Estar en la luna

Cuenta Hernán Casciari en "La luna, en retazos y liquidación": "Acaba de llegarme el título de propiedad de un terrenito que me compré en la Luna. Me costó 20 dólares -gastos de envío aparte- y lo pagué con tarjeta. Además del certificado con mi nombre grandote, me vino por correo una foto satelital de mi parcela. No sé si ustedes estarán viendo la Luna, pero si la tienen a mano dibujen en ella una cara imaginaria. Mi terrenito estaría sobre el ojo derecho. La región se llama Lago de los Sueños (Lacus Somniorum en latín) y está casi saliendo del Mar de la Serenidad, como quien va al Cráter Posidonius.
El acre que me compré no es gran cosa, también es verdad: haciendo cuentas descubrí que son apenas cuatro mil metros cuadrados. De todas maneras, el hombre que me vendió el terrenito dice que esta zona se está convirtiendo en una de las más deseadas, y me advirtió que me apurase porque se las estaban sacando de las manos. ¿Cómo no iba a hacerle caso a este señor, si es un visionario de la modernidad?"


Casciari entró en la página Lunar Embassy para hacerse con su parcela en la luna, un lugar en el que 600 millones de personas tenían puesta su mirada el 20 de junio de 1969, cuando Neil Armstrong se convertía en el primer hombre en pisarla.

Todos conocemos las palabras que pronunció Armstrong, su breve discurso dirigido a toda la humanidad. Pero nadie se percató de una frase. Una frase que pronunció y que es motivo de la siguiente leyenda urbana:

"Cuando el astronauta de la Misión Apollo, Neil Armstrong dio su primer paso en la luna, no solo pronunció la célebre frase “este es un pequeño paso para un hombre, pero es un paso gigante para la Humanidad”, sino que además intercambió algunas frases con los otros astronautas y el no menos célebre centro de control de la misión (en Houston, claro). Justo antes de aterrizar, pronunció una enigmática frase. Armostrong dijo: “Buena suerte, señor Gorsky” Mucha gente en la NASA pensó que se trataba de una frase dirigida a un hipotético rival soviético en la carrera espacial. No obstante, después de ser investigado, se descubrió que no había ningún señor Gorsky ni en el programa espacial americano ni en el ruso. A lo largo de los años, Armstrong fue preguntado muchas veces acerca de la frase “Buena suerte, señor Gorsky”, pero Armstrong simplemente sonreía. Únicamente hace tres años, el 5 de julio de 1995 en Tampa Bay, Florida, mientras respondía a las preguntas de los periodistas tras dar una conferencia, un reportero hizo la pregunta de 27 años de antigüedad a Armstrong. En esta ocasión, sí respondió. El señor Gorsky había muerto así que Neil Armstrong sintió que, finalmente podía contestar a la pregunta. Cuando era niño, estaba jugando al béisbol con un amigo en el jardín. Su amigo bateó una bola que fue a parar enfrente de la ventana del dormitorio de sus vecinos, el señor y la señora Gorsky. Justo cuando se agachaba para recoger la bola, el jovencito Neil Armstrong oyó a la señora Gorsky gritarle al señor Gorsky: “¡¡Sexo oral!! ¡¿Quieres sexo oral?! ¡Tendrás sexo oral cuando ese niño llegue a la luna!”

Tras el fallido intento de alunizaje del Apolo 13, en 1970, el interés por la carrera espacial y los viajes a la luna disminuyó. Y tras la expedición del Apolo 17 aparecieron varias teorías que afirmaban que La NASA había inventado todos los alunizajes en la luna.


Mario Benedetti se pregunta en un poema: "¿Por qué no hay más viajes a la luna?"

Cuando el bueno de armstrong dio aquellos pasos
todos registramos cómo se movía
tosco / pesado / en un suelo blancuzco
¿o era de piedra pómez? ¿quién se acuerda?

durante un rato estuvo cavilando
y la escafrandra o como se llamase
impedía que viéramos sus ojos
pero juraría que su mirada era
de pereza o abulia

algo debió explicar a su regreso
algo diferente al discurso de gloria 
que le ordenaron pronunciar eufórico
entre medallas flores vítores y guirnaldas

algo debió decir en privado a sus jefes
algo importante inesperado

verbigracia / cuando estaba allá arriba
caminando como un zoombie en la luna
mi general mi coronel pensé en ustedes
y se me ocurrió no sé por qué
que debía matarlos con urgencia
uno a uno / dos a dos / etcétera

o verbigracia dos / cuando andaba allá / heroico
pisando las feísimas arrugas del satélite
imaginé que así debía ser la muerte
es decir el paisaje de la muerte

o verbigracia tres / cuando estaba en selene
paseando por la nada como un imbécil
sentí el asco infinito de la ausencia del hombre
y me dije qué mierda estoy haciendo aquí

algo así debió haber confesado a sus jefes
con su estrenada voz de robot disidente
y quizá por eso los dueños del poder
postergaron sine die los viajes a la luna.


Jaime Sabines en su poema titulado "La luna" nos advierte -no sin ironía- los muchos efectos que provoca la luna:

La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótico y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan a bien morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.

Juan José Millás nos cuenta en "La hora de comer" qué hacía en el preciso instante en que el hombre pisaba el suelo lunar:

Cada vez que se cumple algún aniversario de la llegada del hombre a la Luna, me llaman de la radio y me preguntan que qué hacía yo mientras sonaba en todo el mundo la frase histórica del pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad. Y digo lo mismo, claro, porque las cosas son como son y yo siempre he estado más interesado en labrarme un porvenir que en forjarme un pasado. O sea, que me estaba comiendo un bocadillo de calamares fritos en un bar con el suelo lleno de cáscaras de mejillones y cabezas de sardinas. Tenían encendida en un extremo de la barra una televisión grasienta hacia la que mirábamos todos porque nos habían dicho que se trataba de un acontecimiento histórico, aunque lo verdaderamente histórico para nosotros habría sido que el bocadillo fuera de jamón de jabugo, o, mejor aún, que no hubiera sido un bocadillo, sino un chuletón de Ávila, pongo por caso, con pimientos fritos.

Dirán ustedes que Armstrong no pisó la Luna a la hora de comer, pero es que yo lo vi en diferido, al día siguiente, y pensé que sucedía en ese momento, de manera que cada vez que contemplo aquellas imágenes, se me repite el bocadillo de calamares, que estaban fritos en un aceite que merecería haber sido de colza. No me pareció mal que el hombre llegara a la Luna, sino que tenía la sensación de que se trataba de un asunto que no me concernía. A veces se da este divorcio entre lo histórico y lo personal, como entre la macro y la microeconomía, que cada una va por su lado, qué le vamos a hacer.

Es sabido que hay quien hace la historia y hay quien la padece. La habilidad de quienes la hacen consiste en hacer creer a los que la padecen que son protagonistas de algo. Pero no es cierto: aquel pie que pisó hace no sé cuántos años el improbable suelo lunar no era el mío. Mientras se pisaba la Luna, en este planeta nuestro se pisoteaban demasiadas cosas. Aún se pisotean. Y la hora de comer continúa siendo la hora del hambre para mucha gente. Eso es lo histórico. Vale.


Y Esteban Peicovich nos revela algunos de los nombres tan poéticos que tienen los mares de la luna en el poema plagiado titulado "La poesía":

Mar del frío, mar de las lluvias, mar de los vapores, mar de las nubes, mar de la humedad, mar de la serenidad, mar de la crisis, mar de la fertilidad, mar de los néctares.

(Nombres dados por la ciencia a distintas zonas de la cara de la Luna que se ve).



Propuesta de escritura 

Escribe un texto en el que se refleje un suceso real o imaginado que estuviera ocurriendo en la tierra mientras el hombre ponía su pie en la luna.


Estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


Verano del 69

Todo comenzó un año antes. Estaba mi padre sentado en la terraza de un café en la plaza de Ciudad Rodrigo, cuando se acercó el director del Instituto, le saludó y se sentó a su lado.
¿Puedo hacerle una pregunta? - dijo el director del Instituto. Por supuesto - respondió mi padre. ¿Dónde va a ir su hijo el próximo curso? A Salamanca, contestó mi padre. El curso pasado fracasaron estrepitosamente en el preuniversitario, suspendieron casi todos el examen de madurez.
¿Le puedo pedir un favor?, dijo el director. Por supuesto, volvió a decir mi padre. Me gustaría que matriculase a su hijo en este instituto el próximo curso. Si usted me lo pide - contestó mi padre, delo por hecho.
Aquel verano del 69 aprobé el curso en el instituto, y aprobé el examen de madurez en la universidad. No solo aprobé yo, sino que aprobamos la mayoría de los que nos presentamos. Los de letras el 100% y los de ciencias alrededor del 80%; cuando la media nacional de aprobados era de un 30% aproximadamente.
Fuimos el mejor Instituto de toda España y nos dieron un premio por ello. Todos los años se daba una mención de honor al mejor instituto, y aquel año nos tocó a nosotros. Me imagino la cara del director del Instituto al recibir el premio, porque la cara de mi padre cuando le enseñé la nota del periódico en el que venía mi número como aprobado, la recuerdo perfectamente.
A partir de ese momento tuve la llave de acceso a cualquier universidad de España y a cualquier facultad. No sabía dónde ni qué iba a estudiar, pero hasta septiembre tenía tiempo para pensarlo.
Por cierto, aquel verano, concretamente el 20 de julio de 1969, el hombre pisó por primera vez la luna.

José Luis Fonseca
Grupo A


Cartas

Otra carta, Federico, mi amor. Una más. ¿Sabes cuántas van ya? Pues cincuenta justas. Si echas cuentas te sale: 20 de julio de 1969 es cuando llegaron los dos americanos, y esa misma fecha del año siguiente fue cuando escribí la primera. Después, una cada 20 de julio; cincuenta con esta, ya te digo. Ayer mismo conté las que guardo, y son cuarenta y nueve. Ya me gustaría que alguna de ellas te hubiera podido llegar, pero lo nuestro es bonito aun así.
Hoy te cuento lo mismo, cariño, no sabría decirte otra cosa. Lo sabes, pero me gusta repetirlo cada año: ninguna huella. Ninguna huella dejaron en mí esos hombres. Aunque, bueno, huella, huella, si vas a ver, sí que dejó una de su bota (ya ves qué tontería) el tal Buzz Aldrin en el Mar de la Tranquilidad, que anda, que no ha presumido el tío con ello ahí abajo. ¿Te parece bien que lo diga así, ahí abajo? Ya me gustaría saber decir las cosas como tú; como tú las escribes, me refiero.
A mi manera lo digo yo: jamás podrían dejar huella en mí esos hombres; y no se me oculta que me estoy repitiendo como una tonta. Cómo iban a dejarla; solo de pensar en ello me dan escalofríos, y ya sabes que de noche para mí 150 grados bajo cero es lo normal. Yo no puedo amar a nadie más que al hombre de mi vida, al que me pinta (miles de veces lo tengo leído) con polisón de nardos y senos de duro estaño. Al que ha sabido hacerme ver que por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos; y que me ve ir por el cielo con un niño de la mano.
Queda muy lejos el 20 de julio de 2021, Federico, cielo, pero yo sabré hacer los días cortos. Te sigue adorando tu LUNA, LUNA

Pascual Martín
Grupo presencial


Historia selenita 

—Mire, señoría, me voy a intentar explicar mejor, porque veo que se está perdiendo usted —intentaba no perder la calma el señor Rodríguez, aunque se acaloraba por momentos—. Mi mujer y yo salimos a eso de las nueve de la noche a casa de los Guzmán porque nos habían invitado a un guateque. Y esos guateques, señoría, no crea que son cualquier cosa. Ahí va lo más granado de la capital y no se acaba el jolgorio hasta las seis o más. Pero a las dos y media de la madrugada, más o menos, mi mujer me dijo que se encontraba indispuesta y que se quería ir a casa, insistiéndome, eso sí, en que yo me quedara porque a la vista saltaba que me lo estaba pasando fenomenal. Yo —enfatizó muchísimo, señalándose a sí mismo con el dedo—, que de sobra sabía que me la estaba pegando, porque me la lleva pegando con don Luis Cipriano desde hace meses, y además le había visto salir a él unos minutos antes, me hice el tonto y la dejé irse, diciéndole que haría por estar en casa antes de las seis. Y más o menos una hora después, como a las tres y media, suponiendo que a esa hora les pillaría in fraganti, cogí el coche y tiré para casa. Luego, abrí la puerta con sigilo y entré de puntillas. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando veo que hay luz en el salón y que la tele está encendida. Y ya no le digo nada cuando entro y veo ese montón de gente en el salón con los ojos fijos en la pantalla, viendo aterrizar al Apolo IX en la luna.

—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el juez, perplejo.

