el que dominaban los ocres y marrones. No supe que me despedía hasta dos meses después. No fue un adiós en aquel instante, pues siempre pensé volver.
Al cabo de un tiempo dije adiós desde la distancia, a aquellos colegios donde había pasado 4 años de mi vida.
A pesar de la dureza a la que nos sometieron en aquellos años, supe adaptarme bien, e incluso recuerdo que fui bastante feliz.
José Luis Fonseca
Grupo A
Tres maneras de no decir adiós
1
Últimas palabras
Segundos antes de fallecer vio una luz al final del túnel. Sólo tuvo tiempo de balbucear “Me cago en…” cuando el kamikaze se estampó contra él.
2
No somos nadie
2
No somos nadie
Aquel filósofo dedicó toda su vida a prepararse para la muerte. Después de sesudas reflexiones optó por “Eternity Corporation”, una empresa del magnate Elon Bezos-Zuckerberg, que criogenizaba pacientes terminales hasta que se descubriera la cura de su enfermedad. Firmó un precontrato de muchas páginas, que incluía un texto de despedida para sus seres queridos, anticipando que en esa penosa coyuntura no estuviera en condiciones de redactarlo.
Pero al final se fue sin decir adiós porque tuvo la mala suerte de fallecer sin previo aviso. La muerte no estaba en su agenda.
3
Tenemos que hablar
Pero al final se fue sin decir adiós porque tuvo la mala suerte de fallecer sin previo aviso. La muerte no estaba en su agenda.
3
Tenemos que hablar
Abrí la puerta y allí me la encontré, en el sofá “conversation”, de rochebobois, esperándome con su cara de no haber roto nunca un plato, la muy felona.
Cariño, tenemos que hablar, me dijo. No, cariño, le dije yo, y sin más preámbulos le mostré los papeles de la solicitud de divorcio que habían redactado mis abogados. Con un anexo de la agencia de detectives en la que no quedaba lugar a dudas de sus múltiples infidelidades, perfectamente documentadas, con imágenes que hubieran escandalizado a la mismísima Stormy Daniels. Ya hablarán nuestros abogados, le dije; por cierto, cariño, olvídate de lo de la incompatibilidad de caracteres, de mi multimillonario patrimonio no vas a sacar un céntimo. Ya sabes, mi amor, el pequeño detalle acerca del adulterio que incluimos en nuestro contrato prematrimonial (los honorarios del bufete son astronómicos, pero poco me parece).
Ella no dijo esta boca pecadora -elocuente en las fotos, sin necesidad de palabras- es mía, se levantó muy ofendida, aunque trastabillando un poco, y se fue. Sin decir adiós.
Yo me serví una copa, más que nada para pasar el trago. Qué disgusto, la quería tanto…
Ignacio Aparicio
Grupo A
El adiós de un viejo descreído.
Luna de amor que nunca conociste el ocaso,
que te remontas una y otra vez en el cielo,
¡cuántas y cuántas veces tratarás de buscarme
en el mismo jardín, y todo será inútil!
Omar Kheyyam. Rubaiyat. Cuarteta 247.
Pienso a veces en las personas con los que he compartido el tiempo en el mundo. No tengo responsabilidad en ello, es evidente. Simplemente nací en unos años en los que estaban vivos Charles Chaplin (hasta los días de mi bautismo laboral), Albert Einstein (por pocos años) o Dmitri Shostakóvich, con quien compartí algo más de cuatro lustros en el mundo.
Vienen a la memoria sin pensar mucho, pero me permiten dibujar un tiempo que se fue, y hacerlo con la excusa de recordar una idea de Borges: un día murió la última persona que vio vivo a Cristo. Así, un día morirá la última persona que ha visto a la gente con la que yo he convivido, un día morirá la última persona que pensó en mí, o que me vio, o que escuchó alguna de mis monsergas, o la última que me amó. Y entonces se dice que uno ha muerto del todo. Aunque creo que, como tantas frasecitas biempensantes, ésta tampoco sirve de nada.
Un ejemplo de lo que quiero decir: pudo haber ocurrido que un día encontrase a cierta persona en una calle de cualquier ciudad y pude haber dicho:
- Bueno, pero si es Sir Charles Laughton,
y haberme alegrado de ver al curioso personaje. Pero el verdadero señor Laughton, aquél que vistió trajes ya pasados de moda en los cuarenta y cincuenta en las películas en las que participó, que se puso británica peluca de letrado en “Testigo de cargo”, que leyó un día la lista de los derechos humanos en una rememorada secuencia de “Esta tierra es mía”, ese hombre era una persona que vestía pijama o camisón por la noche, que se levantaba a deshoras de madrugada a aliviar la vejiga, que duchaba o lavaba sus copiosas carnes en la intimidad y que en ella murió un día como un humano cualquiera, lo que todos somos, para siempre jamás.
Recuerdo con frecuencia a aquellas personas llamadas inmortales, cientos, con las que he compartido el tiempo (María Zambrano, Ortega y Gasset, Berlanga o Carmen Laforet, entre otros muchos de los nuestros), pero eso no significa que ellos se mantengan vivos en modo alguno, mucho menos que los mantenga vivos yo (¡pobre de mí!) al rememorarlos. La inmortalidad en la memoria es un cuento. La inmortalidad es un cuento.
Proust pretendió recuperar el tiempo y, trágicamente, tal vez consiguió evocarlo. La última novela del ciclo, “El tiempo recobrado”, muestra cabalmente cómo todo concluye, que los recuerdos se estrellan contra la decadencia, la muerte o la brutal realidad del momento en que se vive, y no se recupera nada. Podemos ansiar rejuvenecer nuestros recuerdos, o a nosotros mismos, pero con el riesgo de que el intento nos precipite a la ridícula indecencia del maquillaje –del propio recuerdo o del infame cuerpo– como el atildado Barón de Charlus, o como Dirk Bogarde en el melindre papel de Gustav von Aschenbach, pintados y acicalados en pleno declive, lo que solo añade patetismo a la vía regia hacia la aniquilación que es la vejez poco lúcida. Gil de Biedma añadió:
“Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra”.
Quienes vivieron y han muerto mientras yo he estado vivo (Alfred Hitchcock, Pio Baroja, Luis de Pablos) han desaparecido para siempre jamás, aunque hoy nos estremezcan muchas veces sus líneas, su música o sus películas. No basta con que exista el nombre de alguien para que esté vivo, como dicen aquellos que hablan más de lo que saben, y hablan siempre.
Si los míos me recuerdan con una sonrisa – todos mis deseos para mi adiós se cifran en eso – cuando me haya ido de este valle de pesadillas y sueños utópicos, eso no me mantendrá vivo. Y los pájaros seguirán volando y los vientos soplando y los amantes escondiéndose, pero toda mi inmortalidad quedará en unas pocas cenizas que tal vez se dispersen para, en el mejor caso, servir de abono a un pedazo de tierra en la que crezcan matojos, arbustos o cardos. Y seguirá la vida, sin George Steiner, sin Martin Luther King, sin Ana María Matute, y sin mi insignificante cuerpo.
Si la energía no se crea ni se destruye, simplemente, se transforma, la vida de un ser humano se crea, se transforma y se destruye. Y así está bien.
El adiós de un viejo hedonista
Olvida la sapiencia de los sabios, y enrédate
en el sedoso pelo de una mujer bonita.
Antes que el Hado pueda verter tu sangre en tierra,
derrama tú la sangre de la jarra en tu copa.
Omar Kheyyam. Rubaiyat. Cuarteta 121.
Si me preguntan qué personas, qué hechos, que obras de arte o que libros recuerdo a estas alturas, suelo encoger los hombros y pensar poco. Lo que venga a mis labios me parece bien siempre. No encuentro preferible recordar a Joan Crawford que a Ana Mariscal; ni la caída del muro de Berlín a mayo del 68; tanto me da contemplar las tres gracias de Rubens como escuchar el clave bien temperado de Bach; disfruto con la prosa ágil y brillante de Elizabeth Hardwick tanto como con las arriesgadas locuras de David Foster Wallace, créanlo o no.
Ahora que lo pienso, y viene al caso, hace años que no veo a Elvira, mi adorada amiga. La conocí cuando trabajaba de aprendiz en la mercería de Pablo, allá en mi pueblo, porque yo nací en una ciudad manchega, de cuyo nombre bien me acuerdo… Bueno, iba a contar que una mañana vino Elvira, éramos muy jóvenes, casi adolescentes (entonces tener trece años no impedía trabajar), a comprar unas medias, porque en esos años las chicas usaban tan erótica prenda, y a mí se me ocurrió ofrecerme a probárselas. Primero me miró con los ojos muy abiertos, después, al ver mi sonrisa de pánfilo, le entró la risa y me dijo que no, que ya sabía bien ella qué talla usaba y que no quería que las rompiese con mis manazas – a las medias les salían “carreras”, nombre que siempre me pareció un despropósito –. A lo que íbamos, que desde ese día nos saludábamos al vernos por la calle, más tarde salimos juntos con la pandilla, y siempre fuimos amigos. Cuando la veía de lejos sabía que era Elvira, porque tenía el pelo largo suavemente rizado y rojizo. No llegaba a lo que en los manchegos llamábamos pelo jaro, porque era más bien pelirroja, pero de un rojo pálido muy brillante.
