Esta semana pusimos nuestra mirada en el maestro Juan Rulfo. Hablamos de su vida, de su obra, de Pedro Páramo y analizamos tres de los cuentos de El llano en llamas: ¡Diles que no me maten!, Es que somos muy pobres y Talpa. Este último cuento ha sido llevado a escena por la compañía salmantina La Chana Teatro con el título de "Natalia".
Para conocer mejor al escritor recomendamos la entrevista que Joaaquín Serrano Soler le hizo en el programa "A fondo"en 1977. En ella nos encontramos con un Rulfo tímido, serio, introvertido que se sorprende con la documentación que maneja el entrevistador y el respeto con el que le invita a hablar de su vida y de su obra, algo que le costaba mucho al escritor.
Rulfo habla a través de sus personajes con una viveza magistral. Prueba de ello son los cuentos leídos por él mismo y que fueron grabados en un vinilo editado por la UNAM en el año 1977. El escritor Félix Grande escribió en un artículo de El País:
Su voz tenía fuerza de gravedad; no escuchábamos esa voz: caíamos dentro de ella. Sonaba de un modo completamente verosímil y un poco ensimismada, como si por debajo de cada palabra palpitase un recuerdo lleno de pena. Hablaba despacio, amable y circunspecto, y uno tenía la sensación de estar oyendo, junto a la voz de un hombre mortal, la voz de una comunidad retraída por los padecimientos y, al mismo tiempo, incorporada por la resolución. Tenía aquella voz un poco de oculta arrogancia y a la vez unas briznas de remota congoja. A su manera pudorosa, era una voz fortísima, susurrante y completa. Para decirlo de una sola vez: aquella voz tenía la dignidad y la severidad del mendigo.En la década de los años sesenta, Juan Rulfo había grabado dos relatos de su libro El llano en llamas. En uno de ellos, Diles que no me maten (esa tristísima epopeya de la venganza), la voz del escritor era la voz del más desventurado de sus siempre desventurados personajes. Parecía como si todos los pobres que desfilan fúnebre y lentamente por las historias de Juan Rulfo se hubiesen reunido en asamblea para prestarle a su creador la voz más lastimosa y verdadera, más anhelante y más desengañada de todo México, quizá de toda Iberoamérica, para que justamente con esa voz, y no con otra, fuesen leídos, casi salmodiados, los párrafos de ese relato despacioso e incontenible. Tengo un ejemplar de aquel disco y he visto llorar a unos cuantos adultos mientras escuchaban la voz de Rulfo diciéndole al destino: "Diles que no me maten"Y para comprender mejor su escritura recomendamos el excelente resumen que el escritor Israel Pintor hace de una conferencia que Juan Rulfo ofreció en la UNAM en el año 1963 con el título "El desafío de la creación" En ella explicó algunas de sus técnicas creativas.
Incluímos también en este breve post un artículo dónde puedes disfrutar del excelente trabajo fotográfico de Rulfo y un artículo sobre Clara Aparicio, la de "ojos azucaradas", en gran amor de juan Rulfo que falleció la semana pasada.
Propuesta de escritura
Escribe un cuento breve en el que su personaje principal esté inspirado en ese universo desolado que recrea Juan Rulfo. Trata de hacerlo a la manera del autor, incorporando un tono y un registro parecidos. Sitúa tu historia en el ámbito rural. Ponle un punto trágico o violento al texto. Cuida la voz del pesonaje, trata de ser sucinto y expresivo.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
Pantano
No escuchamos las advertencias, no tuvimos en cuenta las señales, por eso ahora estamos temerosos y nos lamentamos.
Mi padre se quedó sin trabajo porque ya era mayor y no rendía las 14 horas que el propietario del negocio deseaba. Así pues, de la noche a la mañana tuvimos un salario menos, por mísero que fuera, que ingresar en casa. Al día siguiente fue mi madre la que despidieron porque el dueño de la fábrica donde trabajaba decidió cerrar el negocio y despedir a todas las empleadas. Yo tuve que dejar de estudiar, pero no encontraba trabajo. Poco a poco nuestros ahorros fueron menguando y la comida en nuestra mesa iba faltando. Decidimos acudir a la iglesia del pueblo para conseguir ayuda.
El cura siempre nos animaba a asistir a la misa de los domingos y nos daba esperanzas para que nuestra situación se arreglara, pero mis padres o por pereza o más bien por vergüenza jamás acudieron a la cita religiosa. Yo dedicaba las horas del domingo a mendigar para conseguir algo de dinero. No mucho más tarde nos echaron de la casa y nos vimos abocados a vivir bajo el puente.
El cura me ofreció ayudar en la iglesia y así me convertí en monaguillo. Pero mis padres seguían sin acudir los domingos y esa fue su verdadera desgracia. Después de más de un año de sequías llegaron las lluvias. Llegaron un domingo mientras se celebraba la misa y prácticamente todo el pueblo estaba en el interior de la iglesia. Las lluvias fueron torrenciales y la tromba de agua arrasó con todo lo que encontró a su paso, incluida mi familia.
¿Tal vez el castigo fue no acudir a la iglesia los domingos? El agua, dice el cura, purifica y por ello debió de llevarse por delante a los que cometían pecado. El cura me acogió y, de momento, estoy a salvo de esa ira divina. Duermo bajo techo y tengo ropa y comida. Pero no sé qué ocurrirá cuando la iglesia desaparezca, pues nos han dicho que está previsto construir un pantano y que nuestro pueblo desaparecerá bajo las aguas. ¿Acaso el cura no realiza cada domingo la eucaristía? ¿Por qué Dios, entonces, nos castiga? He ido a ver al cura para que responda a mis dudas, pero me ha parecido verlo entrar en la “Pensión Minita”, no quiero importunarlo, esperaré a que termine de salvar las almas de las mujeres que allí trabajan y habitan.
Jaume Castejón
Grupo B
El pañuelo
Nemesia visita hoy, como cada jueves, a su hermana Sebastiana.
Mientras camina, el aire ya frío del otoño avanzado le sube la falda en remolino y ella la baja sin mucho empeño, porque Vitorino está asomado a la ventana, como cada jueves.
Nemesia todavía le ama aunque aquello no pudo ser, se malogró o se empeñaron en malograrlo. Pero los jueves pasa por la calle ancha donde vive su hermana, siempre a la misma hora para que él se asome y le clave los ojos del reproche muy dentro. Cada jueves se deja penetrar por esa mirada lánguida y azul que revuelve entrañas de recuerdos y olvidos.
Su hermana Sebastiana hace tres años que no sale, un día de enero se acatarró y acabó teniendo una neumonía que casi le hizo abandonar este mundo. Desde entonces se queda en casa, casi siempre en su cocina, que es donde hace menos frío y allí recibe las visitas de parientes y amigos.
Cuando alguien llama a la puerta Sebastiana se coloca un pañuelo en la boca, tan grande que le tapa casi toda la cara y para hablar levanta una esquinita para que salgan despacito palabras perezosas y luego se tapa rápidamente , temerosa de contagiarse con los bichos invisibles que hay en el aire.
Lleva tres años sin ir a la Iglesia. El cura, que sabe de su mal, va a verla los sábados y juntos rezan en un murmullo sibilante, aunque a Sebastiana apenas se la oye con el pañuelo, de seda para la ocasión, siempre pegado a los labios.
Las otras parroquianas, conocedoras de la visita, se acercan también los sábados para compartir al cura, que es de todas, y colocándose en círculo en la caldeada cocina de Sebastiana y dejando al cura en el centro, se tapan solidariamente las bocas con sendos pañuelos , no se les vayan a escapar los gérmenes.
Pero hoy es jueves, hoy no es día de curas ni de parroquianas, hoy es el día de la visita de su hermana Nemesia que, con la emoción de ser mirada, ha olvidado en casa el pañuelo protector.
