Shinnen. Haikus de fin de año

La última sesión del taller de escritura de este año la dedicamos al haiku, ese pequeño mecanismo poético de precisión que nos recuerda al trabajo de los plateros o de los miniaturistas.
El buen escritor aprende a mirar con la precisión de una cámara de fotos, de ese modo advierte los detalles más pequeños e insignificantes en la rama seca del último árbol del jardín y la profundidad en la mirada de la hormiga. De nuestra capacidad de observar y amplificar o reducir nuestra visión de la realidad, o de la fantasía dependerá el resultado de nuestra escritura.
También el escritor de haikus (haijin) pone la vista en todo, tal y como señala Kyoshi en un haiku: “...cada cosa que veo es un haiku”, expresión que recuerda la afirmación de Juan Larrea: “poema es esto y esto y esto”.


Dice Vicente Haya -reconocido estudioso de haiku- que “cada cosa es mirada por un haijin como si en ese momento hubiese sido creada, como si nadie antes la hubiera visto nunca. Si tuviésemos que utilizar un ejemplo del mundo de hoy para explicar lo que merece un haiku, diríamos que sería todo aquello de lo que puede hacerse una fotografía. No es casualidad que la fiebre japonesa por el haiku haya sido continuada por una idéntica afición por la fotografía. Conservar un instante especial de la realidad, ésa es la finalidad del haiku”.

Aproximaciones teóricas al haiku
La mejor definición de haiku fue, probablemente, la de Bashô, el monje viajero: “Haiku es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento”
Es importante que tengáis bien presente esta idea a la hora de escribir, porque a partir de ahora tendréis que contar (con forma de haiku) todo lo asombroso que suceda en cada lugar y en cada momento.
Ahora es importante comprender que un haiku trata de describir de forma muy breve una escena, vista o imaginada. El haiku, por tanto, aspira a captar el momento, el aquí y ahora, de una forma tan radical que los límites entre el observador y lo observado, el sujeto y el objeto se disuelven.
El haiku ha sido entendido generalmente como la transmisión de una sensación, hasta el punto de conocerse como "la poesía de la sensación", de ahí que deba alejarse del pensamiento discursivo y evitar la transmisión de conceptos o deducciones.





Incluímos a continuación el texto de Chantal Maillard que sirve de epílogo al libro Haikus del mal amor, de cuya edición se encargó Manuel Lara Cantizani y que publicó la Diputación Provincial de Málaga. Los haikus de dicho libro fueron escritos por alumnos del IES Clara Campoamor de Lucena:

Un haiku es una fotografía, una instantánea, la de algo que sucede, de repente, para alguien. Hoy en día, cansados de discursos, entendemos mejor una imagen que un largo poema; nos dicen más las formas breves, las estampas, que los recitados. tal vez sea ésta la razón de que tenga tanto éxito, últimamente, ese pequeño poema, esa pequeña nada que se nos ha infiltrado en la poética inteligente y aburrida de Occidente. El haiku, la forma más breve del poema, ha fascinado a muchos poetas occidentales a lo largo de la historia y actualmente parece ser un reto para muchos, pero son escasos aquellos que han acertado a escribir un solo buen haiku. Generalmente se lo convierte en un juego de la inteligencia o en el resumen de una fábula moral. No es ni una cosa ni otra, sino la expresión de un fragmento de realidad que aparece en la conciencia o que la conciencia, esa constructora de mundo, recorta en la totalidad de lo que nos rodea.
Las cosas siempre producen asombro cuando no se perciben filtradas por el tamiz de la memoria. Antes ellas, lo normal es reconocer: para la inteligencia, lo que aparece no lo hace nunca a cara descubierta, sino revestido de estímulos anteriores que ya fueron nombrados. Lo que aparece se nombra con palabras que designaron imágenes percibidas anteriormente y que connotan gestos, movimientos que se hicieron también anteriormente.
Por eso, las cosas nos invitan a repetirnos, pues ellas también se repiten en nuestra experiencia. Y cuanto más bagaje experiencial llevamos, más reconocemos. La experiencia radical, la que produce asombro. Por eso es tan difícil componer un haiku.
Para componer un haiku, es preciso recuperar la inocencia. Poder mirar como si fuera la primera vez. Un haiku, por eso, podrá hacerlo solamente quien se haya aligerado de la carga, tanto personal como cultural, que nos dicta las pautas de nuestra percepción, o quien no haya alcanzado a tenerla. Es preciso volver a ser niño, pero no cualquier niño sino aquel que lograse conservar intacto, bajo y a pesar de los moldes que le inculcamos, la capacidad de sorprenderse. Cierto carácter refractario a la conceptualización, cierta “idiotez” se requiere para ello. Sólo así alguien (una niña de seis años en este caso) es capaz de juzgar importante cosas como la siguiente:

“Las hormigas en fila
suben por una hoja de hierba
y en seguida bajan.”

Para componer un haiku, decía Basho, el yo ha de adelgazarse lo suficiente como para penetrar en lo que le rodea. El yo de los niños, generalmente, no ha alcanzado a engordar aún lo suficiente como para no penetrar en lo que perciben. No tienen aún los elementos suficientes como para complicar demasiado la experiencia y pueden también expresarla con mayor sencillez. Pero, no seamos ilusos: los modelos de la simplicidad también se aprenden y se repiten.
Un haiku, en razón de su sencillez, no necesita explicarse. Es una instantánea: necesita ser visto. Entenderlo es verlo. Por eso ha de apuntar al blanco. NO ha de decir, ha de mostrar. Ha de expresar lo percibido de tal manera que el receptor pueda recuperar, por efecto de la resonancia que todo estímulo poético provoca, una percepción semejante a la que el autor del haiku tuvo acceso. De esta manera, lo que transmitirá no será solo el suceso –que suele ser trivial- sino el propio asombro que acompaña al acto de conciencia como el testimonio de que el gesto más cotidiano, el suceso más trivial es un milagro.
En razón de ello, el haiku prescinde de figuras retóricas; ni metáforas ni analogías le convienen pues éstas derivarían la atención del oyente (o lector) desde el objeto hacia el lenguaje. Un haiku es solo la constatación de algo que ocurre en un momento dado para alguien, y ha de ser tan despojado como la actitud de quien lo percibe y quiere dar cuenta de ello.
Sin embargo, existe la tendencia, en nuestras latitudes, a querer explicar lo breve. Una cierta incapacidad para la modestia hace que nos sintamos desprotegidos ante lo que se nos presenta de forma inmediata. Por eso nos apresuramos a comentarlo, nos inventamos la historia, la moraleja o las referencias trascendentes; nos parece demasiado pobre la realidad tal cual se presenta. No nos damos cuenta de que, actuando de esta manera, es nuestra pobreza interior lo que ponemos de manifiesto.
Por lo demás, un buen haiku no necesita comentarios. Cualquier comentario que se haga de un haiku lo perturba, lo carga inútilmente y, al cargarlo, lo enturbia, lo vuelve opaco. El mejor comentario de un haiku sería aquel que fuese una copia exacta del mismo. En realidad, pocas palabras bastan para decir lo que de verdad importa.


Propuesta de escritura

Abre los ojos. Mira a tu alrededor. La Navidad es buen momento para el haiku y la fotografía. Busca con la mirada, y con el resto de sentidos, esos momentos dignos de ser inmortalizados, esas secuencias que componen el paisaje íntimo de lo navideño. Afina el ojo. Juega con los planos. Maneja el zoom de tu mirada.
Señala con un haiku una escena previa a la cena de Nochebuena, un momento de la celebración en la mesa y una instantánea de la sobremesa. Haz lo propio con los días de Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes. Este año el álbum de fotos de la Navidad será en formato de haiku.

Os dejo algún ejemplo que se aparta del marco objetivo donde hemos de situarnos pero que pueden serviros de ayuda. Aquí tenéis cuatro haikus de fin de año.

Y dejo por aquí las fotos que me hizo llegar nuestro compañero Pascual, del grupo B. Podéis ampliar la imagen para verlas mejor e incluso descargarlas.


Pinchad en la imagen para ampliar













Felices Fiestas,
que el 2019 nos traiga 
buenas lecturas 
y buenas ideas para escribir




Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:



Larga espera.
¡Por fin! Suena el timbre.
Llega mi hijo.

Después de cenar.
Desaparecen todos.
Misa del gallo.

Triste Navidad,
para muchas personas,
que pase pronto.

Los reyes magos,
entran por la chimenea,
sin hacer ruido.

Luis Iglesias
Grupo B



En cuna lúgubre
Resplandece un lucero
¡Dios ha nacido!

Doce tañidos
Un ¡Feliz Año Nuevo!
Largo suspiro.

Mágica noche
Preñada de ilusiones
Noche de Reyes

Pasan carrozas
Griterío infantil
Los Reyes Magos

Ramón Sánchez Rodríguez
Grupo B


Todos en casa,

muchas caras sonrientes
desconecto el vino.

Mientras cenamos
se va la luz en casa
todos a oscuras.

Voy a fumar
y me dejan sin postre
al final me dan.

Después del postre
sacamos el turrón
caras de agobio.

Se oyen ruidos
fuegos artificiales
todos corremos.

En las doce uvas
mi tía se atraganta
no las termina.

Beatriz Gorjón
Grupo A


“SE CAMBIAN HAIKUS
DE UNA NOCHE DE INVIERNO
POR VILLANCICOS”

La muchedumbre
avanza lentamente
bajo áureas luces.

Brilla la noche y
la calle comercial
bulle de gente.

