Mari Ángeles es una poeta de la materia, como lo fuera Neruda. Pero detrás de esa materia hay una aleación poética invisible al ojo de quien no acostumbra a profundizar sobre las cosas.
Asistimos con rabia y dolor al espectáculo del mundo, donde la barbarie y el odio se imponen como fiebre que no cesa a la maravilla de ser y existir. Esa contemplación, ese dolor que apenas admite compasión se vuelve desahogo y verso en cada endecasílabo blanco de la escritora.
En la mayoría de los textos hay una herida, un temblor, una extrañeza, un miedo provocado por un metal, ya sea bisturí, aguja o punzón; herramientas para la costura o la reparación, ya sea un arma.
María Ángeles nos invita a participar con este libro imprescindible de la memoria de los sentimientos.
Transcribimos a continuación algunos de los poemas:
El bisturí
“El bisturí inocula su dolor.
En el corte limpísimo florece
el polen que envenenan las avispas,
su aguijón turbulento y ofensivo.
La mesa del quirófano está lejos
de la luz y la tierra del jardín,
su amor desesperado por la vida
y el material mohoso del origen,
lejos de la pasión de los hierbajos
y la piedra porosa en la que sangra
la desgastada edad de las vocales
que escribieron verdad y compañía.
En la asepsia que exige el hospital
el bisturí recorta el corazón
de la página blanca del poema,
la sábana que tapa el cuerpo enfermo.
No queda ni memoria ni alarido,
tan solo un hueco rojo en el lenguaje.
En la mano que empuña la salud
hay sin embargo un corte diminuto,
una línea de sangre y su alfabeto.”
con Álvaro Mutis
también con Gambarotta
Cada aguja
“En cada aguja gime su puntada
la lágrima metálica que moja
con su piedad, su acero luminoso,
lo quebrado, lo enfermo, lo mendigo.
Su compasión empapa los quirófanos,
la disidencia herida de la piel
que se restaña con cordial violencia
en los guantes quirúrgicos de látex.
Su compasión moja también el viento,
los costureros ralos de la guerra,
las fábricas de lana y zapatillas
los tiempos del agravio y la sutura
para iniciar después la misma noche
en cada noche abierta sin dedal.
Por la lágrima bajan la morfina
y el hilo enrojecido de la sangre
que une el dedo meñique al corazón
como vena que el ojo de la aguja
transformó en hilatura y en vivir.
Filamento de luz en lo invisible,
libélula y metal cada puntada.”
El punzón
“El punzón reconcilia los oficios.
Sobre el cuero y la piel, en la hojalata,
en la lámina ardiente del metal
el punzón atraviesa las tareas,
la matriz que sostiene los objetos
como cobijo firme y silencioso,
expoliación, entrega del vivir.
Percute con violencia amabilísima
en el botón del sastre y su cansancio,
su redonda manera de decir
que noche y madrugada son lo mismo
cuanto canta, agotada, la pobreza.
Percute en las insignias, las medallas,
los broches que apaciguan su altivez
con el beso de acero, con su herida.
Percute en el troquel del beneficio,
también en las monedas que mancharon
el pan envilecido y harapiento
si lo amasó la usura, y no el amor.
Cuando el lucro emponzoña la mañana
el punzón pide a gritos la alegría
con que las manos aman el trabajo
como el surco que hiere y restituye.”
con Ezra Pound
Correas
Correas que sujetan las palabras
a la rueda inflexible de la boca,
grilletes de decir y no decir.
El óxido violenta las encías,
las bóvedas oscuras de la sed.
En el temor se enferman las vocales.
Hay luz muy sucia en el mandil del tiempo,
moscas sobre los zocos de la ira,
grumos de desamparo en cada litro
de leche almacenada en los arcones
con que asciende el umbral de la pobreza.
Formas de expiación, desgarraduras,
ganchos de carnicero que desangran
pulmones sonrosados de animal
-uno es Oriente, el otro es Occidente-.
Cada animal conoce su dolor,
es inocente siempre en su dolor.
Y con su gota espesa y pegajosa
la tierra fertiliza los manzanos,
la fruta que también es inocente.
Sin embargo, al morder y al escribir
letras de aire en su cuerpo malherido,
la boca deja un rastro de semillas.
Omnívora y febril, también elige
pedirle compasión a los metales,
pedir a los grilletes que liberen
su presa con un tajo de puñal
que brilla como un sol inesperado.