Sebastiana abre la puerta y al ver la boca desnuda y desafiante de su hermana, trata de cerrar, pero Nemesia entra y la abraza llorando, exhalando en su aliento toda la rabia acumulada de los años. Sebastiana no puede zafarse del abrazo y tras el forcejeo, enferma de anticipación y prudencia, se desmaya en los brazos de su hermana, que sonriendo le retira el pañuelo y poniendo su boca muy cerca le susurra con descaro:” esto, por lo del Vitorino”…
Pilar Sánchez Barbero
Grupo B
El Santiaguito
La mañana que enterraron a Germán Buenaventura el pueblo entero se vistió de fiesta.
Ningún parroquiano renunció a un chato de vino en la taberna para brindar por todo lo alto.
Los niños tiraban petardos en la plaza, reían y gritaban, contagiados por la alegría general que flotaba en el ambiente. Ellos no alcanzaban a comprender la razón de tanta algarabía, pero el maestro había suspendido las clases y ese era motivo suficiente para celebrarlo como si fuese el día grande de las fiestas de Mayo.
“El Buenaventura” como era conocido en Monte Cruz y en su comarca, había aparecido muerto de madrugada, había salido a caballo para recorrer su hacienda y los criados extrañados por su tardanza salieron a buscarlo. Estaba sentado bajo un roble; la imagen era grotesca, su cabeza era una maraña de jirones ensangrentados, lo reconocieron por la ropa y por las botas, a su lado quieto y muy tranquilo su caballo, mudo testigo del asesinato.
Los enemigos “del buenaventura” se contaban por cientos, cualquiera podría haber cometido el crimen. Se los había ganado a pulso, él jamás permitió que el progreso llegara a sus dominios, era el cacique del pueblo, avaro, amargado, prepotente y envidioso, incapaz de reconocer las necesidades de sus vecinos, que vivían en la miseria, sometidos bajo su yugo, sin permitir una queja.
Todo el pueblo era suyo, cada piedra, cada tierra, cada árbol y la voluntad de todo hombre, mujer o niño que había tenido la mala fortuna de nacer en Monte Cruz.
El pueblo entero estalló de júbilo al enterarse de la desgracia del señorito, todos cruzaban las miradas intentando adivinar quién había tenido las agallas de matar a sangre fría a su opresor, todos callaban, no podían imaginar quien había sido el verdugo que les había librado de su cárcel particular.
Entre todos los habitantes del pueblo había uno que se había alegrado especialmente con la desgracia, el Santiaguito sonreía para sus adentros, la expresión de sus ojos no había cambiado un ápice, pero estaba feliz. Tenía el lado derecho de su cuerpo deformado, no le había crecido de igual modo que el izquierdo, caminaba encogido, con su mano derecha por debajo de la rodilla, era blanco de burlas y vejaciones por parte de los niños del pueblo que le perseguían y le tiraban piedras burlándose de él.
Al Santiaguito lo crió la Engracia, se hizo cargo de él en el mismo instante de su nacimiento, no le faltó de nada, excepto el cariño de su madre que murió minutos después de traerlo al mundo, la Engracia lo crió junto a sus ocho hijos, jamás le dio un beso ni le dijo una palabra cariñosa, se limitó a ponerle un plato de comida caliente en la mesa y a darle un jergón en el que acurrucarse cada noche. Y ya era bastante.
Era un monstruo para todos los vecinos de Monte Cruz, pero se habían acostumbrado a su presencia, siempre estaba en la plaza del pueblo sentado en un rincón, al lado de la fuente, haciendo cestos. Pese a su dificultad para manejarse con una sola mano, su trabajo era impecable, trenzaba el mimbre con una facilidad asombrosa, sus cestos tenían algo especial y eran famosos en la comarca por su resistencia.
No hablaba con nadie y a nadie le extrañaba que no hablara, pensaban que por su cuerpo deforme tendría nublado el entendimiento, pero nada más lejos de la realidad, su inteligencia era como la de cualquier otro, incluso superior, había aprendido a leer y a escribir, simplemente viendo a sus hermanos cada tarde al volver de la escuela. A él también le habría gustado ir al colegio, pero hasta ese privilegio le negaron. Nunca mostraba sus habilidades delante de la gente, él prefería que todos siguieran pensando que era tonto, así podía enterarse de la conversaciones ajenas, a nadie le preocupaba hablar de sus cosas delante de él, todos pensaban que no entendía y hablaban con total libertad. No sabían hasta qué punto se equivocaban.
Fue así como se enteró de que la Engracia no era su verdadera madre...
Una tarde se acercó a dos parroquianos que hablaban bajo los efectos del vino en la taberna, hablaban de la Engracia, el Santiaguito al escuchar el nombre de su madre se acercó para escuchar lo que decían.
Lo que escuchó le rompió el corazón, pero siguió escuchando imperturbable, supo así que el mismo día que nació su padre molió a palos a su madre hasta matarla, por no haber sido capaz de traer al mundo un niño sano, ordenó a la Engracia tirar al engendro a la pocilga para que fuera devorado por los cerdos, ella incapaz de cumplir la orden del señorito, lo limpió y se lo llevó a su casa, pensando que no pasaría de esa noche... Sobrevivió contra todo pronóstico
Supo que su madre verdadera había sido la muchacha más bonita de Monte Cruz, se llamaba Gloria y gloria fue precisamente lo que se ganó aguantando al que fue su marido, se encaprichó de ella cuando apenas tenía doce años, y cuando llegó a la edad de ser desposada se la compró a los padres a cambio de unas tierras, ellos que vivían en la miseria más absoluta no pudieron negarse.
La cara del Santiaguito se crispó al escuchar que Germán Buenaventura era su padre, jamás habría podido imaginar quien engendró su ser... Empezó a llorar de rabia, y a golpear el aire con su puño sano, pateó las sillas de la taberna y rompió unos cuantos vasos, lo echaron a patadas, nadie supo a ciencia cierta qué mosca le había picado.
En ese mismo instante urdió su venganza, con la misma maestría y paciencia con la tejía los cestos.
Esperaba cada día en un recodo del camino para ver pasar a su padre a lomos de su caballo, se escondía entre los árboles esperando el momento oportuno, no tenía prisa.
Fue una tarde, el sol estaba a punto de esconderse tras el horizonte, cuando le vio llegar, cogió una piedra y saltó sobre él, con el primer golpe lo tiró del caballo, una vez en el suelo, siguió golpeando su cabeza hasta que le dolió la mano.
Una vez cometido el crimen sentó el cadáver bajo un roble, se lavó en un arroyo y se marchó a casa feliz.
En su cara no se dibujó el remordimiento, notó que caminaba incluso más erguido orgulloso de haber sido capaz de vengar la muerte de su madre.
Aurora Zarco
Grupo B
Juego de niños
Allí íbamos de críos. A pegar patadas con el balón contra el muro. A veces entrábamos, para hacernos los valientes. Y más desde que Pedrito, el Lechuza, apareció una mañana flotando en la charca. Saltábamos la pared y jugábamos con él a pico, zorro, zaina. Seguía siendo nuestro amigo. Pedrito saltaba como uno más, se reía como nosotros y se enfadaba como cuando estaba vivo. Yo veía a los vecinos del Lechuza asomados a sus nichos, alegres, sonrientes. Nunca dije nada, no sé si mis amigos también los veían.
También veía a otros. Pero no estaban alegres. Íbamos al huerto del Arcediano. Lo teníamos prohibido, pero las manzanas merecían el castigo. Yo sabía que estaban allí, junto a las raíces de los frutales. Los sentía y los veía, abrazados a sus pequeños recuerdos: unas gafas, una foto, un sonajero, unos dados. Veía la tierra en sus bocas, en las cuencas de sus ojos tristes. Me suplicaban y yo no sabía qué hacer.
