Salvajes

En la sesión del taller de escritura creativa de esta semana con el grupo C hemos recuperado un tema de nuestro baúl de propuestas: los niños y niñas salvajes vinculados a la literatura o al cine. Así que nos pusimos el disfraz de salvajes para hablar de niños y niñas criados en el medio natural por animales.
Tomamos como referencia el maravilloso álbum "Salvaje" del Emily Hughes donde se cuenta cómo una niña criada entre osos, zorros y cuervos es descubierta por animales humanos y llevada a la ciudad. La niña no entiende ni se siente feliz entre ellos así que decide escapar. "No se puede domar algo tan felizmente salvaje" nos dice la autora al final de la historia.
Un libro que nos invita a reflexionar sobre nuestra escala de valores, sobre la importancia del contacto con la naturaleza, sobre la tolerancia, la educación, el amor a la libertad, los derechos del niño, la opresión.
Dejamos aquí un artículo sobre dicho libro.


Pero también hablamos del niño Víctor de Aveyron que François Truffaut llevó al cine con el título de "El pequeño salvaje" y de Kaspar Hauser cuya historia también fue llevada al cine por Werner Herzog`s.
Pero centramos nuestro interés en Marcos Rodríguez Pantoja cuya historia se refleja en el libro "El Salvaje" de Antoni García Llorca y en la película "Entre lobos" de Gerardo Olivares. También hay un documental titulado "Marcos, el lobo solitario" que cuenta su historia.
Gabriel Janer Manila, Catedrático de Antropología de la Educación y escritor, realizó su tesis doctoral sobre este caso "El niño salvaje de Sierra Morena".
En programa de televisión "Versión española" proyectó la película y tras ella tuvo lugar un coloquio con sus protagonistas.




Propuestas de escritura

1. Propuesta en el taller. Imagina que eres un niño salvaje arrancado de la naturaleza. ¿Qué le contarías a los lobos, osos, cuervos y zorros sobre el animal humano si tuvieses la posibilidad de comunicarte por escrito a través de una carta? 
2. Propuesta para casa: Salvaje regresa a la selva tras escapar de la casa de un matrimonio que la encontró y la acogió. ¿Qué opinan de ella pájaro, oso y zorro, sus principales amigos? ¿Cómo la ven? ¿Es la misma tras haber pasado por el "civilizado" mundo de los humanos?


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:

Los oficios de antes

Señalaba Franz Kafka que “El trabajo manual nos acerca a las personas”. Y eso quisimos hacer en las sesiones del taller de escritura de esta semana, acercarnos a las personas que ejercieron oficios curiosos y ya desaparecidos.

Para acercarte con curiosidad a este tema puedes consultar cualquiera de estos tres artículos: "Oficios antiguos: las profesiones de nuestros ancestros", "Diez oficios que ya no existen" y "35 fotografías de oficios que ya no existen


Imagen de una despertadora: se sirve de una pequeña cerbatana y unos guisantes para disparar al cristal 
de la persona que quiere ser despertada.



También se les conocía como aldaboneros. En otras ocasiones se valían de una vara larga para golpear el cristal de la vivienda de la persona que encargaba sus servicios y quería ser despertada.


Dedicamos una atención especial a los serenos, una profesión que se ganó el respeto y la admiración de mucha gente. Te invitamos a conocer la canción tradicional titulada "El sereno", o el artículo "La noche en la que Gloria Fuertes le recitó versos al sereno" una divertida historia que protagonizó la poeta con un sereno, oficio sobre el que también escribió un poema:

El sereno el domingo madrugaba.
Levantado a las siete de la tarde,
se iba a ver los colores al paseo.
Por la noche el sereno era distinto,
conocía a las putas por las piernas,
conocía a los chulos por el paso
y tenía un revólver pequeñito.
El sereno era pasto de la noche,
entendía de gritos de mujeres,
sabía si parían o gozaban
y reía o llamaba al cirujano.
El sereno era un hombre misterioso,
se afeitaba debajo de la luna
y fumaba cigarros prohibidos.
El sereno está preso,
pues le daba
por proteger a un coro de mendigos.


Hablamos de la novela La acabadora de Michelle Murgia, en la que la protagonista se encarga de acompañar a los moribundos en el difícil trance hacia la muerte para que sus vidas acaben de forma digna. La muerte siempre estuvo mal vista, de modo que trabajos como el de enterrador, el de empleado de pompas fúnebres o el de las plañideras, todos ellos necesarios en su momento, señalaban con cierto tufo de rechazo social a quiénes los llevaban a cabo. Recordamos, en este sentido, el poema de José María Gabriel y Galán "La hija del sepulturero". Dejo por aquí un poema propio sobre un enterrador:

Soy el enterrador de barba espesa
como el humo de otoño en los tejados.
Nadie como yo, tan aseado y
serio, para apilar la tierra en cada

tumba y franquear los huesos crudos
de los hombres. Yo enterré a mis hijos en
una tierra blanca como el Ártico
y allí sus huesos, húmedos, perennes,

aguardan las arrugas de mis ojos.
Soy el enterrador que te abrirá
el camino, el paso al interior

de la verdad más absoluta y ciega.
Soy el enterrador que adulará
al gusano para borrar tu sombra.