Que las correas suelten las palabras.
Que sean compasivos los metales.
PROPUESTA DE ESCRITURA:
[...] Los metales constituyen una “serie” gradual, en la que cada uno presenta una superioridad jerárquica sobre el inferior, hallándose el oro en el punto terminal. Por esta causa, en ciertos ritos se exigía al neófito que se despojara de sus “metales” (monedas, llaves, joyas), símbolos de sus hábitos, prejuicios, costumbres, etc. Sin embargo, por nuestra parte, nos inclinamos a ver en los metales y astros, en cada par asociado y concreto como, por ejemplo, Marte –hierro-, un núcleo ambitendente, cualidad hacia un lado, defecto hacia otro. El metal derretido es un símbolo alquímico que expresa la coniunctio oppositorum (fuego y agua), relacionada asimismo con el mercurio, Mercurio y el andrógino primordial de Platón. De otro lado, resalta el simbolismo liberador de las cualidades “cerradas” (sólidas) de la materia, de donde su conexión con Hermes Psicopompo aludida. Las correspondencias planetarias de los metales son las que siguen, de inferior a superior: plomo (Saturno), estaño (Júpiter), hierro (Marte), cobre (Venus), mercurio (Mercurio), plata (Luna), oro (Sol).
Elige uno de estos siete metales y escribe un texto relacionándolo con su correspondiente planeta. Procura que ese metal se encarne en un objeto: oro (cadena), plomo (soldadito)...
Y estos son los textos enviados por algunos de los miembros del taller de escritura:
Luna de plata
El cielo acuna su luz,
navega entre las nubes,
camina con mi ritmo,
enamorada de la noche.
Su imagen anilla mis dedos,
perfila mis manos.
Posada en el metal,
despierta sensaciones:
versos de luna,
plateados en la piel de la palabra.
Sofía Montero
Pasión por el oro
La frase, "el oro refleja sentimientos", se la repetía una amiga a su marido días antes de cumplir años.A mí, me hacia mucha gracia, pero pensando un poco, la dichosa frase tiene mucha miga. Los sentimientos deben de ser propiedad solo de los ricos, ya que deben ir acompañados de una pulsera, unos pendientes o un collar de oro.
Iluso de mí, que siempre había pensado, que regalar una flor, un libro, o dar un beso con amor, eso eran sentimientos.
El sol y el oro tienen algo en común, son amarillos; uno está a años luz y por el otro no tengo ninguna pasión.
Luis Iglesias
Las lunas son de plata algunas veces
Las lunas son de plata algunas veces
en las noches más blancas,
la gata es una rosa tan nevada,
que hay que pagar en sangre su belleza.
No hay gata que no arañe como rosa
y en esas noches de verano claras,
en su inocencia, la luna
quisieran alcanzar las gatas blancas,
escalando el espacio.
Las une la blancura y su misterio
y la sangre impura de los arañazos,
solo quedan las rosas de plata
en el rostro de la luna.
Emilia González Fernández
El hijo del herrero
Nació en un pueblo como el vuestro porque todos los pueblos son iguales. Grande, pequeño, montañoso, marítimo, estepario... ¡qué más da! Colores que se cruzan en un rosario de instantes. Cuentas que se suceden en el misterio glorioso del dolor y el gozo. Cadenas de tiempos distintos. Mazmorras de espacios diferentes. Paraísos que se pudren bajo el pulso de una llave que amuralla el mundo alrededor de un torreón: la torre de homenaje.
