Hace años los autores de este libro leyeron Elogiemos ahora a hombres famosos, un libro con textos de James Agee y fotografías de Walker Evans que les marcó el camino a seguir por su honestidad y valentía. Lo que en un primer momento iba a ser un reportaje para un periódico sobre los aparceros en Alabama se convirtió en un clásico de la literatura americana por la fuerza de su relato y por todo lo que cuentan sus fotografías. Alfonso Armada se acerca con precisión a esa joya en esta reseña.
Miguel Delibes señalaba que para construir una buena historia se requiere de un hombre, un paisaje y una pasión. Cambiemos “hombre” por “paisanaje” (y así incluimos al conjunto de personas que habitan este libro) y mantengamos la palabra “paisaje”, aunque a Jacinto Ballesteros, protagonista de uno de los relatos, no le diga mucho esta palabra. Tendríamos entonces: Paisaje, paisanaje y pasión.
En Todos los colores del negro encontramos, de forma gráfica y textual, el paisaje. Hay textos que se recrean en él. Que lo describen palmo a palmo como lo haría un pastor que conoce el nombre de cada teso, loma, vaguada, prado o monte. Pero también las personas que formaban parte de aquel hábitat rural: el veterinario, los pastores, los niños, el cartero, los labradores, los ganaderos, el panadero, los carromateros, el tendero, el niño “mongólico”, la gente mayor, el médico, el guardagujas, la maestra, y los guardias civiles. A esta nómina de lugareños habría que sumar también a los “los forasteros”: los hippies, el periodista que llega con ganas de sensacionalismo, los turistas, todo tipo de sectas, los artistas y performers, los hijos del progreso (trabajador de la eólica, oficinista, profesionales del sector eléctrico…) Aquí tenemos el contrapunto del libro. Todo lo que vino de la mano del progreso y lo que supuso la palabra "futuro".
El último ingrediente para una buena historia es la pasión, la que se advierte en el trabajo de los autores del libro y la propia de las historias y sus protagonistas.
No hay nostalgia de ese tiempo en las fotografías y los textos, más bien reafirmación de la dignidad, de la sencillez, de la naturalidad con que se vivía en aquellos pueblos y con que se aceptaban las heridas del amor, la muerte y la vida, a pesar de la dureza. Luego llegarían la falta de esperanza, la resignación y el abandono.
Entrar en este libro exige lentitud, comprensión, entendimiento, mirada profunda, humildad. Sólo así podremos disfrutar de todo lo que contiene.
El último ingrediente para una buena historia es la pasión, la que se advierte en el trabajo de los autores del libro y la propia de las historias y sus protagonistas.
No hay nostalgia de ese tiempo en las fotografías y los textos, más bien reafirmación de la dignidad, de la sencillez, de la naturalidad con que se vivía en aquellos pueblos y con que se aceptaban las heridas del amor, la muerte y la vida, a pesar de la dureza. Luego llegarían la falta de esperanza, la resignación y el abandono.
Entrar en este libro exige lentitud, comprensión, entendimiento, mirada profunda, humildad. Sólo así podremos disfrutar de todo lo que contiene.
Dejamos por aquí unas imágenes y unos textos como botones de muestra:
EL MUCHACHO LO HACÍA TODOS LOS DÍAS. Saltaba de la cama a la hora precisa, o un poco antes si la impaciencia lo despertaba, desayunaba unas sopas de vino y pan de centeno, tostaba a toda prisa una raspa de tocino en la lumbre del suelo y salía de casa comiendo unas castañas cocidas. Escogía los callejones estrechos, los senderos que serpenteaban entre los pajares y llevaba siempre algo en la mano, un caldero, una hoz o una azada que le sirviera de disculpa en caso de tener que dar alguna explicación. El caso era hacerlo antes de que pasaran los chicos camino de la escuela, llegar a tiempo sin ser visto, entrar a escondidas en una cuadra del corredor de las eras y allí, en la oscuridad, con la respiración contenida en un silencio que el rumiar de las vacas enturbiaba, poner un ojo en la rendija del portón... y esperar. Tan firme como su mirada era la de aquellos ojos de brillos negros que se hacían preguntas en el fondo de la cuadra. Todos los días la misma pregunta. El muchacho, que entraba con el sigilo de un ladrón y nada más cerrar la puerta pegaba su cuerpo a ella y se ponía a mirar por la rendija, les hacía levantar la cabeza y observarlo hasta que se iba. Miraban el cuerpo del chico, tenso; no sabían si como el de un depredador al acecho o como el de la presa agazapada entre los matorrales, con todos los sentidos en alerta. Un parpadeo inoportuno podría ser fatal. Todo sucedería, como siempre, en un instante, fugaz como un pensamiento inadvertido, breve como un sobresalto.
Mientras esperaba, en la insoportable demora, todo él era sed, y sin embargo qué fácilmente la saciaba al ver pasar aquella niña, blandamente, como un pájaro en vuelo, cruzando un milímetro, a través de la rendija.
«ERA MARIMANUELA, la Guitarra, pero nosotros la llamábamos la mujer centauro porque nunca la habíamos visto bajada del burro. Subida en él alcanzaba a llenar el cántaro en la fuente, segar la mies con la guadaña, rastrillarla y cargarla al carro. Arreaba al animal clavándole una uña que había dejado crecer y afilaba hasta darle forma de aguijón para poder perforar el cuero y la pelambre del pollino; pero era como si se rascase ella misma. Los dos cuerpos componían una sola figura y ambos eran extremidades el uno del otro. Nunca los vimos por separado hasta que se murió el burro. Entonces supimos cómo era de alta».
LA VARITA DE FRESNO era la medida del largo; en ella, una muesca marcaba la medida del ancho. Mientras la ponía sobre el mostrador, el hombre que había entrado en el comercio pidió que le cortaran un cristal. En una manga de su chaqueta brillaba una cinta negra recién cosida. Cuando el cristal estuvo listo, sacó otro palo más pequeño y dijo al tendero:
-Es para unos zapatos de mujer, blancos; pero que no le aprieten.
Propuesta de escritura
Abre tu álbum de fotos y elige una imagen en blanco y negro que muestre a algún personaje o algún lugar de un pueblo; el tuyo, el de tu familia, el de adopción. Escribe un pie de foto que contenga una historia vinculada a esa imagen. No expliques en exceso, muestra. Recrea su atmósfera. Describe con precisión de orfebre. Cuida los sustantivos y adjetivos. Tómate tu tiempo.
Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora
Mi tío Dimas
Mi tío lo hacía todos los días. Saltaba de la cama antes del alba, efectuaba sus abluciones matinales y el afeitado cuando tocaba, pues bañarse, se bañaba en el río cuando el tiempo lo permitía. Desayunaba un plato de patatas cocidas y recalentadas, un vaso de vino y una pieza de fruta si la hubiera. Hacía un hatillo con un trozo de pan duro, algo de tocino y ocasionalmente chorizo de la propia matanza. Todo ello iba en el zurrón junto con la bota de vino.
Tenía dos perros pastores; uno de guardia y otro de carea que actuaba por su cuenta y dirigía al ganado; el de guardia permanecía pegado a su vera y solo salía disparado al menor atisbo de peligro.
Recorría el pueblo armado de un buen garrote, recogiendo las cabras que ya estaban preparadas y acostumbradas a esta rutina. Se iban uniendo al pastor y salían todos juntos del pueblo.
Iba variando las rutas para aprovechar mejor los pastos de los prados libres, los que cedían algunos vecinos y el municipio; pues había prados frondosos vallados, a los que mi tío miraba de reojo y pensaba “que falta de un repaso por estas cabras, lo dejarían todo bien segado.
Al llegar a una loma, en lo alto de un canchal, que no era más que un batolito de granito, se sentaba a observar: primero a los perros y al ganado y luego el paisaje: un paisaje árido, difícil, con arena en los caminos, con brezo y escobas en la bajura, a media altura robles y encinas, y por encima nubes.
