De cama en cama. Literatura de cabecero

La sesión del taller de escritura de esta semana transcurrió entre bostezos. Y no por falta de interés o por cansancio. Hablamos tanto de la cama que casi se nos quedan pegadas las sábanas, o los folios.
La canción "Camino de la cama" de Siniestro Total nos puso en contacto con algunas palabras afines al campo semántico del sueño: tronco, sierra, zetas, Morfeo, Valium 10, palmatoria, moscas tzé-tzé, cloroformo...
Abrimos nuestro repertorio de textos con algunos refranes sobre la cama. . Aquí dejamos algunos:

A buen sueño no hay mala cama.
Al que teniendo cama duerme en el suelo, no hay que tenerle duelo.
Cónyuge que tiene celos, encuentra en la cama pelos.
El que buena cama hace, en buena cama se acuesta.
En cama extraña, no se junta las pestañas.
En la guerra y en la cama, verás quien te ama.
A la cama no te irás sin saber una cosa más.

Dormitorio de Van Gogh en Arlés



Los artículos "La cama, el refugio de la literatura", "Encamados, tumbad
os y convalecientes: entre la literatura y la psiquiatría" de Sergio del Molino o "En la cama con Mark Twain y otros escritores 'horizontales" de Carlos Benito


Comenzamos la sesión con el texto "Discurso de apertura", un elogio a la cama, a la pereza, a la procrastinación:

Hoy mojo estas palabras en la taza de café (de Portugal) para cruzar bien la mañana. Porque después de tantos días despertándome a las diez y bostezando hasta las once, ya no hay juez que me levante de la cama ni cadáver. Lo reconozco, soy un ludópata de mi juego de sábanas (también de Portugal), un lirón careto.
Tal vez será mejor no hacer la cama y holgar hasta las doce. Con lo a gusto que se está en la piltra descontando las ovejas de la noche, desperezándose (como en las pelis de Charlot), o dándole a la tecla REW de nuestros sueños para leer, por orden de interpretación, los títulos de crédito.
Con lo bien que se está buscando entre la funda de la almohada algún regalo o una citación del Ratoncito Pérez por culpa de una muela, la del juicio. O aprovechando la propina del reloj, como el que apura un beso, antes de condenarse al lunes y a las clases.
No sé a vosotros pero a mí no hay despertador ni gallo de corral que me saquen de mi exilio voluntario cuando me arropo en la mañana y me prometo un rato más, cuando decido hacerme el remolón y me abrazo a las mantas como a una mujer a punto de partir en algún tren de lejanías.
Quién fuera Reig Martí para reinar en el país de los colchones, o Richeliu, para viajar de un lado a otro en una cama. Qué lujo recibir a las visitas en un cómodo triclinio como un emperador con algo de lumbago, hacer la guerra y el amor en un camastro, resucitar entre el olor a suavizante después de una resaca, rezarle como un niño a las esquinas de la cama y a los ángeles de Prosegur que las guardan.
Qué invento el de la cama. Qué deseada frontera para la migración nocturna. Qué territorio compartido con la muerte. Qué reino prometido. Qué nido para los enamorados. Qué coto de caza para los depredadores de la noche. Qué ring para los desenamorados. Qué patera para el soñador.
En una cama se reconciliaron Carlos VIII y el Duque de Orleans, y allí durmieron juntos como prueba de mutua confianza.
En una cama de oro inventó Alejandro Magno su imperio. En una cama se reunía Felipe IV el Hermoso. En una cama dormitó la depresión, durante casi un año y medio, Carlos XII de Suecia. Desde una cama dictaba Goethe sus obras y en una cama escribo yo estas líneas soñolientas. Ay, la cama. Qué bendición, qué táctica, qué excusa.
Hoy creo que no voy a ir a clase. Quiero quedarme aquí, durmiendo el sueño de los justos. Y si me ponen falta a mi plín…

Recomendamos el texto de Ana María Shúa "La cama o la vida" (pincha en el enlace y una vez abierta la página vuelve a pinchar sobre el documento "La cama o la vida" para descargar el cuento).



Propuesta de escritura

1. Continúa la siguiente frase: "Esa noche me metí en la cama y..."
2. Escribe un texto sobre la pereza, el sueño o el cama.


Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahòra:


En la cama no se fume, ni se come...

Esa noche me metí en la cama y traté de conciliar el sueño. Primero fue el pie, un leve picor me desveló. Luego, un hormigueo en mi espalda me molestó, me giré para buscar la postura. La comezón llegó hasta mi barriga. No había manera de dormir.
Yo sabía que no era buena idea celebrar el Lunes de Aguas en mi cama.

Tomás García Merino
Grupo B


La cama del "PARÍS"

No había nadie más. Yo estaba solo, contemplando como las excavadoras derribaban aquel edificio. Yo no entendía como la gente del pueblo no se daba cuenta del crimen que se estaba cometiendo, y todo por la salvaje especulación inmobiliaria. Estaban tirando abajo un edificio histórico para levantar en su lugar insulsos chalets pareados. Intenté hablar con el alcalde, le amenacé con encadenarme a la entrada del "Mesón París". Se rio de mí, en mi cara, como el resto de vecinos a los que propuse movilizarnos para evitar su derivo, me miraban como si hubiera perdido la razón. Y quizás estaban en lo cierto. El jefe de obras estuvo a punto de llamar a la policía cuando intenté salvar de la destrucción la cama de la suite nupcial. Esa cama había sido testigo de todas las noches de bodas del pueblo en los últimos noventa años. Todos los matrimonios habían pasado por allí, y otras parejas también. Allí, entre sus sábanas, se había concebido más de la mitad de la población de nuestra localidad. Esa cama tenía más historias entre sus cuatro esquinas que la biblioteca municipal. El Mesón París había sido el único restaurante del pueblo, allí se habían celebrado bodas, bautizos, comuniones y seguramente más de un encuentro clandestino. Solo yo era capaz de darme cuenta de lo que estábamos perdiendo con la desaparición de ese edificio. Mis ojos empezaron a llorar. Sería por el polvo de la demolición.

Tomás García Merino
Grupo B


Blanco Satén

En aquellas mañanas frías de mi infancia
fuiste el universo cálido y blanco
al que abandonaba
para ir a la escuela.

Has sido testigo principal
en los nacimientos de príncipes,
nobles, reyes y también,
de gente corriente.

Entre tus sábanas de satén
han gozado amantes ardientes
y mostrado su hastío,
matrimonios decadentes.

Eres la pieza indispensable de la casa
que se engalana de día, con colcha de seda
y se convierte, de noche,
en reina soberana.

Tu almohada ha sido pañuelo y consuelo
de adolescentes incomprendidos,
madres temerosas
y ancianos perdidos.

Has inspirado a escritores y poetas
que te han elegido para escribir
desde tu regazo,
sus poemas y novelas.

Marian Pérez Benito
Grupo A


En la cama

Te ocultabas bajo la sábana mostrando solo una mirada de simulada inocencia. Yo intuí que estabas a punto de abrir las hostilidades. Uno de tus brazos se desplegó hacia mi flanco derecho, tus dedos cabalgando veloces sobre mi espalda enuna carga de caballería ligera que me erizó el vello. Tus ojos, como un sol de amanecer, deslumbraron a los míos en una maniobra buscada de confusión y aturdimiento.
Luego la sábana se deslizó lentamente descubriendo las colinas de tus senos. Te incorporaste un poco para enseguida caer sobre mí, tus enhiestos pezones bayonetas en mi pecho.
Había contravenidocasi todos los principios de una buena defensa y tu cercanía me hizo cometer un error aún más peligroso: perder perspectiva del campo de batalla. En ese momento una pierna, infantería suicida de tus intenciones, hizo un movimiento envolvente que atenazó las mías. Como fuego artillero en cielo nocturno brillaron tus ojos con el orgullo de la victoria. Entonces supe que mis tropas tendrían muy difícil librarse de semejante asedio.
Y después, cuando tu arma más poderosa se dejó entrever en el bosquecillo de tu pubis comprendí que todo estaba irremisiblemente perdido.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Nada como una buena cama.

Hoy me estoy dedicando a una de mis distracciones favoritas: observar.
En unos grandes almacenes paseo por la sección de muebles, concretamente dormitorios y más concretamente camas.
Una pareja de jóvenes observa, comenta, habla, gesticula, y tras una indicación al dependiente deciden, con permiso por supuesto, probar una cama. Al cabo de unos minutos demuestran su conformidad con gestos, sonrisas, abrazos y otros movimientos. Se levantan con una actitud diferente a la de su entrada en la tienda; pues venían encrispados, con gesto tenso y actitud agresiva. Después del bálsamo del confort, todo ha cambiado a mejor.
La pareja abandona el local, acompañados por el dependiente; seguramente con el objeto de comprar aquel templo del placer y del bienestar que acaban de descubrir.
Aprovecho un momento de soledad y de que parece que nadie me observa, y caigo en la tentación, cayendo en aquella cama. Noto como cada centímetro de mi cuerpo se adapta, cómo se acopla a la superficie de la sábana , y me siento uno con el mullido de aquel colchón que apenas se hunde pero que me abraza; noto que me atrapa y comprendo a los que acaban de abandonar aquel lugar. Deseando que el tiempo se pare, cierro los ojos y me acuno en los brazos de Morfeo.
¡Oiga, oiga! ¡ Aquí no se puede estar!.
Me despierto de forma brusca con estas voces, y me levanto rápidamente; me disculpo amablemente y salgo del establecimiento con el siguiente convencimiento:
Nada me puede preocupar,
Si en una buena cama
Puedo descansar.

José Luis Fonseca
Grupo A


Carla lava las sábanas blancas para la cama ancha.
Ana la larga alza las mantasralas.
Clara, agachada, saca la lana atrapada tras las patas.
Sara canta blandas nanas, nada la calla.
La mañana las alcanza cansadas.
Salta, bala la cabra
Calla la charanga,
Canta la rana.