No se deciros si el pueblo donde os digo que nació era bonito o feo. En ese punto, no soy objetivo. Lo siento. Dicotomías de ese tipo, como muchos sabréis, son casi siempre hijas de un estado de ánimo. Procuro eludirlas. Resultan engañosas. Es evidente que ante un mismo entorno, quienes son o creen ser felices, pueden descubrir algo bello en el ambiente más repugnante. Su hallazgo, desplaza el eje de la edad y el arco del meridiano. Si preguntáis a cualquier minero, os dirá que cuando se naufraga en un yacimiento, una fisura en la oscuridad es el corcho que abre la piedra. La luz se desborda. Las vetas se abren. Un milagro loco o una locura milagrosa, llamadlo como queráis. Su nominación no altera su esencia. La cara opaca de este prodigio, porque también la tiene, está en el pesar. Para quien es poseído por él, el sol más brillante viste luto. Todo es horrible. Las ventanas del universo que habita pueden ser enormes, es posible que los cristales que las visten estén tan limpios que su materia se funda con el aire, el doliente no ve. Habrá mil y un caminos a su alcance, siempre los hay, pero no habrá puerta. El epitafio que lleva en su sangre es un eco que no se derrite Su peso cubre el cielo. La galería se derrumba. Muchos han muerto entre sus escombros. Se de lo que hablo. Yo mismo he fallecido entre los cascotes de una obra dinamitada. También se, que el hecho de saberlo, no garantiza mi seguridad. Es difícil mantener el equilibrio, reconocer que el laberinto nace y muere en un mismo punto sin otro contorno que el duro reborde de una realidad mal aprendida. El brillo de una emoción intensa, aunque sea oscura, es magnético. Su atracción encadena los ojos al capricho de un péndulo que oscila sin centro entre fisuras y ecos.
El padre del pequeño era herrero. Un hombre corpulento, silencioso, de ojos violeta, nariz aguileña, pómulos altos, dientes fuertes y cabello largo. Tenía un brazo de metal que excepto cuando se enfadaba, llevaba descubierto. Si eso sucedía, soltaba las cuerdas que lo mantenían anclado a su hombro, lo posaba con cuidado en el suelo, junto al dintel de la entrada, fuera, como si se tratara de un contrafuerte de juguete y se preparaba un té. Nunca se sabía el tiempo que iba a tardar en ingerir la infusión verdosa. En una ocasión la ceremonia le llevó dos días y tres noches. Recuerdo que no era invierno. Cuando quiso abrir, los marcos estaban torcidos, el portón tan cosido a ellos como sus labios a su propósito. Con tres movimientos acompañados de un grito de intensidad creciente, deshizo los hilvanes. El sello se rasgó. Hubo que usar la sal y la pala para retirar la nieve que se había acumulado en el porche. Algo inaudito en ese tiempo. Recogió su extremidad izquierda. La limpió y la secó con la ternura propia de quien arrulla a un bebé, y volvió a ajustarla a su torso. Después, con la misma naturalidad con la que se suceden las caras de la luna, se dirigió a la campa que había frente a la casa. El niño fue tras él.
El día del que os hablo, pasaron la mañana saltando olas imaginarias. Se lanzaron bolas de espuma, también imaginarias, y se rebozaron, sin cartones ni plásticos, en el agua helada de un mar blanco que llegó sin aviso en la estación seca. Fue una batalla donde solo venció la risa. A media mañana, tenían carros de hambre. Comieron con apetito y se quedaron dormidos en el sofá. Sin pasado. Sin futuro. Si los hubierais visto, tan distintos, tan iguales, uniendo en un sueño el sueño que dicen imposible del dolor propio que no se siembra en la carne ajena. Si los hubierais visto, sabríais que ese hipotético imposible, es tronera de ignorantes.
Rodaron las cuentas y el pequeño creció. Su aspecto era distinto al de su padre. Piel, ojos, pelo, todo era diferente. Ni siquiera tenía las mismas extremidades. Se acostumbró a dejar un brazo al aire. El herrero no le dijo nada. Quizás os parezca absurdo, pero el chiquillo estaba convencido de que en un cambio de estación, ese muñón de carne oscura, acabaría por caerse como las hojas de los castaños. Entonces su padre, le haría un contrafuerte como el suyo. Como podéis imaginar, nunca sucedió.
En el lugar donde residían, la tradición mandaba que a los siete años, los niños de la comarca iniciaran su instrucción. Un cuervo negro de tres cabezas recorría el distrito durante el mes de septiembre. Era inmortal. Nadie podía eludir su aliento. Más aún, nadie se planteaba hacerlo. Cumplida la edad, el chiquillo, fuera cual fuera su cuna o su genio, era trasladado a su nido. Allí, en una celdilla estrecha aprendería a ser. El proceso de formación, aunque largo e intermitente, resultaba sencillo. Unas ratas adiestradas en su oficio extraían con cuidado las córneas del alevín y se las entregaban a su tutor, por lo general, un gusano con muchos títulos que las tallaba con salmos monocromos. Concluida la intervención, los mismos roedores volvían a implantarlas. Solo entonces, los pequeños podían regresar a casa, crear un hogar propio y establecer vínculos con los demás. Algunos muchachitos ya llevaban parte del trabajo hecho. Eran los adelantados. Futuros líderes de grandes epopeyas. Su historia sería cincelada en la vista de sus sucesores. Otros, llegaban vírgenes. En este caso costaba más despegar sus párpados y sustituir el cristalino. También estaba previsto. Cerca del nidal, había muchas charcas, todas llenas de sanguijuelas. Su apetito era legendario. Devoraban inocencia. Seca la presa, era fácil trabajar la mirada. Que alguno se resistiera resultaba irrelevante. Como bien sabéis, en todas partes es ley que la mayoría es ley. El rebelde llevaría la marca del loco.