Vistosas tiendas
cubren sus superficies
con clientes ávidos.

Se escucha música.
En un cesto, monedas
y espumillón.

En un rincón
en la Noche de Paz
llora un mendigo.

Se ve un regalo.
desde cualquier esquina
Plaza Mayor.

Un niño canta
aunque nadie lo escucha
un villancico.

Mercedes González
Grupo A


En las viviendas
donde hoy habita un niño
algarabía

Música y baile:
¿Dónde las panderetas
y las zambombas?

Antes que nunca
se vacían las calles.
Las casas, llenas.

Lo llenas todo
niño solo entre adultos.
Siembras asombro.

El alma anhela
quietud entre los ruidos.
Es Navidad.

Marian Vicente
Grupo B


Media docena de haikus navideños

discurso del rey
comienza la función
es nochebuena

cena en familia
arroz con bogavante
cola en el baño

es nochevieja
mirando al sur de nuevo
las tres marías

en torno al árbol
cristales en el suelo
un año más

mágica noche
roscón en la cocina
despierta el día

flores de pascua
ya se acaban las fiestas
también las hojas

Concha González
Grupo A

¿Un ángulo me basta?

La sesión del lunes pasado la dedicamos al punto de vista narrativo. Hablamos del narrador en primera, segunda y tercera persona. De quien narra desde dentro de la historia y quien lo hace desde fuera. De narradores que lo saben todo a cerca de todos los personajes y de narradores protagonistas o testigos.
Tomamos como referencia el cuento "En el Bosque" de Ryunosuke Akutagawa:





Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial

-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…


Propuestas de escritura

Escribe una historia con cuatro o cinco personajes y diferentes puntos de vista narrativos.


Y estos son algunos de los trabajos enviados hasta ahora:


Lipotimia dentro de una iglesia

Al salir de la iglesia donde habían ocurrido los hechos, les pregunté a todos que es lo que había sucedido.

Respuesta de María: yo vi a José Antonio que estaba en un banco con una mujer tumbada, le había elevado los pies por encima de su hombro izquierdo y otra mujer enfrente le instilaba agua, después acudió José Luis a echar una mano. Había mucha gente alrededor, hacía mucho calor. Al cabo de un rato apareció por allí Amador que habló con la gente y puso algo de orden en aquel tumulto. Después la mujer se recuperó y salimos de la iglesia.

Respuesta de Pilar: yo estaba pendiente de la gente, de la decoración de la iglesia, de la ceremonia y cuando María me dijo: mira José Antonio está atendiendo a una mujer que se ha mareado; le contesté: ese no es José Antonio, ni siquiera lleva un jersey verde, pero al volverme a fijar reconozco a mi marido en el centro de la escena, ayudado por José Luis. Al cabo de un momento aparece Amador y después la gente se dispersa pues la mujer que estaba tumbada en el banco con los pies en el hombro izquierdo de José Antonio, parece que se incorpora.

Respuesta de Amador: yo vi que estabais rodeados de gente y acudí a ver qué pasaba, al ver a la mujer tumbada en el banco y con los pies en el hombro derecho de José Antonio y a José Luis tomándole el pulso, y hablando con ella, vi que todo iba bien y advertí a los que os rodeaban que habéis doctores, y que la mujer estaba en buenas manos. Acudió el sacristán a ver lo que pasaba, hablé con él, se tranquilizó y se marchó.

Respuesta de José Antonio: vi un tumulto y al acercarme observé a una mujer con los ojos en blanco, sin pulso y sin conocimiento. Enseguida hice que la tumbaran en el banco, le quite los zapatos y elevé sus piernas por encima de mi hombro derecho. Intenté que la gente se apartase para que la dejaran respirar, pero no me hacían caso. Por señas, pues no sé hablar griego, intenté que se apartasen. Había una mujer que le instilaba agua en la cara, para ver si reaccionaba. Entonces apareció José Luis y la palmeo suavemente en la cara y le tomo el pulso. Me advirtió que ya tenía un hilo de pulso y al cabo de unos minutos que el pulso era más lleno y la mujer respondía a estímulos. Al ver que la lipotimia había pasado, que no torcía la boca, tenía fuerza en ambas manos, y me seguía con la mirada, di por Incluida mi labor y me retiré del banco.

Respuesta de José Luis: hacía calor, había mucha gente y olía a incienso, ambiente propicio para los mareos. Vía José Antonio con las piernas de una mujer en su hombro derecho y me acerqué a ver qué pasaba. José Antonio me advierte que la mujer estaba inconsciente y sin pulso cuando la vio; entonces discretamente le doy un pellizco y veo que se estremece, bien, vamos bien, pienso, responde a estímulos. Le tomo el pulso y es un hilito, me cuesta percibirlo, pero tiene. Posteriormente le palmeo ligeramente la cara y abre los ojos, me sigue con la mirada y al cabo de unos minutos el pulso se va llenando. Compruebo que no hay signos de ictus pues no tuerce la boca, me sigue con la mirada, y tiene fuerza en ambas manos. Aparece Amador poniendo un poco de orden y diciendo a la gente que somos médicos. Cuando la situación está resuelta, se acerca una mujer, supongo que familiar, a darme las gracias por lo que habíamos hecho. Salgo de la iglesia satisfecho.

José Luis Juan Fonseca
Grupo A


Una noche tormentosa

Carlos:
Ana nos había invitado a un chalet con piscina que le habían dejado, ese verano, para que lo cuidara. Fuimos en el coche de ella con la intención de bañarnos de noche en una magnífica piscina iluminada. Después del baño, Ana nos dijo que si queríamos nos podíamos quedar a dormir, que ella a la mañana siguiente nos llevaba de vuelta a la ciudad. La verdad es que a mí me apetecía dormir una noche fuera de casa y el chalet parecía una de esas casas modernas que salen en las revistas. A pesar de que sabía que entre Ana y Jorge había rollete, a mí no me importaba, pues la casa era lo bastante grande como para dormir bien en una cama gigante y cómoda. Pero Miguel empezó a decir que él se marchaba, que no quería quedarse. En ese instante empezó a relampaguear y a tronar sobre nuestras cabezas y aunque le advertimos de que podía haber tormenta y de que la estación de tren estaba a más de una hora de camino, dijo que se iba y no hubo manera de detenerlo. Javier, demasiado bueno, se ofreció a acompañarle y los dos se fueron. Yo me metí enseguida en la cama y al poco oí un trueno megapotente y seguidamente una tromba de agua. Me dormí pensando en si Miguel y Javier habrían llegado a la estación antes de la tormenta.

Ana:
Después de la cena con Jorge, Carlos, Javier y Miguel me ofrecí a llevarles en mi coche al chalet que estaba cuidando ese verano. Les dije que podrían bañarse en la magnífica piscina iluminada y los cuatro sonrieron y aceptaron. A mí lo que me interesaba es que se quedara Jorge a dormir, que era quien me gustaba, pero no me atrevía a proponérselo abiertamente. La casa era lo suficientemente grande como para que los demás se quedaran sin molestarnos. Después del baño, cuando estaba relampagueando y tronando, les invité a quedarse hasta el día siguiente con la promesa de llevarles a la ciudad. Miguel se puso raro, dijo que se largaba y que se largaba. Jorge, Javier y Carlos intentaron convencerle de lo contrario pero no hubo manera. Al final Javier se ofreció a acompañarle. Carlos se acostó enseguida y Jorge y yo nos quedamos en el salón hablando. Al rato, cuando le conducía a mi cama sonó un trueno e inmediatamente empezó a llover. Pensé por un instante que Miguel y Javier volverían, pero no fue así y me metí en la cama con Jorge pensando por un momento si ambos habrían llegado a la estación antes de que empezase la tormenta.

Jorge:
A mí siempre me había gustado Ana y cuando después de cenar nos invitó al chalet que cuidaba a bañarnos en la piscina iluminada, mi corazón empezó a palpitar. Fuimos en su coche y después del baño, como si tal cosa, nos invitó a quedarnos a dormir. No sabía lo que los otros harían , pero yo estaba encantado. De repente a Miguel se le cruzaron los cables y dijo que se largaba, aunque yo creo que lo que quería era no molestar. Javier dijo que le acompañaba para que no se fuese solo. Carlos se fue a la cama enseguida y Ana y yo nos quedamos en el salón un rato, hablando y riendo hasta que me cogió de la mano y me llevó a su cuarto. Recuerdo que empezó a llover a saco, pero yo ya estaba flotando.

Javier:
Todos dijeron que sí a bañarse en la piscina del chalet que Ana cuidaba, así que para no parecer un aguafiestas me fui con ellos. Después del baño, del que yo no participé, Miguel dijo que se iba. Estaba amenazando lluvia, pero él insistía y yo vi la ocasión perfecta para volver a casa cuanto antes, así que le acompañé. El camino era largo, casi una hora andando por una carretera hasta la estación de tren. Íbamos en silencio hasta que un trueno fortísimo me obligó a decirle que igual era mejor volvernos. Él contestó que no, que sólo era una tormenta eléctrica. Pero un instante después empezó a llover torrencialmente. Llegamos a la estación calados y encima el primer tren no salía hasta tres horas después. Pillé un catarrazo de mil demonios, pensando en que Jorge y Carlos estarían durmiendo plácidamente bajo techo.


