Las formas del fuego

Esta semana saltaron todas las alarmas en el taller de escritura. Los detectores de humo comenzaron a chillar y a pulverizar agua de tantas veces que mencionamos las palabras "fuego" e "incendio".
Tomamos prestado el título de "Las formas del fuego", un excelente libro de José Antonio Ramos Sucre, para nuestra sesión.
Comenzamos la sesión hablando de bomberos. Pero no los de Fahrenheit 451 que quemaban libros prohibidos en la novela distópica de Ray Bradbury. Abrimos fuego con el cuento "Los bomberos" de Mario Benedetti:

Olegario no solo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Estos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.





Continuamos con el libro ¡Fuego!, de Jan Brzechwa publicado por la editorial Media Vaca. Se trata de un poema muy popular en Polonia que cuenta un día en la ajetreada vida de los bomberos. En él nos encontramos a su vez con otro poema, un "Himno a los bomberos de Santiago de Chile" escrito por Rubén Darío:

¡Suena la alarma, valiente bombero!
Va la bomba una hoguera a vencer.
Ponte el casco y camina ligero
donde vibra el clarín del deber.
-Vamos, vamos, con paso ligero,
donde vibra el clarín del deber.
¡Marchad!
¡Volad!
¡Fuerza, ardor y voluntad!

Oro y sangre semeja la llama
que voraz en el aire se eleva;
sopla el viento que aviva y renueva
del incendio el poder destructor.
Al hogar amenza la ruina
y con eco de angusia infinito
sobre el ruido fatal se oye un grito
que demanda ¡socorro y favor!

Voluntarios, ¡corred hacha en mano!
Brilla el fuego furioso y devasta.
La humareda y el rayo wque aplasta
venceréis con constancia y valor.
Héroes bellos, rodeados de chispas
y de llamas terribles, vibrantes:
os saludan las bombas humeantes
con su fuerte y soberbio clamor.

¡Gloria a aquel que sucumba en la lucha,
valeroso, sublime, esforzado;
gloria a aquel que al deber consagrado
salva vidas, riquezas, hogar!
Bronces hay que sus cuerpos encarnen;
y el recuerdo del fiel compañero
en el aljma viril del bombero,
¡nunca, nunca se puede borrar!


Comentamos después los textos Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar y El incendio de Ana María Matute, dos cuentos que echan a arder al final y que se prenden al calor del amor o desamor. Y hablamos de historias personales vinculadas a los incendios, algunas en el medio rural, otras en la ciudad.

Dejamos aquí, por último, un vídeo de Rui y la banda imposible titulado "La casa en llamas"


Propuesta de escritura

Tomamos prestada la propuesta del blog Literup con el título de "Estoy en llamas". La transcribimos aquí: "...tenéis que escribir un relato en el que dos personajes se enamoran (debemos ver cómo lo hacen). El segundo requisito es que haya un incendio en el relato. No vale mencionarlo, debe verse. Y por último, como somos un poco sádicos, un personaje debe perder una mano durante el relato.
Si esta propuesta no te resulta estimulante puedes escribir sobre alguna historia personal en la que el fuego fuera protagonista.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:

