Por eso trabajamos el libro de Clara Obligado "Petrarca para viajeros", una novela breve que recibió el premio de Novela Breve "Juan March Cencillo".
Dice así el texto de contraportada (o de cuarta de cubierta, como diría un editor):
En un verano cualquiera, dos jóvenes coinciden en una estación de tren y emprenden un viaje que resultará, para ambos, transformador. Se buscan y se desean. Se cruzan. Se sueñan. Sucede en la Europa actual y en la memoria de los raíles.
Como en los destinos de los personajes, la trama pone en contacto lo real con lo idealizado, el arte con la vida, el pasado con el presente de Europa. Petrarca para viajeros es una historia de amor y también una profunda reflexión sobre lo que se mira pero no se ve, la historia de un continente y sus actuales tensiones.
Clara Obligado cuenta al final de la historia como empezó a escribir esta novela en Buenos Aires en el verano/invierno de 2008 y lo terminó de corregir el verano pasado en Francia.
En medio publicó un libro magnífico "El libro de los viajes equivocados" reconocido con el Premio Setenil. En ese libro Clara convirtió en cuento dos historias desgajadas de su novela y que recuperar ahora su perfil novelesco original
El título del libro, así como la historia de los dos protagonistas principales de la novela, parten de este excelente soneto de Petrarca en la versión de F. Maristany:
Bendito sea el año, el punto, el día,
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.
Bendita la dulcísima porfía
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
Benditas las palabras con que canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
Y benditos mis versos y mi arte
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.
Transcribimos aquí unos fragmentos de la novela para poder plantear nuestra propuesta de escritura:
Le habían dicho que al llegar a Italia no tenía que descuidarse, porque los albaneses trepan a los trenes para robar. Palpa su mochila, observa cómo, bajo el cartel que dice “Angouléme”, en la estación desierta de esta madrugada de verano, el guardagujas se abotona la chaqueta y se prepara. Una máquina entre en la estación y se detiene ante su ventanilla, coches de primera clase. Frente a él se asoma una chica con ojos de sueño. Lleva una camiseta grande, el pelo de color rojizo recogido en una coleta, dos mechones le dibujan arabescos alrededor de la cara. Le gustan las pelirrojas, le encantaría charlar con ella. Es la primera vez que viaja solo y está un poco perdido. Y ese temor tonto a los albaneses. La muchacha levanta las manos –uñas pintadas de rojo gominola– y las mete en la nube azafranada. Parece un cuadro.
En la estación no hay nada particular. Sólo un viejo con un perro, y el pulido uniforme del guardagujas que pasea por el andén. Algunos pasajeros han dejado sus vagones y fuman.
la Muchacha ve que le chico la mira, se cubre los hombros. Andrés le sonríe, levanta una mano para saludarla. Una mano que, inesperadamente, piensa ella, es fuerte como la de un hombre. Sosteniéndole la mirada, la chica pega los senos contra el cristal. es alta, pero sus pechos parecen apenas más grávidos que los de sus compañeras de instituto. Andrés sueña con mujeres, de noche se deshace imaginándolas. Del país que está dejando atrás le llegan ráfagas de camisetas adheridas a torsos femeninos. ¿Cómo será la temperatura de su piel? Lo saca de la ensoñación una sacudida, su tren se está moviendo. En el último instante, la pelirroja apoya la palma de su mano contra el cristal, como si quisiera acariciarlo.