A eso de las doce, cuando el sol estaba en su cénit, sacaba del hatillo las viandas y la navaja procediendo a almorzar: pan y tocino con un trago de vino; a sus dos canes siempre les caía algo.
Como buen observador, si algún conejo o liebre se despistaban, de un garrotazo terminaban en el zurrón.
En el trayecto bien de ida o de vuelta siempre encontraban algún arroyo para saciar su sed todos ellos.
Al oscurecer volvían al pueblo y las cabras se iban quedando cada una en su casa, pues sus dueños estaban a la espera.
Ya en casa, mi tío cenaba lo que hubiese, casi siempre patatas con arroz y algo de bacalao, esta vez recién hechas. Las que quedaran servirían para el desayuno. A continuación, se ponía a escribir, escribía relatos y poemas que yo he leído, en los cuales expresaba con lucidez y cierta maestría sobre todo sus sentimientos; además de sus vivencias y aventuras. De lo que doy fe es que lo hacía con una excelente caligrafía.
José Luis Fonseca
Grupo A
Limpieza anual
Han espesado las sombras de las ramas de los árboles y las hojas tienen un verde nuevo, lustroso, libre de las grisuras del frío. Está la luz quieta sobre las baldosas rojas y marrones, marcando en el suelo una frontera tajante.
Cada año, ya acabada la primavera, dedicamos una tarde de escuela a la limpieza. Traemos de casa unos pedazos de cristal cortados a bisel. Con ellos raspamos la superficie de los pupitres. Debemos librarlos de esas pecas azuladas que escaparon de los tinteros de porcelana y nuestra torpeza derramó, como si fueran las migas en aquel cuento. Aquellas señalaban el regreso a casa, estas el camino hacia nuestros manoseados cuadernos.
Hay un silencio de palabras provocado por el alboroto de las herramientas. El ambiente es fabril; el trabajo, denodado. Huele a la carpintería del señor Dionisio y el polvo de serrín da volumen a los rayos de sol. Las maderas de los pupitres van enseñando sus vetas y las arrugas que guardan los recuerdos de cuando fueron árboles. Hay una mosca posada sobre la bola del mundo, detenida en mitad de Siberia, indiferente al frío, al ruido.
Hoy no miro el mapa de América. Ese que, durante las aburridas tardes de divisiones infinitas, me sirve como destino de mis aventuras imaginarias. Antofagasta, Tegucigalpa, Cochabamba… los nombres exóticos que otras veces me hacen soñar, no son, en esta ocasión, suficiente imán para mi fantasía.
Coloco la mano sobre la madera lijada y siento como si, resucitada, palpitase de nuevo. Un polvillo se me adhiere a las palmas y por mucho que me las frotes se resiste a abandonarlas. Tampoco se va, aunque las restriegue contra el babi cuyas rayas azules están casi borradas por el serrín.
Cuando la voz ronca de Don Matías se impone al fragor de las limas, me doy cuenta de que los rostros de los retratos de la pared tienen la mirada atónita, sorprendidos por la ausencia de los habituales libros, lápices y gomas de borrar.
El maestro recoge en una caja de lata los vidrios que vamos dejando caer con estrepitoso tintineo. Nos detenemos y percibimos el aire renovado que se respira en el aula.
Estamos contentos. Ha terminado la faena. Ya puede comenzar el verano.
Pepe Lorenzo
Grupo B
Retrato en blanco y negro
Cada tarde el mismo recorrido después del aguardiente y la perronilla.
Él delante y la burra detrás, a veces es al contrario. Ambos conocen el camino a ojos cerrados.
- Vamos burra
Y ella mueve la parda cola e inclina la cabezota como diciendo, tira tú. Y así todos los días.
Hoy se ha unido a la procesión, la nieta. Sus cortos pasos en ningún momento entorpecen el ritmo de estos dos.
El abuelo decide, por deferencia a la nieta que subirán al majuelo por la fuente de Alba, para coger agua fresca.
Forma un cuenco con sus nudosas manos. Da de beber a la nieta. No lo dice pero el corazón se le ensancha cuando le dice:
- ¡Qué rica abuelo!
Coge la bota que lleva a lomos de la burra, él también echa un trago. El agua estropea los caminos. Relata. Un mandamiento que cumple a “rajatabla”
Caminan hasta el majuelo. La nieta no calla, el abuelo no habla, la burra tampoco.
Dedicado a mi abuelo que el catorce de febrero hubiese cumplido muchos años. El cielo no sabe de cuentas mi Valentín.
Eva Hernández
Grupo A
Buena cosecha
Levantó la cabeza para ver quién abría la cancela. Era él. Venía de guardar las cabras. Seguía siendo apuesto aunque los años empezaban a pesar sobre su espalda, que se iba encorvando cada vez más bajo la chaqueta de pana. Habría que dar una puntada a esos codos y también echarle una pieza al pantalón, pensó, mientras pelaba los tomates que iba a embotar. La piel se desprendía con solo tocarla y el jugo que se le escurría entre los dedos iba cayendo en la calderilla formando una espumilla blanca que daba cuenta de su madurez. La cosecha había sido muy buena, tendrían conserva para todo el año y podrían vender el sobrante. Esos dineros vendrían muy bien para comprar un hornillo. Tendré que convencerle porque es muy cabezón. La cocina al fuego está muy bien en invierno, pero en verano es un martirio, y además es muy sucia. Donde esté uno de esos aparatos nuevos.
Puso una mano de visera para resguardarse de aquel atardecer, que la cegaba. Él se movía por el huerto comprobando que el agua siguiese el cauce marcado sin salirse de los surcos. Había que estar muy pendiente del caudal y de su aprovechamiento. Aunque la huerta tenía una fuente en la zona de las hortalizas y una poza donde los frutales, justo al lado de los guindos, no se podía perder ni una sola gota, porque también bebían de allí los animales y ellos mismos. Cada pequeño manantial era un milagro en aquellas tierras.
Bajó la vista para coger una nueva tanda de tomates y se fijó en el chupón que salía de la higuera bajo la que se había sentado. Había que quitarlo para fortalecerla. No necesitaban más árboles, ya tenían suficientes. Observó que el delantal, negro en su origen, se iba tiñendo de rojo oscuro al igual que sus zapatillas. Gajes del oficio, pensó. Mañana iré al rio a lavar y aprovecharé para llevarlo todo. Si él no necesita el burro, me lo llevaré con las alforjas cargadas de ropa y así me quitaré todo el trabajo de golpe. Claro que eso supondrá pasarme el día entero al sol, rumiaba, pero mejor de una vez.
En otra calderilla iba apartando la piel que pondría a secar al sol. Colocada en un cedazo, al calor del verano, se deshidrataba en un solo día. Esos restos le servían para dar intensidad a los guisos. No hay que desaprovechar nada, que luego llegan las vacas flacas y se pasa muy mal, le decía él siempre, y tenía razón, pensaba ella. Ya habían conocido tiempos de sequía y de cosechas perdidas, en los que se habían tenido que alimentar casi exclusivamente de patatas. Pero este año es bueno, reconoció, mirando la producción que habían dado las tomateras.
Las manos impregnadas de zumo le empezaban a escocer por la acidez. Ya estaba acabando. Solo le quedaba un cubo y luego empezaría a rellenar los botes, para cocerlos al día siguiente, antes de irse al rio. Había que aprovechar las horas de menos sol para estos trabajos. Le vio pasar por delante de ella para dirigirse al gallinero. Cuidado con el gallo, murmuró, es un mal bicho que picotea a todo el que se le acerca, aunque, de momento nos está proporcionando buenos huevos para el día a día, incluso para vender algunos a las vecinas.
Al acabar la tarea, dolorida y sudorosa, se levantó del poyo en el que había estado sentada. Echó un brazo a la frente para quitarse el sudor, porque tenía las manos pringosas, y miró a su alrededor con orgullo. Empezaba a oscurecer, aún quedaba mucha faena, pero en la huerta siempre es así, nunca finalizan los quehaceres. Él venía ya por el lado de la cerca para recogerse en casa. Mañana será otro día.
