Ma me mi mo mú. La escuela en la literatura

El lunes, 15 de mayo, dedicamos la sesión del taller de escritura creativa a la escuela y la literatura.
Hablamos de películas como "La lengua de las mariposas", "El cabezota" o "Amanece que no es poco", donde aparece representada, en mayor o menor medida, la escuela rural.

Comentamos también algunos textos como los que transcribimos a continuación:

Entonces tomábamos un vaso de leche recién ordeñada y yo, colgándome una cartera de cuero atascada de libros, tomaba el camino de la escuela... En las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños. La escuela era un gran salón con ventanas de un lado y con muchos bancos. En las paredes había colgados grandes carteles conteniendo máximas morales y religiosas. Al fondo estaba la tarima con la mesa donde se sentaba el maestro con su gorro bordado y su palmeta.  [...]
Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho... Ellos a cambio de esto me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolachas y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas... [...]
Al lado estaba la escuela de niñas y muchas veces cuando en la clase reinaban el silencio por estar todos escribiendo se oía cantar a las niñas con voces muy suaves y finas y entonces toda la habitación se llenaba de cuchicheos y de risitas mal reprimidas [...]

Federico García Lorca


“Ya os lo decía yo cuando tenía treinta y seis años, y os lo repito hoy cuando tengo setenta : enseñar es ante todo aprender. En este sentido no hay pedagogía. El mejor frente para aprender no son los libros, sino el aire del mercado, del campo, del pueblo, de la gran escuela de la vida espontánea y libre”.

Miguel de Unamuno
Discurso de apertura de curso, 1934. 
Universidad de Salamanca


Recuerdo infantil

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de Invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

Antonio Machado

Combatíamos, a veces, en el gran galpón cerrado, con bellotas de encina. Nadie que no la haya recibido sabe lo que duele un bellotazo. Antes de llegar al liceo nos llenábamos los bolsillos de armamentos.
Yo tenía escasa capacidad, ninguna fuerza y poca astucia. Siempre llevaba la peor parte. Mientras me entretenía observando lo maravillosa bellota, verde y pulida, con su caperuza rugosa y gris, mientras trataba torpemente de fabricarme con ella una de esas pipas que luego me arrebataban, ya me había caído un diluvio de bellotazos en la cabeza. Cuando estaba en el segundo año se me ocurrió llevar un sombrero impermeable de color verde vivo. Este sombrero pertenecía a mi padre; como su manta de castilla, sus faroles de señales verdes y rojas que estaban cargados de fascinación para mí y apenas podía los llevaba al colegio para pavonearme con ellos… Esta vez llovía implacablemente y nada más formidable que el sombrero de hule verde que parecía un loro. Apenas llegué al galpón en que corrían
como locos trescientos forajidos, mi sombrero
voló como un loro. Yo lo perseguía y cuando lo iba a cazar volaba de nuevo entre los aullidos más ensordecedores que escuché jamás. Nunca lo volví a ver.

Pablo Neruda


Propusimos como tarea escribir un texto sobre la escuela:


Y estos son algunos de los trabajos recibidos:


Recuerdos

Su juego preferido era jugar a maestras, unas veces con las muñecas y otras con las amigas, ella siempre era la maestra. Y aquella niña se preparó para serlo.

Con una maleta recién estrenada, y con un corazón lleno de ilusiones, que había ido forjando desde su niñez, un veintiocho de marzo, acompañada de sus padres fue a tomar posesión de su ESCUELA. Iba a iniciar uno de los sueños de su vida. Veinte años, un abrigo rojo estrenado para la ocasión, zapatos de tacón así llegó a su pueblo un día de lluvia, los zapatos se quedaron pegados en el barro ¡Pero que importaba!

Alguien les indicó dónde estaba la Escuela, tenía tantas ganas de llegar que no pensó que antes debería haber ido a ver a Sr Alcalde y allí se presentó. Empujó la puerta esperando encontrar un vestíbulo, pero se encontró directamente con el aula ¿se podría siquiera llamar así?, en el centro un brasero, la maestra arropada con un mantón, diez o doce pupitres, viejos, casi negros, dos ventanucos, sin luz eléctrica, paredes agrietadas…pero esa era su escuela y a pesar de todo la quiso, su corazón saltaba, ella sabía que allí se escribiría uno de los capítulos más importantes de su vida. Todas expresaron gran sorpresa.

Sabían que iba a llegar una nueva maestra, aquella hacía las veces de, pero no lo era, su marido era maestro del pueblo de al lado ¡Pobres pueblos de aquella Castilla profunda! ¡Qué ignorancia, qué abandono!

Una niña muy espabilada le dijo: Sra. maestra, que ha dicho mi padre que se venga a nuestra casa y se fue con aquella niña. Así encontró donde vivir. Era una buena casa, nueva, distinta a las demás, pero…sin servicio. ¡Pobres Maestritas, en un pueblo en aquellos años, pasaban días y días sin… ¡que estreñimiento! ¡Qué dolores de tripa! ¡Con un orinal de barro a la cuadra! Una “herida de guerra” le acompaña, uh día el orinal se rompió ¡Gracias a que estaba el médico en el pueblo! Una buena costura lo solucionó.

Y aquella tarde fue a su escuela, no recuerda sus primeras palabras a las niñas, veinte, entre las que vivían en aquel Ayuntamiento y de dos anejos y esas tenían que recorrer más de tres kilómetro para llegar a la escuela, entre seis y catorce años, pero sí su emoción, lo que les mandó hacer: Cada una contaría cosa suyas, su nombre, cuantos hermanos tiene, lo que le gusta, ella también les contaría cosas, aquella noche lo leería y así empezaba a conocerlas. Sí recuerda la primera sorpresa y alegría que recibió, una niña dijo: Lo que más me gusta sería ser como Ud. Sra. Maestra ¡Buen bautismo!

Al día siguiente convocó a una reunión a los padres, acudieron todos, casi todos en pareja ¡Qué novedad era aquello! Aquella maestra quería saludarles, contarles sus planes, pedirles su colaboración y participación, dar más prioridad a la escuela que ir a sacar patatas, o a las vacas, la educación de sus hijas no era solo cosa de ella, les dijo que sus hijas también iban a estar preparadas para estudia, no sólo las hijas del médico y secretario. ¡Primer raund ganado!

Y habló con el Sr. Alcalde y Secretario, las vacaciones de Semana Santa estaban próximas y llevaba una lista de peticiones para cuando volviera: Luz eléctrica en el aula, pintada y sin grietas en la pared, un encerado, una estufa que sustituyera al brasero ¡Cual había sido su sorpresa cuando vio que cada niña llevaba una lata redonda, de las de sardinas, con lumbre y que cada día una madre le llevaba encendido el brasero para ella! A todo accedieron, necesitaban una Maestra y vieron que había llegado.

Fueron cuatro cursos en aquel pueblo, su pueblo A muchas preparó para ingresar en el Instituto en El Barco de Ávila, la mayoría obtuvo beca ¡Qué ganas de aprender tenían! ¡Qué listas eran! Eran verdaderas esponjas .A muchas mozas enseñó a leer y escribir ¡Qué agradecimiento y cariño recibió de aquellas gentes! Cuando al pasar, la gente mayor le decían ¡Vaya Ud. con Dios Sra. Maestra!, ¡qué sensación!, al recordarlo siente aquella emoción. Era la Maestra las veinticuatro horas del día.

Recordaba la hora del recreo, un rato a preparar la leche, la leche en polvo que mandaban los americanos, allí no había carencias, no eran niñas desnutridas, pero ¡les gustaba! Cada día una madre llevaba la perola con agua caliente y cada día dos de las mayores se encargaban de hacerla, y luego a jugar. Cómo se lo pasaba jugando con ellas, enseñándolas y recordando sus juegos. Era un espectáculo, los vejetes se acercaban a verlo, decían que había llegado vida al pueblo. Cuando hacía falta dos se quedaban a hacer la tinta mezcla de polvos azules y agua, ella les dejaba a su aire, sabía que aprovechaban para abrir los cajones, el cajón de la maestra tenía su magia y revolver un poco, eso le traía el recuerdo de cuando ella niña y lo hacía. Y recordaba las tardes de los jueves, se iba al campo con ellas, recogían hojas, piedras, luego las clasificaba y hacían pequeñas colecciones, llevaban la merienda, todas querían que probara su chorizo, su jamón ¡Qué lejanos y cercanos, ahora al recordarlos, están aquellos momentos!