Ahora, treinta años después, abandonan la humedad y el olvido. Desfilan alegres, serenos: el maestro del pueblo, al alcalde con su hijo, Manolo el de los ultramarinos, Irene la Roja. Me sonríen agradecidos, mientras el arqueólogo da las órdenes al operario de la excavadora. Siento un brazo en mi hombro. Pedrito me sonríe orgulloso.
Tomás García Merino
Grupo B
Mudanza
Otro día más, soportando el mal humor del vecino, la sola presencia de Leo, le incomoda hasta el punto de haberme quitado el saludo.
Solo me habla para quejarse. Que si se mea en la entrada de su casa, que ladra mucho, que un día vamos a tener un disgusto.
Al principio no le hacía caso, pero ya empiezo a mosquearme y me temo lo peor.
Además hay otro inconveniente, que por mi trabajo paso semanas fuera de casa y el muy animal se la coge con mi mujer y mis hijas.
Por su nobleza, digamos que Leo es mucho más inteligente que este pedazo de alcornoque.
Este hombre no se atiene a razones y aunque intento dialogar con él, solo rebuzna.
Las broncas continuadas, de este energúmeno están desestabilizando mi matrimonio. Mi mujer dice que no aguanta más.
He aquí el dilema, después de mucho discutir solo había dos soluciones: Desprendernos de Leo o la más drástica, vender la casa.
Es tan grande el amor por Leo, que decidimos vender la casa.
Pasado un tiempo, al año de haber dejado Azuqueca, veo sorprendido en las noticias,que un hombre había sido atacado por un Pit Bull cuando salía de su casa, causándole graves heridas que le produjeron la muerte.
Pedro Gómez
Grupo C
¿Por qué te condenaron a muerte?
Días vívidos de un verano que te marchitaba mientras en mi cuerpo comenzaba a brotar una nueva vida.
Te condenaron a muerte, me condenaron a ver cómo te me morías sin saber cómo hacer para no perderte y a la vez, condenada a seguir disfrutando de aquella incipiente adolescencia, condenada a su vez a morir lentamente desde tu ausencia injusta. A ti te arrancaron la vida, a mí me robaron una parte importante que jamás recuperaría, que incluso ahora continúo buscando de vez en cuando dentro de las lágrimas de rabia que se me quedaron enquistadas en las pupilas.
Y te veía postrada en tu cama, cada vez más minúscula, más demacrada, con la piel machacada por una condena a muerte que me mató antes y me mataba cada día: “No hay nada que hacer”- había sentenciado el cirujano después de horas de luchar contra el dragón que te quemaba tan dentro. “Es cuestión de pocos meses.” Aquellas palabras me penetraron como navajas afiladas desangrándome hasta el aliento, coloreando de negro mi mundo inocente. Rasgando mis ganas de reír y de ser feliz como las otras compañeras de mi edad. Mayo era pero para mí fue un frío enero que se me heló en las venas convirtiéndome en un iceberg a la deriva.
Y me sentía culpable cada vez que deseaba salir a la calle a jugar con mi amiga en lugar de quedarme a tu vera, contemplando tus últimos instantes de ¿vida? Era una culpa traicionera e injusta.
El verano transcurría ignorante de nuestro sufrimiento y yo no quería sufrir viendo cómo te disipabas en aquella cama triste a pesar de los rayos del sol que se hacían hueco hasta ti como para darte una esperanza de vida. ¿Quién dijo que la esperanza es lo último que se pierde? ¡Miente! ¿Que mientras hay vida hay esperanza? ¡Mentira! La esperanza es una panacea, la excusa de quienes no miran a la cara la verdad o esconden el pescuezo en ella como los avestruces en la arena. Nada te salva cuando has sido condenada a muerte.
Porque te condenaron a muerte, a ti, a ti que no eras tú sino mi madre. Y a mí, que aunque no morí físicamente, quedé herida de muerte.
Salía a jugar con mi amiga intentando hacer como que nada ocurría en aquella casa, en aquella habitación donde me trajiste al mundo y donde exhalaste tu último momento de vida. Con un quejido triste y horrendo que retumbaría para siempre en mis oídos y ensordecería mi felicidad.
Cuando te condenaron a muerte, me condenaron a la imposibilidad de crecer porque permanecí asida a tus faldas protectoras, agarrada con tesón a una infancia que me quiso arrancar tu muerte.
Y es que… La muerte nos descompuso, mama, a ti la carne y a mí, el alma. Metástasis en mi ánimo para el resto mi vida.
El verano terminó y con él concluyó tu existencia, casi a la par, ¡qué paradoja!. En un díade fin de verano gris, lluvioso y feo, de un septiembre cruel, cenizo y maloliente.
Me quedé huérfana de tu cariño, de tus risas, de tus proverbios, de tus abrazos, de tus enfados, de la forma de mirarme con amor inmenso, con idolatría. Me quedé prendida a tu recuerdo, incapaz de ser más allá de una tristeza infinita.
Y sigo muriendo un poquito cada vez que recuerdo aquel extraño verano donde se juntaban mis ganas de superficialidad de adolescencia recién estrenada, con el peso insoportable de la toma de conciencia.
Mi tristeza sigue amarrada al ayer y una parte de mí también con ella. Suéltame de una vez, te imploro. Necesito dejar de ser ya tu niña. Pero, sobre todo, ¡no me sueltes!
Ibone Bueno Vicente
Grupo C
No había caído la noche, cuando Tomasa y Francisco llegaban a Aguilar del Afambre, un pequeño pueblo de Teruel.
Francisco era médico y le tocaba ese mes pasar consulta allí.
El pueblo tenía una casa destinada a esos menesteres pues eran muchos los médicos que por allí pasaban.
Paco, un hombre taciturno y pesimista donde los haya, despreció la casa en cuanto entró en ella. Tomasa era diferente, callada, conformista y hacendosa.
El primer paciente asignado al doctor era un chico de unos dieciocho años, Andrés se llamaba, cuya pierna había sido mordida por un perro sarnoso, arrancándole de cuajo varios trozos de carne. Con sólo una ojeada a la pierna, el doctor se llevó su pañuelo a la nariz y dijo algún que otro exabrupto como era habitual en él.
Los padres de Andrés esperaban ansiosos el diagnóstico del doctor, quien pasados unos tensos minutos, dijo : " Nada que hacer, hay que cortar la pierna" aquí no tenemos medios, habrá que llevarlo a Teruel. Una voz femenina pero severa dijo: " yo fui enfermera en la guerra y vi cosas peores que se curaron en los hospitales de los campos de batalla.
Se llamaba Ana y atendía a los pacientes al doctor de turno. " Es usted una ignorante" y ante el tesón de Ana y sus escasas ganas de atender a nadie, se marchó a casa dejando a Andrés en manos de Ana, bajo sus instrucciones.
El doctor llegó a casa maldiciendo y augurando lo peor para el chaval.
La pierna de Andrés, día a día fue mejorando con los cuidados y pócimas de Ana.
Durante el mes a todos los pacientes que por allí pasaron, jamás le dijo una palabra buena ni de ánimo. Todos salían horrorizados, poniéndose en lo peor y acudiendo a Ana con las recomendaciones del doctor.
Sólo una vez, a mediados de mes, un paciente falleció y no por una enfermedad, si no por una fractura de cuello tras una caída por un barranco.
Por fin, se acabó el mes, Francisco mandó a Tomasa a recoger todo para trasladarse al siguiente pueblo con la seguridad de que sería peor que esté.