Uno de los trabajos nacidos de la miseria y la pobreza era el del sustanciero, un hombre que cargaba con un hueso de jamón al hombro y lo "alquilaba" por tiempo para dar sabor a los discretos y pobres pucheros. Este texto de Miguel Rodríguez titulado "El sustanciero" recoge cómo era este curioso trabajo:

En el pueblo las primeras calles esperan tranquilas al caminar del hombre, que canturrea una coplilla siguiendo el ritmo de sus propios pasos. El sol de la mañana delinea sus toscas facciones acentuando los recovecos de sus arrugas y la curtida piel alrededor de los ojos, bien protegidos por la sombra que le da la boina negra que le cubre la cabeza. En ellos hay un brillo vivo que centellea en su interior sin necesidad de que la luz incida en ellos; una chispa que no encaja con su atuendo raído y sus andares desgarbados. Y es que como dice el refrán, el hábito no hace al monje.
Las mangas de la camisa bien remangadas –así no se notan los puños deshilachados– y su franca sonrisa son la mejor llamada al negocio pues para él, como para todos los vecinos de la comarca, son tiempos duros. La posguerra está obligando a la gente a buscarse la vida de las maneras más inverosímiles, pero aun enjuto y con poco que llevarse a la boca el hombre no se puede quejar demasiado. Su primo le ha conseguido un empleo en un matadero cercano y de cuando en cuando consigue sacar de estraperlo algún hueso de jamón tan seco que ni un perro le sacaría jugo. Sin embargo para él es un tesoro que cuelga ahora a su espalda como si de un hatillo se tratase, calculando que le va a procurar unas buenas perras chicas y, si la cosa va bien, alguna que otra perra gorda.
– ¡El sustanciero, señoras! –grita cuando ya se ha adentrado lo suficiente en el poblado–. ¡Les traigo sabor para el puchero!
Al grito se asoman varias cabezas por las ventanas, casi todas de niños curiosos y alguna vieja fisgona que le reprocha las voces. No obstante al poco una vecina aparece en el umbral de su puerta y le invita a pasar.
– Escasito viene el hueso hoy –le espeta sin saludarle–. Espero me lo deje usté un buen rato.
– No se preocupe patrona, que por una perra gorda tié usté un caldo sabroso, sabroso. Se lo digo yo.
En la cocina un puchero con restos de verduras más bien mustias espera borboteando la llegada del sustanciero, que con cuidado deja caer el hueso dentro del agua mientras en su mano reluce un reloj con el que calcula el tiempo que lleva sumergido. Esgrimiendo todavía su sonrisa da conversación a la mujer, que le contesta sin mucha gana. Tiene la vista fija en la cuerda atada al pernicote, observándolo como si estuviese el jamón entero dentro de su olla.
Justo cuando el tiempo está a punto de cumplirse aparece la hija de la dueña bajando las escaleras. Es una joven morena de ojos oscuros y tez olivácea que viste una blusa blanca y falda de arpillera que contrasta con el color de su piel. El sustanciero no puede evitar fijarse en la hermosa muchacha, guardando el reloj para descubrirse ante ella. No es lo suficientemente joven como para que una chica como aquella lo considere un pretendiente digno, pero tampoco tan mayor como para no intentarlo. Por ello sonríe de nuevo, le echa un poco de cara y hace ademán de retirar el hueso del cocido.
– ¿Ya lo va a retirar? –protesta la dueña de la casa–. Menos mal que me iba a dejar un caldo sabroso.
El hombre se encoge de hombros y simula pensarlo un momento para después volverse sonriente hacia la muchacha guiñándole un ojo. Al ver que ella le devuelve la sonrisa no duda y se gira de nuevo hacia la mujer.
– ¿No tendrá usté un poco vino? –le dice arqueando las cejas.
– Algo debe quedar.
– Pues si la moza tié a bien ponerme un vaso yo me olvido un rato del reloj.
La mujer entorna los ojos y mira a su hija, que asiente levemente dando a entender que el galanteo no le es indiferente. Un poco de diversión entre tantas penurias no le vendrá mal, piensa su madre, por lo que con un resoplido da su conformidad y, mientras la chica se apresura a coger un vaso limpio, se sienta en la mesita baja lo suficientemente cerca como para escuchar todo lo que se hable pero dejando algo de intimidad a la pareja.
Al fin y al cabo, ella también fue joven una vez…

Hablamos también de los cencerreros y recordamos un reportaje que tiene como protagonista a Julián, el último afinador de cencerros de Cabañeros, un hombre que dice que el único secreto para fabricar, reparar y afinar cencerros es el oído. 

También hablamos de los obleyeros y barquilleros, una profesión que fue itinerante antes de mecanizarse e industrializarse. Puedes echarle un ojo y descargarte el libro De obleas y barquillos, de Marta Sánchez Marcos, publicado en la colección "Páginas de tradición" 15 del Centro de Cultura Tradicional de la Diputación de Salamanca.

Recomendamos por último los cuentos "Viejo oficio", de Cesare Pavese, "La lechera y el deshollinador" de Hans Christian Andersen y "Esquileo" de William Faulkner.


