Bis a bis. Historias a dos voces o más

La sesión de ayer la dedicamos al trabajo de creación a dos o a muchas manos. Hablamos del libro "Contramantes" de Sonia Betancort y Rubén Tejerina, escrito como si de una partida de ajedrez se tratase. También nos referimos a Honorio Bustos Domecq, autor ficticio creado por los escritores argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. El origen del pseudónimo consiste en la reunión de los apellidos de un bisabuelo materno de Borges (Bustos) y de la abuela paterna de Bioy (Domecq).
Pero tomamos como referencia el libro "Aurora o nunca" de la editorial Edelvives. Esta obra, escrita a diez manos, cuenta con la participación de Ana Alcolea, Jesús Díez Palma, David Fernández Sifres, Alfredo Gómez Cerdá, Jorge Gómez Soto, Paloma González, Daniel Hernández Chambers, Rosa Huertas, Gonzalo Moure y Mónica Rodríguez.
La presentación en Madrid fue sorprendente. Cada participante habló de su trabajo y leyó algunos fragmentos de la novela con música de piano de fondo.
Si quieres saber más sobre esta novela puedes asomarte a este otro artículo: Aurora o nunca.




En la página de la editorial nos encontramos con el artículo "Aurora o nunca: una crónica de viajeros". Lo reproducimos aquí porque nos interesa indagar en su proceso de gestación:

Diez voces importantes de la literatura juvenil contemporánea se unen en un proyecto común: la invención de la inquietante comunidad de Aurora.

«El mar no es azul. Nunca fue azul. Y menos en Aurora». En el condado de la Serena, en el paralelo 43º norte, una pequeña localidad veraniega esconde un secreto que condena el destino de sus habitantes. Aunque algunos más participaron en el diseño de su arquitectura, la fundación fue obra de diez escritores: Ana Alcolea, Jesús Díez Palma, David Fernández Sifres, Alfredo Gómez Cerdá, Jorge Gómez Soto, Paloma González, Daniel Hernández Chambers, Rosa Huertas, Gonzalo Moure y Mónica Rodríguez. Juntos imaginaron historias y personajes, leyendas y paisajes.

La iniciativa del proyecto fue de Daniel Hernández Chambers, quien propuso el nombre de la localidad en un guiño al best seller La verdad sobre el caso de Harry Quebert. El proceso de escritura fue largo y, aunque gratificante, difícil: «de hecho hemos tardado varios años en llegar a Aurora o nunca, hemos desestimado, incluso, un primer intento que llegamos a terminar», dice Alfredo Gómez. «Tuvimos diferentes ideas a la hora de establecer el sistema de trabajo, desde iniciar un relato y continuarlo por orden, hasta escribir relatos independientes y relacionarlos con posterioridad. Pero queríamos algo que tuviera mucha más unidad. La clave, finalmente, surgió en una cena en Madrid. Necesitábamos conocer qué vertebraba Aurora para que sirviera también para hilar sus historias, y lo encontramos esa noche: la culpa. Aurora es un lugar sometido por la culpa de un pasado que persigue aún a sus habitantes. Decidimos también que cada capítulo debía tratar sobre cada uno de ellos, pero que el libro debía leerse no como un conjunto de relatos sino como una novela», desvela David F. Sifres. «Fue una cena un poco siniestra —ríe Moure— con una tormenta doble: la del naufragio, y la de las ideas».

En Aurora, el naufragio es un tema central: no solo por el barco que aparece y desaparece a voluntad en la leyenda del Livjatan, sino porque sus personajes están a la deriva, perdidos y ahogados por un lugar en el que, como describe Paloma González «parece que los secretos fueran visibles, pero no se mencionan para simular que no existen». Por sus calles caminan personajes como Tesifonte, cuya cordura lo llevó a decidir volverse loco, favorito de varios del equipo y al que Jesús Díez le dedicaría «un libro de memorias»; Agustín Fóquel, un músico casi retirado que logró dirigir la tormenta con su diapasón, y Blanca, perseguida por un mundo invisible, tan temible como real, señalada como una de las preferida por Jorge Soto. En opinión de Rosa Huertas: «Todos los personajes me parecen interesantes; pero hay uno muy importante que da origen a uno de los hilos principales de la trama que, curiosamente, no tiene un capítulo especial dedicado a él. Es el personaje de Eze, un adolescente de origen chadiano, rebelde e inadaptado, crucial en los hechos que se desarrollan». Y es así: las historias de los protagonistas se tocan, se relacionan de alguna manera. «La idea era construir Aurora a través de los personajes y que cada capítulo se relacionase con el siguiente de algún modo —cuenta Mónica Rodríguez—. Tuvimos, por supuesto, que hacer una reunión una vez finalizado el libro para dar coherencia a la novela, ajustar los espacios y los tiempos, hilvanar, suturar, quitar nudos, etc. El título nos lo regaló Raúl Vacas, en una memorable cena de «aurorianos» y «no». Dos años estuvimos trabajando a veinte manos sobre este manuscrito, haciendo y deshaciendo. A diez voces, a veinte ojos… toda una madeja difícil de ovillar».

Gonzalo Moure, añade algo fundamental a las palabras de su compañera: «el proceso se basó en algo fundamental: la confianza, o si se prefiere, el respeto. todo lo que aportaba cada uno, era parte de «la realidad»de Aurora, y de lo que queríamos contar. Daba igual que lo aportado fuera cómico o trágico, todos teníamos la confianza de que aportaba algo fundamental al libro». El comentario de Ana Alcolea, resume la opinión del equipo, para quienes el camino hasta llegar a Aurora, pese a sus dificultades ha merecido la pena: «ha sido muy gratificante compartir la novela con colegas a los que quiero y admiro. Y darme cuenta, cuando la leí entera, de que el resultado era verdaderamente espectacular. Y, por supuesto, la constatación de que se pueden hacer cosas muy grandes cuando se trabaja en equipo».

La atmósfera es la clave de esta novela de ambiente sórdido, abrumador y tenaz. «Lo único que teníamos era la ambientación. No hemos escrito con mapa, sino con brújula» aclara Alfredo Gómez para quien la turbación que despierta el lugar «es algo intangible, que pesa sobre las conciencias de sus habitantes; un destino condicionado por el mar, por los restos de los navíos hundidos que emergen en días de tormenta para que nadie olvide». Aurora estrecha lazos con el tenebrismo y clásicos como La posada de Jamaica, según Gonzalo Moure; con algunas escenas de La ventana indiscreta para Jorge Soto, con la leyenda del holandés errante para Ana Alcolea y con el ambiente claustrofóbico de Siempre hemos vivido en el castillo para Paloma González. ¿Por qué es tan inquietante? Daniel Hernández Chambers responde: «Quizá esté en el hecho de que todos sus habitantes, pese a que algunos sean inocentes, carguen con una culpa heredada de la que no pueden deshacerse. Aunque al decir «heredada» no me refiero exclusivamente a que les viene de sus padres o sus abuelos, sino a que flota sobre el lugar y lo impregna todo».

¿Aurora o Nunca? ¿Aurora siempre?
Plena coincidencia: aún quedan recovecos y callejuelas de Aurora por descubrir. Mónica Rodríguez lo expresa así: «Nos queda mucho por contar. Este es solo el principio de Aurora. Ya existe, ya convive en nuestro imaginario con lugares tan reales como Macondo o Madrid y allí pasaremos nuevas temporadas para ahondar en sus paisajes, su gente…». Paloma González continúa: «Quedan tantas historias como habitantes tiene Aurora. Una vez que se escribe una historia, los personajes que forman parte de ella se quedan a vivir contigo para siempre. Ellos no paran de increparnos para que les demos continuidad. Y yo creo que su voz es muy poderosa». «¿Por qué no Aurora siempre?» pregunta Alfredo Gómez. Habrá que esperar a la próxima reunión de autores «aurorianos» para hallar respuesta.

Y aquí tenemos a una youtuber Little Red Read contándonos su lectura de "Aurora o nunca":





Tarea de escritura
Escribe un cuento o un relato con un compañero o compañera del taller. Llegad a acuerdos para organizar el trabajo. ¿Quién inicia el texto? ¿Sobre qué escribir? ¿Quién lo remata?

Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:



Mascarada

Eduardo y Alonso eran amigos, más que amigos, eran como hermanos. Desde la temprana infancia habían estado siempre juntos. Ambos estaban casados. Alicia era la mujer de Eduardo, enfermera, 26 años, un año más joven que él, informático, del mismo barrio ambos se habían conocido el último año de bachillerato. Después de algunos años sin verse habían coincidido en una fiesta universitaria y allí habían decidido retomar su amistad que con el tiempo les había llevado al matrimonio. No tenían hijos pero deseaban tenerlos. Estaban muy unidos y les gustaba mucho salir los fines de semana a pasear a la montaña.

Alonso era abogado, 27 años, y su mujer, Sonia, tres años menor que él era profesora de niños. Tampoco tenían hijos y no querían tenerlos. Ella decía que con los de la clase ya tenía suficiente. A Alonso el trabajo le absorbía casi todo el tiempo y veía poco a su esposa, pero los fines de semana intentaba, siempre que podía, salir al campo con su mujer para evadirse de la asfixiante tarea de la abogacía que tanto tiempo le robaba.

Aquel fin de semana de finales de abril habían alquilado una bonita casa rural en la sierra. El paisaje era espectacular: altas montañas, grandes y frondosos bosques de hayas, pinos y robles, aire limpio y puro y una temperatura más alta de lo normal para la época del año. Habían llegado el viernes por la tarde y se habían comprometido a seguir con el plan de hacer una ruta, durante el sábado, para ascender hasta un precioso y fascinante salto de agua que se hallaba a unas tres horas de camino.

Una vez instalados en las habitaciones del piso superior bajaron a la cocina para preparar la cena. Después de cenar, por sorteo, recogieron y fregaron los platos entre Sonia y Eduardo. Después, ya de noche, tomaron unas copas, charlaron y rieron. Cerca de la una de la madrugada decidieron irse a la cama, pues debían levantarse temprano para la excursión del día siguiente.

Algo más de las tres de la madrugada Eduardo despertó. Alicia, a su lado, dormía profundamente. Después de estar dando vueltas en la cama le fue imposible volver a conciliar el sueño, daba la sensación de que llevaba durmiendo toda la noche, así que se levantó y bajó a la cocina para beber un vaso de leche fría. Ya abajo le sorprendió la luz encendida de una lamparilla junto al sofá. Pensando que debían de haber olvidado apagarla fue hacia el interruptor, pero dio un salto hacia atrás al comprobar que sentada en el sofá estaba Sonia, la mujer de su amigo.

 —Menudo susto me has dado —dijo Eduardo en voz baja para no despertar a los que dormían—. No puedo conciliar el sueño y bajaba a por un poco de leche fría.

—Yo tampoco puedo dormir —sonrió Sonia—. Ven, siéntate aquí. Hablemos un rato, igual nos viene el sueño antes.

—¿Ocurre algo? —se interesó él.
—¿Por qué tendría que ocurrir algo? —se sorprendió ella por la pregunta.
—Como no puedes dormir…
—Pues igual que tú, no te fastidia —rió mostrando una bonita dentadura.

La estancia, arriba, seguía silenciosa. Alonso y Alicia dormían placidamente. Sin embargo las risas y las confidencias entre Sonia y Eduardo invadieron todo el espacio de abajo. El sueño se resistía a aparecer y la conversación fluía y fluía entre ellos.

 Algo había ocurrido cuando les tocó fregar los platos juntos y una extraña conexión emergió. Una mágica sintonía se palpaba. Sensaciones nuevas o tal vez revividas que les agitaron esa noche apacible del mes de abril.

Sonia desnudó su corazón pausadamente, las palabras brotaron de su garganta. Y pronto Eduardo descubrió que estaba atrapado en una historia avocada al final. Su amigo, un joven abogado con gran prestigio en la ciudad vivía con tanta pasión su trabajo que era esclavo de el. Y ella deambulaba por la vida con una sensación de vacío y soledad que la iba consumiendo. Mas ella continuaba sin presionarle, sin mostrarle su desolación, porque creía ciegamente que su historia se podía salvar. Ella amaba a Alonso y en la sombra velaba por él.

Pero esa noche, en la cercanía con Eduardo, descubrió una sensación con la que ella no contaba, se encontraba como una marioneta sin derecho a ejercer su voluntad y se dejaba llevar por la risa, por el magnetismo de la conversación y esa nueva sensación le gustaba.

—Me has dejado sin palabras, Sonia —se sinceró Eduardo después de escuchar la historia sin interrumpirla—. No sabia nada, no podía intuir nada de esto que me cuentas. Alonso es como mi hermano, yo puedo ayudarte, yo puedo abrirle los ojos, frenarle en su carrera tan competitiva, prevenirle de que te puede perder…

—No sé… Hoy algo se ha desbloqueado dentro de mí. ¡Ay! Eduardo…

Eduardo había permanecido mudo casi toda la noche, pero ahora era su tiempo, su momento. Él también necesitaba liberar cargas, aligerar la mochila.

—Sonia, yo tampoco soy feliz en mi asfixiante matrimonio y yo…
—Vaya, vaya —dijo Alicia descendiendo por las escaleras—, parece que aquí no duerme nadie hoy. —Hola…, hola Alicia —saludó Eduardo algo confuso y avergonzado—. No tenía sueño, bajé para tomarme un vaso de leche fría…
—Y me encontró aquí sentada —completó la explicación Sonia—. ¿Tampoco puedes dormir tú?
—Buscaba el calor de mi amorcito y lo único que he hallado es el frío del abandonado lado de la cama. Me he despertado —explicó— y al oír voces he bajado. ¿De qué hablabais?
—Cosas —respondió Eduardo de forma imprecisa—, la vida…
—¿Y te has bebido el vaso de leche? —Pues la verdad, no. Me entretuve hablando.
—Creo —interrumpió Sonia— que me voy a la cama.
—No. El que se va soy yo —decidió él.
—Bueno —intervino Alicia—, deja que decida ella por ella misma, ¿no?
—Pues eso. Yo me subo —determinó—, vosotras haced lo que queráis. Mañana tenemos excursión y hay que levantarse temprano.
—Querrás decir hoy —puntualizó Alicia.
 —¿Cómo?
—Que la excursión es hoy, no mañana. Ya es sábado.
—¡Ah, claro…!