M. Maximina Moreno
Buena cosecha
Levantó la cabeza para ver quién abría la cancela. Era él. Venía de guardar las cabras. Seguía siendo apuesto aunque los años empezaban a pesar sobre su espalda, que se iba encorvando cada vez más bajo la chaqueta de pana. Habría que dar una puntada a esos codos y también echarle una pieza al pantalón, pensó, mientras pelaba los tomates que iba a embotar. La piel se desprendía con solo tocarla y el jugo que se le escurría entre los dedos iba cayendo en la calderilla formando una espumilla blanca que daba cuenta de su madurez. La cosecha había sido muy buena, tendrían conserva para todo el año y podrían vender el sobrante. Esos dineros vendrían muy bien para comprar un hornillo. Tendré que convencerle porque es muy cabezón. La cocina al fuego está muy bien en invierno, pero en verano es un martirio, y además es muy sucia. Donde esté uno de esos aparatos nuevos.
Puso una mano de visera para resguardarse de aquel atardecer, que la cegaba. Él se movía por el huerto comprobando que el agua siguiese el cauce marcado sin salirse de los surcos. Había que estar muy pendiente del caudal y de su aprovechamiento. Aunque la huerta tenía una fuente en la zona de las hortalizas y una poza donde los frutales, justo al lado de los guindos, no se podía perder ni una sola gota, porque también bebían de allí los animales y ellos mismos. Cada pequeño manantial era un milagro en aquellas tierras.
Bajó la vista para coger una nueva tanda de tomates y se fijó en el chupón que salía de la higuera bajo la que se había sentado. Había que quitarlo para fortalecerla. No necesitaban más árboles, ya tenían suficientes. Observó que el delantal, negro en su origen, se iba tiñendo de rojo oscuro al igual que sus zapatillas. Gajes del oficio, pensó. Mañana iré al rio a lavar y aprovecharé para llevarlo todo. Si él no necesita el burro, me lo llevaré con las alforjas cargadas de ropa y así me quitaré todo el trabajo de golpe. Claro que eso supondrá pasarme el día entero al sol, rumiaba, pero mejor de una vez.
En otra calderilla iba apartando la piel que pondría a secar al sol. Colocada en un cedazo, al calor del verano, se deshidrataba en un solo día. Esos restos le servían para dar intensidad a los guisos. No hay que desaprovechar nada, que luego llegan las vacas flacas y se pasa muy mal, le decía él siempre, y tenía razón, pensaba ella. Ya habían conocido tiempos de sequía y de cosechas perdidas, en los que se habían tenido que alimentar casi exclusivamente de patatas. Pero este año es bueno, reconoció, mirando la producción que habían dado las tomateras.
Las manos impregnadas de zumo le empezaban a escocer por la acidez. Ya estaba acabando. Solo le quedaba un cubo y luego empezaría a rellenar los botes, para cocerlos al día siguiente, antes de irse al rio. Había que aprovechar las horas de menos sol para estos trabajos. Le vio pasar por delante de ella para dirigirse al gallinero. Cuidado con el gallo, murmuró, es un mal bicho que picotea a todo el que se le acerca, aunque, de momento nos está proporcionando buenos huevos para el día a día, incluso para vender algunos a las vecinas.
Al acabar la tarea, dolorida y sudorosa, se levantó del poyo en el que había estado sentada. Echó un brazo a la frente para quitarse el sudor, porque tenía las manos pringosas, y miró a su alrededor con orgullo. Empezaba a oscurecer, aún quedaba mucha faena, pero en la huerta siempre es así, nunca finalizan los quehaceres. Él venía ya por el lado de la cerca para recogerse en casa. Mañana será otro día.
M. Maximina Moreno
Grupo B
Todos los colores del arcoíris
Imaginaba el arcoíris, pero sólo lo podía ver en blanco y negro. Y así, claro, no le servía, el cuadro estaba lleno de color, era un paisaje primaveral después de la lluvia. Para rematarlo, como culminación, un arcoíris. El arcoíris.
En su cuaderno de dibujos había quedado maravilloso, y aunque estaban hechos a lápiz -Staedtler Noris HB, y Noris Club HB, los que usaba para los apuntes- desde el primer momento había tenido la sensación de vida, de plenitud, como si en ese primer bosquejo ya estuviera el paisaje, terminado, reluciente en colores suaves y húmedos, como una primavera que acabara de brotar.
Había tenido esa sensación, por primera vez, ante un dibujo preparatorio de Watteau en una visita al palacio de Charlottenburg, en Berlín, durante el viaje de paso del ecuador con sus compañeros de Bellas Artes. Los alumnos escuchaban embobados al profesor, frente al cuadro “Peregrinación a la isla de Citerea”; él, sin darse cuenta, se había quedado en la sala previa, fascinado por el boceto a lápiz y carboncillo. Blanco y negro, a todo color.
Había pasado su paisaje a un lienzo de grandes dimensiones, y ya casi había terminado las últimas veladuras del óleo. El lago, como un espejo oscuro, las estribaciones glaciares que vertían sus aguas en él, las tuberas y los alcornocales, todavía chorreando de lluvias recientes, el cielo inmenso de Sanabria, y todos los colores de la primavera. Sólo faltaba la culminación del arcoíris, que se le resistía, a pesar de que había hecho bocetos en todas las técnicas, pastel, acuarela, acrílico, digital, y este gran oleo sin terminar, que iba a ser su consagración, su obra maestra, su homenaje a la pintura.
Pero siempre veía el arcoíris en blanco y negro. Como su vida.
El profesor, delante del cuadro, rodeado por sus alumnos, lamenta que esta obra maestra quedara inacabada por el suicidio del artista.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Todos los colores del arcoíris
Imaginaba el arcoíris, pero sólo lo podía ver en blanco y negro. Y así, claro, no le servía, el cuadro estaba lleno de color, era un paisaje primaveral después de la lluvia. Para rematarlo, como culminación, un arcoíris. El arcoíris.
En su cuaderno de dibujos había quedado maravilloso, y aunque estaban hechos a lápiz -Staedtler Noris HB, y Noris Club HB, los que usaba para los apuntes- desde el primer momento había tenido la sensación de vida, de plenitud, como si en ese primer bosquejo ya estuviera el paisaje, terminado, reluciente en colores suaves y húmedos, como una primavera que acabara de brotar.
Había tenido esa sensación, por primera vez, ante un dibujo preparatorio de Watteau en una visita al palacio de Charlottenburg, en Berlín, durante el viaje de paso del ecuador con sus compañeros de Bellas Artes. Los alumnos escuchaban embobados al profesor, frente al cuadro “Peregrinación a la isla de Citerea”; él, sin darse cuenta, se había quedado en la sala previa, fascinado por el boceto a lápiz y carboncillo. Blanco y negro, a todo color.
Había pasado su paisaje a un lienzo de grandes dimensiones, y ya casi había terminado las últimas veladuras del óleo. El lago, como un espejo oscuro, las estribaciones glaciares que vertían sus aguas en él, las tuberas y los alcornocales, todavía chorreando de lluvias recientes, el cielo inmenso de Sanabria, y todos los colores de la primavera. Sólo faltaba la culminación del arcoíris, que se le resistía, a pesar de que había hecho bocetos en todas las técnicas, pastel, acuarela, acrílico, digital, y este gran oleo sin terminar, que iba a ser su consagración, su obra maestra, su homenaje a la pintura.
Pero siempre veía el arcoíris en blanco y negro. Como su vida.
El profesor, delante del cuadro, rodeado por sus alumnos, lamenta que esta obra maestra quedara inacabada por el suicidio del artista.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Me apretaban mucho los zapatos, me he acordado ahora al ver la foto. Se clavaban feroces en mis calcañales y los dedos gordos amenazaban con abrir un agujero por el que pudieran escapar de esa tortura.