Miguel:
La idea de bañarnos en una piscina iluminada, de noche, en verano, en un chalet de lujo y con Ana me pareció impresionante. Pensé que luego, Ana, nos llevaría de vuelta a la ciudad si yo se lo pedía. Pero durante el baño me di cuenta de que realmente Ana buscaba a Jorge y no a mí. Eso me sentó como un tiro y aunque intentaron convencerme de que me quedara porque amenazaba lluvia, el hecho de que Ana no dijese nada todavía me cabreó más. Así que me fui y Javier, el tonto bonachón, dijo que me acompañaba. Empezamos a andar en silencio, pues yo llevaba encima un mosqueo infinito pensando en que Ana y Jorge estarían pasándoselo de miedo. Un truenazo me hizo olvidar por un instante mi malhumor. Javier me dijo que volviésemos, pero yo no tenía intención alguna y le dije que sólo era una tormenta eléctrica. Instantes después empezó a jarrear. Vaya mierda de noche, qué más podía salir mal. Al llegar a la estación, empapados, tuvimos que esperar tres horas al primer tren. Cuando llegué a casa estaba como una moto, resfriado y jodido, pensando en la noche que habrían tenido Ana y Jorge.

Navia:
Mi nombre es Navia y soy la diosa de la lluvia. Aquella noche estaba preparando una señora tormenta cuando divisé a dos humanos salir de una casa y dirigirse por la carretera hacia un pueblo lejano. Uno de ellos llevaba una nube negra sobre su cabeza, una nube cargada de energía negativa que le estaba carcomiendo el alma. No podía permitirlo, así que preparé un fuerte trueno y envié, con todas mis fuerzas, una inmensa lluvia limpiadora que se llevase aquella energía tan oscura. Durante más de media hora empapé a los humanos, pero hay algunos que son muy raros porque al contrario de disipar la nube oscura que lo cubría, ese humano se empeñaba en autogenerarla continuamente mientras pensaba en sus propios fracasos.

Jaume Castejón
Grupo B


Suposiciones
Un tren en marcha. Un apartamento. Cinco personas en él.

La señora está fenomenal, cuarenta y pocos años y cada cosa en su sitio; suponemos que vota a Ciudadanos, Albert Rivera es muy guapo. La niña es hija de la señora, un suave capullo, de tal palo tal astilla; la niña no vota, las niñas de quince años no votan. El señor mayor es más que mayor, un carca, de los ochenta no baja; lo mismo en las próximas vota a VOX. El cura es un cura casi de los de antes, no gasta sotana pero sí alzacuello; seguramente vote al PP. El estudiante, supongamos que estudia poco, que juerguea mucho y que vota a Podemos. Ya tenemos el cuadro completo. ¡Ah!, no, los móviles; todos andan pendientes de los móviles, en un tren en marcha no hay quien no se cuelgue del móvil. Y de pronto...
Se hace la oscuridad, una oscuridad total, siempre que un tren entra en un túnel, se hace la oscuridad. Es entonces cuando resuena el beso; fuerte, sonoro, nítido. Casi de inmediato, el sopapo, el guantazo, la bofetada... ni se sabe, con todo a oscuras, la verdad, muy difícil. Y estalla la luz, siempre que un tren sale de un túnel vuelve la luz que te deslumbra.
Cada uno vuelve a su móvil. Pero si te fijas, ahora nadie hace caso a la pantalla, todos andan con la vista perdida, metidos en suposiciones.
La señora: date cuenta la niña, quince años y cómo los atrae, habrá que tener cuidado con ella; aunque mira si sabe defenderse. La chiquita: jó con mamá, quién se habría pensado el guarro que haya sido que es mamá; menuda es mamá, le ha metido una ostra que lo habrá dejado temblando. El señor mayor: el gamberro ese, fijo, porque no creo que el cura... en tiempos de Franco esto no pasaba. El cura: ¿no te jo... digo, no te fastidia?, menuda que me he ganado, y sin comerlo ni beberlo.

Suposiciones.
¡Ah!, no, espera, el estudiante, que se nos había traspapelado el estudiante. El estudiante: pues ha salido bien, oye, al próximo túnel otro beso que me doy en la mano y otra que le suelto al cura.

Pascual Martín
Grupo B


La noche

La noche está muy avanzada; la gran avenida se presenta ya vacía y ajena al bullicio. La profunda y cerrada niebla que a esta hora engulle toda la ciudad envuelve con su blanco y húmedo abrazo la profundidad del bulevar creando en la espaciosa calle una atmósfera de inquietante misterio. En estos momentos, nada quiebra el fugaz
pero incontestable reinado del silencio, verdugo implacable este del estruendo y la algarabía, el mutismo es ahora el dueño absoluto del espacio.
Un hombre, que a juzgar por su paso decidido y firme se dirige hacia un destino cierto, se atreve a romper con su caminar el perceptible rigor del silencio.En un momento dado, cuando lleva diez o doce metros andando escucha unas pisadas tras él, al principio no le da importancia, pero después de uno minutos de trayecto, sintiendo que los pasos no cesan detrás de él, el temor empieza a apoderarse de su ánimo; de soslayo, pero sin detenerse, mira a ambos lados, no percibe ninguna presencia; no obstante las pisadas no dejan de seguirle por lo que decide acelerar un tanto su caminar; a pesar de ello el misterioso acompañante no pierde la distancia y continua a su mismo paso; a cada segundo que transcurre la inquietud se va adueñando más y más de su espíritu. Transcurre un buen rato antes de que, comprobando que el extraño no cesa en su persecución, decida detenerse, el perseguidor también se frena, armándose de valor se da la vuelta y profundiza todo lo que puede con su mirada, agudiza su vista con la esperanza de averiguar a quien pertenecen los pasos que desde que empezó a caminar por la avenida comenzaron a seguirle, la densa niebla le dificulta en gran modo la visibilidad por lo que nadie se manifiesta en la corta distancia; ante la no visión se gira de nuevo hacia su primigenia dirección y reemprende la marcha, pero ahora lo hace con más presteza que antes, también con más inquietud, pero con el deseo imperioso de llegar al destino que le corresponde y de esa manera poder abandonar a tan incomodo acosador; mientras eso pueda suceder los pasos que le persiguen no cesan, y si él acelera quien le sigue también, la incertidumbre le agobia; echa a correr entonces, "Tal vez así pueda dejarle atrás" piensa con la esperanza de que si apura el paso podrá despistar al inquietante hostigador; imposible, cuanto más corre él igual de rápido es el pertinaz sujeto, entonces, decidido, en un arranque de arrojo se para súbitamente, se gira con la valiente pretensión de enfrentarse a quien con tanto empecinamiento le está acosando, pero nada, de nuevo los pasos cesan y nadie está detrás de él, retrocede cuatro o cinco metros hacia atrás con el firme propósito de poder ver a quien con tanto empeño le persigue, pero parece que el ser que se ha erigido en acompañante indeseado cada vez que el hombre se vuelve se esconde tras la niebla, ¿Eh...! ¿Quién está ahí...? pregunta con la esperanza de encontrar respuesta; pero nadie contesta. Durante un rato permanece inmóvil y aguantando la respiración,; tal vez así pueda escuchar algún ruido que delate al tozudo perseguidor que sigue su misma trayectoria, el intento es baldío, transcurrido entonces el impasse torna con la definitiva decisión de llegar cuanto antes a su cada vez más ansiado destino. Transcurren cinco o seis minutos más antes de que por fin el hombre llegue a la puerta de su domicilio, durante este tiempo las pisadas no han dejado de perseguirle, le han seguido amedrentando.Saca las llaves de su bolsillo y rápidamente, aunque tembloroso, introduce la del portal en la cerradura, los nervios, que no le permiten actuar con rapidez provocan que todavía tarde ocho o diez segundos en abrir la puerta; por fin lo consigue, entonces irrumpe con celeridad en su portal y cierra la puerta tras de sí con violencia provocando con el gesto un enorme ruido. En la calle, el eco reproduce por toda la avenida el estruendo que ha originado el enorme portazo.

Eugenio Madrid Jiménez
Grupo A


El Cumpleaños de Ana

Bárbara:
Hola Ana, perdóname, ya sé que es muy temprano pero llevo ya dos horas despiertas. Te llamo para darte las gracias por la fiesta de ayer. No te puedes imaginar lo bien que fue todo. Un éxito, un verdadero éxito. Carlos estuvo encantador, no se separó ni un minuto de mí, totalmente entregado se desvivía por ir a buscarme bebida, comida… Y no sólo eso: me pasaba la mano por la espalda, me cogía del brazo, me llevaba por todos los rincones del jardín… Creo que la cosa va a funcionar.
Tu fiesta cumpleaños será la fecha que grabaré en mi diario para marcar el inicio de esta relación porque, a partir de hoy, Carlos y yo vamos a estar juntos. Ya verás cómo me llama antes del mediodía para quedar ¡Estoy tan emocionada!
Siempre he estado enamorada de tu primo Carlos, ya lo sabes. Por eso, hacer que coincidiéramos en la fiesta ha sido la mejor idea de tu vida, más aún, sentarlo a mi lado, para que pudiera concentrarse en mí durante toda la cena. Y luego, en las copas, recorrimos juntos el jardín y saludamos a todo el mundo, como si ya fuéramos una pareja: ‘Bárbara y Carlos’ ¿No te parece? ¿Cómo nos vistes? ¿Qué te parecimos?
Ya sé que no te dejo hablar pero es que estoy alucinada. Deberíamos quedar luego y así podré contarte todos los recuerdos que tengo en mi mente, sus detalles tan amorosos, tan caballerosos… Bueno, te dejo, no vaya a ser que llame.