Isabel Gallego
Grupo C
Entre castaños
Era tarde, apenas en el fondo del pantano se veía el reflejo de las últimas luces del invierno, mientras la silueta dentada de las montañas penetraba implacable en la mirada que olía a destino. Aserró durante muchos años, en aquel pueblo con nombre de santo, frontera entre la expectativa y el futuro. Dejó discurrir su vida apañando en los otoños sus castañas más preciadas, entendió de dichas y bailó a ritmos de espero y deseo, y sus ojos se entornaron arrugados y tristes, pero supo que su círculo de angustia se cerraba si no ahuyentaba sus miedos. Era el momento en el que Saul Ramos Buenaventura ejerciera de sí mismo.
-!Adiós gañán! , era la sombra del Tirso el de la Maracota.
-Tú puta madre, cabrón- silbó entre sus dientes.
Qué ganas le tenía, si aquel día la motosierra no hubiera fallado...
Cómo duelen las entrañas, cuando el paso del tiempo, engatusa la ira contra el deseo.
Aquel castaño encastrado en la tierra, sabía de sus raíces podridas por el rencor y el grito de guerra de una promesa incumplida.
Una fría mañana congeló su futuro bajo las ramas centenarias, y el viento helador sopló aromas de lumbres y matanzas...
Guadalupe Sanchón
A mi abuela, Carmen, a la que echo de menos desde 2021
Ya no hay nadie que se llame Carmen. No, al menos, con la resonancia y el sentimiento que tenía el nombre de mi abuela.
Para mí ya no hay nadie que se llame Carmen, porque Carmen era su sonrisa, sus manos frías –ella siempre decía que tenía las manos demasiado frías y que por eso siempre llevaba guantes–. Carmen era su pelo cano y cada vez más escaso, cogido con tubos un sábado por la noche para estar guapa el domingo para ir a misa y a comulgar. Carmen era la persona que me daba 20€ a escondidas en medio de una comida familiar, porque lo que se celebraba era mi cumpleaños. Y la que besaba a mi padre como si fuera su hijo, porque después de tantos años, ya le quería como tal.
Ya no hay nadie que se llame Carmen, pero existen muchas Cármenes en el mundo. En España. Y cada vez que escucho ese nombre se me remueve algo por dentro. Cada vez que alguien habla de su abuela, que también se llama Carmen, siento un pellizquito en el corazón que no hace más que recordarme que ella, mi Carmen, ya no está.
Han pasado casi dos años, pero sigo echando mucho de menos a mi Carmen, aquella que el día de la madre de 2020 se emocionó porque sus nietos hicimos una videollamada conjunta con mi madre para que Carmen nos viese a todos.
“¿Pero os habéis juntado?”, preguntó ella, alarmada. Aún no se podía salir de casa y ella nos estaba viendo ahí, juntitos en el móvil de mi madre.
Para mí no hay más Cármenes, porque para mí Carmen solo era ella. ¿Es egoísta pensar que la única Carmen era mi abuela? Supongo que a todos nos pasa. Pero también sé, de primera mano aunque quizá de forma un poco subjetiva, que Carmen es más nombre de abuela. Porque era la mía.
La silla
A veces los muertos nos llegan dentro, sangrantes como los esperpentos de Halloween que pasean por las calles, solo que ellos son de carne y hueso, no son los reales.
La noche arreciaba en el frío que se colaba por las ventanas de cristales rotos, pegados a medias con celo, casi ya sin pegamento, las persianas colgaban de la frágil cuerda que las envolvía en forma de rulo por las mañanas, y las cortinas dejaron de ser de encaje hace ya tiempo, las polillas agujerearon a su antojo cualquier intento de lo que fueron.
Era una niña, y observaba como la leña luchaba entre seguir adelante o apagarse, quedaba solo una silla para sentarse. Entre el frio de la ventana y el fuego que apenas ya decía nada cruzaron su mirada con la mía, ellos acostumbrados al suelo no decían nada, yo seguí sentada en la única silla que podía salvarnos de unas horas de frío, a lo sumo dos, luego de nuevo el castigo de la manta compartida en el calor de los cuerpos como huida.
Esa noche terminó en llamas apagadas, mientras una lluvia incierta cubría mis ojos, al ver que la única silla se hacia cenizas en una chimenea que no parecía tener ninguna prisa en darnos calor, sino todo lo contrario se iba callando como los días inciertos en el calendario.
En la acera de enfrente todas las sillas tenían sus plazas bien calientes, y un fuego enorme totalmente ardiente en llamas, daba el calor junto a la mesa.
Dos mundos distintos, dos sobremesas pintadas de distintas acuarelas, aunque el frío era el mismo para ambos ahí fuera.
A veces los muertos nos llegan dentro, mientras nos dan calor en el intento.
Ana Sánchez Taramón
Grupo C
Le mató por un céntimo
—Le mató por un céntimo, ¿te puedes creer? Por un puto céntimo. Una mierda, tía. Pero yo ya se lo dije al principio: “Tato, esto va a acabar muy mal. Aquí no podemos estar los tres”. Pero él decía que sí, que ese portal era grande y cabíamos todos. “Tú y yo aquí, con nuestros cartones, y el ahí, con los suyos. Y no me importa su perro. Es un chucho pulgoso que parece una rata, pero no me importa”. Pero, tía, yo sé que no le gustaba el Pichu, lo que pasa es que le tenía miedo porque sabía que tenía amigos metidos en cosas de drogas, que son los peores. Joder, tía, el Pichu conocía a gente muy perra. Yo le vi más de una vez con unos que viajaban en un coche tuneado y llevaban pipas en el cinturón. Tato le tenía miedo, pero también estaba muy seguro con él. Además le daba vino. Y ya sabes, tía, cómo le gustaba a Tato el vino. Pero yo sabía que iban a acabar mal, porque al final los dos hacían lo mismo: coger latas, coger cartones, coger mierda en los contenedores y sabía que se iban a acabar pegando por eso. Porque al final Tato creía que todo el barrio era su territorio y los días malos que no cogía nada le echaba la culpa al Pichu. Así que a veces estaban de buenas y no pasaba nada, pero cuando se ponían de malas por lo que fuera se decían cosas horribles en el portal y parecía que se iban a matar. Alguna vez, tía, me tuve que poner a gritar para que no se mataran, pero yo sabía que alguna vez todo iba a acabar muy mal. ¿Y sabes lo peor, tía? Lo peor es que yo creo que Tato le mató por envidia. Tato estaba negro de envidia desde que el Pichu le dijo que le iban a dar la paguita. “Tengo un amigo que conoce a uno del ayuntamiento y va a hacer que desde el mes que viene me den la paguita”. Eso le dijo el Pichu a Tato. Y le dijo también que en cuanto que se la dieran ya se podía quedar él con todo el portal y con todos los cartones y con todos los piojos. Eso también se lo dijo, tía, el muy cabrón, para darle envidia. Y vaya que si se la dio. Desde entonces Tato le decía que se fuera de su portal, pero el Pichu se reía de él y le tiraba el cartón del vino en los zapatos y luego le decía que a él no le echaba nadie de ningún sitio y que tuviera cuidado porque tenía amigos. Ya ves qué imbécil, tía. Lo que no sabía el Pichu es que Tato estaba muy malo por dentro y por fuera. A mí el día que le mató ya me dijo por la mañana que le iba a matar, que en cuanto que le tocara las narices le mataría. Y ya ves, le mató por un céntimo. Una mierda de céntimo. Cogió el Pichu el céntimo del suelo y Tato se fue derecho a por él diciéndole que era suyo y que se lo diera. “Dame esa moneda, cabrón —le dijo—. Todo el dinero que hay en este portal es mío”. Y el Pichu se echó a reír como un idiota. Y cuando más se reía, llegó Tato y le clavó el cuchillo en la tripa. Fue horrible, tía. Y luego mató al perro, ¿te puedes creer? Le dio mil puñaladas al perro. No sabes lo que grité. Grité tanto que creía que me moría. Luego me caí al suelo y me eché a llorar tapándome los ojos. Y cuando los abrí, el Pichu estaba metido en el carro del Carrefour. “Ayúdame a taparle con los cartones”, me dijo Tato. Vaya mierda, tía. Luego le llevamos al basurero, y allí le hemos dejado, todo tapado con bolsas. Una mierda todo. Pero yo no puedo volver con él, tía. Yo no soy una asesina. Yo me largo de aquí.