Propuestas de escritura

1. En el taller. Propusimos escribir una historia a partir del siguiente inicio: "Aquella noche el sereno se encontró con..."
2. Para casa. Elige una letra del abecedario y busca en el listado de oficios antiguos uno sobre el que quieras escribir.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Piedra sobre piedra

El oficio le venía de lejos. Era el hermano pequeño de una de esas familias abundante en hijos y en hambre. En los tiempos románticos de los caballeros andantes, castillos señoriales y monasterios poderosos, solo podían subsistir como siervos de alguien que les dejaba estar bajo su dominio absoluto y esporádicamente les dejaba explotar como huerto un terruño reseco. Él se convirtió en el designado para la ingrata e interminable tarea de retirar piedras del huertuco familiar a fin de facilitar el trabajo de azadón de los más mayores. Con entusiasmo infantil retiraba piedras que, a falta de algo mejor en que emplearlas, iba amontonando en la zona más improductiva del ya de por si improductivo reducto. Los primeros montones eran informes acúmulos que cuando aumentaban en altura se derrumbaban estrepitosamente, echando por tierra el esfuerzo del chiquillo. En uno de aquellos sucedidos perdió entre las piedras la movilidad del dedo corazón de su mano izquierda, que quedó para siempre extendido y se convirtió en su marca personal, y estuvo a punto de perder también la cabeza en la espada del señor por haber espantado su caballo, que casi derriba a tan orgulloso jinete.
Con el paso de las estaciones y los años se convirtió en un espigado mozalbete con un dedo extendido y una facilidad especial para amontonar piedras en resistentes construcciones de una vara de ancho y varias varas de alto. El huerto familiar perdió piedras y ganó en rendimiento y en solidez defensiva frente a merodeadores indeseados. Pero eran tiempos duros, muy duros, y empujado por la falta de suficiente alimento para toda la familia, las incursiones de la media luna o de la cruz cristiana y el poco valor de la vida servil en aquellas tierras, cargó en su jubón la alcotana de mampostero y sin más pertenencias que su sabiduría en el oficio abandonó aquellas inhóspitas parameras y partió hacia el futuro.
Recorriendo villorrios, aldeas, castillos, monasterios, incipientes ciudades, fue sobreviviendo a las inclemencias del duodécimo siglo a base de derrochar un no muy valorado trabajo. Pero en el camino consiguió perfeccionar su técnica, trabajando la mampostería en seco con una maestría envidiable. Siempre desdeñó la nueva mampostería que algunos menos hábiles empleaban para engañar su falta de oficio, aunque a los largo de los siglos venideros se convirtió en la mampostería ordinaria con cemento para hacer que las piedras mal talladas o escogidas encajaran con la misma aparente solidez que las piedras hábilmente seleccionadas y encajadas con aquellas manos de nueve dedos útiles y uno estirado. Tampoco le gustaba la mampostería careada, que lucía muy bien hacia fueramuros, pero no dejaba de ser un engaño que por dentro ocultaba bordes no acoplados, ni era partidario de la mampostería concertada, en la que las piedras encajaban mejor a base de un ímprobo trabajo de tallado para que las caras fueran más o menos regulares, le parecía una pérdida de tiempo trabajar las piedras una a una para hacerlas encajar cuando él era capaz de hacerlo sin necesidad de tanto trabajo y desperdicio del preciado material disponible. Esto traía como consecuencia que produjera pocos ripios, a los que tanto recurrían los menos hábiles para rellenar los huecos que quedaban entre las piedras y que a él ni le gustaban ni le hacían falta. Tampoco rellenó nunca los huecos dentro de los muros con paja o barro, él no dejaba huecos. Con el tiempo también descubrió la importancia de las llaves o perpiaños para consolidar los muros y toda la estructura de edificaciones más complejas que poco a poco se fue atreviendo a abordar.
Nadie supo cuantos años vivió, ni la fecha exacta de su muerte, ni donde está enterrado, ni todas las ermitas, estancias, elementos de catedrales, castillos o monasterios que erigió con esfuerzo, pero son muy numerosos por estas tierras los muros que conservan su estructura casi mil años después, aguantando inclemencias del tiempo, de las guerras y de la codicia y mostrando orgullosos una especie de marca de cantero que representa un puño cerrado con el dedo anular estirado.

Manuel Medarde
Grupo A


El sospechoso

Aquella noche el sereno se encontró con un tipo del que por fuerza se tenía que recelar, él tenía olfato para esas cosas. Del barrio no era, desde luego. Ni tenía parientes en él, admitió el otro cuando al preguntarle. No, tampoco era que solo estuviera paseando, vino a reconocer vacilante.
Es función del sereno velar por la seguridad de los vecinos, así que pese a que el extraño no tenía mala pinta, el encargado de recorrer las calles en la noche agarró con determinación el chuzo, se irguió lo que pudo en su corta estatura y sacando a relucir su voz más ronca y severa exigió explicaciones.
Nunca se sabe, pudo haber derivado la cuestión cualquiera sabe por dónde. Menos mal que al fin el desconocido logró serenarse y hablar en condiciones. Y tono convincente. Y no tenía mala pinta, se dijo de nuevo el sereno, así que terminó por condescender:
—Bueno, bueno, si es usted del taller ese de las Conchas que dice, y es que necesita documentarse para lo del texto que le han mandado…