He hablado de mi amiga porque con ella comenzaron mis aventuras con la cultura (no con lo que llaman ahora “cultura” los mercachifles). Su familia había reunido una buena biblioteca y en ella fui descubriendo a Galdós, que me sigue pareciendo el mejor; también a Georgie Borges, como le llamaban los suyos, con quien estoy de acuerdo en que no hay que escribir voluminosos libros si la historia se puede contar cabalmente, dice él, en unas pocas páginas; después a Lawrence Durrell y sus novelas en cuartetos (Alejandría) y quintetos (Aviñón), que me gustaron más esos años que ahora. Disfruté también de su colección de discos barrocos: Henry Purcell, Corelli, Telemann, Scarlatti, entre los que me descubrí y me resultaron más atractivos.
Pero no, lo que más me atraía era la cara y el cabello de Elvira, sin entrar en los detalles que un caballero nunca debe hacer públicos, que tampoco fueron tantos como yo hubiese ansiado entonces. De sus deseos tuve pistas no muy claras, a decir verdad.
No fuimos novios formales, no seguimos juntos. Los dos dejamos el pueblo para ir a estudiar o a trabajar a otras ciudades. Al principio intercambiamos voluminosas cartas, lo que con certera palabra se llamaba correspondencia, porque cada uno correspondió a las confidencias del otro en confianza. Poco a poco las cartas adelgazaron y se espaciaron. Cada uno encontró su placer y su conveniencia lejos del otro. Yo conocí a la que fue mi esposa en días de vino y rosas – que no acabaron como los de Joe y Kirsten en la película – que continúan ahora, muchos años después, pero también adelgazando los ramos y espaciando las copas. A esta edad provecta, pienso que he alcanzado lo que Gil de Biedma consideraba una buena vida:
“En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.”
Así creo que he logrado vivir, y hoy, excepcionalmente, escribo porque me quedan algunas ganas de recordar, y es amable rememorar a Elvira, aquella Gilberte íntima cuando viví a la proustiana sombra de las muchachas en flor. La recuerdo sin nostalgia, si acaso con el ánimo en suspenso, porque nunca nos dijimos adiós del todo, aunque dudo que nunca volvamos a vernos. Poco importa. Tuvimos nuestros años jóvenes, el primer estremecimiento al estrechar su cuerpo y oler el delicado aroma de sus cabellos, el tacto de aquella melena pelirroja. Perdidos los años, los olores y los temblores, perdido el tacto de aquellos rizos suaves, cómo podría olvidar, cómo fingiría decir adiós entre sollozos. A su memoria corresponde una sonrisa y una despedida con el amable vino de mi tierra.
Cariño, tenemos que hablar, me dijo. No, cariño, le dije yo, y sin más preámbulos le mostré los papeles de la solicitud de divorcio que habían redactado mis abogados. Con un anexo de la agencia de detectives en la que no quedaba lugar a dudas de sus múltiples infidelidades, perfectamente documentadas, con imágenes que hubieran escandalizado a la mismísima Stormy Daniels. Ya hablarán nuestros abogados, le dije; por cierto, cariño, olvídate de lo de la incompatibilidad de caracteres, de mi multimillonario patrimonio no vas a sacar un céntimo. Ya sabes, mi amor, el pequeño detalle acerca del adulterio que incluimos en nuestro contrato prematrimonial (los honorarios del bufete son astronómicos, pero poco me parece).
Ella no dijo esta boca pecadora -elocuente en las fotos, sin necesidad de palabras- es mía, se levantó muy ofendida, aunque trastabillando un poco, y se fue. Sin decir adiós.
Yo me serví una copa, más que nada para pasar el trago. Qué disgusto, la quería tanto…
Ignacio Aparicio
Grupo A
El adiós de un viejo descreído.
Luna de amor que nunca conociste el ocaso,
que te remontas una y otra vez en el cielo,
¡cuántas y cuántas veces tratarás de buscarme
en el mismo jardín, y todo será inútil!
Omar Kheyyam. Rubaiyat. Cuarteta 247.
Pienso a veces en las personas con los que he compartido el tiempo en el mundo. No tengo responsabilidad en ello, es evidente. Simplemente nací en unos años en los que estaban vivos Charles Chaplin (hasta los días de mi bautismo laboral), Albert Einstein (por pocos años) o Dmitri Shostakóvich, con quien compartí algo más de cuatro lustros en el mundo.
Vienen a la memoria sin pensar mucho, pero me permiten dibujar un tiempo que se fue, y hacerlo con la excusa de recordar una idea de Borges: un día murió la última persona que vio vivo a Cristo. Así, un día morirá la última persona que ha visto a la gente con la que yo he convivido, un día morirá la última persona que pensó en mí, o que me vio, o que escuchó alguna de mis monsergas, o la última que me amó. Y entonces se dice que uno ha muerto del todo. Aunque creo que, como tantas frasecitas biempensantes, ésta tampoco sirve de nada.
Un ejemplo de lo que quiero decir: pudo haber ocurrido que un día encontrase a cierta persona en una calle de cualquier ciudad y pude haber dicho:
- Bueno, pero si es Sir Charles Laughton,
y haberme alegrado de ver al curioso personaje. Pero el verdadero señor Laughton, aquél que vistió trajes ya pasados de moda en los cuarenta y cincuenta en las películas en las que participó, que se puso británica peluca de letrado en “Testigo de cargo”, que leyó un día la lista de los derechos humanos en una rememorada secuencia de “Esta tierra es mía”, ese hombre era una persona que vestía pijama o camisón por la noche, que se levantaba a deshoras de madrugada a aliviar la vejiga, que duchaba o lavaba sus copiosas carnes en la intimidad y que en ella murió un día como un humano cualquiera, lo que todos somos, para siempre jamás.
Recuerdo con frecuencia a aquellas personas llamadas inmortales, cientos, con las que he compartido el tiempo (María Zambrano, Ortega y Gasset, Berlanga o Carmen Laforet, entre otros muchos de los nuestros), pero eso no significa que ellos se mantengan vivos en modo alguno, mucho menos que los mantenga vivos yo (¡pobre de mí!) al rememorarlos. La inmortalidad en la memoria es un cuento. La inmortalidad es un cuento.
Proust pretendió recuperar el tiempo y, trágicamente, tal vez consiguió evocarlo. La última novela del ciclo, “El tiempo recobrado”, muestra cabalmente cómo todo concluye, que los recuerdos se estrellan contra la decadencia, la muerte o la brutal realidad del momento en que se vive, y no se recupera nada. Podemos ansiar rejuvenecer nuestros recuerdos, o a nosotros mismos, pero con el riesgo de que el intento nos precipite a la ridícula indecencia del maquillaje –del propio recuerdo o del infame cuerpo– como el atildado Barón de Charlus, o como Dirk Bogarde en el melindre papel de Gustav von Aschenbach, pintados y acicalados en pleno declive, lo que solo añade patetismo a la vía regia hacia la aniquilación que es la vejez poco lúcida. Gil de Biedma añadió:
“Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra”.
Quienes vivieron y han muerto mientras yo he estado vivo (Alfred Hitchcock, Pio Baroja, Luis de Pablos) han desaparecido para siempre jamás, aunque hoy nos estremezcan muchas veces sus líneas, su música o sus películas. No basta con que exista el nombre de alguien para que esté vivo, como dicen aquellos que hablan más de lo que saben, y hablan siempre.
Si los míos me recuerdan con una sonrisa – todos mis deseos para mi adiós se cifran en eso – cuando me haya ido de este valle de pesadillas y sueños utópicos, eso no me mantendrá vivo. Y los pájaros seguirán volando y los vientos soplando y los amantes escondiéndose, pero toda mi inmortalidad quedará en unas pocas cenizas que tal vez se dispersen para, en el mejor caso, servir de abono a un pedazo de tierra en la que crezcan matojos, arbustos o cardos. Y seguirá la vida, sin George Steiner, sin Martin Luther King, sin Ana María Matute, y sin mi insignificante cuerpo.
Si la energía no se crea ni se destruye, simplemente, se transforma, la vida de un ser humano se crea, se transforma y se destruye. Y así está bien.
Juan Delgado
Grupo A
El adiós de un viejo hedonista
Olvida la sapiencia de los sabios, y enrédate
en el sedoso pelo de una mujer bonita.
Antes que el Hado pueda verter tu sangre en tierra,
derrama tú la sangre de la jarra en tu copa.
Omar Kheyyam. Rubaiyat. Cuarteta 121.
Si me preguntan qué personas, qué hechos, que obras de arte o que libros recuerdo a estas alturas, suelo encoger los hombros y pensar poco. Lo que venga a mis labios me parece bien siempre. No encuentro preferible recordar a Joan Crawford que a Ana Mariscal; ni la caída del muro de Berlín a mayo del 68; tanto me da contemplar las tres gracias de Rubens como escuchar el clave bien temperado de Bach; disfruto con la prosa ágil y brillante de Elizabeth Hardwick tanto como con las arriesgadas locuras de David Foster Wallace, créanlo o no.