El 27 de agosto del año de Rowan, el hijo del herrero cumplió la edad. Ninguno de los dos era ajeno a lo que este hecho suponía. Su padre le regaló una espada, una de verdad. Apenas podía con ella. La hoja era de acero templado, recta, cortante y de doble filo. La empuñadura de madera tenía forma de bulbo. Tres hojas de té trenzadas decoraban su superficie. En cada una de ellas se reproducía el mismo motivo: la boca de un cerrojo. Si mirabas con detenimiento, la esquina derecha de lo que nosotros llamaríamos labio inferior no formaba un ángulo, los lados horizontal y vertical, tras su ruptura, se unían perfilando la silueta de un dragón. La base la formaban las patas delanteras del animal recogidas sobre si mismas en posición de reposo, el extremo ascendente, una cola escamosa erguida en un bucle de alerta.
El pequeño tenía disposición y habilidades para su manejo. En menos de quince días, consiguió asimilar técnica y práctica. Se acostaba tarde, feliz y agotado. Mientras él dormía, su padre intentaba fraguar palabras entre el fuego y el agua. El martillo caía sobre él una y otra vez. Escuchaba su golpe, no su voz. Como en cualquier obsesión, el yunque sobre el que trabajaba estaba sordo. Fue la primera vez, desde que sucedió la tragedia, que olvidó dejar el arbotante fuera. La angustia le consumía. Las sanguijuelas engordaban. Cualquier sangre es una buena charca. El miedo a que salmos oscuros oxidaran de nuevo el mañana, forjó un monstruo en sus pupilas. Era todo fuego. Verle, verse, dolía. Fue ese dolor el que le salvó.
Una noche de duración incierta, bebió hasta perder el conocimiento. Lo encontró el pequeño. Estaba en el suelo del taller. Dos ratas rodeaban su rostro. Unos gusanos, no muchos, recorrían su cuerpo. El chiquillo asustó a los roedores. Buscó agua. Lo lavó y lo secó. Aflojó las correas que anclaban el hierro articulado a su torso y lo colocó fuera. Junto a él puso su espada. Preparó el té y esperó. Mientras lo hacía, se quedó dormido. Le despertó la voz limpia del martillo.
En aquella casa, nunca más hubo juegos de espadas.
Cuando su padre terminó la pieza que trabajaba, tomaron el té. Fue una ceremonia silenciosa. Sin pasado. Sin futuro. Un sueño que defendía el imposible que niegan las troneras.
Casi no quedaba líquido en la taza cuando alguien llamó a la puerta. Era la hora. Un cuervo de tres cabezas esperaba. Se arrancó una de sus infinitas plumas, mojó su punta en la tierra aún húmeda por el rocío, extendió un papel viejo y esperó que firmaran. Desde ese momento, la custodia del futuro era formalmente suya. Guardó el papiro entre sus alas y les concedió siete minutos para que se despidieran. Uno por año. Era suficiente.
El herrero y el niño volvieron a su mesa. A pesar de que en el taller la temperatura solía ser bastante alta, notaron algo de frío.
Con la misma naturalidad con la que se suceden las caras de la luna, terminaron su infusión.
Ninguno sabía bien qué decir. Ambos sabían que las palabras no eran necesarias.