Carlos:
¡Qué locura de noche! ¡Menudo despropósito! Si dura un minuto más... me suicido. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo, Ana no me hizo ni caso. Pensé que al insistir tanto en su invitación, queriéndose asegurar de mi asistencia, incluso ofreciéndome acudir con mi amigo David, había alguna razón más que la de celebrar su cumpleaños, que finalmente entendía y atendía a mis insinuaciones y que iniciaba un acercamiento.
Para colmo, la pesada de su amiga Bárbara me acaparaba, impidiéndome, en muchas ocasiones a acercarme a mi prima. Yo la llevaba de un lado para otro para aproximarme a Ana y poder dar comienzo a alguna conversación intrascendente que me permitiera entablar poco a poco otra más profunda, pero fue imposible. ¡Odio a Bárbara! Hasta un ciego se habría dado cuenta de mi actitud y, para colmo, pretendía que la acompañara a casa. En ese momento me dije ¡Hasta aquí hemos llegado! En cambio, educadamente, le contesté:
- No sabes cuánto lo siento. He traído a mi amigo David, que vive en la otra parte de la ciudad y no puedo dejarlo en la estacada.
¡Pobre David! Toda la noche tras Bárbara y ella ninguneándole de forma descarada, sin un ápice de misericordia. Si no hubiera sido por él y porque es la mejor amiga de Ana, la hubiera mandado a hacer puñetas…

Narradora:
La noche se presentaba interesante. Ana celebraba su 25 aniversario y lo hacía por todo lo alto con una gran fiesta en la finca que sus padres tenían en Cadaqués, una casa en planta baja, de estilo vanguardista, rodeada de un amplio jardín mediterráneo, situada al borde del acantilado de la Costa Brava.
La lista de invitados había sido el gran escollo. No quería dejarse a nadie importante, pero no podía pasar de cincuenta asistentes y haber acertado o no al escoger a las personas le había producido tal inquietud que, aún en el momento de recibirlas, se mostraba insegura de su elección.
Su amiga Bárbara se había convertido en un problema. Se conocían desde primaria y se querían profundamente. Sus primeros novios, sus primeras fiestas, sus primeras cervezas, sus primeros porros… siempre juntas. Se llevaban muy bien y eran como hermanas. No obstante había una cuestión espinosa entre las dos: el primo Carlos. En realidad era un pariente lejano con el que tenía una gran amistad y que, en un momento de su relación del que ya no se acuerda, decidieron considerarse primos, y así se llamaban entre ellos. Era un encanto, un hombre maravilloso, guapo, serio, buen conversador y también un excelente partido, puesto que era un reputado profesional que ejercía la abogacía en uno de los Bufetes más prestigiosos del país. Bárbara la instaba continuamente a hacer de celestina para conseguir que ellos dos se liaran. Y, aunque en muchas ocasiones, le había sugerido la posibilidad de que él no estuviera interesado, parecía como si ella no entendiese el mensaje. Finalmente, había accedido a su insistente petición y los puso juntos en la mesa, a ver si se resolvía el conflicto, de una vez y la dejaba en paz.
Invitar a Carlos le abría el camino a proponerle que viniese acompañado de David, que era quien le interesaba a ella. Este amigo había aparecido varias veces con su primo en la playa, en el paseo marítimo, cuando paseaba, o en casa los domingos a la hora del vermú. Bárbara también le conocía porque en la mayoría de las ocasiones estaban juntas.
Lo que ignoraba Ana es que de quien estaba enamorado Carlos era de ella y que esa noche estaba decidido a declararse. Desde pequeños compartieron juegos, riñas y proyectos, ahora eso no era suficiente porque, cada vez más, sentía la necesidad de estar el resto de su vida con ella. Tras años de silencio, esa noche iba a hablar, a decir todo lo que no le había dicho antes. Pensaba que era la mejor fecha posible, el día de su 25 cumpleaños.
El cuarto personaje de esta historia, David, bebía los vientos por Bárbara, quien haciendo honor a su nombre le ignoraba de tal forma. Le parecía la chica más bonita que había visto jamás y su belleza se extendía a su forma de ser: graciosa, desenfadada, risueña. Esa invitación abría un amplio campo de posibilidades…
Nada salió cómo quería ninguno de los protagonistas: Bárbara acosaba a Carlos, Carlos buscaba a Ana, Ana se insinuaba a David y David se mordía los nudillos mientras Bárbara ni le dirigía la palabra.

Maxi Moreno
Grupo B


Triángulo

Correo electrónico
Alfredo Sevilla <alfredSH@yahoo.com>
Martes 06/12/2018 9:38

Hola Pedro:

He meditado mucho antes de decidirme a enviar este correo. Era más fácil callar, no decir nada, porque haciéndolo sé que voy a hacerte daño. Sin embargo, creo que la amistad que venimos manteniendo desde los tiempos del colegio me obliga.
Podría haberte telefoneado, pero temí cometer alguna torpeza. Por ese motivo he preferido escribir y reescribir este texto muchas veces, hasta que he sentido que exponía los acontecimientos con precisión, -quería que fuera esclarecedor- y también, con delicadeza, -para infligirte el menor daño posible. Te cuento cómo sucedió todo.
Ayer por la tarde me di de bruces con Marta. Estamos los dos asistiendo al mismo congreso y ninguno lo sabía. Conmigo siempre ha sido amable aunque un poco distante, por eso me extrañó que insistiera tanto en que cenáramos juntos. No tuve el valor de negarme a pesar de que tenía otros compromisos.
Apareció en el restaurante con un vestido muy atrevido que chocaba con la habitual discreción de su indumentaria. Durante la cena estuvo encantadora y conforme fuimos bebiendo más champán su simpatía fue derivando en claro coqueteo. Cuando acabamos la segunda botella de champán sus insinuaciones habían subido de tono y eran ya, una clara provocación. No supe resistirme y acabamos en su cama.
Me desperté a medianoche y salí huyendo. Estoy avergonzado. El que me repitiera varias veces que ya no estabais juntos no me impide sentir que, de algún modo, te he traicionado.
En tributo a nuestra amistad sentí que tenía que decírtelo. Que vieras qué fácilmente ha superado vuestra ruptura, que supieras, en definitiva, de qué tipo de mujer has estado enamorado.
Aunque sé que te hago sufrir, espero que comprendas que me mueven las mejores intenciones y el mayor de los cariños.

Alfredo.

Pedro. Martes 06/12/2018

¡No quiero ni pensarlo! Prefiero que ella me lo explique. La he llamado una docena de veces y no contesta. Supongo que ha desconectado el móvil para no ser interrumpida durante las sesiones del congreso. O quizás, es que se siente tan avergonzada que no tiene el valor de hablarme.
No puedo entenderlo. Estuvimos de acuerdo en poner un poco de distancia entre nosotros. En volver cada uno a su casa para tener un poco más de independencia. Pero fue ella la insistió en que nada cambiaba, que seguíamos juntos, que nos amábamos como siempre. Es ella la que me llama casi a diario. Ayer mismo, entre dos ponencias, me repitió que me quería y que me echaba mucho de menos. ¿Quién puede entender ese cambio tan extremo de la mañana a la noche?
¿Y por qué tampoco contesta a mis mensajes?
¡Para remate…, con el petulante de Alfredo! No sé porqué se tilda de amigo. Sí, nos conocemos desde niños, aunque jamás hemos tenido una relación estrecha. Ya de muchachos su presunción me irritaba. Y siempre sentí hacia él una vaga desconfianza, algo impreciso que me empujaba a mantener las distancias.

La cena. 05/12/2018

Alfredo no la localizó hasta mediada la tarde. A la salida de una ponencia se hizo el encontradizo.
-Marta, ¡qué casualidad! No sabía que estabas en el congreso.
-Sí, presento una ponencia mañana. He venido con varios compañeros del departamento -responde con poco entusiasmo- ¿Y tú que haces aquí? Creí que tu trabajo no tenía relación con la Microbiología.
-Me ha enviado mi jefe. Estamos en un proyecto con dos universidades americanas y vamos a aprovechar el congreso para ponernos al día sobre los avances realizados. Por cierto, es una verdadera suerte haberte encontrado. Iba a llamar a Pedro para pedirle tu número. Es que, a lo mejor, tenemos algo para ti en mi empresa.
-¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?
-Ahora no tengo tiempo para explicarte. ¿Qué te parece si cenamos juntos?

A Marta la idea le desagradaba. Siempre había sentido una intensa antipatía por ese amigo de Pedro tan fatuo. Pero su situación en la universidad era bastante precaria y un trabajo en una gran empresa farmacéutica era su gran sueño. Aunque tenía reticencias, no podía negarse.
La cena estaba llegando a su fin y Marta sufría con impaciencia que Alfredo no hiciera referencia al empleo. Y encima había tenido que simular que no se percataba de sus insinuaciones obscenas.
El otro se recreaba, además, dilatando el tiempo. Cuando pidió otra botella de champán, Marta comenzó a removerse intranquila en su silla. Quizás debería marcharse.
Llegó la nueva botella y les sirvieron otra copa.
-Llevo pensando mucho tiempo en ti. Ya habrás notado que me gustas mucho…- comenzó Alfredo.
En ese momento Marta supo que no habría una oferta de trabajo. De hecho, no le sorprendió la proposición lasciva de él. Quizá sólo su rudeza, su sordidez. Pensó abofetearlo y salir corriendo. Pero finalmente controló sus nervios, se levantó de la silla y se despidió con frialdad. Ni siquiera le dirigió un reproche.
-¡Es una estrecha! -se dijo él- O tal vez sigue colgada del gilipollas de Pedro.
Se sirvió otra copa y se quedó meditando un rato.
-Me parece que ha llegado el momento de que ese cabrón me pague por su arrogancia.

