Las voces de la tierra

No es la primera vez que en el taller ponemos la mirada en los objetos. Somos discípulos de Ramón Gómez de la Serna y por eso nos gusta explorar el adentro y el afuera de cuanto nos rodea ya sea para describirlo, reescribirlo o inventarlo.
Hemos trabajado con libros como La sola materia, de Mari Ángeles Pérez López, El lenguaje de las cosas y Adentro de María José Ferrada, El libro de los objetos perdidos y encontrados de César González Ruano y con las fotografías de Chema Madoz y García de Marina.
Pero en esta ocasión nos hemos acercado a una serie de objetos muy especiales: los encontrados en diferentes exhumaciones de fosas comunes, en trincheras o en lugares donde se libraron contiendas durante la Guerra Civil.
Tomamos como partida varios artículos como el titulado "La fosa: cada objeto una historia" o "Los diez objetos que resumen la Guerra Civil: del sonajero al laxante". Pero centramos la sesión en torno al libro Las voces de la tierra, publicado por la editorial Alkibla con la que he tenido el placer de colaborar en otra de sus publicaciones.

Carolina y Clemente son editores valientes. Saben de la importancia de dar voz a tanto silencio en torno a la Guerra Civil y la represión franquista y de reparar la equidistancia con la que muchos libros de texto y algunas novelas han tratado el tema, tal y como señala el profesor Enrique Díez en su investigación La memoria democrática en la escuela

Su incansable lucha por denunciar el blanqueo sistemático del franquismo en este país ha puesto en riesgo incluso su libertad.

Con motivo del veinte aniversario de la primera exhumación científica de 13 republicanos en Priaranza del Bierzo, momento en que se funda la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, ve la luz Las voces de la tierra, un libro en el que cada objeto encontrado en una exhumación y fotografiado por José Antonio Robés nos revela una historia. Somo muchos los participantes en esta publicación: periodistas, cantantes, escritores, profesores.

Dejamos aquí varios textos de muestra. Uno escrito por Guadalupe Grande, poeta comprometida que murió semanas atrás, quien tuvo que escribir sobre una alianza encontrada por la ARMH en 2008 en una fosa común de Faramontanos de Tábara (Zamora). Y otro escrito por Antonio Maestre titulado "Casa", en el que recreó los últimos momentos vividos por el portador de una llave encontrada en 2016 por la ARMH durante la exhumación de los restos del sastre José Rodríguez Silvosa y del concejal Ramón Somoza Álvarez:

 



Cuando te llamen de lo oscuro hacia la nieve, acude dócilmente como la mano regresa a la alianza
Muy cerca del buen camino, junto a los que conversan con las nubes resplandecientes y comen restos de mazapán a la orilla de la justicia, ha comenzado a nevar.
Ello sucede porque según la teoría de los meteoros, decanos del hielo, según los enseñantes de la repostería del banco y la cristalografía del frío, según el parpadeo de la historia y el microscopio de la memoria, no hay dos copos iguales, es decir, ochenta maneras de ser libremente otro, ochenta formas de ser igualmente distintos y quizá aun ochenta de ser singularmente iguales, y en todas y cada una de ellas trabaja el irrepetible derecho a hacerse irremediablemente único. Es la nieve todo memoria que husmea los anillos de la verdad entre los zarcillos de los escombros.
Las maestras anuncian en la pizarra los esponsales con la blancura. Los maestros imprimen en hojas de acacia las muchas formas de los cristales. Es el reparto de algo más que panes y peces. Sn las nupcias de la golosina de la sabiduría. Son las bodas de los invitados a la dicha del libro. Es la estrella titubeante que no retrocede ante el calidoscopio del albedrío porque brotan naranjas, manzanas, remolacha en la etimología de la ley.
Nos llaman de los oscuro hacia la nieve. A la mano invisible acude la desobediente, dulce, dócilmente, junto a los que conversan, deletrean, platican sobre lo justo y lo candeal, sobre el libro que viaja y sobre lo que preciso e irrepetible en la vida ha de ser más dulce aún en la memoria.