Enrique Martínez
Grupo C


La frase de Anastasio

Esa noche me metí en la cama y …
…me quedé dormido. No tuve ni tiempo de darme cuenta. Ningún sueño me asaltó. Fue el vacío. No sé cuantas horas después comencé a sentir un agradable estado de semiinconsciencia semejante a una gran borrachera. Así recordé la frase de un amigo que siempre me ha intranquilizado:
Si se está bien dormido ¿Cómo se estará muerto?
Salí de mi letargo sobresaltado . Él ya sabe como es, hace más de veinte años que goza de su descanso eterno.

Enrique Martínez
Grupo C


LA CAMA

No le aguantaba más. Definitivamente se le hacía insoportable. Dos meses hacía que lo había conocido y había intimado con él y, francamente, cada día era peor que el anterior. Ya el primer día entró de madrugada sudoroso en el cuarto, apestando a alcohol y a tabaco, y se le cayó encima, de una forma bestial. Ni siquiera se quitó los zapatos, que le renegrearon toda la ropa por su parte baja. El segundo fue aún peor, pues la obligó a darle cobijo a un compinche piojoso, tan desaseado como él o más. El tercero fue una sesión doble de sexo tan repulsiva que hubiera deseado ser la mesilla de noche o el perchero. Y así un día detrás de otro. Ay, si al menos el dueño le cambiara las sábanas cada día…, pero no; tenía que aguantar toda la semana con el mismo juego. Y aunque al principio se consolaba pensando que la abandonaría pronto, porque nadie solía pernoctar más de cuatro o cinco días en aquel hotel, con el paso del tiempo se empezó a desesperar. Encima, por alguna razón que se le escapaba, no era capaz de intercambiar comunicación alguna con ninguno de los otros muebles y objetos de la habitación. ¿Qué les pasaba? ¿Estarían muertos? ¿Les daría todo igual? Le irritaba tanto silencio o indiferencia o lo que fuera a su alrededor.

Pero una noche él llegó borracho como una cuba. Entró en la habitación tambaleándose y se fue directo al baño. Allí estuvo un buen rato vomitando con la cabeza metida en la taza del wáter. Salió del baño y abrió la ventana, asomándose bien para que le diera el aire. Al cabo, se dio la vuelta y se tiró boca abajo contra ella, dejando un rastro de baba y regurgitación sobre la almohada. Instantes después roncaba como un cerdo. De pronto, se incorporó y sacó la cabeza por un lateral del colchón para vomitar en el suelo, algo que solo logró a medias. Después se giró, colocándose boca arriba y siguió durmiendo el sueño de los hijos de Baco. Entonces ella se trastornó definitivamente, colmado el vaso de su paciencia. E hizo lo que jamás hubiera pensado que podría hacer. Movió alternativamente sus cuatro patas acercándose hasta la pared de la ventana, que seguía abierta.

—Puedo hacerlo —se dijo—, puedo hacerlo.

Y vaya que si lo hizo. Flexionó las patas del cabecero para coger impulso y luego salió catapultada en vertical. Él, entonces, quedó sobre el alfeizar, despertándose terriblemente desconcertado. Se agarraba con ambas manos contra los marcos de la ventana, pero ella no dejaba de golpearlas con las bolas que adornaban las patas delanteras por su parte superior. Soltó por fin el cerdo una mano, viéndose caer irremisiblemente. Pero como había que morir matando, sacó del bolsillo de su pantalón una pistola y disparó tres veces al colchón antes de caer al vacío. Y mientras él se estampaba contra el asfalto, ella lo hacía contra el suelo de la habitación. A pesar de los agujeros de bala, sintió un alivio infinito.

Óscar Martín
Grupo A


CAMAS

¡Cuantas camas!.
Cuentas cientos.
¿Cuántas cuentan?.
¿Cuatro?. ¿Cuarenta?. ¿Cuatrocientas?
Como cuando cria, cada cama contaba cuentos correctos, cercanos, confortables. Cuando creces, ¡compartes cada cama!.
Camas caóticas, con carencias coreografiadas,
cruzas cuencas,
conquistas cimas,
confundes cuerpos.
Camas casuales, clandestinas, canallas,
crujen con certezas,
cóncavas,
convexas.
Camas con caricias codificadas, cíclicas, cáusticas,
cubiertas con cicatrices culpables.
Camas con conocimientos cutáneos, crónicos, censurados,
custodiados con costuras caducadas.
Camas con comedias corales, cínicas, celosas,
controladas con cadencias consentidas.
Cada cama, cada curva, cada centímetro, cada conexión, cada comienzo, cada conclusión…
Cuantas cosas,
cuantas camas,
cualquier cama.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Imaginación

Topkapi, en Estambul, un palacio fabuloso. Hablamos del imperio otomano, de modo que imagina el harén, un ejército de mujeres bellísimas, verdaderas huríes. Y que no pare la imaginación, el sultán y su cama, sobre todo la cama, una cama de ensueño, con dosel por supuesto, sedas y brocados, maderas preciosas, oro por todas partes.
¿Sería demasiado pedir que imagines también a Eloísa? Quizá sí; mejor déjalo entonces, no te calientes la cabeza, te lo damos sabido: es una mujer de hoy día, mediana edad, agraciada, rubia, simpática; pero sencilla, nada que ver con una hurí. De Villar del Río, cómo podía suponer Eloísaque dos siglos y medio después de marchar de palacioAbdulmecid, el último sultán, habría de ser abierta la cama para ella y se la arroparía con tanto amor.
Y ahora, porfa, un último ejercicio de imaginación. Hay finales abiertos y cerrados, pero un relato no debe quedar así, tan a medias. Venga, exprímete la meninge. Piensa un final para la historia. Los del Grupo B más o menos ya saben.

Pascual Martín
Grupo B


Barcelona

Vamos a suponer que mañana tuvieras una competición de atletismo, ¿a que no se te ocurriría dormir hoy en una casa de citas? Naturalmente que no; ni porque los catalanes que son muy finos le digan meublé. Pero las circunstancias mandan a veces y en aquella ocasión mandaban. Se habla de mediados de los sesenta. Costó, pero al fin Pedro y yo acabamos convenciendo a la mujer gobernanta de la cosa (lo mismo había que decir dona, o senyora), de que no éramos mari… eso; a mediados de los sesenta no había gays. Y estaríamos inspirados al argumentar, porque hablamos por los otros doce y se nos acogió a los catorce.
A la vista de nuestras dotes diplomáticas, Pedro y yo fuimos autorizados a quedarnos con la mejor habitación. Ventanas clavadas como todas las demás y a la postre resultó ser la peor. Porque estaba prohibido salir de allí sin llamar al timbre para que vinieran a buscarte (se trataba de no propiciar encuentros no deseados en los pasillos), pero los compañeros se saltaron la prohibición y recibimos la visita de todos ellos, ya que Pedro y yo éramos los únicos que contábamos con ducha, y veníamos de competir en Gerona, hoy habría que decir Girona. Pasaría de las dos cuando se marcharon los últimos.
Y a todo esto, la cama. La cama era de dimensiones campo de baloncesto, sedas y finezas que nos venían grandes, impensable colchón y en el techo grandes espejos dorados al igual que en las paredes, llenas lo mismo, te veías reflejado por todas partes. Del cuarto de baño nos separaba un gran vidrio impreso, decorado con motivos chinos. Y todo bañado en luz roja, la que mejor induce (alguien nos enteró después) al amor. ¡¡¡Oh!!!
No detallaremos los resultados a la mañana siguiente sobre la pista, enfrentados a los de Barcelona; y no lo haremos porque nos daría vergüenza confesar nuestras marcas. Pero hay que darse por satisfecho, pudo haber sido bastante peor, la cosa amenazaba de una noche entera al sereno. Había fallado nuestra reserva hotelera y resultó imposible hallar una sola cama libre en toda la Ciudad Condal. Ni en el Ritz, seiscientas pesetas la noche según dijeron luego.
Pero siempre que ha llovido ha escampado, lo dicen en mi pueblo. Acertamos a pasar por el teatro justo cuando salían los artistas tras la sesión de noche. Y actuaba por suerte un paisano, charro donde los haya, de modo que… «Pues no, chico» —se lamentó—, «no sabes cuánto lo siento, yo de eso ni puñetera idea. Aunque… aguarda, que me informo con el que sabe». Y a los pocos minutos: «Ya está, chaval, arreglado. Carretera del Prat, según vais a la derecha. Hay un luminoso de neón rojo que no dice nada pero de todos modos el taxista sabe seguro. Es un meublé, la única opción, me aseguran». Con todo el cariño lo dijo. Y aquella reconfortante palmadita en la espalda deseándome lo mejor. Es fama que siempre fue muy de sus paisanos el de Martinamor. DEP.

Pascual Martín
Grupo B


Soneto al desamor

Esa noche me metí en la cama
soñando que estarías ya dormida,
pero solo me vi, se abrió mi herida,
la del que quiere amar, pero no ama.

Tantas veces buscando la salida
del amargo dolor que me reclama,
la pena al ver que no arde más la llama
del beso y la caricia más querida.

Ahora por las noches me desvelo
abrazando tu cuerpo en el vacío,
desnudando tu ausencia y mi valor.

En mi ansia me veo tocando el cielo
terrenal de tu cuerpo junto al mío,
pero encuentro, tan solo, desamor.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Multiaventura

Subo al puente de mando, cojo el timón, ordeno desplegar las velas y apremio al vigía para que divise en el horizonte nuestra nueva víctima. Soy el capitán Henry Morgan a bordo del Satifaction.
En la plataforma del tren que conduce a Arizona, saco el revolver de la cartuchera y compruebo que el tambor esté lleno. Soy Pat Garret, camino de enfrentarme a Billy the Kid.
Aferrado al pasamanos, aliento al perro guía, con gritos para mantener el rumbo y la velocidad, navegando disparado sobre el hielo antártico. Soy Roald Amundsen, surcando la superficie traicionera del continente helado, camino de la gloria.
Sentado a los mandos, describo piruetas sobre los cielos de Francia, lanzándome a la persecución de los aviones enemigos, esquivando sus acometidas y derribando uno más, hasta completar ochenta derribos y la obtención de la Cruz Azul. Soy el Barón Rojo pilotando el Albatros D II, que me dio fama mundial.
Agarrado a la barandilla me dispongo a saltar a la cancha, con el brazalete de capitán y mis capacidades para el regate, la asistencia y el disparo afinadas en los últimos partidos. Soy Leo Messi, dispuesto a ganar el mundial de fútbol para Argentina.
Barco pirata, tren del Oeste, trineo de perros, avión de guerra, cancha de fútbol,… esto y mucho más, muchísimo más, puede llegar a ser la cama de un niño. 00Solo hace falta tener imaginación y a ellos les sobra.