—A ver, Señoría, por partes —se aflojó un poco la corbata el señor Rodríguez—. En cuanto vi que mi mujer estaba en picardías, y un picardías que conmigo nunca se pone —se apretó ahora el párpado con el dedo índice—, supe que por allí, en algún sitio escondido, tenía que estar don Luis Cipriano, pero así de pronto, como no lo vi y lo de la luna estaba la mar de interesante, preferí quedarme por el momento con los demás viendo la tele y esperar a que aquello se acabara y se fuera todo el mundo para ajustarles las cuentas a mi mujer y al otro. Lo que pasa es que como la cosa se iba demorando, ente Houston y Houston iba yo atando cabos mentalmente, viendo lo que había a mi alrededor. Que estuviera allí Paco, el sereno, no me extrañaba tanto, porque el pobre no tiene tele y sube muchas veces a verla un rato, así que deduje que al ver el resplandor saliendo del balcón y sabiendo que el alunizaje estaba al caer, no resistiría la tentación de subir. Pero lo del vecino Ambrosio con el perro muerto entre las manos me extrañó más. Al principio traté de preguntarle por lo bajinis que qué hacía allí, pero como ya estaba la tele tan interesante, el muy maleducado, siempre lo fue, me mandó callar; ya ve, ¡en mi propia casa! Y luego estaban esos dos señores que no había visto en mi vida, tan repeinados ellos, tan formalitos, tan de negro, sentaditos en el sofá como si no hubieran roto un plato en su vida, que tampoco despegaban los ojos de la tele. Total, que estuvimos un buen rato todos esperando a que el astronauta ése, como se llame —Armstrong, dijo el Juez—, sí, Astron, saliera del Apolo y se pusiera a caminar por la luna. Y cuando ya salía, mi mujer va y dice: “¡ya sale, ya sale! Y en ese momento sale de debajo de la camilla don Luis Cipriano, que a lo que se ve tampoco se lo quería perder. Y yo, claro, ¿pues qué iba a hacer? En cuanto Jesús Hermida dijo que ya estaba, que ya habíamos ido a la luna, me fui corriendo al teléfono del despacho y llamé a la policía, que afortunadamente no tardó ni cinco minutos en presentarse, con todo el mundo aún enganchado al televisor. Y entonces ya se aclaró todo. Vamos, que cuando el sinvergüenza del señor Cipriano se estaba beneficiando a mi mujer, entraron a robar aquellos dos hombres tan formales pensando que no había nadie en casa porque nos habían visto salir al guateque, haciéndolo desde la ventana del vecino, al que tuvieron que matar el perro porque se ve que les había descubierto. Pero al ver la tele en el salón, se acordaron de lo de la luna y la encendieron para verlo. Entonces salió mi mujer y los pilló, pero como no podía llamar a la policía, porque ella estaba cometiendo un delito de adulterio, decidió no hacer nada, poniéndose a ver la tele con ellos. Luego llegó el sereno, y cuando llamó a la puerta, se ve que al señor Cipriano le entró el canguelo, pensando que a lo mejor era yo, y por eso se metió debajo de la camilla. Y después llegó el vecino, que se presentó allí porque, tal y como le dijo a la policía, al ver a su perro muerto y las ventanas de su casa y de la mía abiertas, llamó a mi casa a pedir explicaciones, uniéndose al grupo de televidentes en cuanto vio en la tele al Apolo IX. Y en fin, creo que está todo bastante claro, señoría.

—Puede retirarse, señor Rodríguez —le invitó a hacerlo el Juez, con la mano extendida hacia la puerta—. Que pase el primer testigo.

Óscar Martín
Grupo A


Tu pedacito de Luna

Suena el teléfono y al descolgar oigo a mi hermana Julia parlanchina, eufórica. Me dice que su marido le ha regalado una parcela en la Luna. Y yo, incrédula, después de varios ¿qué? para confirmar lo que he creído oír, le pregunto ¿para qué? A lo que me responde que para tener algo único e inalcanzable. Y eso pienso yo: inalcanzable, es decir, que no es posible, que no está en nuestras manos. Pero ella insiste en el privilegio que supone tener un terreno en el espacio exterior, más aún, que tal como están las cosas… que nunca se sabe… que lo mejor es ser previsor.
Escucho su verborrea incontenible relatándome los beneficios de esa propiedad y me habla de un tal Genaro Gajardo Vera, que ya en 1954 tuvo la mejor visión de futuro del siglo, inscribiendo, ante notario, su declaración como dueño de la Luna, por medio de una fórmula legal utilizada para sanear terrenos sin título de dominio. En realidad, este primer dueño de la Luna quería formar parte del Club Social de Talca (Chile) y para ello necesitaba tener una propiedad. Su mejor ocurrencia fue reclamar un espacio sin dueño, cosa que nadie le podía refutar. Más adelante quiso revestir su operación con motivaciones idílicas y utópicas, o racistas y xenófobas, según se mire, puesto que manifestó su intención de realizar “un acto poético de protesta interviniendo en la selección de los posibles habitantes del satélite”. Decía despreciar a la mayoría de los habitantes de la tierra y preferir “vivir en un mundo sin envidia, odio, vicios ni violencia”.
Y yo digo que sí, que todo muy bonito, pero que la venta de fincas en este país y en todo el mundo conocido siempre ha sido un negocio muy lucrativo, amén de una fuente inagotable de estafas. Pero Julia contrarresta: me han dado un certificado con las coordenadas telescópicas de la finca bien especificadas. Todo queda registrado en el libro “Tu pedacito de la Luna” para poder identificarla y localizarla en cualquier momento, yo o mis descendientes, porque esta propiedad, por supuesto, pasará a mis legítimos herederos.
Cuelgo el teléfono atónita, pensando que mi hermana y mi cuñado están fuera de la realidad, que esta pandemia les está afectando el entendimiento. Sin perder un minuto busco en Google toda la información relativa al caso. Me encuentro con que, después de Genaro, a quien al parecer no le funcionó la fórmula legal, un empresario estadounidense, Dennis Hope, reclamó la plena soberanía de la Luna y de todos los planetas del sistema solar, amparándose en una laguna del derecho internacional. Hope, vislumbrando la oportunidad de negocio del asunto que tenía entre manos, fundó la empresa Embajada Lunar, a la que ya han acudido más de seis millones de personas requiriendo su pedacito de espacio estelar.
La llamada de Julia me tiene estupefacta porque considero que tanto ella como mi cuñado son personas cabales, de pensamiento ponderado, reflexivas… ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Creen que en algún momento de su presente o de su futuro lo podrán disfrutar? Y descendiendo al plano de lo práctico ¿Cómo llegarán hasta allí? ¿Cuánto costará una licencia de obras en nuestro satélite?
¡Y pensar que mis únicas meditaciones sobre la Luna son ensoñaciones idílicas sobre la dama de noche que preside la oscuridad y que todo lo ve! La Casta Diva de Norma que templa los corazones ardientes y a la que pedimos que extienda por la tierra la paz que la hace reinar en el cielo. No dejo de pensar en que unos se han vuelto lunáticos y otros estamos en la Luna.

Maxi Moreno
Grupo B


Algunas cosas omitidas del viaje a la luna del Apolo 11

En los secretos desclasificados del FBI y la Nasa, sobre lo primero que vieron los astronautas al pisar el suelo lunar, fue una oficina telemática del Banco Santander.
En la propaganda recogida por Neil Armstrong de citada entidad bancaria, se ofrecían Obligaciones Subordinadas sin ningún riesgo, con un interés del 30%, con total liquidez, el banco aportaba 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores.
Fondos de inversión, en renta fija al 50% de interés, sin comisiones, igualmente citado banco aportaba otros 100 millones de euros a los 10 primeros suscriptores .
Planes de Pensiones, para los recién nacidos, a los que el banco aporta 200 millones de euros, para que dispongan durante su vida normal y empezar a pagar cuando se jubilen a los 80 años.

Luis Iglesias 
Grupo Presencial 


“Neil Armstrong, o por qué no hay en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.”

Cuando le preguntaban a Neil Armstrong, durante los meses que vivió de incógnito en Salamanca, dónde estaba en el preciso momento en que el hombre pisó la luna por primera vez, solía contestar, antes de pedir otra copa: Yo que sé, en la Luna.

Le visité a menudo en su piso alquilado -del que yo era propietario- en la calle “de los Pirotécnicos” del Barrio Vidal, porque me llamaba a menudo. Al principio para que le arreglara las averías que le salían continuamente, debido a una construcción defectuosa, hecha con materiales baratos y poco fiables; más adelante porque le cogió el gusto a charlar conmigo. Solíamos quedar en el bar de Las Caballerizas, que le parecía una especie de “refugio antiatómico medieval”. Decía ese tipo de cosas, el bueno de Neil.

Yo prefería citarle al aire libre, para evitar que cayera en su incipiente alcoholismo, o por lo menos para que lo controlara dentro de lo posible. Vicio, por cierto, que adquirió en la cantina del desierto de Tabernas, en Almería, visitando las cenizas de los estudios de cine supersecretos donde la Nasa había filmado la película sobre el viaje a la Luna. Aquellos estudios habían sido destruidos por completo para no dejar ningún rastro, pero había quedado la cantina y el hotel anejo, hechos en madera, estilo Far West. Es la cantina que aparece en muchos Spaghetti Western, “La muerte tenía un precio”, por poner un ejemplo.

Me voy de una cosa a otra, lo sé, pero es que, a mis años, la cabeza ya empieza a perder el rumbo. Sigo. Aquella película -la del falso aterrizaje en la luna, no la de Clint Eastwood- fue la que se vio en todo el mundo como si fuera el verdadero alunizaje, pero esto ocurrió porque la Nasa y el Pentágono decidieron que la filmación auténtica del viaje y de la llegada a la Luna tenía que quedar en el más absoluto secreto.

¿Qué pasó? ¿por qué no hemos vuelto a la Luna? ¿qué vio mi amigo Neil Armstrong allí que no se sabrá jamás?

Él nunca lo confesó estando sobrio, pero en las Caballerizas, a la tercera copa -pedía vino de la casa, pero el vaso lleno- empezaba a meter en su discurso algunas frases ininteligibles, que yo solo he podido descifrar con el paso de los años. Lo que vio -en la cara oculta de la luna- fueron los restos de una antigua civilización que había destruido el planeta, un vergel antes de la gran extinción. Somos selenitas, selenitas, decía en un español que hablaba perfectamente. Una antigua raza de homínidos había reducido a cenizas, en una última guerra apocalíptica, aquel planeta, poco después de enviar una misión para colonizar la Tierra. Somos selenitas. La prueba estaba en una reproducción asombrosamente perfecta de un ser humano, hecha con un hueso que recogió Neil Armstrong del calcinado suelo lunar. El homo selenitense.

Y, claro, en la Nasa dijeron esto no se puede saber, tiene que ser el secreto mejor guardado porque si no van a empezar los hippies con la murga de la paz y el amor, y con que el progreso va a destruir el planeta, y nos van a joder el invento del consumismo, que junto a la rueda -palabras de Henry Ford- son “los dos grandes inventos de la Humanidad”. Así que a todo aquello se le echó tierra encima.

La filmación simulada del alunizaje en el desierto de Tabernas se había hecho antes del viaje a la Luna. Preventivamente. Para salvar el prestigio del país en el caso de que ocurriera cualquier catástrofe, cuestión de Estado en aquellos años de guerra fría. La Nasa dispondría de una simulación cinematográfica perfecta, con la que anunciarían el éxito de la misión espacial.

Neil decía -después de algunas copas- que a la vuelta del viaje a la Luna descubrió la cara oculta de su mujer. Había llegado a su casa en Cabo Cañaveral media hora antes de lo previsto, y pudo ver a su cuñado saliendo por la puerta trasera, a toda prisa. Junto a la cama de matrimonio se había dejado la corbata, hortera como sólo él podía ser. “Son of a bitch” fue lo único que le oí decir nunca en inglés.

Se le hizo un lío morrocotudo en la cabeza, contaba. Y entonces decidió viajar por el mundo, y acabó en España ya de incógnito. Estuvo en Almería, en la taberna de Tabernas, y luego vino a pasar una larga temporada en Salamanca, donde fue mi inquilino, como he dicho.

Intenté ayudarle a abandonar el alcoholismo, pero la verdad es que nunca lo conseguimos del todo, ninguno de los dos.

Un día me dijo que se volvía a su país, y ya está, esa es la historia. Se volvió a casar, siguió colaborando con la Nasa, fue profesor en Harvard, en fin, esas cosas que hemos ido sabiendo por la tele y los periódicos. Él nunca volvió a contactar conmigo, yo creo que para protegerme de uno de esos “comandos de limpieza” que enviaban los servicios secretos de su país para borrar pistas.