Allí vio parir a una vaca, ordeñó, fue a recoger heno, sembró y recogió patatas, vio esquilar a las ovejas, enseñó a hacer patatas rebozadas, las mozas empezaron a usar abrigo y medias de cristal, en algunas casas pusieron butano y los que pudieron hicieron servicio. También vivió un trágico suceso, una señora se ahorcó .Y vio dar a luz a una señora, la tía Juana, que hasta unos momentos antes no sabía que iba a tener un hijo, todo el pueblo congregado alrededor de su casa ¡La Juana está muy mala, se muere! Un hecho insólito, increíble, pero cierto, ella creía que tenía como un bicho que se le movía. No había tenido hijos y tenía más de cuarenta años.

Y tenía tiempo para leer, hacer punto ¡Cuántos jerséis se hizo! Y estudiaba un poquito, en sus planes estaba que cuando tuviese dos años de servicio haría las oposiciones a poblaciones de más de diez mil habitantes.

Y un mes de mayo dijo adiós a su pueblo, se casaba. Pero aquella maestrita, aquella niña, ya había cambiado a “su pueblo”. Se iba satisfecha, había hecho una buena siembra. Aquel pueblo, aquellas niñas quedarían para siempre en su corazón.

Y siguió su camino, que ha durado cuarenta años. Y sí ha sentido con el poeta: “Es consolador soñar/mientras uno trabaja,/ que esa barca, ese niño/ irá muy lejos por el agua.

Inés Izquierdo
Grupo A


Aprender en libertad

Educar con la sonrisa
es alimento importante
para que el niño trabaje
sin pérdida y adelante.

Aprendizaje feliz
debe ser bien orientado
por el profesor que sienta
su mensaje vivenciado.

El presente en una escuela
no debe ser olvidado.
Conocimientos de ayer
se viven actualizados.

El niño que va al colegio
debe estudiar sin reparo,
siempre que su pensamiento
permanezca liberado.

Sofía Montero
Grupo B


Mi escuela
Cada día, Lola recorría el abecedario de nombres de la clase de 7ª A, Alonso Martín Gloria Mª, Blanco García ….

Después, con la tarea puesta, se paseaba entre las mesas y su mirada desde atrás nos hacía bajar aún más la cabeza sobre el texto para dar un último repaso.

A la llamada de, — ¡libros cerrados!, una voluntaria para conjugar los verbos, siempre se alzaban las mismas manos pero era una quien mejor se lo sabía y al final lograba el diez.

En el recreo cogíamos morera para los gusanos de seda, jugábamos con la goma o la comba propia o de alguna otra niña, nos escondíamos, nos peleábamos, corríamos, cantábamos, los gritos pasaban de ventana a ventana...

Al regresar a la clase, los primeros minutos dominaba el bullicio y, si tocaba clase de ingles con El Raspu, la agitación duraba aún unos minutos más hasta que el profesor se quedaba mirándonos callado y una tras otra nos íbamos tranquilizando entre risas culpables.

Aquel era nuestro pequeño gran mundo feliz para muchas y seguramente no tan bueno para otras.

Antonia Oliva
Grupo B


La Señorita Sin (La Señorita Fe)

Mi maestra de infantil fue la Señorita SIN:
Sin escuela, sin título, sin sueldo, sin vacaciones, sin material escolar, sin conocimientos psicológicos, sin un proyecto ni un plan de estudios que seguir.
No obstante consiguió que cada “peque”, durante varias generaciones, supiera leer, escribir y hacer las cuatro operaciones fundamentales. Y mucho más que eso, nos transmitió los más altos valores de la persona, animó el deseo de aprender.
Hoy al recordarla considero que todos los que tuvimos la suerte de vivir con ella, llevamos un poquito de su sonrisa, de su paz y de su acogimiento.
Se llamaba LA SEÑORITA FE. Y tuvo que gozar de mucha fe para realizar esa gran tarea. Era maestra y madre. A ella íbamos muchos sin saber hacer pis solos o comernos el bocadillo. Tenía una enorme paciencia. No recuerdo riñas, castigos, gritos, quejas, lamentos…, solo su sonrisa, sus manos abiertas, su gran cariño a todo el que llegaba, su paz… transmitía mucha paz y tranquilidad. Lo que yo llamaría una persona feliz sin protagonismo, sin tener que hacerse notar, sin tener que demostrar nada a nadie. No reclamaba nada. Era feliz con los niños y todos la queríamos.
Cuando ella ya no pudo más y llegó la vejez y su partida, el pueblo le hizo un homenaje a la mejor maestra SIN y entre otras cosas puso su nombre a la placita que hay frente a su casa: Plaza de la Señorita Fe. Una persona única, diferente y generosa.
Y ¿cómo lo hacía?
Sin escuela: acomodó una habitación de su casa (la “casadihorno” que se llamaba en mi pueblo), de adobes las paredes y una de ellas tapada con un plástico que evitaba que entrara frío por la tronera. Cuando el viento era fuerte o había tormentas sonaba y todos nos asustábamos porque significaba que Dios estaba enfadado y eso podía ser el infierno. Tan solo un ventanuco pequeño y una bombilla servían como luz. Y para sentarnos, 4 bancos muy viejitos de madera y una camilla con brasero de cisco para entrar en calor. El privilegio era sentarse en esa camilla. En la pared de la parte trasera se situaba una pequeñísima pizarra donde practicábamos lo que aprendíamos pasando de uno en uno.

Sin título: el profesor Don le encargó la difícil tarea de que enseñara a los niños/as a leer para que cuando entraran en Primero él no tuviera que perder tiempo en ello.

Sin materiales ni plan de estudios: un solo libro de cuentos y una cartilla. Ni siquiera recuerdo pinturas o lapiceros. Ella nos iba enseñando las letras de manera casi cantada y las dibujaba en la pizarra: la m con la a “ma” y todos repetíamos, las vocales: la u de uña, la e de elefante, la i de iglesia, la o de ojo y la a de abanico. Después nos leía una y otra vez los mismos cuentos (recuerdo con especial cariño el de Mariana Cortacola, una conejita y su hijo). Los que ya sabían leer iban a su camilla por turnos y señalando ella con el dedo ellos seguían el renglón correspondiente.

Después los números, las primeras sumas, la tabla cantada… y a practicar a la pizarra, deseando que nos tocara la tabla del cinco para decir “sinco” y reírnos.

Otro ratito, oraciones y canciones.

Sin vacaciones: ella no las tenía pero el ritmo cambiaba. Nos gustaba tanto a todos la escuela que ningún niño dejaba de ir en verano y además se unían los mayores, de primero a quinto. Como éramos muchos más y se añadía alguno del pueblo vecino, el ayuntamiento le dejaba un Centro que tenía una pequeña puerta de paso a la Iglesia. Ese Centro era muy especial, tenía la pizarra mucho más grande, alargada, podíamos escribir más a la vez y sobretodo tenía un escenario con cosas viejas que podíamos utilizar para disfrazarnos. Después de cada recreo nos dividíamos en grupos y teníamos que representar algún mini-espectáculo en él. Fue mi primer contacto con el teatro. Cantábamos, imaginábamos cuentos, todo aquello que la creatividad nos permitía. Y para finalizar el día, la visita al Sagrario. Todos en fila y cantando:

“Vamos niños al Sagrario, que Jesús llorando está,
pero viendo a tantos niños muy contento se pondrá.

No llores, Jesús, no llores
que nos vas a hacer llorar,
que los niños de …….. te queremos consolar”.

En esos puntos suspensivos decíamos el nombre del pueblo, pero como ya he dicho había niños del pueblo vecino y esa era la guerra, a ver quién gritaba más fuerte el nombre de su pueblo. Entrabamos en silencio en la Iglesia, hacíamos una pequeña oración y a casa.