Manuel Medarde
Grupo A


Esa noche me metí en la cama…

Esa noche me metí en la cama y esperé que vinieras, hasta que me quedé dormido. No sé cuantas horas pasaron hasta que me desperté. A mi lado, la huella de tu cuerpo en las sábanas, me hablaba de que allí habías estado. No te había sentido ni te había soñado, pero tu paso por mi lado había dejado allí tu firma. Tu olor. La marca de tu cabaza sobre la almohada. Una percepción intangible en mi corazón. ¿Por qué ya no estabas?. Entonces me zambullí en el hueco que habías dejado y me volatilicé en su inmensidad.

Manuel Medarde
Grupo A


Poner puertas al campo. Visita guiada.

Queridos visitantes y amigos,

Estamos a punto de iniciar un viaje que nunca olvidarán. Nuestro deseo es que, tras el mismo, descubran un pasado que, a pesar de lo lejano en el tiempo, sigue muy presente en nuestras vidas. La importancia de lo que van a ver nos ha animado a solicitar la declaración del conjunto de restos como Bien de Interés Cultural y que se incluya este espacio en el inventario del Patrimonio Histórico para su protección para generaciones futuras. El paseo dura una hora y media, tiempo en el cual podrán disfrutar de un museo al aire libre donde la intervención humana en la naturaleza nos traerá historias únicas y daremos valor a las vidas de los que nos antecedieron. Así, iniciamos la visita.

Nuestra primera parada es frente a la humilde casa de tío Crispo y tía Crispa. El somier de su cama lo podemos admirar haciendo de cancela y entrada a su huerto. Atado con simples cuerdas a dos postes de piedra, sus muelles de hierro, en perfecto estado de conservación, nos recuerdan sus 60 años de vida en común, de penurias que se retuercen en espirales formando una galaxia quizás de sueños. Debemos mencionar a sus doce hijos que esos muelles y un jergón de paja y grano engendraron, todos ellos emigrados hace tiempo. Con cada hijo que se iba, el somier perdía un muelle, no es que se cayera, no, sino que la pieza desaparecía. A tía Crispa nunca le sorprendió el sortilegio, como no le extrañaba que un arrendajo la hubiera visitado cada vez que se quedaba preñada sobre ese camastro. Hay que dar crédito a las señales del Señor.

Seguimos por el camino de las viñas. A derecha e izquierda podemos contemplar bañeras que sirven como comedero para el ganado, pesebres improvisados que alguna vez limpiaron nuestros cuerpos. Una vez me robaron la bañera de mi niñez. No puedo hablar de ello porque el caso está bajo secreto de sumario, pero sí que la reconocí enseguida en el prado de los caballos. En ese hierro fundido, mi madre me frotaba bien detrás las orejas. Mientras yo lloraba ella me vertía el agua caliente sobre la piel, y algunas palabras de consuelo. Cómo no reconocer aquel objeto de fantasía y quimeras.

Observen el gran fresno. A su lado podemos apreciar los hierros torneados del cabecero de la cama de D. Arsenio Sandemetrio, el que fue alcalde y el hombre más rico del pueblo. Llegó a poseer la mitad de las fincas y las mejores. Esta joya de forja todavía brilla con la luz de poniente debido al bronce de las rosetas que se encuentran en la unión de sus barras. La decoración es exquisita: flor de lis, hojas de vid se contonean en los vacíos de los hierros. Su geometría, su delicado diseño, alguna pieza de marfil, no pudieron predecir la desgracia. Dicen que compró la cama en su único viaje a la capital, de donde vino con una joven y bella esposa y con un sombrero que nunca se quitó hasta que ella falleció, se rumorea que del dolor por no poder tener hijos. Ese día trajo el cabezal hasta este lugar, como un altar al sol. La maraña de zarzas ha encontrado el mejor soporte para trepar. Naturaleza y mano del hombre. El conjunto es de una gran belleza, como pueden comprobar. Podemos imaginarnos con un gran amor perdido en la memoria.

El siguiente objeto es el más moderno de la colección. Parte de una cama de latón tapa el portillo de la finca La Condena. Está el soporte de malla metálica con sus alambres y ganchos, que más parecen garabatos, y el cabecero con barras recortando ondas, como olas de un mar lejano. Ya no tiene le brillo de su baño y en algunas zonas se vislumbra la herrumbre. Creemos que esta pieza pertenecía al guardagujas, hombre solitario que debió de pasar mucho frío en la garita ya inexistente de la estación de tren que, como saben, transitaba muy cerca de esta vereda, paso antiguo de merinas también. Dejaron de pasar las merinas y dejó de pasar el tren. El ferroviario abandonó la garita y sus enseres. Ya sabemos que el re3ciclado no es de ahora.

Como ven, son muchas las historias tras el ajuar. Espero que estén disfrutando de estas piezas que hablan de vida, de amor, de sangre y tragedia. ¿Alguna pregunta? Síganme. Continuamos la visita…

Marisa Sánchez
Grupo C


Sucedió en Hervás

Por razones de trabajo, varios compañeros de auditoría nos desplazamos un lunes a revisar oficinas de la zona de Plasencia. Para aprovechar el viaje hacíamos horario continuo de mañana y tarde. En la oficina de Hervás se nos hizo de noche y decidimos quedarnos a dormir por la zona, ya que al día siguiente tocaba ir a otra oficina cerca de Plasencia.
El director muy amable, nos aconsejó un hotel de la carretera, enfrente de la gasolinera, no tenía pérdida, no se acordaba del nombre, pero había oído que lo habían inaugurado el sábado. Allí acudimos los cuatro compañeros desplazados en esta ocasión, era de noche y comenzaba a llover un poquito. Lo localizamos sin ningún problema y nada más aparcar nos fuimos a la cafetería a tomar algo para irnos a descansar.
Una cafetería normal, con mucha luz en el interior, la barra llena de tapas y bastante gente joven charlando en las mesas.
Solicitamos cuatro habitaciones individuales al camarero, y este muy amable nos dio las llaves y nos subimos al primer piso con las bolsas de viaje.
El primero que abrió la habitación se quedó un poco extrañado, una cama grande, con colchas y sábanas de colores, luces indirectas, cojines, alfombras, todo nuevo, pero como estaba cansado se metió en la cama y pronto apagó la luz.
Los demás según abríamos las nuestras, hicimos parecido, todo nos extrañaba pero no le dimos más importancia, pensamos que era nuevo el hotel y por eso tanto color y tanta luz.
La noche fue larga y ruidosa, risas de parejas, música alta y continuo abrir y cerrar habitaciones.
A las siete de la mañana todos estábamos en la cafetería desayunando y contando lo que habíamos oído. El camarero muy amable otra vez, nos comunicó que en el hotel acudían a dormir las prostitutas de un club de alterne que había al lado y, que el hotel se distinguía muy bien porque estaba todo pintado de rosa y el letrero con luces de neón.

Luis Iglesias
Grupo B


Cama

Eres mi compañera más asidua; a nadie visito tanto tiempo diariamente:Tú me cobijas, me envuelves maternalmente y, cuando ovillada concilio el sueño, tú lo velas..
Si no te tuviera, mi vida no sería la misma. Cuando me siento muy cansada; estoy deseando lanzarme a ti y, cuando alguna angustia me atrapa, también te busco en soledad para apaciguarme.
Y, de niña, eras la reina de mi fantasía con los cuentos que mi madre me contaba, después de recitar las jaculatorias habituales.Qué inmensa emoción sentía! Yo, bien abrigadita, con la ropa ajustada a mi diminuto cuerpo, solo la cabeza sobresalía sobre una mullida almohada y, a mi lado, mamá desgranando palabras que me llevaban a otros mundos .
Y tú también has sido testigo mudo de mis encuentros amorosos de los que prefiero no hablar ahora..
Sí, mi eterna y fiel compañera a ti, tengo mucho que agradecerte.

Rosa Celia González Monterrubio.
Grupo B


La cama

Después de un intenso día admirando ruinas de civilizaciones precedentes, estaba exhausta y no veía el momento meterme en la cama para encontrar el merecido descanso. Al principio pensé que el estrepitoso ruido de la habitación seria algo momentáneo, me envolví con el embozo e intenté conciliar el sueño, la cama era hermosa con sabanas bien parchadas, con olor a limpio … sin embargo lejos de caer en los brazos de Morfeo, el ruido me iba despejando más y más.
El cansancio dio paso primero al cabreo y este a la desesperación, el estrepitoso ruido impedida incluso oír los sonidos de la noche, estaba en medio de una pesadilla de la que no era posible despertar, estaba bien despierta, y entonces caí en la cuenta que, la habitación de la cama hermosa con sabanas bien parchadas y olor a limpio, estaba al lado de los motores del barco… deseé con todas mis fuerzas estar en mi cama y soñé con ella hasta bien entrada el Alba.

M. Victoria Gl.
Grupo B

Fumando espero

Menudos humos. No, no es que nadie llegara ofuscado al taller de escritura y manifestara su mal humor sino que ayer se esfumó nuestro tiempo hablando de tabaco y literatura. Y la sala de fondo local quedó llena de volutas de humo. De fondo sonaba "Fumando espero" en la voz de Sara Montiel.

Para profundizar en este vínculo entre humor y escritura recomendamos los artículos "Hacerse humo: digresiones alrededor del tabaco y la literatura", "Tabaco y literatura" de Daniel Rojas, "Los escritores y el humo" de Marta Caballero y "Escritores que fuman" o "Solo para fumadores" de Jesús Marchamalo. También recomendamos el cuento autobiográfico de Julio Ramón Ribeyro "Solo para fumadores" en el que revela desde el punto de vista ontológico la relación entre tabaco y liiteratura.