Cuando se supo, pasados los años, que había estado con nosotros durante aquella temporada sabática, el alcalde de Salamanca decidió poner el nombre “de los Astronautas” a la calle donde había vivido cuando fue nuestro vecino. Y en los bajos del piso alguien tuvo la idea de poner una cristalería, “Cristalería la Luna”. Pero en su viaje hasta hoy ese negocio ha tenido más de un problema, y no ha acabado nunca de despegar.

El otro recuerdo que tenemos en Salamanca de mi amigo Neil es conocido por todos, el retrato que le esculpió un artista de la piedra en una de las portadas de la Catedral. Cuando siento nostalgia voy hasta allí y echo un parlao con él, mientras doy unos tragos a mi petaca.

Lo malo es que ya no sé muy bien si lo que recuerdo son estas conversaciones con el astronauta de piedra de Villamayor, o las que solíamos tener en el Bar de las Caballerizas, o en mi piso, mientras le desatascaba el fregadero, o intentaba insonorizarle con cartones de huevos -misión imposible, decía Neil- alguna habitación.

Aquellos fueron buenos tiempos, yo era joven, y ya nada volvió a ser lo mismo. Cuando mi amigo se fue quedó un espacio vacío.

Ahora, con tanto brindis nostálgico, no hay forma humana de dejar la bebida, ni de saber, a ciencia cierta, qué coño fue verdad o no. Y nadie se acuerda de si, alguna vez, hubo en Salamanca una calle de los Pirotécnicos.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


¿Por qué no hay más viajes a la Luna?

Si hubiera más viajes a la Luna,
la Luna perdería su magia, su misterio,
su encanto enigmático que atrapa sueños.

Si hubiera más viajes a la Luna,
la Luna estaría al alcance de ti y de mí,
de todos nosotros, habitantes de la Tierra.
Sería un destino más, y
quedaría atrás su estela mística y lejana.

Si hubiera más viajes a la Luna,
la luna sentiría en sus entrañas;
el agobio de los visitantes,
la precipitación de sus gestos,
el capricho de sus costumbres,
la ambición de poder…

Si hubiera más viajes a la Luna ,
la Luna dejaría de ser,
el refugio de los sueños infantiles.

M. Pilar Sánchez
Grupo B


21 de julio de 1969

Bastaron un par de copas, tres respuestas ingeniosas y un poco de paciencia para que aquella noche del 21 de julio de 1969 me llevase a Cristina a la cama. No me resultó muy complicado, aunque ahora, con la perspectiva que me han dado los años, creo sinceramente que fue ella la que me consintió que entrara en sus territorios.

Alquilamos una triste y sucia habitación en un hotelucho de mala fama y además del precio que nos pidieron, tuve que aflojar cinco mil pesetas para que el recepcionista no hiciese preguntas incómodas y no nos pidiese el libro de familia.

Una vez arriba, Cristina se despojó de la indumentaria, mostrándose natural, como cuando la trajeron al mundo. Bueno, algo más crecidita. Yo conocía a Cristina desde hacía varios años, habíamos estudiado en colegios muy cercanos, el suyo de monjas y el mío de curas. Siempre me había gustado y encontrármela ese domingo en una sala de fiestas fue toda una sorpresa.

Estaba dormida, junto a mí, en aquella cama revuelta después de nuestro ardoroso encuentro, sin embargo yo era incapaz de conciliar el sueño. La observaba respirando con cadencia reposada y de repente tuve un deseo incontrolable. Me levanté y cogí la navaja del bolsillo de mi pantalón. Me acerqué a Cristina y dándole un beso en su hombro derecho hice que se quedara boca arriba. Tenía unos pechos magníficos. Fue una lástima, pero no pude hacer nada para impedirlo y la degollé.

Me quedé un buen rato observando como la sangre que manaba de su cuello iba empapando las sábanas. Un espectáculo precioso. Me vestí con parsimonia, ya era lunes. Y desde la ventana de la habitación podía verse claramente la luna en cuarto creciente. Cerré la puerta y bajé las escaleras. Nadie me vio salir. Todos estaban pegados al televisor. En ese momento transmitían en directo la llegada del hombre a la luna. Las cinco campanadas de una iglesia cercana me indicaron que pronto amanecería. Lo mejor era alejarme de allí.

Jaume Castejón
Grupo B


La luna y los segadores

El mismo año que el hombre subió a la luna, muchos segadores no tuvieron más remedio que seguir anclados a la tierra en los campos de España, más concretamente en los de Castilla. Recogían con sus manos y sus hoces el cereal, que luego se trillaba.
Sus condiciones de trabajo eran extremadamente duras. Trabajaban de sol a sol, eso es lo que se dice, pero antes de salir el sol ya estaban a su tarea. Por eso contemplaban la luna y observaban cómo iba cambiando de forma. Su alimentación era básica, cuando no escasa, aunque eso dependía del amo, que era como algunos llamaban a la persona que les contrataba. Dormían en cuadras. Con todas estas dificultades, era una forma de ganarse el pan en los campos en verano si no se tenían tierras u otro oficio.
El protagonista de esta historia tenía 32 años, estaba casado y tenía 3 hijas.
Le encantaba mirar la luna y las estrellas. Aquella noche estaba desvelado. Por eso salió al campo antes de tiempo. No podía imaginar que en ese momento, otro ser humano estaría pisando la superficie de la luna.
Él también volaba. Se decía a sí mismo que no volvería a segar.
Sabía que sus cuñados estaban intentando montar un negocio. Se uniría a ellos y en cuanto lo dominara un poco, se pondría a trabajar por su cuenta.
Quería llevar a su familia a la capital. Quería que sus hijas estudiaran. Él no había podido hacerlo y nada le gustaría más que cumplir ese sueño.
También quería tener un niño.
Miró una vez más a la luna y cerró los ojos con fuerza.
Ese hombre fue mi padre. Cumplió todo lo que soñó esa noche y quién sabe si no andará ahora dando un paseo por la luna o las estrellas.

Teresa Sanz
Grupo B


Un pequeño instante en su memoria. Un gran recuerdo en mi experiencia.
Una vez acabada la jornada laboral, salió de la fábrica de tejidos y se dirigió hacia su casa. En el escaparate de una tienda en la que vendían televisores, le llamó la atención un revuelo de comentarios y personas que miraban todas la misma cosa.
Ella, más por cotilleo que por verdadero interés, se acercó y, en vez de mirar directamente al televisor y ver a qué se debía el barullo, preguntó a la primera persona que le pareció. Siempre a la caza de cualquier excusa para entablar algún tipo de contacto, siempre buscando la complicidad ajena.
Mi abuela, que no hay día que no me llame por el nombre de mi tía, a mi madre por el de mi hermana e incluso a mi primo por el del perro, se acuerda de lo que estaba haciendo el día que el hombre pisó la Luna. Y, aunque no fue de mayor trascendencia para ella, después deduce que fue para su casa donde vivía con sus padres, sus hermanos y su abuela, y supone que lo estarían comentado. ¿Y qué pensaría tu abuela? Le pregunto yo. Pobrecita, me contesta ella, que tiene una relación muy personal con los recuerdos.
La ilusión con la que me llama para contármelo, su insistencia en que coja papel y boli para apuntarlo, y mi percepción de que a lo mejor, si no le llego a preguntar sobre ello, este recuerdo no habría vuelto a aparecer en su memoria, me reconforta al darme cuenta de que ahora, cuando se hable del día se pisó la Luna, yo me acordaré de este momento.

Alba Bermejo
Grupo A


La luna

Al llegar el hombre a la luna y dejar su huella
impresa en el polvo de talco blanco,
perdió el halo de misterio
que había hechizado a enamorados,
e inspirado a escritores,
músicos, artistas y poetas.

Envió su poesía a la Tierra,
que se convirtió en prosa
al contar lo que sucedía
en distintos lugares del planeta.

- En el Sahara, aquel día
Amira, regresaba con su cántaro de agua,
desde el pozo más cercano a su campamento
pero una tormenta de arena,
había sepultado su jaima, en su ausencia.

La luna perdió su poesía
y Amira se quedó sin nada.
Las huellas de sus lágrimas,
se dibujaron en la ardiente arena.

- En Bangladesh, aquel día
se celebró la boda de Marala,
de apenas diez años
con un pariente hacendado,
de más de cuarenta años.

La luna perdió su poesía
y Marala la inocente sonrisa,
las huellas de su infancia
se fueron con la fría madrugada.

- En Chile aquel día,
cientos de estudiantes
con ideales diferentes,
fueron detenidos e interrogados.
A sus casas, jamás regresaron.

La luna perdió su poesía
y las madres, a sus hijos tan amados.
La huella de esa generación perdida,
se guardará en la memoria colectiva.

- En Berlín, aquel día
Adler y Elke fueron abatidos,
al intentar saltar el muro prohibido.
La libertad los esperaba al otro lado,
pero no la alcanzaron.

La luna perdió su poesía
y ellos, la vida.
La huella de dos rosas rojas,
grabadas en el frío cemento
recuerdan el valiente intento.

Marian Pérez Benito
Grupo presencial


Yo también

¡Dos inútiles! Un par de zoquetes como la copa de un pino. Y míralos, todo el día en la tele… Dos héroes nacionales… ¡Puaj! Si la gente supiera la verdad… ¿Cómo se llamaba el director de vuelo?… Kranz, sí, Gene Kranz. El pobre andaba desesperado. “¡Vosotros ya estáis en la luna! No va a ser necesario lanzaros” les increpaba cuando metían la pata en algún entrenamiento, cosa que sucedía bastante a menudo.

–¡Eh, Louis! Ponme otra copa y apaga ese maldito televisor.
–¡Tranquilo Mike! Creo que sería mejor que te fueras. Hoy ya has bebido bastante.

¡Será insolente este mamarracho! ¿Cómo se atreve a decirme a mí cuánto debo beber? Menos mal que se ha echado atrás y me ha acabado sirviendo, aunque no ha dejado de advertirme que sería la última. Y no ha apagado la televisión ni se ha molestado en cambiar de canal. Seguimos con el maldito vigésimo quinto aniversario de la llegada del hombre a la luna. Otra vez el gilipollas de Neil poniendo su pie sobre la superficie blancuzca y diciendo la archifamosa frasecita: “Un pequeño paso para el hombre…” ¡Si supieran que la idea se le ocurrió a Gene y que tuvo que hacérsela repetir decenas de veces hasta que el otro consiguió decirla sin equivocarse!

¿Por qué no bajo yo? le pregunté al director. “Porque necesito a una persona competente a los controles del módulo de mando y no me fio de ninguno de esos dos catetos”. Al jefe le resultó cojonudo, pero a mí me dejó bien jodido, porque ahora ¿quién narices me recuerda? Toda la gloria para los “valientes” Armstrong y Aldrin y para mí, para el que los llevó y los trajo sin ningún contratiempo, el olvido más humillante.

–¿Hay alguien aquí que recuerde quién es Mike Collins?
–¡Basta ya Mike! Deja de gritar y vete a dormir la cogorza a tu cama. El albergue cierra en diez minutos.

Pepe Lorenzo
Grupo B


¿La luna? Por ahí andará

Tito Eva tenía mucho trabajo en verano. Por las tardes, al ocultarse el sol, se sentaba en un tajo de madera, bajo de la encina de la rama rota. La humedad del jardín recién regado refrescaba la suave brisa, que se cargaba de aromas de geranios, gladiolos y minitusas.
Una tarde, Tito Eva fue a buscar a JManuel al Pueblo de la Gran Muralla para que le ayudara a cuidar los chotos del corral. Jugaban a mojarse con la manguera, al escondite y, a veces, al juego de los boxeadores. JManuel tramposeaba cuanto podía y, al menor descuido de Tito Eva, le soltaba unas cuantas patadas en las espinillas.
Al atardecer, entre las encinas, espantaban las vacas, que en estampida se perdían en una polvareda igual que las de la película que hacía poco habían visto en El Pueblo Grande. Cansados y sedientos, al regresar a casa, entraban en la huerta y se apropiaban de la sandía más gorda y madura. La partían contra un machón de la puerta y, cuando las partes eran desiguales, echaban a suertes, Tito Eva hacía el sorteo y, como siempre salía favorecido, lo justificaba con un “la suerte es la suerte”.
Comían con ansiedad, casi con avaricia. Cuando acababan, JManuel se apretaba con las manos la barriga. Luego, se desafiaban para ver quien orinaba más lejos. Alargaban igual. Desde la ventana de la cocina vi que Tito Eva se adelantaba dos pasitos y una cuarta, mientras JManuel se desabrochaba los botones del pantalón.
Mamá M.Jesús, cuando despertaba la primera estrella, cogía a JManuel y lo metía desnudo en un barreño grande de agua que el sol había calentado durante el día. Chapoteaba. Lo envolvía en una toalla y lo embutía en un pijama amarillo con un osito en la pechera.
Antes de irse a dormir salían a la puerta de casa, a ver las estrellas. Se embelesaba con una que se escondía al verlos y, al poco, de un salto, se posaba en la nariz de la luna para desde allí, en veloz carrera, desaparecer del otro lado de la Ladera de los Jarales. Dejaba tras de sí una estela de chispitas azuladas. No tardaba en volver rodeada por otras más pequeñas.
Luna, con su cara pálida y demacrada, cuando Gatita Roberta se alejaba, nos miraba, nos hacía un guiño y con una sonrisa nos recordaba que era tiempo de dormir.
Tito Eva le había explicado que Gatita Roberta, también habitaba el cielo que él miraba y seguía siendo tan juguetona como la conoció cuando vivía entre nosotros.
JManuel dormía con Tito Eva. Si por el día se había enfadado, a media noche, con la disculpa de que soñaba, le daba puñadas debajo de la barbilla.
Una mañana, la sábana apareció mojada. Tito Eva se tocó y estaba seco. JManuel le echó la culpa al osito. A Osito le dolió tanto aquella mentira que desde entonces se acostó en el pajar con la perrita Alegría.