Sin Sueldo: pues sí, no recibía un sueldo mensual ni pagas extras; las familias que podían le daban un mínimo pero incluso no siempre, no había facturas, ni listados de pago, ni reclamos… la voluntad. Para poder vivir “servía” en casa de otro vecino del pueblo.

Y con esos medios pero con su gran persona hizo tanto. Quizá ahora podríamos decir lo contrario: demasiados medios, planes, objetivos, prisas, los niños/as tienen que desarrollar tantas capacidades y habilidades sociales que quizá se ha olvidado que lo que un niño/a necesita es el cariño incondicional, la dedicación sin prisas, la serenidad de sus mayores, la alegría de vivir…

Este es mi agradecimiento a esa sencilla mujer que sin tener hijos biológicos dejo tanto de ella en cada uno de nosotros.

¿Quién estaría dispuesto/a hoy a repetir su ejemplo?

Paloma Rodríguez
Grupo A


Colegio
Recuerdo el  día que empecé el colegio, llevaba uniforme, conocí a grandes amigos que todavía conservo, tengo en el recuero que a la hora de salir al patio los compañeros jugábamos en la pista a al fútbol.
Otro recuerdo que se me viene a la mente: que una vez por semana, en la asignatura de matemáticas, el maestro nos preguntaba las tablas de multiplicar, también nos tocaba hacer una vez por semana divisiones.
Otro recuerdo que se me viene a la cabeza es en la asignatura de Inglés, que nos preguntaban las verbos regulares e irregulares.
Recuerdo que cuando estaba apunto de llegar el verano tenía nostalgia de que iba a extrañar a los compañeros durante tres meses.

David Álvarez
Grupo B


Si yo os contara….

Nací en una aldea distante 92 lunas del Pueblo Grande. Por más que la busquéis en esos cartelones atiborrados de redondeles, líneas, puntos, rayas y garabatos que llamáis mapas, no lo encontraréis.

Mi pueblo es igual y distinto a los que conoces. Sus casas, sus gentes, sus calles… todo es igual y diferente. Los niños no; los niños, solo son niños.

Claro que en mi pueblo había escuela, si no ¿de qué iba yo a saber tanto?. En realidad no era más que cuatro paredes con tres ventanales, por los que en invierno se colaba un frío azul con chispitas blanquecinas que te hacía tiritar y te llenaba las orejas de sabañones rojos y picantes. Había que quedarse con pasamontañas y guardar las manos en las mangullas de los jerséis.

En mi época, los inviernos eran desatentamente heladores hasta que, cansado del brasero de cisco, el Maestro de las Barbas Blancas solicitó a la Comisión encargada de Asuntos Meteorológicos permiso para modificar la temperatura del viento del norte que se instalaba en el patio de la escuela y era el responsable de los sabañones en las orejas y de los chupiteles en los aleros de los tejados.

Un jueves, a primera hora, el Maestro de las Barbas Blancas habló con la Maestra de la Cara Bonita; nos reunieron en el jardín y a cada niño y a cada niña nos dieron un cogedor y un cubo con tapadera. Sin perder tiempo, comenzamos a llenar de aire los cubos y a vaciarlos en las enormes tinajas colocadas durante la noche alrededor del patio. En la misión de vigilancia, Nines y Loren ayudaban a la Maestra de la Cara Bonita. Controlaron perfectamente que ni una sola burbuja de aire lograra escapar. A la hora en que duermen la siesta las musarañas, con el trabajo terminado, a Loren se le escapo un suspiro de alegría. Por más que lo persiguieron los niños mayores, no pudieron evitar que se perdiera en los espacios infinitos. No había consuelo para Loren. Sólo cuando Canito le regaló su tirachinas con un corazón dibujado en la badana, se le dibujó una tierna sonrisa en su cara.

Después de comer, reunida la población en torno a la línea de seguridad, se presentó en el centro del patio Sera, experto en ruido y pirotecnia, con una bolsa de pensamientos incendiarios, para prender el ramaje apilado junto a las tinajas. A la voz autoritaria del maestro de las Barbas Blancas, nos tendimos en el suelo, boca abajo, con las manos apretadas contra la nuca, por si explotaba alguna tinaja. No hubo incidencias.

Durante dos días las llamas y el rescoldo fueron templando el aire contenido en aquellos enormes recipientes. Al tercero el alcalde, con un ritual de mucha pompa, después de dedicar unas palabras dirigidas al maestro de las Barbas Blancas y a la tímida y ruborizada Maestra de la Cara Bonita, levantó las tapaderas y el aire templado y perezoso volvió a ocupar el lugar en que se hallaba anteriormente. Desde entonces se acabaron las mañanas de chupiteles puntiagudos, y sabañones colorados y picantes en las orejas.

El Maestro de las Barbas Blancas no era malo, pero se había empeñado en conseguir que en la escuela hubiera orden y criterio. Era una manía que había traído de donde vino.

Cuando entrábamos, lo primero era presentar el sueño de la noche. Obligatoriamente deberíamos haber soñado uno para soltarlo y poder perseguirlo en el futuro. Quien no lo llevara iba derechito al cuarto de los trastos viejos, hasta la hora del recreo, y se perdía la clase de Fantasía, que era fantástica. A mí con las prisas, en ocasiones, se me olvidaban entre las sábanas o en el cajón de la mesilla y tenía que pedírselo prestado a Canito o a Epaminondas, que solían llevar alguno de reserva, aunque en nada comparables con los míos.

Después de describir nuestros sueños, salíamos al patio, los sacábamos con cuidado para que no se rompieran, y los lanzábamos al aire. Los de Narci no volaban nada, enseguida se caían. Los de Floren, El Lechuga y Vidal, si echabas una carrera un poco larga, terminabas cogiéndolos. Había niños que los soltaban y no volvían a preocuparse de ellos. Yo sí. Siempre sabía dónde estaban pero por más que los perseguía nunca los alcanzaba.

Tras la presentación de los sueños comenzaban las clases serias, como Imaginación, Ensoñamiento, Conocimiento de la Utopía, que para que te hagas una idea consistía en perseguir algo que no existe, o la de Entelequia en la que nos enredábamos y no sabíamos casi ni cómo salir-

También el Maestro de las Barbas Blancas nos ponía deberes, ¡no vayas a pensar!, aunque ya no eran como cuando llegó. Había estado tan emperrado con los números y las palabras que el alcalde se vio obligado a llamarle la atención, por no considerarse adecuados ni al pueblo, ni a los niños, ni a las costumbres. Desde entonces ya nos los puso normales como:

“Dar un paseo en bicicleta”. Haciéndolo en grupo, tenía que ser en competición, o no valía y teníamos que repetirlos al día siguiente.

- “Leer un cuento que te haga partir de risa”. A mí me los contaba mi abuelo y tenían pedos como truenos y pises como ríos.

- “Comer gominolas o helados hasta hartarte”.

- “Decirle cosas bonitas a la niña que te guste”. Esto no se me daba bien, pues me azoraba y tartamudeaba. Comenzaba normal, pero al poco se me trababa la lengua y la niña me soltaba: anda, anda, calla y déjalo ya, que sé lo que me quieres decir. ¡Al menos lo intentaba!

- “Dar algún beso a los papas, o al menos a mamá”. Yo los quería mucho y ellos lo sabían, así es que no había necesidad de perder el tiempo. En cambio Noe, a la que quería para novia, no me dejaba.

Había temporadas en que se ponía repetitivo con el “jugar a la cadena cortada en el frontón” de pelota o a la “ pinola donde la boyada”. Lo peor … ¡que nunca nos mandaba coger nidos de las ramas altas de los árboles, lo que más nos gustaba!.

Todos nos llevábamos bien. Mi mejor amigo se llamaba Epaminondas…..