Eduardo besó a Alicia en la mejilla y subió las escaleras hacia el dormitorio de la parte superior. Sonia seguía sentada en el sofá. Parecía nerviosa, incómoda con la presencia de Alicia. Mientras Alicia seguía de pie en el salón siguiendo con la mirada a su marido, subiendo las escaleras. En cuanto desapareció de su vista se sentó junto a Sonia.

—¿Y bien?
—¿Bien, qué? —preguntó Sonia sin acabar de comprender la pregunta.
—No estás durmiendo. Por algo será, ¿no? —insistió.
—Tú tampoco duermes. Cosas mías —respondió con la mirada esquiva.
—Bueno, pues nada. Ahora se me ha quitado el sueño a mí —dijo Alicia visiblemente molesta.

Alicia estaba nerviosa, sus palabras querían salir precipitadamente de su garganta. Tal vez toda la confusión que existía en su vida estaba a punto de desenmascararse. ¿Podía ser Sonia la pieza del puzzle que no encontraba?

—Vaya mierda de vida —explotó finalmente—, mira como sube, sin inmutarse. Y tú tampoco pareces alterarte. Tal vez la clave de nuestra distancia seas tú.
—No entiendo de qué me hablas —dijo Sonia perpleja.
—Sonia, mi matrimonio es una farsa. Está muerto. Somos unos hipócritas fingiendo ser una pareja feliz y estamos totalmente alejados. Eduardo no me toca, ni me mira, simplemente me evita —explicaba Alicia desbocada por el dolor y la rabia—. Acepté venir aquí, como acepto todos los compromisos diarios junto a él por continuar obviando una realidad o tal vez para acortar distancias desde otros escenarios. Y descubro una cercanía anormal aquí y ahora. Contigo.
—Creo que te equivocas… —empezó Sonia titubeante.
—No. Yo que os creía a vosotros felices, pero intuyo que vivís en la misma mentira que nosotros. Esta vida es un carnaval de máscaras, todos escondemos nuestra verdadera realidad.

Sonia escuchaba nerviosa, huidiza. Dentro de su corazón empezó a sentir sensaciones que no se detenían. Tal vez su vida esta noche daba un giro, algo incipiente había surgido. Alicia le corroboraba que Eduardo ya no la quería. En el fondo de su alma había confusión y aparecía la ilusión de una llama que no deseaba apagar, de una esperanza nueva.

—¿No dices nada? ¿Ni te inmutas? —le soltó Alicia dolorida.

Sin más palabras Alicia se incorporó con el rostro desencajado y abandonó la sala. Sonia la siguió con movimientos imperceptiblemente lentos, parsimoniosos. Subieron. La luz del alba entraba por las ventanas. El espacio se iluminaba.

Algo más tarde bajaron a desayunar los cuatro. No eran los mismos que cenaron la noche anterior. Había silencio, desconcierto y desolación en el ambiente. Eduardo, nervioso, no dejaba de mirar el móvil. Sonia sonreía ligeramente. Alonso desconcertado, no entendía nada. Y Alicia incapaz de ocultar su ira rompió el silencio que los ahogaba.

—Vuelvo a casa sola. No quiero excursión. No quiero estar más con Eduardo ni con Sonia. ¡Ellos nos han engañado, Alonso! Ellos son los culpables de nuestras vidas desoladas. Aquí os dejo. El camino está libre.
—¿Pero qué dices? —Preguntó Alonso—. No entiendo nada.
—Déjala —se atrevió a decir Sonia, creyendo que la batalla la iba a posicionar como vencedora, imaginándose envuelta en una historia que ya la embriagaba.

Eduardo se levantó con arrogancia.

—Nada es lo que parece, es cierto —dijo sin miedo, sin esquivar miradas—. Hoy es un momento de inflexión en mi vida. Me voy. He conocido en un congreso a una mujer y no quiero perder más el tiempo. Deseo salir del fango de una relación marchita, muerta. Sólo puedo deciros adiós. Alicia, ya hablaremos de nuestro divorcio. Yo ahora me voy.

Se despidió de Alonso y después de recoger sus cosas se fue. Alonso subió a recoger las suyas, totalmente perplejo, sin acabar de comprender qué estaba sucediendo. Mientras en la sala, Sonia y Alicia lloraban.

Jaume Castejón y Pilar Sánchez 
Grupo B


Todo puede suceder en un tren

Todo había sido preparado hasta en su más mínimo detalle. Eran sus bodas de plata. Como se trataba de dos románticos enamorados de los viajes en tren, habían reservado una semana en el Transcantábrico.
Acudieron aquella mañana a la estación de San Sebastián; él, José Artiach, un conocido industrial vasco; ella, Beatriz Escotado, estilista de fama. De Beatriz se cuenta que de niña estuvo en contacto con Mari Quant, siendo ella quien le dió la idea de la minifalda.
José iba elegante: traje azul marino,camisa blanca, corbata violeta, zapatos negros brillantes, y pelo ondulado abundante con la raya a la izquierda. Beatriz con blusa rosa pálido, vestido largo azul claro, zapatos azul oscuro, y pelo negro rizado.
Agarrados del brazo y con paso firme subieron al tren y visitaron su departamento. Una vez colocadas las maletas, salieron a visitar las distintas estancias; salones decorados con buen gusto, tonos caobas, algunos art-decó, salón del piano y comedor. El personal simpático y complaciente.
El sitio y el ambiente, parecían presagiar una semana de felicidad, y algún quilo de más, pues les habían hablado de su excelente gastronomía. Les comentaron que al pasar por Asturias habría fabada, en Galicia arroz con bogavante y un largo etcétera que irían viendo y degustando.
Volvieron al apartamento, y después de cambiarse de ropa, escucharon al camarero pasar anunciando a golpe de campanilla, el primer turno de comidas, que al parecer, tenían asignado.
En el vagón comedor el camarero les acomodó en una mesa de cuatro, con una pareja de mediana edad; dos colombianos que estaban de vacaciones en España.
Una vez sentados y hechas las presentaciones, acude el metre con una serie de recomendaciones: surtido de ibéricos, ensaladas, revueltos... De segundo nos recomienda la merluza y el besugo. Acompañamos con diamante blanco y viña albina tinto.
El tren se puso en marcha, comenzamos a disfrutar de varios placeres a la vez: una buena comida, una buena conversación, una agradable compañía; añadiendo es este caso la contemplación de un paisaje inmejorable. Si miras a la derecha: el mar; si a la izquierda el monte con sus tonos verdes y amarillentos, algún matiz ocre; varios tonos de verde, del claro al oscuro y al plateado; amarillos: claro y anaranjado.
Intentamos dosificar tanto disfrute, siendo conscientes de cada momento para no perder detalle.
Beatriz llevaba un rato concentrada en su besugo, casi sin levantar la cabeza del plato; oyendo como su marido hablaba con la pareja colombiana sobre el negocio inmobiliario, que era a lo que se dedicaban ellos. Era una de las cosas que más le gustaban de José, era un hombre culto e instruido que podía hablar de los más diversos temas, demostrando sus conocimientos pero nunca pareciendo pedante o el típico listillo sabelotodo. Ella seguía concentrada en el besugo, cuando tuvo esa sensación de saber que alguien te está mirando sin haberlo visto. Entonces levantó la cabeza y lo vio unas dos mesas más allá de la suya, tenia su oscura mirada clavada en ella y algo en su interior se estremeció. Empezó a oír la conversación de su mesa lejos, muy lejos, ni siquiera sabia de que hablaban. Sus ojos se perdían en esos ojos que la habían desvelada numerosas madrugadas.
Recordó cuando lo conoció hacia ya unos quince años de manera casual y cómo al principio solo lo vio como poco más que un patán. Pero las veces siguientes que coincidieron se fijó en su mirada, o más bien como la miraba a ella con una mezcla de deseo, pasión, rabia y desconcierto. Nunca nadie la había mirado así, ni siquiera José cuando se conocieron y la pasión era la emoción dominante en ellos. En esta había algo salvaje, algo animal que la había perseguido muchas noches de insomnio.
También se acordó del único encuentro a solas que habían tenido y un escalofrío recorrió su cuerpo. Había sido en el baño de un bar en el que habían coincidido por casualidad. Su cuerpo había reaccionado a las caricias curiosas de él, sintiéndose más viva de lo que se había sentido en años. Notó como se le subían los colores, el corazón le bombeaba muy deprisa.
José buscó la mano de su esposa encima de la mesa y acarició su dorso con ternura, se miraron a las ojos con cariño y amor, pero sin un ápice de deseo o pasión. Volvió a sentirse observada y al levantar la cabeza vio que él seguía mirándola fijamente y que se levantaba haciendo un imperceptible movimiento con la cabeza para que lo siguiera.
Beatriz supo que no debía ir, miró a su marido y supo que él no merecía aquello, también que lo quería más que a nada en el mundo, pero aún así su cabeza no ganó aquella batalla, y levantándose más bruscamente de lo que quería, se excusó para ausentarse unos minutos al lavabo.

José Luis Juan Fonseca y Beatriz Gorjón
Grupo A


El nuevo maestro

Yo distingo las casas y las habitaciones por el olor. Y hasta que empezó ese curso no supe que la clase con don Braulio había olido siempre como un arcón apolillado. Ya no. Era él. Ahora, hasta el sol olía a limpio en aquel septiembre nuevo que acababa de despertar como una primavera de regalo.

A don Jesús, el nuevo maestro, se le conocía la bondad en la manera de escribir. Dibujaba palabras en el encerado con parsimonia, como si fueran los nombres de un diploma; primero estiraba el brazo someramente, como cuando don Braulio destapaba cada poco el reloj para mirar la hora; pero don Jesús no, nunca miraba el reloj. Don Jesús alargaba el brazo como un pintor que mide en el aire antes de esbozar trazos certeros. Dioni decía que parecía que iba a lanzar un dardo con la tiza, que seguro que justo cuando iba a escribir guiñaba el ojo, seguro, solo que no lo ves porque está de espaldas. Levantaba un poquito el dedo meñique, como para hacer contrapeso y redondeaba las letras en renglones tan rectos y esmerados que era profanación borrarlos cada día.

Aquella primera mañana del curso fue hermoso reemplazar las letras como pingajos que quedaban de don Braulio y se entreveían a medio borrar, vencidas ya por el verano y erradicadas al fin sin brusquedad por una mano amable y fresca.

A mí lo que más me sorprendía era que frente al encerado, en el momento de escribir, el nuevo maestro echaba la cabeza atrás, como para abarcar con la mirada su labor de conjunto, y sin embargo, cuando me miraba/nos miraba a cualquiera, adelantaba la cabeza para concentrar sin prisa su atención sólo en lo que le decíamos. Don Braulio no, el gordo don Braulio echaba la cabeza atrás cuando le hablábamos y ponía su barriga ruidosa por delante.

El curso no pudo empezar mejor: estrenábamos maestro y yo acababa de cumplir doce años por lo que pasaba a sentarme en los pupitres del final de la clase. ¡Me sentía MAYOR!.

La escuela no era muy grande; nuestro pueblo tampoco. La formaban dos aulas, heredadas ya por nuestros padres, con dos entradas diferentes presididas por unos brillantes carteles de porcelana azul y letras blancas, “NIÑAS” a la izquierda y “NIÑOS” a la derecha; los habían instalado otra vez el año pasado y, como decía Valentín, parecían recién pulidos. En eso coincidía con la señorita Elisa, la maestra de las niñas, a quien se lo había escuchado esa misma mañana.

Las habitaciones eran alargadas y en la cabecera de ambas se situaban una pizarra, una tarima y una vieja mesa destinada a los maestros desde hacía un porrón de años. Poco había cambiado el contexto: una librería con las puertas de cristal y unos cuantos mapas descoloridos colgados sin orden en la pared frente a las ventanas constituían el resto del mobiliario. Los niños continuábamos ocupando ambos laterales de la sala sentados de dos en dos en pupitres de madera con el asiento abatible y por orden de edad: los más pequeños delante, junto al profesor o la maestra, y los mayores detrás; el mío ya tenía tintero.

Terminó de dibujar primoroso sobre la pizarra.

“Largo es el camino de la enseñanza por medio de las teorías; breve y eficaz por medio de los ejemplos”. Séneca dixit-

-¿Alguno de ustedes conoce a Séneca?

Un silencio impensable hacía apenas unos minutos invadió el aula. Nadie se atrevía a levantar la mirada del tablero y yo, hundido en mi asiento, pasaba y repasaba el dedo por la tapa de mi nuevo estuche intentando pasar desapercibido.

-Está bien; tal vez no sepan aún de quień estoy hablando, yo se lo enseñaré. Pero ¿alguien desea explicar qué quiere decir esta frase?

Eladio, el más mayor de todos, levantó tímidamente la mano y don Jesús le invitó a levantarse

-Tú tienes que ser Eladio San Martín ¿Verdad? He estado repasando la lista de alumnos y me sorprendió que hubiese un alumno de trece años. Pero... adelante, adelante díganos lo que usted entiende del aforismo.