Tuve que esperar un tiempo hasta que heredé unos más grandes de mi hermana. Los míos pasaron a la pequeña a la que advertí, ingenua, el primer día que se los vi puestos.
—Ya verás el daño que hacen, se te van a quedar los pies apretujados.
Recuerdo que me daba vergüenza admitir que nunca estrenaba ropa, como si mis amigas del colegio no corrieran la misma suerte y no fueran vestidas con herencias. La única Nievitas que era hija única y tenía más ropa que la Nancy. Su padre trabajaba en la caja de ahorros y yo pensaba que debía tener mucho dinero porque la gente iba allí con la cartilla y era él el que repartía las pesetas.
Tengo los ojos tristes en la foto, mi abuela lo decía —Los ojos de esta niña siempre están pitiñosos.
Más tarde descubrí que lo que me adornaba la mirada no era tristeza sino la miopía que me hacía forzar la vista y a día de hoy todavía me nubla los paisajes.
Salgo bastante mona en el retrato, con el pelo movido por el viento. Me pregunto si queda algo de esa pequeña en mí y daría lo que fuera por volver un momento al blanco y negro y volver a ser esa niña un solo instante.
Aurora Zarco
Grupo B
Color sepia/tiempo
Hace mucho tiempo de esto.
Yo soy un niño, quizás siete u ocho años, y estoy llegando con mi hermana mayor al muelle, normalmente vedado a la gente ajena al puerto, pero hoy, sin embargo, abierto a cualquiera.
La galerna se desató poco después del mediodía. Inadvertidamente, claro, porque así son las galernas, que no advierten. Con toda la flota pesquera a más de 20 millas de la costa.
Hay mar muy gruesa y las olas baten contra el enorme espigón, haciéndolo temblar. ¡Qué no estarán haciendo con los pesqueros allí en medio del mar!
Son veintitantas vacas – así llaman aquí a los barcos arrastreros – las que se supone que deben de estar volviendo; con una docena de marineros en cada una.
Hay una pequeña multitud en la esplanada: hombres y mujeres, y también rapaces. Las familias de las tripulaciones. Ni una sonrisa. La incertidumbre en cada rostro. Las miradas asustadas. Algunas lágrimas.
Me resulta insoportable el ininterrumpido aullido de la sirena de la lonja. Pero es necesario que la oigan los pilotos, que la escuchen y la sigan.
Ayudarles con el ensordecedor ruido mientras tratan de mantener el rumbo en medio de la densa niebla, con el único auxilio de la aguja de marear, sin poder orientarse por los faros sembrados a lo largo de la costa.
Van llegando las embarcaciones. Es fácil saber cuál es la que ahora acaba de atracar surgiendo de la bruma porque, como si de fuegos artificiales se tratara, en medio de la muchedumbre un grupo la reconoce y estalla en risas y gritos.
De los otros grupos algunos se acercan a felicitarles y alegrarse de su suerte.
A mi lado, una joven madre con sus cuatro hijos pequeños no soporta más la tensión, se arrodilla, los abraza en una piña y se arranca con el llanto más - cómo decirlo - profundo que me ha sido dado escuchar en toda mi vida.
Tengo más recuerdos de aquella tarde: de los rezos, de los votos a la Virgen del Carmen si me lo devuelves sano y salvo, de las imprecaciones a todos los santos, de las blasfemias…
Pero ahora no voy a seguir. Me asalta una congoja incontenible cuando relato esta historia.
Sólo diré que mi hermana se fija en la expresión de mi cara, me agarra de la mano y me saca de allí.
Tarde, si lo que quería era evitar que aquella dársena, en aquel día de galerna, se quedara grabada para siempre en mi mente infantil.
La foto en blanco y negro – miento: de color sepia/tiempo - que tengo delante, es de un día calmo, probablemente de verano. Es de esa época; del puerto con los barcos amarrados unos junto a otros.
Sólo el escenario tiene algo que ver con el imborrable recuerdo de aquella tarde, gracias a la cual el pescado nunca ha vuelto a parecerme caro.
Carlos Coca Senande
Grupo A
Incesante
Tic-tac, tic-tac. Me encontraba en el salón, escribiendo, mientras mis abuelos dormían. Tic-tac, tic-tac. El reloj de pared me acompañaba discretamente. Tic-tac, tic-tac. Intentaba crear una historia interesante; llevaba mucho tiempo sin lograr que mis pensamientos fluyeran. Tic-tac, tic-tac. Comencé a sentir una tristeza de gran envergadura. ¿De dónde venía? Tic-tac, tic-tac. ¡Ah, sí! El paso del tiempo. pensé en mis abuelos y en todo lo que habían vivido. Tic-tac, tic-tac. Cuando escucho sus historias de juventud las visualizo en color sepia. Cuántos cambios tecnológicos han experimentado en sus ocho décadas de vida. Cuánta convulsión política y cuánta novedad arquitectónica. Tic-tac, tic-tac. Intento ver el mundo a través de sus ojos; entender el presente habiendo vivido en un pasado color sepia. Sus emociones son iguales que las de cualquier joven de ahora. Se creyeron inmortales, ignorando el paso del tiempo, pero los años fueron sucediéndose; uno detrás de otro. Tic-tac, tic-tac. Mis nervios comenzaron a crisparse. ¿Cómo algo tan inocente, sin maldad alguna, podía exasperarme así? Tic-tac, tic-tac. Mi mano no se había desplazado ni un milímetro. El único que avanzaba incansable era el tiempo. Tic-tac, tic-tac. Intenté escribir una frase. Al menos una. De lo que fuera. Tic-tac, tic-tac. Pero la impaciencia dio lugar a la cólera. Tic-tac, tic-tac. No soportaba más aquel sonido infernal. Tic-tac, tic-tac. Alcé la mirada hacia el segundero, inmóvil. Tic-tac, tic-tac. ¿Qué significaba aquello? Tic-tac, tic-tac. ¡El tiempo no avanzaba! Tic-tac, tic-tac. ¿¡Por qué seguía sonando!?
Tic-tac, tic-tac, tic-tac.
Lucía Sabater
Grupo A
Cuatro letras
Querido yo del pasado:
Te escribo desde un futuro que jamás habrías imaginado. Te tengo delante, en una vieja fotografía en blanco y negro, con los ojos llenos de curiosidad y el mundo entero por descubrir. No sabes aún lo rápido que va a pasar todo.
Si pudiera explicarte cómo han cambiado las cosas… Hoy llevamos en el bolsillo un pequeño rectángulo de vidrio con el que hablamos con quien sea, vemos películas, hacemos fotos al instante y estamos al corriente de cualquier cosa con solo preguntarlo. Sí, es increíble. Pero, ¿sabes qué? A veces echo de menos esos días en los que éramos nosotros sin más, corriendo sin mirar la hora, con los amigos que te pasaban el brazo por el hombro y reían a carcajadas sin necesitar un motivo.
Hay avances que asombran, pero también silencios que duelen. A veces daría lo que fuera por volver un rato a ese tiempo tuyo, nuestro, donde las risas eran reales y no solo mensajes en una pantalla.
Cuídate, pequeño. Disfruta de lo que tienes, porque un día será recuerdo.
Con cariño, tu yo del futuro.
Francisco Antonio Martín Iglesias
Grupo A
Querido yo del pasado:
Te escribo desde un futuro que jamás habrías imaginado. Te tengo delante, en una vieja fotografía en blanco y negro, con los ojos llenos de curiosidad y el mundo entero por descubrir. No sabes aún lo rápido que va a pasar todo.
Si pudiera explicarte cómo han cambiado las cosas… Hoy llevamos en el bolsillo un pequeño rectángulo de vidrio con el que hablamos con quien sea, vemos películas, hacemos fotos al instante y estamos al corriente de cualquier cosa con solo preguntarlo. Sí, es increíble. Pero, ¿sabes qué? A veces echo de menos esos días en los que éramos nosotros sin más, corriendo sin mirar la hora, con los amigos que te pasaban el brazo por el hombro y reían a carcajadas sin necesitar un motivo.