Se escuchó un golpe fuera. Acostumbrado a ella, el pequeño reconoció la voz de su espada. Alguien la estaba manejando. Podía arrebatársela. Era su tesoro. Quiso salir a rescatarla. El hombre sin brazo lo retuvo. Su verbo rasgó el silencio. "Solo es una espada. Vale mucho si la controlas, si te domina, nada. No podrás llevarla contigo. Vayas donde vayas, te darán una. Cuando la tengas en tus manos, observa su hoja y recuerda. El filo de un arma noble es doble, su línea es el horizonte donde se juntan dos miradas. Camina sobre él. Su empuñadura puede ser variada en material y diseño. Yo prefiero las que tienen forma de bulbo. Su aspecto me recuerda que todas las tierras están enraizadas. Pero la elección es tuya. Solo tú tienes la llave que abre su cerrojo. Avanza sereno. Mantente alerta. Si el dragón se duerme, su fuego es prisionero. Conoce tus llamas. Quien tiene el poder de hacer, tiene el poder de no hacer. La alianza no es un arca con preceptos. La alianza es un cofre vacío que se forja cada día. Flotará si tu quieres que flote. Las líneas rojas que has conocido en la fragua, se templan en agua. Nadie escapa de sí mismo. Procura que tu corazón este limpio, de lo contrario, el río se emponzoña"
No hubo más, al menos que yo sepa. Bueno sí, algo hubo. Sé a ciencia cierta, que nadie labró en la mirada de otros las epopeyas del pequeño, el hijo natural del hombre que asesinó a la familia del herrero en el año del Arce. Año en que rugieron las montañas. Año donde un hombre, un solo hombre, se negó a escuchar la corneta que le ordenaba venganza. Era un bebé. Lloraba.
Ana Isabel Fariña
en las noches más blancas,
la gata es una rosa tan nevada,
que hay que pagar en sangre su belleza.
No hay gata que no arañe como rosa
y en esas noches de verano claras,
en su inocencia, la luna
quisieran alcanzar las gatas blancas,
escalando el espacio.
Las une la blancura y su misterio
y la sangre impura de los arañazos,
solo quedan las rosas de plata
en el rostro de la luna.
Emilia González Fernández
El hijo del herrero
Nació en un pueblo como el vuestro porque todos los pueblos son iguales. Grande, pequeño, montañoso, marítimo, estepario... ¡qué más da! Colores que se cruzan en un rosario de instantes. Cuentas que se suceden en el misterio glorioso del dolor y el gozo. Cadenas de tiempos distintos. Mazmorras de espacios diferentes. Paraísos que se pudren bajo el pulso de una llave que amuralla el mundo alrededor de un torreón: la torre de homenaje.
No se deciros si el pueblo donde os digo que nació era bonito o feo. En ese punto, no soy objetivo. Lo siento. Dicotomías de ese tipo, como muchos sabréis, son casi siempre hijas de un estado de ánimo. Procuro eludirlas. Resultan engañosas. Es evidente que ante un mismo entorno, quienes son o creen ser felices, pueden descubrir algo bello en el ambiente más repugnante. Su hallazgo, desplaza el eje de la edad y el arco del meridiano. Si preguntáis a cualquier minero, os dirá que cuando se naufraga en un yacimiento, una fisura en la oscuridad es el corcho que abre la piedra. La luz se desborda. Las vetas se abren. Un milagro loco o una locura milagrosa, llamadlo como queráis. Su nominación no altera su esencia. La cara opaca de este prodigio, porque también la tiene, está en el pesar. Para quien es poseído por él, el sol más brillante viste luto. Todo es horrible. Las ventanas del universo que habita pueden ser enormes, es posible que los cristales que las visten estén tan limpios que su materia se funda con el aire, el doliente no ve. Habrá mil y un caminos a su alcance, siempre los hay, pero no habrá puerta. El epitafio que lleva en su sangre es un eco que no se derrite Su peso cubre el cielo. La galería se derrumba. Muchos han muerto entre sus escombros. Se de lo que hablo. Yo mismo he fallecido entre los cascotes de una obra dinamitada. También se, que el hecho de saberlo, no garantiza mi seguridad. Es difícil mantener el equilibrio, reconocer que el laberinto nace y muere en un mismo punto sin otro contorno que el duro reborde de una realidad mal aprendida. El brillo de una emoción intensa, aunque sea oscura, es magnético. Su atracción encadena los ojos al capricho de un péndulo que oscila sin centro entre fisuras y ecos.