Ahora que lo pienso, y viene al caso, hace años que no veo a Elvira, mi adorada amiga. La conocí cuando trabajaba de aprendiz en la mercería de Pablo, allá en mi pueblo, porque yo nací en una ciudad manchega, de cuyo nombre bien me acuerdo… Bueno, iba a contar que una mañana vino Elvira, éramos muy jóvenes, casi adolescentes (entonces tener trece años no impedía trabajar), a comprar unas medias, porque en esos años las chicas usaban tan erótica prenda, y a mí se me ocurrió ofrecerme a probárselas. Primero me miró con los ojos muy abiertos, después, al ver mi sonrisa de pánfilo, le entró la risa y me dijo que no, que ya sabía bien ella qué talla usaba y que no quería que las rompiese con mis manazas – a las medias les salían “carreras”, nombre que siempre me pareció un despropósito –. A lo que íbamos, que desde ese día nos saludábamos al vernos por la calle, más tarde salimos juntos con la pandilla, y siempre fuimos amigos. Cuando la veía de lejos sabía que era Elvira, porque tenía el pelo largo suavemente rizado y rojizo. No llegaba a lo que en los manchegos llamábamos pelo jaro, porque era más bien pelirroja, pero de un rojo pálido muy brillante.
He hablado de mi amiga porque con ella comenzaron mis aventuras con la cultura (no con lo que llaman ahora “cultura” los mercachifles). Su familia había reunido una buena biblioteca y en ella fui descubriendo a Galdós, que me sigue pareciendo el mejor; también a Georgie Borges, como le llamaban los suyos, con quien estoy de acuerdo en que no hay que escribir voluminosos libros si la historia se puede contar cabalmente, dice él, en unas pocas páginas; después a Lawrence Durrell y sus novelas en cuartetos (Alejandría) y quintetos (Aviñón), que me gustaron más esos años que ahora. Disfruté también de su colección de discos barrocos: Henry Purcell, Corelli, Telemann, Scarlatti, entre los que me descubrí y me resultaron más atractivos.
Pero no, lo que más me atraía era la cara y el cabello de Elvira, sin entrar en los detalles que un caballero nunca debe hacer públicos, que tampoco fueron tantos como yo hubiese ansiado entonces. De sus deseos tuve pistas no muy claras, a decir verdad.
No fuimos novios formales, no seguimos juntos. Los dos dejamos el pueblo para ir a estudiar o a trabajar a otras ciudades. Al principio intercambiamos voluminosas cartas, lo que con certera palabra se llamaba correspondencia, porque cada uno correspondió a las confidencias del otro en confianza. Poco a poco las cartas adelgazaron y se espaciaron. Cada uno encontró su placer y su conveniencia lejos del otro. Yo conocí a la que fue mi esposa en días de vino y rosas – que no acabaron como los de Joe y Kirsten en la película – que continúan ahora, muchos años después, pero también adelgazando los ramos y espaciando las copas. A esta edad provecta, pienso que he alcanzado lo que Gil de Biedma consideraba una buena vida:
“En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.”
Así creo que he logrado vivir, y hoy, excepcionalmente, escribo porque me quedan algunas ganas de recordar, y es amable rememorar a Elvira, aquella Gilberte íntima cuando viví a la proustiana sombra de las muchachas en flor. La recuerdo sin nostalgia, si acaso con el ánimo en suspenso, porque nunca nos dijimos adiós del todo, aunque dudo que nunca volvamos a vernos. Poco importa. Tuvimos nuestros años jóvenes, el primer estremecimiento al estrechar su cuerpo y oler el delicado aroma de sus cabellos, el tacto de aquella melena pelirroja. Perdidos los años, los olores y los temblores, perdido el tacto de aquellos rizos suaves, cómo podría olvidar, cómo fingiría decir adiós entre sollozos. A su memoria corresponde una sonrisa y una despedida con el amable vino de mi tierra.
Juan Delgado
Grupo A
Los adioses de Francisco
La mañana se había despertado clara y sonrosada, como todos aquellos días de octubre en que la tormenta geomagnética, debida a la ola de plasma desprendida por el sol, llegaba a la Tierra. Tú te levantaste pronto, preparaste el desayuno de toda la familia, te aseaste, te vestiste y te despediste de Alicia, tu mujer.
—Adiós cariño, vendré tarde a comer. —Dándole un beso de hasta luego.
También de tus hijos, que se agarraban a tus piernas, no queriéndote dejar marchar, en un último intento de que en lugar de darles besos les contaras un nuevo cuento de su personaje favorito, el dragón Faustino que tú habías inventado para ellos. Conseguiste escapar del abrazo de Paula y Pablo, que entre risas pretendían retenerte unos segundos más. Te despediste de ellos con una promesa.
—Cuando volváis esta tarde, os contaré la aventura de Faustino en las montañas de África —dijiste, abandonando la casa mientras hacías el ademán de lanzarles un beso.
En la puerta del edificio, Rosa la limpiadora se afanaba con los cristales. Una gran trabajadora, madre de dos gemelos a los que ella sola sacaba adelante.
—¿Qué tal van los hijos, Rosa?
—Bien, hechos unos diablillos.
—Te he hecho una participación de 5 euros de la lotería de Navidad.
—Muchas gracias. Es usted muy amable.
—Te lo mereces. A ver si nos toca una ayudita —comentaste mientras salías a la calle y te despediste—: Hasta mañana, aunque me iré pronto y no creo que nos veamos.
Eusebio, el quiosquero, un hombre afable, con una sonrisa siempre en su boca, te saludó como de costumbre.
—Buenos días Francisco, le tengo el número de National Geographic de esta semana ¿se lo lleva ahora?
—No gracias, voy un poco apurado de tiempo. Esta tarde lo recojo y echo un vistazo a otras revistas.
—Sin problema.
—Adiós Eusebio, cuídate esa pierna que parece que hoy cojeas un poco más —dijiste mientras te subías al coche para ir al trabajo.
Juan llevaba desempeñando el puesto de conserje de la empresa desde hacía quince años, a pesar de ello no conseguiste simpatizar con él, siempre con su cara de amargado. Lo has intentado y finalmente has renunciado, pero decidiste tratarle con amabilidad y un punto de comprensión por los problemas que, se comenta, tiene en su vida particular y parece sobrellevar estoicamente.
—Buenos días señor Juan ¿Alguna novedad esta mañana?
—Bueeenas. Ninguna.
—¿Hasta que hora tiene hoy el turno?
—Las tres.
—Pues hasta mañana. Hoy tengo mucho trabajo y saldré tarde, así que no le veré al salir. Que tenga un buen día.
—Uhm. —Un gruñido fue la respuesta de Juan a la despedida de Francisco.
Subiste a pie los cinco pisos hasta llegar a tu despacho, habías decidido incorporar este pequeño ejercicio a tus rutinas diarias. Joaquín, el secretario, no estaba en su mesa trabajando en el ordenador y respondiendo al teléfono, como habitualmente, pero tenía los documentos y los informes necesarios colocados en sus respectivas bandejas, era un administrativo educado y eficaz. La jornada fue intensa, con una pequeña interrupción para tomar café con Alberto, el compañero que había entrado en la empresa a la vez que tú.
—¿Como te va la vida desde ayer? —preguntaste por decir algo, pero te quedaste sorprendido por la respuesta.
—Hoy es mi último día, me han concedido el ascenso y mañana salgo para ocupar el puesto de la delegación de Helsinki.
—¡Vaya cambio!¡Por fin lo has logrado!
—Sí, pero estoy un poco asustado, va a ser mucho cambio.
—No te preocupes. —Intentaste animarle y seguisteis hablando durante un buen rato, hasta que tocó despedirse.
—Ya sabes que te deseo lo mejor. Te conozco desde hace mucho tiempo y sé que vas a triunfar. Adiós amigo, nos vemos en Navidad. —Con un fuerte abrazo y un pequeño nudo en la garganta te volviste a tu despacho.
El resto de la jornada transcurrió sin nada especial que reseñar. Resolver varios asuntos, dos videoconferencias con miembros del equipo de diversas localidades y una breve conservación con Laura, tu jefa directa, eficiente, exigente, capaz de resolver casi cualquier cuestión que requiriese su dirección, inteligente y algo distante en lo personal.
—Ya tengo a punto los tres expedientes de Baleares y la resolución sobre el asunto de Almería —informaste.
—Correcto. Ahora debemos realizar una prospección sobre la situación de las charcas para ganado en la provincia de Salamanca —comento, explicando brevemente la razón—. Es un encargo del Ministerio de Medio Ambiente.
—¿Alguna otra cosa? ¿Algo que comentar sobre el informe de Matalascañas?
—No nada. Buenas tardes.
—Buenas tardes —dijiste algo dubitativo al comprobar que no había nada que añadir sobre aquel informe en el que te habías esmerado especialmente. E intentaste añadir un remate a la despedida, pero solo pudiste balbucir—: Ehmm… Adiós.
Acabado el trabajo del día, recogiste documentación variada, la introdujiste en la cartera y, con la gabardina debajo del brazo, saliste del despacho y cerraste. Joaquín se encontraba ultimando alguna tarea, por lo que te entretuviste poco hablando con él.
—¿Qué tal la jornada? Casi no nos hemos visto. —Iniciaste de este modo la conversación.
—Nada de particular. He dejado archivados todos los informes y documentos que estaban pendientes. ¿Alguna cosa para mañana? —inquirió el interpelado.
—No queda nada por hacer. Mañana toca empezar con nuevo trabajo —comentaste brevemente y te despediste con un afable—: Diviértete viendo el partido de esta tarde. ¡Y que ganéis!