Pepe Lorenzo
Grupo B

La memoria de los sentimientos

La poesía ocupa un lugar de excepción en nuestro taller. Por eso el lunes pasado invitamos a Mari Ángeles Pérez López para hablar de su obra y en especial de Fiebre y compasión de los metales, un libro hermoso y rotundo que brilla y corta en cada una de sus páginas.

Mari Ángeles es una poeta de la materia, como lo fuera Neruda. Pero detrás de esa materia hay una aleación poética invisible al ojo de quien no acostumbra a profundizar sobre las cosas.



Asistimos con rabia y dolor al espectáculo del mundo, donde la barbarie y el odio se imponen como fiebre que no cesa a la maravilla de ser y existir. Esa contemplación, ese dolor que apenas admite compasión se vuelve desahogo y verso en cada endecasílabo blanco de la escritora.

En la mayoría de los textos hay una herida, un temblor, una extrañeza, un miedo provocado por un metal, ya sea bisturí, aguja o punzón; herramientas para la costura o la reparación, ya sea un arma.
María Ángeles nos invita a participar con este libro imprescindible de la memoria de los sentimientos.

Transcribimos a continuación algunos de los poemas:


El bisturí

“El bisturí inocula su dolor.
En el corte limpísimo florece
el polen que envenenan las avispas,
su aguijón turbulento y ofensivo.
La mesa del quirófano está lejos
de la luz y la tierra del jardín,
su amor desesperado por la vida
y el material mohoso del origen,
lejos de la pasión de los hierbajos
y la piedra porosa en la que sangra
la desgastada edad de las vocales
que escribieron verdad y compañía.

En la asepsia que exige el hospital
el bisturí recorta el corazón
de la página blanca del poema,
la sábana que tapa el cuerpo enfermo.
No queda ni memoria ni alarido,
tan solo un hueco rojo en el lenguaje.
En la mano que empuña la salud
hay sin embargo un corte diminuto,
una línea de sangre y su alfabeto.”

                       con Álvaro Mutis
                       también con Gambarotta


Cada aguja

“En cada aguja gime su puntada
la lágrima metálica que moja
con su piedad, su acero luminoso,
lo quebrado, lo enfermo, lo mendigo.

Su compasión empapa los quirófanos,
la disidencia herida de la piel
que se restaña con cordial violencia
en los guantes quirúrgicos de látex.

Su compasión moja también el viento,
los costureros ralos de la guerra,
las fábricas de lana y zapatillas
los tiempos del agravio y la sutura
para iniciar después la misma noche
en cada noche abierta sin dedal.

Por la lágrima bajan la morfina
y el hilo enrojecido de la sangre
que une el dedo meñique al corazón
como vena que el ojo de la aguja
transformó en hilatura y en vivir.
Filamento de luz en lo invisible,
libélula y metal cada puntada.”


El punzón

“El punzón reconcilia los oficios.
Sobre el cuero y la piel, en la hojalata,
en la lámina ardiente del metal
el punzón atraviesa las tareas,
la matriz que sostiene los objetos
como cobijo firme y silencioso,
expoliación, entrega del vivir.

Percute con violencia amabilísima
en el botón del sastre y su cansancio,
su redonda manera de decir
que noche y madrugada son lo mismo
cuanto canta, agotada, la pobreza.

Percute en las insignias, las medallas,
los  broches que apaciguan su altivez
con el beso de acero, con su herida.
Percute en el troquel del beneficio,
también en las monedas que mancharon
el pan envilecido y harapiento
si lo amasó la usura, y no el amor.

Cuando el lucro emponzoña la mañana
el punzón pide a gritos la alegría
con que las manos aman el trabajo
como el surco que hiere y restituye.”

                              con Ezra Pound


Correas

Correas que sujetan las palabras
a la rueda inflexible de la boca,
grilletes de decir y no decir.
El óxido violenta las encías,
las bóvedas oscuras de la sed.
En el temor se enferman las vocales.
Hay luz muy sucia en el mandil del tiempo,
moscas sobre los zocos de la ira,
grumos de desamparo en cada litro
de leche almacenada en los arcones
con que asciende el umbral de la pobreza.

Formas de expiación, desgarraduras,
ganchos de carnicero que desangran
pulmones sonrosados de animal
-uno es Oriente, el otro es Occidente-.
Cada animal conoce su dolor,
es inocente siempre en su dolor.
Y con su gota espesa y pegajosa
la tierra fertiliza los manzanos,
la fruta que también es inocente.

Sin embargo, al morder y al escribir
letras de aire en su cuerpo malherido,
la boca deja un rastro de semillas.
Omnívora y febril, también elige
pedirle compasión a los metales,
pedir a los grilletes que liberen 
su presa con un tajo de puñal
que brilla como un sol inesperado.
Que las correas suelten las palabras.
Que sean compasivos los metales.


Si quieres conocer con más detalle su obra ella misma te la explica en estos vídeos:






PROPUESTA DE ESCRITURA:

[...] Los metales constituyen una “serie” gradual, en la que cada uno presenta una superioridad jerárquica sobre el inferior, hallándose el oro en el punto terminal. Por esta causa, en ciertos ritos se exigía al neófito que se despojara de sus “metales” (monedas, llaves, joyas), símbolos de sus hábitos, prejuicios, costumbres, etc. Sin embargo, por nuestra parte, nos inclinamos a ver en los metales y astros, en cada par asociado y concreto como, por ejemplo, Marte –hierro-, un núcleo ambitendente, cualidad hacia un lado, defecto hacia otro. El metal derretido es un símbolo alquímico que expresa la coniunctio oppositorum (fuego y agua), relacionada asimismo con el mercurio, Mercurio y el andrógino primordial de Platón. De otro lado, resalta el simbolismo liberador de las cualidades “cerradas” (sólidas) de la materia, de donde su conexión con Hermes Psicopompo aludida. Las correspondencias planetarias de los metales son las que siguen, de inferior a superior: plomo (Saturno), estaño (Júpiter), hierro (Marte), cobre (Venus), mercurio (Mercurio), plata (Luna), oro (Sol).

Elige uno de estos siete metales y escribe un texto relacionándolo con su correspondiente planeta. Procura que ese metal se encarne en un objeto: oro (cadena), plomo (soldadito)...


Y estos son los textos enviados por algunos de los miembros del taller de escritura:


Mercurio

Tiene el mismo nombre que su planeta, siempre me cautivó que fuese líquido, su color, su brillo, el ser casi una esfera de espejo.
Todos los metales de hunden en el agua, pero en el mercurio casi todos flotan, incluso el plomo; "eres más pesado que el plomo", aunque deberíamos decir : eres más pesado que el oro, pues el oro si se hunde, y no sólo se hunde sino que se disuelve en el mercurio. Quien haya jugado con la gota de mercurio teniendo el anillo de oro puesto, lo ha podido comprobar.
Era fascinante el comprobar como después de romperse en mil pedazos, con aproximarlos se volvían a unir, no una vez, todas las que fuesen necesarias para saciar tu curiosidad. Era algo milagroso, todo lo que había roto hasta entonces, era casi imposible el volverlo a unir, pero el mercurio tiene esa propiedad.
Lo asocio con los termómetros antiguos. Alguno lo llegué a romper para disfrutar con la bolita de mercurio.
Desgraciadamente se ha descubierto que es tóxico y se han dejado de fabricar, también han suprimido las amalgamas de mercurio para los empastes dentarios, pero no ha habido ninguna campaña para quitarlos, así que tengo el veneno en mis muelas, y moriré envenenado dentro de cien años. "Ciencia vana, que lo que verdad es hoy, no lo es mañana".
Es el primer planeta, el más cercano al sol, el más caliente, el más pequeño.
Mercurio además fue un dios romano, hijo de Júpiter, era el mensajero de los dioses, dios de los viajeros. Tenia alas en los pies; me gustaría tenerlas; ya que esto es imposible, por lo menos tengo alas en la mente, en la imaginación; lo más rápido del universo. En un instante estoy en Mercurio a millones de kilómetros de la Tierra. He llegado más rápido que la luz, que tardaría unos minutos.
Ahora estoy en Mercurio, calentito y viendo el Sol de cerca. No se puede pedir mas.

José Luis Juan Fonseca
Grupo 1


Planeta chatarra

En la tierra la alquimia de la piedra
sueña su lava de oro derretido
transmutada su alma mineral
en elixir de fuego.

Y la escoria esconde en el diamante
su dureza de estrella cristalina
tras el vuelo en un tiempo sin origen
puro como la muerte.

Y somos aleaciones en el barro
las manos enterradas en volcanes
que forman sus figuras caprichosas
en el vientre del agua.

Perseguimos nobleza de metales
en la ganga de sucios vertederos
y estamos condenados por los dioses
a reciclar chatarra.

Ignacio Aparicio
Grupo A


El anillo y la luna

La tristeza en mi dedo
del anillo de plata,
tan ciego y sometido,
buscando devanarse
en un hilo tan dulce
que se ate con el halo
de la luna hermosísima.