Hay avances que asombran, pero también silencios que duelen. A veces daría lo que fuera por volver un rato a ese tiempo tuyo, nuestro, donde las risas eran reales y no solo mensajes en una pantalla.
Cuídate, pequeño. Disfruta de lo que tienes, porque un día será recuerdo.
Con cariño, tu yo del futuro.
Francisco Antonio Martín Iglesias
Grupo A
El abuelo y la muerte
Contemplo de nuevo la fotografía como tantas veces antes. Estamos los dos, solos. Ese día fue el último en que vi con vida a mi abuelo. Horas más tardes me llevaron junto a él, para despedirme, pero él ya no sonreía. Ocurrieron muchas cosas ese funesto día. Hacía frío, pero él salió a la calle como siempre, y se sentó en el poyo, y yo, junto a él. Allí estábamos los dos, cara al sol. Recuerdo su olor, una mezcla de encina con tabaco y un toque dulzón a menta de los eucaliptos que chupaba. Nos pasábamos horas sujetando la pared de la casa. Él hablaba y yo viajaba, montado a lomos de esas palabras sosegadas, camino a esos mundos desconocidos. Su boina, calada hasta las orejas, le cubría una mata plateada y salvaje. Junto a la cicatriz de la guerra, brillaban sus ojos azules, diluidos por la eternidad del mar. Me sonreía, yo le miraba ensimismado y buscaba, trataba de descubrir, en el fondo de esos dos lagos, a los increíbles personajes de sus historias.
Él, con su chaqueta de pana marrón, desgastada por la vida y un pantalón a juego, amarrado a su débil cadera por el ajado cinturón de cuero, con el que, como él decía, alguna vez acarició las nalgas de mi padre. Yo, a su lado, como un hombre, con mi jersey de lana, más grande que un serón, heredado de mi hermano mayor. Y en los pies, unas botas gorilas con muchas horas de juegos. Y en la cabeza, un gorro de punto para que no me dolieran los oídos del frío.
Me guiñaba un ojo y sacaba del bolsillo su petaca. Sus dedos ambarinos rebuscaban entre la picadura. Yo, hipnotizado, miraba cómo se liaba el pitillo que moriría sin prisa consumido en sus resecos labios. En la imagen parece que sonríe, con los labios pegados, sujetando uno de esos cigarrillos.
El retrato nos lo hizo Justo Tadeo, el fotógrafo del pueblo. Saludó a mi abuelo y se detuvo unos segundos frente a nosotros. Su tímida sombra nos lamía los pies. Sería su uniforme, porque siempre le vi con la misma cazadora de cuero color camello, y un grueso cinturón que abrazaba a su pequeño cuerpo. Completaba el atuendo, con unos pantalones negros, de tergal, los años de uso brillaban en sus perneras. Parecía un gánster de los que me hablaba mi abuelo. Sus pequeños ojos, escondidos tras unas gafas de culo de vaso, te apuntaban antes de disparar con su aparatosa cámara, colgada de su hombro, como la máquina de oxígeno de nuestra vecina, la señora Remedios.
—¡Sonríe, Atanasio! ¡Que te quiero sacar guapo!
Y disparó su cámara, hizo la foto, y mi abuelo jamás la vio. Siempre pensé que, ese armatoste, esa descomunal cámara, había robado la vida de mi abuelo. Tadeo se marchó y nosotros seguimos allí, sujetando la pared. Mi abuelo fumaba y yo, con una pajita, le imitaba.
Pasó Sebastián, con un enorme cuchillo en la mano. Retumbó su saludo: «Buenos días, tenga usted». Yo me sobresalté.
—Se va a liar una gorda.
Decía entre dientes, haciendo bailar a la colilla. Y, sin inmutarse, exhalaba el humo que quedaba flotando frente a él, como si no quisiera despedirse de allí. Pasaron también Zipi y Zape, los achaparrados gemelos: «Buen día, don Atanasio», dijeron de forma sincronizada.
—Los que faltaban.
Ahora era el turno de los caramelos. Metía su nervada mano en el bolsillo del pantalón y sacaba dos caramelos verdes. Siempre me dejaba elegir a mi primero. El sol calentaba nuestros cuerpos y, casi a la vez, movíamos los mofletes chupando aquellos dulces mentolados.
Un hombre alto, ancho de hombros, con pinta de bruto, pasó raudo frente a nosotros. Iba en camisa, con las mangas remangadas, y vestía un pantalón de un color difícil de adivinar. Se llevó la mano a la frente como saludo. Detrás, casi a la carrera, una mujer enlutada, tres tallas menor que su predecesor, trataba de seguirle los pasos. Era el alcalde y su señora.
—Ya sí que estamos todos.
Mi abuelo dejaba los comentarios en el aire, como el humo de los cigarros y después, sonreía.
—¿Qué pasa, abuelo? —me atreví a preguntar.
—Ya la verás pasar, soldado. La muerte. Uno menos.
Me encantaba cuando me llamaba soldado. Yo me enderezaba al oírlo, estiraba la cabeza y parecía que mi cuerpo crecía por momentos. Yo era su soldado. Pertenecía al bando de mi abuelo y estaba a sus órdenes. Me sentía orgulloso. Nunca me contó lo que le sucedió en la guerra. Lo supe muchos años después de su muerte.
Hasta nosotros llegaron los primeros gritos. Me arrimé al enjuto cuerpo de mi abuelo todo lo que pude.
—No tengas miedo, valiente.
Eran muy desagradables esos chillidos. Hice intención de levantarme. Su mano temblorosa me sujetó. Yo quería huir de allí. Me asusté. La imagen del cuchillo, en las manos de Sebastián, me produjo un escalofrío. Los berridos continuaban.
—Ya falta poco. Ya está hecho.
Su mano seguía domándome. El sol había dejado de calentarnos. Sentía frío. Yo no quería seguir allí. Mis dedos hacían una pelotilla con el envoltorio del caramelo. Un fuerte alarido me llevó a los brazos de mi abuelo. A medida que el grito se ahogaba, yo me relajaba. Ya no se oía nada, solo silencio.
—Ya está. Un cerdo menos.
Sentenció llevándose otro cigarrillo a la boca. Muy tranquilo, lo encendió con su mechero y allí empezó a oler a quemado. Una nube de humo se elevaba frente a nosotros. La paja ardía sobre las brasas de encina. Las bisagras del portalón se quejaron. Incliné mi cuerpo y giré mi cabeza para ver qué ocurría un poco más allá. Los hombres salían de espaldas, primero dos, con los brazos extendidos, llevando en volandas el cadáver. Frente a ellos, los otros dos tiraban de las patas. Con esfuerzo llegaron hasta la hoguera y allí depositaron el cuerpo sin vida del pobre cerdo que ya no se quejaba.
—Buenos jamones, tiene el cebón.
Se incorporó como si allí no hubiera pasado nada. Sentí el calor de su mano tirando de la mía. —Vamos a comer. Me ha entrado hambre.
Eso era la muerte: gritos, cuchillos, fuego, chillidos. O eso pensaba yo. Mi abuelo murió esa noche mientras dormía, en su cama, en silencio.
Tomás García Merino
Grupo B
Grupo B
Menos mal que se nos ve en la foto
Supe que se acercaba todo aquel gentío porque fui dejando de escuchar el vozarrón de Paco; solo se oían la música, las voces, carcajadas y ruido cada vez más fuerte. Evaristo había salido por piernas y se libró, pero cuando mi hermano y yo quisimos darnos cuenta nos estaban arrastrando hacia el tren de pasajeros. Ni Paco ni yo, que no soy muy alto, pero trabajamos porteando y tengo fuerza, lo pudimos resistir. Empujé con todas mis ansias. Patadas, empellones, voces en el oído; notaba que a ratos los pies no me alcanzaban al suelo, pero metía los codos y las rodillas, me fajaba y embestía con el hombro para tratar de salir; pero, nada, solo retrocedía y con las ansias de que me iba faltando el aire. Paco estaba cada vez más lejos. No había avanzado ni un palmo más que yo, y eso que es el más grande de casa y el que más fardos acarrea en el mercado de Chamberí. Al final los dos nos rendimos, porque no se podía hacer nada más que dejar que te arrastrasen hacia los vagones. Menos mal que al final se separaron los que subían al tren y los que iban a despedirlos o a curiosear. Y otros que se subieron encima de los vagones, que abajo te ahogabas y no podías moverte. Yo no sé si toda esa gente era del regimiento, aunque con esos sombreros de paja y algunos de fieltro que había por allí, no creo que todos fuesen soldados que iban a ponerse el uniforme dentro de los vagones. Si ni allí dentro cabía un alfiler.