* * *
[…] El pitido anuncia la salida del tren, va a sentarse cuando ve que un vagón de plata entra en la estación y se detiene ante su ventanilla. Los pasajeros, sentados en asientos confortables, leen periódicos, dormitan. Con cierta nostalgia de épocas mejores se dice que mañana, sin duda, viajará en algo así de cómodo, así de caro, volverá a ser como esos seres indiferentes al lujo, ajenos a la penosa humillación de las comparaciones. Qué dulce es la vida de los otros, qué lejana, qué fácil parece todo, y, de pronto percibe, entre la confusión de los rostros, uno familiar, tiene que ser él, a ese muchacho moreno lo vio hace siglos, en otro tren, en otra vida, entre los pasajeros distraídos asoma el perfil del muchacho de Angouleme, el rostro más tostado y maduro, la belleza, que entonces era apenas un brote, en todo su esplendor. Noa lo observa atónita, lleva el pelo más largo, entre las manos sostiene una guía de viajes en la que se asoma una Venus.
Al principio no reaccionan, lo saluda tímidamente, luego con énfasis, quiere hablarle, llama, grita, golpea la ventana con los puños, sacude los brazos, cuando el tren comienza a moverse está a punto de ponerse a llorar, pero se contiene, es inútil, cierra los ojos y se coge del brazo de Mirvei. De pronto Andrés sale de su lectura, mira por la ventanilla, en paralelo hay un tren antiguo, de los de madera, esos que hacen trayectos imposibles en tres pueblos que ya ni existen. Están sucias las ventanas, todo en él parece salido de una película vieja. Distingue a dos mujeres que llevan ropas de otro tiempo. Deben de ser madre e hija, las observa sin que ellas lo noten. La mayor regaña a la más joven, que tiene los ojos cerrados. A su lado un estudiante, posiblemente americano, las señala con un dedo:
-Albanesas –dice-. Cuidado con las albanesas. Suben a los trenes para robar. ¿Cómo te llamas?
Es un muchacho rubio y pecoso, probablemente un estudiante de empresariales o algo así, parece simpático y tiene más o menos su edad. Está bien charlar con gente diferente, conocer otros puntos de vista. Cierra la guía. Como si fuera una cábala palpa el ejemplar de Petrarca, están a punto de ponerse en marcha. Es al tensión del viaje, la promesa de la aventura, “El año, el punto, el día, la estación, el lugar, el mes, la hora” y esa mirada que lo encadenó en Angouleme. La mirada de Laura, con al que tiene una cita en Florencia.
“En Florencia”, se dice, “volveremos a encontramos y no dejaré pasar la oportunidad”. Contiene la emoción. Los trenes ya están en movimiento, se cruzan y se separan, se mantienen un segundo a la par. Enmarcadas por las sombras del vagón, divisa a las dos albanesas que, en el crepúsculo algodonoso, parecen pintadas. La escena se rompe en fotogramas, toma velocidad, entra en su traqueteo del pasado. En un impulso, Andrés se pega contra el cristal, se estremece, mira hacia atrás, hacia el azul pálido que difumina las imágenes y descubre, agitándose en el viento, la mano de una muchacha que se despide, la mano de una mujer que se va.
PROPUESTA DE ESCRITURA:
Un tren AVE sale de Puerta de Atocha en el mismo instante en el que hace su llegada un ALVIA. Dos ventanillas quedan enfrentadas y dos miradas se cruzan. Cuéntalo.
Y estos son los trabajos presentados por algunos de los participantes en el taller de escritura:
Encuentro en Atocha
Se alargan las sombras sobre los andenes de la estación de Atocha. Un tren Alvia llega a Madrid proveniente de Gijón. Las vías se agitan. Vibran las ventanillas del tren situado a su izquierda.
Una chica, hasta ese instante absorta en la lectura de una novela, levanta la vista y gira la cabeza. Se entretiene mirando como al lado de ella, tras el cristal, se va deteniendo el tren. Los vagones se suceden. Pasa la cafetería del Alvia y, finalmente, el tren para.
Ve un vagón idéntico al que se encuentra ella, en el que los viajeros se han incorporado y cargan con sus equipajes, esperando a que las puertas del coche se abran. Un muchacho con barba de tres días y pelo negro enmarañado sostiene un maletín marrón. Observa a la chica con curiosidad. Ella lo mira. Las miradas se cruzan.