Limpia el sudor de su frente con la boina raída mientras palpa nervioso en el bolsillo de su pantalón buscando la llave que abra el viejo portalón de su casa de labranza. El pueblo está sangrando por la santa fe de una escuadra falangista y necesita esconderse en el zulo que ha construido junto a la leñera. Cuando consigue acercar a la cerradura la punta de la vieja ganzúa, tanteando con los dedos entre las tinieblas y alumbrado únicamente por la tenue luz de la luna, siente que se desvanece por un fuerte golpe.
Despierta confuso, dolorido y sangrando. Baqueteado en el suelo de una vieja furgoneta que circula por un camino de tierra junto a cuatro vecinos de su pueblo.
Los conoce bien, son los compañeros de partida, con los que antes reñía en la taberna del pueblo por la reforma agraria o cualquier otra minucia dando golpes con el chato de vino en la vieja mesa de madera mientras echaban unas cartas.
Lo miran desde arriba, apuntándole con unos herrumbrosos fusiles Mauser y escupiendo todo tipo de improperios, lapos y golpes de bocacha. Se palpa los ojos para limpiarse la sangre y siente el fío de la llave que no soltó ni con el desmayo. La guarda.
Llegan al cementerio del pueblo y le bajan de la furgoneta como a un animal que entra en el matadero. Le golpean hasta la frontera del camposanto. Se levanta y se pone en pie. Abre los ojos y mira a la tapia. Ve los restos del maestro esparcidos sobre las piedras y el miedo le atemoriza/ateriere. Cierra los ojos, mete la mano en el bolsillo y aprieta fuertemente la llave. Ya no hay ruido, ni aroma a muerte. Le huele a leña de domingo, a la leche materna de su esposa atendiendo las ansias de su pequeño, a pan negro recién hecho. A lecho compartido. Un estruendo le saca de su trance y cae como un saco a la tierra machada de rabia y sangre. Se le escapa una última lágrima. Acerca la llave al pecho y sonríe. Es casa.

Cerramos este post con la canción que Joaquín Carbonell, fallecido hace meses, compuso en recuerdo del sonajero encontrado en una fosa común en el Parque de la Carcavilla (Palencia) y que Catalina Muñoz, asesinada en septiembre de 1936, compró para su hijo pequeño de apenas nueve meses.



Propuesta de escritura

Elige un objeto de los mencionados en cualquiera de los artículos enlazados al inicio de esta entrada, o inventa uno, y escribe la historia que te dicte al oído. Puedes apoyarte en datos reales o dar rienda a tu imaginación para contar tu historia. 

Estos son algunos de los textos recibidos:


La medalla

Manuel oye ruido en los pasillos y sabe lo que ello representa a esas horas de la noche. Se abre la puerta de la celda y tras el carcelero pueden verse hombres armados con fusiles. Dicen que los van a trasladar de prisión a los cuatro, pero ellos bien saben qué significa eso. Manuel se siente vaciar del miedo que le llenaba por la incertidumbre. Recuerda la carta enviada a su mujer hace unos días; que por favor desechara todo mal sentimiento, que él había desterrado de sí el odio y se encontraba mucho mejor. Solo sucedería lo que Dios quisiera. Y que no se preocupasen ni ella ni los niños, que no le habían despojado de la medalla regalo de la abuela por su primera comunión y eso le daba fuerzas. No le dijo lo del miedo.
La camioneta con ellos arriba, maniatados, enfiló el camino de Zadorija. Era ese pues el sitio elegido. Bajaron a los cuatro y los alinearon al borde mismo de la zanja, los hombres de los fusiles al frente; a ninguno conocía. Él se las había apañado para sacarse por encima de la cabeza la cadenita y ahora apretaba la medalla entre sus manos. «¡Apunten!», se oyó en el silencio de la noche sin luna. Cerró los ojos con fuerza. «¡Fuego!». Tronó la descarga. Manuel murió pensando que allí terminaba todo.
Menos mal, porque hubiera sido terrible saber que pasados muchos años, ochenta, cuando los malos tiempos se habían “olvidado” (a lo mejor sobran las comillas), cuando el perdón ya no era solo el suyo, la medalla sería desenterrada porque alguien había decidido traer a memoria lo más doloroso del pasado. Aun a costa de hurgar en las heridas. Aun a costa de volver a odiar. A los malos, claro.

Pascual Martín
Grupo B


¡Castigo divino!