Evaristo Hernández
Grupo presencial


Alunizaje en la Tierra (1969-2020)

Luna, lunera, cascabelera,
–cantaba el padre a la pequeña–
en esta mano tengo una pera.

Estaba gordita,
aquella bebita,
mamaba la teta,
sorbía deprisa,
dormía de día,
aquella bebita.

La madre lavaba,
planchaba y cosía,
hacía la casa,
comida muy rica,
trabajaba el campo,
la huerta y la misa,
y cuando podía
dormía deprisa.

Luna, lunera, cascabelera,
–cantaba el abuelo a la pequeña–
en estas manos llevo una guerra.

La madre miraba,
triste y perdida,
lavaba la ropa,
lloraba deprisa,
su niña llamaba,
urgía la risa.

Divorcio no había,
tampoco cartilla,
el pasaporte, dependía.
Pañuelo en cabeza,
obediencia ciega
en calle y alcoba:
–quisieras o no, era la tradición,
la legislación del dictador–

Luna, lunera, cascabelera,
el hombre sin prisa pisa la luna,
pone bandera.

La madre lavaba,
planchaba y cosía,
hacía la casa,
comida muy rica,
trabajaba el campo,
la huerta y la misa,
y cuando podía
dormía deprisa.

Estaba gordita,
aquella bebita,
mamaba la teta,
sorbía deprisa,
dormía de día,
aquella bebita.

Luna, lunera, cascabelera,
–nos mira la luna con rabia y con pena–:
matáis a mi hermana, la Tierra más bella.

Ángela Mayor
Grupo A


En la luna

Mi madre y mi tía Luisa se fueron muy temprano a ver la televisión en casa de su hermana Matilde, después volverían juntas, son solo un par de manzanas y esta noche a buen seguro habría gente por las calles. Se esperaba con ansia la llegada del hombre a la luna, yo decidí quedarme en casa ya que al día siguiente tocaba ir al taller de nuevo y no estaba yo para trasnochar. Aunque la mitad de los españoles estuvieran pendientes del gran acontecimiento para mi no era algo que me quitara el sueño.

Antonio era mi novio, hacia ya dos años que nos veíamos, primero a escondidas, luego, más tarde paseando castamente por los parques de la ciudad como marcaban los cánones sociales en aquella época.

Me acosté, relativamente temprano, nunca estaba sola por lo que la casa solitaria se me antojaba inquietante, me puse mi camisón y me metí en la cama, no lograba dormir y de repente escucho la puerta del patio trasero de mi casa, tuve miedo hasta que reconocí al intruso, era Antonio, ¡ay mi Antonio, que hacia allí! con su embaucadora sonrisa me contesto, -pasaba por aquí- ¡hay tunante, sabiendo que estaba sola! no me dejó hablar, me beso, como se besan dos amantes desesperados, como deben de ser los besos que nos censuran en el cine, como los besos que él y yo nos damos cuando tenemos la certeza de que estamos solos y nadie nos ve.

El sabia que disponíamos de un largo rato para esta juntos por que según decía la noche se iba a alargar, todo el mundo frente al televisor, (los que lo tenían, claro) como mi tía Matilde, que llenaban esa noche sus casas con vecinos y familiares, nosotros pusimos Radio Nacional de España, para que nos diera una pista de cuando volvería mi madre. yo en camisón, el con ropa ligera, y nadie más. Nosotros ya habíamos tenido nuestros juegos sexuales, en algunas ocasiones, siempre con mucho miedo y mucha vergüenza, aquel día era diferente, era como si todo el mundo se pusiera de acuerdo para que nos encontráramos juntos y solos, la noche se alargaba, jugueteábamos con nuestras manos y nuestros labios como nunca, yo tenia 18 y el 21, y el anhelo del uno por el otro con tanta fuerza, que la retransmisión se nos hizo baga y confusa, estuvimos jugueteando durante ratos enteros, cuando el Apolo 11 asomó del lado oscuro de la luna, sentimos nerviosismo y prisa, los besos se hicieron caricias y las caricias pasión, nos quedamos desnudos completamente sobre mi cama, y paso, lo que tenia que pasar. Todo es confuso ahora, pero recuerdo que cuando Armstromg pisó la luna nosotros pisábamos el cielo por fin, nos amábamos más que nunca, ya eran y alas 4 de la mañana, mi madre volvería así que él se vistió apresurado, quitamos restos de cualquier visita ese día en casa, y él me pidió matrimonio cuando salía escondido por el patio. En pocos minutos llegó mi madre con mi tía, yo me hice la dormida aunque no pegué ojo en toda la noche. Ese día el gran paso para la humanidad había sido el gran paso para mi vida, y cuando alguien me pregunta que estaba haciendo yo, siempre digo, -durmiendo- aunque en realidad creo que yo sí estuve en la luna y lo viví más intensamente que nadie.

Esther Yubero
Grupo A 


Luna roja

I.

Nuestros cuerpos palpitaban por distintas razones, mucho antes de aquel preciso instante. Los preparativos para reunirnos con toda la familia en casa de la tía Nérida, el miércoles 21 de julio a las tres de la tarde, habían concluido el día anterior. La excitación rodeaba la casa, la sala, el sofá, la televisión y la mesa de centro donde se colocarían los pasteles, almojábanas, cocadas y caramelos de tamarindo que habían preparado las mujeres para celebrar un acontecimiento histórico: la llegada del hombre a la luna.


II.

Nela era la segunda de mis hermanas mayores. La primera se había ido precozmente a estudiar a Caracas. Nela también era mayor que mis primas. Tenía doce años. Casi todas éramos niñas. Solo habían dos primos varones, y aunque estaban muy pequeños para entender el motivo de tanta algarabía, se contagiaron con el ajetreo, la inquietud y las risas de esos días, y correteaban felices detrás de nuestras faldas. Nela, en cambio, por ese tiempo estaba inusualmente callada, melancólica y de mal humor. Dirigía los juegos, como siempre, y participaba un rato con nosotras en el de la ere, el escondite y la cuerda, pero de repente se retiraba y se encerraba en una habitación. No valían de nada nuestros ruegos, al contrario, corríamos el riesgo de que nos insultara y nos lanzara un manotazo. Escuchaba a mi madre decir que la dejáramos tranquila, que eran cosas del crecimiento, como si crecer le estuviera doliendo, la estuviera enfureciendo.


III.

Eran las vacaciones escolares y hacía mucho calor. La mañana del día en que ocurriría el alunizaje, mi madre y mis tías nos llevaron al parque aledaño al río Torbes. Querían que descargáramos un poco la exaltación por esta antojadiza celebración , más ficcional que terrenal para la propia capacidad del asombro. Además, todo lo que se celebraba en familia, tenía que tener un perfecto orden, estar limpio, decorado, bien dispuesto, y así recibir a los maridos que harían una pausa en su trabajo para acompañarles. Los niños podíamos echar a perder tan elaborado encuentro. En cambio, el parque estaba repleto de columpios y toboganes para manosear y remontar. Uno de los deslizaderos estaba orientado hacia un pequeño pozo del río, suficientemente hondo y tranquilo. En ese lugar abierto las madres sentían que no había comportamientos qué cuidar: la libertad al aire libre, la pequeña piscina en el río, la tierra y las piedras rojas de su fondo, y la calidez del mes de julio nos colmaron de un júbilo más inesperado que el del viaje a la luna. Pero para Nela no fue así. Ella se quedó sentada en un columpio sin apenas balancearse, y tenía una mirada interminable cuando nos veía jugar.


IV.

La casa de la tía Nérida era espaciosa e iluminada. La sala tenía salida al jardín por el lado izquierdo; hacia la derecha se encontraba la escalera de madera que daba a las habitaciones principales; al pasar el rellano estaba el cuarto de huéspedes con un baño externo, que también servía para los invitados de las reuniones. Muy cerca, pero en otro ambiente estaba la cocina, tan espaciosa como el salón. De allí empezaron a salir los platillos del ágape que acompañarían nuestro curioso espectáculo televisivo. Se sentía el bochorno de la tarde. Las niñas usábamos shorts y vestidos. Los primos más pequeños estaban haciendo una siesta mucho más profunda por el agotamiento del paseo mañanero. Mi padre y mis tíos comenzaron a llegar. Sus voces graves y a la vez joviales nos volvieron a animar a pesar del sopor y del cansancio. Nela también se veía más resuelta, y estaba muy interesada por lo que iba a pasar; le hacía muchas preguntas a mi padre. LLegado el momento ella se sentó a su lado en el sofá, junto a los adultos. Las demás niñas estábamos recostadas sobre una alfombra que abarcaba casi todo el espacio de la sala.


V.

Pasaron dos horas desde que la transmisión había comenzado. Yo no entendía nada, los astronautas hablaban un idioma extraño y robótico. Y no podía ver ninguna imagen de la redondez lunar a la que estaba acostumbrada. Todos estaban en silencio, solo se escuchaba una que otra palabra o expresión sonora de incredulidad. En la televisión se veían sombras. En ese momento se me ocurrió voltear para ver a Nela: sus ojos parecían estar saliéndose del globo ocular. Sin embargo, algo interrumpió su concentración, y su rostro de asombro pasó al terror. Se levantó como un resorte del sofá, y se quedó viendo el lugar donde estaba sentada. Corrió en dirección a la escalera y luego entró al baño de huéspedes. Neil Armstrong ya estaba al borde de la escotilla abierta de la nave espacial; esperaba a su compañero y piloto del módulo lunar, Buzz Aldrin, para bajar a la superficie de la luna. Nela empezó a llamar a mi madre a gritos: “¡Mamá! ¡Mamá!, ven rápido”. Mi madre le decía que esperara, que qué le pasaba. Nela gritaba una y otra vez. Neil Armstrong comenzó a bajar las escalerillas de la nave. Antes de llegar al último escalón pronunció una frase. En ese mismo instante Nela se acercó a la sala bañada en llanto: sus manos impregnadas de un color granate intenso, su vestido blanco de flores azul celeste salpicado, y de su entrepierna chorreaban hilos de sangre, como de sus mejillas lágrimas. Las primas más pequeñas empezaron a gritar y a refugiarse en los adultos. Mi padre y yo nos quedamos paralizados. Mi madre y mis tías salieron al auxilio. Los tíos protestaron con asco y luego con risas. Finalmente, yo me sentí humillada, como si me hubiese convertido en la misma Nela, abatida por la vergüenza y el horror ante su cuerpo.

Aunque nadie me explicó, supe lo que me pasaría al crecer. Supe que sería doloroso, y que después lo aceptaría como si nunca hubiera ocurrido con el espanto de la primera vez, tal como le pasó a Nela. Del aterrizaje lunar no recuerdo nada, ni del gran paso que dicen que dio ese hombre. Solo sé que cuando el rojizo riachuelo comienza a brotar de mi vagina, siento como si la luna se desangrara dentro mí, hasta desaparecer.