La chica sonríe y entonces, lentamente, su tren se pone en marcha. Ella ve como la imagen del chico del pelo alborotado se despide con la mano y una sonrisa.
Un año y medio después mientras la chica mira, aburrida, los anuncios de la televisión, regresa a su mente, por algún motivo desconocido, la imagen del chico moreno.
Desde aquel momento busca aquel rostro en las estaciones de tren, en los trenes que parten y en los que llegan, en el metro y en los autobuses. Pero el rostro no aparece.
Óscar Fernández
Triste despedida
En el mismo instante en que los dos trenes tanto el AVE como el ALVIA se cruzaron apoyé mi cabeza en el cristal. Sabía que se iba y sabía que no nos íbamos a ver en una temporada larga. Alejandro me lanzó una mirada compasiva y llena de ternura y amor. Me había quedado al cargo de su perrito Popi, en su ausencia. Así, dormiría conmigo todas las noches y le daría de comer durante el tiempo que él faltara. En esa tarde lluviosa, me caían las lágrimas cuando él me dijo:
- No será la última vez que nos veamos tan solo, déjame irme, no llores más. Regresaré ya verás.
Necesitaba un tiempo de irse y estar tranquilo.
Cayó un relámpago y comenzó a llover bastante.
Nos abrazamos y le despedí.
Quería volver a verle lo antes posible. Quería solo saber que estaba bien y seguiríamos como siempre.
Sé que le echaría de menos, tenía un libro entre mis manos, dejé caer mis lágrimas que mojaron las páginas del libro.
Así me despedí de él. Llegué a casa dejé caer el libro sobre la cama y me recosté de lado. Popi me lamía los pies.
Estaba triste y él lo sabía.
Iria Costa
Cruce de miradas
El anden de la estación de ferrocarril siempre ha sido un lugar propicio para cruzar miradas entre los viajeros que llegan, los que se van y los que esperan.
Siendo estudiante, todos los viernes por la tarde cogía el tren para ir al pueblo y los domingos sobre la misma hora regresaba a Salamanca.
Un día estando esperando arrancara el tren, me fije por la ventanilla en una pareja que estaba en el anden despidiéndose efusivamente, luego subió al tren y se sentó en el mismo compartimento.
Al cabo de cinco paradas en los pueblos cercanos a Salamanca, se baja del tren y al seguirla con la mirada, contemplo como otro joven la recibe más efusivamente que el anterior.
De regreso a Salamanca el domingo, me fijo que en la estación de se había bajado citada señorita, las tornas son al revés, se despide de su novio del pueblo y al llegar a la ciudad la recibe el novio de la capital.
Saliendo de la estación, me echó una ligera mirada de soslayo y una ligera sonrisa, mientras su dedo índice se lo llevaba a la boca rozando los labios.
Era nuestro secreto, secreto de dos desconocidos.
Luis Iglesias
La mirada
Dos trenes son culpables de un amor.
Mi cuerpo ilumina tus pisadas.
Al tiempo que las horas son segundos,
tu piel permanece aprisionada.
El tren dice adiós en un instante
y yo pliego mi sed en tu nostalgia.
La vida se derrite entre los dos
dormida al calor de la distancia.
El cielo acompaña tu salida,
evoca la ausencia del mañana.
Mi boca de cristal surca tu pena,
ya lejos de unos labios amarrada.
Rota en el vagón de tu recuerdo,
el tiempo me despierta la esperanza
de soñar, perdida en un adiós,
tu imagen ,en el tren, enamorada.
Sofía Montero
Atocha
Estoy en el metro con destino a la estación de tren .
Llego a la estación de tren , al entrar en el vagón del tren , me quedo mirando fijamente a un desconocido , el desconocido se me queda mirando fijamente .
Antes de que salga el tren , seguimos mirándonos fijamente con la mirada .