En mi pueblo, es muy conocida una historia trágica acaecida durante la guerra civil.
Este relato se escuchaba en las casas, todo muy en secreto, ya que la familia causante de la historia tenía nombre y apellidos y aún vivían en el pueblo, hasta que decidieron irse.
En el inicio de la revuelta, la situación de los habitantes del pueblo era penosa, cuatro ricos gobernaban el pueblo y el resto eran obreros que dependían de un raquítico salario para dar de comer a sus familias, menos cuando trabajaban toda la familia para el rico solo por la comida.
Los ricos lanzaron el bulo de que todos los que se pusieran de parte del régimen serían recompensados con tierras cuando acabara la contienda, pero obedeciendo todo lo que ellos les indicarán.
Había que matar a todos los que opinaran lo contrario o fueran sospechosos de ser de izquierdas, y empezó la masacre de una manera atroz.
Al anochecer, el pueblo parecía un pueblo fantasma, toda la gente estaba encerrada en sus casas, solo el ruido de las furgonetas cargadas de “voluntarios” se escuchaba por las calles, se iban deteniendo en casas marcadas, sacaban a los hombres y se los llevaban a las afueras del pueblo, donde los mataban y los enterraban en las cunetas, sus familias no volvían a tener noticias de ellos.
Los “voluntarios” para evitar ser reconocidos se cambiaban con los de otros pueblos, estaba permitido todo si se resistían, matar, robar o violar.
El caso que nos ocupa, es el de un voluntario del pueblo, que fue a otra localidad de la sierra y robaba y mataba a toda aquel que se resistía, incluso a dos niñas gemelas que se agarraron al padre para que no se lo llevaran.
En su pueblo con lo robado compró tierras y se fue haciendo con un patrimonio considerable, pero de los cinco hijos que tenía, dos niñas cayeron enfermas y en una semana fallecieron sin síntomas de enfermedad.

Luis Iglesias
Grupo B


Un dado de madera

“…dos, tres, cuatro, como una y cuento veinte”
El dado brinca ligero entre los dedos sudorosos. La mano se mueve nerviosa dentro del bolsillo del pantalón de loneta azul. La camisa blanca, húmeda, se le pega al cuerpo.
—¡Padre, yo quiero un dado de la suerte como el tuyo!
Acaricia el dado y sabe que, por desgracia, él será uno de los que ganen la partida, no el juego. Todos somos fichas rojas. El adversario ha asaltado el tablero y tiene dados, dados trucados, fusiles Mauser y pistolas, y tiran, tiran y cuentan, “…dos, tres, cuatro tiros y cuento veinte”, y ríen, y nos escupen y nos patean. Una ficha roja se desangra a mis pies, ¡ya ganó la partida!
—¿Padre, cuando vuelves a casa a jugar conmigo?
Piensa en su mujer y en sus hijos, ¿quién le entregará el dado a su hijo?, ¿quién jugará con ellos ahora que él está a punto de ganar la partida? Toca suavemente el dado y lo lanza imaginariamente para ver si saca un seis y poder seguir tirando una vez más, agarrarse al tablero, demorar la partida.
Alguien se detiene frente a él y le muestra un punto, negro, metálico, oscuro, solo es uno pero cuenta: “uno, dos, tres”. La bala borra el punto. Otra ficha roja se desangra. El cuerpo cae sobre el tablero de arena roja. La mano inerte suelta el dado, ha salido un seis, pero no puede contar, no puede volver a tirar su dado de la suerte. Ha sido comido y solo espera que le envíen de vuelta a su casa. En esto tampoco tendrá suerte.

Tomás García Merino
Grupo B


Besos rojos de rojo carmín 
(El pintalabios)

¿Qué manos se atrevieron a arrancarme de este letargo, agazapado en tu recuerdo en mitad de esta tierra estéril? ¿Quién me arrebató tu boca de besos rojos? ¿Dime quién? ¿Quién pintará de rojo carmín tu sonrisa? Todavía me conmueve imaginarte valiente y bella frente a los cobardes fusiles, preparada para bailar el último baile triste con la parca. No te dió tregua, lo sé, agarrándose tan fuerte, maldita sea, que ya no te soltó. Aún siento tu pulso acelerado por los empujones , sacándome del bolsillo de tu vestido de los domingos, ese que tanto me gustaba. Déjame creer que recuerdas mi tacto frío, que no inerte sólo por ser "cosa". Qué recuerdas el mimo con que acariciaba tus labios; el amor también entiende de cosas y colores.
¡Qué me devuelvan a la tierra con los muertos, esas manos u otras, que quiero seguir durmiendo en paz , en el letargo de ese tiempo pretérito granado de besos rojos de rojo carmín , mucho antes de las balas, el rencor y el miedo.