El padre del pequeño era herrero. Un hombre corpulento, silencioso, de ojos violeta, nariz aguileña, pómulos altos, dientes fuertes y cabello largo. Tenía un brazo de metal que excepto cuando se enfadaba, llevaba descubierto. Si eso sucedía, soltaba las cuerdas que lo mantenían anclado a su hombro, lo posaba con cuidado en el suelo, junto al dintel de la entrada, fuera, como si se tratara de un contrafuerte de juguete y se preparaba un té. Nunca se sabía el tiempo que iba a tardar en ingerir la infusión verdosa. En una ocasión la ceremonia le llevó dos días y tres noches. Recuerdo que no era invierno. Cuando quiso abrir, los marcos estaban torcidos, el portón tan cosido a ellos como sus labios a su propósito. Con tres movimientos acompañados de un grito de intensidad creciente, deshizo los hilvanes. El sello se rasgó. Hubo que usar la sal y la pala para retirar la nieve que se había acumulado en el porche. Algo inaudito en ese tiempo. Recogió su extremidad izquierda. La limpió y la secó con la ternura propia de quien arrulla a un bebé, y volvió a ajustarla a su torso. Después, con la misma naturalidad con la que se suceden las caras de la luna, se dirigió a la campa que había frente a la casa. El niño fue tras él.
El día del que os hablo, pasaron la mañana saltando olas imaginarias. Se lanzaron bolas de espuma, también imaginarias, y se rebozaron, sin cartones ni plásticos, en el agua helada de un mar blanco que llegó sin aviso en la estación seca. Fue una batalla donde solo venció la risa. A media mañana, tenían carros de hambre. Comieron con apetito y se quedaron dormidos en el sofá. Sin pasado. Sin futuro. Si los hubierais visto, tan distintos, tan iguales, uniendo en un sueño el sueño que dicen imposible del dolor propio que no se siembra en la carne ajena. Si los hubierais visto, sabríais que ese hipotético imposible, es tronera de ignorantes.
Rodaron las cuentas y el pequeño creció. Su aspecto era distinto al de su padre. Piel, ojos, pelo, todo era diferente. Ni siquiera tenía las mismas extremidades. Se acostumbró a dejar un brazo al aire. El herrero no le dijo nada. Quizás os parezca absurdo, pero el chiquillo estaba convencido de que en un cambio de estación, ese muñón de carne oscura, acabaría por caerse como las hojas de los castaños. Entonces su padre, le haría un contrafuerte como el suyo. Como podéis imaginar, nunca sucedió.
En el lugar donde residían, la tradición mandaba que a los siete años, los niños de la comarca iniciaran su instrucción. Un cuervo negro de tres cabezas recorría el distrito durante el mes de septiembre. Era inmortal. Nadie podía eludir su aliento. Más aún, nadie se planteaba hacerlo. Cumplida la edad, el chiquillo, fuera cual fuera su cuna o su genio, era trasladado a su nido. Allí, en una celdilla estrecha aprendería a ser. El proceso de formación, aunque largo e intermitente, resultaba sencillo. Unas ratas adiestradas en su oficio extraían con cuidado las córneas del alevín y se las entregaban a su tutor, por lo general, un gusano con muchos títulos que las tallaba con salmos monocromos. Concluida la intervención, los mismos roedores volvían a implantarlas. Solo entonces, los pequeños podían regresar a casa, crear un hogar propio y establecer vínculos con los demás. Algunos muchachitos ya llevaban parte del trabajo hecho. Eran los adelantados. Futuros líderes de grandes epopeyas. Su historia sería cincelada en la vista de sus sucesores. Otros, llegaban vírgenes. En este caso costaba más despegar sus párpados y sustituir el cristalino. También estaba previsto. Cerca del nidal, había muchas charcas, todas llenas de sanguijuelas. Su apetito era legendario. Devoraban inocencia. Seca la presa, era fácil trabajar la mirada. Que alguno se resistiera resultaba irrelevante. Como bien sabéis, en todas partes es ley que la mayoría es ley. El rebelde llevaría la marca del loco.
El 27 de agosto del año de Rowan, el hijo del herrero cumplió la edad. Ninguno de los dos era ajeno a lo que este hecho suponía. Su padre le regaló una espada, una de verdad. Apenas podía con ella. La hoja era de acero templado, recta, cortante y de doble filo. La empuñadura de madera tenía forma de bulbo. Tres hojas de té trenzadas decoraban su superficie. En cada una de ellas se reproducía el mismo motivo: la boca de un cerrojo. Si mirabas con detenimiento, la esquina derecha de lo que nosotros llamaríamos labio inferior no formaba un ángulo, los lados horizontal y vertical, tras su ruptura, se unían perfilando la silueta de un dragón. La base la formaban las patas delanteras del animal recogidas sobre si mismas en posición de reposo, el extremo ascendente, una cola escamosa erguida en un bucle de alerta.