A primera vista

La primera vez que la vio su cara llenaba un cartel que ocupaba toda la fachada del edificio que veía justo enfrente de la ventana de su oficina, en él se anunciaba el inminente estreno de un nuevo musical en un teatro cercano. Esa misma tarde sacó una entrada y al verla allí, en el escenario, rodeada de luz supo que se había enamorado perdidamente de esa desconocida. Buscó su nombre en Instagram y cada noche, antes de dormirse, daba una vuelta por sus fotos para intentar soñar con ella. Por eso el día que Abel la vio en su portal creyó estar en uno de esos sueños.
No fue capaz de balbucear ni un simple saludo, notó el corazón latir tan fuerte que por un instante le faltó la respiración, solo quería salir a la calle y sentir el aire frío de enero en la cara. Estaba tan nervioso que al pasar a su lado le fallaron las piernas y casi se la lleva por delante con el tropezón.
Ya en el metro, más tranquilo, Abel, pensó que quizá ella estaba allí porque había ido a ver el apartamento que se alquilaba encima del suyo. No pudo quitarse esa idea de la cabeza y estaba deseando llegar a casa para ver que habían quitado el cartel de "se alquila" del balcón.
Al día siguiente se despertó con unos ruidos extraños... Aprovechando que era sábado alguien estaba haciendo la mudanza. No quiso hacerse ilusiones pero algo en su interior le decía que era ella la que estaba trasteando en el piso de arriba.
No salió de casa en todo el fin de semana, por una parte tenía miedo de verla, por otra tenía miedo de llevarse una decepción si descubría que no era ella la que se estaba instalando allí, pero el lunes al salir para ir a trabajar miró el buzón y sí, allí estaba su nombre: Carla Torres, el suelo se abrió debajo de sus pies y sintió que flotaba.
Ella no pudo evitar fijarse en sus ojos verdes y se sorprendió al sentir unas extrañas cosquillas en el estómago. Cuando bajó unas cajas vacías al contenedor se acercó a hurtadillas a los buzones para intentar adivinar quién era el maleducado de los ojos bonitos que casi se la lleva por delante.
A Lorenzo el abuelito del primero ya lo conocía, y después de descartar los nombres de mujer y el de hombres que vivían en pareja solo quedó un nombre: Abel Muñoz, vivía justo en el apartamento debajo de ella, probó suerte en las redes sociales y ¡Bingo! Allí estaba con sus ojos verdes reluciendo en la foto de perfil, supo así que estaba soltero, que trabajaba en una oficina cerca del teatro y que él ya la seguía en Instagram.
Así pasaron tres o cuatro meses. Él la escuchaba caminar en el piso de arriba y la imaginaba allí, desayunando en pijama con el pelo revuelto o viendo una película antes de irse a dormir y ella mirando por la ventana cada vez que escuchaba que él cerraba la puerta para verlo irse camino del metro.
Una noche a eso de las 11 se escuchó mucho revuelo en la escalera. Lorenzo, el abuelo del primero, se quedó dormido en el sofá mientras fumaba. El fuego se propagó muy rápido, en unos minutos el infierno se desató amenazando con quemar todo lo que se encontraba a su paso, cuando llegaron los bomberos sólo pudieron desalojar el viejo edificio.
Era la primera vez que estaban tan cerca. Abel la vio allí, en pijama, tan bonita, con su pelo rizado y pelirrojo recogido con una pinza, temblando de frío y no pudo evitar ofrecerle su abrigo.
Ella estaba en shock, no paraba de llorar, él intentaba tranquilizarla. Cuando Carla al fin pudo hablar le dijo que con el susto y las prisas no había cogido al gato y sin pensárselo dos veces, Abel, entró en el portal decidido a salvarlo... El edificio era viejo, con mucha madera y no pudo soportar el fuego, sonó un crujido y parte del tejado se vino abajo. Cuando los bomberos pudieron rescatarlo estaba inconsciente, con su mano izquierda aplastada por una viga que había caído del techo pero con un gatito, maullando asustado, debajo del jersey.
En el hospital no pudieron hacer nada por salvarle la mano tan solo pudieron curarle las quemaduras, por suerte, superficiales del resto del cuerpo.
Ella fue a verle al hospital con unas flores y una caja de bombones... Cuando se miraron se dieron cuenta de que el fuego seguía allí, en el fondo de sus ojos y que saltaban chispas cada vez que se miraban.
Supieron en ese mismo instante que estaban hechos el uno para el otro.