Carmen Pedrero
Grupo A


Carta de un pirómano a su amada

¿Cómo no compararte con una cerilla, si cada vez que la encendía iluminabas toda mi vida?
Te recuerdo como luz, la que al encender un fósforo alumbra toda la estancia.
También como chispa; ¿acaso no recuerdas aquella primera vez que armé la parafina con la lija para ofrecerle fuego a quién resultaría ser mi futura muchachita?
Siempre que echabas la mano al bolso, ahí estaban las cerillas.
Siempre que echabas mano a mi corazón, allí te tenías.
Ardía de amor por ti hasta que a cenizas me reducía. Y yo me preguntaba; ¿haría lo mismo mi querida?
Como cerilla que arde, que alumbra, se consume y se apaga, tú evocaste en mí esa misma emoción aunada.
Observé como me consumía mientras tú me utilizabas, y como todo bueno empieza, mal acaba.
Cogí una cerilla, porque mi amor ya no me amaba, y la pasé por todo mi cuerpo hasta que de mí ya no quedaba nada.

Cristina Domínguez
Grupo A


Una carta

Hoy no toca recordar momentos felices de juegos y risas, pero ahí en mi memoria he encontrado una canción que oí a un grupo de scouts, no la conocía, me sorprendió, me arañó el alma y, aún lo sigue haciendo. Me duele el dolor que hay en esa carta, lo terrible de la guerra, una guerra que fue entre amigos, entre vecinos, entre conciudadanos que ha dejado muchas heridas. Pienso en estos dos amigos, ¡en tantos! y creo que les debemos cerrarlas, que nuestra memoria no les defraude, que ese ¡Te quiero!, tenga un significado de concordia, de verdadera paz.

“Caminando por el campo, en el suelo vi que había una carta ensangrentada de cuarenta años hacía, era de un paracaidista de la octava compañía, que a su madre le escribía y la carta así decía: Madre anoche en las trincheras, entre el fuego y la metralla, vi al enemigo correr, la noche estaba cerrada, apunté con mi fusil al tiempo que disparaba, y una luz iluminó el rostro que yo mataba, era mi amigo José, compañero de la escuela, con quien tanto yo jugué a soldados y a trincheras, ahora el juego era verdad y a mi amigo ya lo entierran, madre ya quiero morir, ya estoy harto de esta guerra, madre si vuelvo a escribir, tal vez sea desde el cielo donde encontraré a José y jugáremos de nuevo. Si mi sangre fuera tinta y mi corazón tintero con las sangre de mis venas escribiría ¡te quiero!”

En YouTube lo canta Raquel Eugenio. Jesús Acebedo, lo toca al piano.

Inés Izquierdo Pérez
Grupo B


Las voces de la tierra, según quien las escuche

Dieciocho inocentes años de mi padre. Su desgarro y el de su madre (su padre había muerto) no fue ni más ni menos sangrante que el de aquel enemigo del bando contrario, con quien tuvo tiempo de establecer una breve pero entrañable amistad. Ambos víctimas de una guerra, tejida de razones para disfrazar los odios e intereses de quienes la declararon. Como ahora, como siempre.
En eternos y lejanos atardeceres invernales, al calor de la lumbre o el brasero, nos fue inculcando pensamientos tan cabales y sencillos como que jamás habrá una razón suficientemente importante para justificar una guerra. Nunca condenó ninguno de los bandos, porque uno y otro cobijaban personas buenas y personas malas. Luego, rogaba e imploraba que jamás nos tocara vivir los horrores por los que ellos hubieron de pasar (los unos y los otros).
Parece claro que hay quienes siguen empeñados en remover no solo las voces de la tierra, sino las entrañas de los sentimientos.
Si hay un poeta que me cautiva, por su sencillez, por su claridad de ideas, por su modo de decir, y pienso que por su manera de ser, es Machado. De él siempre se me viene a la memoria:

Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios
que una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

Y para que no sea tan triste, le pongo música de Serrat. Ni por esas.

Evaristo Hernández
Grupo B


El pasador

Encerrado en la negrura que no me permite ver y solo me hacer sentir con mayor angustia una humedad que se mete hasta el fondo de los miedos, voy percibiendo el olor a moho de la tierra y el olor a sudor, orines, sangre y amontonamiento de los cuerpos que me rodean. ¿He muerto? ¿Estoy vivo? ¿Han dejado de ser una sola cosa mi cuerpo y mi mente?.