-Pues verá don Jesús (respondió sonrojado al sentirse reconocido pero con la voz alta y clara) yo pienso que lo que quiere decir ese señor es que se aprende más de practicar lo que estudiamos, por ejemplo: las cuentas y eso de resolver los problemas.

-Muy bien muchacho, muy bien razonado. Hay que aprender a estudiar y estudiar sabiendo lo que se lee, para que de este modo puedan aplicar sus conocimientos a la vida misma. Desde este momento les comunico que en mis clases han de participar todos según su edad y grado de conocimiento y para ello los grandes deberán ayudar a los menores; que aprenderemos a escribir bien, a dialogar y a debatir con respeto; que descubriremos la historia y geografía del lugar y los maravillosos secretos que esconde la Naturaleza. Por consiguiente, y siempre que el tiempo lo permita, realizaremos excursiones al aire libre, haremos nuestras primeras cuentas en el mercado del Jueves y les acompañaré los sábados por la tarde al salón de la Casa del Pueblo al cine. ¿Qué les parece la idea?

Una algarabía generalizada nos envolvió a todos en un mismo aplauso entusiasmado. Incrédulos y con los ojos como platos no podíamos dejar de palmear y sonreír, de darnos codazos y comentar lo que nos esperaba.

Sí, definitivamente éste iba a ser un curso extraordinario.

Salus Casaseca y Romy Martínez
Grupo A


Dueto animal y filosófico

Habíamos quedado en hacer un trabajo por encargo, se trataba de un ejercicio de práctica de escritura del taller literario de la Casa de las Conchas. En principio me pareció perfecto, pero luego las circunstancias cotidianas parecían haberse aliado de tal forma, que aquello se había convertido en una especie de escalada al Everest sin sustento de oxigeno. En definitiva un verdadero engorro carente de inspiración y más parecido a un dolor de muelas, que al trabajo agradable y tranquilo en equipo que se suponía debía y tenía que ser.
Más por obligación y por no quedar mal a mi compañera de reparto, que por otra cosa, me puse de mala gana frente al ordenador para intentar esbozar unas cuantas líneas que dieran pie a un principio de historia que mi compañera pudiese finiquitar con su acostumbrada maestría. Pero a esa hora y después de haber empatado el Madrid en campo del Barsa, la lluvia de Whats sobre mi móvil alcanzaba tintes realmente alarmantes e incompatibles con el sosiego propio, que se supone debe ser norma, para la persona que trata de buscar la inspiración necesaria para acometer algún tipo de relato.
Reí de forma abierta con el what del novio peruano, en cuanto y como inca y esto me animo a centrarme en los mensajes, en detrimento de continuar con el coñazo de escribir, que en esos momentos se me hacia tan cuesta arriba.
Sonó de nuevo el teléfono, esta vez para invitarme a un acto del Año Nuevo chino y por consideración a tan antigua civilización, trate de enterarme por Internet de en que consistían dichas celebraciones.
Me sumergí en la red para saber en que consistía la mencionada fiesta y acabé enterándome de que: Era en realidad una fiesta de Primavera, que se alargaba entre diez a quince días, que tenia carácter lunar y no solar, que este año está dedicado al cerdo (que año más aprovechable) y que los chinos, como en todas partes del mundo, dedicaban esos días a pasarlo en familia (incluso política) y darse una manita de excesos en el comer, beber y otra serie de verbos de la tercera.
En esas andaba, cuando recibí un what a propósito de la envidiada facultad que tienen los cochinos, de poder prolongar el orgasmo durante treinta minutos sin que en principio dicha revelación afectara, al parecer en lo más mínimo, mi escala de valores.
Haciendo un esfuerzo psicológico (e incluso físico) dado lo tarde que era, el sueño que tenia y las pocas ganas de escribir, caí en la trampa de sopesar realmente, que significaba un orgasmo de treinta minutos. Me pareció impresionante comparado con el escaso minuto o dos del orgasmo humano.
Trate de poner la mente en mi trabajo y hacer algo de una puñetera vez, pero una especie de canto de sirena me atraía de nuevo al tema del orgasmo del chancho, no salía de mi asombro (...treinta minutos!).
Recordé que los leones tienen sexo hasta cincuenta veces al día y mis glándulas sudoríparas comenzaron a mostrar mi agobio. Pensé que lo del marrano es mucho mejor de lejos.
Me vino a la memoria que, según el actual ranking científico, humanos y delfines somos los únicos animales que practican el sexo por placer.
Según esto el gorrino o no sabe que lo está pasando bien o tiene una conducta desviada al tratar de no pasar placer todas las veces que puede o le dejan ¡TREINTA MINUTOS!
Esto me hace pensar que las estrellas de mar no tienen cerebro y en ciertas afirmaciones de estudiosos, sobre el orgasmo del puerco con la misma cantidad de materia gris que las estrellas de mar.
Aún con esta hipótesis rompí una lanza por el cerdo, animal inteligente y sociable que en este país ha salvado más vidas que la penicilina y es que ya lo dice el saber popular: “del cerdo hasta los andares.” es el animal con más nombres que conozco en el mundo… gorrino, cochino, puerco, guarro, marrano, chancho. gocho… y mil más.
Su orgasmo compensa todos los minutos orgásmicos del ser humano, ya que de todos es sabido que “a todo cerdo le llega su san Martín” por eso en su vida cabalga entre tumbarse, comer, ponerse hecho un cerdo (como algunos humanos hacemos), solo que en un hombre un orgasmo de ese talante podría suponer nuestro san Martín. ¿como podemos sufrir toda esa intensa descarga hormonal prolongadamente y eso sin contar con el aceleramiento respiratorio y cardiaco que eso supone? ( Necesitaríamos una semana larga para recuperar) Y es por esto que el cerdo no pasa toda la vida pensando en ese placer como otras especies,
El cerdo tiene que pegarse la gran vida rápido, lo sabemos todos, por eso si algún humano en celo envidia ese hecho, no lo cambiará por el favor que la naturaleza le hace a este ser vivo.
Con todas estas cavilaciones, me sumerjo en un mar de de dudas y afloran a mi mente una serie de preguntas:
¿Habrá algo de cierto en las teorías de que somos un experimento alienígena?
¡Es indubitable que el elemento anatómico humano que más puede aumentar es... la pupila del ojo? ¡OJO!
¿Sabrán los delfines lo de los cochinos?
¿Vendrá de ahí lo de la envidia cochina?
¿Es el hombre en algunos aspectos el “rey de la creación” o solamente el modelo “a no seguir“ por otros habitantes de la tierra en los aspectos determinantes de la vida?
Por ello se nos antoja esencial la opinión del cerdo en esta tierra de inclusión, multiculturalidad y respeto a la diversidad.
¡Viva el año del cerdo! (y su media horita)

Carlos García Riesco y Esther Yubero
Grupo A




Le Gras

Ojo que mira
Obturador abierto
Captura de luz

La vida es luz. Que los hombres se empeñen en negarla responde a la ira y el dolor, padres putativos de la oscuridad. El bautismo de las tinieblas es un ritual extendido. Millones de personas lo comparten. La ignorancia es puerto cuando la ceguera es brújula. Hay pocos herejes.

Alfredo regresó un día de lluvia. Al lado de la estación estaba la parada de taxi. Muy cerca, la boca de metro. Esperó su turno. Tenía poco equipaje. Los kilómetros y la prisa por sacudir el cansancio de su cuerpo decidieron.

La carrera fue larga. Un enorme atasco en la S-40 forzaba un avance lento. Más edificios. Muchos escaparates. Mismos olores. El taxista -un joven que no callaba- tenía los brazos tatuados con motivos polinesios, la nuca también. Se llamaba Aquiles. Un nombre poco frecuente. Lo decidió su padre, un viejo profesor de latín obsesionado con los libros y los gusanos de seda. Ahora tenía Alzheimer. Vivía en una residencia. Todos los días iba a verle. Pocas veces lo reconocía. Era duro. Hablaban. Séneca, Pericles, Plutarco, Cicerón, Homero eran sus temas, sus recuerdos. Sobretodo Homero.

Ciudad arcaica
vetusta universidad
rancios olores

Taxi que pasa
incierta oportunidad
viaje exclusivo

Ninguna fruta nace podrida. Saber no es creer. El alcohol de un perfume oscurece las joyas. Aquiles era una gema. La punta de una flecha rozaba su talón. La ira mordía. Es difícil aceptar que el dolor es un detalle.

Bajó del coche, un Audi blanco con el parachoques abollado. Llovía bastante más. La gente, vestida de verano, corría. Buscaban cobijo. El viento era fuerte. Siempre hay un lobo a las puertas de una casa. La potencia de su soplo es menor que su amenaza. La intimidación es una flauta. La melodía de sus notas el imán sempiterno que conduce la ternura al precipicio. Está por todas partes. Hamelin es poderoso.

Alfredo se ató a su timón, una reflex. Cuando se supo bien anclado miró como había aprendido en su último viaje, un instante, una panorámica. “Le Charmè”, el bar de su barrio, le guiñó un ojo. Proust tenía razón. Cada persona tiene sus manzanas. En ellas el obturador respira y la luz avanza

El local estaba lleno. Julián, detrás de la barra, atendía por igual rutinas horarias y caprichos ocasionales. Seguía inmenso. Era el hombre más gordo que había conocido nunca. Mejor dicho, el segundo más gordo.

- ¿Quién pidió jeta? ¿Y riñones? Hay crestas. Muy ricas
- ¿Crestas?

Cámara en ristre
larga noche de espera
la circunpolar

Miro las crestas
iluminan la barra
animal muerto

- Elena los cafés, no hay churros guapa; rosquilla, raqueta, donuts, palmera, napolitana. Una rosquilla. Manolo las cañas y no cojas dos periódicos a la vez mamón, ¿No ha probado las crestas? Como la oreja señorita, muy ricas. Marisol una de crestas para la joven y tres de tortilla para los caballeros. Menos mal que llegó la tormenta. El calor de esta noche ¡Marisol! ¿Hay chanfaina? El calor de estas noches... Cuatro cincuenta caballero, gracias, buen día. De dormir nad ¡Eh! ¡Usté! Aquí no se hacen fotos. Guarde ese cacharro. ¡Marisol! ¡Dos de sesos! Uno ochenta ¡Que sea uno! ¡Uno de sesos y uno de oreja! Uno ¡Eh usté! ¡el de la máquina! ¿No me ha oído? ¡Cago en to! ¡Hijo de la grandísima puta! ¡maldita sea! Le digo que aquí ¡por los clavos de Cristo! ¿Alfredo? ¡Alfredo! Serás cabrón ¡has vuelto! ¿Cuándo has vuelto? ¡Una de callos y dos de ensaladilla! ¡Marisol! ¡Marisol! ¿Me has oído? ¡es Alfredo! ¡nuestro Alfredo! Ha vuelto ¡Dos de ensaladilla! Una con pan ¡Marisol!

Se escuchó un ruido inconfundible. Dentro, en la cocina, algún plato se había estrellado contra el suelo.

El cuatro de febrero a las 17,54 Ana entraba en el Alcaraván. Había quedado con Alfredo. La relación que habían iniciado era un disparate. Sus enfoques eran distintos. Sus miradas hacían de la cópula un abismo. Pidió un café con leche largo de café muy caliente, sin azúcar y en vaso. Tenía las manos casi insensibles y la punta de la nariz roja. El estómago revuelto. Nunca llevó bien el frio. De forma automática evocó su mantra, la tabla de multiplicar del nueve. Aún podía sentir la emoción que -cuando niña- le produjo descubrir su secreto. El resultado de sus dígitos finales sumados siempre es nueve.

La noche anterior había comentado con Gonzalo la situación tal y como ella la veía. Abandonar, solo podía abandonar. Os aseguro que Gonzalo no la creyó. Su incredulidad era sólida. Los hechos la forjaban. Ana nunca había dejado huérfanos. Entendía que el hecho de nacer confiere el derecho de alimentarse, de moldear un mundo, una historia. Abandonar un brote era una crueldad. Cualquier yema es un renuevo. Que afloren en tierra desconocida no hace de ellos seres invisibles. El hambre, el exilio, el limbo, nunca debía ser su destino. Un personaje, todos los personajes merecen la oportunidad de tener un argumento.

Quedó libre una mesa, su favorita, y se sentó. Casi al mismo tiempo entró Alfredo. Eran las 17,59. Miró como había aprendido en su último viaje a Tahití. Un instante, una panorámica

- Ana ¡qué puntual!
- Hola
- ¿Te pido algo?
- No gracias, ya pedí. Ahí está
- Por favor, no te levantes. Yo te lo acerco
- Espera
- Si no me cuesta nada. ¡Joder! Quema ¿Cómo te vas a tomar esto? ¿Pido leche fría?
- No, no. Así está bien. Me gusta caliente
- Pero abrasa
- Mejor.
- Dicen que no es bue
- Alfredo siéntate. Tenemos que hablar
- ¿No me digas que ya sabes lo que le sucede a Marisol? Es tan reservada. Julián se la come. ¿Qué hace con ese hombre? La verdad es que hay parejas muy ra
- Alfredo ¡calla!

Cuando una cuerda no tiene los cabos bien definidos se deshilacha. Sus flecos son como pelo de gato. Se enredan al intestino y lo obstruyen. Lo que no se evacua, se pudre. Todo son gases. Por eso los haikus son tan poderosos. Su látigo disciplina el pensamiento sin endurecerlo.