Óscar Martín
Grupo A
En busca del maíz
Mañana me mudo para la capital y estoy que me lleva el tren.
Luego de temporadas muy difíciles con la cosechas de maíz decidí hablar con mi padre para irme a la Ciudad de México, a esa ciudad si, esa ciudad tan grande y violenta llena de bandidos trajeados.
Tengo que admitir que tengo el corazón apachurrado, la vida en Gisela es buena y tranquila, el campo es el más bonito y me crie aquí mero en el Rancho de la Cecilia, entre estas cosechas malditas que hoy no crecen como antes, aquí yo solía correr junto a mis primos Adrián y Luis hasta que las piernas nos dolían.
Allá tengo un nuevo trabajo que me consiguió el primo de un amigo, que disque en una fábrica de lácteos, pero esos lácteos no son reales como los que tenemos en Gisela, acá todo es fresco y puro, yo doy comer a nuestros animales con mis propias manos, les hablo, las acaricio y las llevo a pasear, a esas hijas mías las llevo siempre en mis pensamientos.
Y está también la Jimena que ayer vino a avisarme y sólo a avisarme, como ella me confirmó, que se casa con Don Carlos ahora que ya heredó las tierras y que yo me voy, así vino a reprochármelo. Malagradecida Jimena, pero yo se que se va a acordar de mí cuando el señor ese no le haga caso entre tantas nuevas tierras que va a recorrer.
Ni modo, hoy me toca sacrificarme en esa dichosa ciudad, pero volveré Gisela, volveré con dinero para levantar las cosechas y quizás de paso por Jimena.
Daniela Perales Bosque
Grupo C
Como un sueño
Aquel día había transcurrido sin ninguna novedad, como tantos otros desde que estaban en el hospital, se acercaba la hora de marchar y su tristeza aumentaba, no quería dejarlo sólo en aquella habitación que desde hacía unos meses se había convertido en el lugar de encuentro y refugio para ambos.
Que lento pasaba el tiempo durante el día pero que rápido llegaba el momento de la despedida.
Los dos sabían que sus días juntos estaban contados, tan solo unos meses atrás estaban en el Amazonas disfrutando de aquella aventura planeada con tanta ilusión, recorriendo tantos rincones imaginados. Todo aquello parecía tan lejano.
Pablo abrió los ojos despertando del sueño barbitúrico, la miró con aquel inmenso amor y agarrándole su mano le recordó que ya era hora de volver, debía apresurarse para no perder el último metro. A ella le costaba tanto separarse de él, deseaba tanto perderse en aquella mirada como una pluma ligera y volar juntos sin rumbo, pero debía marcharse a su pensión.
Se abrazaron y sus labios se fundieron con la intensidad del primero y último beso, Andrea le susurró temblorosamente, hasta mañana amor en unas horas estaré de nuevo a tu lado. Él la miró lleno de ternura, ella se alejó.
Pablo miró la puerta ya cerrada, cogió su Ipod, se puso los auriculares para escuchar una pieza para violonchelo de Bach que le reconfortaba.
Andrea salió a la calle, abrochó su gabardina y se apresuró para llegar a tiempo al último metro. En la estación pasó la barrera de control, miró el reloj de muñeca que él le había regalado y vió que tenía tiempo suficiente. Cada noche recorría aquellos pasillos interminables y vacíos, hoy caminaba tranquilamente absorta en sus pensamientos y recuerdos felices vividos junto a él, se habían conocido en el bachillerato, desde la primera mirada sintieron que estarían juntos para siempre, fue en aquella excursión de fin de curso cuando comenzaron su aventura, su amor y sus aficiones les habían complementado.
Hacía ya seis meses que habían realizado aquel viaje tan deseado, lo habían planeado hasta el último detalle, era el premio a su éxito en las oposiciones pero no podían imaginar la sorpresa que escondía, una rara enfermedad sobrevenida para la que no había cura.
Andrea piensa en los planes y sueños que ya no realizarán, y se refugia en rememorar los momentos vividos convirtiéndolos en su mejor película.
El ruido de su mente no le ha permitido escuchar los pasos que suenan a su espalda, una sombra le sigue a distancia desde el hospital. Siempre le ha agobiado la sensación de soledad y de ruidos que a veces cree imaginar, incluso en alguna ocasión le ha asustado su propia sombra, escucha de nuevo descubriendo que alguien se acerca apresuradamente, camina más rápido pero no mucho, no quiere parecer asustada, el sonido de ambos se confunde, no entiende porque esa persona va tan rápido cuando hay ningún tren a la vista, mira hacia el suelo y ve que una sombra está a punto de fundirse con la suya, de repente un fuerte viento y un ruido ensordecedor procedente de un convoy que pasa veloz le azota la cara, el cristal de una ventana del vagón le muestra la mano de un hombre que intenta asir su larga cola de caballo, aquella que tanto fascina a Pablo, el viento la desplaza y ella corre por un pasillo lateral sin rumbo fijo, aterrorizada avanza tan rápido como jamás podría haber imaginado, vislumbra una imagen al final del pasillo, es Pablo que la espera risueño, le agarra la mano y los dos se alejan juntos.
M. Teresa Benéitez
Grupo C
Vicente,“ El Sardina”
De niños, cuando salíamos de la escuela algunas tardes íbamos a jugar al fútbol a la era. El dueño del balón, era el que decidía quién jugaba cuando éramos muchos. Vicente el Sardina, solo jugaba cuando faltaba gente. Vicente era pobre, vivía con su padre en un chamizo camino del cementerio, no iba a la escuela y salía a pedir con su padre por el pueblo o por los pueblos de los alrededores para poder comer. Pronto se quedó huérfano, y empezó a trabajar de temporero en el campo, en el entresaque y posterior recogida de la remolacha, en las patatas, cuando había que descargar algún camión de cemento, siempre en los trabajos peor pagados. Vicente era mi amigo, vivíamos cerca, y mi padre y mi abuelo siempre les daban algo para que fueran subsistiendo, ropa, calzado, paja para el invierno, cosas necesarias. A Vicente, otros le llamaban “el destrozón “, porque todo lo que le daban le duraba poco. El siempre me decía lo mismo, no se porque me llaman así, todo lo que me dan ya esta viejo, yo nunca he estrenado nada. Por las fiestas de septiembre, de hace 50 años, un circo se instaló en la plaza del pueblo durante una semana, y a Vicente le ofrecieron irse con ellos, para montar y desmontar la carpa del circo por donde fueran actuando. A cambio, le daban de comer y dormir en una caravana. Vicente desapareció del pueblo. En todo este tiempo nadie supo nada de él. Un día por casualidad, paseando por Salamanca, alguien me toca la espalda y me dice: “Tu eres Luis”, claro, y “tu Vicente”, claro, me contó toda su vida en cinco minutos, y la verdad es que hay mucha gente que las pasa muy putas.
Luis Iglesias
Grupo B
Algo nefasto barrunté al toparme con Ramón, el hijo pequeño de Don Juan Beltrán, el dueño de todas estas tierras. No cuadraba que un muchacho de sus prendas anduviera triscando por estas breñas pobladas de escobas y jaras. Refulgía en sus ojos una mirada brillante y negra como el carbón. Parecía escudriñar el monte a la busca de liebres o tórtolas, pero vi que no llevaba escopeta ninguna. Al principio eso me desconcertó, pero enseguida un mal presentimiento me encogió el corazón con un crujido de cristales rotos.