Aurora Zarco
Grupo B


El miedo

De camino a nuestra casa en el campo, mi marido (Juan) y yo, vimos un incipiente fuego al lado de la carretera y en dirección hacia nuestra finca. El día era caluroso además de ventoso.
En cuanto Juan se percató de las repercusiones que aquellas primeras llamas podrían tener, decidimos , no sin angustia llamar a los bomberos.
Cuando llegamos a casa, las llamas habían aumentado y avanzaban por los rastrojos del campo. Juan manguera en mano, con la serenidad e inteligencia que le caracterizan, subió a las paredes de los corrales y empapó todas las zonas próximas a las casas, pues había varias, cosa que más tarde impediría que dichas viviendas fueran también pasto de las llamas.
La gente de dichas casas y fincas , se habían echado a la calle sin dar crédito a lo que veían ni saber cómo actuar. Horrorizados con lo que podía pasar en un cercado anexo a nuestra finca, en el que se apilaban muchos paquetes de paja , el sustento de las vacas propiedad de una de nuestras vecinas
Por fin aparecieron dos coches de bomberos y un helicóptero . Para entonces las llamas avanzaban descontroladas , tomando varias direcciones. Se escuchaban gritos seguidos de ataques de ansiedad de la gente.
En el campo hay una ley no escrita; cuando en una finca hay fuego , la gente de las fincas de los alrededores, acuden con sus tractores equipados con gradas o vertederas para hacer grandes cortafuegos e impedir que las llamas avancen.
Por su parte, el helicóptero con su balde, cogía agua de una gran charcha y la arrojaba por las zonas afectadas una y otra vez.
Yo me encontraba en la zona de las casas, con otras mujeres con la impotencia de no poder hacer nada más. Se me ocurrió subirme a las paredes donde antes había estado mí marido y seguir humedeciendo la zona, los bomberos y helicópteros a la suyo y Juan dirigiendo el operativo del resto de las personas que se habían unido en nuestro auxilio.
Hubo un momento muy duro y de una tremenda tensión…las llamas se dirigían directas al monte, con sus largas lenguas rojas, tratando de devorarlo. Afortunadamente los tractores ya habían hecho su labor y los grandes cortafuegos habían impedido que se produjera semejante atrocidad.
Desde las casas y como consecuencia del humo, no nos llegaba la vista, para poder apreciar lo que más lejos estaba sucediendo. Lo que veíamos era una gran cantidad de animales, huyendo despavoridos de aquella locura.
Una vecina se mareó y hubo que asistirla, otra entró en crisis de pánico. Así que mi marido, que corría de un lado para otro, ordenó que todas aquellas personas que no fueran útiles en aquellos momentos, permanecieran en una misma casa. Yo seguía fuera con mi tarea sobre las paredes y fue entonces cuando vi con cara de pánico, como las llamas abrasaban esa gran pila de paquetes del cercado de al lado. La propietaria no dejaba de llorar, temblando toda ella y repitiendo una y otra vez cómo alimentaria ese invierno a sus animales. La pobre mujer, cayó pasados unos días en una depresión mayor.
No fue hasta por la tarde, con todo bajo control, aunque los bomberos seguían apagando los últimos coletazos, cuando avisamos a nuestra familia, que rápidamente se presentó en el lugar con la consiguiente desazón. Recuerdo el tremendo dolor de mi hija, a quien le encanta el campo y los animales.
Mi hermano mayor se encontraba fuera de España, y según cuenta, empezó a recibir mensajes de WatsApp (que por la diferencia horaria ) no recibió hasta la mañana siguiente. Nos llamó presintiendo una desgracia que nadie le había nadie le explicado. Al enterarse, se desesperó por no haber podido ayudarnos. No le dijimos que el fuego había estado a punto de quemar su casa, cosa que no sucedió gracias al agua, que de manera tan sabia y eficaz que Juan había esparcido por los alrededores. Dado que el mayor peligro consistió en la cercanía de la casa de mi hermano con el cercado que albergaba los paquetes de paja.
Durante toda la noche se quedó un retén de bomberos, al lado de dicho cercado que habían dejado de arder, pero en su interior seguían de un rojo vivo.
Al día siguiente, aparecía la noticia en los diarios. Además de nuestro incendio, kilómetros más adelante hubo otro foco de menor intensidad. Por lo visto, ambos incendios habían sido provocados.
No entiendo como alguien puede cometer semejante tropelía, por qué?, para qué?.. es un sinsentido. Sólo me hubiera gustado que dicha persona o personas hubieran visto desde dentro, todo el impacto que causo su salvaje acto, y que hubiera vivido el miedo, el dolor y la desesperación que allí se vivió.

Isabel Gallego
Grupo A


Humo, manos.