Hablamos de Paul Auster y de la película Smoke y comentamos el fragmento en el que Sir Walter Raleigh apostó con la reina Isabel I de Inglaterra que era capaz de determinar el peso del humo




Leímos algunos poemas como este de María Cristina Orantes titulado "Se prohíbe fumar";

“Se prohíbe fumar en los salones”
¿es que no ha comprendido todavía?
que contamina el aire y su porfía
no sólo ha de acabar con sus pulmones,

sino también entre los nubarrones
que cubren nuestra charla día a día
se me ahoga la voz y la armonía
que fluyó antaño en nuestras reuniones.

¡Bata ya! No me colme la paciencia,
créame, no requiere mucha ciencia
saber que el vicio suyo es un deporte

que consume cual ráfaga homicida,
llevándose en el humo nuestra vida
aunque usted siga igual y no le importe.


Y también comentamos algunos de los microrrelatos que el suplemento "El Cultural" del diario El Mundo propuso a dieciocho escritores a partir de la premisa "La última calada". Y que fueron recogidos en el artículo "Microrrelatos urgentes de dieciocho escritores". Reproducimos aquí los textos con el encabezamiento del artículo:

Pongamos que, al fin, una de las dos Españas se ha levantado en leyes contra la otra, fumadora ella, harta de que le ahumara el corazón. Pongamos también que desde hace tres semanas la nueva ley y los medios acosan a unos y otros, a saludables, renegados y resistentes a la salud, hasta el hartazgo. El caso es que, como antídoto bienhumorado y literario, El Cultural ha invitado a un puñado de escritores -dieciocho han sucumbido al reto- para que narren, en un microrrelato, “La última calada”. Voluptuosas o tristes, ávidas y desesperadas, rencorosas o llenas de amor, hay últimas caladas que apagan las estrellas, y otras que encierran
mundos que se desmoronan. Que cuestan la vida, invitan al amor o arrojan al desastre. Como la vida. Puro humo.

Adiós a la vida
El cielo nocturno de aquel enero ofrecía, indiferente y lejano, el decorado cruel de una tragedia inminente. Las finas estrellas punteaban la oscura inmensidad, como el fondo obligado que precede al último acto de la vida, antes de que caiga el telón definitivo sobre la evidencia de nuestra futilidad y de nuestra desesperación. El vacío aumentaba y anunciaba el presentimiento de una despedida, hecha de nostalgia y de renuncias, sin vuelta de hoja. Como en cualquier experiencia de la soledad y de la tristeza, hacía un frío de pena y nada podía remediarlo. Después de la última y ávida calada, lancé el cigarrillo al aire y el fulgor súbito, volandero, diminuto, precario, acelerado y casi conmovedor de la punta encendida de la colilla atravesó la comba del paisaje, como si fuera un astro fugaz que hubiera perdido el norte y hubiera ido a chocar contra la costra helada de un planeta muerto.

Luciano G. EGIDO


Ese humo sonoro y moribundo expulsó la última bocanada de humo con melancólica voluptuosidad y apagó la colilla contra el cristal del cenicero. Durante un instante, como un augur que leyese en las entrañas de un animal recién sacrificado, vio todo lo que se le marchaba en la ceniza por el derrumbadero del tiempo, todo lo que había hecho con un cigarrillo en la mano: las ciudades paseadas, los libros sacramentales, las pausas del amor, las conversaciones con los amigos muertos, las conversaciones con los amigos vivos, las sobremesas de los últimos sesenta años, millones de instantáneas de sí mismo con un cigarrillo entre los dedos, la música -ese humo sonoro. Todo estaba allí, moribundo, al fondo del cenicero. Y lo veía. Y lo escuchaba latir.
Me temo -se dijo-, que no sólo tendré que dejar el tabaco. Me tendré que quitar también de la bebida.

Carlos MARZAL


Rutinas
Doy la última calada al cigarrillo y lo apago con cuidado sobre el viejo cenicero de latón. Pido un poco de agua para cubrir los restos: aborrezco el olor rancio de las colillas, esa peste punzante que se va acumulando con las horas, sobre todo en pequeños cuartuchos como éste y en días fríos y lluviosos como el de hoy.
--No hay agua.
Mala suerte. Entonces me levanto, abrocho mi chaqueta pulcramente y salgo acompañado por mis carceleros al patio sombrío, al rectángulo gris de llorosas nubes, al muro desconchado por los disparos.

Rosa MONTERO

Ceremonia Final
Después de fumado el último cigarrillo, las cajetillas restantes se amontonarán en el patio de armas, y el dragón las quemará, exhalando su también postrera bocanada flamígera. El heraldo ha leído el decreto, el dragón aspira entre gorgoteos, arroja al fin de las fauces la llamarada, pero es tal que no solo quema la pira de cajetillas sino también al rey, a la reina, a las damas, a las dueñas, a los caballeros, a los bufones. Muchos años después, los campesinos siguen fumando junto a los muros del castillo, cada vez más ruinosos.

José María MERINO

“Ya no lo necesito”
Ella, tumbada de costado, parecía adormecida. él fumaba contemplando en silencio la habitación del hotel, el mar en calma, la cadera aterciopelada de la mujer. Nada sabía de ella. La había recogido en una gasolinera y se había ofrecido a llevarla hasta aquel pueblo de la costa. Pocas horas después era un hombre feliz y enamorado. Debía empezar por cuidarse un poco, dejar de fumar. Se vistió pensando en cómo excusarse en el trabajo. Al advertir que él se iba, la mujer cogió el paquete de cigarrillos que había abandonado en la mesilla y se lo ofreció.
-Quédatelo -dijo el hombre-. Ya no lo necesito.
Ella le miró con tristeza. Volvió a tumbarse de costado, sin decir nada. Sólo por la noche, tras un largo día sin tabaco, recordó él que la mujer le había escrito su número de teléfono en el paquete rechazado.

Pedro ZARRALUKI


Lo dejaré mañana
Nunca me ha gustado el último beso, ni el último metro, ni la última entrada para ver un concierto; en realidad, lo que no me gusta es el adjetivo último. Me suena a muerte. Pero una vez que el médico diagnosticó “isquemia cardíaca” o me suicidaba, o dejaba de fumar. Para suicidarme, me quedaba el resto de la vida; para seguir fumando, menos tiempo. Miré el paquete inofensivamente abierto, con las boquillas blancas sobresaliendo. Las boquillas son como los condones: disminuyen el riesgo y el placer. Cogí uno. Lo examiné atentamente. ¿Teníamos que despedirnos? ¿Iba a estar exiliada del tabaco como lo estuve una vez de mi país y de un amor que perdí por orgullo? ¿Te iba a abandonar, como me abandonó la juventud? “A la basura”, dije, con decisión. El cubo estaba vacío. En qué soledad se va a sentir el cigarrillo, pensé. Igual que la mía, si lo dejaba. Entonces, lo encendí, me lo llevé a la boca y aspiré profundamente. El mundo me pareció mucho más dulce, la soledad, menor. Me brillaban los ojos. Mi corazón latía más rápido. ¿Dejarlo? Lo dejaré mañana. Esta noche lo disfruto como la sesión de dos que se aman. Siempre lo puedo dejar mañana.

Cristina PERI ROSSI


Se apagan las estrellas
Recuerdo que aquella noche estaba sentado en lo más alto del mirador y que, por culpa de mis maltrechos pulmones, me había costado Dios y ayuda subir los ciento veinte escalones. No había la luna, pero cantaba un mochuelo y brillaban las estrellas.
-Creo que es el momento ideal para dejar de fumar. me dije.
Encendí el que debía ser el último cigarrillo de mi vida y comprobé, maravillado, que, a cada calada, se apagaba también una estrella. Aquello me asustó bastante y preferí no acabar aquel cigarrillo postrero, temiendo que, si llegaba al final, podía quedarme sin estrellas y condenarme a vivir en una noche eterna y sin concesiones.
Di pues sólo diez caladas y fueron únicamente diez las estrellas desaparecidas. 

Javier TOMEO

El número uno & infinito
Me digo: “ésta es la última”. Lo malo es que eso de ser “la última” no está tan claro como lo de ser “la primera”. La primera calada que le di a un cigarrillo me llegó hasta los talones. “Menuda porquería”, pensé. Casi suelto la pota en medio de aquella plaza. Mis amigos del instituto se rieron de mí. Fue una risotada comunal, pandillera. El cigarro me supo a tubo de escape.
Era mi primera vez. La primera, ya digo, está mucho más clara que la última. El número “uno” es más transparente y más honesto que “infinito”. Tú sabes que empiezas a contar con uno, pero no sabes cuál es el último número que existe. No puedes saberlo. Ni el mismo maldito número es consciente de ello, consciente de ser el último. De la primera calada sí que me acuerdo.
Qué asco, y qué vergöenza. Yo era adolescente. Ahora, las primeras veces hace tiempo que han quedado atrás.
Ahora va siendo hora de enfrentarse con las últimas veces. Está bien, daré la última calada y luego apagaré el calumet del cáncer para siempre. Y lo haré con una sonrisa, mientras recuerdo a unos cuantos capullos: a mis amigos del instituto, que me obligaron al vicio entre risotadas de desdén, y por culpa de los cuales di mi primera calada a un cigarrillo. Y a toda esa gente del gobierno, que me obliga a dar la... ¿última?

Ángela VALLVEY

Calada a tres
Hacemos una cosa -había propuesto él-: yo me fumo el último cigarrillo, y tú me das a cambio algo especial. Y de pronto estaba allí, desnudo en la bañera circular, reclinado en el borde, con la espuma rozando su barbilla y el paquete en el filo. También estaba ella: con la melena rubia, un roce de nieve entre las puntas y la misma sonrisa maliciosa que había exhibido antes, dejando que otras manos, femeninas y expertas, fueran recorriendo su espalda con denuedo, la pendiente curvada de su torso, ese erizamiento ante el tacto preciso de unos dedos. él miraba mientras. Extendió el brazo lentamente y sacó el cigarrillo. No hacía falta champán, no había champán: quizá poco después, tras la calada. Cuando terminó de fumárselo, las dos sonrieron solícitas. Bueno -gimió ella, casi exhausta-: se te acabó el tabaco. Después de esta maravilla -contestó él, pletórico de asombro-, me parece que no.