Pero no sigo. Podría estar horas y horas contando aventuras de mi escuela. Alguna se me ha perdido, pero la mayoría las tengo recogidas en cinco sacas grandes, en la panera de la casa vieja de mis padres,

Evaristo Hernández
Grupo B


Escuela

Una suerte, se dice Mario Colage. La semanita en Barcelona que ha dispuesto para él la dirección de la empresa, supone regresar a casa cuando falten cinco días tan solo de fin de mes, fin de trimestre lo mismo. Cinco días es nada como quien dice, y la suegra se irá con las otras hijas. Se verá libre de ella medio año; un respiro. Porque necesita respirar. Aguantar a la suegra, a esta suegra, durante noventa y algún día seguidos, es algo capaz de acabar con las fuerzas del más animoso de los yernos.

«A ver qué vas a hacer en Barcelona tanto tiempo sin nadie que te vigile, porque tú... Miedo me da solo de pensarlo». Esa es la despedida, cuando él se dispone a salir con el equipaje. Mario Colage se muerde la lengua, más vale aguantarse y no explotar, no deja de ser la madre de quien es, pero...

«Arricángeles», no puede menos de mascullar él para sus adentros; cree que solo para sus adentros. «¿Cómo dices?», pregunta ella desafiante. «Nada, cosas del trabajo», recoge velas Mario mientras se encamina al ascensor; esta bruja tiene un oído que quién lo diría, a los ochenta y ocho años.

Lo habían dicho el lunes pasado en el taller de escritura. Un chico de los nuevos, no recuerda el nombre. «Arricángeles, seguramente no os suena. En mi pueblo se le dice arricángeles a los vencejos. En la escuela cuando llegaba el buen tiempo no dejábamos de mirar al cielo a ver si se los veía volar. Parecía reglado, era llegar los arricángeles y en pocos días nos daban vacaciones por la tarde. Un respiro; porque hacía falta respirar. Luego ya, enseguida, las vacaciones de todo el día».

Mario Colage mete al ascensor la segunda de las maletas. Impide con el pie que se cierre la puerta y asoma la cabeza. Ella sigue asomada a la puerta del piso. «Arricángeles, querida suegra». Y remarca bien, levantando el tono antes de que se cierre la puerta: «¡A-rri-cán-ge-les!».

Qué respiro.

Pascual Martín
Grupo B


Trampas

La memoria es muy tramposa. La nostalgia es una bruja disfrazada de Hello Kitty, con sus lazos y sus vestidos de color rosa. No importa que fueras el más desgraciado de la clase o que el profesor de cuarto fuera una mala bestia que – cuando se cambiaba las gafas- descargara sus iras sobre el mocoso que tuviera más cerca y que -más de una vez- fueras tú.

No importa que fueras un canijo del que todos abusaban, de que en casa te amenazaran con que los Reyes no vendrían si las notas de diciembre eran peores que las de noviembre (así acabaste: apóstata y republicano). No importan las tediosas tardes de mayo en las que sentías – con razón- que aquellas cuatro paredes solo eran una cárcel de niños, un aparcamiento al servicio de los mayores, de sus ritmos, de sus prisas y de sus normas.

Nada de todo eso importa cuando el puñetero gatito de los lazos te trae en bandeja niquelada la imagen de la pandilla de amigos; la aventura de saltar las vallas para ir a comprar media barra que sabía mucho mejor porque era clandestina; aquella primera poesía que tuviste que escribir en clase de literatura (“un soneto me manda hacer mi profe / en mi vida me he vista en tal aprieto”); los partidos de baloncesto en un patio sin canastas; las primeras conversaciones sobre chicas, el disimulo de la miseria en el mísero barrio obrero; el sueño de un futuro sin privaciones.

Nos domesticaron. Hicieron de nosotros buenos ciudadanos moldeables y acríticos, competitivos, sin conciencia de clase. Nos convirtieron en adolescentes preocupados por nuestro porvenir, decididos a comerse el mundo desde la mesura y la moderación. Sacaron de nuestras entrañas la emoción y la ternura y solo cuando muchos años después fuimos capaces de quitarnos capas de encima, cuando aprendimos a desaprender, entendimos lo que había pasado y cuánto camino nos quedaba – ahora – por delante para recuperar el tiempo perdido.

Pero nada de eso importa. ¡Era todo tan bonito!

Javier Portilla
Grupo A


La Escuela
La escuela, ese lugar que los primeros días es cárcel de tortura. Pero no voy a recrearme en sus bondades ni en sus castigos físicos, que los había. Solo relataré una anécdota que sigue viva en mi memoria.

Después de esta introducción paso a relatar mi guerra particular con el crochet.

Había una clase que me desquiciaba y era la de costura con sus vainicas, festones, bodoques, cadenetas y demás primores manuales. Mi madre, no sé, si con la mejor voluntad o con la intención de rastrear mis habilidades artesanas me compró un ovillo de perlé y una aguja de ganchillo, confeccionó una bolsita con un cordoncito en el bocal y me envió a la escuela. A las prácticas de la mañana acudía cierta señorita, a la que hoy denominaríamos becaria, con síndrome muy acusado de Penélope, no tenía más afán que deshacer lo que yo tejía en la clase de costura la tarde anterior. Con lo cual mi ego, cada día más mermado, recriminaba mi torpeza hasta el lagrimeo más cruento. Mientras esto ocurría el pañito se aferraba a la más tierna infancia, no crecía lo que un paño bien alimentado debiera crecer en manos expertas. En este tejer y destejer pasé un año largo, muy largo, larguísimo, hasta que aquel engendro crochetniano pasó a ser trofeo que mi madre exhibía ante mis tías, primas y demás allegadas familiares. Sin pretensión de adjudicarme ningún laurel terminé creyendo que era la becaria la que no sabía un pimiento de las artes manuales. Recuerdo este hecho como una de las experiencias más traumáticas de mi vida en la escuela.

El pañito almidonado y planchadito pasó a ser propiedad de la mesilla de noche de mi madre. Intentó que hiciera un segundo, por aquello de tener la parejita, pero la amenacé con irme a vivir con mi madrina, amiga suya sin atisbos de tener hijos, y que revoloteaba por la casa, como águila perdicera, a la espera de que mi madre me diera a ella en adopción, pues éramos siete hermanos. El chantaje dio su fruto. No más pañitos, ni agujas, ni ovillos ni señoritas aprendizas de maestra. Lo mío era la cadeneta con su monotonía adormecedora que no me daba disgustos.

Pepita Sánchez
Grupo B


La escuela del ayer

Aunque parece que fue ayer, han pasado muchos años.Estaba situada al lado de la plaza del pueblo, una planta baja con varias aulas que daban las ventanas al patio. Desde los pupitres se veía muy bien el encerado, la estufa la colocaron en el medio de la clase para repartir mejor el calor.
Dos maestros con el mismo nombre, pero muy distintos.
D. Ramón "Cazabrevas", alto, delgado, con gafas culo de vaso que decíamos entonces, era malo a más no poder, empezaba la clase con todos los alumnos, y cuando terminaba, solo quedaban las dos primeras filas, el resto hacían unas "gateras" entre los pupitres y se escapaban a la calle. No se enteraba de nada y los que se quedaban tampoco.
D. Ramón "El Pajillas", entonces no sabía porqué le llamaban así, ahora ya caigo. Era serio en su trabajo, daba matemáticas y en su clase no se movía nadie, y como entonces los maestros vivían en el pueblo en casas que les dejaba el Ayuntamiento, por la tardes daba clases particulares en su casa de todas las asignaturas, y había que llevarse bien con el, ya que tenía la costumbre de hablar con los padres, cuando se les encontraba por el pueblo.
En aquella época se tenía miedo a salir al encerado, y no llevar aprendida la lección o hecho los deberes, pues los niños eran muy crueles, y decían a sus padres quienes eran los más zoquetes.
De los compañeros, me acuerdo de Paulino "El orejas", era alto y delgado, su padre trabajaba en la Renfe, y un buen día jugando al pelotazo en la plaza, empezó a recular ante los amagos de darle y se dio con la cabeza contra un árbol. Al volver a clase, el profesor le dijo que saliera a decir la lección, y Paulino con mucha serenidad y ante la risa de todos los demás, le manifestó que la lección se la sabía, pero al darse con el árbol se le había olvidado. Paulino era un cachondo, a mi me caía muy bien, jugábamos juntos al fútbol por la tarde en la era con otros compañeros, pero pronto se fue del pueblo, a su padre le trasladaron a otro lugar.
El último año de la escuela nos llevaron de excursión a Arenas de San Pedro a ver las Cuevas del Águila, fue una experiencia muy bonita, aunque ya casi no me acuerdo de nada.