Los humanos somos humo y somos manos.
De ahí nuestro nombre: humanos.
Venimos de la niebla del tiempo, somos nubes, cirros, rayos, variopinto celaje. Somos el humo de aquella primera hoguera, unas pequeñas ramas inflamadas, sus ascuas encontradas tras el fuego. Un percutor de sílex. Somos los rescoldos de las cenizas del ave Fénix. Somos la llama del hogar, hijos de Prometeo. Somos el horno de Hefesto. Somos el espíritu del volcán. Quizás lava. Polvo de estrellas, dicen, o fuego fatuo. Somos el delicado vaho de la manzanilla y del anis. La boina entre las altas torres de la gran ciudad. La estela del tren, la del boeing 777, la de los fertilizantes. Somos y seremos humo tras la pira, nimbo de polvo tras el escombro. Y un simulacro de incendios.
Somos manos, las que encienden la mecha, las que fabrican y construyen chimeneas en desuso. Somos las manos que guían y señalan los caminos polvorientos, las que cultivan exhalando vida, las que alimentan. Somos las manos que hacen música a la luz de las velas, las que escriben sobre hojas antes de convertirse en partículas en suspensión, las que golpean a un fantasma indeciso.
Humo, manos: humanos.
A veces se produce un fogonazo y, en mitad de la calima, nos encontramos. Nos hermanamos, nos enamoramos, pedimos su mano, la acariciamos. Fuegos artificiales, fulgor. Entonces, emanamos humor, amor, fumatas de emoción y consuelo, pólvora. Mas, maniatados, con el tiempo, el camino se vuelve bruma, niebla espesa, humo. Quizás tengamos que huir del peligro de esa gigante tea que nos cuartea la piel, que todo lo arrasa. Así, los dedos, antes entrelazados, se aflojan, se desprenden. Perdemos la mano que antes sujetábamos y nos sujetaba. Somos incapaces de volver a aprehenderla, como somos incapaces de asir el humo, la llama, el viento que la aviva, la lluvia que la apaga.
Manumitidos, volvemos al inicio.
Humanos. Humo. Manos.

Marisa Sánchez García
Grupo C


La falta

Me había cruzado con ella en varias ocasiones. Las primeras veces la había mirado disimuladamente. Ella, sin reparar en mí, había continuado hablando con su acompañante, un señor mayor, su padre, supuse.
Esos encuentros fortuitos hicieron que quisiera saber más de ella y comencé a seguirla desde lejos. No tenía problema en llegar más tarde a la academia en la que preparaba unas oposiciones.
Averigüé que bajaba en la parada del 13 de la calle Garrigues un poco antes de las ocho, siempre acompañada por su padre. Desde allí iban directamente a la chocolatería de la avenida del Oesteen la que trabajaban. El padre se encargaba de hacer los churros y ella atendía detrás de la barra.
El siguiente paso fue ir a tomar un café con churros. Apenas intercambiamos las palabras imprescindibles y unas miradas esquivas. Sentí que no le era indiferente. El miedo a que ella me rechazara al conocer mi defecto hizo que fuese cauteloso en mi acercamiento.
Los seguí a la salida para conocer dónde vivían. Así podría verla cuando estuviera fuera del trabajo, sin su padre.
Silvia no era muy alta, tenía un rostro de virgen María joven con una piel que me recordaba la de los melocotones recién cogido del arbol, el pelo castaño oscuro y esos ojos de color café que me habían quemado la primera vez que habían mirado los míos.
Me hice el encontradizo una tarde dedomingo próximaa Navidades. Venía conmigo mi amigo Javier, mucho más experimentado que yo en estas lides.
Llegó con una amiga que, como ya sabía, era inseparable de Silvia. Javier tomó la iniciativa y conseguimos acompañarlas a las atracciones de feria que habían instalado en las proximidades. Montamos en los coches de choque. Algunos viajes iba con Silvia otros con su amiga. Mi preocupación era que no se notara mi falta. Javier hacía reír a la que tuviera al lado, ¡qué facilidad! Yo no pasaba de poner cara de cordero degollado sonriente cuando estaba con Silvia y mostrarme formal con su amiga Carmen.
Unos gritos nos alertaron de que algo ocurría. Del emparrillado del techo no dejaban de caer chispas. Un insopoble olor a quemado dio paso a una humareda negra que invadió la atracción,Todo quedó a oscuras. Ayudé a Carmen a salir en medio del alboroto mientras unas llamas amarillas comenzaban a alzarse sobre el transformador. Estaba desconcertado, con la angustia de no saber dónde y cómo se encontraba mi amada. Todos corrimos hacia la zona que no había quedado a oscuras, así pude ver como Javier caminaba junto a Silvia poniendo su brazo protector sobre sus hombros.
Traté de llamar su atención con un gesto que me hizo notar que había perdido mi mano ortopédica. No podía volver a buscarla. Sin decir palabra, escape como alma que lleva el diablo.