Pascual Martín
Grupo B


El partero

Ya, ya estoy en ello, quienes auxiliaban a las mujeres en el trance de traer al mundo los hijos eran otras mujeres, preferiblemente mayores. O sea, las parteras. Pero yo cuento lo que me contó mi padre, y lo que decía mi padre iba a misa.
Hay que imaginar a mi padre (que todavía no era mi padre, claro) de catorce años, pantalón de pana, albarcas, la gorra calada que sería la primera. Imaginarlo digo, a pie y el ronzal de la caballería en la mano, por el camino de Matamala al Rompío. «Yo iba siempre andando, no se podía cargar a la mula con las cántaras de la leche y yo encima». El niño que salió llorando de la choza tendría si acaso cuatro años. Que su madre estaba muy mala. Mi padre se metió para adentro y menudo cuadro: gritos de dolor, la mujer en la cama y sangre por todas partes. La mujer dando a luz, o lo que fuera, ¿qué sabía mi padre de aquello?
«No te preocupes, chaval», logró decir la parturienta sujetando sus lloros «yo te voy diciendo. Si lo tengo ya preparado, es que el mi hombre se tuvo que ir a las ovejas y ya ves cómo me ha venido. Tú tienes que poner a calentar agua en la chimenea». Ahí empezó la odisea. Duraría lo que durase, para mi padre siglos; lo peor, cortar el cordón umbilical, menudo apuro. Cuando llegó el hombre, Paco, ya estaba todo aviado y la criaja en brazos de la madre. «Muy bien, mozo, te has portado», aprobó el recién bi-padre. «Anda, majo, dale un beso a la niña, ¿no quieres?», pidió la parturienta desde su lecho, y mi padre se lo dio y mejor pagado imposible.
A mi padre se lo oí contar en montón de ocasiones. Solía rematarlo siempre con aquello tan suyo de: «No veáis los sudores, yo no las había visto más gordas en mi vida, pero obligado te veas. Las mujeres son más apañadas para todo».
A la criaja que se dice la conocí ya moza, y bien guapa. Cuando llegaban forasteros al pueblo, mi padre la presentaba diciendo: «A esta la hemos tenido el Paco y yo a medias». Y lo contaba otra vez, recreándose con lo de la sangre y el cordón umbilical.

Pascual Martín
Grupo B


Paco, el sereno

Aquella noche el sereno se encontró con lo que más le aterraba, con lo que venía minándole el sueño desde hacía años. No piensen ustedes en algún ladrón, que esos los había encarado a decenas y si no pudo retenerlos a todos, al menos, los puso en fuga. Tampoco temía a las bandas de maleantes que ya en varias ocasiones se había topado y que le obligaron a emplearse a fondo con su chuzo. No hacía cuenta de los innumerables borrachos que debió arrastrar hasta sus portales, ni le asustaba encontrarse un herido, ni a un muerto siquiera, que también de cadáveres podría hablar largo y tendido. No, nada de eso. Lo que más le sobrecogía, lo que hacía temblar sus piernas y lo mantenía insomne la mayoría de las noches, vino a sucederle solo unos días atrás. De un rincón oscuro le llegó un quejido que, al principio, creyó emitido por una gata en celo. Pero no, al prender su linterna comprobó que se trataba de una mujer, casi una niña, según apreció enseguida. La desventurada estaba recostada contra un muro y lloraba y gemía sujetándose la prominente barriga. Tal como siempre había temido, Paco, un solterón empedernido, inexperto en las lides del nacimiento y la crianza, se vio enfrentado por primera vez en su vida a su mayor pesadilla: un parto.

Pepe Lorenzo
Grupo B



La lavandera

–Os lo he dicho cien veces: a mí las prendas me hablan –afirma convencida Luisina.
Sus compañeras, inclinadas sobre las tablas de lavar, enjabonan y frotan la ropa y luego la enjuagan en el río. Nadie le presta demasiada atención pues la tienen por una pobre insensata. Ante su insistencia hay quien piensa en soltarle alguna fresca, aunque se contiene por evitar discordias que rompan el ambiente de alegre camaradería.
–Si no me creéis mirad estos calcetines. Las plantas desgastadas, los tomates cosidos y recosidos. Ya os lo dije: en la casona de los Pereira hay menos plata de la que presumen.
Ninguna le contesta. Una canturrea en voz baja.
–¿Y estas sábanas amarillentas? ¿Qué me decís? –Vuelve de nuevo a su obsesión.
–¿Qué ves tu ahí, muchacha? –Se apiada Concha y le pregunta.
–Que el niño se orina en la cama. Y mira que ya es un mozalbete. El pobre se avergonzaría si se supiera…
–Pues en mala hora te escogieron de lavandera, que no me pareces capaz de guardar un secreto –la censura la señora Encarna.
Luisina se queda un rato en silencio, sin embargo, no tarda mucho en olvidar la reconvención y grita:
–¡Huele estos calzoncillos! –Le pide a Venancia que está a su lado.
–Quita, guarra. Ni que dieran a espliego.
–¡Ay, ay! Esto me lo barruntaba yo. El señor anda con busconas cuando va a la feria de Medina.
–¡Calla, lenguaraz y métete en tus asuntos! –la conmina la amiga.
–Si de aquí no ha de salir una palabra, no tengas recelo. Es que la ropa me lo grita. Mira, por ejemplo, este pañuelo: lleva bordadas unas letras como las que le hago a mi Marcial.
–¡Buena labor! –asegura la tía Consuelo que es entendida en costuras y que se lo ha quitado de las manos–. La eme y la ele están trazadas con elegancia y no hay hilo fuera de lugar.
Luisina se ha quedado repentinamente sin habla. Trata de arrebatarle la pieza, pero la otra se la escamotea y prosigue su estudio.
–Y digo yo: ¿A qué vienen una eme y una ele si en esa casa nadie lleva esas iniciales?
Luisa no puede evitar ruborizarse mientras se pregunta qué hace un pañuelo de su marido entre las ropas de doña Amparo.
–Dame, mujer, eso es de mi hombre. Había olvidado que anoche añadí unas piezas de mi casa al saco de los Pereira.
Enjabona unas enaguas y las frota con rabia. Unas lágrimas le queman las mejillas.