Emilia González
Grupo B

(Para Mª Ángeles Pérez López con admiración)


Olores
(Fondo musical:”Midnight in the temple of Baal” de David Antony Clark)

En la oscuridad de aquella estancia, amparado en las sombras, oculto a tu mirada, te observaba y tu cuerpo desnudo se contorneaba. Bailabas con la luz de la luna. Los aceites y los perfumes extendidos por tu piel reflejaban la pasión con la que te movías y los olores de la danza llegaban a mí. Ardía de locura, de deseos, por salir de mi escondite y mostrarme.
Exhausta, con tu cuerpo empapado, caíste sobre las almohadas y la luna se encaprichó en fijar sobre tus pechos aquella luz plateada. Avancé un paso, pero me detuve para contemplar la maravilla de tus sombras. Quise que el tiempo se detuviese, pero mi presencia ya te había alertado.
Con una sola mirada supe que me invitabas a sumergirme en la mezcla de olores que tu piel anhelaba...

Jaume Castejón
Grupo B


Mercurio

Cuando yo era pequeño me sentía más importante que mi hermano porque mi zodiaco era el más potente y mi metal el oro, el suyo solo eran dos peces, pero la historia del Rey Midas me convenció de que el oro no era tan importante y me defraudó un poco aquella idea. Además, me gustan mucho los peces.
Un día por casualidad, (como suceden siempre estas cosas) con la caída accidental de un termómetro en casa conocí el mercurio. Los dos recogimos aquella especie de metal líquido como si del elemento más increíble se tratara, aquellas pequeñas partículas que se unían entre sí como por arte de magia. Convertimos aquello en el juguete más preciado, era una verdadera revelación, su textura, aquella materia nueva se hizo importante para nosotros. El mercurio se paseaba por nuestras manitas sin que mi madre se alarmara, (supongo que aquello era la misma ley que hacía que su abuela años atrás y siempre, después de comer diera a mi madre un gran tazón de sopas con vino tinto y azúcar para que durmiera la siesta.)
Me apasionaba le mercurio. Creía que no podía existir algo tan maravilloso en la naturaleza. Vaciamos los analgésicos de mi madre para recoger nuestro tesoro en un frasquito, había muy poco, así que días después el nuevo termómetro, (esta vez no tan accidentalmente) se rompió dentro de un vaso con ayuda de una cucharilla, y después le siguió el termómetro de la casa de los abuelos. Decidimos entonces hacer crecer más aún nuestro botín tanto que un día pudiéramos llenar la bañera y sumergirnos en él y no jugar con mercurio si no que, él jugase con nosotros, preguntamos a mi padre por ese planeta, nos contó que era el más cercano al sol, que era muy pequeñito y que su núcleo era liquido, entonces en mi cabeza todo encajaba.
-Claro (le conté a mi hermano) era así por que en este planeta no hay mercurio y que había que traerlo desde allí, imaginábamos grandes tuberías entre los dos planetas porque si no en la tierra no habría termómetros.
Después de esto yo decidí abandonar a mi astro rey para admirar con todas mis fuerzas a ese pequeño planeta al que aún no conocía muy bien y lo adopté como mío.
El tarro con nuestro tesoro un día desapareció de su sitio, supongo que mis padres se ocuparían de ello.
En el colegio descubrí la realidad del planeta, se acabaron los amables ríos de mercurio y todas las tuberías que yo creé en mi mente, descubrí que llegar allí era imposible, y que el planeta nada tenía que ver con esa materia tocaya que tanto nos había fascinado, que si había mercurio en la tierra, La hostilidad del planeta y del que un día fue mi juguete favorito y que sumergirse en él era imposible, que flotaríamos y cuan peligroso podía llegar a ser aquello.
Me quedó aquel recuerdo infantil de tardes raras y sueños de pesado metal, me quedó también el gusto por aquel color plomizo e indescriptible y aún suena bien en mis oídos su nombre. Mercurio.
Ayer hablé con mi hermano; le comentaba que antes me gustaba mucho el fútbol, hasta que desapareció la UDS, que había perdido el interés, y él me respondió: adopta un equipo pequeño, modesto, ya lo hiciste una vez, y además, ahora los peces tienen mercurio.

Esther Yubero
Grupo A


La Venus de cobre
(Cuaderno de historias del mono de un exfumador)

Había pasado toda la noche durmiendo de un tirón por el cansancio acumulado en el viaje y cuando desperté, al despuntar el alba, todavía era visible en el cielo el brillo, aunque mortecino, de Venus. La Luna llena se recortaba en el cielo como una pequeña nube de humo que, aun agarrándose tenaz a su forma, sabia que en cualquier momento sucumbiría a su desvanecimiento. Debía darme prisa pues, si quería avituallarme antes de proseguir mi viaje hacia Iquitos Me golpeo su sola presencia cuando la vi de lejos en el mercado del Cuzco.​Cual si hubiera intuido mi mirada, comenzó a girar suavemente su cabeza. Sus largos, lacios y negros cabellos, iniciaron una especie de exótica danza hasta que comencé a percibir el perfil de su rostro que, poco a poco fue desvelando su extraordinaria belleza. Sus ojos se clavaron en mí y ambos sonreímos. El golpeteo de mis sienes y la extrema sequedad de mi boca me alertaban de la tensión del momento que, se acrecentó a medida que nos fuimos acercando el uno al otro, como si de ojear los puestos del mercado se tratase. Nos volvimos a mirar y sonreír y hallé la calma cuando al fin coincidimos en un tenderete de objetos de cobre. Por alguna extraña razón comprendí que las palabras eran innecesarias en ese momento y me encontré haciéndole un gesto de invitación, para que escogiera algún objeto de los allí expuestos. Ella sin vacilar tomó un reluciente dedal de cobre. Por primera vez surgió de mi algo irreconocible, parecido a mi voz, con la que le pregunté por la razón de haber elegido dicho objeto. Mirándome directamente a los ojos, con voz suave y seseante me respondió : " Con este dedal coseré este momento para que jamás, el desgarro del tiempo, rompa el hechizo que ahora nos envuelve”. Y partir de ahí fue todo alquimia. Pero esa….es otra historia.

Carlos García Riesco
Grupo A


¡Dejadme en paz!

Mientras permanecimos entre los brazos de nuestra madre, adheridos o incrustados en su cuerpo, nadie corrió peligro. No sufrimos transformación alguna. Formábamos parte de una misma familia y contribuíamos a mantener hermosa y viva la Naturaleza.
Llegamos a este planeta procedentes del universo hace millones de años, cuando una inmensa mano nos depositó amorosamente en diferentes lugares con la sola intención de estar y ser observados.
Cada uno de nosotros se presentó ante el mundo con formas diferentes, con tonalidades distintas.
Hemos sido reflejo de los rayos del sol en espléndidas mañanas de primavera, en nostálgicos atardeceres de otoño. Vestidos por un manto de nieve, acariciados por el viento, besados por la lluvia, envueltos en la mágica luz de la luna.
Nos consideramos hermanos. Iguales a pesar de las diferencias de color, de formas y cualidades.
Todo era así hasta que llegaron ellos.
Entonces, nos arrancaron de los brazos de nuestra madre roca y nos convirtieron en objetos de uso. Y dejamos de estar para empezar a ser. De la apacibilidad de la quietud y de la calma pasamos a la agitación que provoca toda metamorfosis constante.
Y ahí comenzaron nuestras diferencias, nuestras desigualdades y nuestro distanciamiento.
Oro se convirtió en el más codiciado. Fue símbolo de poder y de riqueza. De ostentación. Comenzó a mostrar su orgullo y eligió el camino de la lejanía.
Plata quiso competir con su blancura, con su elegancia y su belleza pero jamás lograría destronarlo.
Cobre permitió que a través de su color rojizo la electricidad atravesara su cuerpo maleable convertido en hilos como estrechas sendas al final de las cuales podía verse la energía convertida en luz.
Estaño pasó a ser el protector de algunos de nosotros. Ese fue su papel, ese fue el uso que ellos le asignaron.
Uranio y Plutonio corrieron la peor suerte. Jamás imaginaron estar juntos, apresados en una cápsula mortal, aquel 6 de agosto de 1.945.
De mí, dicen que soy pesado y tóxico. De hecho, en un principio no fui considerado miembro de esta familia. Después ya sí. Soy el Plomo.
Nunca quise que me separaran de mi lugar de origen, de entre los brazos de mi madre. Resultó muy doloroso. A lo largo de los años me he visto sometido a todo tipo de golpes, cortes… He sido fundido por el calor del fuego y han hecho de mi forma original objetos de todo tipo; muchos de ellos tal vez hermosos –y me alegro de ello- pero otros tan solo han servido para matar.
En forma de proyectil, de bala…he recorrido millones de cuerpos, destrozándolos llegando a ver todos sus órganos esparcidos a pedazos y rodando por el suelo. Otras, mi contacto ha sido limpio y rápido entre la sequedad de los huesos, el calor de la sangre, la blandura y suavidad del corazón, de los pulmones o la viscosidad de las ramificaciones de un cerebro. A veces, he permanecido la vida entera de un hombre dentro de su cuerpo. Entré y no pude salir y allí permanecí hasta su muerte.
No quiero que me arranquen de los brazos de mi madre. Quiero permanecer pegado a ella, incrustado en su cuerpo. Inmóvil. Sintiendo el calor del sol, los rayos de la luna, las caricias del viento, los besos de la lluvia.
No quiero otro destino que no sea éste; para el que me depositaron aquí. Para ser hermano de mis hermanos y, entre todos, formar una familia dentro de esa otra gran familia que es la Naturaleza.
¡Dejadme en paz! Fui feliz durante millones y millones de años hasta que aparecieron ellos. Los hombres de la guerra, los que nos destruyeron y que se destruirán a sí mismos y a su memoria.
Quiero ser lo que fui y estar donde estuve. No quiero que cambien ni una diezmillonésima parte de mi cuerpo ni que me muevan un milímetro siquiera de donde estoy. Es un ruego, una plegaria, un grito, un por favor.
¡Dejadme en paz! ¡Dejadme en paz!