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


Viaje a la luna desde los ojos de un niño 

Con tan solo cinco años, sus ojos y cabeza giraban a la vez que aquel aparato daba vuelta y vueltas, ya llevaba una hora y media, pero se sentía atraído por el artefacto que se movía sin descanso; mientras estaba entretenido en intentar ver lo que había dentro del agujero, llamaron otra vez a la puerta, ¡otra caja!, está, sin embargo fue directa a el comedor, la desembalaron con un cuidado extremo, al igual que el artefacto de la cocina este tenía un cristal, aunque era diferente, ¿tendrá la misma función que la máquina de la cocina? se preguntó; uno de los hombres comento la necesidad de esperar al técnico para poner en marcha tan sublime aparato. 
Esa noche salió con su madre al balcón, ella le explico que los puntitos brillante del cielo se llamaban, “estrellas” y el gran sol sin brillo, “ luna”, que hacía cuatro días, unos hombres de un país lejano habían salido de paseo en un coche que volaba hacia la luna, no se sabía exactamente cuándo llegarían y pisarían el sol sin brillo, ¡la verdad es que no entendía como sé podía tardar tanto en llegar, con lo cerca que esta desde su casa!, además, la luna era redonda, como el agujero del aparato de la cocina, así que, ¡pobres hombres!, estarían todo el rato dando vuelta o se caerían, ¡no podía ser de otra manera! 
Esa noche subió hacia la luna con una escalera, pero tropezó en el último peldaño, su corazón comenzó a latir rápidamente, mientras caía hacia el vacío; se dio cuenta que estaba en el suelo, ¡ufff, era un sueño!, se levantó y agudizo sus oídos, escucho ruido en el comedor, lentamente se acercó; desde la puerta pudo ver en el cristal del artefacto que habían dejado por la mañana en el comedor, unos hombres que flotaban, sus cabezas estaban cubiertas por algo parecido a la puerta de la máquina que daba vueltas; la verdad estaba contento y emocionado porque su casa tenia aparatos que se movían solos ¿serian estos hombres los responsables de los cambios en su casa?; estaba deseando ver a sus amigos, ¿cómo reaccionarían? cuando les contara que había visto fantasmas en la luna.

Josefina Félix 
Grupo A 

Escribir y describir el paisaje

La sesión de esta semana estuvo dedicada a la importancia de la descripción paisajística y la descripción literaria en todo texto narrativo.
Jugamos a imaginarnos pintores que colocan sobre la paleta las palabras que conformarán las texturas y trazos con los que pintaremos nuestra descripción.
Hablamos de la importancia de ir de lo general a lo particular, de describir con cierto orden (de izquierda a derecha o viceversa o de dentro a fuera o al contrario), de dotar a la descripción de vida (describir desde la emoción y la exploración sensorial incluyendo el elemento humano), de la necesidad de nombrar las cosas y situarlas en el cuadro con ayuda de conectores espaciales (a la derecha, junto al fondo, detrás de, en el centro, en lo más profundo, al norte, a lo lejos, en primer plano) y de manifestar nuestra impresión personal sobre el lugar.

Para dotar de viveza a una descripción es importante manejar la adjetivación, las comparaciones (aunque sean odiosas), las metáforas y la sinestesia, entre otros recursos.
Señala Francisco Umbral que "la imaginación es el vuelo de un sentido a través de todos los otros. La imaginación es la sinestesia, el olfato que quiere ser tacto, el tacto que quiere ser mirada".

Veamos como describe las nubes Muñoz Rojas en "Las cosas del campo"

¿De dónde, ligeras, pesadas, blancas, grises, pasajeras del cielo, amantes del viento, vosotras nubes? ¿Qué sería de los cielos sin vosotras a quienes desgarran las montañas y a quienes tan dulcemente se entregan lomas y cerros? Cuando va vuestra sombra sobre los llanos, cuando se pliega sobre los barrancos, cuando parte en claros y oscuros los trigos, cuando bajáis tremendas, o graciosas subís, subís, vosotras nubes, nostalgia de la tierra, ligeras desterradas, apresuradas amantes, cuyo besar nunca es largo, cuyo destino es tan humano que está pendiente del primer viento.
...Ya están aquí las nubes, dicen los labradores. Y vuestra enorme presencia muda, llenando el cielo, añade no sé qué misterio a la vida. Ya están aquí las nubes.
En un ligero humo blanco primero, tenue, casi invisible, un algodoncillo sobre la asierra que se confunden con la nieve, y luego unas manos inmensas que van palpando el azul, estrujándolo, ciñéndolo, abriéndolo en grandes lagunas por donde se escapan los ojos.
...Ya están aquí las nubes.
Y las nubes, como los enamorados, se hacen huidizas con el deseo e impertinentes con la abundancia. Pero su presencia llena como su nombre, como su fecundidad.

Nuestro objetivo, al describir, es hacer al lector partícipe de ese paisaje: que lo pueda sentir, que lo pueda imaginar, que interpele su emoción y su ánimo.

Pusimos nuestra atención en dos autores que manejan con precisión los elementos descriptivos: Julio Llamazares y Wenceslao Fernández Florez. Y señalamos dos grandes libros de dichos autores:  La lluvia amarilla y El bosque animado, respectivamente.



La lluvia amarilla es una gran novela en la que el paisaje exterior (el entorno de Ainelle, en el pirineo aragonés) y el interior están dominados por el color que señala la tristeza, el paso del tiempo, la nostalgia e incluso la muerte, el amarillo. La caída de las hojas en otoño simboliza lo efímero, el cambio de estación, el ciclo de la vida, el fluir del tiempo y de la memoria.
El último de los habitantes de ese pueblo se agarra a los recuerdos y a la memoria antes de ser abrazado por la muerte. Y evoca a los habitantes que abandonaron Ainelle o murieron.
Veamos un párrafo que dibuja con precisión el paisaje de las emociones:

«Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no había muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavin), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi siempre de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos los hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones».

Un libro triste, crudo, que dibuja la realidad de muchos pueblos sumidos en la desesperanza pero que nos produce una gran conmoción estética por el trabajo con el lenguaje y el tono poético de Llamazares.



El bosque animado es otro prodigio literario. Un retrato costumbrista de la Galicia rural. Y también un canto a lo efímero de la vida. En este libro -un compendio de muchos textos- el lenguaje nos atrapa. Es una novela íntima, sencilla que recrea un mundo mágico. "La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra, en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida..."

Fernández Florez recrea el mundo de la fraga a través de sus personajes, los humanos como Fiz de Cotovelo (el alma en pena errante) o Xan de Mavis que abandona su trabajo como jornalero por el de bandolero de caminos, o Geraldo y su amada Hermelinda. Pero con estos personajes conviven en el libro otros seres como Furacroyos el topo, Hu-hu la mosca, Abrenoite el murciélago o Morriña el gato.

Cuenta José Luis Cuerda que se echó a temblar cuando le ofrecieron la adaptación de esta novela al cine. No sabía muy bien cómo abordar una película en la que los animales, los árboles y las plantas hablan entre sí. Le parecía un universo más propio de una película de animación (cuentan que Walt Disney también tuvo en sus manos una adaptación). La labor de Rafael Azcona quién convirtió la novela en guión cinematográfico fue primordial pues eliminó todas esas fantasías de Fernández Flórez y se centró en los personajes humanos. 

Esa otra parte de la fraga, la que se corresponde con el reino animal y vegetal fue recogida en la película de animación  de Ángel de la Cruz y Manolo Gómez con el mismo título que la novela: El bosque animado

Veamos un fragmento del cuento breve “La fraga de Cecebre” de Wenceslao Fernández Flórez que forma parte de la novela:

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, le prendieron varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
-Han plantado un nuevo árbol en la fraga. Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
-¿Cómo es? ¿Cómo es?
-Pues es -dijo el pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
-¡Es muy elegante, muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.
-Sus frutos -continuó el pino fijándose en los aisladores- son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
-Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos [...]


Propuesta de escritura

Busca un lugar especial para ti y descríbelo con detalle. Procura trabajar con los sentidos para que podamos oler, tocar, ver, oír y sentir ese lugar descrito. Usa toda tu paleta de recursos para recrear el paisaje. Ojo, no tiene por qué ser una descripción detallada y realista. Juega con la metáfora y la sinestesia.

Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Bajo mis pies

Mis pasos se pierden junto a la orilla del río, la senda me presenta dos viejos gigantes de piedra y cemento, en otro tiempo amantes, abrazados, ahora separados, el río les roba sus caricias. Pasar junto a ellos te permite observar otro mundo.

Quiero ver el transcurrir del agua junto a la enorme roca, me acerco y algo inesperado aparece bajo mis pies, “un jardín”, y pienso: “¿qué hace esto aquí?”

Acurrucado en la ladera, como un niño jugando al escondite, se presenta con sus grandes escalones de pizarra que se pierden entre los álamos, hasta la orilla del río.

Pizarra, botellas de plástico, flores pachuchas, todo en un pequeño espacio, caos ordenado. A la izquierda un pequeño mirador construido con madera muerta, amortajada por el tiempo, ceniza. Junto a él cuatro viejos viajeros, negros, cansados de recorrer carreteras, mantienen secuestrada en su interior a una hermosa pita. La torturan, día tras día, con sus viejas historias de largos viajes por caminos lejanos. Desgastados por el asfalto hablan sin parar y esperan que el tiempo agriete sus memorias. La pita aguanta, erguida, majestuosa, feliz, viendo como su prole crece libre, fuera de su negra cárcel.

Un mosaico multicolor de viejas macetas jalonan los escalones hacia el cauce. Batiburrillo de plantas, vivas, muertas, tristes, alegres. Desciendo los peldaños, despacio, y siento el poder del agua, la corriente refrena su ímpetu y durante unos instantes se detiene a contemplar este jardín loco, desubicado, oculto. El río brinda sus respetos en bandeja de plata.

Descanso unos minutos bajo la madera gris, mortecina y observo la amplitud del cauce en todo su esplendor. Levanto la vista y recorro despacio cada recodo de la ladera opuesta. Ante mis ojos aparecen siniestras bocas negras, gritos silenciosos que salen de las entrañas de la montaña horadara, de su útero desierto, estéril, en otro tiempo cobijo de muerte y destrucción.

Vuelvo la vista a los relucientes geranios que me rodean y pienso ¿qué hago yo aquí?

Tomás García Merino
Grupo B


La Rúa

Hay calles que contienen una ciudad entera. Lo comprendí un día de febrero de 1975. Aquella mañana había pisado los resbaladizos adoquines de la Rúa como todas las mañanas desde hacía cinco meses. Ya conocía bien Salamanca, pero precisamente ese día me sería desvelada la clave de su esencia más íntima.

Dejé a mis espaldas la iglesia de San Martín, y encaré la travesía. Miré hacia el fondo y noté cómo todos los edificios se asomaban cautelosos y a la vez indiscretos, para escudriñar en la vida de los transeúntes. Los del final más adelantados para eludir el estorbo de los primeros. Aun así, mantenían una respetuosa alineación para que la lisa torre de la catedral luciera su omnipresente jerarquía. Su sobriedad contrastaba con las florituras de la cúpula, el único signo de ostentación que le había sido permitido.

Las viviendas, casi todas de tres alturas, tenían facturas desparejas, aunque predominaba en sus fachadas la sillería franca en piedra de Villamayor, donde se exhibían medio avergonzados algunos escudos de alcurnias olvidadas. Había, sin embargo, casas que rompían las reglas, como esa al principio mostrando sin vergüenza los ladrillos, o su vecina que no ocultaba un humilde esgrafiado. Más allá presumía otra de filigranas al gusto oriental y de sus estrellas de David en la galería metálica de coloridos cristales.

Daba a las estrechas aceras un batiburrillo de negocios que retrataba bien la heterogénea composición del paisanaje. La ferretería de la Isla de la Rúa, custodiada por los únicos árboles de los alrededores, me esperaba con sus relumbres metálicos y su olor a aceite de engranajes. Foto Gonzalo y sus estantes inclinados guardando en cajas de cartón los carretes fotográficos. Eran una promesa de infinitud a la espera de ser revelada. La Industrial llamándome con sus vitrinas rebosantes de deliciosas tartas y pasteles. Tenía que domeñar mi gula obligándome a cambiar de acera. Los almacenes Colón cuyos dependientes me intimidaban tanto que olvidaba qué prenda había entrado a comprar. La farmacia Arias, con sus tres escalones de acceso, para mí el camino a la perdición. Nunca podré olvidar las enfáticas advertencias de mi hermano cuando me envió a comprar Centramina, la droga del estudio, que nunca llegué a probar. La peluquería con sus neones titubeantes, el ultramarinos ofreciendo las legumbres al paso…

A la salida de las clases la Rúa tenía otra cara. La veía desentumecida y activa abriendo sus ventanas al sol victorioso sobre la perezosa neblina. Nosotros caminábamos en grupos bulliciosos rechazando la invitación de las puertas que los comercios mantenían ahora abiertas. Tenía entonces la vía un aire de día festivo, las angostas aceras desbordadas por una multitud que evitábamos haciendo eses entre la fila de coches aparcados y los pocos que circulaban por la calzada. Brillaban los muros con un color de trigo maduro y el aire elevaba la humedad dejada por el frío de la noche. Todo se desperezaba en la calidez de este sol breve, pero rotundo.