Joaquín PéREZ AZAúSTRE

La última patada
La última calada, que los cubanos llamamos “la última patada” a un cigarrillo, la di hace nueve años, dos horas y treinta y dos minutos. Llevaba fumando veintitantos, y había aspirado de todo, hasta aquellos requetenegros Vegueros de ida y vuelta, que les decían así por lo largo que eran, también les llamaban “rompe-bronquios”, dos cajas diarias. A veces estaba dormida y me despertaban las ganas de fumar. La obsesión, o sea el vicio, me llevaron a tener un cigarrillo encendido en cada cenicero, incluso cuando iba a ducharme. El 13 de enero de 1997, a las 10:32 am, aspiré hondo, sentí el humo en cada resquicio de mis pulmones, mi mente repetía que sería el último, mi cuerpo contradecía; chupada hasta lo invisible observé la colilla como el calvo que observa su último pelo perderse en el torbellino del agua de la bañadera. El primer gesto fue de botarla a la basura, pero no, la recogí, durante meses la estuve contemplando en un pequeño altarcito donde la coloqué junto a la virgen, cerraba los ojos, aspiraba, y mis pulmones se llenaban de delirio, de patético deseo.

Zoé VALDéS

El Bulevar de la última Calada
Cuando los reglamentos cumplieron su apogeo, la Avenida de los Grandes Bares pasó a denominarse Bulevar de la última Calada. En la glorieta central levantaron un feo monumento a los caídos del tabaco, una colosal estatua andrógina, con los pulmones a la vista, agujereados, tenues como el encaje más fino, negros como la pez y el alquitrán, y una colilla --siempre humeante-- en los labios entreabiertos? Al final, los no fumadores recorrían las aceras pistola en mano, ajusticiando a los intoxicados que, de hinojos ante la puerta de sus amados bares de toda la vida, ya irrecuperables, esperaban con la nuca gacha y el cigarrillo enhiesto el tiro de gracia que les devolviese a título póstumo la aceptación y el respeto de sus conciudadanos.

Peor fue cuando ganaron los ecologistas, y los lobos devoraban a nuestros rubicundos hijos en los jardines de las guarderías.

Ramón BUENAVENTURA

La última calada
Su mujer le decía: No fumes en casa. Es malo para los niños. El olor se pega hasta en las cortinas. Me hace toser. Y él: Eres una exagerada. A ti qué más te dará, Si es que a este paso nos van a prohibir hasta follar. De algo hay que morirse.Cuando le prohibieron fumar en la oficina y en su bar favorito él, en casa, fumaba más aún. El hogar de un hombre es su castillo, decía. Es el único espacio en que me dejan libre. Y un día ella dejó de protestar. Y empezó a prepararle los platos que le gustaban. Fabada con chorizo. Cocido. Potaje de habas. Tartas. Natillas. Bocadillos de foie gras. El engordó quince kilos, pero ella, en lugar de quejarse como antaño, le decía que la hermosura es salud. Fuma, fuma, no te cortes, le decia ella. Ya me he acostumbrado al olor. Y de algo hay que morirse. El hogar de un hombre es su castillo. Aquel fin de semana los niños estaban de visista en casa de los abuelos. Ella se empeñó. Se puso una negligé negra y lo folló hasta la extenuación.Cuando acabaron le pasó el pitillito de costumbre. Y en la última calada el sintió un pinchazo en el pecho, una opresión que no le dejaba respirar. Por favor, llama al médico. Por favor. Ella cogió los dos móviles, el propio y el de él, y el telefono fijo y los metió en el bolso. Y antes de cerrar la puerta echó un último vistazo a su marido agonizante y le dijo: Cariño, de algo hay que morirse.

Lucía ETXEBARRíA

El último
Me vinieron a buscar dos tipos. Me acomodé, porque así me lo indicaron, en el asiento del copiloto. El conductor tenía el pelo cano y llevaba gafas de montura negra, hablaba muy alto y sin ton ni son. De vez en cuando, me echaba una ojeada, como para confirmar que yo le estaba escuchando. Era un hombre perfectamente estúpido, carecía de materia gris. Si aquello era un concurso de hilvanar tonterías, lo estaba ganando. El de atrás permanecía callado. Era gordo y sudoroso.
Después de muchas vueltas, cada vez más enredado en su tedioso discurso, el conductor llegó a la meta. El de atrás seguía sin soltar prenda. Bajamos del coche. De pronto, el gordo me ofreció un cigarrillo.

Soledad PUéRTOLAS


última y fatal
Había creído que la última calada le sabría a demonios en la boca seca y áspera, pero no fue así. Al contrario, un sabor delicado, tonificante, le llenó las papilas gustativas y se introdujo en su flujo sanguíneo procurándole un enorme placer. Lamentó que el cigarrillo se hubiera acabado tan pronto. “Toda la vida he sido un imbécil”, se dijo a sí mismo con desesperanza. “Creí sin la más mínima duda en todas aquellas campañas internacionales que lanzaban soflamas contra el tabaco asegurando que acortaba la vida; y sin embargo, mi vida va a ser igual de larga que si hubiera seguido fumando y encima me he privado de algo que hubiera podido templar mis nervios e impedirme cometer errores fatales”. Lanzó la colilla a un lado y se dejó hacer con resignación. Ya con los ojos vendados, el pelotón de fusilamiento ejecutó su trabajo limpiamente.

Alicia GIMéNEZ BARLETT

Pasadena
Fue cuando su hermano enfermó. Una noche, al regresar del hospital, expiró el humo de un cigarrillo y lo apagó diciéndose que jamás volvería a encender uno. La última calada se la dio, en realidad, veinte años después, en Pasadena, al cigarrillo de un amigo. Se llevó el cilindro encendido a los labios y, mientras el humo saturaba sus pulmones, sintió por primera vez que todas las enseñanzas, todas las pérdidas, todos los triunfos y fracasos que hasta entonces había vivido, no eran hechos aislados, como atolondradamente había juzgado, sino que conformaban una vida, su propia vida.

Marcos GIRALT TORRENTE

Murciélagos
“¿El último?” “Te lo juro.” “¿Y después?” “El último es el último.” “Es que ya lo has dicho otras veces.” “Pero esta vez no es las otras veces.” “Ya. Anda, ven a mi lado.” “¿Sabías que los murciélagos fuman?” “¿Cómo?” “Los murciélagos: si les pones un cigarrillo en la boca, dan caladas.” “¿Y eso habla a favor o en contra de su inteligencia?” “No sé, cariño; es un hecho.” “Apaga la luz.” “De adolescentes, los capturábamos y les hacíamos fumar”. “¿Y después?” “Nada.” “Quiero decir, fumabais el cigarrillo después de chuparlo el murciélago?” “Claro, no lo íbamos a tirar”. “Qué asco”. “¡Maldita sea!” “¿Qué?” “Que no me quedan”. “Da igual, por uno más?” “Pero era el último.” “¿Me das un beso?” “¿En lugar de fumar?” “No puedes dejar de pensar en el cigarrillo?” “Es que iba a ser el último.” “¿Me besas, o no?” “Bueno? ¿Y ahora?” “¿Qué?” “Quiero decir, ¿de dónde saco el cigarrillo?? ¿dónde vas? ¡Espera! ¡Pero mujer! No te?, pues vaya.”

José OVEJERO

El propósito y la enmienda
El dragón iba a dejar de ser dragón. Los grandes cambios de identidad exigen un método basado en pequeñas supersticiones. Anular evidencias asociadas, por ejemplo. El cenicero Cinzano de metal, comprado en una tienda de antigüedades de Ámsterdam como reliquia de los 70. (El tiempo de tu juventud ya se cotiza en las almonedas de lo polvoriento, ¿comprendes?) El Dupont de oro que perteneció a Gil de Biedma y que le regaló a un amigo tuyo que luego se lo vendió a X, a quien se lo compraste. El dragón iba a dejar de ser dragón, pero llamaron a la puerta: “He vuelto”, y el dragón volvió a ser humo y fuego en medio de una conversación abstracta sobre el pasado del dragón.

Felipe BENíTEZ REYES

Amar perjudica seriamente la salud
No me has dicho que ibas a dejar de fumar.
Esas cosas no se dicen, se hacen.
¿No te importa que fume yo?
Me da igual. ¿Quieres un cenicero?
Ella se levanta a por el cenicero. El se la queda mirando desde la cama. Sigue siendo tan guapa como siempre. ¿Cuánto tiempo llevaban sin verse?
Gracias. Empiezo a necesitarte.
No vuelvas, será mejor.
¿Por qué dices eso? ¿A ti no te ha gustado?
No quiero ser una amante pasiva.
él se sonríe, se levanta.
¿Cuándo nos vamos a ver?
Cuando estés desintoxicado.

Luisa CASTRO

El tabaco mata
El tabaco mata, decía mi padre mientras se metía entre pecho y espalda el décimo bisontes sin filtro en las primeras horas de la mañana. Los cigarrillos habían hecho mella en sus bronquios desde los 20 y hacía mucho tiempo ya que el amarillo anaranjado de sus dedos no se quitaba ni con piedra pómez. El de sus dientes desapareció con ellos, cuando empezaron a aplicarle la quimioterapia.
Recuerdo nuestros viajes a Alicante, apretujados en el Seat mil cuatrocientos treinta con asientos imitando la piel de leopardo. Manolo Escobar al cante, que es lo suyo y mi padre, al fumeque, como debe ser. Cada cinco o diez minutos mi madre le encendía un pitillo. Ella no se tragaba el humo, decía, pero vaya que si lo tragaba, ella y mis hermanos y yo también. Las autoridades sanitarias advierten: proteja a los niños del humo del tabaco. Dóndeestarámicarro, dóndeestarámicarro, pasame otro cigarrillo, mujer. Poresoseoyeesecantar, queviiivaEspaña- otro cigarrillo.
El tabaco mata, decía mi padre y cuando me fumé el primer cigarrillo las tabaqueras también lo decían: “Perjudica seriamente la salud”. Era un rubio bajo en nicotina y alquitrán, pero enseguida le cogí el gusto al negro, después de nuevo al rubio con alquitrán y nicotina y ahora también a los puros y la pipa. A los 60 a mi padre le descubieron un cáncer de garganta, qué razón tenía.
Apenas puedo recordarle, siempre llevo en la cartera una foto suya porque no consigo retener su rostro. Pero cuando la nostalgia me supera bajo al garaje, enciendo un bisontes con las ventanillas del coche bajadas y pongo una vieja cinta de Manolo Escobar. Viene a mi memoria como si fuese hoy mismo. El tabaco mata, me dice mientras enciende otro cigarrillo. Estoy pensando en demandar a las tabaqueras o a mi padre, me advirtieron sobre la salud, el riesgo en embarazadas o niños, sabía de su poder adictivo, pero no tenía ni idea de que afectase a la memoria. Los muy cabrones no advierten de que sin tabaco se acaban los recuerdos. Por eso mi padre fumaba como un condenado.