Pepe Lorenzo
Grupo B


El masón

Misterios que se desvelan
en austero material de siglos,
a ritmo del tañer o del silencio:
entre la mica y los poros del granito,
gotas de hemoglobina
inolora, tenue,
se confunden con otras marcas
con otros signos.
El masón sangró
tras el seco golpe de la maza,
mas no mucho.
Se vislumbran almas y sombras
de otros oficios y logias:
talladores, carpinteros,
con sus gubias y compases,
maestros que dieron forma
a sillares entre geometría y ruina,
su saliva, sus sudores
en la masa del mortero
de sempiternas paredes
que atestiguan vida,
viajes, frío, horrores, sueños.
En un rincón, quizás, estupor de orina.
Dibujar, tallar, con fino cincel y piel,
pentalfas, alegorías,
Enigmas de infinitos en lápidas
que son nombres,
qué son firmas.

Marisa Sánchez
Grupo C


Como una regadera

En el único bar del pueblo, acodado en la barra, respondiendo a todos los clichés habidos y por haber de su oficio, estaba Siro. Hombre solitario de aspecto eremita.
Balanceaba su vaso mientras miraba ausente el baile de los hielos con el whisky. Yo, foráneo urbanita, solo me acercaba esporádicamente a la paz rural que me daba la casa que mi fallecida abuela Margarita me había dejado en herencia. Me senté a su lado.
No conocía a nadie, y no sé porqué, me pareció buena idea buscar compañía, y quién sabe, una buena charla, para unos últimos tragos antes de dormir. Agarré la banqueta, y con uno de esos suspiros nerviosos de quien se sabe fuera de lugar, me arrimé y lancé un buenas noches que no tuvo respuesta.
Como dije, él estaba ausente. Seguía haciendo sonar los hielos contra el vidrio mientras, debajo de sus brazos, pude ver que tenía un par de folios algo arrugados y sucios. El típico aspecto que cogen las hojas que han sido dobladas y usadas mil veces. En ellos, lucían a carboncillo, varios bocetos de árboles y flores.
Supongo que, guiado por mis prejuicios, me sorprendió la belleza de los dibujos, no esperaría jamás tal nivel en alguien así. Se debió notar en mi cara, ya que me despertó del ensimismamiento con su voz grave y rasgada:
¿Le gustan? Estoy como una regadera - ante tal afirmación me quedé en blanco y solté entre balbuceos un "son maravillosos, no diga eso". El rió.
Se presentó, aunque yo ya le conocía de oídas, y charlamos. Me habló de que su nombre venía del firmamento y que sus manos envejecidas siempre tenían barro, pero no por falta de higiene, sino porque a él le gustaba sentirlo en su piel como parte del ciclo del ser - el barro es la mater materia de la creación, estoy como una regadera - añadió.
Ante la reiteración de esa coletilla no pude más que preguntar:
"¿Por qué dice que está como una regadera? Lo que dice es filosofía pura, me encanta."
Volvió a reír.
"Joven, no me malinterprete. Digo que estoy como una regadera porque tengo el mejor oficio del mundo: hacer que nuestra gente, la que quisimos y queremos, vuelvan a florecer como semillas que se abren paso desde el subsuelo llenando este mundo gris de vida. Me encargo que cuando alguien nos deja, no sea olvidado, no deje de existir" dijo mientras me enseñaba un puñado de pepitas que, según él, siempre llevaba en los bolsillos, volvió a sonreírme y se marchó.
Acto seguido me fui yo también, pero antes de ir a casa, fui a visitar el lugar donde enterramos a mi abuela Margarita. Nunca había sido capaz de ir, por dejadez y pesar. Según subí la ladera a las afueras del pueblo vi aparecer un enorme y precioso castaño, como castaños eran sus ojos. Sonreí y lloré. Sin duda Siro, el enterrador hacía más por la vida que por la muerte, solo espero que siga regando el camino de la gente que nos deja para que siempre volvamos a encontrarnos.

Edwing Vladimir
Grupo A


¡Las 10 y sereno!