Luis Iglesias
Grupo B


Mi cole nacional
En mi cole estaba muy “penao” eso de hablar, no es de extrañar siendo yo una niña de cole nacional de la dictadura. Entrábamos a clase cantando eso de: “Isabel y Fernando, el espíritu impera”, que yo no sabía muy bien lo que quería decir pues yo cantaba el espiritunpera y no me casaban mucho las ideas, pero vamos, que era muy bonito cantarlo a primera hora de la mañana sacando pecho y todo eso, luego seguía la letrita con; “moriremos besando la sagrada bandera” y yo cantaba después: “nació poderoso quejamas de jode vencer”, esa parte aún no he conseguido descifrarla. La música era muy bonita, sí.

La pena por hablar variaba, a mí me resultaba muy entretenido el castigo de ponerte mirando de cara a la pared con la lengua afuera, que me imagino que sería para que no hablaras más, pero… coommooo toy a blar co laa leenn…¡si es imposible!, yo disfrutaba mucho ese castigo, me sentía como distinta al resto en mi rebeldía de haber hablado más de la cuenta un día más, y de vez en cuando hacía trampa y me regaba la lengua disimuladamente para aguantar otra sequía. Otra de las penas por ser elocuente durante la etapa nacionalista única era atrasar un puesto en la fila de pupitres, que con un poco de suerte y un par de días que tuvieras un poco “desataos” llegabas pronto a los dos o tres últimos vagones donde te “ajuntabas” con los cuatro o seis pasajeros más dicharacheros y divertidos del tren. En esa zona franca, donde ya todo estaba permitido por ser “de las malas” una descubría los secretos de la vida.

Doña Celi, más conocida por la Tía Celisa por lo bien que maltrataba, marcó mucho mi infancia, tenía unas uñas muy largas y perfectamente pintadas de rojo, con las que trazaba carreteras y autopistas en mis brazos en cuanto me rebelaba a causa del puro aburrimiento que me producían sus machaconas clases, yo cuando me grababa los tatuajes me vengaba y le cambiaba mis marcas repes de uñas perfectas por unas carreras en las medias que mis uñas pequeñitas le devolvían por aquello del karma, que en aquella época no se estilaba, pero mis uñas debían ser muy adelantadas y ya iban por la nueva era. Sólo salía de mi aburrimiento general en algunos momentos mágicos, como aquel en que pasabas de lápiz a tinta ¡qué placer hacer borrones para ver cómo se absorbían con el papel secante! y ya en un grado superior escribir maravillosas caligrafías en minúsculas y mayúsculas que eso sí lo enseñaba bien la Tía Celisa, digo Doña Celi.

En los recreos los niños se ponían el babi azul a lo superman y corrían locamente por el patio como poseídos y ahítos de libertad, las niñas más de la sección fememina guardábamos la compostura dentro de nuestros replanchados babis blancos. Aunque nunca me atreví a hacer de mi babi una capa, en cierto modo envidiaba la libertad con la que jugaban los niños, los cuales no dejaban su culo pegado a las escaleras del patio para jugar a las mariquitas. En un afán muy machito el mío, un día organicé una patrulla de chicas con botiquín y todo, era yo muy capitana en el patio y les propuse desafiar a los chicos, el trasfondo era ligar pero yo aún no lo sabía, con lo que fuimos muy motivadas ¡aaa poor elloos!, tan brutos ellos, tan brutos, tan brutos… que de lo que repartieron ya no volví a organizar más patrullas que las de boy scouts años más tarde para superar mis frustraciones de capitana de patio apaleada. Los chicos se lo pasaron bomba ese día.

Más divertido aún que el patio eran sus alrededores, donde íbamos por las tardes a saltar a la goma o a la comba o a sentir la libre sensación de enseñar las bragas haciendo el pino. Aquello en el caso de algunas niñas era algo más que sensacional “los olores del Caribe” de un anuncio de la época, pues había un par de hermanas con una higiene muy tacañota, aficionadas al 1,2,3 y cuando las hermanas Ferrero, que tenían 10 hermanos y un baño, hacían el pino veíamos los mapas que la Tía Celisa no era capaz de meternos en la cabeza a golpe de “la letra con sangre entra”, que mira “la Doña Celi” que atenta estaba a pegar con el puntero y que poco utilizaba su nariz en clase, la muy “seño”.

Cuando nos encontrábamos a nuestros maestros por las calles del barrio, era de niñas bien educadas, salir corriendo desaforadas hasta ellos y pararnos “coloraotas” y sin aliento y decir: “queustedessiganbien”, ya que los maestros de mi cole nacional iban en parejas como la guardia civil.

El marido de la Tía Celisa era un Don. Don Zenorio era el profe al que pasabas en cuarto, pasar de seño a profe fue para mí muy estimulante, por esas fechas ya me quise yo dar importancia delante de los hombres y cuenta que me ponía, cuenta que le sacaba. Empecé a oír eso de “que niña más lista” y esto me marcó tanto como las autopistas de las uñas, pues me lo creí mucho, mucho y me volví “ listilla”. Ahí perdí mi esencia de rebeldía, todas las batallas, guerras y guerrillas y hasta mi libertad.

Cuando en sexto me pasaron a cole pijo de monjas ya iba preparada para mi candidatura a Delegada de curso, tenía yo mucho patio de capitana encima y me gané las primarias. A las monjas le iba de lujo que yo dominase la clase cuando ellas salían a fumar, ¡huy! no… que las monjas no fuman ni tienen culo. ¡Bueno! Una sí que debía de tenerlo, porque se supone que sabía donde lo teníamos las niñas y cuando íbamos balando por las escaleras de vuelta del patio aprovechaba y hacía de perrito pastor. Pero este ya es otro capítulo que dejaré para otro momento.

Aronbanda
Grupo B


Anécdota en la escuela
Dª Margarita

Era era un demonio de maestra que no hacía honor a su nombre, aunque nos hacía estudiar, era con terror.

Un día estábamos hablando del infierno y ella trazó con fuerza en la pizarra DEMONIO y POZO y es que había un contradictorio pozo en el patio, mal cerrado con una tapia de hierro.

Un día, un compañero mío, llamado LOLO y trasto al cuadrado, le quitó un pañuelo a Trini, otra de un genio endiablado. Era un bonito pañuelo para cubrir la garganta.

LOLO no lo pensó más e hizo desaparecer el pañuelo de seda, introduciéndolo por una de las ranuras de la tapa del pozo.

Dª Margarita hizo cantar al muchacho con retorcimiento de orejas. Al día siguiente apareció la señora Trini, madre de la víctima con más genio que la maestra y exigió el pañuelo. Se puso tan histérica que hubo que descorrer la tapa del pozo y rescatar el pañuelo con una especie de gancho atado a una cuerda larga.

Oí que aquel artilugio se llamaba “garabato”, metáfora que aprendí sin saber que realmente así se llamaba. También pude mirar un momento y contemplar, al fin, el infierno que me pareció el cielo al revés y que nos podía tragar por la húmeda boca.

La señora Trini pareció ganar en el conflicto pero yo pensé en el pobre Lolo. El castigo fue épico, el dichoso pañuelo le valió limpiar todos los servicios con asquerosas bayetas delante de todos y lijar la mesa de la maestra Margarita que ardía de ira.

Emilia GonzálezGrupo B

Ventanilla o pasillo

En la sesión de ayer, los componentes del taller de escritura creativa de la Casa de las Conchas se convirtieron en pasajeros, de clase turista, que aguardaron en las vías de la Sala de Fondo Local la llegada de su tren.
Por la estación, primaveral por cierto, transitaron diferentes trenes. Todos ellos puestos en circulación por la Revista Litoral que dedica su último monográfico a este medio de transporte.
Con el billete de la mano fuimos haciendo trasbordos de un tren a otro, primero la poesía, luego la prosa, después la música.
Nuestro destino, el disfrute.