Con quien conversar
mirada cándida
oportunidad

- Voy a hablar con el editor
- ¿Con Raúl?
- Voy a decirle que lo dejamos
- ¿Lo dejamos? ¿Por qué? No te entiendo. Tomará medidas. Solo tenemos que
- No Alfredo. No tenemos que nada. Es imposible. Y tú lo sabes
- Pero Ana, si te centras, si nos centramos

- ¿Dónde? ¿Cómo? Tu giras alrededor de tres versos. No sé bailar a su ritmo. Me tropiezo. Soy incapaz de palpar lo que tus ojos tocan. Tu eres halcón. Yo tortuga y además miope. La permanencia de un soplo de tiempo es un concepto borroso para mi razón acorazada
- Pero Ana
- Está decido. Está tarde presentaré el documento. No es necesario, este proyecto no figura en el contrato base. Pero la letra pequeña, esa que nunca leemos, la desconozco. Quiero que sea oficial. Nuestro vínculo se rompe. Es lo mejor. Asumo la responsabilidad. No habrá cláusula leonina que pueda afectarte.
- Pero Ana tenemos tiempo. Hace poco más de una semana que empezamos
- No Alfredo, no es cuestión de tiempo.
- Tenemos discrepancias. Nos faltan rutinas. Pero de ahí a
- Mereces una compañera mejor. Alguien diferente. Un ave que comparta tu pluma y tú plumaje. Alguien con quien poder dar brillo al vuelo de tus pupilas. El cielo es muy grande. Encontrarás a esa persona, estoy segura.
- Pero Ana
- No voy a cambiar de opinión. He traído un documento. Lo descargué de internet. Hay distintos modelos. Esta manía por clasificarlo todo modifica su diseño hasta el infinito. En el fondo todos son iguales. Como puedes ver, en el reconozco que no puedo escribir nada contigo. Esperaba que firmaras. Un acuerdo previo entre nosotros evitará situaciones desagradables en la redacción

En ese momento Chema, el camarero, tropezó. La bandeja cayó al suelo. La copa de vino estaba rota

Hay un instrumento óptico que permite obtener una imagen externa sobre la proyección de una superficie. Lograrlo solo requiere un pequeño agujero por el que entra una mínima cantidad de luz. La cámara oscura. Nicéphore Niépe fue su padre. Un mago

Cuando Ana salió del Alcaraván llevaba un papel con dos garabatos en su bolso. En el reconocía su torpeza. Había sido incapaz de encontrar el minúsculo orificio por el que puede pasar una luz diferente. La comunión literaria con Alfredo no gestó nada. Dejaban huérfanos.

Sólo un momento
haz fotográfico
alumbramiento

Mientras Ana pensaba esto Aquiles visitaba a su padre una vez más. Una actividad que realizaría eternamente si alguien no lo rescataba. Esa tarde Homero había alzado su voz en la residencia “¿Por qué me preguntas mi linaje? Como el linaje de las hojas soy…”

Ana Isabel Fariña y Alfredo Domínguez
Grupo B


HECHIZO SALMANTICENSE

Estaba oscureciendo, aunque aún había un poco de visibilidad que daba a las siluetas de las torres de la ciudad un cierto halo de misterio, Hacía frío, a pesar de estar ya la primavera avanzada, y unas incipientes gotas de lluvia empezaban a caer. Me sentía bien en esos paseos, que fortalecían mi cuerpo y mi espíritu, (casi siempre en solitario a orillas del río).Aceleré un poco mis pasos encaminándome hacia algún lugar cercano dónde poder guarecerme en caso de que la lluvia arreciara. Apenas transcurridos unos minutos, ya sentía con fuerza las gotas correr sobre mi rostro así que recorrí con bastante celeridad los últimos tramos del puente romano para resguardarme en un portal de la calle Tentenecio, a la que acababa de acceder, ahora ya solitaria. Cerré los ojos y dejé volar mi imaginación, como solía hacer a menudo, ante lugares cargados de historia. Mi mente retrocedió varios siglos: Allí estaba yo ante una turba que corría despavorida calle abajo gritando ¡que viene el toro! ¡que viene el toro! Yo, no salía de mi espanto sin saber qué hacer cuando de pronto, veo surgir entre la gente, a un frailecillo que con toda parsimonia iba hacia el toro intentando detenerlo.¡qué tensión la mía! ¡mi corazón latía desbocado…..Y de repente unos extraños ruidos, acompañados de gritos me hicieron salir de mi ensimismamiento, el hechizo había terminado.

Acercándome lentamente a la puerta, saqué la cabeza con precaución y, porqué no decirlo, con el miedo y susto todavía metidos en el cuerpo. Observé que unos metros más arriba, en la misma calle, se vislumbraba luz que salía de una casa. Me acerqué andando despacio y comprobé a través de la ventana de la casa de enfrente, el reflejo de una lámpara encendida sobre un magnífico escritorio de caoba que iluminaba un maravilloso pergamino antiguo. Igualmente se percibía nítidamente la música y belleza Sketches of Spain de Miles Davis, su música se oía en la calle sonando desde un lugar indeterminado de la casa, donde alguien quizá la estaba escuchando. La belleza que destilaba ese momento hizo que me quedara petrificado ante la reja de la ventana abierta, sin ser ni por un momento consciente de mi atrevimiento, falta de pudor, por no tener el más mínimo recato, ni un ápice de discreción, ni de educación.

Allí estaba tan fuera de este mundo que no percibí que alguien se me acercaba por detrás y con una voz suave, aterciopelada y envolvente, dirigiéndose a mí me preguntó, ¿ necesita usted algo?, ¿puedo ayudar?, ¿le gusta Miles Davis?. Sin ni siquiera darme tiempo para responder, dijo: es uno de mis músicos favoritos tengo prácticamente todos sus discos, y a continuación añadió: Pase, le invito a un café, una copa o lo que le apetezca. Está de suerte ya que esta mañana hice la compra y en este momento tengo casi, casi de todo. ¡ Además hoy también tocaba limpieza, por lo que está digamos que aceptablemente limpio y ordenado y la basura en el contenedor. De modo que, es el mejor día y momento para recibir visitas inesperadas….

¡No me pensé ni una fracción de segundo!

Rosa Celia González y Mª Nieves Martín Magdalena
Grupo B


CUMPLEAÑOS

Cada primero de junio, puntual, siempre a las nueve de la mañana, el mismo muchacho, de la misma floristería, hacía sonar el timbre del primero B, para entregar una rosa roja, aterciopelada y sensual, que alguien ordenaba enviar. Adela, aún acostada, percibió un ligero sobresalto, se levantó, se enfundó una bata y arrastrando las zapatillas se dirigió a la puerta, que abrió tras un giro de llave. No se sorprendió. Aún así, no pudo evitar un cosquilleo por su cuerpo y una intensa emoción embargar su espíritu. A los buenos días del muchacho, le respondió con una sonrisa y se ausentó para regresar con una propina que depositó en su mano. Ya doce años, doce cumpleaños, doce rosas. Al cerrar la puerta, sintió desfallecer. Abrió el pequeño sobre que la acompañaba. Las mismas palabras de siempre: “Me acuerdo de ti”. Ningún nombre. Dos lágrimas escaparon de sus ojos y recorrieron sus mejillas. No podía ser otro. Ella también lo recordaba y aunque había tenido que alejarlo, seguía ocupando su corazón y llenando su mente, por más que luchara para olvidarlo. Regresó a su habitación y abrió el cajón superior de la mesilla. Con delicadeza extrajo una libreta de pastas duras y rojas. Adoraba su tacto. Con suavidad, la colocó entre sus manos y esperó a que la temperatura de la libreta se igualara con la de sus palmas. Cuando sintió que era así, se ajustó las pequeñas gafas que colgaban sobre su pecho y la abrió por la hoja marcada, la página número seis.

“1 de junio de 2017”, leyó.

No había nada más escrito, con la excepción del número de página, el resto de la hoja se encontraba en blanco.

Un escalofrío cargado de angustia le recorrió el cuerpo. A pesar de que era consciente de que el diario carecía de anotaciones, no pudo evitar sentir el vacío, cruel y gráfico, que le sugería un diario que percibió como un espejo de su propia vida.

Todavía temblando, cerró la libreta y con ella en la mano se dirigió al salón. La penumbra en la que se encontraba, realzaba las sábanas blancas que cubrían los muebles, para protegerlos del polvo. Subió la persiana del balcón que daba a la calle, hasta que consideró que había luz suficiente para escribir. Descubrió parte de la mesa, para hacerse un hueco donde hacerlo, y se sentó en una de las sillas, sin molestarse en quitar la sábana que la tapaba.

“ 1 de junio de 2018” escribió de forma atribulada en la página número siete.

Se detuvo y miró a su alrededor en un gesto inconsciente.

El reloj de cuco emitía un sonido uniforme y desagradable. De la calle, a pesar de que la ventana permanecía cerrada, subía el sonido sordo y monótono del tráfico. Reparó en su viejo televisor. El paño que lo cubría se había caído y dejaba gran parte de la pantalla al descubierto. Movió la silla unos centímetros sin levantarse, hasta que comprobó que su imagen se reflejaba en ella. Apenas podía distinguirse de quién se trataba, un busto humano en un claroscuro tan débil como triste. Abrió la boca desmesuradamente y lo mismo hizo la figura de la tele. Levantó una mano y el aparato le devolvió la contraria.

Lentamente, empujada por alguna corriente de aire, la puerta del salón se abrió de par en par. El olor a orín procedente de la habitación de su madre le llegó nítido y viscoso.

Hizo el amago de levantarse, pero se topó otra vez con su propia imagen en el televisor apagado. La mujer gris que aparecía ahora en la pantalla había cerrado la libreta y la tenía entre sus manos. La observó. Al cabo de unos segundos la vio levantarse de la silla y componer la sábana sobre la mesa, hasta que no quedó un solo centímetro sin cubrir. Cuando acabó esta tarea, la mujer desapareció de foco, a la vez que ella misma se arrodillaba, para alisar la sábana que envolvía la silla en la que se había sentado. Finalmente, la vio de nuevo emerger y aparecer en la pantalla, precisamente, cuando ella misma se incorporó.

Laura caminó hacia el televisor. A cada paso, mientras se aproximaba, la pantalla le devolvía su reflejo en un plano más corto. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, y su rostro era lo único visible, acomodó con delicadeza el trapo caído, hasta envolver por completo todo el aparato. En la práctica, un fundido en negro preciso y rotundo.

En el centro de la cama deshecha de su madre, un óvalo del tamaño de un par de palmos de diámetro, lucía amarillento y fangoso, en lo que parecía una mezcla de heces y orina. Aguantó la respiración, abrió la ventana y dejó que una ráfaga de aire primaveral le golpeara directamente en el rostro. Miró otra vez la cama, además de la mancha visible a primera vista, apreció con disgusto, distintos regueros de gotitas del mismo color esparcidas por la ropa, de forma caótica. Mentalmente, se apuntó, volver aquejarse de la asistenta de ayuda a domicilio que levantaba a su madre, por la mañana, cuando ella tenía turno de noche en el hospital. Y se reprochó a sí misma, no haber dado una vuelta más exigente a la habitación al llegar del trabajo.

Retiró el nórdico, con sumo cuidado para no ensuciarlo, hasta hacer de él un rebujo y lo llevó a la lavadora. Volvió sobre sus pasos e hizo lo mismo y de una vez con el resto de la ropa, procurando que el empapador se mantuviese abajo, para evitar que nada se derramase al suelo. El reloj dio las doce. Laura ajustó lavadora en un programa corto, y se alegró, al calcular que al menos el empapador estaría seco, para cuando su madre regresara del centro de día, mediada la tarde.

Regresó al dormitorio de su madre y comprobó que no había ninguna mancha por el suelo. Permaneció en el umbral de la puerta unos instantes. La corriente de aire que se colaba por la ventana abierta le resultaba agradable y vivificante. Miró directamente a la cabecera de la cama, y luego, como muchas otras veces, volvió la cara hacia la derecha, con los ojos cerrados, intentado hacerlo de forma precisa, en un ángulo de 45 grados.

Sabía que si el cálculo era correcto, al abrirlos se encontraría con la fotografía de su madre y sabía también que a estas horas, ya le debía tres besos, uno por cada mal pensamiento hacia ella. Consideraba un éxito abrir los ojos de pronto y acertar a ver de pleno, centrada y sobre todo lo demás, la sonrisa afable que su madre mostraba enmarcada en oro y plata.

Laura le dio el primer beso y, a continuación, sonó el timbre.

Se extraño. El timbre del portero automático podía resultar familiar, pero que sonara el de arriba era inusual y sorprendente. Se quedó paralizada un instante y tras el segundo timbrazo, avanzó hasta la puerta con cautela y un medido sigilo. Corrió la mirilla con precaución para no hacer ningún ruido y poniéndose de puntillas pegó su ojo a la lente.

Al otro lado de la puerta, esperaba un chico joven, ataviado con lo que parecía un uniforme verde de trabajo. En la mano derecha llevaba un teléfono móvil, y en la izquierda, envuelta en celofán transparente, lo que parecía sin ningún género de dudas, una rosa roja. Firme y luminosa.

Laura se giró sobre sí misma, apoyó la espalda en la puerta y se dejó caer, hasta sentarse en el suelo.

Tomás Carrera y Evaristo Hernández 
Grupo B


¿VOLVER A EMPEZAR?

Aquélla tarde del mes de junio, Juan salió de su domicilio para dar un paseo. No lo hacía a diario, pero si con alguna frecuencia condicionándolo preferentemente a su mejor o peor estado de ánimo y a las condiciones climatológicas. La tarde que nos ocupa, estaba de buen humor. Las actividades de la mañana le habían salido a plena satisfacción produciéndole un sano optimismo. Por otra parte la temperatura ambiental era suave, con un espléndido sol en un cielo completamente azul. Corría una leve brisa que interpuesta entre el astro rey y la corteza terráquea, parecía amortiguar el excesivo calor que trasmitían los rayos solares.