Antes de cruzar la calle, entraste en el bar Manolo para tomar una caña y un pincho de calamares, siempre reconfortante a esas horas. Acabaste rápido y te despediste.
—Cada día te quedan mejor los calamares.
—Lo mismo que los veinte años que llevo haciéndolos —respondió Manolo. —Lo que pasa es que hoy has venido algo más tarde y con algo más de hambre.
—Debe ser eso —corroboraste. Sin perder más tiempo añadiste—: Bueno, adiós que tengo prisa.
Era la novena vez que te despedías a lo largo del día. ¿En qué habrían cambiado aquellos adioses si hubieras sabido que ese camión, que perdió los frenos mientras tú atravesabas la calle, las convertiría en tus últimas despedidas?
Manuel Medarde
Grupo A
Elegía
La muerte aletea y consigue tu abrazo, nadie te pregunta si quieres exhibirla y para que no opines te atan la boca con un pañuelo y tú, tranquilamente , como si no pasara nada, repartes besos de mármol y nos regalas tragedia de magnitud inmensa sin apenas darte cuenta de que no podías irte.
Nosotros, desconcertados, vestimos de negro doliente para acrecentar el drama. Qué sencillo habría sido darle color a los días y contrarrestar la pena , pero el luto se imponía solo, sin poder sustraernos nosotros a su reivindicación negra.
Nadie se rebeló ante la fuerza de lo oscuro y tú te llevaste el color y la vida esparciendo a tu alrededor la nada vacía. Nos dejaste solos y huérfanos de sentido y de historia. Te despediste entre gente, como pasaste la vida, casi repartiendo alegría en una mueca imposible.
Nosotros, rodeados de asombro y asomados al abismo, intuíamos la caída inexorable, inminente .
¡Qué sola me ha dejado tu beso de mármol frío!... para siempre herida el alma, para siempre el sinsentido.
Pilar Sánchez Barbero
Grupo A
Decir a Dios
Quiero decirte diosito, así entre susurros, esperando que no me despidas de tu centro inexistente, cómo permites, cómo exiges que la vida circule por dónde tú manejas el hilo, a contracorriente.
Acaso, ¿no viste su mirada azul caoba, acuosa por el viento y por la huida? Y en frente, rectos horizontes sin sentido, camino firme y espalda con mochila de "hasta siempre", mientras los fogonazos de los fusiles , se cruzaban con el vuelo limpio de las aves.
Decir adiós con las alas del futuro, y mecerse por el dolor del presente.
Tal vez, ¿no intuiste que la mente despedía al cuerpo, una noche de verano, con el recuerdo vibrante de unas manos agrietadas por la lucha y un corazón dañado, con ritmo de desvarío que trepaba con la melodía del olvido?.
Decir adiós, lento, sucesivamente, mientras se difumina el abrazo del desconocido.
Dime, si no eres capaz de sentir el adiós más profundo, de la carta dejada sobre la mesa del que huye de sí mismo, razones de muerte y recuerdos de vida y seguido, os quiero, he tenido que hacerlo. Adiós
Aprender a decir adiós, el reto casi perfecto.
GuADAlupe Sanchón
Grupo C
Habitación con vistas... al más allá
Una luz blanca del techo parpadeaba débilmente, casi al ritmo de los goteros, y proyectaba sombras inquietas en las paredes. Ella, inmóvil, sentía el peso del silencio aplastándole el pecho más que la propia enfermedad. Las máquinas seguían su rutina indiferente, cada señal luminosa era un recordatorio de todo lo poco que aún quedaba de ella. A su alrededor, el vacío: ninguna mano que la tocara, ningún rostro conocido. De pronto, empezaron a pitar todas las máquinas a la vez, se aceleraron las carreras por los pasillos, y alguien certificó lo que ya habían adelantado con acierto los del 112, ese número fatídico y salvador que tanto nos ayuda y socorre.
Un celador abrió el bolso de sus pertenencias. Ningún teléfono, nadie para poder avisar; solo un DNI de caducidad permanente, un paquete de pañuelos de papel, la estampa arrugada de una Virgen morena, una botella de agua y una nota manuscrita que dejó a toda la planta con el brocal de los ojos brillosos por la humedad: “Decidle a alguien, al que sea, que ya me he ido. No quiero irme sin que nadie lo sepa. No temo la partida, solo lamento las horas que dejé pasar sin amor. La soledad no duele cuando sabes que ya no hay más caminos por recorrer. He escrito esto para que sepan que no me sentí sola. Al final, la soledad se convierte en la mejor de las compañías. Todos llegamos a ser ese suspiro que se apaga. No dejo herencia ni recuerdos, pero este adiós es todo lo que queda de mí, sin lágrimas ni tristeza. Solo mi última página escrita. Me voy en silencio, como viví. Que el olvido sea ligero. No sé si alguien leerá esto, pero necesitaba despedirme, aunque fuera de nadie”.
Francisco Antonio Martín Iglesias
Grupo A
Hola y adiós
La vida se compone de encuentros y de despedidas. Se trata de ir y venir. De conocer y de ignorar. De amar y de odiar. Son dos caras de la misma moneda, que no tienen que ver con lo positivo y lo negativo. Ambas tienen cargas en los dos sentidos. Todo es relativo. A veces he pensado: ¡Maldita la hora en que conocí a…! o ¡Por fin me he deshecho de…! Qué duro es desprenderse de un objeto querido y qué gratificante es encontrar a alguien afín, y viceversa. Se trate de persona, animal o cosa, el sentimiento es el mismo. Solo lo diferencia la intensidad.
M. Maximina Moreno
Grupo B
La hora de la verdad
Quiero escribirla, mas no sé por dónde empezar, madre.
Al atardecer, los estorninos atravesaron la ciudad en busca de un dormidero; sin embargo, yo no puedo conciliar el sueño, madre.
Su presagio de agua fue certero, y el pertinaz ritmo que impone la lluvia acelera la desazón de mi espíritu. Mi cuerpo aterido se rebela a su finitud. Soy demasiado joven para morir, madre.
Me arrebatarán la vida, pero no la dignidad. Por ti; por padre. Me quedo con su cariño y con el recuerdo de los ojos garzos y la sonrisa encendida de Sara, en la verbena de san Juan, cuando recibí el único beso enamorado que me llevo, madre.
El tamborileo lejano de un pájaro carpintero anula el quejumbroso portazo que ha dado el padre Castelló al abandonar este mugriento cubil donde llevo encerrado nueve días. Esa rancia alimaña pretendía otorgar redención a mis faltas. Pero yo no me considero pecador, madre.
Llega el alba. Dejo una fría y húmeda mañana, pero no llore. No merezco sus lágrimas, madre, si no la convicción de que un día volveremos a reunirnos. Marcho en paz.
¡Hasta Luego!
Romy Martínez
Grupo A
Sin palabras
Pronunciaste el silencio
con los ojos.
Y no quise robarte la palabra que intuí desvanecida al aire,
porque acaso...
ya no me hiciera falta.
Erguido cómplice
de matiz sereno
hilvanando sutilmente
tu arrogancia.
Las palabras se las lleva el viento,
pero hay miradas que se graban en el alma.
Leonor Martín Merchán
"Extraído de mi poemario TÁLAMO"
Grupo A
En el último suspiro de mi vida
Yo me fui de París al caer la tarde. Te dejé sobre la cómoda, debajo del espejo, las llaves de tu piso, de mi corazón y de mi vida. Las acomodé cuidadosamente antes de cerrar la puerta, justo debajo del enorme espejo con tintes lavanda que adorna su entrada. Cerré la puerta, cerré los ojos y el alma y muy dentro de mi, guardé aquellos recuerdos de nuestro tiempo en la Calle del Dragón.
Me alejé de París, dejándote endosado mi corazón, sin más respuesta tuya que una sonrisa entrecortada, un beso apresurado y un escueto adiós. Así han sido siempre las cosas entre tú y yo y no tenían por qué haber sido diferentes aquella tarde.
Horas antes nos habíamos despedido, sentados frente a frente en la mesita del salón. Serviste una copa de Champagne y me sonreíste casi sin mirarme, tenías miedo, lo noté en tus palabras, en tu mirada y en el temblor de tus manos, tenías miedo del adiós, tenías tanto miedo como yo. Tal vez hubieras querido abrazarme, besarme, hacerme el amor una vez más, pero no te atreviste, te conformaste con mirarme y brindar conmigo por última vez, sabe Dios en cuánto tiempo. Yo me perdí en la vista de las burbujas que explotaban en el interior de mi copa, como explotaba mi corazón en el interior de mi cuerpo. Sentada delante de ti, crucé las piernas, bebí un trago más de Champagne y saqué del interior de mi bolso aquel libro que me regalaste en esa nuestra última mañana en Ciudad de México. “En aquella despedida no me atreví a pedirte que me lo dedicaras, ésta vez sí “ Te dije alargando el brazo y poniendo el libro delante de ti. En ese libro tuyo, en su título, podría leerse el destino de nuestro amor suspendido en el tiempo y esa pregunta que ha atormentado a tu corazón desde siempre, esa pregunta por el misterio insondable del alma de los mexicanos. Tengo que decírtelo, ese libro tuyo me ha acompañado desde aquella mañana tibia y dorada de invierno mexicano en que nos dijimos adiós por primera vez y desde entonces, ya ves, me ha acompañado como un compañero fiel, como un destino, o como marca en mi piel.