La ciudad se mostraba en el escaparate diverso de esa sola calle con todas sus contradicciones: Rancia y lozana, generosa y avara, uniforme y diversa, señorial y plebeya, silenciosa y bullanguera... Y en ese momento, yo, con la enfervorizada juventud precipitándose por mis venas, me sentí por vez primera, uno más de sus hijos, acaso el predilecto. Aquel día creí haber llegado al fin a mi verdadero hogar, una morada acogedora, radiante, feliz y promisoria.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Un volcán de barrio

A veces lo inadvertido se convierte en algo maravilloso. Nos pasa continuamente. Si nos paramos a pensar en ese puñado de personas que dan sentido a nuestra vida, seguro que muchas de ellas llegaron de manera inesperada. Compartimos con ellas el mundo, caminamos bajo el mismo sol y nos empapa la misma lluvia, pero no dejan de ser simples sombras que pasan a nuestro lado de manera anónima. Hasta que un buen día el destino, caprichoso como es él, decide construir un puente que nos conecte, un puente que, a partir de ese momento no querremos dejar de cruzar.

Lo mismo ocurre con determinados lugares. Viven ahí, estáticos, a la espera, en su eterna condición de escenario de este teatro que es nuestra vida. Y nosotros, como actores, no seríamos nada sin ellos. Igual que el papel de colores convierte el objeto en regalo e ilusión, los lugares decoran y dan sentido a nuestra existencia, ya sea para evocar un recuerdo, ofrecernos un momento de reflexión o una simple mirada de esperanza hacia el futuro.

Hay lugares míticos, fotogénicos, de esos que parecen estar posando para nosotros y que la Historia ha acabado convirtiendo en verdaderos símbolos de nuestra realidad. Los fotografiamos, los coleccionamos y acabamos por archivarlos en nuestro disco duro junto a una fecha y un recuerdo personalizado.

Otros son simples lugares de paso, figurantes de la obra cuya principal tarea es la de vigilar nuestro ir y venir en la ruta diaria que llamamos vida. A veces, y de manera improvisada, conseguimos darles alguna línea de texto en la historia, proporcionándoles así su momento de gloria. Pero, desde una perspectiva mundana, no dejan de ser lugares de paso.

Por último, nos encontramos con los lugares inadvertidos. No poseen excesivo atractivo, ni una marcada reputación. Sin alzar la voz nos observan desde su posición, ocultos como fantasmas entre los lugares de paso, esperando que un buen día alguien se fije en ellos y decida gritar su historia a los cuatro vientos. Son como ese alumno tímido que se sienta en la última fila y cuya existencia descubriste a mitad de curso, el día que el profesor elogió públicamente su buen hacer en tal o cual tarea.

El lugar que quiero describir hoy es uno de esos estudiantes. Un lugar inadvertido de la ciudad que ha hecho bien su tarea y merece ser reconocido por ello. No destaca por su belleza, no provoca que desvíes tu mirada hacia él durante tu paseo matutino, pero, si por alguna razón un día decides hacerlo, tendrás la misma sensación que el buscador de oro que acaba de encontrar una sucia pepita entre tanto barro. Se trata del Volcán de Garrido, un rincón tan desconocido como interesante.

Localizado en el norte de la ciudad y rodeado por otros puntos de interés como el parque de Wúrzburg, el Multiusos Sánchez Paraíso o el Colegio Montessori, se trata de un pequeño promontorio de reciente nacimiento que ha ido alimentándose a lo largo de las décadas por gran cantidad de escombros y restos que formaron parte del pasado civil de Salamanca. Ahora, esos mismos restos enterrados se unen compactos para observar la esencia de una Salamanca que tomó el relevo para adentrarse en la modernidad. Pero no fueron allí a morir y ser olvidados, ya que los años han querido darles una segunda oportunidad en forma de nuevo punto de interés, y la inicial escombrera ha acabado por convertirse en un mirador más por el que asomarse a la belleza de nuestra querida ciudad.

Ya de inicio, el acceso al lugar promete, ya que para llegar a nuestro objetivo deberemos recorrer un tramo de la vía del tren que en su día formara la línea Palazuelo – Astorga, abandonada ya desde 1985. Son pocos metros, pero, si eres amante de las buenas historias y el cine seguro que vendrá a tu mente la melodía del Lollipop de las Chordettes y acabarás tarareándola mientras recuerdas a aquellos cuatro inseparables amigos y su viaje en busca de un cadáver.

Según te vayas acercando a los pies de la pequeña colina, tu vista se desviará ahora hacia la hilera de dientes que serpentean hacia la cumbre en forma de improvisados escalones. Si tu imaginación sigue dejándose querer, quizás la melodía que ahora martilleé tu cerebro sea la de la intro de Juego de Tronos, o la de cualquier otra serie o película de fantasía donde una escalera conduzca al héroe hacia su destino.

Cuando comiences el ascenso verás que los escalones son simples trozos de madera adosados al terreno, cada uno incluyendo el nombre de algún pionero que quiso fundirse con el lugar para formar parte de él hasta que el tiempo y el clima borren esa unión. La subida es breve pero escarpada, no apta para calzado resbaladizo.

Una vez arriba solo nos quedan dos cosas por hacer. La primera, leer la interesante información que un expositor nos ofrece sobre el lugar y su historia. La segunda, sentarnos tranquilamente en el solitario banco acoplado a la cima y disfrutar de la maravillosa vista que se abre ante nuestros ojos. Además de lugares representativos de la ciudad, podremos observar sin problema, allá a lo lejos, la Peña de Francia o la Sierra de Béjar.

El lugar también ofrece signos de la acción humana en forma de pequeños arriates donde crecen unos recién plantados árboles, troncos acondicionados para sentarse, una señal que nos invita a descubrir otros desconocidos puntos de interés –como la Cueva del Águila, a escasos 500 metros de allí- o un cartel de bienvenida donde se nos invita a respetar el lugar y no corromperlo con nuestra basura. Todo ello enmarcado en una yerma planicie que por momentos parece querer imitar lo que sentiríamos al caminar por el suelo lunar, o por el escenario de algún videojuego de carácter post apocalíptico.

Pero lo más interesante de todo reside en la energía que el lugar emana desde lo más profundo de sus entrañas. Desde un punto de vista objetivo, no se trata de un rincón especialmente atractivo o colorido. Acceder a él no lleva ni cinco minutos desde la carretera principal y, una vez arriba, casi podremos tocar con los dedos el paisaje urbano que se desparrama en todas direcciones. Pero, por alguna extraña razón, el lugar te impregna de una extraña sensación de lejanía, de aislamiento, como si al cerrar los ojos o dar la espalda a la ciudad pudieras sentirte a kilómetros de distancia de la civilización. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

Quizás la manera más precisa de entender esta percepción sean las palabras de Marcel Proust que aparecen impresas en el expositor localizado en la cima y que actúan como colofón a la información ofrecida: “El único verdadero ejercicio de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”.

Jorge Martín Peribáñez
Grupo B


Luz de la luna
ruta desconocida
cuerpo agotado

Alfredo Domínguez
Grupo B


La hoja que cae dos veces

Hace un sol espléndido que invita a pasear. Me adentro en el Parque de los jesuitas a observar los colores del otoño.

El suelo es un colchón de hojas de varias tonalidades; reconozco las del plátano de sombra, el chopo, y el castaño; otras más pequeñas deben ser de frutales que no llego a identificar. Cuando veo la hoja al lado de la fruta me olvido de la hoja y me fijo en la fruta; al ver la hoja sola ya no recuerdo cuál es la fruta que la acompañó en su momento.

Todo lo que veo lo hago mirando al suelo. Después de un rato encorvado, siento la necesidad de estirarme para compensar la postura, y miro hacia arriba.

Allí está, allí arriba en lo alto de una rama; de color amarillo pálido en el centro, ribeteada por ocres que se hacen marrones en sus bordes; siendo tierra tostada el color de sus arterias. La observo y como si me hubiera visto comienza a bailar al sonido de una brisa suave. Se anima y baila con fuerza hasta desprenderse; voltea para mí como si de un vals se tratase según va cayendo; pero no cae del todo pues se posa en las ramas de un peral y allí se queda un rato para respirar, para descansar antes de volver a bailar, al cabo de un momento impulsada por una ráfaga de viento que vuelve a sonar a Strauss, se eleva, coge impulso, y vuelve a bailar unos compases hasta llegar al suelo.

La observo y parece decirme: Yo ya he bailado mi último vals, ahora serviré de abono para que el otoño próximo mis hermanas lo vuelvan a repetir.

José Luis Fonseca
Grupo A


De ruta entre hojas de fuego

La Pandemia (sí, con inicio mayúscula) porque esta hace tiempo que de ser una pandemia, por no llamarla nuestra permito esa L). Para la mayoría, quién vivía y vive ahora en 1918? Pocos. Así que La Pandemia. Bueno ya me ponía con el monotema. La Pandemia me ha robado el Otoño. A otros le robó el mes de abríl. Desde que tuve la experiencia de vivir en tierras placentinas, en el bello norte de Extremadura suelo “bajar” por el Puerto de Béjar, en al menos dos momentos del año. Uno, el primaveral es lejano, con el Cerezo en Flor, que también me lo ha robado la Pandemia. El camino a veces es similar al que hago en otoño. Suele ser así. Hervás suele ir en el itinerario, de bajada o de subida, de parada y café.

A pesar de ello, para Otoño me quedo por esa ruta. En Puerto de Béjar me desvió de la autovía de la Plata, tomando la N630. Allí aun sobrevive un pequeño hostal con unas hermosas vistas. Disfrutar de un café solo (y nada más) unos instantes antes de seguir mi camino. Ya desde Béjar se tiñen las arbóreas hojas de rojo, naranja y amarilla. Las hojas se tornan en lenguas de fuego alrededor de sus verdes tallos. Continuo la bajada por la N630, cruzo Baños de Montemayor, y unos kilómetros, muchos me conducen al Valle del Ambroz, una de las alhajas de la Extremadura septentrional. En una salida tras unos kilómetros con poco tráfico me encuentro ya en Hervás. En abril del Cerezo en Flor, a la vuelta, suelo tomar el café, pero llevo demasiado reciente el del pasado hostal, y anochece pronto, cada vez, cada vez más cerca del Solsticio. Como sabéis no me gusta andar, y mi querido Polo (Volkswagen no Raúl) no es un 4x4, con lo cual veré lo que me permita mi coche. Poco voy ascendiendo do entre arboles ardiendo, con sol ya tenue. Voy subiendo, subiendo y subiendo. Empiezan a desaparecer los árboles. Estamos ya con las plantas de monte bajo. Has llegado al Puerto de Honduras. Contemplas de un lado Valle de Ambroz (destaca el Embalse del gran poeta Gabriel y Galán, en cuyo instituto tú no lo pasaste demasiado bien) y de otro el Jerte, desciendes pues. Hay fuego pero no es el mismo. Para ti siempre será el Castañar de Hervás. A él ibas con tus padres, hace 23 años la última vez, calculas, cuando tu familia se rompió. Nunca entenderás porque, tú no estabas ya allí para verlo. Lo que no morirá jamás serán las nieves en la sierra de Béjar (Calendario te encanta, hoy no toca), ni las cerezas que vas a ver bien desde Hervás, bien desde Piedrahita, pero toma en primaria.

Centrémonos, el otoño. No hay nada que defina más al otoño que el fuego en sus hojas. Anuncian la vuelta a la normalidad, cuanto será está nueva, parece que ha llegado para quedarse un rato, un rato largo. Las gentes volvían de sus pueblos, los estudiantes a las clases y a los bares, la vida, hasta ahora solitaria entre piedras, daba lugar la multiplicación de personas mayor que la de los vinos y los peces. Y eso lo indican las hojas, que desnudan a sus árboles. Volverán a vestirse en primavera. Es como en las tiendas de ropa (esas que dejan abrir en la Pandemia) unas temporadas llegan para irse. En unos días temporada de invierno. Pero a nosotros nos queda el otoño, mucho otoño. Nuestra provincia, nuestra región, nuestra ciudad ofrece muchos lugares disfrutar del milagro de la metamorfosis de hojas verdes en hojas de fuego, y color efímero

Nunca, nunca, nos podrán quitar el Otoño. Nunca nos podrás maldita Pandemia algo que es nuestro. Los árboles de fuego, las piedras doradas, con esas no podrás. Pasarás maldita. Todo pasa. Ni nos han robado el otoño ni nos robaran la primavera, siempre y cuando seamos conscientes de lo que tenemos y nos refugiemos en ello.

Javi Martín
Grupo A


Camino dorado

Hay algo lírico en lo que desfallece, en aquello que finaliza. El camino dorado del tiempo reconcilia el alma de la naturaleza con las despedidas. Soy como una hoja desprendida de un árbol, impulsada por la brisa, escribí a los veinte años. Ahora mis pies recorren el mullido sendero del camino otoñal. Una vez más se trasmuta el lento movimiento en la contemplación de una luz, que invade la oscuridad de mi bosque, que se desnuda sin pudor.