Aunque no tenía sitio definido donde ir a pasear, aquel día eligió hacerlo por el paseo fluvial. No estaba muy concurrido de gente y sin agobio alguno comenzó a andar. Iba recreándose en la contemplación de las pequeñas olas que sobre el agua del río producía la brisa haciendo figuras caprichosas, en la frondosidad de la floresta de la orilla del agua, en el ajetreo de los pájaros que sin duda estaban haciendo sus nidos en las ramas de los árboles…, sin prestar mayor atención a la identificación de otros paseantes. Le sacó de su ensimismamiento la contemplación a distancia de una persona que venía corriendo en dirección contraria a la que él llevaba. A medida que se iba acercando comprobó se trataba de una mujer enfundada en un chándal. Siguió mirándola y cuando estaba a su altura, casi sin darse cuenta y dirigiéndose a ella exclamó:

-¡Elvira! ,añadiendo a continuación: Disculpe, se llama Ud. Elvira?

Ella puso cara de circunstancias, mirándole con perplejidad y después de echarle una mirada escrutadora contestó:

- Si. Yo me llamo Elvira,- y pasados unos instantes que a Juan se le hicieron eternos, continuó:

- Creo que ya se quién eres. Por casualidad ¿ te llamas Juan?

Durante unos segundos, que se hicieron eternos, se quedaron mirando mutuamente, para posteriormente fundirse en un fuerte abrazo.

Desde los años de la Universidad no se habían vuelto a ver, ni a tener conocimiento de la vida de cada uno. Y allí estaban uno junto al otro, como cuando eran jóvenes, sin libros bajo el brazo, un poco mas mayores, Juan con menos pelo y un poquito más gordo, Elvira enfundada en un chándal como cuando corría en el equipo de atletismo de la Universidad, delgada, ágil como siempre había sido, alegre y simpática.

Juan no sabía por donde empezar, ella le observaba sin decir nada, la verdad era que tenían mucho de que hablar.

Al final el silencio lo rompió Juan con un...

-¿Tienes prisa?. Podríamos ir a tomar un café…

Ella levantó su brazo izquierdo, miro su reloj y dijo:

-De acuerdo. Tendría que hacer unas compras pero no son urgentes. y las puedo hacer mañana.

Cerca del lugar en que se encontraron, en la ribera del río, había un bar-merendero al que decidieron ir. Bajaron por una leve y corta pendiente. Ella cortando margaritas, que tanto le evocaban en algunas situaciones; él, intentando poner en orden toda la avalancha de vivencias– ya casi olvidadas- que le había suscitado el encuentro y que ahora afloraban como volcán en erupción.

Ocuparon una mesa –estaban todas vacías- y pidieron un refresco. En otra mesa, cerca de la que ocupaban, y junto a la pared del local, estaba colocada una televisión que emitía una programación musical. La casualidad quiso que en ese momento estuviese cantando Salvatore Adamo la canción “Tombe la neige”. Dichosa canción…¡ “Cae la nieve”!. Esta melodía fue para ellos, entonces, la canción insignia de sus relaciones amorosas. Salían todas las tardes para ir juntos al cine, a pasear, a bailar…y así fueron fraguando su relación amorosa.

Por la tarde, había caído una gran nevada, ella no asistió a la cita. Él, la esperó durante largo espacio de tiempo en vano. Hizo mil conjeturas buscando el motivo de su incomparecencia. Ya cansado de esperar y aterido de frío, abandonó la espera.

Al día siguiente, por la mañana, la buscó por los lugares en los que pensaba podría encontrarla hasta que la vio, casi al mediodía, cuando salía de la facultad. Nada más verse, ella fue hacia él diciéndole:

Perdóname . Ayer no pude ir a la cita.

Él encontró un gran alivio en estas palabras. Respiró tranquilo y dibujó una sonrisa

¿ Que pasó? – le preguntó.

Ella le respondió:

Estuve en casa con mi madre , que como sabes tuvo una fractura en el pierna, y no puede moverse sola. Esperaba que mi padre, que estaba de viaje, llegase pronto como nos había dicho al marchar. Pero debido a la nieve caída y no tener cadenas para las ruedas del coche, llegó a casa muy tarde. Eso fue todo.

Elvira no era capaz de empezar contándole toda la verdad, había pasado mucho tiempo y no se podía dar marcha atrás a tantos acontecimientos, su madre le absorbió el poco tiempo libre, los exámenes de final de carrera, la oposición, el lejano destino, el chico que conoció...

Pero ahora, todo era distinto, los dos estaban libres de compromisos, volvían a vivir en Salamanca, ya jubilados, se habían separado de sus respectivas parejas, y aunque habían tenido hijos, estos ya se habían liberado.

Volvieron a quedar para repasar de nuevo sus vidas, la atracción seguía viva, y puede que algún día......

Ramón Sánchez y Luis Iglesias
Grupo B


LA CITA

Las frías aguas del Liffey extienden sus húmedos dedos y se desparraman a ambos lados de la ciudad. Dublín es fría por naturaleza, pero por alguna extraña razón, este año lo está siendo aún más. Y Cillian lo nota en lo más profundo de sus huesos mientras enfila sus pasos hacia el sur de la ciudad. Tiene una cita, pero esta vez no se trata de la habitual quedada con sus amigos. Ni con los compañeros del equipo de rugby. Ni con la chica de turno que le sonrió la noche anterior en el pub. No, esta vez es algo diferente. No habrá charla sobre la última jornada del Seis Naciones, ni comentarios machistas sobre el culo de Ciara, o las tetas de Shannon. No habrá bromas sobre la incipiente calvicie de Liam, o los tics nerviosos del Sr. Rea, su profesor de literatura irlandesa. Probablemente no haya ronda tras ronda de Guinness, aunque sabe que al menos un par de pintas cruzarán su garganta esa noche. Es la única manera que imagina para ser capaz de mirar a los ojos de su interlocutor e interactuar con él. En realidad, es la única manera que puede hacer que Cillian sea Cillian de verdad. Una vez la cerveza se aposenta en su torrente sanguíneo y llega a la estación central del cerebro, su yo diario se echa la siesta para dejar paso a toda una enciclopedia de sentimientos, opiniones, ideas, incluso gestos fuera de lugar. Sí, la cerveza obra milagros en Cillian. Bueno, en Cillian y en casi 5 millones de irlandeses más.

Ni siquiera conoce a su interlocutor, por eso no pierde demasiado tiempo en anticipar lo que le espera dentro de unos minutos. Aunque, en lo más profundo de su ser, siente que no puede faltar a la cita, ya que existe la remota posibilidad de que unas cuantas frases con aquel desconocido cambien su vida para siempre.

Por eso, y a pesar del libro abierto que descansaba sobre el escritorio recordándole el examen final de mañana, decidió enfundarse la sudadera y echar un vistazo en Google Maps para ubicar aquel pequeño pub donde han quedado. La cabeza de Cillian alberga un completísimo mapa con los lugares de ocio más representativosde la ciudad, tanto los que visita con asiduidad, como aquellos que debería evitar como la peste. Pero conocerse todos los pubs y similares de Dublín sería como mirar al cielo nocturno e intentar memorizar el nombre de todas las estrellas visibles. Tarea imposible. Por eso, no le dice nada el nombre de “TheBlindPig”, aunque después de echar un vistazo a la pantalla averigua que se encuentra bastante cerca de la zona que suele frecuentar con sus amigos. Llaves, móvil, cartera y el habitual “Me voy a dar una vuelta con estos” fueron sus últimas acciones antes de cerrar tras de sí la puerta del número 28 de Royse Road.

Con buen paso, y por momentos arrepintiéndose de no haberse puesto más que una camiseta bajo la sudadera, llega a BachelorsWalk en poco más de 20 minutos. Allí hace una breve pausa a la altura del Ha’Penny Bridge para, por primera vez, reflexionar un poco sobre lo que está a punto de hacer. Detenerse allí ha sido pura coincidencia, pero al alzar la vista hacía los representativos arcos del puente, mientras sus empapados mechones rojizos se le pegan a la frente, se convence de manera absoluta de que no se trata de la casualidad, sino de una señal del destino. Ha cruzado aquel puente cientos de veces, a diferentes horas del día, en distintas épocas del año, embelesado con su música, mirando el Whasapp, pensando en Shiobain, en Erin, en Niamh, esquivando a los molestos turistas y sus sesiones fotográficas, … siempre de paso, siempre como un mero punto en su insulsa ruta. Pero aquella ocasión se le antoja especial. Esa noche, cruzar el puente significa cruzarlo de verdad. Pasar del norte al sur de la ciudad, de BachelorsWalk a Wellington Quay, pero también del hoy al mañana, del Cillian de siempre al Cillian versión 2.0. O al menos él está convencido de ello. Y todo por aquel mensaje de voz.

Apoya la espalda sobre la empapada barandilla del puente, y con manos temblorosas saca el iPhone del bolsillo para comprobar de nuevo que el mensaje es real y no una simple majadería perpetrada por su cerebro adolescente.

Sí, el mensaje de voz era real, como también lo fue aquella noche, a pesar de que Cillian hubiera deseado convertirla en una horrible pesadilla, de la que se despertaría cualquier mañana sin más.

Lo cierto es que él estuvo presente aquella noche y esa voz desconocida para él lo sabía.

No podía cancelar la cita, inventar alguna excusa o, simplemente no ir. El desconocido lo tenía localizado y, además, algo dentro de él le decía que hiciera lo que hiciera, no sería el mismo después de aquella noche, ni después de aquel mensaje, ni después de aquella cita.

No había hablado a nadie de lo sucedido. Inconscientemente, quería apartar aquel acontecimiento de su mente, como si pudiera ser verdad que no existe lo que no se nombra.

¿Qué hacer cuando se ha sido testigo de algo tan……? ¿impactante? ¿cruel? ¿despiadado? Por lo poco que le contó el desconocido, sabía que lo ocurrido había tenido fatales consecuencias para una persona e indirectamente para su círculo más próximo.

¿Sería un delito?

¿Debería haber actuado de otra forma? En realidad, la pregunta es, ¿tendría que haber actuado?

De pequeño, le habían inculcado, casi grabado a fuego, la idea de que quien consiente una injusticia o cualquier comportamiento reprobable es tan culpable como el que lo practica.

Volvía a repasar mentalmente lo sucedido y trataba de convencerse de que no hubiera cambiado nada su intervención. Algo en su interior le decía que no había sido todo lo honesto que se podía ser en aquellas circunstancias y sentía una punzada de dolor en el esternón. Parecía que las piernas no le respondían, caminaba, pero no era capaz de avanzar. Miró hacia atrás, pensando en darse la vuelta, pero tampoco podía. Su cuerpo estaba paralizado.

Respiró hondo y recordó sus primeros años de colegio, cuando aquel niño tan cruel (Paddy, se llamaba) le obligaba a pasarle todos los días las tareas que hacía en casa y le pegaba si no se las dejaba, y lo que hubiera sido de él si su compañera y amiga Sara no se lo hubiera dicho al profesor y a sus padres.

Los cobardes permiten injusticias y las cometen tanto como sus autores.

Si lo que él había presenciado aquella noche era un delito, no podrían acusarlo de ninguna forma. Quizá no le quedaría más remedio que hablar con su padre del tema si la cosa se complicaba mucho. Sabía que conocía a algunos de los mejores abogados del país.

Desde luego, lo suyo fue mala suerte. ¿por qué demonios se le ocurriría ir allí solo aquel día?

Tenía de frente la puerta del pub. Entró. Un tipo sentado en una de las mesas más lejanas a la puerta le miraba fijamente.

Jorge Martín y Teresa Sanz (por orden de escritura)
Grupo B



Entre fantasmas

Tengo opinión. Exponerme a los otros me demuestra que tengo recursos; recursos de sobra. Aún vuela sobre mí el fantasma de la infancia que me hacía permanecer hundida; sin embargo, exponerme me demuestra mi valor.

Ahora sé que tengo una opinión propia. Nada me resulta indiferente. No sé vivir de otra manera.

Ahora sé que tengo recursos. (La vida me ha dado y sé lo que digo.)

Ahora sé que tengo valor. Una vez más, la vida se ha encargado de demostrármelo incluso sin opinión y sin recursos.

Me reconozco como un ser bien construido y curiosamente amueblado y he conseguido mantenerme a flote, exponiéndome a los otros y a los unos; también a mí misma, por fin reconciliada con mi pasado.

A pesar de todo, con el tiempo he ido aprendiendo que la vida es un camino de pérdidas y en ocasiones, la incertidumbre se apodera de mí.

Lo que no sé es, si todo lo que he ido atesorando hasta ahora, me servirá de algo algún día, cuando el fantasma de la vejez más absoluta se incline sobre mí y cubriéndome con su sábana blanca, me hunda definitivamente en el olvido.

Concha González y Clara Lurueña
Grupo A

Querida pared, te escribo

La sesión del taller de escritura creativa del lunes tuvo como tema central la locura. Hablamos de Alejandra Pizarnik y Virginia Woolf pero también de Leopoldo María Panero y Ferdinando Nannetti. autor de un libro singular escrito sobre la pared del Hospital Psiquiátrico de Volterra.
Documentamos esta entrada con algunos artículos interesantes. El primero de ellos lo firmó Antoni Tabucchi en el Suplemento Culturas de Diario 16 el 21 de mayo de 1988. El título; "Querida pared, te escribo".



Querida Milena, respondo a tu tarjeta con un mes de retraso, tendrás que perdonarme, pero no me encontraba bien de salud. ¿Cómo estás tú¿ ¡Querida Milena! Yo conocía a otra Milena, en Roma, pero ha muerto…”

Había una vez… ¡Kafka!, dirán de inmediato mis cultos lectores. NO, queridos lectores, había una vez un loco. Esa cartita que he puesto a modo de introducción, precisamente para que gracias Milena, a la enfermedad y a la ironía macabra (conocía a otra Milena, pero ha muerto) os vieses llevados a engaño, no pertenece a Kafka. Fue escrita por una persona que acaso Kafka hubiese podido elegir como protagonista de una de sus novelas y que se llama N.O.F.4 es autor de un libro perturbador que, como todos los libros está hecho de millares de palabras. Millares de palabras que no han sido escritas sobre el papel, sino grabadas en centeneras de metros de pared.