Tomaste el libro entre tus manos y con una letra apresurada, garabateada, escribiste sobre el tiempo, los lugares y los placeres que hemos compartido juntos en este nuestro amor. Tiempo, lugares, placeres. Nuestro amor.
La tarde siguió y antes de caer la noche, te fuiste calle abajo, dejando atrás París. Te fuiste sin mirar atrás, como haces siempre tú. Ibas a cenar con un amigo tuyo de toda la vida a las afueras de la ciudad, yo salí más tarde, después de haberme dado una ducha caliente, ya con la noche sobre mis espaldas y con el dolor inminente de tu ausencia.
Paso a paso fui dejando atrás nuestra Calle del Dragón, nuestro cielo de París poblado de dragones y nuestras noches de amor. Paso a paso, dejé atrás tu piso, tu barrio elegante, tus ventanales, tus brazos, tu aliento y mirada azul de hielo.
Dejé atrás tus tejados grises con sus vistas de la Torre Eiffel recortada en sus atardeceres poblados de nubes rosadas, azules y violetas. Se quedaron atrás esos cielos atravesados por el vuelo de los cuervos, cuyas negras alas desgarran los horizontes, así como tu ausencia y tus silencios desgarran mi corazón.
Sin dejar de mirar mis pasos sobre las piedras mojadas por la lluvia, simplemente seguí caminando. Seguí caminando, mientras un sentimiento de fatalidad me embargaba, seguí caminando y mirando mi andar sobre esas piedras pequeñas, grises y húmedas, alejándome irremediablemente de ti. Paso a paso, abandoné todas mis esperanzas y dejé que las pobres cayeran al piso una a una, como perlas de un collar roto. Cayeron pesadas mis esperanzas como caen las sábanas limpias y blancas, impolutas, sobre las alfombras después de hacer el amor.
Sábanas blancas sobre alfombras rojas. Sábanas arrojadas sobre el piso, a un lado de las camas, caídas y manchadas, sábanas que nadie quiere recoger.
Me fui, atravesé la noche francesa, fría, distante y lejana como tu mirada azul D'Artagnan.
Me fui, como siempre, sin más adiós tuyo que un beso apresurado de tus labios y un “Siempre, siempre tendremos a París,
Grupo A
En el último suspiro de mi vida
Yo me fui de París al caer la tarde. Te dejé sobre la cómoda, debajo del espejo, las llaves de tu piso, de mi corazón y de mi vida. Las acomodé cuidadosamente antes de cerrar la puerta, justo debajo del enorme espejo con tintes lavanda que adorna su entrada. Cerré la puerta, cerré los ojos y el alma y muy dentro de mi, guardé aquellos recuerdos de nuestro tiempo en la Calle del Dragón.
Me alejé de París, dejándote endosado mi corazón, sin más respuesta tuya que una sonrisa entrecortada, un beso apresurado y un escueto adiós. Así han sido siempre las cosas entre tú y yo y no tenían por qué haber sido diferentes aquella tarde.
Horas antes nos habíamos despedido, sentados frente a frente en la mesita del salón. Serviste una copa de Champagne y me sonreíste casi sin mirarme, tenías miedo, lo noté en tus palabras, en tu mirada y en el temblor de tus manos, tenías miedo del adiós, tenías tanto miedo como yo. Tal vez hubieras querido abrazarme, besarme, hacerme el amor una vez más, pero no te atreviste, te conformaste con mirarme y brindar conmigo por última vez, sabe Dios en cuánto tiempo. Yo me perdí en la vista de las burbujas que explotaban en el interior de mi copa, como explotaba mi corazón en el interior de mi cuerpo. Sentada delante de ti, crucé las piernas, bebí un trago más de Champagne y saqué del interior de mi bolso aquel libro que me regalaste en esa nuestra última mañana en Ciudad de México. “En aquella despedida no me atreví a pedirte que me lo dedicaras, ésta vez sí “ Te dije alargando el brazo y poniendo el libro delante de ti. En ese libro tuyo, en su título, podría leerse el destino de nuestro amor suspendido en el tiempo y esa pregunta que ha atormentado a tu corazón desde siempre, esa pregunta por el misterio insondable del alma de los mexicanos. Tengo que decírtelo, ese libro tuyo me ha acompañado desde aquella mañana tibia y dorada de invierno mexicano en que nos dijimos adiós por primera vez y desde entonces, ya ves, me ha acompañado como un compañero fiel, como un destino, o como marca en mi piel.
Tomaste el libro entre tus manos y con una letra apresurada, garabateada, escribiste sobre el tiempo, los lugares y los placeres que hemos compartido juntos en este nuestro amor. Tiempo, lugares, placeres. Nuestro amor.
La tarde siguió y antes de caer la noche, te fuiste calle abajo, dejando atrás París. Te fuiste sin mirar atrás, como haces siempre tú. Ibas a cenar con un amigo tuyo de toda la vida a las afueras de la ciudad, yo salí más tarde, después de haberme dado una ducha caliente, ya con la noche sobre mis espaldas y con el dolor inminente de tu ausencia.
Paso a paso fui dejando atrás nuestra Calle del Dragón, nuestro cielo de París poblado de dragones y nuestras noches de amor. Paso a paso, dejé atrás tu piso, tu barrio elegante, tus ventanales, tus brazos, tu aliento y mirada azul de hielo.
Dejé atrás tus tejados grises con sus vistas de la Torre Eiffel recortada en sus atardeceres poblados de nubes rosadas, azules y violetas. Se quedaron atrás esos cielos atravesados por el vuelo de los cuervos, cuyas negras alas desgarran los horizontes, así como tu ausencia y tus silencios desgarran mi corazón.
Sin dejar de mirar mis pasos sobre las piedras mojadas por la lluvia, simplemente seguí caminando. Seguí caminando, mientras un sentimiento de fatalidad me embargaba, seguí caminando y mirando mi andar sobre esas piedras pequeñas, grises y húmedas, alejándome irremediablemente de ti. Paso a paso, abandoné todas mis esperanzas y dejé que las pobres cayeran al piso una a una, como perlas de un collar roto. Cayeron pesadas mis esperanzas como caen las sábanas limpias y blancas, impolutas, sobre las alfombras después de hacer el amor.
Sábanas blancas sobre alfombras rojas. Sábanas arrojadas sobre el piso, a un lado de las camas, caídas y manchadas, sábanas que nadie quiere recoger.
Me fui, atravesé la noche francesa, fría, distante y lejana como tu mirada azul D'Artagnan.
Me fui, como siempre, sin más adiós tuyo que un beso apresurado de tus labios y un “Siempre, siempre tendremos a París,
Esperanza G. García
Grupo A
Tristeza
Mi casa vacía,
mi alma dormida,
mi cama solitaria y fría.
La primavera
se vistió de otoño
el día de tu partida.
Ya no hay flores,
ni hierba,
ni risas.
Los ruiseñores callan,
lloran las golondrinas,
las acacias desnudas
exhiben sus espinas.
Al compás de una nana
se mece el despecho
dentro, muy dentro.
Mañana me vestiré de gala
para decirle al viento,
que se lleve mi pena
lejos, muy lejos.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Tristeza
Mi casa vacía,
mi alma dormida,
mi cama solitaria y fría.
La primavera
se vistió de otoño
el día de tu partida.
Ya no hay flores,
ni hierba,
ni risas.
Los ruiseñores callan,
lloran las golondrinas,
las acacias desnudas
exhiben sus espinas.
Al compás de una nana
se mece el despecho
dentro, muy dentro.
Mañana me vestiré de gala
para decirle al viento,
que se lleve mi pena
lejos, muy lejos.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Despedida
Hacía mucho tiempo que no me sentaba frente al escritorio para escribir una carta. De hecho, creo que es la primera vez que escribo una. De mi puño y letra, quiero decir. Seguramente esto sea lo que más te llame la atención cuando encuentres el sobre en tu buzón. Un buzón tangible… ¿Sabes que no sé dónde poner el sello? Sé que es en la parte posterior, pero ¿arriba a la derecha o arriba a la izquierda? Incluso dudo del lugar en el que se escribe la dirección. Juraría que es detrás, igual que el sello. Sea como fuere, esto no es relevante ahora. Si estoy rellenando una hoja en blanco con un bolígrafo BIC de color negro es porque quiero contarte algo importante.
Me resulta bastante complicado hablar de ello. Por más que intento buscar las palabras adecuadas, de mi mente sólo brotan frases sin sentido. Eso me ha hecho pensar en que, quizá, no las encuentre porque no existen. ¿Es posible que haya sentimientos sin palabras? El mundo de las emociones me resulta abrumador; pura neurofisiología. Sin embargo, los sentimientos son el resultado de esas emociones y, teóricamente, pueden verbalizarse. ¿Por qué, entonces, me veo incapaz de hacerlo?
Llevo un buen rato mirando un ratón que hay dibujado en la pared. Parece un rayajo, pero he logrado identificar los bigotes y las orejas. O quizá sí que sea un rayajo que se parece al dibujo de un ratón. Ahora lo dudo…
Al final he salido a dar un paseo. Caminar siempre me ayuda a ordenar los pensamientos. El espléndido sol de principios del otoño y la agradable temperatura me han puesto de buen humor. Los árboles, con sus ramas desplegadas, me arropaban. La luz se filtraba a través de las hojas formando un juego de luces y sombras que me ha transportado al fondo marino. He cerrado los ojos y me he concentrado en los sonidos que me rodeaban. El crujido de la tierra bajo mis deportivas resultaba hipnótico. Bailando con la velocidad y manteniendo los ojos cerrados he seguido avanzando durante un buen rato. Ha sido en ese momento cuando las palabras han venido a mí.