Pasados unos minutos me siento al lado de un desconocido que esta leyendo un libro de la escritora clara obligado , le preguntó al señor , disculpe a usted le gusta la forma de escribir de clara obligado , el señor me responde , si me gusta su forma de escribir y expresar , yo le responde yo la sigo desde hace muchos años , en ese momento saco el último libro de clara obligado y empiezo a leerlo en el tren...
David Álvarez
El tren busca dos vidas
Los ojos negros del cristal del tren se mueven hacia un lado, arriba hasta que reposan y me sonríen. Hablan pero no les entiendo, nos separan reflejos y refracciones pero paro y les escucho. Ya les oigo. Me dicen que se bajarían de ese tren hacia lo desconocido y se quedarían en los míos. Ahora entristecen por no haberse encontrado antes. Que ya nada tiene remedio que su frente está trazado y el horizonte se encuentra a mucha distancia de ellos. Que ya habían olvidado mirar y que desearían haber previsto la oportunidad y no verla marchar. Que si pudieran acariciarse más tiempo y no solo en una parada de estación quedarían enganchados y ya no se separarían.
Hay unos ojos que me llaman, hacen que me pare y me invitan a entrar. Me dicen que cada día miran sin atender. Que son un manantial de llanto. Que nada desearían más que ojos como estos les deslumbraran, que esperarían allí hasta que el tren regresara de dar otra vuelta para volverse a encontrar. Que son permeables, que ahora el cristal es nítido. Que si pudieran acariciarse más tiempo y no solo en una parada de estación quedarían enganchados y ya no se separarían.
Antonia Oliva
Direcciones contrarias
Miedo y ansiedad, como siempre. No sé por qué, solo era un viaje en tren: mi primer viaje en tren. Todavía faltaba una eternidad para la salida cuando bajé la escalera eléctrica de la estación de Atocha. Esperaba un escenario de película, de esas películas en que una mujer se despide desde la ventanilla con un pañuelo. Me tocó un escenario de película, pero de esas películas en las que sientes que el decorado va a colapsar de un momento a otro. Algo así como una secuela de Plan 9 from Outer Space situada en un genérico país tropical. Casi podía ver los platillos voladores entre las palmeras; los vampiros genéticamente modificados tomando el sol.
Ya en el andén, pregunté unas mil veces en qué dirección tomaba el AVE. Estaba segura de que tomaría el tren equivocado. El encargado me bajaría a mitad de trayecto y me quedaría varada en un lugar desconocido. Tendría que pagar otro boleto para volver, perdería tiempo, una noche del hotel ya pago, es más, me cancelarían la reserva. Me decía a mí misma que ya era hora de que dejara de montar en mi cabeza aquellas historietas sin sentido. Mi nueva vida exigía tener los pies en la tierra.
Cuando por fin llegó el AVE, fui la primera en subir. Quedé junto a la ventana, que es lo que prefiero porque me gusta mirar hacia afuera, hallar escenas inesperadas. Sin embargo, en ese momento no se vislumbraba ningún paisaje. Lo que había era un ALVIA, dirección contraria. Algún día yo también haría ese viaje.
Las ventanas parecen transparentes, pero según la intensidad y dirección de la luz, pueden tornarse en puertas o en espejos. Ese día tuve que pegar mis manos al cristal para asegurarme de que no me engañaba. Ya me había ocurrido una vez cuando era muy pequeña y quizá por eso mismo lo descarté como una visión, un espejismo, una ilusión óptica. Estaba en la parte trasera del auto, con mis hermanas. Giré la cabeza hacia atrás. Un auto se alejaba en la dirección opuesta. Otra niña miraba desde la parte trasera del otro vehículo. El lazo que le adornaba el pelo era diferente, era lo único que era diferente. Creo que mis hermanas también la vieron, lo leí en sus miradas de sorpresa. Éramos pequeñas y nunca más hablamos del asunto.