Sofía nos llevó a un paseo forestal y voluptuoso que bordea al río Tormes. En el primer trecho del camino tierra, a los lados, vimos casas rurales con sembradíos de coles inmensos, de un verde gustoso. Más adelante, en un terreno aparentemente baldío, el sonido de nuestros pasos hizo que se asomaran al encuentro unos gatitos curiosos. Antes estarían descansando entre los espacios vacíos que dejaban unas tablas de madera apiladas sobre la tierra, en las que otros todavía se resguardaban con temor. El más pequeño, de piel blanca con manchas amarillentas y ojos del mismo color, se acercó mucho más al oír mis impostados maullidos, atonales y ridículos. El animal movió ligeramente su diminuta nariz y los hilos de su bigote, para oler con ternura mi proximidad. Pensé en llevármelo a casa, pero supe que no toleraría mis rutinas.

Cuando ya nos adentramos hacia el sendero arbóreo olí el perfume del pinar que recibe a los caminantes. Alternadamente nos quitábamos las mascarillas (si no había gente alrededor) para oler el ambiente y aliviar el ahogo de esos días. A medida que caminábamos todo se fue tornando color ocre, con sus matices. Las hermosas hojas moribundas inundaban todos los rincones del camino, la tierra que circundaba a los árboles, incluso las orillas del río; otras flotaban silenciosas y distorsionaban levemente el espejo perfecto de las aguas quietas. Más adelante me detuve a escuchar el sonido de las últimas láminas ambarinas que le quedaban a una hilera de árboles: tarareaban su canto desvanecido cuando se movían por la fuerza del ábrego, artesano de esta estación. A la derecha seguíamos viendo el río, y los árboles con sus ramas desprovistas que lo acompañaban; a la izquierda los campos con las casas pequeñas y los terrenos sembrados también de cabras y caballos. En el fondo se posaba el horizonte. Y el sol comenzó a emitir sus rayos de oro, e inundó nuestro paso, pintó al río, a los troncos y a los ramajes expuestos del bosque. La sombra dorada se depositó en nuestras miradas, impenitente y fugaz como la última llama de una vela.

En instantes sobrevino el ocaso: una brevedad atemporal en la que se pierde la noción del comienzo y el fin; en la que el atardecer y el amanecer se funden en uno, antes de que la oscuridad se imponga.

Al cruzar por la segunda calle de tierra para regresar a casa, el cielo extrañamente se aclaró: en lo profundo, una estela rubia; arriba, un azul blanquecino que limpiaba el escenario anterior. Observé la copa vacía de los árboles que estaban al frente, como rozando el trozo de ese óvalo celeste. Sus ramas últimas, casi desnudas, se veían oscuras a contraluz, y parecían la caligrafía de un idioma antiguo escrito al viento.

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


El paseo fluvial

Lo descubrí junto a mi perro. Es uno de los sitios que a los dos nos ha proporcionado una gran sensación de libertad. Es un trocito de campo en la ciudad, junto al río Tormes.

Parece un túnel o un pasillo en el campo, con el carril bici y el río en un lado y pared en el otro. Sobre él hay varios puentes. Allí se escucha a veces el silencio, el canto de los pájaros, el sonido de las bicis y el correr de los perros- y las llamadas de sus dueños. A lo lejos, alguna máquina o herramienta, pero ni un solo coche. Huele a campo, a primavera, a calor y en el invierno el aire te corta el rostro.

Sabe a libertad, a tranquilidad, a experiencia compartida con mi compañero de vida de 4 patas.

Teresa Sanz
Grupo B


Colores, sonidos y olores
 
Un día espléndido, el sol nos está dando su mejor regalo, luminosidad y calorcillo que nos invitan a salir, que mitigan el frío y oscuridad que si no estamos alerta se cuelan en el alma llenándola de melancolía.

Y ahí está esperándome una alfombra en la que se combinan los ocres y dorados, que forman un mosaico amarillo y, perdida, alguna pincelada verde, que trae el recuerdo de lo que fueron, miro para arriba y veo brazos que se van desnudando como si se preparasen para un largo sueño, quedarse adormilados, como sin vida, para proteger esos pigmentos, esa savia, que darán lugar a su esplendoroso despertar, en las hojas que quedan, el sol se recrea “cada hoja es una flor” e inventa el color del optimismo. El suelo de los paseos, cubierto de una blanca pátina lanzada por las bandadas de palomas. Y en ese deambular y ensoñar me encuentro con ella “Bailando de felicidad”, que Xu Hongfei dejó en su paso por Salamanca, con la Victoria de Samotracia, con Europa y una plácida mujer, que contempla el paso del tiempo. Está bien que en el parque se encuentren estas pinceladas de cultura.

El crujir de las hojas secas que produce mi lento caminar, el piar de juguetones gorriones que saltan de rama en rama, como queriendo recordar el balanceo de los niños en columpios, el murmullo del agua del estanque, el graznar de los patos y de su zambullido, risas de pequeños a su alrededor, voces y cantos de los niños de la escuela, sirenas de ambulancias, que hielan el plácido paseo, cláxones, el pitido intermitente del semáforo, podrían servir de inspiración a un nuevo Vivaldi.

¡Cómo huele a otoño! las hojarascas impregnadas en la humedad, el olor de las castañas asadas, los churros recién hechos que nos trasladan ante una taza de chocolate, olor a tranquilidad, a calma. De estos colores, sonidos y olores disfruto en el parque de La Alamedilla.

Inés Izquierdo
Grupo A


Paisaje extraño

Es de mi pueblo, un trozo de su campo. Planicie de amarillo dorado en el verano, cielo de horizonte inmenso como un mar invertido.

Pasadas las eras que rodeaban el caserío, yo tenía un pedazo de espacio, orientado a la puesta del sol .

Un verano de infancia, tendría unos cinco años, me sucedió allí una experiencia que había de marcarme para siempre. Los trigos, unánimes, estaban rubios y maduros; no sé bien por qué, me interné entre aquellos fustes vegetales olorosos a pan futuro que casi cubrían mi estatura.

Sola, bajo un cielo de azul casi ardiente, indescriptible, me sentí feliz, disuelta alegremente en aquel pequeño todo de tierra, trigos y cielo, como si me hubiera fundido con ello en la gloria de la luz quieta. Al volver maquinalmente a casa, observé los raíles de la vía del tren, de plata cegadora; a mis espaldas la estación, como todas las de los pueblos, con su reloj y sus acacias y los silos del cereal blancos e imponentes. Caminaba por un sendero paralelo a las vías, los trenes me apasionaban, entonces eran de una hermosura impresionante y épica , mordiendo los espacios con su tiempo acelerado. Por primera vez me fijé en que pasaban por delante del cementerio, con cúpulas blancas y cipreses interrogando al cielo, mudos y constantes. Las tapias siempre me parecieron tristes e innecesarias, pero románticas, cercaban las ausencias, la soledad, el silencio.

El cementerio es el contrapunto a la puesta de sol y al paso de los trenes. Aquí se acaba mi postal castellana. Me olvidé de decir que, cuando vuelvo, me gusta como entonces cortar una ramita de hinojo y oler su menta extraña, dorada y azul en la memoria.

Emilia González
Grupo B


“Dos barrios salmantinos”

Plaza del Barrio del Oeste. Ahora que los bares están cerrados, y las terrazas recogidas, se puede pasear a su alrededor sin que te moleste nadie ni tropezar con ningún obstáculo; mirar es un privilegio que debemos apreciar en estas ocasiones. El coronavirus, hay que reconocerlo, ha ahuyentado otra plaga, la de las terrazas y aceras llenas de mesas y sillas, clientes y camareros, niños y demás animales de compañía.
Lo malo de mirar, a veces, es que ves. La fuente central de la plaza es un reposo para los sentidos que no impide, ay, fijar la mirada en un edificio de varias alturas con una fachada en cuadrículas de colores chillones, en la que se hace difícil descubrir los huecos de las ventanas, que, para más inri, suelen tener las persianas bajadas. No será para protegerse de la curiosidad ajena, porque después de ver el exterior no dan ganas de mirar hacia dentro. El edificio, sin duda, “dialoga” con el arte callejero que caracteriza al barrio. Le falta -a mi gusto- una cosa para mimetizarse con el entorno: que los grafiteros le den unas cuantas manitas.
En frente de estas geometrías sicodélicas está la fachada del Bar La Salchichería, con algunos ejemplos de los mejores grafitis del barrio. En la fachada, y en las trapas metálicas bajadas se puede ver a un señor mayor, vestido con un mono y llevando un bolso de cuero en bandolera; y una especie de animal mitológico, cabeza de ciervo y cuerpo desnudo de mujer, de cuya enorme cornamenta se desprenden ojos que se convierten en un manto de hojas al llegar al suelo. Los ojos muertos se recogen a paladas, diríamos, con permiso de Jacques Prevert.
El Barrio del Oeste es feo, para qué nos vamos a engañar. Calles estrechas inundadas de coches, edificios sin orden ni concierto, cada cual de su madre y de su padre, con diferentes alturas que no solemos ver porque no merece la pena mirar hacia arriba, sin esperanzas de descubrir un cielo que a duras penas se puede imaginar.
Coches y cocheras, donde, en estas últimas, los artistas callejeros han plantado sus reales, no siempre para bien. Mejorar la puerta de una cochera no parece tan difícil, pero a estas alturas ya sabemos que a menudo, menos, es más. Lo mismo se diría de algunos árboles, a los que artistas de la aguja se empecinan en vestir con retales de ganchillo. Es más bonito ver, y tocar, la piel del árbol.
Continuamos hacia el Barrio Vidal, y caminamos bajo el paso elevado de la avenida de Portugal. Entramos en la plaza, y, en cierto modo, es como si se hiciera la luz. Ancha, abierta, acogedora, verde. Cedros monumentales, castaños nobles y generosos, magnolios, laureles, plátanos de jardín, olmos, pinos. Ahora sí, entre las copas de los árboles, se quiere dejar ver el sol. La arquitectura del barrio es modesta, económica, popular, coherente. Y forma un conjunto urbano y homogéneo, sencillo y coqueto, que se deja leer. Fachadas lisas y geométricas, tres alturas, soportales, calzadas más amplias, con aceras en las que casi siempre hay una hilera de árboles, cocheras más escasas y mejor disimuladas, espacios que se abren a modo de pequeñas plazas, con artilugios para hacer ejercicio donde algún viejo obstinado se esfuerza en luchar contra el tiempo. Un colegio, una biblioteca, calles con nombres de diferentes oficios, Carpinteros, Cuchilleros, Pintores, Vidrieros, Pescadores, Plateros, Curtidores, Joyeros, Ganaderos. . . incluso una calle con el evocador nombre de Regato del Anís.
Subiendo por Egmidio de la Riva empiezan a aparecer edificios de cuatro alturas y ladrillo vista, pero todo sigue conservando un aire de familia, de barrio popular, modesto y acicalado. Algún que otro pequeño jardín, aquí y allá, creciendo un poco a la buena de Dios.
Arriba, la rotonda de Gran Capitán, un gran espacio abierto, por desgracia para el paseante también al tráfico. Dan ganas de seguir andando, y dejar atrás la ciudad contaminada.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


El Brillo del Charol

Tomás observaba la vida a través del objetivo de su máquina fotográfica como un científico una placa de agar con una colonia de microorganismos a través de su microscopio. Desde pequeño, su abuelo le enseñó a utilizar su vieja Leica, que guardaba como un tesoro protegida con una funda de piel color marrón: encuadrar, enfocar, disparar… ¡Siempre deseó tener una propia! Y en ese sueño de adolescente invirtió su primer sueldo tras terminar las prácticas de Teleco, una reflex Olympus OM1 que costó cincuenta mil pesetas en una tienda especializada. Desde entonces, la cámara y él se hicieron inseparables, comenzó a pensar en imágenes, formas, composiciones, en color. Parecía una luciérnaga persiguiendo la luz.
Aquella mañana soleada de noviembre, con apenas un café y el sueño aún pegado en los ojos, le impulsó hacia la calle para retratar los colores del otoño. El día frío y radiante le sonrió nada más pisar la acera rumbo al Retiro. La noche despejada había cubierto de escarcha los árboles famélicos que flanqueaban ambos lados del paseo central; sus ramas desnudas creaban una maraña grisácea bajo el azul intenso del cielo, donde tan sólo unas cuantas hojas languidecían con resignación. El viento soplaba impregnado del olor de la tierra mojada y Tomás, sintió la necesidad de pararse e inspirar profundamente ese aroma ancestral que, por un momento, le devolvió a su abuelo, a las tardes de su infancia en el pueblo y a las setas que él le enseñó a recoger con mimo en largos paseos por el monte; suspiró hondo y pateó al aire como si pudiera deshacer el nudo de nostalgia que había invadido su alma. Una nubada de hojas secas revoloteó a su alrededor a modo de confeti celebrando una fiesta de despedida. Siguió el vuelo de la última de ellas hasta que se posó humildemente sobre la mullida alfombra que tapizaba el suelo; embriagado por tanta belleza comenzó a disparar fotografías deseando captar la infinita gama de colores que van desde el ocre al amarillo, desde el rojo al púrpura.
Con el ruido de fondo de las risas infantiles, que comenzaban a acercarse a contemplar los patos del estanque, Tomás sólo escuchaba el ruido del dispositivo de la cámara; así, cuando aquel zapato negro de tacón quedó atrapado en el foco de su objetivo en medio de las hojas, no pudo evitar recorrer la verticalidad bien torneada de una pierna enfundada un una media oscura que, a la altura de la rodilla se juntó con su gemela que había estado jugueteando al capricho de su dueña, una bonita muchacha que, ajena al alcance de un zoom, bromeaba con sus amigas una preciosa mañana de un domingo cualquiera. Y se enamoró en aquel instante de su risa ruidosa, de la luz de su melena rojiza, de la verdad de sus ojos claros y del brillo lujurioso de sus salones de charol que, todavía hoy, María se pone cada año para celebrar juntos la llegada del otoño.