Enrique Martínez
Grupo C


A través del fuego

¡Fue tan efímera la primera vez!Solo una visión fugaz al otro lado de las llamas de la fragua. La cabellera del color de la naranja mehizo creer que se trataba de la hija del molinero. Rodeé la lumbrey no hallé a nadie. Me convencí de que mis ojos, llorosos por las chispeantes brasas, estaban creando fantasmas.
La segunda vez la imagen fue más persistente. Tuve tiempo deapreciar el rojo encendido de su pelo, la negrura insondable de sus ojos y hasta la sonrisa esculpida en su boca. Me miró fijamente y emitió un suspiro hondo como el soplido del fuelle. En el mismo instante en que traté de acercarme a ella se desvaneció entre las sombras que brincaban enloquecidas sobre las paredes de piedra.
Oí el susurro cautivadorde su voz antes de ver, de nuevo, su estampa. Parecía, a través del humo, el cuerpo soberbio de una diosa inaccesible. Me hablaba y aunque no entendí palabra ninguna,aprecié que el tono era insinuante y tierno.Se tratabadel ser más hermoso y enigmático que nunca había visto, ni imaginado siquiera. Y me dirigía una súplica que no tuve ninguna tentación de desatender. A pesar de todo, volvió a esfumarse sin que hubiera logrado aproximarme a ella.
A partir de ese día, cada noche soñé con esa aparición. En todos los sueños se entregaba a mí, decidida y voluptuosa. Entre sus brazos se enardeció mi pasión y creí que de nuestros cuerpos emanaba un fulgor y una flama que podría llegar a consumirnos. Era tal el ardor de nuestro deseo que tardé en darme cuenta del calor y el humo que habían ido colmando mi alcoba. Bajé corriendo hasta la herrería y en el momento en que iba a entrar,vi que el incendio consumía ya las vigas. Me detuve en la puerta incapaz de dar un paso más, pues una llamarada ardiente recorrió mi rostro chamuscando las puntas de mis pelos.Tras la hoguera divisé con claridad su figura, la cara lívida de terror, las manos tendidas hacia mí en una muda petición de ayuda. Cuando el fuego prendió los bordes del vestido acumulé todo el valor y dando unos pasos hacia el interior, estiré mi mano para atrapar la suya. Noté un tacto duro y abrasador que nada tenía de humano. Antes de conseguir alcanzarla sentí fundirse la piel de mis manos y quemarse los huesos de mis dedos. Di un desgarrado grito que jamássabré si fue por el insoportable dolor en el brazo o por la devastadora angustia de haberla perdido para siempre.

Pepe Lorenzo
Grupo B


El incendio

Aquel verano en Fuenteguinaldo, con 15 años, fue el verano del despertar, el verano del descubrir, el verano de mis primeros bailes en el salón de Honorio. Aquellos bailes que solían comenzar con canciones que bailábamos sueltos como la de” help ayúdame” de Tony Ronald. Después de unos cuántos de este tipo venían los agarrados, entre los cuales el rey indiscutible era Adamo. Todavía resuenan en mis oídos “mis manos en tu cintura”,” Inshala”, “un mechón de tu cabello”, y” cae la nieve”. Con estas melodías al bailarlas intentábamos arrimarnos lo que podíamos, y ellas nos separaban clavándonos los codos en el pecho.
Cuando más atareado estaba con el tema de aprieta y afloja, sonaron las campanas: toque continuo y rápido, toque de arrebato, tocan a fuego, ¡tocan a fuego! dijeron y todo el mundo salió del baile. Nos concentramos en la plaza al lado de la Iglesia. Allí estaba un Guardia Civil que nos comentó: se ha producido un incendio en la casa del tío Genaro; Así que vamos todos hacia allí.
Una vez al lado del incendio se hicieron dos hileras, dos filas de personas; Una que iba hacia la casa y otra que salía de la misma y terminaba en una fuente. En la fuente se llenaban los cubos con agua, se iban pasando de mano en mano y así hasta llegar a la casa que estaba ardiendo y en cuyo tejado se habían situado dos mozos, los más fuertes que estaban vaciando los cubos de agua sin parar: vaciar y soltar el cubo vacío, vaciar el cubo arrojando agua al fuego y así sucesivamente.
En unas horas, no pude precisar el tiempo, pues aquello iba rápido, había una actividad frenética, cada uno estaba pendiente del cubo y del de al lado y de que no se cayera el agua al suel, de que llegara el cubo lo más lleno posible, cosa que no siempre sucedía. Lo que digo, al cabo de unas horas el incendio se había apagado y la casa se había quedado sin tejado.
Algunos vecinos se quedaron a ayudar y otros a consolar, nosotros volvimos al baile con la sensación de haber cumplido; haciendo comentarios de lo sucedido y de que afortunadamente no había habido heridos.
Habíamos dejado de agarrar las asas de los cubos, y ya estábamos pensando en mis manos en tu cintura.