José Manuel Romero
Grupo A


Prejuicios

Relucen los adoquines mojados
en el brillo plateado de la luna...

El hombre camina muy lento, como si arrastrara una pesada carga. Mira hacia adelante, hacia el final de la calle en penumbra. Sus ojos clavados en el vacío, la mandíbula contraída, avanza indiferente a la lluvia que cae por su cara disfrazando, quizás, sus lágrimas.
Pestañea como si una luz le cegara. Es, otra vez, la misma visión. La mujer está de espaldas, hay una maleta abierta sobre la cama y ella va llenándola de ropa. Él musita su nombre y ella vuelve la cabeza solo un poco, lo justo para que él pueda reconocer en el ojo magullado una mirada de desprecio infinito.
La imagen lo ha paralizado un momento pero, renqueante, sigue avanzando hacia la luna plateada. Mete la mano en el bolsillo y se topa con el mango áspero del cuchillo. Lo aprieta con fuerza y, con un ademán brusco, lo saca de la gabardina. La hoja centellea en la oscuridad. La lluvia arrastra la sangre dejando manchas cárdenas sobre el suelo de piedra.
Otra revelación como un relámpago. Unas manos masculinas que amordazan la boca de la mujer. Ella trata en vano de gritar. En sus ojos vidriosos cristalizan el odio y el miedo.
Pasa una ambulancia silenciosa haciendo destellar las luces. El hombre deja caer el cuchillo y sigue su marcha pesadamente.

C

Otro día de vinagre y plomo. Desde que ascendieron a Ortega la oficina es una tortura para C. Raramente le dirige la palabra y cuando lo hace es para vejarlo con los trabajos más ominosos, esos que rechaza hasta el becario. Y nunca pierde ocasión de menospreciarle, de hablar de él como si no estuviera presente y en los términos más soeces y desdeñosos. ¡Ortega siempre le ha envidiado! !Si pudiera despedirse¡ Pero, ¿qué empleo va a haber para él en esta ciudad en ruinas? Y en casa tampoco hallará comprensión. Lo sabe de antemano.
Eva está en la cocina, sentada ante la mesa vacía, con las manos entrelazadas. C no ha llegado a esbozar un saludo cuando ella le espeta:
-Siéntate. Tengo que decirte algo importante.
Le anuncia que va a dejarlo. Él, primero, incrédulo, guarda un silencio expectante.
-Estoy deshecha. No puedo más. Nunca va a cambiar nada en esta miserable vida que... morimos juntos. Eres tan mentiroso... y tan cobarde. Me voy. Me tengo. Ya no puedo respirar.
C la sujeta por los hombros e implora. Ella se muestra impasible. El comienza a gritar y aprieta las manos. Ella trata de zafarse y entonces llega el golpe en la cara. Eva se detiene y él, abrumado, se separa incapaz de pronunciar palabra.
Pasa una hora. C ha permanecido sentado en la cocina mientras ella se ha ido al dormitorio. Ahora se han comenzado a oír algunos ruidos sordos. Él entra en la habitación. Eva ha puesto una maleta sobre la cama y está colocando en ella su ropa.
-Eva. Él la nombra en un susurro.
Cuando se vuelve un poco, C puede ver el ojo amoratado. A través de él su mirada es aún más retadora.
Se enardece y sin moverse de la puerta le grita:
-¡No vas a dejarme! ¡Te necesito! ¡Yo te quiero!
Ella prosigue su tarea en silencio. C corre a la cocina y vuelve con un cuchillo en la mano. Se coloca tras ella y con la mano izquierda le tapa la boca. Ella se revuelve y trata de gritar. C mira hacia el espejo del armario y descubre un poso de terror en los ojos de Eva. Una mancha roja comienza a extenderse por su vestido.

Relucen los adoquines mojados
en el brillo plateado de la luna...


-Tengo algo que decirte. Le espeta Eva al verlo entrar por la puerta. Quiero que te vayas de mi casa. No puedo vivir así ni un minuto más. Odio este pozo negro en que se ha convertido nuestra existencia... Pensar que me tocas me repugna... Me ofende cada una de tus palabras...
-Eva... Solo puede articular su nombre mientras se acerca para tomarla por los hombros. Ella hace un gesto para zafarse y se golpea en la cara con un estante.
-¡Oh! Lo siento. ¿Estás bien? Pregunta A solícito.
-¡Déjame! Responde ella y sale de la cocina frotándose la parte dolorida.

Él se queda en la cocina indeciso. En su cabeza va pasando revista al tiempo que han compartido. De los primeros tiempos de incontenible pasión a los últimos meses de frialdad y distanciamiento. Es una sucesión vertiginosa de imágenes que lo deja aturdido y desolado. ¿Cómo pudo no haberse dado cuenta? Todo aparece ahora con una luz reveladora, cada acontecimiento anticipando el siguiente. La cabeza le bulle. Se remoja la cara en el fregadero y cuando levanta la vista le sorprende la luz fría, casi metálica, de la luna. Está velada de nubes.
-Quizás llueva. Le incomoda tener un pensamiento tan intempestivo.

Ha pasado bastante tiempo cuando, al fin, se decide y va hacia el dormitorio. Ve su maleta sobre la cama. Ella está poniendo en ella la ropa de A, sus cosas de aseo, sus libros.
-Eva, quizás deberíamos hablarlo más despacio...- Pero las palabras se le quiebran en la boca ante la mirada fría que ve en el ojo tumefacto de ella. Se ha vuelto solo un poco, pero enseguida reanuda su tarea.
Él vuelve a la cocina, se sienta y con la cabeza entre las manos llora mansamente.
-¡Coge tu maleta y márchate! Ella ha entrado en la cocina.
-Pero Eva, vamos a pensarlo mejor.
-¡Vete!
-Pero estos años...
-¡Vete! Repite dejando traslucir un inmenso cansancio.
A levanta la mano tratando de taparle la boca. No quiere volver a oír esa palabra que teme como un veredicto. Eva retrocede un poco hasta toparse con el fregadero. Por un momento su mirada se tiñe de miedo y con una mano empuja el cuerpo de A mientras con la otra busca a ciegas, detrás de ella, algo con que defenderse. Él se aturde, su gesto no era hostil, pretendía sólo evitarse el dolor del imperativo repetido. Se retira un paso. Ella ha encontrado un cuchillo y lo blande, no como una amenaza sino, más bien como una señal, una frontera.
-Yo no quería... Comienza A y, con un gesto impensado, agarra blandamente el cuchillo por la hoja. Ella lo suelta.

Ninguno de los dos se mueve hasta que A ve en los ojos de ella un océano de desafección y certeza. Aprieta la hoja del cuchillo hasta sentir su propia sangre deslizarse entre los dedos. Lentamente, da la vuelta y toma la maleta. Ella lo ve alejarse en silencio.

En el rellano mete el cuchillo en el bolsillo y con la mano manchada de sangre pulsa el botón del ascensor. Al fin, alcanza la calle.

Relucen los adoquines mojados
en el brillo plateado de la luna...

Pepe Lorenzo
Grupo B


Venus

Pude asistir al proceso completo de fabricación; el maestro fundidor se avino amablemente a ello y lo mismo el aprendiz, que se ocupaba en atizar el fuego. Para mí resultó la mar de interesante, ya me habían informado de que nada como Lahij, en Azerbaiyán, para la artesanía en cobre. Desde luego no salí defraudado. Vino luego el martillear el metal fundido hasta modelarlo en capas finas. Con todo, lo que más me gustó, el ornamento de la placas a base de un cuidadoso repujado y el posterior pulido hasta obtener un producto brillante, muy atractivo.

Luego, me costó convencer al artista para la realización del anillo y los pendientes conforme al diseño que le presenté. Logré persuadirlo a base de mucho insistir. Debió ser un argumento definitivo el explicarle la correspondencia del cobre con Venus. Sin falsa modestia, creo que soy un buen convencedor y acerté a planteárselo justo por el lado más conveniente. Lo de enseñarle los cien dólares (que añadiría yo al precio que conviniéramos) es aparte. El trabajo final, una maravilla: dos platos de un dibujo finísimo, un juego de té precioso y por último el anillo y los pendientes, capaces de enamorar a cualquiera. Al final añadí otro billete de cien dólares, pero bien merecía la pena. Mi convencimiento era total, nada podía fallar. Venus... Dejé el establecimiento envuelto en una nube. No demoraría en absoluto el encuentro.

Fracaso. Un fracaso total. La encontré hermosa como la soñaba, si no más aún. No perdió en ningún momento la sonrisa y eso la hacía más bella todavía. Su voz era dulce como la miel, pero el tono firme no dejaba ninguna opción: «Muchas gracias, Patricio, guapo, es todo precioso, pero las diosas somos más de otros metales: plata, oro... Mira a ver, repásate la ficha del taller, es posible que la correspondencia del cobre sea con Venus, sí, pero con Venus planeta».

Pascual Martín
Grupo B


Metal con amor
mentira o realidad
idiosincrasia

Alfredo Domínguez
Grupo B


ÉRASE UNA VEZ UNA NOCHE, EN ARABIA.
“[…]

Sobre ellos, el primer eclipse. La Luna besaba al Sol, y el mundo era de nuevo.”