Gracias a la iniciativa de una Unidad sanitaria local (sí, es así, una de las tantas Usl de mala fama, en este caso la ilustre Usl nº 15 de Volterra), este “libro” se ha convertido en uno normal, de papel, impreso por la editorial Pacini de isa como suplemento de la revista Neopsichiatria, dirigida por el profesor Pellicanó. De la existencia de la obra de Nannetti me había puesto al tanto, hace un par de años, mi amigo Amedeo Cappelli, un lingüista que junto con Antomnio Zampolli trabaja en esa extraordinaria oficina de “científicos creativos” que es el Instituto de Lingüística Computada de Pisa. En varias ocasiones me había prometido a mi mismo ir a ver en vivo aquella actividad, sin llegar a concretarlo nunca. Pero ahora que el texto de Nannetti ha venido a dar a mis manos bajo la forma de un libro de papel, no pude hacer otra cosa que ir a Volterra para ver al natural el “libro de piedra”: el que en once años de manicomio Nannetti Oreste Ferdinando ha escrito sobre la superficie que mantenía encerrado su físico.

La historia de Ferdinando Nannetti es la siguiente: nació en Roma en 1927, de padre desconocido. En 1934 fue aceptado en una institución de caridad. En 1937 ingresa en una institución para subnormales de la que sale a causa de una enfermedad ósea; se recupera en el Forlanini de Roma. A continuación y por un episodio cuyos extremos ignoro, es acusado de resistirse a un oficial público y viene sometido a un reconocimiento psiquiátrico. Absuelto del cargo por “desequilibrio mental absoluto”, la justicia le envía a un manicomio y termina en la sección judicial del hospital psiquiátrico de Volterra. En 1961 pasa a la sección civil de ese mismo hospital. En 1972 se le da de alta en el manicomio y es recibido, gracias una pensión del ayuntamiento de Roma, en el Instituto Bianchi de Volterra, donde vive actualmente.

Durante once años, desde 1961 hasta 1972, arañando la superficie con inúmeras hebillas de su uniforme de recuperado, N.O.F.4 grabó en la pared del manicomio una historia inconexa y misteriosa, en la que intercaló figuras humanas y dibujos geométricos. Un mensaje expresado en 180 metros de pared, del que hoy quedan 53 metros por una altura media de 120 centímetros: el libro de N.O.F.4. ¿Pero qué es este “libro” y qué cuenta? Me formulo esta pregunta a mí mismo, porque el “libro” de N.O.F.4 posee una manifiesta característica narrativa, es decir, quiere “contar” algo. ¿Qué cuenta, pues, el libro de piedra de N.O.F.4? Ante todo relata la odisea privada de Nannetti y su viaje hacia Ítaca (que está claramente nombrada). Habla de su familia, que es una especie de motivo recurrente: una familia que consiste en una tribu somática de pertenencia (las personas de este clan son todas “altas, morenas, aciculares, con la nariz en ípsilon”) y que nade tiene que ver con el núcleo de los consanguíneos de Nannetti, que él jamás conoció (nadie, en todos estos años, ha visitado nunca a Ferdinando Nannetti). Son –llamémosle así- sus hermanos somáticos de elección, y pueden ser Pio XIII, un tal Alberto el Mono Corazzii y Amadeo de Saboya. También habla del padre, a través del precepto “acordaos de santificar al padre”. Un padre que, como sabemos, Nannetti jamás ha conocido. Pero el libro es también un surgimiento del mundo con un recuerdo del Génesis (“Adán y Noé y su arca… Eva y el árbol de la manzana y la víbora”), con una cosmografía, con una descripción fantástica del cielo, de las estrellas y de los planetas, junto a elementos autobiográficos. Además, está el horror de la guerra (“las botas claveteadas avanzan sobre toda Europa sin hallar resistencia territorial”), hay fusilamientos imaginarios, muertes misteriosas, dolor por la muerte, viajes oníricos, una especie de calendario o de escansión del tiempo cronológico. Un libro que contiene, en la distorsión de la locura, lo que contienen muchos libros de la historia de los hombres, cosmogonías, guerras, misterios, dolores, alegrías, religiosidad, miedo, amor y muerte.

Advierto que un caso de esta índole exigiría un discurso de carácter psiquiátrico. No obstante, la Usl nº 15 de Volterra, en lugar de poner en primer plano el problema psiquiatría-escritura y de confinar la obra a un ámbito médico, ha permitido que el texto de Nannetti fuese analizado por artista: el escultor volterrano Mino Trafeli (el libro de Nannetti es también una obra esculpida), su asistente Aldo Trafeli, que pacientemente descifró y transcribió algunos fragmentos del libro, y Giuliano Scabia, que ha escrito un prólogo muy hermoso titulado “El libro de la vida”. Las fotografías del original, tomadas con gran rigor técnico, pertenecen a Pier Nello Manoni. ¿Qué significa este silencio de los médicos con respecto al libro de Nannetti? Presumo que, con este acto de discreción, los psiquiatras de la Usl volterrana han querido decir sobre todo una cosa: si la enfermedad mental es un misterio, también lo es la escritura, y en una manifestación como esta lo que predomina quizá no sea tanto el misterio de la enfermedad, sino más bien el de la escritura.

Mino Trafeli, en su texto de la solapa de la edición, remonta el caso de la escritura de Nannetti al hecho de la expresión poética: “La relación que N.O.F.4 ha establecido con su yo profundo nos hace reflexionar sobre l o que se al esencia de la poesía, que puede estar hecha con conocimientos, con pocos conocimientos o con pocos conocimientos desquiciados”. Es un dato concreto el que estos “pocos conocimientos desquiciados” hayan dejado una viva impresión en Jean Dubuffet, que poco antes de morir escribió a Trafeli para expresarle su admiración ante las “extraordinaires inscriptions” de Ferdinando Nannetti. También ha sido viva la impresión de Michel Thévoz, director del Musée de l’Art Brut de Suiza, quien habla de un “caso jamás visto antes”.

Por su parte Giuliano Scabia, en su prólogo, se plantea interrogantes que deseo transcribir completos: “¿Qué es escribir? ¿Un coloquio con el cuerpo de la madre, como ha sugerido Barthes? ¿O un intento de dominar el mundo interior? O de detener el tiempo. O de dar precisión a lo impreciso. o una técnica para ocultar un secreto. O para desvelarlo. O una forma de la melancolía. O un instrumento de poder. O un trazo de impotencia. O un signo al que se puede confiar a las esperanzas de inmortalidad. O un fragmento concreto de la necesidad de memoria, de memoriales. O una reliquia preciosa de la civilización. O un acto sagrado. O una tecnología de la mente en rebeldía, como el caminar de las hormigas hacia un adelante conocido y desconocido. En la escritura las religiones históricas han realizado a sus dioses. Del desciframiento de la escritura nos ha llegado la comprensión amplia de las civilizaciones extinguidas. La escritura, cada día más, tiende a confluir en las memorias electrónicas. En las escrituras en espejo, tocando las teclas, comenzamos a responder. ¿Y el libro mural de Nannetti?”.

Sobre esta pregunta se detiene también mi viaje de reconocimiento a lo largo del edificio hoy vacío del manicomio de San Gerolamo. A esta pared, durante los últimos años vividos en Volterra como hombre libre, ha acudido Nannetti todas las mañanas, para continuar con su escritura, sobre una franja de 22 centímetros de altura por 106 metros de longitud. El final de su historia aún no ha sido descifrado. Cubierto de malezas, también este último relato sobre el manicomio desierto queda allí, como testimonio.




También en el libro "El proceso creativo", editado por Alberto Dallal a partir de las conclusiones del XXVI Coloquio Internacional de Historia del Arte celebrado en la Universidad Nacional Autónoma de México se recogen algunos datos sobre el proyecto de Ferdinando Nannetti y su "Libro de Piedra". La autora del capítulo en el que se recoge el siguiente texto es Concepción Pérez Rojas:


Si Alejandra Pizarnik y Jacobo Fijman pasaron buena parte de sus vidas internados en centros psiquiátricos, otro tanto sucede con el italiano Ferdinando Nannetti, quien, recluido en Volterra, se dedica durante once años a escribir en uno de los muros del manicomio con las hebillas de su cinturón.

De su escritura desaforada resulta la riquísima serie de gráficos y dibujos que sería más tarde conocida como el
Libro de piedra.

A lo largo de una pared de 180 metros de longitud y unos 120 centímetros de altura, Nannetti recrea escenas bíblicas y simbólicas, de crímenes, autobiografías y hasta proféticas, en un entramado de palabras, dibujo y versos que fueron testimonio de largos y truculentos años de encierro.

No en balde, tras la reforma manicomial italiana de los años setenta, se multiplican las voces de alarma y de denuncia por la arbitrariedad de las reclusiones, la sordidez de las condiciones en que los presuntos enfermos vivían y, sobre todo, los dudosos métodos empleados como tratamiento.

Aparece así
Corrispondenza negata. Epistolario della nave dei folli (1889-1974), volumen donde se recogen alrededor de un centenar de cartas escritas por los internos de Volterra en esos años y que daría lugar a la reciente representación de Follia morale, puesta en escena en Italia por la compañía de teatro Gogmagog. Por su parte, Pier Nello y Erika Manmoni realizarán un cortometraje, I graffiti della mente, de cerca de veinte minutos de duración, en el que se muestran, con todo lujo de detalles, las imágenes del estofado de Nannetti.

El Libro de piedra, que sería finalmente editado por la editorial Pacini es soporte bibliográfico convencional, es la prueba fehaciente de que, para el loco, la creación ni siquiera tiene la mayor parte de las veces un valor estético per se, sino, antes bien, un carácter de necesidad, de urgencia, de refugio.

De tal modo que la obra, que nosotros percibimos –y, como receptores, reconstruimos- como arte, no es para el sujeto psicótico más que una exposición doliente de vida, de realidad.

En este sentido, llama la atención el hecho de que Nannetti, después de haber sido dado de alta gracias a la reforma, continuara todavía volviendo al hospicio para seguir escribiendo.

Lo que parece comenzar siendo una crónica para Oreste Ferdinando Nannetti, el “astronáutico ingegnere minerario” –como él mismo se calificaba-. termina convirtiéndose en una suerte de conjuro para exorcizar el devenir y el tiempo, la cotidianidad y su pavor. Sus inscripciones, profusass y apretadas, parecen trazadas por una mano compulsiva y temerosa que necesitara continuar dejando testimonio como medio para huir del vacío.

A diferencia de Pizarnik y de Fijman, de Merini y de Panero, en Nannetti el arte sobreviene a posterior, en tanto que, presumiblemente, fue psicótico antes que artista. Así pues, y a pesar de su indudable interés, el Libro de piedra no puede ser mirado ni admirado como un poemario o un lienzo al menos, no puede serlo tan sólo como tales. En él, es el individuo el que físicamente se expone; quien convierte su cuerpo en texto y hace caligrafía de su viaje iniciático por esa tierra de nadie que es el territorio del placer inexplorado, el sufrimiento sin trazas y la locura.


Y a continuación el artículo "La losa y la pluma: escritoras frente a la locura" que analiza la locura en términos de género.

Incluímos también en esta entrada el poema que Leopoldo María Panero dedica a su madre:

A mi madre
(Reivindicación de una hermosura)

Escucha en las noches cómo se rasga la seda
y cae sin ruido la taza de té al suelo
como una magia
tú que sólo palabras dulces tienes para los muertos
y un manojo de flores llevas en la mano
para esperar a la Muerte
que cae de su corcel, herida
por un caballero que la apresa con sus labios brillantes
y llora por las noches pensando que le amabas,
y dice sal al jardín y contempla cómo caen las estrellas
y hablemos quedamente para que nadie nos escuche
ven, escúchame hablemos de nuestros muebles
tengo una rosa tatuada en la mejilla y un bastón con
empuñadura en forma de pato
y dicen que llueve por nosotros y que la nieve es nuestra
y ahora que el poema expira
te digo como un niño, ven
he construido una diadema
(sal al jardín y verás cómo la noche nos envuelve)



Propuesta de escritura
Piensa en un personaje de un Hospital Psiquiátrico. Trata de escribir un monólogo en el que a través del lenguaje se sugiera la locura de ese personaje. También puede ser un diálogo con otro loco o con alguno de los loqueros del hospital. Apóyate en el lenguaje, en la sintaxis y en un campo semántico que te ayuden a dibujar con la mayor exactitud al personaje elegido.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:





De piraínos al río

Me acuso doctor Piraino
de que soy un gran demente:
me aquejan todos los males
en relación con la mente.

Empecé de muy pequeño
con una gran obsesión:
tocar repetido al timbre
de la señora Asunción.

Después el remordimiento
me hizo codependiente
dejando así que tocara
de vez en cuando Vicente.

Él es un amigo mío
del que nadie sabe nada
pues cuando sale Asunción
sólo topa con mi cara.

A veces, doctor Piraino
cuando me miro al espejo
veo en su reflejo otro rostro
ya sea de Vicente o Pedro.

Y cuando salgo a la calle,
disculpe usted que le intrigue,
ya sea Pedro, ya sea Juan
siento que alguien me persigue.

¡Imagine mi desgracia!
hoy, a la puesta del sol,
por mil veces repetida
he visto a doña Asunción.