José Luis Fonseca
Grupo A


Honor y gloria

El Sr. Heraclio era el herrero del pueblo. Vivía solo. Su mujer había muerto hacía seis años. Las gentes del Pueblo del Teso Alto y contorno valoraban en sumo grado su discreción y sentido común.
Canito, Epaminondas y yo habíamos entablado con él una profunda, lejana y sincera amistad. Lo visitábamos con frecuencia, sin otro interés que el puro disfrute de su compañía. En cada visita nos regalaba la sapiencia acumulada por los años y la rectitud de su intachable conducta. Era para nosotros un padre, amigo y maestro admirable.
Con él corrimos aventuras difícilmente creíbles para el resto de mortales. No dudo que se me tache de fantasioso. No importa. Las viví y fueron reales.
Recuerdo muy bien cómo Epaminondas y yo, en nuestro afán de ayuda, martilleábamos el aro de una herrada, en tanto el señor Heraclio remendaba la punta de una reja. De improviso una enorme llamarada saltó de la lumbre y se extendió por la fragua. Nos asustamos, pues parecía que iba a envolvernos y hacer arder el local. Sin inmutarse, con un suave movimiento, alargó su mano derecha, la atrapó y tranquilamente la introdujo en el bolsillo derecho de su delantal de cuero. Nos miró y, al vernos con aquella cara de lelos, prometió enseñarnos a hacerlo. Y nos enseñó. Es un aprendizaje nada fácil y bastante peligroso. Le prometimos, bajo solemne juramento, que quedaría entre nosotros. Nada que explicar.
Y para curar… ¡ni te digo!. A las quemaduras le aplicaba un emplasto de yerbas que recogía en las noches de media luna, en Los Mesones de las Cantarillas. Las dejaba macerar hasta la mañana para, luego, colgarlas en la viga que sujeta la claraboya del desván. No precisaba nada más. Ni recitaba requilorios, ni oficiaba ritos raros, ni ceremonias teatrales que sólo sirven para engañar a incautos.
Cuando ya dominábamos con soltura el manejo de la llama, le propusimos guardar el sol en la cuba vieja del rincón. Se negó tajante, con la disculpa de que aquella cuba llevaba mucho tiempo sin usarse y, a la mínima hendidura que tuviera, los rayos saldrían, nos delatarían y tendríamos un disgusto serio con la Comisión de Fuegos y Espectáculos, con la de Meteorología y con la de Luces y Sombras. Parecía un asunto serio.
Insistimos una y otra, y otra, vez, convencidos de que con una buena planificación y sus casi infinitos conocimientos, no habría de qué preocuparse.
Al fin accedió, aunque nos advirtió que si bien él tenía experiencia en sumergir la luna en aguas de charcas, caños y pozos, esto parecía más complicado.
Treinta días nos llevó la planificación. Más, treinta días y treinta noches. Moríamos de sueño. Concluimos que la mejor época para ejecutarlo era el invierno, con sus largas noches y las gentes adormecidas al calor de la lumbre. Elegiríamos una noche con la luna en sueño profundo.
Iniciamos los preparativos sellando minuciosamente cada junta de la cuba, con una mezcla de cola, virutas de hierro y una sustancia especial llamaba polímero de no sé qué. A continuación abrimos una pequeña ventana en su panza. Mientras, el señor Heraclio construía tres garfios, con sus correspondientes escudos protectores.
En ratos libres, Canito, Epaminondas y yo, recubrimos las paredes de la fragua con un material especialmente diseñado para soportar las altísimas temperaturas que alcanzaría aquel local. Un día cualquiera, en la oscuridad de la noche, allanamos con un trillo viejo la calle por la que haríamos rodar el sol.
La noche del solsticio frío, a la hora de las brujas, el señor Heraclio tapó la chimenea con una plancha deslizante de acero, candó la puerta de la fragua, encendió la lumbre y la atiborró de carbón húmedo. El local se llenó de humo y, cuando alcanzó la presión adecuada, corrió la trampilla de salida, mientras nosotros, con enormes fuelles industriales, lo dirigimos hacia el valle donde el sol dormía despreocupado. Las calles reposaban desiertas.
El humo se aproximó al sol con reparo, lo rodeó y lo envolvió. Epaminondas se situó, con rapidez, en la parte posterior, el señor Heraclio en un costado y yo en otro. Enganchamos con los garfios la cabellera de rayos desordenados y tiramos con fuerza hacia adelante, en tanto Epaminondas, con el garfio de mango largo, lo despegaba de la tierra. En un mal movimiento lo pinchó en el trasero y emitió un rugido tenebroso. Quedamos paralizados, no por miedo sino por temor a ser oído en el Pueblo del Teso Alto y que la gente se pusiera en movimiento. Todo quedó en susto. Una vez despegado, lo arrastramos hasta el camino y lo hicimos rodar.