Aquella noche el sereno Daniel se encontró con unas cacas de perro en medio de la acera. Él, tan pulcro y tan ordenado en todo su señorío, sintió como la sangre se le subía a la cabeza. Su cara enrojeció de repente y las manos le empezaron a sudar. Decidió serenarse, que por algo era sereno. Respiró profundamente tres veces y empezó a repasar el entorno. En el número tres vivía Paquita con su galgo Felipe. Ella no podía haber sido, era una señora muy escrupulosa. En el cinco estaban los Rodríguez con su mascota pekinesa. Tampoco. Además, el tamaño de las heces no se correspondía. Seguro que habían sido los del siete, los Lorenzo, con su pastor alemán. No le cupo la menor duda.
Se dirigió a la valla de la casa y llamó al timbre. La puerta se abrió iluminando la calle y la figura del municipal que, chuzo en mano, amenazó a sus moradores con una multa morrocotuda. Papá Lorenzo, conocedor del mal talante del sereno, ni siquiera intentó discutir. Pidió mil disculpas y, cogiendo a su hijo adolescente por la oreja, le hizo salir con una bolsa para recoger la mierda y limpiar la calle.
—Gracias —dijo Daniel. Respiró hondo con la satisfacción del deber cumplido y siguió su ronda.
Sonaron las campanas del ayuntamiento.—¡Las 10 y sereno!

Maxi Moreno
Grupo B



La plañidera

—Date prisa, Vicenta —dijo Luisa cuando le abrieron la puerta—. Tenemos trabajo esta tarde.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Vicenta sin mucho interés, mientras corría hacia la alcoba para cambiarse de ropa y ataviarse convenientemente. Medias negras, falda, blusa y chaqueta del mismo color, un pañuelo para la cabeza y un velo cubriéndolo todo, también negros. Se vistió de forma mecánica sin reparar en el gesto de circunstancias de la cara de su amiga.
—Algún día tendré que renovar el vestuario Pero con lo que nos da el oficio no puedo permitirme el lujo de cambiar estas ropas ya raídas por el tiempo y el uso. Fíjate en los puños de la chaqueta, deshilachados, los codos de la blusa casi se transparentan y a las medias no les cabe un zurcido más.
Salió del cuarto presurosa y se fue a la cocina para coger unas cebollas pequeñas. Las solía ocultar bajo las sayas y utilizarlas en los momentos críticos: cuando entraban los miembros de la familia a presentar sus respetos ante el féretro, cuando el cura echaba el responso, cuando levantaban el ataúd para llevarlo a la iglesia, o para sacarlo del templo y, por supuesto, cuando le daban sepultura. En ese momento apretaba con fuerza los bulbos mientras echaba las manos a la cara para taparse el rostro. Ahí no sólo lloraba a mares, también gemía —a causa del dolor que le producía el ácido en sus ojos— y levantaba los brazos al cielo solicitando la redención del finado. Cuanto más expresabas el dolor mejor te recompensaban los dolientes.
Al dirigirse hacia la puerta observó el mohín contrariado de Luisa.
—¿Qué te pasa? ¿Es alguien de la familia? —preguntó Vicenta.
—Es uno de la Casa Grande —contestó, casi con temor.
Vicenta sintió que el corazón se le aceleraba. Se apoyó en la mesa para recibir la noticia.
—¿Quién? —preguntó expectante.
—El señorito Rafael —respondió Luisa, mientras veía palidecer a su amiga—. Lo han traído desde Madrid para enterrarlo en el pueblo. Están contratando a todas las plañideras de la comarca para celebrar un gran entierro. Y lo pagan bien. Veinte pesetas por todo el oficio.
Vicenta dejó a su amiga en el comedor y se fue rápidamente a la habitación. Se sentó en la cama y puso la cabeza entre las manos. Evocó sus años adolescentes cuando Rafael y ella eran inseparables. No hubo peña, valle ni ribera que no hubiesen rastreado juntos. Tampoco hubo caricias, abrazos ni mimos que no hubieran explorado. Hasta que los de la Casa Grande los separaron para siempre. Él se fue a Madrid a estudiar, luego lo casaron y lo colocaron en los almacenes de tejidos de la familia. Ella no volvió a aparecer por la finca ni por la casa. Él nunca volvió al pueblo. Ella se quedó allí para siempre.
Rebuscó en la caja de metal escondida en el armario tras los zapatos y sacó una fotografía, la única que tenía con Rafael. La imagen reflejaba los esplendorosos 17 años de ambos y su sonrisa, aquella que la hacía derretirse en sus brazos. Ese día se habían entregado por completo con el amor limpio que sólo tienen los jóvenes. Ella creyó que sería para siempre, que la felicidad que había alcanzado jamás se la podrían arrebatar... Recordar le partía el alma.
—Tienes razón, es mucho dinero, no podemos desperdiciarlo —asintió Vicenta cuando más calmada regresó al comedor—. Ve tú primero, yo te alcanzo enseguida.
Volvió a la cocina para dejar las cebollas. Hoy no las iba a necesitar.