Paz y serenidad, ¿quién era esa mujer? No podía ser un reflejo. Ella estaba tranquila, leía su libro. Aunque no lograba distinguir todo el título, por lo visto era algo de historia contemporánea. Tal vez fuera que mi imagen se superponía a la suya. Intentaba buscar explicaciones lógicas. Una parte de mí quería llamar su atención, que ella mirara, corroborar mis sospechas en su rostro de espanto. Otra parte de mí temía que, de hacerlo, algo en el entramado del universo colapsara. Al final, me convencí de que veía muchas películas, de que leía muchos libros, de que tantos años de comer y beber historias imposibles me pasaban factura. Así que me senté y no miré más por la ventana. Si me descuidaba, terminaría por ver un gremlin u otra criatura semejante.
De repente, nos movíamos. Entonces, lo sentí, la sentí, como una especie de escalofrío. Me vio en el último instante, se puso en pie. Ella no tenía miedo, eso no era parte de su naturaleza, pero, sin duda, sentía curiosidad o, tal vez, nostalgia. Fue lo que imaginé, porque estaba decidida a no volver a asomarme más por aquella ventana hasta que la estación desapareciera. Por un momento tuve la seguridad de que solo habitábamos tiempos distintos que por azar se cruzaban. ¿Quién era la que quedaba atrás? ¿Ella o yo? Norte, sur, este y oeste; antes y después: las direcciones son un invento, una comodidad.
Retomé la cordura. No debía dejarme sugestionar por mis lecturas, sino sumergirme de una buena vez en la realidad. Quizá era un leve parecido físico, nada sobrenatural o digno de un relato borgiano. Mi nueva vida lo exigía, debía dejar atrás las ficciones.
Nos alejábamos a toda velocidad. Íbamos en direcciones contrarias. Quizá en ese momento, cuando me decidí a abandonar las fantasías, le robé un poco de su aire imperturbable, y comencé a envejecer.
Ismarie Díaz Flores
El Burka
Cuando cumplió los cuatro años, su madre le regaló una otoplastia. Los gorritos desaparecieron del vestidor de su cuarto y supo lo que es llevar una coleta alta. Había nacido con una asimetría imperdonable. Una de sus orejas era más grande que la otra y por si fuera poco, la pequeñita, como si tuviera consciencia de su insignificancia, se abría al exterior unos milímetros más abajo y medio dedo más hacia dentro que su ostentosa melliza.
Durante generaciones su familia había vivido por y para el arte. Eran tratantes. Su presencia avalaba cualquier subasta. La casa donde residían era perfecta. La fachada sólida, los jardines equilibrados, el interior exquisito. Ningún elemento desafinaba. Clasicismo y vanguardia, ese verbo irregular tan difícil, allí se conjugaba hasta cuando se dormía. "Solo cuando el tiempo y la persona se formulan de forma correcta, la vida es heroica". Ese era el final de todos los cuentos que le leían cada noche. El popular "colorín colorado" jamás arropó su sueño.
En ese hangar tan distinguido, ella, era un avioncito con un ala rota. Quienes tenían el deber de custodiarlo, lo blindaron. Estatuas, grabados, alfombras y porcelanas fueron el único marco donde pintó sus días. El inmenso parque donde reían los toboganes resultaba peligroso. Los columpios podían lastimarla. Todos eran de latón y hojalata.
Cuando cumplió los trece años "se hizo mujer". Su desarrollo hormonal no se acompañó de un aumento de mamas. Menstruaba con regularidad y dolor, pero su aspecto seguía siendo el de una muchachita impúber. Esta vez el vestidor se llenó de wonderbra. Los había de todos los colores y texturas. Eran preciosos. Ella los aborrecía más que a los gorros. Con dos pezones ligeramente prominentes, nunca podría volar.
Poco antes de los 18, una mamoplastia cambió su condición. Su escote se trasformó en una pista de despegue y aterrizaje de curvas hipnóticas. Un espejismo, donde más de un piloto, perdió el rumbo.