La zozobra que me invade hace que me revuelva y toque, o que crea que me revuelvo y crea que toco, el pasador de plata y pedrería que compré esta mañana en la pequeña joyería del pueblo contiguo como presente para Soledad.

Esta mañana he salido del pueblo a dar una vuelta por el ganado, ir al pueblo de al lado, hacer algunas encomiendas y pensando en volver a última hora de la tarde para disfrutar de un paseo por la vereda rodeada de chopos que se abraza al curso del río. Desde el comienzo me ha sorprendido el toque a rebato de las campanas, inusual a mediados del mes de julio sin estar acompañado de un humo lejano visible desde el valle.

Soledad es la maestra que lleva tres años en el pueblo, donde ha desarrollado una gran labor con todos los niños y se ha portado especialmente bien con nuestro hijo Andrés, que necesitó de su ayuda durante el mes que estuvo con hepatitis y con los problemas de adaptación que le surgieron a su vuelta a la escuela. No le había dicho nada a Magdalena, ya que fue una ocurrencia del momento, pero ella aprobará la compra por estar más agradecida que yo mismo con la maestra. En este momento me asalta la duda de lo que puedan pensar quienes descubran mi cuerpo, al cabo de días o meses, al cabo de pocos o muchos años. Es ridículo pesar en esto dada la situación anómala en la que me encuentro, pero todo es confuso y no soy capaz de darle vueltas. El pasador nunca podría ser para Magdalena, ya que tiene un precioso pelo corto de color castaño. Otra candidata puede ser Fuencisla, la mujer del farmacéutico, una de las parejas con las que nos reunimos algunos días de fiesta y que también pertenecen al club cultural que están poniendo en marcha entre el alcalde, el cura y el médico, una amiga desde la escuela a cuenta de la cual intento poner celosa a Magdalena, otra destinataria al pasador sería Aurora, la molinera, una de las personas más queridas en el pueblo por apañárselas siempre para encontrar harina de sobra para las familias necesitadas, sin contar con mis hermanas pequeñas Adela y Margarita que poseen unas hermosas melenas color cobrizo. Candidatas a perceptoras de mi pequeño presente no faltarían, ya que siempre he sido un buen bailarín y he bailado con todas las mujeres del pueblo. Incluso hay quién pensaría en Remedios, la inquilina en la fonda del pueblo cabeza del valle, a la que todos los hombres conocemos y nuestras mujeres detestan, hayamos ido a visitarla o no.

Qué podrán pensar los que descubran mis restos, si alguna vez llega a suceder, me ocupa por un momento, pero un volcán entra en erupción en mi interior, esté todavía vivo o ya esté muerto ¿Cómo y porqué he venido a para a este lugar infecto?. El como sí lo sé. Cuando estaba llegando al pueblo, disfrutando de un atardecer maravilloso de este mes de julio, después de pasar a ver las ovejas, la cabra, los cerdos, el burro y los bueyes, percibí dos cosas, que había desaparecido el incesante tañer de campanas, algo que nadie me pudo explicar porque no me había encontrado con mucha gente, y que una camioneta se había detenido a mi lado, de la misma se habían bajado cuatro desconocidos que sin mediar palabra me habían golpeado, subido a la camioneta, tapado los ojos y entre patadas e insultos, a mí y a los dos pobres desgraciados con los que compartí el viaje, me habían conducido a este lugar ignorado. No reconocí a ninguno de los hombres, víctimas ni verdugos, únicamente me padeció reconocer la voz del maestro del pueblo contiguo.

Como he llegado hasta aquí - lo sé -. Para quién es el prendedor y el motivo de su compra – lo sé. Lo que no sé y me indigna es ¿porqué he llegado hasta aquí? ¿qué razones había para secuestrarme a punto de llegar a casa, molerme a patadas con los ojos vendados, tirarme de la camioneta en un lugar que no he podido reconocer y en una posición humillante, entre estar de rodillas y empezando a enderezarme, descerrajarme dos tiros, uno en la cabeza y otro en el pecho, que me han lanzado a la fosa en que me encuentro.

¿Por qué, por qué y por qué?