Nosotros estábamos en la Estación del Mediodía porque el patrón nos había mandado a buscar un fardo que llegaba en el mercancías esa mañana a su nombre; y es que Don Senén Ortega es el asentador más viejo del mercado y le llegan frutas y verduras de todos los sitios. Estos eran melones manchegos, no sé si de Tomelloso o de Herencia, y hacían falta las manos de los tres, Evaristo, Paco y yo, para cargarlos al carrillo de mano y llevarlos al almacén. Lo que pasa es que habíamos parado en el camino a echar unos cigarros de picadura, que Paco los lía fetén, y perdimos un buen rato antes de llegar al andén del tren de mercancías. Ya la teníamos segura, la bronca, digo. Y la peor iba a ser para Evaristo que era el encargado del almacén, aunque le pagaba el patrón lo mismo, lo poco, que nos daba a los demás, pero que se las llevaba todas. A pesar de eso, sabíamos que no le iba a echar, porque era el más trabajador y el que más tiempo llevaba en el almacén. Y, ya digo, en esas se presenta todo aquel gentío.
No verme en la foto a primera vista es lo normal, aunque estoy. Soy uno que no lleva sombrero canotier ni gorra queso del regimiento Saboya, sino uno que se ve con una gorra de visera junto a Paco, de los pocos que llevan la cabeza descubierta, con la mata de pelo que tiene el tío. Menos mal que había un fotógrafo y se hizo la foto, y que salió en el Blanco y Negro. La marcha de los soldados esa mañana se comentó en todas partes. Ya estamos en 1921 y la gente se entera enseguida de lo que pasa.
- Ve usted, Don Senén, cómo tardamos mucho ese día porque nos arrastró toda aquella tropa - dijo Evaristo al patrón –. Y no se puede imaginar como azacaneamos para salir de allí, sobre todo el chico, que se cayó con los empujones, y que tuve que levantarle, y con todo y eso, no lo conseguimos. Y ya los ve en la foto, que están al lado del tren Paco y el muchacho. A mí no se me ve porque me tapa uno con un sombrero, pero, vamos a ver, Don Senén, si estamos en lo que estamos, que no llegamos tarde por capricho, que aquello fue una calamidad.
Paco y yo, que sabíamos que Evaristo estaba exagerando y que ya se había ido cuando pasó aquello, no fuimos capaces ni de reírnos por lo bajo con las mentiras, aunque nos mirábamos de reojo y Paco me daba con el pie.
Menos mal que se nos ve en la foto, que por eso hemos podido seguir en la brega.
Supe que se acercaba todo aquel gentío porque fui dejando de escuchar el vozarrón de Paco; solo se oían la música, las voces, carcajadas y ruido cada vez más fuerte. Evaristo había salido por piernas y se libró, pero cuando mi hermano y yo quisimos darnos cuenta nos estaban arrastrando hacia el tren de pasajeros. Ni Paco ni yo, que no soy muy alto, pero trabajamos porteando y tengo fuerza, lo pudimos resistir. Empujé con todas mis ansias. Patadas, empellones, voces en el oído; notaba que a ratos los pies no me alcanzaban al suelo, pero metía los codos y las rodillas, me fajaba y embestía con el hombro para tratar de salir; pero, nada, solo retrocedía y con las ansias de que me iba faltando el aire. Paco estaba cada vez más lejos. No había avanzado ni un palmo más que yo, y eso que es el más grande de casa y el que más fardos acarrea en el mercado de Chamberí. Al final los dos nos rendimos, porque no se podía hacer nada más que dejar que te arrastrasen hacia los vagones. Menos mal que al final se separaron los que subían al tren y los que iban a despedirlos o a curiosear. Y otros que se subieron encima de los vagones, que abajo te ahogabas y no podías moverte. Yo no sé si toda esa gente era del regimiento, aunque con esos sombreros de paja y algunos de fieltro que había por allí, no creo que todos fuesen soldados que iban a ponerse el uniforme dentro de los vagones. Si ni allí dentro cabía un alfiler.
Nosotros estábamos en la Estación del Mediodía porque el patrón nos había mandado a buscar un fardo que llegaba en el mercancías esa mañana a su nombre; y es que Don Senén Ortega es el asentador más viejo del mercado y le llegan frutas y verduras de todos los sitios. Estos eran melones manchegos, no sé si de Tomelloso o de Herencia, y hacían falta las manos de los tres, Evaristo, Paco y yo, para cargarlos al carrillo de mano y llevarlos al almacén. Lo que pasa es que habíamos parado en el camino a echar unos cigarros de picadura, que Paco los lía fetén, y perdimos un buen rato antes de llegar al andén del tren de mercancías. Ya la teníamos segura, la bronca, digo. Y la peor iba a ser para Evaristo que era el encargado del almacén, aunque le pagaba el patrón lo mismo, lo poco, que nos daba a los demás, pero que se las llevaba todas. A pesar de eso, sabíamos que no le iba a echar, porque era el más trabajador y el que más tiempo llevaba en el almacén. Y, ya digo, en esas se presenta todo aquel gentío.
No verme en la foto a primera vista es lo normal, aunque estoy. Soy uno que no lleva sombrero canotier ni gorra queso del regimiento Saboya, sino uno que se ve con una gorra de visera junto a Paco, de los pocos que llevan la cabeza descubierta, con la mata de pelo que tiene el tío. Menos mal que había un fotógrafo y se hizo la foto, y que salió en el Blanco y Negro. La marcha de los soldados esa mañana se comentó en todas partes. Ya estamos en 1921 y la gente se entera enseguida de lo que pasa.
- Ve usted, Don Senén, cómo tardamos mucho ese día porque nos arrastró toda aquella tropa - dijo Evaristo al patrón –. Y no se puede imaginar como azacaneamos para salir de allí, sobre todo el chico, que se cayó con los empujones, y que tuve que levantarle, y con todo y eso, no lo conseguimos. Y ya los ve en la foto, que están al lado del tren Paco y el muchacho. A mí no se me ve porque me tapa uno con un sombrero, pero, vamos a ver, Don Senén, si estamos en lo que estamos, que no llegamos tarde por capricho, que aquello fue una calamidad.
Paco y yo, que sabíamos que Evaristo estaba exagerando y que ya se había ido cuando pasó aquello, no fuimos capaces ni de reírnos por lo bajo con las mentiras, aunque nos mirábamos de reojo y Paco me daba con el pie.
Menos mal que se nos ve en la foto, que por eso hemos podido seguir en la brega.
Juan Delgado
Grupo A
Grupo A
La aventadora
Se levantó muy temprano. Sabía que el día sería caluroso e intenso. Tenía la ropa preparada: su americana, su camisa blanca y su sombrero de paja de ala ancha. Para Nemesio el sombrero era la pieza fundamental en su indumentaria, sin el sombrero no eras nadie, un sombrero te da más empaque, más autoridad, más importancia y eso era lo que quería el hoy. Sabía que la gente se acercaría después de la misa de las 12 y que aquello sería un vivero de gente. Así que se dirigió a la era, donde el día anterior había estado trillando la cebada que iba a utilizar para la aventadora. Esa vez Demetrio no le iba a ganar, lo haría él por goleada.