William Caulfield



Propuesta de escritura

1. En el transcurso del taller propusimos la misma tarea encomendada a los dieciocho escritores; componer un texto que refleje una última calada o un último cigarro.
2. Escribe un texto de elogio o rechazo del tabaco, una oda a las cigarreras, un microrrelato sobre las vendedoras de humo de La Habana, una historia, en definitiva, sobre el tabaco.

Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


La última calada

Fue justo a la puerta del hospital, terminaba justo de salir. Nada se pudo hacer por su vida. Hay quien dice que fumaba tres paquetes diarios; los más amigos o más benevolentes aseguran que solo dos, máximo dos y medio.
En todo caso no se entiende que eligiera ese lugar para su última calada el prestigioso doctor, adscrito al Servicio de Neumología.

Pascual Martín
Grupo B  


El último cigarrillo

Tenía leído y no recordaba dónde, que un cigarrillo acorta la vida cinco minutos. Nunca lo creyó, la verdad, ya estaría bien que fueran cinco segundos.
Ahora sin embargo deseaba con fuerza que este último cigarrillo nocturno le acortase la vida, no cinco minutos, ni cinco días, ni cinco años; puestos a pedir, que fuesen cincuenta los años. Si, cincuenta años bastarían. La calada postrera fue la más deleitosa, imaginando la cara de los que de madrugada entrarían a su celda para llevárselo. A un cadáver no se le fusila.

Pascual Martín
Grupo B


Fumar provoca cáncer

Desde que fumó su último cigarrillo no había vuelto disfrutar del sexo.
Decidió volver al tabaco y fue a un estanco a pedir una cajetilla. La vendedora le ofreció una, en la que se podía leer: FUMAR PROVOCA IMPOTENCIA. -Cámbieme el paquete, por favor -dijo-, mirando de hito en hito los generosos pechos de la estanquera.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Gruupo A   


El tabaco perjudica gravemente la salud

No había fumado en su vida, pero al final del banquete el padrino le ofreció un Davidoff con vitola azul cielo, y no lo pudo rechazar.
La boda era al aire libre y alguien se lo encendió con un mechero Dupont, que sonó al cerrarse como el clac amortiguado que hacen las puertas de un Rolls Royce.
Tosió al dar las primeras caladas, pero la chica que parecía un ángel le explicó que no tenía que tragarse el humo, sólo retenerlo un poco en la boca, y expulsarlo despacio, saboreando el perfume.
Recuerda vagamente haberse despedido de unos y otros, casi extraños a los que probablemente no volvería a ver. Camina hacia su casa en medio de la noche, embriagado por el exceso de alcohol y los efluvios del puro, como si fuera incienso. Cruza por su mente una visita a un altar budista, el oro viejo que deslumbra acariciando la mirada, los monjes, como si levitaran, exvotos indescifrables.
Ya en la cama sigue fumando. El puro se consume poco a poco, como respirando sin necesidad de que él haga ningún esfuerzo, sosteniéndolo entre los labios casi inertes. Se duerme dulcemente.
El colchón Viscoelastix Etiqueta Negra, de triple capa de viscosa y algodón sintético, se va quemando igual que el Davidoff, sin llama. Apenas una brasa que expulsa una ligera y temblorosa columna de humo que baila con la del puro, elevándose, una danza fúnebre.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Gruupo A


Fumando no esperaba que...

Aspiré profundo. Aguanté como pude los impulsos de la tos, mis ojos me picaban. Tragué aquel asqueroso mejunje de humo y hombría. Mis amigos me miraban fijamente para comprobar que no expulsara ni una sola voluta de humo. Estaba en juego mi honor. Allí, en el pórtico de la parroquia, se dirimía el liderazgo de la pandilla. La sensación no me agradó, aquello no me gustaba nada, tenía ganas de expulsar el humo y aplastar aquel asqueroso pitillo con mis botas Gorila. Pero a veces el éxito exige ciertos sacrificios. Y viendo la cara de mis camaradas, yo estaba consiguiendo mi propósito. Di otra calada al pitillo, orgulloso, dueño de mi superioridad, coloqué mis labios en forma de "o" y comencé a formar aros casi perfectos. El rostro de mis amigos cambió. Vi el pánico en sus caras. Me giré y la figura de mi padre me ensombreció. El bofetón que me soltó me obligó a expulsar hasta el último resto de humo. Pisé la colilla con rabia, con fuerza, de igual manera que mi padre había pisado mi orgullo. Esa fue mi última calada.

Tomás García Merino
Grupo B


Juicio al Conde Drácula

La vista del juicio estaba señalada a las dieciocho horas y treinta cinco minutos. Era realmente una hora excepcional para tal menester, pero venía exigida por la naturaleza del imputado en el procedimiento: el conde Drácula. Huelga decir que a aquella hora se ponía el sol y sólo entonces podía éste salir de su ataúd, que llevaba cuatro horas colocado de pie y apoyado contra una pared de la sala de vistas. El hecho de que las ventanas de la sala carecieran de persianas o cuarterones completa la explicación de lo desusado de la hora elegida, llegada la cual, todos los presentes, desde el juez hasta el agente judicial, pasando por el fiscal, el secretario y los abogados de la acusación y de la defensa, ocupaban ya su asiento.

—Llamen al acusado y procedamos —ordenó el juez al agente, señalando con el dedo al ataúd.

El agente se levantó entonces, se encaminó hasta la morada de pino del imputado y le dio varios golpecitos en la tapa.

—Tiene usted que salir ya, señor conde —dijo el agente de viva voz.
—¿Qué hora es? —salió la pregunta del interior del ataúd.
—Las siete menos veinticinco —contestó el agente—. Y ya se ha puesto el sol, así que no tenga miedo de salir.

Se abrió entonces la tapa y el conde Drácula asomó la cabeza. Pero de inmediato la volvió a meter.

—¡Por Dios —gritó el conde—, quiten el crucifijo que está colgado en la pared o tápenlo, que si no se me secan las pupilas!

Efectivamente, había un crucifijo justo encima del lugar donde el juez presidía, quien no dudó en levantarse y descolgarlo él mismo, metiéndolo en el cajón de su mesa.

—Ya puede usted salir —le dijo nuevamente el agente judicial.

Había gran expectación por ver in situ al conde Drácula. De hecho, la sala se encontraba abarrotada. Y aunque había corrido la voz de que el hombre estaba en un estado bastante perjudicado, la influencia de las películas hacía pensar a la mayoría de los allí congregados que sus ojos estaban a punto de ver a una suerte de galán de cine. Pero nada más lejos de la realidad. El conde Drácula salió de su ataúd y la decepción fue mayúscula. Lo que allí se mostraba era un hombre larguirucho aunque encogido, de rostro apergaminado y macilento, la frente despejada y el poco pelo que le quedaba peinado hacia atrás con esmero, los ojos amarillos e inyectados en sangre, los pómulos angulosos y la boca medio abierta, como si acabara de recibir un bofetón, mostrando unos colmillos más pequeños de lo esperado. Eso sí, vestía un traje negro impecable y una capa del mismo color, con el forro rojo de raso como mandan los cánones, si bien tenía ésta un par de girones muy lamentables. Además, echaba una peste a tabaco insoportable. Antes de tomar asiento, se detuvo por mor de un ataque de tos seca que duró un minuto largo y que envolvió de lástima la expectación de la sala. Mientras tanto, no dejaba de salir humo del interior del ataúd.

—¿Puedo fumar? —le preguntó Drácula al juez, con voz cavernosa, como de motor gripado, al tiempo que se sentaba.
—Lo siento, pero está prohibido —le dijo el juez, con cara de circunstancias—. Creo que fuma usted demasiado.
—Fumo lo que me da la gana —le espetó el conde con muy malas pulgas—. Medio cartón al día, para ser exactos —y volvió a toser varias veces, tapándose ahora la boca con un pañuelo carmesí.

El juez esperó pacientemente a que el acusado acabara de toser para proceder.

—Bien —dijo al fin—, se le acusa a usted, señor Drácula, de allanamiento de morada e intento de lesiones a don Indalecio Ruiz Mercado, vecino de esta villa de Medina del Campo, hechos que se produjeron hace un par de semanas, exactamente… —echó la vista el juez sobre el legajo— el pasado seis de noviembre —y luego, levantando la vista y fijándola en el acusado, añadió—: ¿Qué tiene usted que decir al respecto?
—Que menudo cabronazo está hecho el hijoputa del Indalecio de los cojones, señoría —y acto seguido le dio otro acceso de tos.
—Haga el favor de moderar su lenguaje el acusado —se soliviantó mucho el juez—. Si vuelve a soltar un exabrupto lo encerraré en el calabozo y aplazaré la vista una semana.
—Lo siento, señoría —se excusó el conde—. Le aseguro que cuando vivía en Transilvania yo no decía ningún taco, pero al venirme a vivir aquí, a la cripta del castillo de La Mota, resulta que a los dos días acometieron unas obras de rehabilitación del foso y no vea usted la lengua que tenían los putos albañiles. Vamos, que aprendí el idioma de ustedes en dos días, pero con todos sus tacos y blasfemias, que una vez asimilados me salen como sin querer una y otra vez.
—¿Y se puede saber por qué se marchó usted de Transilvania? —preguntó el juez por curiosidad.
—Huyendo del comunismo, señoría —enarcó las cejas el acusado—. Entiéndame usted: hace tres años que acabó la guerra y allí van a por nosotros, los aristócratas, sin ninguna consideración. Aparte de que han aprobado un plan quinquenal que pasa por convertir la zona donde yo vivía en una enorme plantación de ajos. Así que no tuve más remedio que huir volando, y digo esto en sentido literal —nuevas toses inundaron la sala.
—¿Y tenía que venir usted aquí? —insistió el juez.
—Yo es que fui muy aficionado durante todo el siglo pasado a leer libros de viajes y algo leí de un viajero inglés sobre el castillo de La Mota que me cautivó. Entonces, cuando tocó poner pies en polvorosa, pensé que éste podía ser un bonito lugar para recalar e iniciar una nueva vida.
—Muy bien —se recolocó el juez los espejuelos apretando el dedo índice contra el puente—, centrémonos en los hechos: por la forma en que se ha referido usted al señor Indalecio, parece que lo conocía ya desde antes del día de autos. ¿No es así?
—Ya lo creo, señoría —le rebosaba inquina por los ojos al conde—. Y como un día me lo encuentre por ahí al muy mariconazo le voy a chupar toda la sangre y le voy a dar dos hos…
—¡Cállese usted! —le gritó el juez, echándose hacia delante—. Le juro por la estampa del Caudillo que está ahí colgada que como vuelva a decir un sólo taco más le enchirono medio año sólo por eso.