Esa ligereza que siento al caminar, esa sensación de que puedo huir de todo lo malo, de que no he de demostrar nada a nadie, esa libertad es la que anhelo en mi vida.
Puede que esta frase te resulte decepcionante tras la expectación generada en los párrafos anteriores, pero, a pesar de ser únicamente dos líneas, transmiten el mensaje que necesitaba contarte.
En fin, hasta aquí mi primera y última carta. No la voy a firmar porque sabes perfectamente quién soy.
Doblé el folio por la mitad y lo introduje en un sobre. Pegué el sello en la parte superior derecha, escribí la dirección del destinatario y fui hasta el buzón más cercano para echarla. Deshice mis pasos, pero esta vez no me detuve en el 9º piso. Continué subiendo por las escaleras hasta alcanzar la azotea en el vigésimo piso. Me aproximé hasta el borde y contemplé cómo el sol se fundía en el horizonte. Las vistas eran espectaculares. La quietud que imperaba a mi alrededor me hizo experimentar una paz verdaderamente agradable. Sentía cómo mi corazón se henchía de cálidas tonalidades. Aquello debía de ser la auténtica felicidad. Respiré profundamente. Por fin había llegado el momento. Subí al borde sin dificultad alguna, cerré los ojos sintiendo el viento acariciar mi rostro y di un paso al frente.
Lucía Sabater
Grupo A
Nunca decir adiós
De repente, una llamarada recorre tu cuerpo. No es una llamarada, más bien un calor incierto, un calor de ignición que te quema por dentro. Como cuando se enciende la hierba corta y seca. Se quema, pero se apaga a la vez que se enciende, inmediatamente, dibujando un rescoldo rojo y negro. Son esas cicatrices de fuego que a veces resultan en un conato de incendio. Es una serpiente de ascuas que va subiendo desde tus pies hasta tus labios, tus ojos, tu frente. Ya no te asusta. No hay peligro. Al notar la quemazón, te despiertas, respiras despacio y el aire mismo es una brisa, una lluvia que apaga la abrasión. No pasa nada. Antes, la serpiente era un cuchillo que te hería, envenenaba las llagas, que tardaban en cerrar. Sentías el desgarro. Ahora es solo inquietud, el reptil de la inquietud de la pérdida, la inquietud de siempre. Ya la conoces. Siempre contigo, aunque te sientes desvalido, indigente, inerme y muy solo. También culpable. Por la noche, de día, eres otro. Tus ojos se abren a la oscuridad de la noche, sabiendo que hace frío y sintiendo el calor que desprendes entre las mantas. Entonces repites su nombre, como tantas otras veces. Tu mantra. Tu fórmula para espantar al ofidio. Veinte años, nueve meses, doce días y dos horas. ¿Cuántas veces se puede repetir un nombre? Decenas de miles. Así has salido siempre de la desesperación. Es una llamada, una invocación. Lo importante es no olvidar, que el recuerdo siga vivo, que no se borre. Lo fundamental es nunca decirle adiós. NUNCA DECIR ADIÓS. Recorres mentalmente lugares, evocas momentos, su olor, su voz, su tacto, su risa. Haces inventario. Es un ejercicio intelectual y místico al mismo tiempo. Un ritual para el reencuentro. Sacas una prenda, una de tantas que aún llenan los armarios y cajones. Puede que todo sea difuso. A veces no funciona, pero sientes quietud al intentarlo, y te duermes apretando el suéter sobre tu pecho, antes de poder rememorar algo. Ya saldrá mañana. O lo soñarás, un sueño muy vivo e intenso. Lo importante es agarrarte a esos sueños y a esos recuerdos mientras vivas, mantenerlos vivos. Que habiten dentro de ti, y nunca, nunca decir adiós. ¿Acaso se despide el musgo de la roca cuando se agosta? Y la roca mantiene esa sombra de lo que fue su verde manto. ¿Acaso se despide el rocío de la aurora o el chaparrón de la nube? ¿Se despide con su vuelo la garza de la marisma? Absurdo. Igualmente tú no te despides. Ni caso a los que te dicen que pases página, que olvides. Tan sólo te tienes que hacer amigo de la serpiente. Nunca dirás adiós. Tampoco lo confesarás. Soltarlo sería dejarte caer al vacío, al abismo. Nunca.
Marisa Sánchez
Grupo C
Adiós
Siempre me gustó decir “hasta luego”.
Nunca me gustó decir “adiós”.
Y ahora tengo que aprender a decir “adiós”
Adiós.
Tengo que repetirlo,
para intentar hacerme a la idea.
Adiós. Adiós.
Te fuiste sin avisar.
Adiós. Adiós. Adiós.
Y aquí estoy,
intentando hacerme a la idea.
Adiós. Adiós. Adiós. Adiós
Los últimos años te dije muchas veces “te quiero”, casi siempre que hablábamos.
Y tú contestabas: “yo también te quiero mucho Ana María”
Al principio, sentí tu sorpresa. Después, sentía tu sonrisa a través del teléfono.
Te fuiste y todavía no me lo creo.
Me quedaron muchas cosas por saber de ti. No era fácil conversar. Era fácil quererte.
Te fuiste y todavía espero descubrir en uno de tus cajones, en una de tus libretas, en uno de tus escritos,… cómo eras.
Adiós. Adiós. Adiós. Adiós. Adiós papá.
Axira
Grupo C
Partida
No sé cómo pudo hacerlo. Su comportamiento fue inexplicable. No dijo nada. Desapareció sin más.
Cada mañana la esperaba. Quería sentir su piel en sus remansos, notar su entrañable caminar, sucumbir ante los latinos de su corazón al alejarse y desear atraerla a las profundidades más cálidas.
Soñaba con su sonrisa al amanecer. La veía llegar y buscaba mostrarle su cara más amable. Sus olas la acariciaban mientras su cuerpo se estremecía. Poco a poco sucumbía ante el placer más intenso y buscaba la lejanía hasta quedar exhausta.
Notaba sus palpitaciones aceleradas. La envolvía en un suave confort arrastrándola hasta la orilla. Así un día y otro, un mes, un año, casi hasta el infinito.
Sabía que lo adoraba. La complicidad era mutua, lo percibía al verla bajar hasta el fondo y perder el aliento, aún veía su sonrisa mientras él la elevaba a la superficie.
Sus brazos ondulantes la siguen esperando cada mañana, sin entender esta desafortunada e inexistente partida.
JB
Me fui despertando lentamente, mientras oía a lo lejos las campanadas del carillón de la catedral. Todavía me encontraba aletargado en el sofá y no hice ningún esfuerzo para contarlas.
Al entreabrir los ojos, observé a Guillermo que estaba sentado en una silla pasando las hojas de un álbum de fotografías. A su lado, el llamativo teléfono de color rojo del que últimamente no se separaba.
Violeta entró en el salón y se sentó junto a Guillermo. Este descolgó el auricular y simuló hacer una llamada.
Violeta apartó el libro de entre los muslos de Guillermo, que desvió su atención del receptor y trató de volver a colocar el álbum en su posición original. Mientras tanto ella se apropió del teléfono y caminó hacia la puerta con intención de llevárselo.
Él dejó el libro, se levantó rápidamente y trató de rescatar el objeto de las manos de ella.
De repente comenzó un intenso y silente forcejeo entre ambos para ver quién se hacía con el preciado aparato.
Al fin Guillermo, que es algo más alto, dio un tirón, lo cogió y lo levantó por encima de su cabeza.
Violeta rompió en un rabioso e impotente llanto y Guillermo hizo ademán de bajar los brazos para entregárselo. Momento que ella aprovechó para darle un empujón, que hizo que Guillermo, mientras caía a la alfombra, soltara el teléfono.
En ese instante, y desde la altura en la que ahora se encontraba Violeta, le gritó a Guillermo:—¡Ya no te quiedo de novio! ¡No te ajunto mad! ¡Me voy con mi mamá!
Y con la imponente gravedad que le daban sus cuatro años y dos meses, salió llorando del salón sin volver la vista atrás.
Me incorporé en el sofá y el niño y yo nos miramos fijamente. Noté un asomo de perplejidad en su mirada, me encogí de hombros y le sonreí.
Calgari
Grupo A
Los adioses
—¿Quién vive preparado para el adiós?
Él me mira. No hay un ápice de ironía en la pregunta.
Encojo los hombros y poso el vaso sobre la mesa, cuyo tintineo provocado por el choque de los hielos queda amordazado por una música que está demasiado alta. Al menos en esta mesa no tenemos que soportar los empujones de aquellos que tratan de llegar a la barra. El precio de tener el altavoz encima es algo que pagamos con gusto y el pago es invadir nuestros espacios personales para poder escucharnos.
—La ironía hace que tengamos que rendir pleitesía a esa palabra de forma irremediable y con una constancia mayor de la que nos gustaría. Hablamos de adioses variados que pueden tocarnos de forma más o menos profunda. Nadie escapa de aquellos que producen un dolor infinito de los que oprimen el pecho y queman en la garganta como una plancha de hierro al rojo vivo.