Maxi Moreno
Grupo B


El último hechicero

Hace mucho, mucho tiempo, por tanto, siendo yo muy joven aún y con mi reciente título de medicina de la Universidad Complutense de Madrid bajo el brazo, tras varias llamadas telefónicas, en un locutorio dónde nos proporcionaban las guías provinciales de cualquier ciudad (no existían las Autonomías), conseguí trabajo en un municipio que calificó el Jefe Provincial de Sanidad como “punto negro” sin más aclaración (tampoco yo la pedí)
Podía incorporarme a la semana de ir a firmar el contrato. Lo firmé acompañada por algún familiar que me llevó en coche, días después de llamar.
Después cogí mis pertenencias y el Lusitania Exprés, tren directo Madrid-Cáceres y me fui a la buena ventura, con más ilusión que miedo, que también llevaba un cargamento.
El resto de ocupantes del departamento no eran capaces de callar la boca en todo el trayecto. Por fin alguien me preguntó:
-¿Y hacia dónde se dirige usted? (el tuteo no era entonces frecuente)
- Soy la médico de Aldea del Cano. Voy a tomar posesión.
El que preguntó miró a los ojos a otro individuo sentado a su lado, haciendo ambos un gesto como de extrañeza; abriendo los ojos y parpadeando.-¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema en ese pueblo?- Nada, me dijeron, …que ese es el pueblo donde vive “el Sabio”
-Y ¿quién es “el Sabio”, si puede saberse?
Callaban ambos de nuevo…
Ante mi insistencia contaron: Pues quién ha de ser, el curandero… Allí nadie va al médico… solo van al Sabio.
Hasta ahí llegó la ilusión de una ilusa… Así que ese era “el punto negro” al que no me aclararon que iba… Entré casi en pánico, solo con ganas de dar la vuelta otra vez a Madrid.
-Pero no se preocupe, no es mala persona… Intentaron animarme.
Había que apechugar. Necesitaba empezar a trabajar…
El primer día que pasé consulta, estoy convencida de que pasó por allí el pueblo entero… Muchos con un papelito donde llevaban escrita la medicación que necesitaban.
Con el tiempo supe que esos papeles eran las “recetas” que el sabio, hechicero, o curandero les mandaba para sus curas “milagrosas”. Consistían en 4 ó 5 medicamentos diferentes, que debían de tomar 1 solo de cada marca, cada día de la semana y que “gracias” a mí, esos envases pagaría la Seguridad Social.
Nunca tuvimos relación personal. Aunque era concejal del Ayuntamiento y sí que nos conocimos.
El tal Sabio era medio analfabeto, la receta la escribía un pariente suyo que siempre le acompañaba. Pero bien “hechizados” tenía a todos. Le precedía su “fama”, como a tantos otros en otras zonas, porque tenia “consulta” en Cáceres, capital, en Madrid y una o dos veces al mes en Portugal. Nunca en el pueblo.
Según las malas lenguas volvía con el maletín repleto de billetes de sus viajes de trabajo.
Pasado un tiempo, supongo que alguien siguió yendo a consultarle, pero yo dejé de ver sus papeles en mi consulta
Una vez me llamó, oh! sorpresa! a su cortijo. Teóricamente era ganadero, claro!
Con extrañeza y curiosidad llegué allí. Me pidió que reconociera a una persona muy mayor, que estaba en la cama. Era su madre, a punto de morir.
Yo solo tuve que hacer mi trabajo. Y me despedí.
Tampoco volvió a hablarme nadie de él.

J. Haro
Grupo C


Que no falte candela

La oscuridad se entrelaza entre mis dedos forjando candelas. Generosas, alumbran las alcobas tristes, acompañan en su soledad al eremita o engalanan de un halo festivo las noches del estío. Al amanecer, las melíferas traen bajo sus alas, las escamas de la cera más blanca y pura del panal, apilándolas en el quicio de mi ventana. No lo olvidan. Saben que soy su abeja reina hecha mujer, aunque ambas nos rindamos pleitesía. El rocío me trae la esencia fresca de las flores, mientras que las arañas-hilanderas y las luciérnagas, pata con pata, cardan el algodón de las mechas que guiarán a las llamas en su sinuoso camino por el aire. Apenas duermo para llegar con mi cesto hasta la aldea más lejana antes de que acabe el día. Quiero que no falte candela en ningún hogar de esta tierra, a pesar de la guerra.

Carmen Pedrero
Grupo A


El sereno

Aquella noche el sereno se topó con un libro. Descansaba en la acera, junto a la ventana de un semisótano. Lo cogió el sereno, seguro de que a alguien se le habría caído allí. Leyó el título: “Hamlet”, de William Shakespeare. Mil veces había oído hablar de aquella obra que nunca había leído. Así que se acercó a la luz de la farola más próxima y, movido por la curiosidad, lo abrió por una página al azar. Entonces, traicionado por el subconsciente, leyó a media voz:
—“Sereno ser, ésa es la cuestión”.

Óscar Martín
Grupo A



El soguero

La gitana se lo había dicho hacía muchos, muchos años, cuando no era más que un mozalbete: “vivirás del fruto de tus manos y el fruto de tus manos te matará”. Y ahora, en el patíbulo, al reconocer como suya, sin ningún género de dudas, la soga de la que en breve iba a colgar, no pudo menos que esbozar una sonrisa amarga e incrédula, recordando aquellas palabras de la gitana.

Óscar Martín
Grupo A


Cantero

Cantero de gramil,
de cincel y de plomada,
que tallabas el sillar
y tu espinazo
varas
por encima de las tumbas
y los lechos,
ya no golpeas más
ni retumba el sonido de tu maza
en las sombras de la aldea
abandonada.
Cantero de postal antigua
de Santa María o La Asunción
en sepia,
veo tu silueta al romper
el alba
entre los punteros
y los vanos de las campanas.