El conde Drácula, muy aturdido por la amenaza del juez, se replegó sobre sí mismo, agarrándose el vientre con las manos, como si le acabara de dar un retortijón, y no dijo nada.

—Prosigamos —continuó al fin el juez—. ¿Desde cuándo conoce al señor Indalecio?
—Desde la primera noche que vine a vivir aquí, señoría, hace ya dos años —respondió aún algo azorado el conde.
—¿Y cómo lo conoció?
—Pues mire, señoría —se detuvo el conde para echar media docena de toses antes de proseguir—. Yo dejé los bártulos en la cripta y a eso de la media noche salí tan feliz a dar una vuelta para conocer el pueblo. Iba, por supuesto, volando en mi natural forma vampiresca. Y no había llegado aún a cruzar las vías del tren cuando, desde lo alto, vi a media docena de mozos, algunos no tan mozos, entre los cuales estaba el señor Indalecio. Total, que picado por la curiosidad de conocer más de cerca su fisonomía, me acerqué a ellos a una distancia que yo creí prudencial pero que no lo fue, pues cuando me quise dar cuenta me habían echado un saco encima para atraparme. Intenté entonces volver a mi forma humana, pero no pude porque alguno de aquellos gamberros me sacudió en la cabeza y quedé atontado del todo. Cuando desperté, estaba clavado a una pared por las alas, con cuatro clavos. Por eso tengo la capa hecha unos zorros, señoría —se levantó el conde para exhibir los girones de la capa y se volvió a sentar—. Yo intentaba de nuevo volver a mi forma humana, pero tenía tal dolor de cabeza que no lograba concentrarme lo suficiente. Y entonces fue cuando se produjo la catástrofe.
—¿Qué catástrofe? —preguntaron al alimón el juez y el fiscal.
—La catástrofe fue que el señor Indalecio se acercó a mí y me puso un cigarrillo en la boca. Y no sabe, señoría, lo que me gustó aquella primera chupadita —ahora le hacían los ojos chiribitas—. Y ya no le digo las siguientes. Vamos, cada cual más que la anterior… Además, aprendí a echar el humo enseguida, haciendo unas volutas que dejaron pasmados a todos. Entonces empezaron los mozos a decir “pues parece que le gusta al muy capullo” y cosas de semejante jaez. Se les veía contentos viendo cómo me enganchaba a la nicotina. Total, que cuando se cansaron de darme caladitas se largaron, dejándome allí clavado y con un mareo que estaba que echaba los higadillos —y luego de hacer un ruido gutural que estremeció a toda la sala, empezó nuevamente a toser—. Ahora entenderá usted por qué odio a ese señor Indalecio. Él me metió el vicio que me ha traído la ruina física y moral y al que he sucumbido sin posibilidad alguna de rehabilitación.
—Vale, muy bien —le dijo el juez, a quien no pareció importarle lo más mínimo la razón de los odios del señor conde— Pero luego ¿qué ocurrió?
—Pues luego me dormí y cuando me desperté seguía con un mareo y una empanada mental que creí que estaba en el otro mundo —hizo Drácula como un gesto de escozor, mostrando bien sus colmillos—. Me empecé entonces a poner nervioso porque quedaba ya poco para amanecer y seguía sin fuerzas para nada. Pude, eso sí, volver a mi forma humana y cuando ya lo daba todo por perdido tuve la suerte de que pasó por allí un pobre hombre, jorobado y con un ojo a la virulé, al que convencí para que me ayudara a regresar a la cripta. A partir de entonces le cogí un miedo reverencial a salir a la calle, dedicándome a chuparle la sangre a las ratas del castillo y a encargar a Ígor, que es el jorobado del que les acabo de hablar, que me trajera todas las semanas una docena de cartones de tabaco.
—Pero, centrándonos en el asunto que nos ocupa, ¿qué hacía usted en casa del señor Indalecio la noche de autos? —inquirió el juez.
—Pues mire, señoría —se detuvo un momento el conde Drácula para ordenar ideas—, se lo voy a decir y espero que me crea. La cosa es que llevo dos años probando todas las marcas de tabaco habidas y por haber, pero jamás he probado unas caladitas tan ricas como aquellas primeras que me dio a chupar el señor Indalecio. Así que el otro día no pude más, y decidí salir a buscarlo para que me dijera de qué marca era aquel cigarrillo. Después de revolotear por aquí y por allá durante horas, lo hallé por fin postrado en la cama de su dormitorio, que tenía la lamparilla de noche encendida. Vivía él en un segundo piso, y luego de posarme en el balcón hice una entrada impactante, de esas que sólo sabemos hacer nosotros, los vampiros. Lo demás ocurrió muy deprisa. Él gritó, yo me abalancé sobre él, pero no para morderle sino para taparle la boca y rogarle que me escuchara. Apareció entonces su mujer con el rodillo en la mano y me lo tiró a la cabeza con tal tino que caí desmayado —suspiró hondo el conde—. Cuando desperté, estaba desposado en el cuartelillo de la Guardia Civil.
—Ya —asintió el juez tres veces seguidas con el rictus pétreo.
—Señoría —intervino de pronto el fiscal—. ¿Puede ordenar al agente que abra un poco la ventana para que se ventile la estancia? El humo que echa el ataúd no hay quien lo soporte.
—Por supuesto, no faltaba más —dijo el juez. Y con un simple gesto con la mano, dio la orden al agente, que corrió solícito a cumplirla—. Bien, prosigamos…
Pero en ese instante, el conde Drácula, mascullando entre dientes algo así como “hay que ser tonto para abrir la ventana”, se transformó en vampiro ipso facto y salió volando de allí, para no regresar nunca más por aquellos lares.

Óscar Martín
Grupo A


Dejé de fumar por 19ª vez

Llevo unos días sin fumar, lo he vuelto a dejar, y como en anteriores ocasiones creo que esta vez será la definitiva.
Hago una valoración de resultados y todos son favorables: respiro mejor, apenas toso, percibo con claridad una mejoría significativa en el gusto y en el olfato; disfruto de muchos más matices que antes en los sabores y en los olores; incluso estoy redescubriendo algunos que me parecía haber olvidado. Todo este conjunto de recompensas me hace pensar que no quiero volver a perderlas, que no quiero volver a la situación anterior de fumador en activo.
También valoro la comodidad de no estar pendiente de comprar y llevar tabaco y mechero, unido a no tener que pasar frío o calor cuando fumo a la intemperie.
Después de unos días sin fumar, mantengo el propósito de continuar en esta situación, pero estoy empezando a notar que algo me está pidiendo volver.
Noto que el puñetero cerebro me está pidiendo su dosis de nicotina. Yo me niego a dársela, pero el muy puñetero insiste e insiste.
Investigo acerca de las apetencias de mi cerebro. Averiguo que se alimenta fundamentalmente de oxígeno y glucosa. Comienzo la negociación.
Para ver si consigo engañarle, le ofrezco a cambio de la nicotina y acompañantes del tabaco, una buena oxigenación; le digo que, sin los perjuicios del tabaco, tendré una mejor ventilación pulmonar y por ende una mejor oxigenación. Además, le ofrezco alguna golosina de vez en cuando.
Parece que pasados los días el **** cerebro ha aceptado el trato, pues no me ha vuelto a pedir nicotina.
La cosa va bien, pero estaré muy atento a partir de ahora, y recordaré a Nietzsche cuando decía: el enfermo apetece lo que agrava o exacerba su enfermedad. Es difícil de entender, pero por desgracia suele suceder.

José Luis Fonseca
Grupo A


Por otra calada

¿Flores?, para qué flores si por lo que yo daría la vida -es una forma de hablar- es por un simple cigarrillo. ¿Quién impide su entrada? ¿Será el energúmeno malencarado que guarda la puerta? Seguro que decomisa todo lo que no le huela a primavera.
Anhelo desesperadamente que el humo cree lentos torbellinos en mi boca, retenerlo allí hasta sentir un ligero picor en la punta de la lengua y después, cerrando los ojos de placer, dejarlo escapar perezosamente por el túnel de mis labios.
Porque necesito borrar el recuerdo de mi última calada que se obstina en revivírseme en los más mínimos detalles: el leve calor que la colilla ardiente dejaba entre mis dedos, la muelle consistencia de la boquilla y, al dar la chupada, el humo que me cegó la vista por un instante. Sin embargo, el sabor del tabaco se me ha esfumado perdido entre el ruido de cristales rotos, el crujido de metales, el miedo y, finalmente el dolor, el agudo dolor en el costado.
Y ahora, nada, un aguardar perpetuo a que alguna visita consiga zafarse del portero y sustituya el consabido ramo por una humilde cajetilla de tabaco.
Una espera obstinada pero sin esperanza: ¡las tradiciones son tan rígidas en los cementerios!