A las mil me he presentado
como mi amigo Vicente
hasta que al fin han venido
a esposarme dos agentes.

Esa voz que a veces oigo
que ya no sé si soy yo
repetía quedamente:
Piraíno es mi doctor.

Lloroso aquí me han traído
después de la detención
por si usted me diagnostica
también una depresión.

Mas si ahora me preguntan
no sabré por qué he venido
que es su diván un sedante
que me traslada al olvido.

Y es que inmerso en este trance
de narrar mientras le miro
mire usted, me entra la duda
de si soy yo Piraíno.

Mercedes González
Grupo A


Agarrar la luz

Extracto de la sesión C/2008-JH7 con la presencia del doctor Levi y el paciente Alonso Maldonado. Varón de 36 años. 11:54 de la mañana del 16 de marzo. El paciente está sentado en la cama con la mirada fija en el único ventanal por el que entra el sol.

―Buenos días, Alonso.
(Silencio)
―¿Cómo está hoy, Alonso? ¿Cómo se encuentra?
―¿Encontrarme? Hace tiempo que no me encuentro, doctor. Están a punto de llegar.
(Sigue con la mirada fija en la ventana)
—¿Quién está a punto de llegar?
—No tardarán mucho, doctor. Vienen cada día a la misma hora.
—¿Quiénes son, a dónde van?
—Vienen a verme (sonríe). Los dueños del sol.
—¿Los dueños del sol?
—Claro. Usted no lo comprende. ¿Sabe por qué sale cada día el sol?
—Bueno..., el sol ni sale ni se esconde. Siempre está ahí.
—¡Mentira! Ellos son su fuerza, su calor. Y vienen a verme. (Vuelve a sonreir)
—Me alegro de que tenga usted compañía. ¿Y qué le dicen?
—Nada. Danzan. Y su danza es preciosa. Alegra el sol. Se me pasó el tempo.
—¿El tiempo para qué, Alonso?
―Yo estaba llamado a ser el mesías, pero ya ve. He llegado tres años tarde.
—¿Tres años?
—¡Claro! Tengo 36, nací el 27 de agosto de 1971, a las 4:56 de la madrugada en el Hospital General Nuestra Señora de la Buenaventuranza. Pesé 3 kilos 400 gramos y mis padres me pusieron el nombre de Alonso Maldonado Tresfuertes, para servir a Dios y a usted.
—Bien. ¿Recuerda usted a sus padres?
—Usted es uno de ellos, ¿no? (Mira, por primera vez, directamente al doctor)
—¿De sus padres? ¿A quién se refiere, Alonso?
—A los de la secta que intentan que les diga dónde se esconde el tesoro.
—No quiero su tesoro, Alonso. Dígame qué recuerdos tiene de sus padres.
—Yo no tengo padres. Nací de la semilla de Dios. Llamado a ser el nuevo mesías que morirá por todos para redimir el pecado del hombre. ¡Váyase!
—¿Quiere que vuelva mañana?
—Haga usted lo que desee. También volverán los dueños del sol a danzar para mí.
—¿Pero no danzaban para el sol?
—¿Y quién soy yo, si no? ¡Soy el sol! (Se levanta de un salto) ¡Ya llegan! ¡Ya llegan! ¡Danzad! (Ríe a carcajadas mientras intenta agarrar la luz que entra por la ventana)

Jaume Castejón
Grupo B


Carne a la carne

Cinco velas ardían en todo momento, en las cinco puntas de la estrella. Nunca se apagaban. En el centro, un hombre se arrodillaba con una mirada perdida entre las danza de la llamas. La bata, en otro tiempo blanca, se había ennegrecido con los restos de cenizas. En su frente llevaba escrita la palabra “felicidad”, palabra que su madre siempre intentó inculcar a su hijo, incluso cuando se la llevó la tumba.

Vacíos estaban los deformes pasillos a su alrededor, que se extendían como el silencio en la noche. Permanecían olvidados; prohibidos de la mano de cualquier conciencia que no fuera libre de soñar por sí misma. Aún se olía el tierno olor del metal y el miedo derramados por el suelo.

En sus manos, el hombre cargaba un viejo libro con el estampado de una gran cruz. Lo presionaba ferozmente contra el suelo por temor a que volara, o a que se fuera nadando entre la sangre. A su derecha, un metal puntiagudo y oxidado se clavaba profundamente en un corazón que aún conservaba su juventud.

El hombre encorvó la espalda hasta el límite de su humanidad. Se dobló en dos líneas rectas y apoyó la cabeza sobre la Biblia; la llenó de sudor y lágrimas, mientras se mantenía en un susurro donde las palabras se entrelazaban sin llegar a entenderse unas a otras. Cerró los ojos y permaneció en silencio. Esperando su turno de vivir.

-Carga sobre mí todo el peso del vacío-

Las llamas de las velas se concentran en pequeños círculos.

-Arranca la poca cordura que me queda para que pueda ceder a la verdad-

El humo se recogía en el centro de la estrella.

-No me conformaré con menos que con el final-

Su mano separó el metal del corazón y lo puso entre la delgada línea recta de su pecho. El hombre miró al cielo, y reconoció entre el humo las visiones de un nuevo mundo a punto de nacer. Sus sueños se hicieron sólidos, desconcertantemente sólidos. El paso hacía la felicidad se oponía solo por un único corte transversal. Un único corte para desobedecer la condición humana y desgarrar la cárcel de carne en la que llevaba 45 años metido.

-Nunca más- Dijo el hombre mientras separaba las realidades, sin someterse al dolor humano.

-Yo lo sé todo, y sin embargo, no puedo comprender nada-

Una última lágrima cayó hasta el suelo, donde ahora reposaba un trozo de metal blanquecino y puro. El vacío, y todas las cosas le dieron la bienvenida al nuevo mundo, pues él ya era de ellos. Ahora también era el suyo.

La luna reflejó el santuario en el que las velas, y las cinco puntas de la estrella se habían convertido, y el manicomio pudo volver a respirar tranquilo. Se aseguraron tiempo después, de que los gritos ya solo se escucharan de los locos.

Que estúpidos los que pensaron que había muerto, los que se rieron de sus lágrimas, o los que le incineraron en algún crematorio, olvidando su nombre en el recuerdo pasajero. Pues ahora él era el que se mantenía vivo bajo su locura, bajo su irracional, absurda y sórdida locura que tanto le atormentó en el mundo de los cuerdos. 

Cuando llegue el final, solo él podrá ver como los locos eran otros, como los locos eran ellos. Y hasta el último hombre de la tierra entenderá que la locura no se entiende sin estar cuerdo.

Alejandro López
Grupo A


Abrasan las ideas

Mira al espejo y no se encuentra:
¿Acaso soy ese?,
¿Dónde está mi centro?
Me abrasan las ideas,
el estómago es ahora el corazón.

Dolor constante en el alma:
Vértigo miedo
vértigo miedo, vértigo, no me miréis

La mente me revienta los tímpanos,
escaleras de caracol no cesan
de obligar a mis pies insomnes,
a correr por ellas,
o me paro y no veo mi paisaje,
¿No habrá paz para mí?

Emilia González
Grupo B


La caja de cerezas

Siempre que Irene regresa de un viaje vuelve con una maleta más, la maleta de los regalos. Bagatelas, así es como ella denomina los obsequios que contiene. Poco importa el valor económico que posean. En todo caso son fruslerías. Baratijas que la joven cosecha en sus rutas. Pamplinas con las que tras el retorno puede agasajar a aquellos que agrandan su pupila. Sus seres cercanos. Ninguna es una nonada. Todas son significantes con significados precisos. Están en ciudades, países o pueblos donde ella no reside. Descubrirlas es parte de su aventura. Cada una evoca de forma explosiva a los distintos personajes con los que teje su historia cotidiana.

Hace años, antes de una de sus muchas revelaciones, cuando era una cría protocolaria y sometida, los cumpleaños, las navidades, los aniversarios y demás días de celebración eran sus referentes. Ya no.

Irene, no sé si os lo he dicho, siempre viaja sola. Considera que la presencia de conocidos en sus expediciones contamina su visión del mundo, la ata. Esos comentarios, esos deseos, esas absurdas necesidades que los compañeros de vuelo manifiestan de forma continua, son distracciones que hace años, después de una de sus muchas revelaciones, no consiente.

Cuando alguno de sus familiares, amigos o parejas (que han sido muchas) han pretendido acompañarla aduciendo eso de será mejor si lo hacemos juntos, siempre se han topado con el mismo muro eléctrico. “Juntos estaremos. Te encontraré. Todos estamos en todas partes”

Hoy, a eso de las dos de la madrugada, Rodrigo se presentó en casa. No llamó. Aporreó la puerta. Nunca lo había visto en ese estado. Blanco como la vida de un reciente nacido sudaba de forma opulenta. No exagero si afirmó que hasta su abrigo sudaba. Antes de llegar al salón, mi salón, se desvaneció. 85 kilos de materia fría ocuparon el pasillo, mi pasillo. Los espacios sin espacio me desquician. Son una contradicción pantagruélica. Una paradoja sin más recorrido que quebrar el espíritu de quien los habita. Yo soy fuerte. Tengo que serlo.

La verdad es que no sé como pude mantener la calma. Me habían despertado de forma brusca a una hora indecente. Habían invadido mi casa. Habían violado mi espacio y nadie podía ayudarme. Estaba sola. Estaba sola con un bulto humano desparramado en mi pasillo cerca de mi salón.

Recordé (tengo una memoria excelente, ¡bendita sea!) que el agua todo lo borra, cogí el jarrón de flores que siempre reposa en la mesa baja, mi mesa baja del salón, mi salón, y se lo tiré encima. Funcionó. Rodrigo despertó. Digo despertó porque no sé cuál es la palabra exacta que describe el estado de un sujeto que estaba desvanecido y deja de estarlo.

Se incorporó, aunque demasiado despacio para mi gusto, se quitó el abrigo y se sentó en el de sofá, mi sofá. Hablaba rápido, demasiado rápido para mi gusto. Pidió algo, tenía la boca seca -eso dijo- y le di agua. La rechazó. “Algo más fuerte si puede ser” . Le serví un coñac. Cogió la botella.

Habló y habló durante horas mientras se bebía el Armañac, mi Armañac. Decía cosas. Unas eran lógicas (no os voy a engañar, aborrezco la mentira) pero otras (la mayoría creo yo) resultaban absurdas. Rodrigo, el jefe de recursos humanos de la empresa en la que los dos trabajamos hace cinco años, seis meses, dos semanas y tres días, uno de los activos de más valor de la organización,

el preferido del consejo de administración, estaba allí, delante de mi. Era un hecho. Intentaba construir frases. Algunas se perdían entre sollozos. Otras se abortaban en un prolongado balbuceo.

Parece ser que Irene había regresado. La tarde-noche anterior fue a verlo. Le llevó su bagatela. Una caja de cerezas. Estaba condenado. La muerte o algo peor que eso había venido en esa caja. Su abuelo murió repentinamente tras ingerir esa fruta. Su padre falleció en el quirófano justo en el momento en que en la sala de espera, los familiares, hablaban de ellas. En el accidente, el coche que lo embistió era color cereza. Su conductor llevaba en el asiento del copiloto una caja de cerezas. Cuando iba a la facultad tuvo un coma etílico muy serio, la responsable fue Laura y su empeño en probar el chupito de cerezas. El no quería, pero la amaba o eso creía, y el amor casi le mata. Ahora, tenía una caja de dos kilos en su casa. Se las había regalado Irene. Estaba sentenciado. Era un hombre maldito. No podría ver crecer a sus hijos. No podría avisarlos de la maldición que vive en su sangre. No podría firmar un acuerdo de divorcio ventajoso. No podría pedirme que nos casáramos. El Inframundo había despertado y lo reclamaba. Irene lo había llevado a su casa.

No soy mucho de sentir (Los sentimientos son construcciones conceptuales que creamos los humanos para dibujar realidades alternativas. Una vez gestados es difícil ver. A mí me gusta ver. Las cosas son lo que son, no lo que sentimos o deseamos que sean. Hay que tener orden en todo. No hacerlo es la mayor de las locuras) pero de haberlo sido, de haber caído en esa trampa del sentir, creo que ese pobre hombre que divagaba en el salón, mi salón, mientras ingería el Armañac, mi Armañac, después de haberme despertado a una hora indecente, haber invadido mi casa y violado mi espacio, ese hombre por el que tuve que sacrificar un ramo de flores, mi ramo de flores, me habría dado algo así como lástima.

A las cinco y veintidós se durmió en el sofá, mi sofá. Roncaba como siempre.

Tiré la botella, las flores y los restos de la cerámica. Puse la copa en el lavavajillas, mi lavavajillas. Recogí con la fregona, mi fregona, los restos del agua, puse el despertador, mi despertador, a las siete y me fui a la cama, mi cama.

Tarde poco en dormir. Lo justo. Y lo justo fue el tiempo que dedique a ordenar lo que debía de hacer cuando sonara el despertador.

Llamar a la empresa y excusar a Rodrigo. No estaba bien. Era un hecho

Ponerme las bragas de la suerte, mis bragas de la suerte.

Llamar a Irene y preguntarle si tiene más cerezas. Me encantan las cerezas. Si las ha traído ella tienen que ser exquisitas. Todas sus fruslerías lo son.

Ana Isabel Fariña
Grupo B


Retrato

Querido doctor Polo:

Como usted me pidió en la última sesión, coloqué un espejo ante mí y traté de describir lo que veía. Espero que no se sienta defraudado pero sólo me vi a mí mismo, la cara de siempre. Era yo, al fin y al cabo. ¿Qué esperaba que viera?
………………….
He vuelto a pensar en su petición. Ahora lo he entendido, usted quería que me mirara con ojos de otro. ¡Qué complicados son ustedes los psiquiatras! Está bien, voy a intentarlo:

Veo a un hombre viejo. ¡Empezamos con un sobresalto! Nunca había asociado esa palabra, “viejo”, a mi persona. Empiezo a temer que esta tarea me va a deparar muchas sorpresas. Estoy impaciente por continuar y también un poco acobardado.