Se casó joven. Tuvo una niña perfecta. Antes de su nacimiento, ya sabía que su marido la era infiel. No dijo nada. Era preferible esa situación a tener que dormir con él. Unos meses pasan rápido, una imagen puede fijarse por siempre en la pupila. Él no debía atisbar su cuerpo deforme. Una vez cumplida su función reproductora, se ligaría las trompas sin que nadie lo supiera. El resto era fácil. La lipoescultura, invasiva o no, unos masajes y un entrenador personal podían resucitar a Afrodita. Y así fue.
Cuatro meses después de ser madre, todo el mundo hablaba de su belleza. Las portadas de las revistas mendigaban una exclusiva donde mostrara la grandeza de su mundo sin aristas. Supo esperar a que la oferta fuera jugosa. En Navidad los quioscos vendían su paraíso.
Sin embargo, algo falló. Su marido, al que no sabía si amaba o no amaba, volvió a su cama, pero se negó a abandonar la otra. Según él, allí podía respirar, tanta seda lo asfixiaba. Llegó a pedirla el divorcio, algo a lo que ella se negó. Prefería la angustia al escándalo. Compró su discreción. Le prohibió hablar del tema y dejó que la vida siguiera su curso.
Veinte años después, un 23 de junio, la casualidad o el destino, forjaron un hecho inesperado. El AVE donde viajaba retrasó unos minutos su salida. Los suficientes para ver como el Alvia procedente de Alicante hacía su entrada en los andenes. Estaba lleno.
Nunca fue capaz de comprender esos desplazamientos sin más fin que el cambio de escenario. Tiempo y persona se conjugan igual en todas partes. Al menos su viaje, todos sus viajes, guardaban un por qué. Si ese día estaba allí, era por algo.
Tenía prevista una blefaroplastia en Barcelona. La demora del tren, no suponía un trastorno en sus planes. Iba con tiempo. Hasta dentro de dos días no era la intervención.
Sacó el espejito de mano. Se había hecho mayor, pero aún era guapa. "Y lo seguiría siendo" -pensó-. Al ir a guardarlo, el estuche de plata se cayó. Pudo oír como el cristal se astillaba. La idea de siete años de mala suerte la turbó. No es que fuera especialmente supersticiosa, pero "si el riesgo muestra su sombra es preferible eludirlo". -Eso creía-.
Con la intención de blindarse, volvió el rostro hacia la ventana. Justo enfrente, un hombre y una mujer se besaban. Era un beso salvaje. Inadecuado para dos personas de su edad. Hacían el ridículo.
Cuando sus caras fueron dos, comprobó que una era la de su marido. La otra la de una mujer que hasta ese momento sólo había sido un fantasma. Era una persona vulgar. La piel quemada por el sol. El pelo teñido y descuidado. La nariz irregular. Las patas de gallo profundas. Se reía. Una risa estridente seguro. Sin oírla, podía escucharla desde su vagón. Esa hilaridad acentuaba la mayor de las imperfecciones, no saber estar.
El hombre, su hombre, le acarició la mejilla y se puso en pie. Mientras recogía la maleta, su compañera, aún sonriente miró por la ventanilla. Sus niñas se encontraron.
En ese momento, los vidrios rotos que yacían a sus pies, se irguieron. Uno a uno, sin hacer esfuerzo alguno, encontró el camino hacia la suela de unas sandalias exclusivas. Las suyas. Notó como rasgaban la delicada piel de sus pies, penetraban en su carne sonrosada y ascendían por su sangre hasta reventar sus pupilas. El dolor era intenso. Las lágrimas, por primera vez en su vida, la vencieron.
Cerca de ella, alguien protestó porque llevaban siete minutos de retraso.
Supo que la maldición se había cumplido.