No soy, ¿o era?, pobre ni rico, poseo unas pocas tierras y ganado, que escasamente me permiten contratar ocasionalmente algún jornalero, no he tenido disputas de lindes, mis pocos escarceos fueron de adolescente puesto que Magdalena ha sido mi única novia y mi mujer, aproveché bien mis pocos años de seminario para tener una cierta formación, que me ha permitido ayudar a muchos con el aprendizaje de la lectura y los trámites legales. No he tenido disputas personales, ni siquiera cuando jugábamos a la pelota. Pero sobre todo, nunca estuve afiliado a ningún partido, ni simpaticé con ninguno de ellos, no participé en ninguna votación (aunque tuviera interés) por evitar que se conociera el sentido de mi posible voto, ya que es bien conocido que en los pueblos todo se sabe. Por muchas vueltas que le doy no consigo saber la respuesta a mi pregunta.

¿Por qué, por qué y por qué?

Espero que algún día me encuentren y esté donde esté, puedan llegar a explicarme la razón, si había alguna, o simplemente se habían equivocado de hombre ¿o no?. Me estoy deslizando por un túnel al final del cual hay una purísima luz blanca, aprieto el pasador y……

Manuel Medarde
Grupo A


No podía gozarte

Una fotografía y un pedazo de tierra,
una carta y un monte son a veces iguales.
Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo.

Miguel Hernández



Paredes del cementerio estaban cerca
con su hilera de hombres derribados;
a ti te llevó al monte, lejos, ensangrentada.
El sayón violento era el más rico
que comprar quiso tu cuerpo muy barato,
“ Esta se deja, es hija de un puto miserable”…
Tan joven, tan hermosa, tan trigueña
de piel y pelo rubio oscuro,
ojos de almendra y labios encendidos,
del pueblo la más bella.
Orgullosa de origen,
a aquella venta infame se negó;
en su casa sus padres le enseñaron
a tener alta el alma,
que no tenía en cuenta aquella bestia.
Ella no era de izquierdas o derechas,
estaba por encima de clasificaciones;
sus padres, favorables a la lucha del pueblo,
fueron terriblemente castigados:
perdieron a su hija y se murieron
demasiado pronto.
Pasaron muchos años, allá por los setenta,
un tractor al ararte descubría tu trenza,
tus huesos y una foto borrosa
de un joven que también murió
de la guerra, quién sabría dónde.
La tierra te hizo suya,
diste savia a los trigos que arroparon tu alma.

Emilia González
Grupo B


El tuerto

El frío cala hasta los huesos en esta húmeda celda. Pero pronto acabará todo, en unas horas vienen a por mi y sé que no volveré ni a esta celda ni a otra. Seré ya de la tierra. Soy albañil y me afilié a la CNT para defender mis derechos laborales y eso va a dejar a mi mujer viuda y a mis hijos huérfanos. Me toco el ojo de cristal, es algo que hago cuando estoy nervioso, perdí el bueno de una pedrada en una pelea. El de cristal me lo trajo un día mi padre de la capital, tenia un amigo que trabajaba en un cementerio y yo no hice preguntas. Desde entonces he sido el Tuerto, con el ojo perdí también mi nombre y casi no lo recuerdo ni yo. Desde entonces he visto la vida a medias. En unas horas veré solo la mitad de mis verdugos, y mejor así.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Muñeca de trapo

María vivía con sus padres
en un pequeño pueblo castellano,
donde todos se conocían.

Sus vidas transcurrían
de forma tranquila y sencilla
pese a lo poco que poseían.

Eran felices pensando que,
con esfuerzo y trabajo,
las cosas mejorarían
y su hija un futuro mejor tendría.

Sus vidas se pararon de repente,
al escuchar por la radio
que la guerra civil había estallado.

Alrededor de la camilla,
como todos los días,
María jugaba con hilos y botones
de diferentes colores.

Mientras, su madre cosía la ropa de trabajo de su esposo
y terminaba una muñeca de trapo
que con tanto amor había hecho,
para regalársela por su cumpleaños.

Solo faltaba hacer dos trenzas,
con un poco de lana que tenía reservada
y su obra estaría terminada.

Al llegar la noche, se escucharon en la calle,
gritos, carreras, frenazos de camionetas
y algún que otro disparo de escopeta.

Los pasos de varias personas
se oían cada vez
más cerca de la casa.

Fuertes golpes derribaron la puerta de entrada
y unos hombres armados,
invadieron la estancia.