«¿Acaso no has llorado alguna vez hasta que las cuerdas vocales acaban dañadas? ¿Hasta que lo siguiente que sale de tu garganta no es más que un silencio infinito de ojos hinchados por las lágrimas?» No formulo las preguntas. Sé que lo ha hecho. Me lo contó aquel día en que casi nos deslizamos en el vórtice de un algo que nunca ha llegado a ser nada. Pero aquel día, casi.
—Están los adioses y los ADIOSES.
-La inocencia que pierdes para siempre cuando descubres los secretos navideños de los adultos.
-La mascota a la que quieres más que a la mayoría de personas que conoces y de la que ya no podrás sentir su ronroneo en las mañanas frías de invierno acurrucada a tu lado.
-Ese momento en el que bajas a comprar tu queso favorito y descubres que la fábrica ha cerrado y nunca más volverá a comercializar.
-La niñez desterrada por obligación a la llegada de la primera menstruación.
-El último cigarro de la cajetilla antes de dejarlo para siempre.
-La amiga que una noche decide tomar un bote de pastillas.
-El libro que perdiste y no podrás recuperar porque fue descatalogado.
-El primer amor, ese que hace que los cuentos que acaban con un “y vivieron felices para siempre” pierdan el significado.
-El amor más irracional, ese que cala hasta el alma y tratará de aferrarse a los recodos de tu memoria por el resto de tus días.
-El amor adulto y responsable, con el que todo es fácil como el respirar y que sabes que llevará tantos años construir de nuevo que no te molestarás ni en intentarlo de nuevo.
-La rotura de tus gafas preferidas, esas cuya montura ha pasado de moda y sabes que nunca volverás a tener.
-Ese disco duro que se quema con todas tus fotos de las que nunca hiciste copia.
-El olor de tu bebé que se ha hecho grande y más impertinente de lo que creías haber educado.
-El vecino de toda la vida que cogió el coche por la mañana y no volverá a hablar contigo sobre el tiempo en el ascensor.
-El tumor que desaparece de tu cuerpo con incansables sesiones de quimioterapia que destruyen todo lo malo y lo bueno a su paso.
-Aquella planta que has tratado de mantener con tanto cariño.
-La vida de un familiar que se apagó como una vela, consumido por un final inexorable.
-Están los adioses y los ADIOSES.
El aire cargado de humo falso, como los de los conciertos, nos envuelve en su abrazo sintético. Noto su sabor en lo hondo del paladar. Lo odio.
—La misma palabra puede sentirse más grande o pequeña en función del paso del tiempo, del humor del momento, de encadenar anécdotas que te hacen estallar en risas o llanto —valora tras unos segundos de silencio—. Aprendemos a vivir con ello, a claudicar a su inevitabilidad y, a pesar de todo el esfuerzo por comprender su significado, el adiós siempre es diferente y nunca terminamos de estar del todo preparados para afrontarlo.
Me atrevo a tomar su mano. Tiene los dedos fríos y tiembla. No es por mí, ni por lo que hablamos. Siempre tiembla, como los dientes castañetean en las mañanas de invierno. Esbozo una sonrisa que no llega hasta los ojos.
—Ojalá convertir los adioses tristes en hasta luegos agradecidos, que nos abracen dentro del pecho con sus brazos invisibles y cálidos.
Sara GL Terren
Grupo C
Grupo C
Adiós
Siempre me gustó decir “hasta luego”.
Nunca me gustó decir “adiós”.
Y ahora tengo que aprender a decir “adiós”
Adiós.
Tengo que repetirlo,
para intentar hacerme a la idea.
Adiós. Adiós.
Te fuiste sin avisar.
Adiós. Adiós. Adiós.
Y aquí estoy,
intentando hacerme a la idea.
Adiós. Adiós. Adiós. Adiós
Los últimos años te dije muchas veces “te quiero”, casi siempre que hablábamos.
Y tú contestabas: “yo también te quiero mucho Ana María”
Al principio, sentí tu sorpresa. Después, sentía tu sonrisa a través del teléfono.
Te fuiste y todavía no me lo creo.
Me quedaron muchas cosas por saber de ti. No era fácil conversar. Era fácil quererte.
Te fuiste y todavía espero descubrir en uno de tus cajones, en una de tus libretas, en uno de tus escritos,… cómo eras.
Adiós. Adiós. Adiós. Adiós. Adiós papá.
Axira
Grupo C
Partida
No sé cómo pudo hacerlo. Su comportamiento fue inexplicable. No dijo nada. Desapareció sin más.
Cada mañana la esperaba. Quería sentir su piel en sus remansos, notar su entrañable caminar, sucumbir ante los latinos de su corazón al alejarse y desear atraerla a las profundidades más cálidas.
Soñaba con su sonrisa al amanecer. La veía llegar y buscaba mostrarle su cara más amable. Sus olas la acariciaban mientras su cuerpo se estremecía. Poco a poco sucumbía ante el placer más intenso y buscaba la lejanía hasta quedar exhausta.
Notaba sus palpitaciones aceleradas. La envolvía en un suave confort arrastrándola hasta la orilla. Así un día y otro, un mes, un año, casi hasta el infinito.
Sabía que lo adoraba. La complicidad era mutua, lo percibía al verla bajar hasta el fondo y perder el aliento, aún veía su sonrisa mientras él la elevaba a la superficie.
Sus brazos ondulantes la siguen esperando cada mañana, sin entender esta desafortunada e inexistente partida.
JB
Grupo C
El primer adiós
El primer adiós
Me fui despertando lentamente, mientras oía a lo lejos las campanadas del carillón de la catedral. Todavía me encontraba aletargado en el sofá y no hice ningún esfuerzo para contarlas.
Al entreabrir los ojos, observé a Guillermo que estaba sentado en una silla pasando las hojas de un álbum de fotografías. A su lado, el llamativo teléfono de color rojo del que últimamente no se separaba.
Violeta entró en el salón y se sentó junto a Guillermo. Este descolgó el auricular y simuló hacer una llamada.
Violeta apartó el libro de entre los muslos de Guillermo, que desvió su atención del receptor y trató de volver a colocar el álbum en su posición original. Mientras tanto ella se apropió del teléfono y caminó hacia la puerta con intención de llevárselo.
Él dejó el libro, se levantó rápidamente y trató de rescatar el objeto de las manos de ella.
De repente comenzó un intenso y silente forcejeo entre ambos para ver quién se hacía con el preciado aparato.
Al fin Guillermo, que es algo más alto, dio un tirón, lo cogió y lo levantó por encima de su cabeza.
Violeta rompió en un rabioso e impotente llanto y Guillermo hizo ademán de bajar los brazos para entregárselo. Momento que ella aprovechó para darle un empujón, que hizo que Guillermo, mientras caía a la alfombra, soltara el teléfono.
En ese instante, y desde la altura en la que ahora se encontraba Violeta, le gritó a Guillermo:—¡Ya no te quiedo de novio! ¡No te ajunto mad! ¡Me voy con mi mamá!
Y con la imponente gravedad que le daban sus cuatro años y dos meses, salió llorando del salón sin volver la vista atrás.
Me incorporé en el sofá y el niño y yo nos miramos fijamente. Noté un asomo de perplejidad en su mirada, me encogí de hombros y le sonreí.
Calgari
Grupo A
Los adioses
—¿Quién vive preparado para el adiós?
Él me mira. No hay un ápice de ironía en la pregunta.
Encojo los hombros y poso el vaso sobre la mesa, cuyo tintineo provocado por el choque de los hielos queda amordazado por una música que está demasiado alta. Al menos en esta mesa no tenemos que soportar los empujones de aquellos que tratan de llegar a la barra. El precio de tener el altavoz encima es algo que pagamos con gusto y el pago es invadir nuestros espacios personales para poder escucharnos.
—La ironía hace que tengamos que rendir pleitesía a esa palabra de forma irremediable y con una constancia mayor de la que nos gustaría. Hablamos de adioses variados que pueden tocarnos de forma más o menos profunda. Nadie escapa de aquellos que producen un dolor infinito de los que oprimen el pecho y queman en la garganta como una plancha de hierro al rojo vivo.
«¿Acaso no has llorado alguna vez hasta que las cuerdas vocales acaban dañadas? ¿Hasta que lo siguiente que sale de tu garganta no es más que un silencio infinito de ojos hinchados por las lágrimas?» No formulo las preguntas. Sé que lo ha hecho. Me lo contó aquel día en que casi nos deslizamos en el vórtice de un algo que nunca ha llegado a ser nada. Pero aquel día, casi.
—Están los adioses y los ADIOSES.
-La inocencia que pierdes para siempre cuando descubres los secretos navideños de los adultos.
-La mascota a la que quieres más que a la mayoría de personas que conoces y de la que ya no podrás sentir su ronroneo en las mañanas frías de invierno acurrucada a tu lado.
-Ese momento en el que bajas a comprar tu queso favorito y descubres que la fábrica ha cerrado y nunca más volverá a comercializar.
-La niñez desterrada por obligación a la llegada de la primera menstruación.
-El último cigarro de la cajetilla antes de dejarlo para siempre.
-La amiga que una noche decide tomar un bote de pastillas.
-El libro que perdiste y no podrás recuperar porque fue descatalogado.