Por 


En el libro Adjetivos sin agua, adjetivos con agua de Javier Peñas Navarro encontramos varios poemas sobre el tren. Estos no forman parte de la revista pero merecían estar aquí:

VII

A VECES
llegan trenes
como una tormenta no esperada
y llueven recuerdos de maletas
antiguas
y alguien viene a abrazarte
con las manos llenas 
de tierras olorosas de antes
y volvemos a casa mirándolo todo
con ese frescor que dan las violetas
con esas pupilas que prestan los viajes...

XIII

A LOS TRENES TAMBIÉN LOS JUBILAN
cuando tienen fiebre de años
en las ruedas,
cuando el óxido borra el brillo
del cristal de la frente
y empequeñecen los latidos del corazón
de acero.

En el muelle están los viejos trenes,
jubilados, cansados, casi muertos.
El último de todos
es un tren de tantos colores
que parece de juguete,
de fantasía que le pintaron los poetas
porque se enteraron de que nunca
anduvo.
Los poetas le bautizaron con el nombre
Sueño,
antes de que los ángeles vinieran
y se lo llevaran, igual que a los niños
que nacen muertos,
al Limbo,
antes de que los ángeles se lo llevaran
en una túnica de nieve.
Sueño ya está en el Limbo
mientras los trenes viejos
sufren una vejez de hierros...
Sueño no envejecerá
si los poetas lo adornamos
de flores
y de montañas azules
y de estaciones con mucha gente,
porque su alma de viento
la transportaron unos ángeles
al Limbo.

Hace años hice una versión, o perversión del soneto X de Garcilaso de la Vega. Las mismas ninfas que él veía en las orillas del Tajo yo las vi en un tren AVE, en clase preferente. Este fue el resultado de aquel fortuito encuentro. Tampoco está en la revista pero lo traemos aquí como pieza curiosa:

AVE
(versión del soneto XI de Garcilaso de la Vega)

Hermosas ninfas que, en el tren dormidas,
en sueños suspiráis enamoradas
y en clase preferente acomodadas
imagináis pasajes de otras vidas;

desamores de vueltas y de idas
sin rumbo, ni transbordos, ni paradas,
atrás las pertenencias mal halladas
en las consignas de las despedidas;

dejadme un rato imaginar besando
vuestros labios, llorar y consolarme
en el final de un túnel, ya deseando

reclinar mi triste asiento y entregarme
al vaivén de este tren -ahora volando-
o aguardar mi destino y despertarme.


Rafael Pérez Estrada, fiel a su condición de poeta y levitador, nos saca de la realidad para situarnos en sus universos mágicos:

Conocía a un maquinista santo que hacía levitar a su locomotora, que, dulcemente , al poder de una palabra secreta, empezaba a alzarse relinchando de satisfacción metálica mientras se encaramaba como un animal heráldico sobre el rojizo ladrillo de las viejas estaciones victorianas.
En cierta ocasión le pregunté al hombre: “Y cómo lo consigue”, y él, con ese desinterés propio de los indulgentes, me respondió: “Yo, que no lo he logrado (ni lo he intentado) conmigo mismo, lo he hecho fácilmente con una máquina; y no para participar en un concurso y ganarlo, ni tan siquiera para exhibirme en un circo como domador diestro en locomotoras, sino por el placer del desorden y escándalo que esto implica”.
Años más tarde, el destino me permitió ver la perdición de este curioso personaje a causa de un cruento siniestro ferroviario, provocado, al parecer, por la coincidencia de un error suyo y la mala voluntad de una máquina díscola. 

Con el epígrafe de "Besos de ida y vuelta" encontramos en la Revista Litoral textos que hablan de despedidas y regresos. Aquí dejamos un par de muestras como "La despedida" de José María Merino y "El regreso" de Sara Mesa:

El tren empieza a moverse. Se va evaporando es somnolencia que todos sentisteis al ocupar los asientos, efecto de la desazón de ir al frente, recién reclutados, en una guerra interminable donde es habitual la pérdida de un vecino, de un amigo o de un familiar. Parece que en el andén hay mucha gente que ha venido a despediros, pero tú sigues sentado: estás demasiado lejos de tu pueblo como para que alguien pueda conocerte y no tienes ganas de ver a a nadie. Entonces los compañeros te avisan: “Oye, una mujer grita tu nombre”. Te asomas a la ventanilla y ves acercarse a una vieja desconocida y estrafalaria, que corre animosa voceando un nombre como el tuyo mientras agita un largo paño blanco.
“¿Es tu abuela? te preguntan. De repente, esa vieja vocinglera te aterroriza. “No la conozco no sé a quién busca, dejadme en paz”, respondes y vuelves a tu asiento, esperando que el tren te aleje de ella, cada vez más temeroso de que nunca puedas regresar a tu casa.

***

Hace tiempo que escondieron la foto. Dicen que estoy demasiado mayor y que ver esas cosas me hace llorar. Pero yo he pasado por todo el siglo XX e incluso más allá, dura como una roca, con los ojos cerrados, el corazón encogido y las palabras anudadas en el estómago, incapaces de brotar pero claritas, claritas. Tengo 98 años y creen que ya no valgo –loca, sorda y muda–, porque me paso media vida acostada, alimentándome de papilla, con la única compañía de una mujer que va cambiando el rostro tres veces por jornada.
Y me esconden la foto. Pero aprieto los párpados y puedo verla igual, ahí metida, no sólo la imagen, no sólo el beso, no sólo la alegría del reencuentro –¡cuánto, cuánto te eché de menos! –, el alboroto en la estación –¡habías sobrevivido! –, el ambiente de fiesta. No sólo eso, sino también la tristeza posterior, los días difíciles, las pesadillas, el sexo oscuro, los partos solitarios, las arrugas, el silencio, la enfermedad, Spot el perro. Todo ahí, todo dentro, todo desenrollándose otra vez porque volvías en tren y no habías muerto. Pobrecilla, susurran. Ellos no saben cuánto llevo dentro.

Incluímos por último dos microrrelatos sobre el tren, incluidos en el epígrafe "Trenes fantasmas". El primero, titulado "El expreso" es de Pere Calders. El segundo es de Jacques Stemberg y su título es "El castigo":

Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí nunca había habido ni vías de tren ni estación.

***

Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único , siempre idéntico. Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.


Propuesta de escritura

Escribe un texto de formato libre sobre una experiencia real vinculada con tu memoria del tren o sugiérenos un viaje por las vía de la ficción.

Y estas son las tareas recibidas hasta ahora:


El tren que nos separó

Aquella tarde el universo se derrumbó sobre mí. Ya no tenía vocación. Me lo dijo el Padre Director quien, unas horas más tarde, encargó llevarme a la estación y montarme en el tren de regreso a mi casa. No lo entendía. Siempre la había cuidado con mimo: no decía palabrotas, no contestaba a mis superiores, estudiaba y sacaba buenas notas (en la tenada vieja del corral dormitaba un arado, a la espera de una mano timoneando la mancera y el invierno a pastorear ovejas, o derretirse sobre las gavillas en verano). Sí me gustaban las muchachas, pero eso ellos imposible que lo supieran; si acaso mi amigo Primi, y no tenía nada de chivato. En la que más pensaba era en mi vecina, la del pueblo, pero a ella no me había atrevido a decírselo.

“El tren con destino a Madrid, con parada en Medina va a efectuar su salida”. Aquel caballo de hierros y estridencias dejó atrás Segovia y, acurrucada junto a las tapias del colegio o al abrigo de cualquier terraplén, agonizaría, tiritando, mi vocación. No había retorno; galopábamos la gélida noche castellana. Temblor en el cuerpo; inquietud en el alma.

Allá, a unos cientos de kilómetros, mis padres descansarían ignorantes del drama que se aproximaba, en especial sobre mi madre. Temía por ella, pero sobre todo por mí.