Después de un fuerte forcejeo,
obligaron a su padre
a irse con ellos.

No hubo tiempo de despedidas,
solo de miradas
empañadas por las lágrimas.

María cogió su muñeca
y la guardó en el bolsillo
del pantalón de su padre.

-“Llévate mi muñeca,
me la devuelves mañana
que es mi cumpleaños”

-“Mañana la tendrás contigo.
Te lo prometo”.
Respondió el padre

Fueron las últimas palabras que se dijeron.

Abrazadas madre e hija,
vieron cómo se llevaban en una camioneta,
a un hombre bueno y trabajador
que jamás regresaría.

En aquella angustiosa noche,
no cesaron de escucharse disparos
a las afueras del pueblo.

El padre de María y otros vecinos,
fueron abatidos,
sin comprender los motivos.

Al llegar el alba, un aterrador silencio
invadió el pueblo y los corazones
de muchas madres, esposas e hijos
a quienes habían arrebatado
lo más amado que tenían.

Mucho tiempo después,
María recuperó su muñeca.

Alguien que dijo haber estado
cerca de su padre cuando murió,
se la entregó, cumpliendo así
la promesa que le hizo
poco antes de que le envolviera,
la más fría oscuridad.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Todo cambió

Era una tarde donde los niños jugaban, la madre preparaba la cena, el padre descansaba de su dura jornada de trabajo en el campo.
La madre llama a los niños para cenar y pronto a la cama. No se presagiaba nada
Estando durmiendo profundamente cuando llaman a la puerta con golpes fuertes. El padre sale abrir y sin decir nada unos hombres se lo llevan. No entiende nada, nunca perteneció a ningún partido. Estaba esperando su sexto hijo.
De repente todo cambió. Los niños preguntan sin obtener repuestas. Alguien comenta que se llevaron a cuatro hombres, por una denuncia
Los llevan en un camión a Pelabravo, allí los fusilaron.
La hija mayor presencia los hechos. En su memoria le queda grabado cuando se llevaron al padre (tenía seis años). A los diez años tiene que llevar sustento a la familia. Trabaja de criada. Duro trabajo para una niña. Estaba contenta como muchas veces recordaba. No pasó hambre. El chocolate que no comía se lo guardaba para sus hermanos
Hoy es una mujer anciana que trabajó duro para que sus hijas no tuvieran que pasar las penalidades que pasó ella.

Josefa Redondo
Grupo A


De bastón francés a bastón inglés

En la última carga partiste tu bastón. Fue todo inusual. Siempre ibas en retaguardia. Allí en ese momento perdiste al único punto que habías tenido realmente leal en la vida. Allí quedo.
Te subieron al carro de los desahuciaos. Tú, que has estado en Rusia, y tantos otros lugares ibas a perder en una inútil refriega con unos guerrilleros acaudillados por bandoleros de mala calaña. No esperabais que las fuerzas británicas con el Duque de Wellington entraran por Portugal, y con el apoyo de los lusos sitiaron una Salamanca, que dejasteis en ruinas tanto explosivo aquí y acido allá. Ciudad Rodrigo marco de inflexión.
Allí empezó el fin de todos. Los libros no lo recogerán, pero antes Waterloo hubo batallas de esta Guerra de la bien que se lamentó el corso cuya familia regía meda Europa, incluido España con Pepe Botella, y lo sabes. La batalla española fue la que se libró entre el Arapiles Chico y el Arapil Grande. No es Inglaterra donde se recuerda con ese nombre, ellos simplemente ponen en sus libros, con áspero lenguaje, Batalla de Salamanca,
A ti todo esto te la trae al pairo. Van en el carro de los desahuciados, con las tripas colgadas. Tu destino es una fosa común que no podrá visitar la familia que no tienes.
Al día siguiente, con cuatro metros de tierra encima, ya no estás vivo. Ha aparecido tu bastón, pero no tienen a quién pedírselo, regalarlo o comprarlo. Un joven español, de Calvarrasa, que ha perdido toda la pierna izquierda en la batalla, dice, alguien, un francés, por el estilo de la empuñadura, la ha dejado aquí . Un bastón es un insospechado e inusual botín de guerra, pero más suerte imposible.
Realmente, este joven, Raimundo, aprovecho para vivir de lo que antes se vivía menos que ahora: el turismo. A todos los visitantes que les placiese los llevaba a hacer una visita por un guía excepcional, por su condición de militar en ese momento. Gano una guerra, perdió una pierna, gano un empleo. Fue conocido por “el cojo de Arapiles”
Doscientos años después un nuevo vecino del del municipio se olvidó la tarjeta de débito la gasolina. El jefe fue tan lúcido que en la tarjeta (en la que aparece el nombre del titular) En lugar funalito de Arapiles puso ¡” El cojo de Arapiles”. Afortunadamente quedó en la gracia.
Hubo un cojo de Arapiles, y parece que lo sigue haciendo, curiosamente no con un bastón francés sino con un bastón inglés. Pero a fin de cuentas un punto de apoyo ya sea en 1812 como en 2012.