-El primer amor, ese que hace que los cuentos que acaban con un “y vivieron felices para siempre” pierdan el significado.
-El amor más irracional, ese que cala hasta el alma y tratará de aferrarse a los recodos de tu memoria por el resto de tus días.
-El amor adulto y responsable, con el que todo es fácil como el respirar y que sabes que llevará tantos años construir de nuevo que no te molestarás ni en intentarlo de nuevo.
-La rotura de tus gafas preferidas, esas cuya montura ha pasado de moda y sabes que nunca volverás a tener.
-Ese disco duro que se quema con todas tus fotos de las que nunca hiciste copia.
-El olor de tu bebé que se ha hecho grande y más impertinente de lo que creías haber educado.
-El vecino de toda la vida que cogió el coche por la mañana y no volverá a hablar contigo sobre el tiempo en el ascensor.
-El tumor que desaparece de tu cuerpo con incansables sesiones de quimioterapia que destruyen todo lo malo y lo bueno a su paso.
-Aquella planta que has tratado de mantener con tanto cariño.
-La vida de un familiar que se apagó como una vela, consumido por un final inexorable.
-Están los adioses y los ADIOSES.
El aire cargado de humo falso, como los de los conciertos, nos envuelve en su abrazo sintético. Noto su sabor en lo hondo del paladar. Lo odio.
—La misma palabra puede sentirse más grande o pequeña en función del paso del tiempo, del humor del momento, de encadenar anécdotas que te hacen estallar en risas o llanto —valora tras unos segundos de silencio—. Aprendemos a vivir con ello, a claudicar a su inevitabilidad y, a pesar de todo el esfuerzo por comprender su significado, el adiós siempre es diferente y nunca terminamos de estar del todo preparados para afrontarlo.
Me atrevo a tomar su mano. Tiene los dedos fríos y tiembla. No es por mí, ni por lo que hablamos. Siempre tiembla, como los dientes castañetean en las mañanas de invierno. Esbozo una sonrisa que no llega hasta los ojos.
—Ojalá convertir los adioses tristes en hasta luegos agradecidos, que nos abracen dentro del pecho con sus brazos invisibles y cálidos.
Sara GL Terren
Grupo C
El portazo
Era una tarde de septiembre cuando di el último portazo de mi vida.
La mañana había sido larga; la conversación, dura; la tarde, insoportable; tanto, que no me quedó más remedio que salir corriendo de allí.
Puede ser que un portazo sea una de las peores formas de decir adiós. Porque el dolor de la despedida no queda solo en ti, sino también en los cimientos de la casa, en el temblor de la puerta durante los cinco milisegundos que resuena tras el golpe.
O puede que el portazo sea la única manera de salir. Para hacer ver que te has ido, que no has aguantado más, que todo lo que has contenido durante demasiado tiempo te ha desbordado, se ha desbordado, lo ha inundado todo y no te ha dejado otra opción más que irte de ahí.
Resulta que hace poco di un portazo. Una tarde de septiembre, decía. Pero me quedé con la duda de si montar semejante escándalo había sido la mejor manera de salir. ¿Es mejor salir alzando la voz o cuidando el tono? ¿Despedirse o marcharse por la puerta de atrás? Cuántas veces he querido decir adiós y, por no saber cómo hacerlo, me he quedado ahí, agazapada en una esquina del cuarto.
Tarde. Esta vez me marché demasiado tarde. Sé que debí hacerlo antes, recibí demasiadas señales para irme mucho antes de lo que me fui. Pero ahí me quedé, agazapada, esperando un momento que no quería que llegara nunca.
A veces nos tenemos que ir sin querer. ¿La mayoría? Puede ser. Alguien me dijo una vez que es preferible perder a alguien que perderte a ti por mantenerlo. Y ahora yo me pregunto si quizá un portazo sea la manera que tiene tu vida de decirte que te fuiste porque no podías más. Que finjas lo que quieras, pero que no podías permanecer ahí ni un segundo más.
Zas. Y de repente todo se esfuma. Una tarde de septiembre, un día de inicios de otoño en el que aún hace demasiado calor y la lluvia ni está, ni se la espera. Pero ya llegarán los días de lluvia, y vendrán a limpiarlo todo. El calor, las lágrimas y todo lo que dejó atrás ese portazo.
O quizá todo se derrumbe con el paso de la lluvia. Si el portazo lo dejó todo tan débil, tan frágil, como siempre me han hecho sentir las despedidas… quizá la lluvia de otoño llegue y termine de demoler lo poco que queda sin doler.
M Ángeles García Franco
Grupo A
Grupo A
Das con /e/ + Pedir
¡Qué bien suena así¡
¡¡¡Pero, esto no es real!!!
Y yo no lo quise vivir
Aunque, aun lo puedo palpar.
Trataré de escribirlo igual- menos sí.
DAR = AGRADECER
Nunca me lo imaginé
pero, gracias daré
por el lugar en el que trabajé
y mi compañera me avisó
que lo único bueno era
despedir al decir.
Yo la odié
cuando la escuché.
Pero, el tiempo me llevó
a cuidarle, hablarle
y dentro de la enfermedad susurrarle.
Navidad resuena a tu ayuda
para bajar los adornos de las alturas,
a cascarme nueces con tus manos
para ese turrón de pobres
poder saborear con tu dulzura.
Las últimas fueron especiales
por la pandemia más aún se complicó
Pero, en la decoración Margañán no faltó
y cantar, cantar, se cantó.
No puedo por más que dar
o divulgar odio por
tu hablar quitar, ya que esa persona afable
quería y no podía hablar bonito
a todos los oiditos.
Mil gracias puedo dar
hasta hojas acabar,
por tu alegría, tus pellizcos,
por aportarme bailar y
por los buenos días dar,
¿me los das? Así, de nuevo empezar…
Para terminar con el “dar”
¡Cómo no voy a dar gracias
por disfrutar de una persona tan mágica,
tan especial en todo su caminar!
Con solo decir que
hasta fecha sin igual:
los cero el 29/7/1944
y el 7/6/2022 a los 77.
PEDIR HASTA EL INFINITO
Disculpas te debo pedir
porque al tanto cuidarte
tu espacio no te dí
Desearía que me cuidaras,
a veces tu presencia noto,
ya que antes siempre me advertías
de lo que realmente pasaría.
Quiero pensar
que en la paz estás
tomando algo alegremente
con los que aquí ya no están.
Sentí ocultarte
noticias dolorosas
en los últimos momentos
de esa enfermedad tan asquerosa.
Mil gracias doy a la vida,
pese a la maldita enfermedad
y médicos sin medida,
porque pudimos “disfrutar” de la vida
Así que, que siga así
tu día a día.
Ahora solo queda el presente
y la familia que dejaste ausente.
Por eso deseo que sigas aplaudiendo
con las celebraciones de la familia
y permanezca reinando el mensaje
de la flanera de Crescencía la tía
para poder mantener a la familia unida.
+ = INFINITO
Lourdes Vicente
porque al tanto cuidarte
tu espacio no te dí
Desearía que me cuidaras,
a veces tu presencia noto,
ya que antes siempre me advertías
de lo que realmente pasaría.
Quiero pensar
que en la paz estás
tomando algo alegremente
con los que aquí ya no están.
Sentí ocultarte
noticias dolorosas
en los últimos momentos
de esa enfermedad tan asquerosa.
Mil gracias doy a la vida,
pese a la maldita enfermedad
y médicos sin medida,
porque pudimos “disfrutar” de la vida
Así que, que siga así
tu día a día.
Ahora solo queda el presente
y la familia que dejaste ausente.
Por eso deseo que sigas aplaudiendo
con las celebraciones de la familia
y permanezca reinando el mensaje
de la flanera de Crescencía la tía
para poder mantener a la familia unida.
+ = INFINITO
Lourdes Vicente
Grupo B
Manzanilla, tila, hinojo
Cogiste mi cara con las dos manos. Acercaste tu boca a la mía, y por un segundo, nuestros labios se anudaron. Detrás de ti estaba la puerta cerrada, y detrás estaba tu novio esperando a que volvieses. Te daba igual. Querías regalarme un beso.
Antes de cruzar la puerta de la casa mi cuerpo ya te echaba de menos. Las lágrimas empezaban a rebelarse, pero no dejé que venciesen. En mi salón desconecté el teléfono para no escribirte cuánto te echaba en falta. Era un día para el luto; la vida que conocía en la ciudad se había muerto.
A las cinco de la tarde alguien picó a la puerta. Sabía que era mi novio, pero no quería saber nada de sus besos. Me quedé mirando al vacío, pensando, pensando en cómo sería mi vida sin ti.
Cada vez que mis ojeras iban a desgastarse de lágrimas me hacía otra infusión. Dejaba que el agua recién hervido me quemase las manos y el paladar. Nada borraba de mí la sombra de tu ausencia.
A las nueve abandoné la pena. Nunca iba a acostumbrarme a tener que pensar en la ciudad sin el sonido de tus pasos.
Volví a conectar el teléfono. Tenía 30 llamadas perdidas.
Sofía Sánchez Meléndez
Grupo C
Me han gustado mucho las coplas de pie quebrado y el soneto con estrambote. ¡Muy buenos poetas!
ResponderEliminarA ver si yo me atrevo algún día a publicar un poema. Ánimo con la escritura a todos.