Medina del Campo. Trasbordo. Horas de espera. Me acogió una inmensa y desangelada sala que de vez en cuando abría sus puertas para dar paso a alguno de los escasos viajeros que llegaban o partían. A veces mis ojos escudriñaban con ansiedad, por si se presentaba de forma inesperada la vocación. Soñaba. ¿Y cómo reaccionarían en casa?. Capaces eran de reenviarme de nuevo. Más frío, más angustia. Las cinco de la noche. A ver si se escapaba mi tren, o cogía el que no era. ¡Solo faltaba!

Consciente de mi fragilidad, este tren se deslizaba sin tantas brusquedades y hasta acunaba mis sueños con dulzura. De vez en cuando su memoria de viejo le fallaba y emitía algún chirrido metálico que me sobresaltaba. Luego, cuando el señor del palo y el silbato le reprendía, tornaba a mecerme, hasta que volvía el olvido.

Primeros atisbos de luz. Salamanca. “El tren procedente de Medina del Campo, con destino a Portugal, acaba de hacer su entrada por vía primera, andén primero”. Descendí dolorido por la dureza de aquellos asientos de madera, impregnada mi ropa de olor a compartimento cerrado. La estación comenzaba a bullir. La Guardia Civil me miró con severidad. Seguro que echaban en falta mi vocación. La señora gorda y desmadejada golpeó con la rodilla mi maleta de cartón. El soldado y el recluta no me prestaron atención y la moza de tetas grandes me dijo algo que mis trece inocentes años no comprendieron. De alguna parte salía la voz de Marujita Díaz con su … soldadito español, soldadito valiente, la alegría del Sol, fue besarte en la frente. La victoria fue tuya…. Yo estaba derrotado.

Horas más tarde, en el pueblo, mis padres me recogieron en la parada del coche de línea. Me dieron dos abrazos grandes, casi infinitos. Entré en calor. Nos cruzamos con mi vecina y me sonrió.

Evaristo Hernández
Grupo B


Perdimos el tren y...
Eran aproximadamente las 6,30 horas del primer lunes de octubre, de un año cualquiera, cuando el Talgo con destino a Madrid, iniciaba lentamente su recorrido. El revisor solía siempre esperar 1 o dos minutos de cortesía, por si algún despistado llegaba tarde, como solía ocurrir en muchas ocasiones.
Corriendo aparecen en el anden dos personas, un chico y una chica, portando cada uno en sus manos una bolsa de deporte. Se quedan mirando las vías del tren, donde logran divisar a unos 100 metros de distancia, la luz que marcaba el último vagón del tren, que tenían que haber cogido para llevarles a su trabajo en la capital de España.
Reaccionan en un segundo, y deciden coger un taxi que les lleve a la estación de autobuses, para tratar de llegar al Auto-Res con salida a las 7 de la mañana; y aunque un poco más tarde poder incorporarse a sus respectivos trabajos de profesores de Instituto en la capital.
Dos jóvenes hasta ese día desconocidos, inician juntos un viaje.
Lo que ocurrió a partir de ese momento, solo ellos lo saben; lo que si conocemos hoy día, es que tienen dos niñas y trabajan ambos en dos institutos de Salamanca, el como profesor de matemáticas y ella como profesora de Lengua y literatura.

Luis Iglesias
Grupo B


Mi último tren
Viajo en la mirada de un adiós,
barnizado de secretos.

Vacío la mente
de un tiempo destilado
en horas de un atardecer.

Despierta entre sonidos,
diseño el paisaje
en los cristales de un tren
que roba el sentimiento.

La tierra se pierde en mis pupilas,

Ilumina el destino
que yace en estaciones sin retorno.

Ahogo el sueño
para dormir mi último pensamiento.

Sofía Montero García
Grupo B


Evasión 
Resucitaba del tedio en aquel compartimento. Era su hora pagana, la hora de ser infiel a todas las obligaciones, religiones y leyes del mundo. Allí se había descubierto así mismo. El cercanías, era su cueva de Alí Babá. En aquel hormiguero que transpiraba humanidad, guardaba sus fantasías y el río de su imaginación desbordaba todos los cauces.

Fue al baño. Sustituyó el vestido rojo, los tacones de aguja y la peluca, por el traje diplomático. El coche oficial esperaba.

—Señor Presidente, ¿ha tenido buen viaje?
—Estupendo, Fermín. Léeme la agenda.
—Sí señor. A las ocho, El Estado de la Nación.

Pepita Sánchez
Grupo B


El tren de la esperanza
El tren es una melodía que transcurre en silencio y reflexión
con compañeros extraños que miran al mismo punto que uno.

Si se observa desde fuera del último vagón con el tren en marcha,
se puede ver el paso del momento de todos los pasajeros,
un fragmento de vida.

El tren parado en la estación es otro ente distinto.
Recoge almas en barbecho
que se abonan durante el trayecto
para llegar al destino listas para la siembra.

Y vuelven vacías de fruto y con la tierra escarbada,
con menos raíces.

Metal pesado que se mueve impulsado desde dentro
con la fuerza que dan las ganas de ignorar el tiempo
y lanzarse a lo desconocido.

Pero no subas a la tristeza con tu mochila y
elige la ruta de la oruga verde

Siempre hay alguien del otro lado que hace gestos con la mano
aunque tú ya no estés allí para escucharle.

Antonia Oliva
Grupo B


El libro de los cambios

No se si alguno de vosotros ha oído hablar del libro de los cambios. No me refiero al I Ching, ese doy por supuesto que lo conocéis. El libro del que os hablo es otro. Lo custodian los guardianes del mundo invisible. Los que lo han visto y recuerdan haberlo hecho, afirman que sus páginas están en blanco. Es el lector quien al abrirlo, empapa sus ojos en tinta y ve como se escribe. Hay infinitas posibilidades. Por ejemplo, la modificación de una grafía en intensidad o belleza cambia el devenir del texto, y no solo el devenir, también el pretérito. Según este ejemplar, el concepto lineal que abandera la teoría de la decisión -ya sabéis causa-consecuencia-, se quiebra. Las mutaciones son bidireccionales. El pasado, lo que llamamos pasado, también cambia. El tiempo tiene una flexibilidad mucho mayor de la que estamos acostumbrados a concebir.

Se que suena a superchería, pero os puedo asegurar que no lo es. Llevo más de treinta años trabajando en la Stanford University. Mis especialidades son el álgebra multilineal y la antropología de lo oculto. Os sorprendería descubrir la cantidad de variables científicas que manejan ambas disciplinas.

Hace una semana recibí un correo del profesor Jaidev, un colega de la universidad de Delhi, un genio. En él, me refiere de forma aséptica una serie de datos. Solicita mi valoración profesional. Adjunta un archivo donde recoge varios testimonios. Las divergencias son mínimas. Eso no es muy común. Lo que si es habitual son las conclusiones. Todos los testigos vinculan lo que afirman haber presenciado con leyendas irracionales y catastróficas de su colectivo común. Ninguno cuestiona.

Parece ser que todo comenzó en un pequeño pueblo del Estado de Punjab Permitidme que no desvele su nombre.

Fué de noche. Había luna nueva. Tres pitidos fuertes y breves arrancaron a los durmientes del sueño. Un pitido muy largo y dos cortos los obligó a salir a la calle. La niebla era espesa. Subía desde el suelo y se truncaba a unos ocho metros de altura dibujando una bóveda. Yo lo imagino como un tunel. Duró poco. Apenas unos segundos. Los mismos que tardaron en aparecer las luces que iluminaban las ventanas de una locomotora y sus cinco vagones. Se abrió la puerta de uno de ellos y lentamente descendió un hombre. Era un anciano y vestía de uniforme. Nadie le vio la cara porque llevaba una gorra que le quedaba grande y los pocos rasgos que permanecían descubiertos estaban tiznados. El hombre de vapor -así es como se refieren a él- llevaba un saco. Desató el nudo. Sacó cuatro cartas. Miró a su alrededor como si buscara algo o a alguien. No lo encontró. Extrajo de un bolsillo un reloj, abrió la tapa, la cerró, dejó la correspondencia en el suelo, recogió el saco y subió al segundo vagón -esta vez con prisa-. Un pitido largo y todo desapareció. Todo menos el olor a carbón. Nadie pudo volver a dormir. A la mañana siguiente, cuatro bebés, dos niños y dos niñas, tenían un tatuaje en la espalda. He visto la foto. Es un cuadrado con los margenes dentados, una filigrana pequeña como un antojo que enmarca la imagen de un elefante. Es lógico confundirlo con un sello. Yo aún no lo sé. Carece de firma y año de emisión, dos irregularidades notorias.