Pepe Lorenzo
Grupo B


El último cigarro

Entré en el baño de la casa, aprovechando la ausencia del resto de la familia. Con los nervios propios de la ocasión, saqué el paquete de tabaco y la caja de fósforos que había comprado con el poco dinero que conseguía arañar de la paga semanal. Casi en trance, agitado por la inmensidad del placer que iba a experimentar, extraje un cigarro del paquete, lo miré, lo olí con fruición y lo coloqué entre mis labios temblorosas. Me miré en el espejo y vi reflejada la imagen de Humphrey Bogart, el tipo duro en el que me iba a convertir. De un brusco movimiento prendí la cerilla y la acerqué a aquel pitillo. El color rojo de la lumbre me animó a aspirar una larga, larguísima calada…. . De un golpe desaparecieron la ilusión, el placer, Humphrey Bogart, el tipo duro y el fumador en ciernes. Aquel fue mi último cigarro… y también el primero.

Manuel Medarde
Grupo A


Si el humo hablara

El humo se alza en volutas describiendo remolinos imposibles, dibujando amapolas blancas que abren sus pétalos a la luz mortecina de una bombilla solitaria. Más humo y más volutas, a bocanadas, semejando las cadenas de olas que rompen en la playa, se suman a esa atmósfera. Cada vez se hace más espesa, más blanca y más cargada. Nieve gaseosa. Girones de sábanas mecidos por el viento. Cinco hombres. Una mesa. Cuarenta tarjetas maldecidas por Caín. Más humo. Mantequilla que se corta con un cuchillo. Silencio. Una mosca vuela dejando una estela en el humo apelmazado. Dinero. Mucho dinero. Billetes manoseados. Nervios. Más tabaco, más humo. Pasa el tiempo. Más humo. La noche agoniza. Cuatro hombres y otro sin billetes. A través del humo, pocas palabras para el envite final. Se desnudan las cartas. Voces. Dos detonaciones . Dos relámpagos rasgan el humo. Un hombre cae tiñendo de rojo su montón de billetes. Humo y silencio. No queda nadie. Dos siluetas se recortan entre el humo denso y estático. El hombre de la placa mira y murmura entre dientes: “Si el humo hablara”.

Manuel Medarde
Grupo A


Personajes de humo

Una noche más, el escritor sentado ante el ordenador comenzaba su rutina diaria, rodeado por su eterna taza de café y su inseparable cajetilla de tabaco, esperaba terminar la novela que se traía entre manos.

Un sorbo de café y el encendido de su enésimo cigarro era el primer paso para empezar a escribir el esperado desenlace de la historia que le tenía absorbido desde finales de verano.

Se sentía bien entre el humo que inundaba la habitación y el aroma del tabaco que convertían la estancia en su particular santuario, allí se creaba la atmósfera perfecta para dar rienda suelta a la imaginación.

Cada noche entre calada y calada de su cigarrillo, creaba personajes que algunos, como el humo, se esfumaban por la mañana pero otros se empeñaban en quedarse para convertirse en protagonistas de sus futuras novelas.

Y así, noche tras noche, de su pluma salieron personajes e historias pero siempre terminaba sus escritos con una nota singular: “mañana intentaré dejar de fumar”.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Cenizas

Es un gris y húmedo día de enero, pero pequeñas gotas de sudor se escurren por mi rostro demacrado. Me aflojó la corbata, el aire sigue sin llegar con facilidad a mis pulmones. He hecho muy mal las cosas, muchas cosas mal, me he creado muchos enemigos, muchos y muy poderosos. Llevo todo el día sintiéndome perseguido, con unos ojos pegados a la nuca. Al principio pensé que eran cosas mías y de mi sentimiento de culpabilidad, pero ahora estoy seguro. Ahora sé que alguien me sigue, sé que estoy en peligro. He visto varias veces en sitios distintos, a la misma persona: un tipo enjuto, vestido de gris de arriba abajo, con un cigarrillo perenne colgando de los labios. Y he recordado, que una vez me hablaron de un sicario implacable llamado Cenizas. Era un fumador tan, tan empedernido que cuando vigilaba a alguien dejaba un rastro de ceniza.
No tengo escapatoria. La fama de Cenizas le precede, nunca ha dejado de rematar ningún trabajo. Se lo voy a poner fácil, ya no puedo más. Me dirijo a una calle a las afueras de la ciudad, es de almacenes y a esta hora ya estarán todos cerrados. Oigo los pasos de Cenizas cada vez más cerca, resuenan en mi cabeza como castigo y alivio. Al final de la calle me paro pero no me giro y espero el fin. Este no tarda en llegar. Oigo un tiro y al instante un profundo dolor me quema por dentro. Caigo al suelo y ahora sí, vuelvo los ojos para ver junto a mí unos zapatos y unos pantalones grises. Un cigarro cae cerca de mi rostro, siento el calor y el olor del tabaco. Lo ultimo que veo es como Cenizas lo apaga, matándonos a los dos.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Acuerdo pactado

Calixto empezó a fumar desde muy joven. Cuando se hizo novio de Teresa, como ella también fumaba, en principio no hubo problemas. Cuando decidieron casarse y tener familia, ella dejó de fumar radicalmente y Calixto seguía fumando, consumía 3 paquetes diarios de L.M., tabaco rubio, cuyo precio era por aquel entonces de 25 pts. la cajetilla.
Como Calixto no tenía pensado de momento dejar de fumar, su mujer llegó a un acuerdo con Calixto, para ingresar en un bote todos los días el mismo importe que él gastara en tabaco, pudiendo disponer ella del total del importe cada año para lo que ella quisiera.
Con el paso de los años, el tabaco se iba incrementando de precio y Calixto no dejaba de fumar y Teresa cada vez ingresaba más dinero en el bote, y cada vez se iba de vacaciones a sitios más lejanos.
El año pasado, el paquete de tabaco costaba 4 euros, y Caĺixto seguía fumando 3 cajetillas diarias, Teresa había ahorrado 4.380 euros, y se fue de viaje a Australia y aún no ha vuelto.

Luis Iglesias
Grupo B


La última calada

La última calada, y llega a ti el rumor de olas que arenizan. Escuchas y contemplas, con ojos neblinosos, ¿apagando o avivando con el humo la melancolía?.

La última calada. Bajas la Compañía en libertad y en apariencia sola, arropada por el cigarro fiel y fugitivo.

La última calada, y el balcón se convierte en atalaya, torre desde la cual tocar el cielo.

La última calada. Recuerdas que respiras: inspiras, exhalas; te crees más viva, aunque te estés muriendo

Marian de Vicente
Grupo B


La cortina de humo

Golpeo su carrillo derecho suavemente con los dedos enguantados, para dejar escapar de su boca pequeños anillos de humo, que ascendían por la ya fuertemente cargada atmósfera de la habitación.
Observó con apagado interés las caprichosas formas que iban tomando las nubes y el inevitable giro de su aspecto cuando atravesaban la amortiguada luz de la mesilla de noche, o los tenues rayos de sol que surgían tras las entornadas cortinas. 
Cambió su postura en la cama, para facilitar el encuentro de su mano con el cenicero y apagó el cigarrillo. Acomodó las almohadas, de forma que pudiera dejar de sentir el peso de su cabeza y la rigidez de su cuello. Su mirada volvió a tropezar con el bulto que, semitapado por una manta grisácea, dejaba entrever las patas de un trípode que se encontraba a escasos centímetros de la ventana. 
No quería pensar pero, a medida que se acercaba la hora de recibir instrucciones, sentía en su interior los efectos del cóctel, mezcla de calma e insensibilidad, que iba suprimiendo lentamente, cualquier atisbo de escrúpulos que pudieran aflorar. 
Quizás no se produzca la llamada, no sería la primera vez. Ese pensamiento pareció relajarlo y para reactivarse, volvió a alcanzar la cajetilla de tabaco de la que tomó un cigarrillo, a la vez que al observar el cenicero repleto de colillas, decía para si: algún día, este será el disparo que acabe conmigo. 
No le dio tiempo a encenderlo, pues sonó el teléfono. Lo descolgó y recibió instrucciones precisas, que acrecentaron de forma notable la tensión del momento. 
Reparó en el cigarrillo roto entre sus dedos, que trató de destensar con precisos y estudiados estiramientos. 
Se levantó y extrajo una pequeña bolsa, que selló tras vaciar el contenido del cenicero, metió la funda de la almohada con la colcha en una de sus maletas y después limpió concienzudamente el teléfono e inició una serie de respiraciones profundas a medida que la adrenalina se adueñaba de su flujo sanguíneo.
Se dirigió hacia el bulto tapado con la mantita grisácea, la quitó y la depositó en la otra maleta. 
Afianzó el trípode, entreabrió un poco más las cortinas y por el visor enfocó la ventana prefijada, calculó la distancia, fijó el teleobjetivo y disparó dos ráfagas. No se molestó en adverar el resultado, sabía que èl nunca fallaba. 
Guardó rápidamente sus instrumentos, on calculada sangre fría, echó un último vistazo a la habitación y salió al desierto rellano sintiéndose más trunca vidas y asesino que nunca. 
Sabía que había formado parte de la puesta en escena de un sórdido complot, del ritual de un sacrificio calculadamente innecesario.
Cuarenta y ocho horas después, aquellas fotos del primer ministro, en pleno goce de la urdida celada, precipitaron la caída del gobierno y con él, la de la primera ficha del juego de la reordenación del gran tablero político mundial.

Calgari
Grupo A


Fumando espero

Llegó el día.
En un afecto cuasi religioso, tomó por los hombros un vestido azul petróleo que reposaba sobre la otra cama. Aún llevaba la etiqueta colgando de la manga derecha; pidió unas tijeras para cortarla con cuidado y se lo enfundó con mimo sobre la ropa interior de encaje rosa y unas medias claras también por estrenar; luego, con veneración, se subió a unos tacones de vértigo que previamente había sacado de su caja. Como le inculcó su madre, había que saber estar a la altura de cualquier circunstancia.
Le hubiera gustado besara un hombre.
Extrajo lentamente un Dunhill de su lujosa caja roja, y encendió el cigarrillo con tal reverencia qRoue fumar parecía parte de sus sacramentos. Abrió la boca y dejó escapar una larga y sinuosa línea de humo que paladeó con devoción. Aspiró por la boquilla dos veces más y, sin apagar el cigarro le dijo a la mujer que la custodiaba: “ya pueden ejecutar la sentencia”.

Romy Martínez
Grupo A