A Demetrio le gustaba tanto o más que a Nemesio hacer la fachenda y la rivalidad entre ellos era conocida y de hace tiempo. Así que, cuando compró el Lanz con matrícula AV 0002 y se enteró que Nemesio tenía ya otro Lanz pero con la matrícula AV 0001, no se sabe con qué artimañas o de qué manera convenció al padre de Nemesio para que se cambiaran la matrícula. De este modo y a ojos de todos, Demetrio siempre fue el primer agricultor con tractor en la provincia de Ávila. Pero hoy no sería así, la primera aventadora de la comarca estaba en la era y la había comprado Nemesio.
La imagen sobrecogía, Nemesio subido a su aventadora que había colocado a favor del viento y su Lantz a la derecha. Según iban acercándose sus paisanos, Nemesio se sentía más seguro y confiado y con suma destreza, volcaba la mies trillada en la tolva para que aquella pasara a la tramoya y luego con energía daba vueltas a la manivela y hacía mover las aspas de la mariposa, que se podían ver a través de las ventanitas de la máquina. Aquello, entonces, empezaba a vibrar y a generar unas corrientes de aire con un ruido ensordecedor que separaba el trigo de la paja y cribaba las impurezas. Algunos niños se asustaban y se separaban poniendo más atención en el tractor porque en su imaginación temían que aquella máquina que parecía un elefante con grandes ojos y patas cortas y robustas, pudiera cobrar vida y meterlos a todos en la tolva. Pero a los que prestaba toda la atención Nemesio era a los adultos que, si bien al principio se les vio escépticos con la máquina, no lo fueron cuando por un lado vieron en el granero el grano, en el granciero la paja y en el infierno la granza, después de avientar y cribar la mies.
A Nemesio no le importó no comer, ni estar asolanao, ni empapao en sudor, ni aguantar los comentarios groseros e irónicos de sus paisanos…ni tan siquiera ver alejarse a Demetrio con la espalda encorvada y su andar astillado y roto. Nemesio estaba satisfecho y por eso se fue derecho a casa, se acercó al lecho donde descansaba su madre y le dijo al oído “tranquila, madre, somos los primeros”
Siempre tendremos memoria de los sitios en los que hemos sido felices, por eso no sé muy bien si esta historia me la han contado o era yo uno de esos niños que contemplaba a Nemesio y a su aventadora.
Elca
Grupo C
Raíces
No te he olvidado, aunque la adopción fue temprana , aquí estoy recordándote.
Días de caserío, con mi familia, escapando del bullicio de la ciudad industrializada, en la que el recuerdo más rural era la del burrico que nos traía la leche todos los días.
Caserío, enorme con muchas dependencias, con olor a estiercol, pero en el que más que el interior me entusiasmaba el exterior, el campo, el rio, los animales, los manzanos, higueras.
Divertido hacer sidra, correr con la libertad del niño explorador, que temeroso descubre también un mundo rural lleno de fantasía y a otros niños que disfrutan de otra manera, son niños caseros que algún día algunos irán a la gran ciudad y sentirán las emociones a la inversa, que reirán, jugarán y descubrirán en su otra infancia ,la vida, donde nada está escrito, ni dirigido.
No hay televisión, radio, lavadoras, el ruido es sonido de pájaros, vacas, caballos y demás animales, hoy quiero volar a mis raíces, para recordarlas, con el cariño y la ilusión que me evocan lo que fue mi primera y mejor experiencia de vida.
CLU
De tus ansias, quiero más…
Un cuadro enorme, un óleo de gran formato en tonos brillantes y luminosos adornaba la escalera de su casa de Campo en la ciudad de Cuernavaca, al sur de la ciudad de México, en el estado de Morelos, al sur de la Ciudad de México. El artista la inmortalizó desnuda, con los rubios cabellos al aire, una típica imagen suya.
No podías subir esa escalera sin sentirte por esa su sensualidad y esa su belleza. Era realmente inquietante.
Su belleza era al tiempo, provocadora, como inocente.
Escalón tras escalón, casi podías tocarla, palparla, sentirla en el aire, como suspendida en el tiempo. Inmutable, eterna.
Pero, dígame, qué hago yo hablándole de Fanny? Por dios, ha pasado tanto tiempo, quién se acuerda ya de eso?...
Antonieta era la mejor amiga de su hermana Blanca, Blanquita para los amigos. Mi madre era muy cercana a Antonieta, por eso fue que yo acabé visitando esa casa, subiendo esa escalera y oyendo esas historias que ahora le estoy contando a usted.
"Fue la belleza más despampanante de su época. La más sobresaliente de todas. Ninguno se le podía resistir. Fue como un verdadero rubí para todos. Además, fue la más buena hija y la más buena hermana"
Nos dijera alguna vez Blanquita entre taza y taza de café, entre galletita y galletita, entre copitas de rompope almendrado de las monjas Clarisas de los conventos Morelenses y entre su nostalgia adormilada de antiguas glorias perdidas y su orgullo perene de hermana m.
Calor húmedo y reconfortante, suave y gentil de la Ciudad de la Eterna Primavera, Cuernavaca. Una estancia inundada de aromas, un jardín colmado de rosas, de aves del paraíso y de bugambilias. Una piscina rodeada de mecedoras de mimbre pintadas de blanco, donde tumbarse al sol y quedarse dormida, emborrachada de sol. Muchas fotografías de Fanny a color y en blanco y negro, enmarcadas o pegadas en viejos álbumes con inscripciones antiguas y flores secas. Vitrinas colmadas de porcelanas de Lladró y carpetitas como hechas de espuma, a ganchillo.
Tardes plácidas de silencio.
Artistas famosos, personajes de farándula mirándote desde un cuadro torcido y empolvado en la pared. Recortes de periódicos rotos, amarillentos, vencidos por el tiempo. Armarios repletos de recuerdos y de fantasmas.
Un hombre que mira, detrás de unas gafas oscuras, unas gafas que ocultan su mirada. Un hombre siniestro. Que quién era ese hombre? Usted bien lo sabe, no necesita hacerse el santo, el inocente conmigo.
Raíces
No te he olvidado, aunque la adopción fue temprana , aquí estoy recordándote.
Días de caserío, con mi familia, escapando del bullicio de la ciudad industrializada, en la que el recuerdo más rural era la del burrico que nos traía la leche todos los días.
Caserío, enorme con muchas dependencias, con olor a estiercol, pero en el que más que el interior me entusiasmaba el exterior, el campo, el rio, los animales, los manzanos, higueras.
Divertido hacer sidra, correr con la libertad del niño explorador, que temeroso descubre también un mundo rural lleno de fantasía y a otros niños que disfrutan de otra manera, son niños caseros que algún día algunos irán a la gran ciudad y sentirán las emociones a la inversa, que reirán, jugarán y descubrirán en su otra infancia ,la vida, donde nada está escrito, ni dirigido.
No hay televisión, radio, lavadoras, el ruido es sonido de pájaros, vacas, caballos y demás animales, hoy quiero volar a mis raíces, para recordarlas, con el cariño y la ilusión que me evocan lo que fue mi primera y mejor experiencia de vida.
CLU
Grupo B
Un cuadro enorme, un óleo de gran formato en tonos brillantes y luminosos adornaba la escalera de su casa de Campo en la ciudad de Cuernavaca, al sur de la ciudad de México, en el estado de Morelos, al sur de la Ciudad de México. El artista la inmortalizó desnuda, con los rubios cabellos al aire, una típica imagen suya.
No podías subir esa escalera sin sentirte por esa su sensualidad y esa su belleza. Era realmente inquietante.
Su belleza era al tiempo, provocadora, como inocente.
Escalón tras escalón, casi podías tocarla, palparla, sentirla en el aire, como suspendida en el tiempo. Inmutable, eterna.
Pero, dígame, qué hago yo hablándole de Fanny? Por dios, ha pasado tanto tiempo, quién se acuerda ya de eso?...
Antonieta era la mejor amiga de su hermana Blanca, Blanquita para los amigos. Mi madre era muy cercana a Antonieta, por eso fue que yo acabé visitando esa casa, subiendo esa escalera y oyendo esas historias que ahora le estoy contando a usted.