Marisa Sánchez
Grupo C


Lo que tengo para darte

Camina cansada pero distraída. El suelo cruje bajo las suelas gastadas. La espalda va encorvada por el peso de la carga, pero el alma va sin peso porque lleva su ropa limpia. Viuda por la guerra ¡qué importa cuál! todas son iguales. Con un canturreo llena el cubo con el agua que le hace coro en la melodía. Entre agua jabonosa la cabeza se le va. Es tan mecánica la labor que libera los pájaros de la cabeza. Otras se ahogarían en ese agua de pensamiento. Ha visto en sus caras el desaliento. “¿Qué haremos mañana?” Ella no, ella sueña. Las monedas caen a cuenta gotas, ni sonido hacen, pero ella flota. ¿De qué sirve lamentarse? ¿Cómo el disgusto pone comida en la mesa?
Frota, friega, vuela. Su niño iría a la escuela, aprendería un oficio, conseguiría un buen trabajo. ¿Cómo lo sabe? Por la ropa limpia. La ropa limpia refleja carácter, responsabilidad, dignidad. Será irrelevante, pero para ella es un mundo. Ropa limpia, es todo lo que tiene para darle.

Vanina Palomo
Grupo C


Granadero granadino

– ¿Oficio en la tierra?
– Granadero. Sargento de granaderos...
– Y, ¿eso qué es?.
– Soldado de infantería. Me encargaba de tirar las granadas al enemigo.
– ¿Mató a muchos enemigos?
– No me dio tiempo.
– Esas granadas no eran fruta... ¿Eran armas?
– Sí. Pequeñas. Cabían en mi mano. Mas bien parecían piñas verdes. Les quitaba la espoleta, las lanzaba y cuando caían explotaban en mil fragmentos. Me eligieron para este cometido por buen mozo y tener buena puntería. Y, ¡ejem!, para más inri nací en Granada.
– Y ¿cómo murió el granadero granadino y gracioso?
– Me explotó una en la mano. Estaba defectuosa, supongo. Morí en el acto el primer día de la guerra.
– Bien, bien. Su cometido será, de ahora en adelante, recoger todas las granadas del paraíso y servirlas con sumo cuidado a todos los comensales. Deberán estar en su punto, es decir ni tan maduras que ya estén abiertas o caídas en el suelo y manchen; ni tan verdes que no se puedan comer.. Con sumo cuidado. Repito.
– Pero, pero, la mesa no tiene fin.
– Confiamos en sus buenos lanzamientos, y, en su buena voluntad de no herir a nadie. Aquí todos somos amigos.

Araceli Sebastián
Grupo C


El retratero

Con la llegada de la primavera había aumentado la actividad del pueblo. Un día llegaba el colchonero, otro el trapero, otro un arriero. Aquel día a todos los rincones llegaba la misma consigna: ¡el retratero!, ¡ha llegado el retratero!. Hacerse un retrato se dejaba para ocasiones especiales, boda, nacimiento, comunión etc. El retratero pasaba una vez al año por el pueblo así que todo aquel que tenia algo importante para recordar se apresuraba a engalanarse y acudir a la plaza.
Aquel año se notaba que la cosecha de aceituna había sido buena, muchos habían tenido excedente de aceite para vender en otros pueblos y había cola. Esperaban pacientemente que descargara de una vieja motocicleta los cachivaches: un telón con un paisaje ajado que clavaba con puntas a una pared que servía de fondo y la cámara de cajón que montaba sobre un trípode de madera. De la parte de atrás colgaba una tela negra por donde el retratero metía la mano y la cabeza y ocurría la magia.
Pasa la primera pareja, casados dos meses atrás, los dos de negro, serios, expresión sombría ambos, el hombre con la mano encima del hombro de la mujer. El retratero manipula la cámara, da las instrucciones justas. ¡Quietos ahora!. Y a los pocos minutos, controlados por un reloj de arena, la nueva pareja se marcha a casa con el retrato de su boda. Un recuerdo que dejarán a sus hijos en una polvorienta caja de lata ,llena de fotografías viejas que pasarán de mano en mano, de generación en generación.
Y así van pasando más parejas, recién nacidos, familias enteras e incluso el alcalde con el bastón de mando. Se termina la cola y cuando le retratero ya esta recogiendo sus bártulos llegan apresurados una pareja más, con un bebé en brazos. El retratero masculla por lo bajo, enojado, ya solo quiere irse a la taberna a tomar un vaso de vino, pero accede, no le sobran las pesetas. Los coloca delante del fondo, están con la misma tensión que los demás, nadie sale natural en esas fotografías, todos quedan con una mezcla de tensión e incomodidad. Hace todo el proceso mecánicamente y hasta que no revela la fotografía no se da cuenta de los ojos hinchados de la mujer, el rostro abatido del hombre y la rigidez del niño. Les da el recuerdo sin mirarlos a la cara, mientras el sonido de las campanas tocando a muerto rompe el silencio de la tarde.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Encuentro

Chocan con las paredes,
todo son obstáculos,
torpezas.

Luz, poca.
Ganas, todas.

¡Ven!

Se buscan los cuerpos,
se encuentran las bocas, las manos, los instintos, las esencias,
todos los sentidos en juego.

Sedientos de piel.

¡Tócame!

Con todas las caricias del mundo,
palpitando en las yemas de los dedos.

Besos húmedos, duros, primitivos.

Respiraciones arrítmicas,
devorándose los jadeos.

Susurros masticados al oído.

¡Tócate!

Gemidos inundados de saliva.
Con la mente en lo efímero y el cuerpo en lo eterno.

Prisas, muchas.

Saben que los incendios más urgentes son a los que antes se les apagan las brasas.

Beatriz Gorjón
Grupo A.