Vuelvo a mirar el mismo rostro viejo. Enmarcan su cara el pelo liso, ya completamente blanco y unas orejas de tamaño considerable. Tienen una oquedades y relieves muy marcados y se alejan mucho de la cabeza dándole un aspecto de payaso triste.

No sabía que utilizaba gafas. Nunca me había visto con ellas en un espejo. Tiene el mentón retraído aunque creo que, de alguna manera, es un rasgo forzado, no natural. Así la boca se le cierra con un rictus de presunción si no de altanería. Las comisuras de los labios acaban en profundos pliegues que remarcan más el aire de amargura.

Adivino en los surcos de su frente, esos que caen a plomo sobre su ceño, una vida de soledad y de angustia. Diría que revelan un mundo interior que le atormenta y le trastorna. Sí, ahora lo veo claro, está asustado por su yo interior. Le tiene tanto miedo que las cejas se le crispan, parece que se le clavaran en la frente. ¿Estará ahí su dolor? ¿Será ese el origen de mi enfermedad?

Tiene una nariz abultada de la que pareciera colgar la boca. Y esta, de tamaño mediano, de escuetos labios, está cerrada a cal y canto. No quiere contar los secretos de su corazón, los devaneos de su mente.

Y me intimidan sus ojos, porque son testigos de algo pavoroso. Miran más hacia adentro que hacia afuera. ¿Y que ven en su interior? Algo tan horrible que solo un brillo mortecino alcanza a escapar de ellos. Ríos de lágrimas corren por esos ojos inexplicablemente secos. ¿Qué monstruos ven? ¿Qué espantos viven dentro de esa cabeza?

No puedo seguir, doctor. Me siento sobrecogido. ¿Quién es ese desgraciado ser que ha venido a visitarme? ¿Por qué envió a mi casa tanta sinrazón, tanto padecimiento?

Pepe Lorenzo
Grupo B


Mi hermana y yo

Me miro en el espejo y me veo gorda.
Me vuelvo a ver reflejada, y sigo viéndome gorda.
Apenas como, y veo que no adelgazo.
La gente me dice que estoy delgada. Ellos, ¿qué sabrán?, yo en el espejo sigo viéndome gorda.
Mi familia me riñe, me obligan a comer. Yo como delante de ellos, pero cuando no me ven me provoco el vómito, pues no quiero engordar.
Un día nos desnudamos ante el espejo mi hermana y yo. Se llama Marta y es tres años mayor que yo. Yo me veo rellenita y a ella la veo estupenda. Le pregunto: ¿cómo me ves?; me contesta: delgada, muy delgada; ¿ no ves el vello que cubre tu cara, los pechos caídos y la piel arrugada?. Te veo vieja, barbuda y fea.
No entendí como me veía así mi hermana, pues yo me veo tetona y con mofletes.
A los pocos días nos volvemos a desnudar ante el espejo, le cuento que tengo una tos que no cede, y que hace meses que no tengo "la regla". Yo te juro que no estoy embarazada, le digo. Ella me mira y únicamente me dice: ve al médico y haz lo que te diga.
Al cabo de unos días, le cuento a Marta que me han dicho que tengo Tuberculosis, que tengo que ingresar en un Hospital, que me han dicho que todo lo que me pasa, lo de la enfermedad y lo de la "regla", todo se debe a que no como lo suficiente. Mi hermana me responde: ingresa y obedece, así te curarás.
En el Hospital recibo la visita de Marta, insistiendo en que coma, haga bien el tratamiento, buena higiene y reposo adecuado. Le digo que me han diagnosticado una enfermedad que se llama Anorexia Nervosa, una enfermedad psíquica, que estoy loca.
Marta, ¿tú crees que estoy loca?: por supuesto, me contesta. ¿Por qué lo crees?: porque estás hablando conmigo que fallecí hace cinco años.

José Luis Fonseca
Grupo A


Hitler

Hay quien dice que a un loco no hay como seguirle la corriente, pero yo no estoy de acuerdo. Cuento lo de esta mañana por ejemplo, que entra el de la bata blanca y me saluda: «Buenos días, don Adolfo». Y se refería a Hitler, Adolf Hitler, ahí sí que ninguna duda. ¿Cómo vas a seguirle la corriente a un majara como ese y dar por bueno lo que diga? Entonces, me le quedo mirando y le digo así como en suave, pero con firmeza: «¿Sabe usted, doctor?, porque a usted le llaman doctor, no me diga que no; ¿sabe usted doctor, cuánto hace que murió Hitler?». Se le puso al tío una cara de pasmo que no veas. Ahí aprovecho yo y poniendo gesto de mala leche le suelto remarcando bien: «30 de abril de 1945, así que, eche la cuenta mi amigo. Suicidio, fue un suicidio, mejor dicho dos, él y su esposa, Eva Braun, ¿tampoco de eso se había enterado usted?». No sabía ni dónde meterse el tipo. Empezó a recular, que se iba, que tenía prisa, que le estaban esperando. Por eso digo que para quitarte a un loco de encima, nada de seguirle la corriente. Hombre, no es porque se me ocurriera a mí, pero hay que reconocer que lo del suicidio está muy bien traído, ¿a que sí? A ver si de ahora en adelante me dejan en paz de una puñetera vez y puedo dedicarme a Eva, la pobre, que la tengo desatendida. Aunque habrá de ser después, naturalmente, de haber logrado la victoria en el frente ruso, que se nos está poniendo la cosa difícililla con el frío.

Pascual Martín 
Grupo B


Insomnio

En la radio han hablado esta noche del suicidio. De sus sombrías estadísticas, de sus múltiples causas, del rastro de dolor y sufrimiento que dejan a sus allegados quienes deciden abandonar este mundo por voluntad propia. Crecía en mí el desasosiego y la atracción por seguir escuchando el programa a partes iguales.

¿Qué llevará a una persona a tomar una decisión así? En el último momento ¿se arrepienten?

Recuerdo las veces que la tristeza se ha quedado conmigo a vivir por una temporada y pienso qué pasaría si se me pasara por la cabeza la idea de que no hay nada que hacer contra eso?

¿Cómo se afronta una enfermedad con un pronóstico fatal?

¿Y el miedo a perder el control? ¿Un ataque de locura? Salir a la calle sin ropa, sin móvil, dejando las llaves dentro? ¿cómo se vive después de eso?

La locura, la enfermedad mental, el dolor físico o emocional que haga perder la perspectiva, la idea de que esto o aquello pasará……..

Son las 3 de la mañana y me duele el estómago. Oigo ruidos en el salón, la luz va y viene y se desconecta el teléfono, la televisión, los electrodomésticos. La escalera también está a oscuras, y la calle, todo.

Ni siquiera puedo prepararme una infusión caliente que me asiente un poco el estómago.

Sigo dándole vueltas al programa de la radio y pienso en que algunas personas matan a los seres queridos antes de suicidarse para que ya no les quede razón para vivir.

Me duele la cabeza. Madrugo para ir de viaje, pero me preocupa que no se resuelva lo de la luz.

No he dormido nada.

¿Vaya noche de locos!

Teresa Sanz
Grupo B


Juana la Loca

En el año 1945 Juana se concertó en matrimonio con Felipe de Borgoña, hijo y heredero de María de Borgoña y Maximiliano de Austria, poco después su hermano Juan se comprometió con la hermana de Felipe, Margarita.

La pasión les reinó en los primeros meses de matrimonio. Su marido Felipe tardo poco en revelarse como un marido infiel. Juana comienza a manifestarse con su carácter despótico e inestable e inició una obsesiva vigilancia del entorno de su esposo.

David Álvarez
Grupo B


Un manojillo de locos domésticos
A todos esos “locos de andar por casa” que nos inspiran con su vida.

1.
Era ciega y pobre como una rata. Los años y la muerte de sus hermanas, la habían dejado sola en su vieja y destartalada guarida. Era la única superviviente de un clan de modistillas de medio pelo, de una vieja ciudad de provincias, que habían sorteado a la penuria y dado de comer al hambre, con su gracia en el arte de convertir los vestidos ya usados de las señoritas del lugar, en otros que aparentasen ser como recién estrenados. Así lucirían triunfadoras, alrededor del albero, en las fiestas de San Juan.

Aquél día, Narcisa decidió abandonar su refugio. No había probado el sabor de la calle en muchos años. Determinó que ya era hora de dejar de malgastar su vida y que aunque ya se había hecho vieja aún la tenía. Se engalanó lo mejor que pudo y se plantó en la plaza de la feria. Era tarde de toros y la vida le decía ven. Se encaramó en el banco más próximo a la puerta de entrada al coso y volvió a verla fluir.

Lo siguió haciendo temporada tras temporada y aún sigue allí cómodamente instalada en su banquito. Con el tiempo, la ciudad de Soria la reconoció -junto a Don Antonio-, como a uno de sus lugareños más queridos.

Quien la quiera ver, ya sabe dónde encontrarla. Al menos eso es lo que a mí me sucedió cuando recorrí sus calles.


2.
Fue a principios del pasado siglo, allá por los llamados locos años veinte, cuando Currita se largó de casa. Se enamoró perdidamente de un cubano que olía a aire fresco y a tierras nuevas. Con él cruzó el charco para vivir en la tierra prometida.

Conseguí una plaza de maestra en Salamanca y tuve que hacer el traslado en pocas semanas. Tuve la suerte de instalarme en el barrio antiguo de la ciudad y fue en la casa de las muertes, donde había vivido y muerto Don Miguel de Unamuno, donde encontré un pequeño estudio. Allí conocí a Doña Paca, una enjuta octogenaria, siempre subida a sus tacones de aguja de charol negro.

A los pocos días de llegar a mi nuevo destino, quiso agasajarme con una bandeja de croquetas caseras para darme la bienvenida, siendo ya entonces en nuestro primer encuentro, su dicharachera estampa y su animada charla las que me sedujeron.

Cuatro pelos "enlacados" color canela a modo de nido de pájaros, enmarcaban su jibarizado rostro. Sus ojos diminutos, centelleaban como candiles. Torpes brochazos de Myrurgia, intentaban esconder los estragos del tiempo en su cara empolvada, pero fue la exótica mueca de su boca, enmarcada por sus finísimos labios de brillante carmín rojo la que me atrapó, cuando acariciaban los añejos habanos que aún le mandaba un viejo amigo desde ultramar.

Con su voz melosa me contó que en su juventud había sido la primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba, que había conocido mundo, gente importante y un sinfín de jugosas anécdotas que me hicieron creer que su vertiginosa vida había sido de color de rosa.

 Meses después en su funeral, escuché a alguien hablar de su desgraciada existencia. Tres años después de escapar a América, Currita regresó a casa, maltrecha y con una hija. Pasó el resto de su vida encerrada en ella. Subida a sus tacones, tras los visillos. Eran otros tiempos.


3.
A menudo los buenos momentos de nuestra vida tan solo dependen de nuestra capacidad de salir a su encuentro. Así conocí a Manu. Por mi parte, un titubeo. Ni un atisbo de duda, por la suya. Sin apenas darme cuenta, me encontraba sentada con un paisano en la Costa da Morte, frente al mar.

Mientras sosteníamos un silencioso diálogo, yo me preguntaba quién era. Parecía un náufrago, un vagabundo, un hombre errante recién salido de la niebla. De no ser por su pequeña estatura era la encarnación del mismísimo Neptuno. Rezumaba olor a mar y a brea. A sal y a María.

Mi nombre le inspiró. Me escribió un poema.

Después me miró a los ojos con la fuerza de los suyos y reconoció mi miedo. El que antes había habitado en él.

Me contó su historia.

Su vida había sido la de un hombre de esos que llevan a cuestas los hombres de traje gris. Crecido en el puerto de Barcelona, había sido durante treinta años gerente de Mercabarna. Lo tenía todo. Tenía poder, reconocimiento, una familia que le esperaba en casa y una holgada cuenta corriente que le permitía disfrutar de todo lo que se le antojara. También tenía miedo. Toneladas de miedo. Por eso lo dejó todo.

Se embarcó en un atunero y se hizo lobo de mar. Allí, trabajando duro y lejos del hogar, encontró el suyo. Manu me dijo que esos barcos pasan meses sin avistar tierra firme y que no conocen otro horizonte que el que dibuja la línea del cielo con el océano. Y fue allí en alta mar, bregando con ese rugiente abismo azul de espuma blanca donde le vió la cara a la muerte y se decició a coquetear con ella, hasta hacerla su compañera. Se había convertido en un tipo feliz.

Hoy no ha sido un buen día. Llego tarde a casa. Tiño el agua de mi bañera con un buen chorro de Magno marino en el intento de hacerla más hospitalaria. Me acuerdo de esa silueta de trotamundos que ha seguido conmigo toda la vida. Le veo sonreír. Esta vez no está solo. Va acompañado de una esbelta dama que también me sonríe, envuelta en sombra.

Concha González
Grupo A


Donde quiebran las ramas y el silencio,
donde el grito con el viento huye,
donde la luz desciende
sin crepúsculo,
donde ya no
donde ya no.

Donde el agua son unas manos frías,
gritos de niños mudos a lo lejos,
gritos de niños,
gritos
de los que nunca fueron.

Trapecio de mentiras,
barrotes, rejas, uñas…
la impotencia del miedo, el peso
de lo que nunca fue
nunca fue nuestro
… el vacío de ser
lo que no fuimos.

Marian de Vicente
Grupo B