"Fue la belleza más despampanante de su época. La más sobresaliente de todas. Ninguno se le podía resistir. Fue como un verdadero rubí para todos. Además, fue la más buena hija y la más buena hermana"
Nos dijera alguna vez Blanquita entre taza y taza de café, entre galletita y galletita, entre copitas de rompope almendrado de las monjas Clarisas de los conventos Morelenses y entre su nostalgia adormilada de antiguas glorias perdidas y su orgullo perene de hermana m.
Calor húmedo y reconfortante, suave y gentil de la Ciudad de la Eterna Primavera, Cuernavaca. Una estancia inundada de aromas, un jardín colmado de rosas, de aves del paraíso y de bugambilias. Una piscina rodeada de mecedoras de mimbre pintadas de blanco, donde tumbarse al sol y quedarse dormida, emborrachada de sol. Muchas fotografías de Fanny a color y en blanco y negro, enmarcadas o pegadas en viejos álbumes con inscripciones antiguas y flores secas. Vitrinas colmadas de porcelanas de Lladró y carpetitas como hechas de espuma, a ganchillo.
Tardes plácidas de silencio.
Artistas famosos, personajes de farándula mirándote desde un cuadro torcido y empolvado en la pared. Recortes de periódicos rotos, amarillentos, vencidos por el tiempo. Armarios repletos de recuerdos y de fantasmas.
Un hombre que mira, detrás de unas gafas oscuras, unas gafas que ocultan su mirada. Un hombre siniestro. Que quién era ese hombre? Usted bien lo sabe, no necesita hacerse el santo, el inocente conmigo.
Esperanza García
Grupo A
Grupo A
Momento
Camino de Galicia a las orillas del Tera, el sol de media mañana brillaba indiferente. Mi amigo nos miró a mí y a nuestras mujeres.
—¿Una parada?
Los tres asentimos y el coche entró dando tumbos por un camino de tierra. Un corzo se escabulló entre las escobas. Nos detuvimos en un claro con vistas al pantano, nos sentamos donde pudimos y nos quedamos mirando indolentemente. En silencio. El sol continuaba avanzando, pausado. Una bandada de gorriones pasó cercana, mientras un milano exhibía sus capacidades en el cielo. El silencio era solo aparente, roto por un cuco lejano, el graznar de una corneja y el rumor del robledal acariciado por el viento. El suave ronroneo de un coche en la lejana carretera no llegaba a alterar la pureza de aquel rincón.
—Saca las cervezas.
No hacían falta más palabras. Los cuatro permanecíamos callados, disfrutando interiormente del momento. Las flores de jara punteaban de blanco las laderas que se reflejaban simétricamente en el agua aquietada. Dos conejos confiados habían aparecido en la linde de los matorrales. El sol continuaba enlenteciendo el tiempo. Azul el cielo y azul su imagen en el agua. Una nube blanca de algodones dibujaba rostros imaginados en las alturas. El aroma del tomillo y la lavanda nos acariciaba a cada soplo de aire.
—Tomad un poco de hornazo.
El sol seguía templando el ambiente. Los sentidos se adormecían complacidos. Las hormigas recogían las migajas, llevándoselas por senderos labrados en la tierra por el movimiento de sus diminutos cuerpos. El silencio seguía teniendo el compás que marcaba el zumbido de algún insecto y el chapoteo de un pez ocasional. Otra nube jugaba perezosa, sin atreverse a esconder el sol. Las sombras se movían despacio. Seguíamos callados. Se acabaron las cervezas y el hornazo. El momento se alargaba. El sol comenzó a mirar el horizonte cuando aparecieron los vencejos y los aviones.
—¿Nos vamos?
Manuel Medarde
Grupo A
Surcos
Montes verdes, caminos de tierra, campos de trigo y avena adornados de alfombras rojas, blancas y malvas. Era el horizonte que divisaba cada mañana, mientras se ponía el pantalón de pana gastada, la camisa sin cuello, muchas veces remendada, y su boina negra bien calada, para comenzar su diaria y fatigosa jornada.
Hoy, sentado en su silla baja de enea con el rostro curtido por el aire y el frío, las manos endurecidas de tanto arado y tanto trillo, con cigarro de picadura en sus labios, contempla el mismo horizonte, el cual no es el mismo desde que ella se fue. El campo perdió su brillo, su color lo borró el agua y el rocío. Un velo gris cubre su espacio infinito, el brezo rodea su casa y la hiedra todas sus ventanas.
Marian Pérez Benito
Grupo A
La noche que fuimos a cazar gamusinos
A Pablo. Siempre.
A pesar de que recuerdo con un cariño estremecedor aquellas tardes y noches de verano de mi infancia, pocas recuerdo con tanta viveza como la noche en la que fuimos a cazar gamusinos.
Era agosto, eso seguro. Pablo acababa de llegar de un largo viaje de tres horas, y en cuanto se bajó del coche de sus padres fue a la piscina para comprobar que, efectivamente, estábamos allí.
Nos tiramos al agua en plancha, de cabeza, a bomba… Recuerdo a Javi, el mayor de nosotros, correr sobre el agua de una manera que nunca he visto a nadie más. Pablo, desde el otro lado de la piscina, sonreía feliz porque estaba con sus amigos, a los que veía dos veces al año y a los que echaba de menos más de lo que admitiría durante muchos años. Pablo y yo tendríamos unos doce años.
Después de jugar en la piscina hasta acabar exhaustos, nos sentamos en las toallas bajo una sombrilla –que no daba ya sombra porque el sol se estaba poniendo– y planificamos la noche.
– ¿Por qué no vamos a cazar gamusinos? –propuso Javi.
No recuerdo si era algo pactado o no, si habíamos hablado antes de gastarle aquella broma a Pablo, pero todos asentimos y quedamos en que por la noche bajaríamos al río a cazar gamusinos.
Recuerdo que lo comenté en casa.
Así que nos juntamos en la calle después de cenar. Javi llevaba un saco de patatas vacío que le entregó a Pablo en cuanto nos adentramos en la oscuridad, con la excusa de que “no has cazado nunca gamusinos, así que no sabes cómo son. Mejor los cazamos nosotros y tú llevas el saco”.
La mejor actuación fue la de Javi, que se iba a correr muy lejos y volvía, también corriendo, con una piedra enorme gritando “¡Abre, abre, abre!”.
Todos continuamos echando piedras grandes, y algunas más pequeñas, mientras Pablo se resistía a abrir la bolsa porque le habíamos advertido de que no lo hiciera: “Cuidado, que saltan, y si te muerden te pueden hacer mucho daño”.
A la media hora, Pablo estaba agotado. Nosotros también, de tanto ir y venir corriendo para aumentar el peso del saco.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que, para decir que los gamusinos saltaban tanto, no ponían ningún tipo de resistencia dentro de la bolsa. Pablo abrió el saco y se lo encontró lleno de piedras.
Así que no nos quedó más remedio que contarle el engaño, mientras volvíamos hacia el pueblo.
Llegamos y nos sentamos en uno de los bancos de una plaza a tan solo unos metros de casa. Justo por allí pasaba la madre de Pablo paseando a Rufo, su perro. Y él, claro, aprovechó la oportunidad para quejarse de la broma.
– Mamá, ¿te puedes creer que hemos ido a cazar gamusinos y me han hecho llevar un saco lleno de piedras?
– ¡Ay, Pablo! Si ya te lo dije: que uno nunca olvida la primera vez que va a cazar gamusinos.
Cuánta razón tenía su madre. A día de hoy, cada vez que veo a Pablo, recordamos entre risas aquella noche de agosto en que fuimos a cazar gamusinos.
Mª Ángeles García Franco
Grupo A
Grupo A
Aurora..., muy guapo ese texto !!
ResponderEliminarMuy buenos los textos. He disfrutado con ellos. Muchos recuerdos
ResponderEliminarTodos geniales :)
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