El pequeño tenía disposición y habilidades para su manejo. En menos de quince días, consiguió asimilar técnica y práctica. Se acostaba tarde, feliz y agotado. Mientras él dormía, su padre intentaba fraguar palabras entre el fuego y el agua. El martillo caía sobre él una y otra vez. Escuchaba su golpe, no su voz. Como en cualquier obsesión, el yunque sobre el que trabajaba estaba sordo. Fue la primera vez, desde que sucedió la tragedia, que olvidó dejar el arbotante fuera. La angustia le consumía. Las sanguijuelas engordaban. Cualquier sangre es una buena charca. El miedo a que salmos oscuros oxidaran de nuevo el mañana, forjó un monstruo en sus pupilas. Era todo fuego. Verle, verse, dolía. Fue ese dolor el que le salvó.
Una noche de duración incierta, bebió hasta perder el conocimiento. Lo encontró el pequeño. Estaba en el suelo del taller. Dos ratas rodeaban su rostro. Unos gusanos, no muchos, recorrían su cuerpo. El chiquillo asustó a los roedores. Buscó agua. Lo lavó y lo secó. Aflojó las correas que anclaban el hierro articulado a su torso y lo colocó fuera. Junto a él puso su espada. Preparó el té y esperó. Mientras lo hacía, se quedó dormido. Le despertó la voz limpia del martillo.
En aquella casa, nunca más hubo juegos de espadas.
Cuando su padre terminó la pieza que trabajaba, tomaron el té. Fue una ceremonia silenciosa. Sin pasado. Sin futuro. Un sueño que defendía el imposible que niegan las troneras.
Casi no quedaba líquido en la taza cuando alguien llamó a la puerta. Era la hora. Un cuervo de tres cabezas esperaba. Se arrancó una de sus infinitas plumas, mojó su punta en la tierra aún húmeda por el rocío, extendió un papel viejo y esperó que firmaran. Desde ese momento, la custodia del futuro era formalmente suya. Guardó el papiro entre sus alas y les concedió siete minutos para que se despidieran. Uno por año. Era suficiente.
El herrero y el niño volvieron a su mesa. A pesar de que en el taller la temperatura solía ser bastante alta, notaron algo de frío.
Con la misma naturalidad con la que se suceden las caras de la luna, terminaron su infusión.
Ninguno sabía bien qué decir. Ambos sabían que las palabras no eran necesarias.
Se escuchó un golpe fuera. Acostumbrado a ella, el pequeño reconoció la voz de su espada. Alguien la estaba manejando. Podía arrebatársela. Era su tesoro. Quiso salir a rescatarla. El hombre sin brazo lo retuvo. Su verbo rasgó el silencio. "Solo es una espada. Vale mucho si la controlas, si te domina, nada. No podrás llevarla contigo. Vayas donde vayas, te darán una. Cuando la tengas en tus manos, observa su hoja y recuerda. El filo de un arma noble es doble, su línea es el horizonte donde se juntan dos miradas. Camina sobre él. Su empuñadura puede ser variada en material y diseño. Yo prefiero las que tienen forma de bulbo. Su aspecto me recuerda que todas las tierras están enraizadas. Pero la elección es tuya. Solo tú tienes la llave que abre su cerrojo. Avanza sereno. Mantente alerta. Si el dragón se duerme, su fuego es prisionero. Conoce tus llamas. Quien tiene el poder de hacer, tiene el poder de no hacer. La alianza no es un arca con preceptos. La alianza es un cofre vacío que se forja cada día. Flotará si tu quieres que flote. Las líneas rojas que has conocido en la fragua, se templan en agua. Nadie escapa de sí mismo. Procura que tu corazón este limpio, de lo contrario, el río se emponzoña"
No hubo más, al menos que yo sepa. Bueno sí, algo hubo. Sé a ciencia cierta, que nadie labró en la mirada de otros las epopeyas del pequeño, el hijo natural del hombre que asesinó a la familia del herrero en el año del Arce. Año en que rugieron las montañas. Año donde un hombre, un solo hombre, se negó a escuchar la corneta que le ordenaba venganza. Era un bebé. Lloraba.
Ana Isabel Fariña
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