- Espero le haya gustado. Sin embargo, hay otras historias sobre el inicio de los tiempos. Existen multitud de piedras soñando que son pájaro1… La siguiente, comienza así:

“De todo derivó el mundo, y el resto se dividió en tres. Anhelando placer, belleza o sabiduría; hubo un rey, una artesana, y un ermitaño. En el cielo no había astros, un ave de fuego, volando errática y libre, era sinónimo de luz, la luz necesaria para que el hombre proliferase.

Muchos años acontecieron, y entonces nació un deseo. Era deseo, egoísta, de un rey. ¿Y si el pájaro de fuego fuese de su propiedad, y tan solo pudiese volar entre los muros de su gran palacio? Hizo llamar a todos sus hijos, a fin de cuentas se habían convertido en los guerreros más capaces y diestros, pues trazas de divinidad aún contenía su sangre. Liderados por el poderoso Júpiter, la bella y letal Venus, y el sanguinario Marte, todos acudieron. Sin más dilación, el rey tomó la palabra:

- Traedme al pájaro. ¡Quiero el “ave de fuego”!

- Pero… Padre, el pájaro cumple un cometido muy importante… - entre la prole convocada habló uno de los hijos - ¡No podemos negarle al mundo su luz!… Yo… - de repente, su voz, extinguida. Cayó al suelo. Apenas manaba sangre de la herida que había acabado con él. Veloz, y sin embargo precisa.

- Así se hará Padre, ¡tendrás tu pájaro! – sentenció Mercurio.

Hay multitud de leyendas sobre los hijos del rey y la captura del pájaro. Pues sí, el pájaro fue capturado. Victoriosos, sólo 9 regresaron.

El mundo había perdido su brillo, por capricho y vanidad. A oscuras, el caos amenazaba con maniatar a los hombres, y el rey planeaba sacar provecho de ello. Las doradas alhajas que lo envolvían no eran suficiente, en su retorcida mente, para simbolizar su superioridad; y la “pluma de fénix” demasiado valiosa como para no sacar provecho. La “gallina de los huevos de oro” era suya y a más riqueza, más saciaría sus placeres. Más alimentaría su ego. Después de todo era un dios. “

- ¿Así termina? ¿Has terminado con tu historia?

- No, esposo mío, hay más personajes en esta historia, recuerde, una artesana, un ermitaño, y algún otro, que aún no ha hecho acto de presencia.

- Bien. Aunque ciertamente me hubiese gustado conocer alguna de las leyendas sobre la captura del pájaro…

- Descuide, una historia no tiene porqué ser lineal – Sherezade sonriente, a la par que aliviada, sabía que con ese relato que acababa de inventarse había aplazado su sentencia. Otra vez.

Amanecía un nuevo día, en Arabia.

Diego Rico Suárez 
Grupo A

1 Ver “En el aire, la piedra” de María Ángeles Pérez López.


El brillo cobrizo de Venus

Al abrir los ojos distinguió claramente el círculo marrón que rodeaba su cornea derecha
-¡Ya estamos! -se dijo- Wilson ataca de nuevo...
Desde hacía un año, los síntomas aparecían con mayor asiduidad. Cada mañana respiraba hondo antes de abrir los ojos con la esperanza de que ese fuera un día libre de angustia. Pero hoy no lo era.
La constatación de su mal le producía gran desazón y la conducía cada vez más a la desesperanza. No obstante, se permitía el desanimo justo hasta poner los pies en el suelo, a partir de ese instante iniciaba la rutina diaria ignorando cualquier asomo de incomodidad, de ninguna manera iba a permitir que Wilson gobernara su vida.
Hablaba de Wilson como si fuera un ser vivo con cualidades humanas, aunque no especialmente benévolas, pero lo cierto es que se trataba del nombre que los científicos habían puesto a su enfermedad, una dolencia detectada en la adolescencia y que, ahora en la madurez, estaba demostrando toda su virulencia.
Venera se levantó y fue directa a la ventana para contemplar el cielo. Buscaba a Venus, el único planeta que se puede ver durante el día, pero no pudo localizarlo porque, entre otras cosas, la mañana se presentaba con amenaza de lluvia y aquellos negros nubarrones impedían su visibilidad.
-¡Qué bonito! -Le reprochó mirando al cielo- Hoy te escondes de mí para que no te maldiga. Pues te equivocas porque pensaba mandarte un beso y decirte que sigues siendo mi guía, tal como tú me recuerdas constantemente, no en vano me bautizaron con una variante de tu nombre.
Decidió iniciar sus hábitos matinales y cuando llegó a la cocina no pudo evitar fijar su mirada en el caldero de cobre que colgaba del techo, en el rincón situado frente al frigorífico. Ese caldero formaba parte del patrimonio familiar: lo recordaba permanentemente suspendido encima de la lumbre de la casa de los abuelos y, más tarde, apoyado en la repisa de la chimenea de la casa de su madre. Ahora presidía, desde lo alto, su pequeña cocina siguiendo, así, con la custodia de la herencia.
A medida que avanzaba la jornada, Venera observaba su cuerpo y los cambios que se iban produciendo, de forma lenta pero implacable, que empezaban con la mácula ocular, seguían con el dolor de cabeza y podían llegar a los espasmos musculares o a las temidas convulsiones. Hoy tendría que esmerarse en liberar la dieta de cualquier mínima traza de cobre, evitar los moluscos o el hígado, alimentos cuya ausencia no le producía ninguna desazón, pero retirar el chocolate o los frutos secos la enojaban profundamente.
-Además, tengo que renunciar a los pequeños placeres de la vida - se quejaba para sus adentros a la vez que renegaba una y otra vez de Wilson.
Había adoptado esa personalización de la enfermedad como fórmula cotidiana.
- Ya que me viene acompañando toda la vida y que no me piensa abandonar nunca, es mejor tratarnos como compañeros de viaje que somos, aunque nunca amigos.
- Este iba a ser un día duro -presagiaba. Y por tanto había que contrarrestarlo desde todos los ámbitos posibles. Decidió llamar a sus amigos para dar la vuelta a la situación y buscó rápidamente un pretexto para hacer una fiesta. El motivo era lo de menos, ellos ya lo sabían.
Se dispuso a preparar la merienda a la que estaría invitado su grupo más cercano. Ellos entenderían la convocatoria como en otras muchas ocasiones y acudirían puntualmente a su llamamiento.
Entró en el whatsApp y lanzó su voz de auxilio:
"Llamada a los venusianos. A partir de las 8pm nos encontramos en la terraza de mi casa para dar la bienvenida al lucero de la noche. Invocaremos a Venus Afrodita para que nos ilumine en nuestro tránsito a la vida eterna. Habrá refrescos, alcohol y bocadillos libres de cobre ¡Cobardes abstenerse!"
La respuesta fue inmediata
- OK
- Ahí estaremos
- Olé, otra fiesta!
- aplausos
- dedo pulgar alzado
- aplausos
-copas de cava, jarras de cerveza

-OK
A las 8 en punto de la tarde abrió las puertas de la terraza para observar al planeta con el día más largo del sistema solar, cuyos influjos marcaban su destino. Ese cuerpo celeste y el metal que lo caracteriza le habían señalado el camino desde su nacimiento, no iba a renegar de ellos a estas alturas. Las nubes se abrían y permitían reconocer su brillo inconfundible. Venera decía que le recordaba el brillo cobrizo de su caldero familiar y que ellos tres formaban un triángulo equilátero, permanentemente unido. Sacó la bandeja de copas y brindaron por todo y por nada, sólo por el afán de brindar.

Maxi Moreno
Grupo B


Entre agujas
Herramienta viene de hierro,
el hierro con el que se forjó el rastrillo,
el rastrillo que reúne,
en esta ocasión dos cuerpos.

El escenario, un pinar.
Vetusto, añejo.
Incontables agujas han ido tapizando el terreno.
Nunca solas, sino ayudadas por el tiempo.

Tanto tiempo ha pasado,
que no tendríamos horas
para saber cuántas fueron,
aunque ilusos no lo propusiéramos.

Mar de olas,
olas de tierra,
los montones de agujas,
sobre la verde hierba.

Hierba en forma de musgo,
bañado por las mareas
que implacables se reproducen,
con el relente de las mañanas nuevas.

Dos afanosos recolectores,
con denuedo, peinan la tierra,
dibujan palabras,
aunque no tengan letras.

Y aparece Marte,
el rojo planeta,
el rojo de amarte,
cuando la noche se adueña.
Donde fuimos valor,
valor y guerra.

Concha González
Grupo A


El termómetro

El idioma secreto del mercurio
duerme en un bulbo capilar de vidrio
Si la temperatura de un término
sube más allá del son metálico
que lo asfixia, arde el dogma inquisitorio
que lo condena a ser siervo de un rito

Sin alma que entregar al sacrificio,
el verbo enfermo frecuenta el delirio
El suelo semántico de su trino
se fisura. Hay luz en el cementerio

Si el diamantino medidor térmico
se rompe, si el ardor deviene en grito,
el cinabrio muta. Oro líquido
Solo un río conoce el infinito

El idioma secreto del mercurio
duerme en un bulbo capilar de vidrio
Una cajita estrecha con dígitos
Dentro hay lanas, botones, higos, hilos
Piedras sin alas. Nidos freáticos.

Cuando un vocablo rasga su sudario
amanece.
Lázaro lo sabe

Ana Isabel Fariña
Grupo B