Romy Martínez
Grupo A


De hilos y susurros

Aquella tarde, las arañas se volvieron locas y murieron
dejando todos sus hilos al viento,
ordenados de cualquier manera al sol.
Hilos tendidos desde los árboles de las calles sin edificios,
flotando descuidados sin tejerse,
largos hilos sueltos en el viento,
al sol de aquella tarde.
Yo te esperé donde siempre,
tumbada en el césped bajo el susurro de las hojas,
mirando al cielo que me dejaban entrever;
aún era verano y lucían verdes y orondas,
las hojas.
Esta tarde, a los árboles apenas les queda alguna:
tostada, recogida sobre si misma, pensando.
Pequeños regalos colgados que tiemblan con el viento de otoño,
pequeños consuelos de la plenitud del calor.
Esta tarde, camino hacia el lugar donde me gustaba tumbarme
a preguntar al cielo.
Camino pisando esas hojas que me ofrecieron su sombra
y hasta las respuestas que el cielo no supo darme.
Crujen bajo mis pies.
No se si les gusta perder su estructura
para convertirse en migajas que alimenten el sustrato
durante los días de lluvia y heladas,
¿tendrán conciencia social?
Me siento en un banco,
al lado del lugar donde me gustaba tumbarme,
¿te acuerdas?
Una hoja solitaria da pequeños saltos.
Tímida se acerca a mi banco,
la miro y salta hacía atrás con su arrastre seco y crujiente.
No te voy a pisar –le digo.
Avanza hacia mi.
Me mira curiosa.
Ya no están las arañas –le digo–
ni sus hilos al viento y al sol. Se volvieron locas y murieron.
La hoja da un salto y retrocede.
No lo quiere oír,
pues vivieron juntas en algún árbol de este lugar.
Se estremece y queda quieta al sol frío de la tarde.
Su sombra le triplica el tamaño y transforma su imagen,
recuerda a una araña saltando al vacío, soltando su hilo.
La hoja da otro salto crujiente y me mira de frente.
Sobre los adoquines del suelo,
grafismos con trazo de tiza infantil;
con tiza, los nombres de algunas niñas y un niño:
corazones, nombres, palabras,
diez palitos verticales y uno horizontal tachando.
La hoja se posa sobre la palabra hola,
escrita con tiza infantil, y me mira de nuevo.
Hola –contesto–. Se pone el sol y me tengo que ir, ¿estarás mañana?
No lo sé –responde–. Unas niñas y algún niño vinieron a jugar.
Nos pusimos muy contentas: rieron, corrieron, saltaron,
dibujaron signos en el suelo y se llevaron a muchas de nosotras,
las de colores más bellos.
Las demás se fueron con el viento, hacia el sur.
Yo me quedé.
Me mira buscando una respuesta que no tengo.
La miro buscando una respuesta que me falta.
Murieron de pena –dice al fin–. Un día les entró la tristeza, así, sin más.

La observo con calma.
Se la ve tan frágil.
Le falta algún trozo y muestra agujeros aquí y allá.
Yo también me quedé.
Mi gente se fue con el viento del sur –le digo–,
¿quieres venirte conmigo?,
al menos podremos hablar,
vivo cerca y tengo chocolate caliente.
La hoja me mira, sonríe y asiente.
Con cuidado la recojo en mis manos
y continuamos la charla de camino hacia casa.
¡Conversan tan bien las hojas!

Angela Mayor
Grupo A


La casa de la plaza

Anclada con firmeza en la tierra
permanece la casa que habitó mi infancia.

Vestida de ladrillo rojo, piedra blanca y
adornada con diez balcones y cinco ventanas.
Se yergue majestuosa, en el mejor lugar de la plaza.

Cuatro acacias vestidas de gala, como centinelas
día y noche guardan la entrada
y saludan con donaire
a quién va a visitarla.

Al traspasar la puerta de madera labrada,
un gran jardín interior da su bienvenida
con una explosión de luz, fragancia y color.

En ese universo de ensueño,
la jacaranda y el magnolio
recitan hermosos poemas, al alba.

La hiedra y la madreselva,
se abrazan como amantes
en la madrugada.
Las catalpas exhiben orgullosas
sus perlas blancas.

La violetas, jazmines, rosas y azucenas
mezclan su aroma alrededor del estanque
de agua clara y remansada,
donde el sol se refresca cada mañana
y la Luna por la noche,
la convierte en espejo de plata.

Un grupo de hortensias de diferentes colores,
se preguntan entre ellas, quién es la más bella
para adornar la escalera que conduce a la vivienda,
de estancias cerradas, en cuyo interior
los muebles duermen cubiertos, por sábanas blancas.

Marian Pérez Benito
Grupo presencial


Parque de los Jesuitas

Parque de los jesuitas, alrededor de 1000.000 metros cuadrados, situado entre el paseo de San Antonio y avenida de la Aldehuela (enfrente de la fábrica de Mirat)
Los terrenos originalmente pertenecían al Huerto de la compañía de Jesús (Jesuitas). En el año 1979 fueron cedidos a la ayuntamiento por un valor 50 millones de pesetas y cano anual durante 30 años, con la condición de que fuera destinados a la construcción de un parque público.
Abundan árboles frutales que se conservan en su mayoría, también fueron añadidos nueva especies, entre los arboles hay uno centenario el secoya hija de la sustente en la universidad.
Debido aja abundancia de vegetación viven muchas aves: herrerillo común, el verderón, petirrojo…
Ha sido curioso, después de pasear por el parque no he sido consciente de lo bonito que es. Miraba pero no veía.
Ayer fue un día muy especial, me adentre en la naturaleza en un momento me sentí parte de ella. En un cuadrado enfrente de donde juegan los perros, entre pisando las hojas mojadas por el roció de la noche,miraba las hojas cuando vi una bola roja que parecía una cereza alce la vista me sorprendió la belleza de los arboles con sus frutos el sol posado en ellos hacían que brillaran aun con mas resplandor, segui caminando y hay un manzano con una sola manzana vi mas pero al ser urbanita no conocía sus nombres. Estaba tan extasiada que no era capaz de salir.Pero tenia que hacerlo y según salía vi un arbusto en un rincón solo volví a quedarme un buen rato.
Al final conseguí alejarme iba como en una nube.

Josefa Redondo
Grupo A


La mejor medicina: la Naturaleza

Cogió la chaqueta y salió a pasear, la cabeza le estallaba, otra vez ese maldito sueño que se repetía una y otra vez desde hacía algunos años e incluso cuando era chaval. Varias veces había intentado descifrarlo, aunque la verdad no deseaba hurgar en su inconsciente. Comenzó el camino lentamente, exhorto en sus pensamientos, un coche le rozo la chaqueta y su bocina comenzó a sonar escandalosamente, impasible, siguió su paseo como si nada hubiera ocurrido, cada paso que daba le acercaba hacia El Monte del Susurro, este lugar siempre le hizo sentir diferente, todos sus sentidos se desarrollaban con tanta intensidad que parecía fundirse con aquel entorno mágico.
En la zona más privilegiada del monte preside majestuosa la gran peña , los primeros rayos de sol la abrazan por ambos lados ,haciéndola acogedora a pesar de su fría textura ;en la parte más baja, su forma de trono, incita a sentarse y observar aquel hermoso cuadro ;mientras se coloca para conseguir una mejor visión, su pituitaria percibe esas fragancias a tomillo y jara que le transporta a otros momentos de su infancia, cierra los ojos e inconscientemente su tímpano comienza a percibir un sinfín de sonidos que le envuelven en un sentir de emociones tales ,que hacen correr dos lagrimas por sus mejillas. Los robles, los chopos, el alcornoque y su colega la encina hablan sin parar, les molesta el viento y los pequeños pajarillos que revolotean sobre sus ramas; siempre allí sin moverse y aguantando con resignación aquellos diminutos seres, arañas, hormigas, escarabajos… que harán de sus troncos su acogedor hogar, “hay días que se enfadan” y mueven tan velozmente sus ramas, que todos esos habitantes saben que es el momento de buscar cobijo en otro lugar. A su espalda el susurro del pequeño arroyo que da vida a todos estos personajillos. Siente sed, ¿ cómo se podría vivir sin este líquido tan preciado?; algo corre por su mano ,abre sus ojos rápidamente , una salamandra comparte el trono con él, le hace volver a la realidad, mira su reloj ,tiene que salir o llegara tarde a la comida familiar; ya no siente ese fuerte dolor de cabeza ,”había encontrado la mejor medicina” , “el increíble sonido de la naturaleza” ; al salir corriendo ,tropezó con unas zarzas y aprovecho a saborear unas moras que ya estaban maduras.

Josefina Félix 


Percepciones de otoño

Crissss, crassss, crissss, crassss. Es el lamento convulso de vosotras, hojas caídas, que hiriendo vais mis oídos, al deslizar mis pasos por sobre vuestra quejumbrosa piel de celofán. ¿Escucho que lloráis sobre la tierra?

¡Miserable destino para tanta belleza desahuciada, dispuesta sobre el tálamo, infecundas! Lucientes soles vinieron a dorar la decadencia que os afligen, que hoy tañen ya, pausadas las campanas del otoño. ¿Llaman acaso a un réquiem por vuestras sencillas almas?

Hojas de otoño que espejabais vuestras lozanas primaveras, rendidas al tacto del correr del agua, que transitando el tormesino río regresaba a vosotras la imagen misma de vuestra juventud de vida saturada. ¿Tal vez hoy os consuela la caricia de las lluviosas nubes, que anegando van de cieno vuestras canas?

Snifff, snifff, snifff. En aromas mansos, desde cuando acaba el esplendor más pleno, hasta el invierno del rigor, con sus mesnadas blancas, perfumando vais mis sienes de fragancias, desde el castaño al pino y los derechos álamos, hasta el vértice picudo del ciprés que se alza. ¿Guardasteis cautivos los olores en la raíz más sana, del mástil que esculpiera vuestra vida, parar otras de mañana?

No detengan las savias tejedoras los telares de vuestras manos pardas, que en frutos de sazonadas mieles, al sabio paladar le sean bien dadas. Y sentad a vuestra mesa bien dispuesta, las ondas verdes que la hierba inflama, con los vientos torcidos y lluviosos que a espaldas del verano pasan. ¿Serán por siempre los mismos tus sabores, cuando el clima nos muestre su boca desdentada?

Y en estos pensamientos me recreo, mientras camino por sendas alfombradas, llenándome los ojos de colores, de paz, de trinos, susurros, cielos de nubes y claros sin sustancia. Hay un parque al sur de la Aldehuela, que lleva mis pensamientos cosidos a su alma. ¿Eres feliz, otoño, con tanta destrucción. Nunca descansas?

Pepita Sánchez
Grupo presencial Grupo A


Paisaje descriptivo
Arroyo de Curi. Mozárbez.

Otra vez vuelvo a escribir
Llega el silencio, de nuevo.
Con la cálida luz de la mañana de sol.
Todo el campo que esta en silencio
llena con un suspiro del viento el arroyo y la paz y la tranquilidad.
Curi se sube posesiva encima de la roca a toparse con los rayos del sol.
Y entonces oye una voz familiar, su amiga humana.
La observa y la escucha. Y de nuevo, el silencio.
Tarde otoñal. Aun así queda por llegar.

Iria Costa
Grupo B