-Lino -grité-. Lino. ¿Por dónde andas?
No obtuve respuesta ni escuché las esquilas de sus cabras. Debía haberse alejado buscando los prados de la ribera. Tampoco oí a su perro, ni atendió el animal a mis silbidos.
Recordé a madre suplicando a padre que no mandara al niño con el rebaño, que aún era muy tierno para andar solo por los vericuetos de la sierra.
-Calla, mujer, que ya ha de irse haciendo un hombre. Y allí cerca estará su hermano por si hubiera menester de algo -sentenció mi padre.
La oscura barba de tres días y la boina calada hasta las cejas le daban un aspecto tan fiero que ella no se atrevió a replicar.
-Lino, Lino -chillé mientras bajaba la ladera.
Dejé, sin dudarlo siquiera, mis ovejas abandonadas al cargo de los mastines. El aire frío me arrancaba lágrimas en las comisuras de los ojos. Esas fueron las primeras, luego, conforme tardaba en localizar a mi hermano, vinieron las de la impotencia y la zozobra. Seguía sin encontrarlo y la angustia, como estaca de olivo, me estragaba la garganta.
Cuando alcancé el chozo del tío Fermín vi el ganado disperso por la pradera junto al arroyo, más desparramado de lo que cualquier zagal se permitiría. Me pareció oír un lamento quedo, pero quise creer que sería el vagido de algún chivo.
-Lino -bramé con todas mis fuerzas.
Entonces, tras unas carrascas vi alzarse la figura de Ramón que, sin decir nada, se echó a correr como alma que lleva el diablo.
Me precipité rápido hacia aquel lugar con la congoja bloqueándome los pulmones. Detrás de unos cantuesos lo encontré inmóvil, indefenso, más niño de lo que aún era. Estaba tumbado en el suelo, desnudo de cintura para abajo, las manos en torno al cuello enrojecido y con un hilo de sangre manando lenta entre las nalgas. Tenía la boca desmesuradamente abierta, como si todo el aire del campo no le bastara.
No reaccionó ni a mis caricias, ni a mis llamadas, ni a mis zarandeos. Y entonces supe que estaba muerto, completa e irremediablemente muerto, que jamás volvería a escuchar su risa ni a mirarme en esos ojos del color de la noche.
Decidí enseguida lo que tenía que hacer y no se me ocultó lo que eso significaría para mi familia. Pero no lo dudé ni un momento. Ni todas las cárceles, ni todas las miserias del mundo torcerían mi determinación.
El perro no tardó en dar con su rastro y no nos costó mucho encontrarlo escondido como un gazapo asustado entre dos rocas.
Cuando le di la primera puñalada no había acabado la frase.
-Mi padre te dará...
Cayó de rodillas ante mí, la primera vez que un Beltràn lo hacía ante un Moreno, pero aquello no me dio el menor consuelo y si cabe aumentó mi rabia, una rabia que empujó a mi navaja a hundirse una y otra vez en su cuerpo. Tantas que en las últimas ni se movía, de seguro que ya estaba muerto.
Entonces me senté a aguardar a que cayera la noche. No me alejé del cuerpo en horas, como si descansara después de haber caminado leguas y leguas.
Despuntaba el sol cuando escuché las primeras voces. Una pareja de guardias civiles se acercaba seguida de cerca por el mayoral de los Beltrán. Detrás venía mi padre llorando y abrazando contra el pecho el cadáver de mi hermano. Después ya no oí nada.
Pepe Lorenzo
Grupo B
La Encarna
- ¡Que se calle el puto mocoso ya! ¡Que se calle o lo voy a ahogar con una almohada! ¡Haz que se calle!.
La orden le llega a la Encarna de la boca desdentada y apestosa de su madre. Y se dirige arrastrando los pies al niño de unos tres años que llora en el suelo. Por el camino le da una patada a una gallina, la Encarna está furiosa con ella porque hace dos días que no pone. Llega al pequeño que berrea, dos lágrimas van dejando sendos surcos en sus mejillas roñosas y se sorbe mocos espesos y abundantes de vez en cuando. La Encarna lo coge en brazos sin el menor atisbo de cariño y le limpia lágrimas y mocos con un pico de la falda. Lo mece pero no calla,¿como va a callar si solo ha comido un mendrugo de pan?.
- Que se calle, que se calle ya que me está volviendo loca. - Sigue gritando la madre.
Y la Encarna mece que mece. El crío se calma y empieza a adormilarse entre el movimiento y el sofoco del berrinche. Cuando por fin cierra los ojos, la Encarna lo deja en un pequeño camastro de trapos revueltos. Lo mira con rencor. Antes de llegar él su madre y ella malvivían mejor. El padre las había abandonado cuando la Encarna tenía seis años y solo recordaba de él gritos y golpes. El mocoso llegó años más tarde no sabe de dónde salió, ni quiere saberlo. Solo sabe que ahora la comida hay que repartirla entre tres y que él siempre pide más, siempre quiere más y la llena de rabia y hambre. Más tarde irá a mendigar un poco de leche a la vecina que tiene una vaca y que acostumbra a apiadarse de ella. A cambio eso sí, de que le cave el huerto, o le recoja patatas, o que vaya a buscar agua a la fuente. Pero vuelve a casa con un poco de leche, un mendrugo de pan duro o con suerte alguna patata o verdura. El año que se le estropeó la matanza por la humedad y le daba unos trozos de jamón que sabían a rayos pero jamón al fin y al cabo, lo recordaba la Encarna como el mejor de su vida, aún tuerce media sonrisa al recordarlo. La Encarna tiene 14 años más o menos y en la mirada tres o cuatro vidas enteras. Las manos callosas y un callo en el corazón. Se le notan todos los huesos y por las noches se entretiene recorriéndolos con las yemas de los dedos mientras espera que vuelva la madre de no se sabe dónde, con alguna moneda en el bolsillo que ella se afana por quitarle cuando se desmaya, agarrada a una botella de alcohol barato que consigue en la taberna del pueblo. La Encarna no sabe de dónde saca ese poco dinero, ni quiere saberlo. Sí sabe que al día siguiente podrá ir al ultramarinos y ella calmará apenas su hambre y el chiquillo no llorará tanto.
-Por fin se ha callado el mocoso, me va a volver loca, me va a volver loca y un día voy a hacer una locura.
La Encarna reza en silencio para que ese día llegue y con un poco de suerte se pueda deshacer de los dos. Sueña con su vida en solitario, en aquel cuchitril para ella sola, comiendo los pocos huevos que ponga la gallina, los alimentos que le mendiga a los vecinos y los pocos duros que gane haciendo faenas puntuales en el campo.
- Voy a coger moras-informa la Encarna.
- Sí, tú vete, déjame sola con todo el trabajo, no vales para nada. Como se despierte y berree no respondo de mí.
- Ojalá.- masculla la Encarna por lo bajo, y sale cerrando la puerta de un golpe.