Javi Martín Caamaño
Grupo A


Los ausentes

Todos los ausentes se parecen
puedo verlos suspendidos en las miradas
en las mejillas de quienes dejaron atrás
están en un espacio vacío y viscoso
sin nombre

Los ausentes son fardos
cadáveres pesados del aliento
que sin hombros sin brazos se cargan
como las tristezas sordas
como el dolor sin forma

Algunas veces oigo sus voces
ecos de voces vivas
que no responden preguntas
ni devuelven sus dardos
se pierden en un fango

Los ausentes no olvidan
nos convierten en sus fantasmas
forjando el vigor de los días
y a veces triunfan
cuando el silencio no se alza

Los ausentes viven
en la piel que palparon
en cada objeto trajinado
en el fino perfume del recuerdo
en la sonrisa muda de su imagen

Los ausentes y nosotros
somos un mismo polvo
una misma tierra
sangre y cuerpos sin tiempo
que persisten vivos en la muerte

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


Una historia de guerra

No es que el libro en sí, tuviera algún atractivo para Isabel, dado el grado de desgaste que mostraba, tal vez, por el uso excesivo que su dueña le prodigara. Conclusión más que probable, atendiendo a la sensibilidad de la que fue su tía, como también pudiera ser, a una autoridad consagrada cuya obra habla por sí sola, ¿Quién puede desoír la voz ancestral del más romántico de los románticos? Obras Escogidas, Gustavo Adolfo Bécquer. Estas eran las palabras que alentaban en la portada bajo la estera polvorienta del azote del tiempo. “Basta descubrir al padre de la criatura, para detenerse a ojear un par de versos” se dijo Isabel. Con cuidado de no dañarlo, abrió la portada y contuvo su mano para detenerse a leer un texto dirigido a su tía Soledad. Buen nombre para un destino, conjeturó mirando al trasluz de su memoria lo que fue la historia de su vida.
Su tía Soledad, se dedicaba a la docencia, labor que desempeñaba en Madrid bajo la bota sangrienta de la Guerra Civil, entre dos fuegos contra natura, dos enemigos hermanados por la tierra que pisaban. Acababa de contraer matrimonio cuando su esposo fue reclutado para luchar en el frente, con el bando que le tocó en suerte. De este modo, lo que hubiera debido ser una vida de feliz convivencia, se convirtió en una despedida dolorosa llena de temores que terminaría con la vida de su esposo en la Batalla de Belchite. Soledad quedó devastada por esta pérdida tan querida, a cuya memoria dedicaría el devenir de los años. Se apartó de la enseñanza y profesó en un convento acondicionado para hospital de campaña, entregándose al cuidado de los heridos durante el periodo bélico. Finalizado éste, que traería la paz al país, su congregación la envió a un colegio religioso de provincias, destinado a la enseñanza de huérfanas de guerra. Allí vivió hasta que unos años después moría de un infarto. No teniendo más parientes que su sobrina Isabel, fue a esta, a quien le fueron entregadas sus escasas pertenencias, junto al libro que ha dado pie a esta historia, cuya dedicatoria dice más que las palabras.

“Mi querida Soledad:

Te envío este libro que, por casualidad, cayó en mis manos y porque sé, que es tu poeta preferido. Cada vez que lo abras recuerda siempre que tienes mi corazón.
No temas, mi amor. Cuando esta guerra termine, volveré a tu lado como vuelven las nuevas golondrinas cada año.”

Tomás.


Soledad no murió de infarto. La mató la misma bala que mató a su marido. Una historia como tantas otras que duermen enterradas en la memoria del tiempo.

Pepita Sánchez
Grupo B

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