Si mi colega ha descubierto los hechos ha sido porque sus estudios hicieron que estuviera en Varanasi. Ciudad a la que se dirigieron las jóvenes madres una semana después de descubrir que sus hijos estaban marcados. Tengo que reconocer que la intención de su peregrinar -colocada en su entorno de creencias- fue noble. Si los dioses se apiadaban de sus pequeños, las aguas del Ganges borrararían de su piel el maleficio. Si no lo hacían, los abandonarían y regresarían a sus hogares.

No os confundais. En su contexto, la decisión que tomaron no es en modo alguno cruel. Recordad que quien muere allí se ve libre de la rueda de la reencarnación. Los bebés no vivirían, pero tampoco volverían a nacer.

Protegidas por la mano de Sati, un día, antes del amanecer, llegaron a la ciudad sagrada más antigua del mundo. Los ghats, las escaleras de piedra que llevan al rio, aún no estaban llenos. En poco tiempo, cientos y miles de fieles acudirían a buscar o agredecer sus dones. Algunos, entregarían a sus aguas las cenizas o los cuerpos de sus seres queridos. Una vez allí, las jóvenes hicieron lo que debían. Despojaron a sus hijos de las ropas y los sumergieron en el rio. Sabían que con una vez era suficiente, más como al emerger las criaturas mantenían la señal en su espalda, repitieron el rito intermitentemente hasta bien caida la tarde. Nada cambió. Los pequeños estaban sentenciados.

Cerca de los callejones que dominan esta parte de la ciudad, estan los albergues para moribundos. Con ese cachito de vida que dormía en sus brazos, se dirigieron a sus puertas. Un tierno abrazo y un beso fue su despedida. Brahma lo quería así. Un largo camino de regreso las esperaba. Tenían prisa. Más esa premura que mordía sus entrañas, no podía hacerlas olvidar sus deberes religiosos. Antes de abandonar Varanasi debían agradecer con humildad las bendiciones de los dioses. Ellos y solo ellos saben.

Si no querían esperar a la mañana siguiente solo les quedaba una opción, el templo de la llama. No estaba lejos. En unos minutos llegaron a su puerta. Un anciano meditaba en su umbral. Tenía la cabeza cubierta por un turbante naranja, el cuerpo casi desnudo y las barbas largas. Frente a él, un minúsculo plato de latón vacio. Pavarti, la más jóven -casi una niña- , buscó en su sari viejo, sacó una rupia y se la dió. Era lo único que le quedaba. Puede que el ruido del acero a la hora de chocar con el latón, sacaran al anciano de su trance, el caso es que cuando ella se disponía a entrar -tal como ella refiere- el hombre agarró su mano con una fuerza inesperada dada su extrema delgadez, y mirándola fijamente le dijo: "pronto llegará el tren donde viaja la tortuga y buscará a los elefantes. No deben morir" La muchacha preguntó a sus compañeras qué podía significar aquello. Ninguna había oido nada. Increpó al anciano para que lo repitiera. Ningun intento dió fruto. El hombre meditaba en silencio.

Tras un momento de incertidumbre supo lo que tenía que hacer, correr. Desconocía por qué.

Antes de llegar al albergue escuchó el llanto. Al doblar la calle la vio, una rata enorme tiraba de la tela que cubría a uno de los pequeños. Corrió más. La espantó haciendo ruido. Cuando llegó revisó sus cuerpos. No tenían ningún daño. Entre risas y lágrimas, se dejó caer en el suelo, se apoyo en la pared y como pudo, los colocó a todos en su regazo. Fué allí donde Jaidev los encontró. Esa manía suya de pasear por la noche por donde no debe fue la causa.

Acostumbrado como está a ver de todo, algo en esa estampa solitaria llamó su atención. La joven tenía un crio en cada pecho. Los otros dos dormían a su lado. Parecía muy cansada. Al acercarse vió el tatuaje. Conoce esa figura. No es común. La ha estudiado durante años. En un tiempo fué su obsesión. Yo también la conozco aunque mis obsesiones son otras. Es extraña.

No se cómo se ganó la confianza de Pavarti. Ahora ella y sus cuatro crios están bajo su tutela.
Poco más os puedo decir, al menos por ahora. Hay que estudiar.

Acabo de coger el tren en Agra. Mi destino como podéis suponer es Varanasi. Mínimo nueve horas. Podía haber cogido un vuelo. Es más rápido. Pero me encantan los trenes. Sobre todo éstos. Sus vagones están llenos de vida. Por mucho que creas saber lo que te espera, nunca sabes. Cada pasajero es un ejemplar tan único como igual al resto de los ejemplares. Si los raíles son el guión, ellos sin duda son las variables. Están llenos de incógnitas. A veces para despejarlas solo hay que mirar. Los problemas que asolan a los pares pueden diluirse entre situaciones dispares. Las respuestas duermen en grafías hechas carne. La intensidad y la belleza de algunas pueden cambiar el devenir de cualquier texto, también el pretérito. El tiempo tiene una flexibilidad mucho mayor de la que estamos acostumbrados a concebir. Un billete, un viaje es una página en blanco. Es el viajero quien consciente o inconscientemente empapa sus ojos en tinta. Las ventanas son grandes. Los paisajes un personaje más cuajado de contrastes. Yo nunca he visto -o si lo he hecho no lo recuerdo- el libro de los cambios. Sin embargo, ya veis, cada vez que subo a un tren lo evoco. Y ahora, si no os importa, tengo que dejaros, me esperan como mínimo nueve horas de camino. Un placer que no estoy dispuesto a desperdiciar. Quiero empaparme. Tal vez a mi lado descanse alguna clave que pueda ayudarnos a descifrar el enigma de Pavarti y los bebés elefante.

Ana Isabel Fariña
Grupo B


La estación azul

Hace frío en esta estación, ya se va a hacer de noche y no llega mi tren. Aquí estoy en esta estación azul, tan acogedora de día y lúgubre al atardecer. Ya sólo quedamos aquí yo y ese muchacho que fuma y mira los trenes despreocupado, no lleva equipaje y mira sin ver. Le devuelven la mirada dos trenes amarillos que descansan varados, simétricos y paralelos frente a la sala de espera de viajeros, que los recibe con sus puertas de cristaleras blancas abiertas de par en par, simétricas y paralelas.

Ya refresca. Aquí abajo a mi derecha llevo mi maleta faldera de la que cuelga una rebeca beis, me la pongo como si fuese una mantita.

Me siento exhausta, casi no he comido y son ya demasiadas horas esperando ese tren, me voy a quedar dormida en esta isla perdida, donde no sé ni porqué me apeé hace dos días.

Llevo ya dos mañanas acudiendo puntual a la ventanilla de taquilla a preguntar a dónde va el primer tren. Creo que debo de cambiar mi estrategia. Voy a esperar a ver si pasa algún tren amarillo, seguro que por esta estación antes o después pasa uno del color de los soles que pintaba en las hojitas del cuaderno de doble pauta del colegio, siempre me ha gustó pintar trenes amarillos en estaciones azules y elefantes varados en charcas que juegan por fin en su destino y luego se disponen a descansar.

No te vayas chaval. Tengo miedo y empieza a hacer frío. ¡Cuándo llegará ese maldito tren!.

Muy lejos de allí, en Calcuta, hay una niña perdida en la estación, se siente sola y tiene frío, son ya demasiadas horas esperando a que su hermano venga a buscarla, se va quedando dormida en esa estación azul de multitudes grises donde se vuelve humo, donde no sabe ni porqué se apeó hace dos días.

Su madre grita su nombre desesperada a dos mil kilómetros de distancia.

Aronbanda
Grupo B