Fuera hace calor, mucho calor pero lo prefiere a estar oyendo y oliendo a la madre. Su casa es la última del pueblo y enseguida sale al campo por caminos polvorientos arrastrando unas viejas alpargatas que encontró en el basurero. Sabe que tiene que caminar bastante porque las zarzas cercanas están ya arrasadas. Oye la chicharra y entre el hambre que tiene y el calor la vista se le vuelve borrosa. Oye a lo lejos un trueno y las primeras gotas de agua caen sobre su cabeza caliente. Primero recibe el agua con alivio pero esta arrecia y la cala entera. Empieza a caminar más deprisa aunque no sabe bien hacia dónde va. Intenta buscar en su memoria algún lugar por ese paraje para refugiarse, pero no lo encuentra. Mira hacia abajo, las alpargatas están mojadas y enfangadas, tuerce el gesto. Un rayo ilumina el cielo y casi simultáneamente el trueno. Sin darse cuenta ha estado corriendo hacia la tormenta y la tormenta hacia ella, la tiene encima y por primera vez siente miedo. Mira desesperada alrededor y solo ve un árbol solitario a pocos metros. Ha oído decenas de veces a las viejas del pueblo, cuando se arrima a algún corrillo en el verano, que nunca, nunca hay que refugiarse debajo de un árbol en una tormenta. -¿Os acordáis del tío José que murió atravesado por un rayo?- y todas asienten con la cabeza santiguándose. Y entonces lo decide, debajo de aquel árbol correrá la suerte que le toque. Llega al árbol, se queda quieta chorreando y mirando hacia arriba y… que sea.
Beatriz Gorjón Martín
Grupo A
Se mataron
Matías Chávez y Diego Morales se mataron en la majada del Cerro Gordo. Allí los enterramos según los encontramos, separaditos no más de diez metros el uno del otro. Ni los Chávez ni los Morales quisieron mover sus cuerpos ensangrentados. En el reseco pedregal metimos los cuerpos en las cajas, cavamos dos fosas, los sepultamos y plantamos dos cruces. Las dos familias no intercambiaron palabras, en silencio rezaron a los dos muertos y despidieron el duelo. Matías Chávez y Diego Morales habían estado enfrentados toda la vida desde que se conocieron cuando chavos en la escuela, donde los dos pugnaron por ser el más gallito y el más peleón. Así siguieron de chamacos, disputando por las morritas, por ser el mejor billarista del distrito, el que más fumara o el que más tequila aguantara. Mucho tuvimos que vigilarles para bajarles los huevos y que no se mataran entre ellos en más de una ocasión, pero no pudimos evitar que cada uno recibiera varias golpizaspor encargo del otro. Valeria y María Fernanda Juárez, mis dos hermanas, que acabaron por casarse con ellos, Valeria con Matías Chávez y María Fernanda con Diego Morales, consiguieron aplacar aquella corajina inacabable. Así anduvieron las cosas mientras les duró la euforia del casamiento y las hermanas Juárez les pudieron entibiar los ánimos, haciendo que prometieran olvidar sus enfrentamientos y se considerasen familias los Chávez y los Morales en razón de estar casados con ellas. Pero Matías Chávez y Diego Morales no fueron capaces de aguantar vara. Hasta el día que se mataron nunca volvieron a tener una agarrada entre ellos, pero siempre anduvieron buscándose para hacerse daño. Cuando las peleas de gallos, el mejor macho de Diego Morales apareció desplumado, con los espolones cortados y las tripas saliéndosele por una gran rajadura en la cloaca, después de que este hubiera vencido al gallo de Matías Chávez, dejándole la cabeza tan deshecha que no podían distinguirse la cresta, la orejilla, el ojo o la barbilla. No hubo pruebas de quien había quemado la moto Matías Chávez, pero este siempre atribuyó la encendida a Diego Morales, que había perdido la yincana popular de las fiestas de la Patrona Virgen de Guadalupe ganada por él a caballo de su vieja Triumph, que resultó más potente y competidora que la no menos vieja Indian de Diego Morales. Estas explosiones de hostilidad eran menos frecuentes, pero día a día iban surgiendo pendencias encubiertas, como los pequeños asaltos a las tienducas de una y otra familia, propagación de falsos rumores, zancadillas a las pacatas iniciativas que emprendían y corruptelas conchabadas con policías amigos. Solo mis hermanas conseguían sujetar a los dos machos para que no fueran a buscarse directamente, pero la malquerencia iban minándoles de poco a poco, como la carcoma o las termitas arruinan los edificios destinados a derrumbarse. Al final acabamos enterrándoles con cinco puñaladas cada uno. Pasadas unas semanas, Valeria y María Fernanda pasaron a visitarme y desahogarse conmigo, ya que ambas llevaban soñando de hacía un tiempo que Matías Chávez y Diego Morales seguían dándose puñaladas después de muertos, como queriendo descargar todo el odio y las afrentas que se habían tenido en vida. De un poquito que pude tranquilizarlas no duró el sosiego. Cinco días después volvieron a verme para llorarme a lágrima viva que cada poco se lesaparecían sus maridos peleándose más encarnizadamente en la otra vida. Así no más, decidí juntar una partida de valientes que me acompañaran a la majadadel Cerro Gordo. Allí quitamos las dos cruces, escarbamos la tierra y sacamos las dos cajas. Allí las abrimos para confirmar lo que ya me temía. Los cadáveres de Matías Chávez y de Diego Morales estaban cosidos a puñaladas, las cinco con las que los enterramos y otras muchas, más recientes, algunas de ellas de aquella misma noche. Resignados, arrojamos los dos cadáveres a la misma fosa, quitamos las cruces y los hundimos bajo muchas paladas de tierra para que pudieran acabar de matarse de una vez en la otra vida. Desde entonces, mis dos hermanas, Valeria y María Fernanda, duermen en paz.
Manuel Medarde
Grupo A
El circo
Solo Dios sabe lo que la quería. Nos conocíamos desde niños y siempre supe que ella sería para mí. A la escuela no fui, por eso no aprendí ni a leer ni a escribir.
Siempre trabajé de sol a sol la tierra del terrateniente Manuel, por un mísero sueldo que durante años guardé para casarme con Paula un radiante día de abril.
Ella cuidaba la casa, lavaba la ropa, cocinaba y adornaba con flores todas las estancias de nuestra casa.
Nuestra sencilla y feliz vida cambió con la llegada al pueblo de un circo, para regocijo de mayores y niños pero para mí, supuso el principio del fin.
Aquellos hombres recién llegados, con sus trajes de brillo, su falsa sonrisa blanca de porcelana y su maldita labia, llenaron de fantasía a las jóvenes y trastornaron a mi Paula.
Cuatro días fueron suficientes para poner mi vida del revés. El circo se marchó y Paula también. Solo dejó encima de la mesa un trozo de papel que el señor cura leyó, muy serio, cuando se lo mostré.
Desde que ella se fue, cada noche mientras duermo, viene a darme un beso; lo sé, porque el jarrón de la alcoba aparece cada mañana con flores recién cortadas.
Marian Pérez Benito
Grupo A
El flojo
Apuré el churro y le dije:
—“Yo puedo hacer lo mismo güey. Que estoy cabreado por estar de chapero de don Hilario, nomás. Usted consígame el arma”.
Gael me propuso el negocio. Había mucha lana pa ganar. Veníamos de cosechar la juanita, con los ojos rojos de tantas horas en el quemadero, sin ganar un chavo.Eso o la hueva.
Ya veía como mi madre moría, sin siquiera comprarle la saya que quería de mortaja.
—¿ Y por qué quieren ejecutarlo?
—¡Se metió en territorio de don Matías!
—Ese no perdona.
— Ya sé, si la chingamos estamos muertos. Órale.
Pensé que de todas maneras alguna vez hay que morir. Mejor esto que seguir con esta vida pinche. Con la plata mandaré a la madre y a mi hermana con mi tía Ximena, a El Rosario, a salir deste agujero.
El gacho huevón no doblaba y casi habíamos terminado los cargadores. Cuando cayó , Gael se acercó y le descerrajó otros dos en el camote, mientras yo vomitaba por las ñáñaras. Me llaman “el Flojo” porque ocurrió que devolví las tres primeras veces.
Diccionario:
Churro: cigarrillo de marihuana.
Chapero:Prostituto de hombres .