Por su parte, en un Alvia que volvía de Alicante, una mujer quemada solo por el sol, se conmovía al ver salir el AVE. En esa jaula veloz, Afrodita se secaba. La había visto. Era muy hermosa. Tenía las pupilas opacas y llenas de cristales.
Dos meses después, mucho más bella, una Venus humana regresaba a casa. No había nadie. Subió al vestidor de su cuarto, sacó la ropa que había dentro y con sumo cuidado la colocó encima de la cama. Abrió las maletas y como si se tratara del objeto más frágil del mundo, dispuso su contenido con movimientos delicados. Las baldas se llenaron de gorritos, los cajones de wonderbra. Las perchas quedaron como ella en aquella estación, desnudas.
Ana Isabel Fariña
Trenes sin destino
Juan llegó a la parada de cercanías de Sol. Se lanzó en el asiento que había quedado libre al lado de la ventilla. Tres minutos para salir y una horita más hasta llegar a casa. Lo único que quería era aterrizar en ella y tirarse en la cama. Hoy no tenía ganas ni de quitarse la ropa. Vaya día que había tenido.
Levantó la vista del cómic, que estaba dudando si abrir o no. Se topó con los ojos de aquella compañera a la que veía casi todos los días en la parada de cercanías o por los pasillos del Fnac. Ahora, ella le miraba intensamente a través del cristal de su andén. Les separaban dos ventanillas, pero sintió el calor que desprendían esas pupilas corrientes, pero profundas.
No sabía su nombre. Era normalita, con gafas, pecas, pelo ondulado, delgaducha, del montón, vaya. Juan nunca se había detenido en mirarla. Desde luego, no era su tipo. A pesar de su éxito con las mujeres, a ella no la contemplaba como candidata para mantener una relación con él. Tenía otras muchas entre las que elegir. Seguro que era de las que suspiraba en secreto por él.
Mientras todo esto pasaba por su cabeza, notaba el interés que le suscitaba esa mirada; esa sonrisa que poco a poco había ido tomando forma sutilmente. ¿En qué departamento trabajaba? No lo recordaba bien. ¡Ah sí! ¿En el de informática…? O sea, que era un cerebrito. Siempre se comentaba que en ese departamento estaban los listos. Claro, por eso no le había llamado la atención. Lo suyo eran las chicas monas. Con ella, seguro que no habría sabido mantener una conversación coherente. Pero, ahora que se fijaba, ella también era mona. Sin el uniforme verde y amarillo ganaba bastante. Él le respondió de forma tímida a la sonrisa. Quiso decirle algo, pero esa mínima distancia de otros días se había convertido en un terreno infranqueable.
Oyó el pitido del vagón que anunciaba el cierre de puertas del tren. Imposible salir corriendo ya hacia ella y utilizar las mismas frases que había utilizado tantas veces. El vagón empezó a moverse, primero de forma lenta para alcanzar velocidad de forma paulatina. Mientras él desaparecía vio como ella, en su asiento, no apartaba la vista de su figura. Levantó la mano y le saludó, pero no llegó a ver la de él responderle.
No pudo quitarse esa imagen de la cabeza durante todo el viaje. Empezó a hacerse preguntas sobre ella sin saber contestar a ninguna. Nada, no sabía nada: ni nombre, ni edad, ni gustos, ni cargo que ocupaba en la tienda, ni horarios, ni cuándo libraba. Sólo que cogía un tren de cercanías con dirección opuesta a la suya. ¿Cómo iba a preguntar por ella? Cogió el móvil y llamó a un compañero suyo: Oye, ¿tú sabes algo de esa chica con pecas, normalita, que trabaja en el departamento de informática? ¿Cuál?, normalitas hay muchas. Esa con gafitas y pelo ondulado. Hijo, ni idea, cómo no me digas cómo se llama. Si lo supiera, no te hubiera llamado. ¡Pues vaya ayuda la tuya!
Colgó y siguió pensando en ella. No pudo procesar ninguna información que tuviera almacenada en su cabeza. Era una chica fantasma y eso que la había visto prácticamente todos los días desde hacía cinco años. Ni un hola, ni un adiós. Ni un coqueteo por su parte en todo este tiempo. Si conocía a todo el género femenino de la empresa. Todas se habían interesado por el friki guapo de los cómics. Menos ella.
Por fin llegó a casa. Una ducha rápida, un yogur y a dormir. Hoy no tenía hambre para más. Le alimentaba la fuerza de esa mirada. Se fue a la cama e intentó descansar. Dio vueltas una y otra vez hasta que el cansancio lo sumió en un intranquilo sueño en el que aparecían los ojos de ella y su sonrisa.
Al día siguiente, Juan se vistió rápidamente, desayunó con prisas y se fue corriendo a la estación. Tenía ganas de llegar al trabajo y le impacientaba la tardanza del cercanías. Aunque el viaje se le hizo interminable, llegó al trabajo antes de lo habitual. Subió al departamento de informática y preguntó por ella dando vagas explicaciones. Al final, alguien le supo decir algo: ¡Ah! Nuria. Pues ayer fue su último día de trabajo, chaval. Le han llamado de una empresa de informática para ofrecerle un puesto en la sección de ventas. Y le queda un año para terminar la carrera, tío. Es una máquina. Y tú…, Ja. Esta vez has llegado tarde, Don Juan.
Toñi Martín del Rey
En otro tiempo
En otro tiempo, en otro mundo, en otro viaje…
En otro tiempo, en otro mundo, en otro viaje aquello no habría importado. En este, importó.
Las luces de neón apenas alumbraban aquel andén extrañamente desprovisto de una incesante actividad nocturna. Victoria tenía la mirada desdibujada, posada en el cuaderno de ejercicios, que descansaba tranquilo encima de la mesita desplegada del tren. Por suerte, la luz mortecina del vagón era suficiente para leer. Por desgracia, a aquellas horas ya no le quedaban ganas ni fuerzas de repasar más gramática inglesa. El móvil, sin batería.
Apenas se distinguía nada allá afuera. Siete minutos para medianoche, para la salida del tren nocturno hacia el norte. Victoria veía su reflejo en el cristal, pero ya estaba harta de reconocer aquel rostro cansado. Durante semanas casi no había visto otro. Un compañero de andén en forma de Alvia hacía su entrada calmosa en Atocha. Un simple reenfoque de sus miopes ojos y ahí estaba él, también mirando. En otro tiempo, en otro mundo, en otro viaje aquello no habría importado. En este, importó.
Jorge intentaba serenarse: una vez pasado Madrid, apenas media hora le separaría del tan deseado encuentro con Isabel. Había desterrado su móvil al fondo de la cartera, no quería tocarlo más. Su enfermiza obsesión de consultarlo cada segundo había minado la tan codiciada batería. Debía conservarlo… por si algo se torcía y lo llegaba a necesitar… Era el primer pensamiento que le venía a la cabeza. Pero en el fondo, temía no encontrar rastro de Isabel. ¿Marchaba todo bien entre ellos? Sí… ¿no?
Sacudió la cabeza e involuntariamente chasqueó la lengua. Si estaba en aquel tren es que la cosa iba bien. Se querían. A pesar de los ríos, las montañas, los bosques y las ciudades de cemento que los separaban. Jorge suspiró y sus ojos se dejaron llevar hacia la mochila otra vez. En el camino, corrigió la trayectoria a tiempo y miró más allá de la ventanilla, donde las imágenes parecían ralentizarse con la cadencia parsimoniosa de los trenes que llegan a una estación con parada y no es la tuya. Un AVE parecía calentar motores enfrente. Es difícil aguantar una mirada desconocida, pero Jorge aguantó aquella. Y era penetrante. En otro tiempo, en otro mundo, en otro viaje aquello no habría importado. En este, importó.
Beatriz González
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