Lana: Dinero, efectivo, papel.
Juanita: Marihuana
Hueva: Zozobra. Congoja tan agobiante que no te deja hacer nada. Holganza forzosa
Chingamos: No cumplir, fallar. Joderla o cagarla en algún asunto.
Órale: Interjección. Expresión que se utiliza para animar a alguien o hacer algo.
Pinche: Ruin, deleznable, mezquino.
Gacho: Feo , malo, malvado.
Huevón: fig.- Ladrón. Persona que pretende conseguir algo fuera de las normas legales establecidas.
Camote: Miembro viril. Pene.
Ñáñaras: sensación de ansiedad, temor o nervios que provoca una situación visión o condición física desconocida.
Flojo: Que no tiene condiciones para realizar un trabajo. Vago, indolente.
Calgari
Grupo A
La casa de Jaifa
Me llamo Andresito, solo me llaman Andrés cuando hay que cargar algún peso o retorcerle el pescuezo a los pichones para comer. Vivo en la casa de una familia importante y documentada que me recogió cuando era un niño y murió mi madre. Ya ni me acuerdo cuando fue eso. Dicen que me falta una duela. Y que tengo que estar agradecido porque aun siendo medio chiflado,más que sea estoy comido y vestido. No me quejo, de mi suerte, la verdad. Con los años nos vamos pareciendo. Ellos se han ido haciendo viejos y ya no me dan mucho trabajo. Pa la fiesta de Santo Domingo, el cuatro de agosto, me aseo y me visto con ropa limpia y el dueñome lleva en coche a ver a mi hermano que vive en Tesjuates. Esos días son demucho calor, pero tienen de bueno que se come a voluntad porque matan un macho y las mujeres hacen carne mechada y puchero. Además hay higos y uvas frescosLos demás días del año se come queso, gofio y fruta pasada, eso no falla. Luego, lo que da la tierra. Si el año no es ruin, hay lentejas, chícharos, papas y garbanzas. La tierra es muy agradecida si llueve, claro.
Hay mucha pobreza en esta isla porque aquí no hay mas que tierra y cabras, pero agua, poca. Mis amos andan más sobrados que el resto del pueblo pero son muy trincados. Tienen una casa grande y hermosa;ya no es lo que erapero entovialuce poderosa. Una parte apenas se abre, a no ser que vengan los familiares de la Gran Canaria. Pero ahora eso es raro que ocurra porque andan todos peleados. En ese lado cerrado hay un cuarto importante, con el suelo de madera que se encera todos los años, tieneun escritorio y una caja de cedro donde se guardan las escrituras de las tierras de las que son dueños. Tienen muchas repartidas por todala isla, algunas con casas bien pertrechadasquecuidan los medianeros. Antes,cuando vivía Don Rafael y Doña Dolores y los hijos que eran ocho, se mudaban de un sitio a otrosegún la cosecha.En Jaifa solo quedanuna hermana viuda y otros dos, un hombre y una mujer, solterones. La casa tiene los techos planos salvo el del salón que es a cuatro aguas.Las paredes están pintadas con grandes cuadrosde color azul y hay colgada una foto de los dueños cuando se casaron. Eran muy guapos y distinguidos.Pal otro lado hay una galería llena de plantas y un dormitorio muy grande donde se hace la vida después de trabajar, las mujeres en la cocina y el dueño de acá pá allá, sin hacer nada porque las piernas no le responden y porque nunca fue muy trabajador. A él lo que le gustaba era ver los brazos y las piernas robustas de los jornaleros. En el centro de la casa hay un patio con un olorosoárbol grande de jazmín y unos rosales. Yo vivo fuera, en la era, en la parte de los animales, siempre arrullado por las palomas, me ocupo de atender a las cabras, ahora son pocas, no me dan trabajo,antes eran muchas y ademáshabía vacas y camellos. Mi echadero está en un torreón empinado que subo todas las noches, desde el que veo en la oscuridad inmensa, el cielo, aún mas grande, cuajadito de estrellas. Todos los días voy a la casa para hacer lo que me manden y a comer; siemprea distinta hora que ellos, me ponen mi ración en la cocina, en una mesa separada. Al oscurecer, también voy cuando ven la televisión en la alcoba donde hay un ropero y dos camas. En la parte de acá, a la izquierda de la puerta de entrada está la silla en la que siempre me siento y veo lo que ponen de lado.
Ahora la casa se esta cayendo, los dueños se murieron sin hacer el testamento.Los herederos que son un montón d’ellos están todos peleados y metidos en juicios. De vez en cuando pasaalguno más que nada para saber que sigo vivo. No saben que hacer conmigo.
Sagrario MB
Grupo B
El hijo del tío Jacinto
Se barruntaba tormenta, la atmosfera estaba cargada de electricidad, la espesura y densidad del aire era tal que hasta daba pereza respirar. Elisa pensó que debía darse mucha prisa y adelantar la hora en la que acostumbraba recoger al burrito, este como cada día del año pastaba alegre en el Prado de la picotera, al lado del huerto del tío Jacinto. El burrito cuando veía a Elsa sorteaba con brincos la distancia que le separaba del camino y comía de su mano la manzana coloradita que le ofrecía, luego se iban ambos trotando para el pueblo.
El tío Jacinto hasta su muerte sembraba el huerto de frejoles, tomates y chiles verdes con surcos que parecían labrados con regla y compas, el solito sin la ayuda de nadie. Su hijo ya no cultivaba esa tierra se limitaba a estar sentado al borde del camino viendo pasar la vida, parecía triste y abatido no hablaba con nadie hasta el punto de ser invisible a todos, que le miraban y trataban con indiferencia, como en ocasiones se hace con los distintas esos que se dice les falta un hervor o tal vez la cocción fue buena pero luego abusaron del alcohol.
Aquella tarde Elisa se entretuvo, cuanto se quiso dar cuenta la tormenta estruendosa, muy sonora y luminosa se había echado encima, se desencadeno un fuerte aguacero que no ceso hasta bien entrada la madrugada y, no fue a buscar al burrito.
Al día siguiente el burrito estaba muerto, apuñalado con las tripas desparramadas por el Prado la picotera, había sido el hijo del tío Jacinto que nomas apuñalo al animal hizo lo propio consigo mismo.
La mujer del difunto tío Jacinto sabia porque murió su marido y también el burrito , su hijo no estaba sentado al borde del camino viendo pasar la vida , solo esperaba cada tarde ver a Elisa.
Mª Victoria Guinaldo
Grupo B
Al tío Amós se le caían los dientes y, en el pueblo, no cesaban las habladurías.
-Eso le pasa por lo que hizo, decía su prima Manuela.
-Así es, respondía Ramona. Hay cosas que no se perdonan.
-No seáis malpensadas, les reprobaba la mujer de Amós. Está sufriendo lo suyo. No para por la noche, se levanta de la cama y anda, sonámbulo, tocando las paredes. Dice que hay alguien detrás que le arranca los dientes, mientras duerme.
-Tampoco te libras tú, le reprochó Manuela. Tuviste mucha culpa de lo que pasó. Tus hijos fueron los causantes, pero ni tu marido ni tú lo impedisteis.
-¡Dios mío¡ ¡Dios mío¡ Gemían las comadres. Es el castigo del cielo.
El cuchicheo no cesaba. Al atardecer, las voces se filtraban por las paredes y en todas las casas el rumor seguía imperturbable.
Hasta los perros dejaron de ladrar. Las malas noticias saltan como la pólvora. Había que encontrar a un culpable y los dedos señalaron a Amós.
Él lo había echado de su casa, él se había apoderado de todo lo suyo, nadie podía impedir que los dientes se fueran cayendo.
Las aguas del río devolvieron al anciano arropado por la bruma.
JB
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