Meterlo en la fragua no fue sencillo, pero encerrarlo en la cuba resultó agotador. Incluso sentimos la tentación del abandono. Al terminar, nos sentamos exhaustos en el banco de madera apoyado contra la pared. Nos remiramos para hacer balance de heridas o quemaduras y si bien en el transcurso de la operación no prestamos atención, los tres teníamos quemaduras de diversa consideración, principalmente Epaminondas quien, imprudentemente, sin hacer caso de nuestras advertencias, llegó a la parte trasera del sol antes de que el humo lo ocultara y actuara de barrera. El escudo de su garfio no bastó para detener las acometidas enfurecidas de los rayos. El señor Heraclio aplicó un doble emplasto de yerbas a las quemaduras. Sanaron en minutos
Durante una semana lo tuvimos oculto y retenido. Las gentes se asombraban con la larga duración de la noche y se levantaban sonámbulas y desorientadas. Algunos en su extrañeza salían a la calle con velones encendidos, asemejándose a almas regresadas del más allá, huyendo unos de otros y retornando de inmediato, atemorizados, a sus camas. Los gallos se cansaban de llamar al sol y volvían al trono de su harén.
Todos los días forzosamente, durante al menos una hora, debíamos abrir la ventana de la cuba, para evitar que el sol pudiera asfixiarse. Se trataba de una operación delicada que requería la presencia y actuación coordinada milimétricamente de los cuatro, o corríamos el riesgo de que algún rayo delator escapara y nos descubrieran.
A los siete días, a la hora en que se esfuman los misterios, protegidos con trajes y guantes especiales, abrimos la ventana de la cuba por la que fueron escapando primero los rayos más finos, luego otros más fuertes La fragua se convirtió en una bola cegadora de luz. Canito fue el encargado de entreabrir la puerta para que salieran y la calle fuera iluminándose, como si de un amanecer cualquiera se tratara. Finalmente sacamos el sol, lo empujamos calle abajo hasta que, tomando altura, desprendió el poco humo que aún llevaba adherido y sobrevoló el Pueblo del Teso Alto, como lo había hecho desde que el mundo comenzó a ser mundo. La gente, acostumbrada a dormir, no despertó hasta que el sol, irritado por la espera, soltó un rugido atronador y emprendió camino hacia el valle de Las Ensoñaciones. Y la vida volvió a discurrir con la normalidad de la vida.
Nunca agradeceré suficiente el tiempo que el Sr. Heraclio nos hizo disfrutar durante su estancia en la tierra, como jamás podré olvidar sus permanentes cuidados desde la dimensión que ahora habita. Honor y gloria.

Evaristo Hernández
Grupo B


Incendios

Después de varios años de un noviazgo rutinario se casaron. Se les echaba la edad encima y casarse era lo que todos esperaban de ellos.
Salían a pasear del brazo, saludaban a sus amistades, y los padres y familiares estaban encantados con aquella pareja tan consuetudinaria y previsible. Se llevaban bien, el secreto es que vivían dándose la espalda; eran dos, separados por uno más uno.
Todo hubiera seguido así indefinidamente, si no hubiera sido porque ella descubrió que su marido la engañaba con unas y otras, incluso con alguna de sus mejores amigas. Aquello encendió la llama de los celos, y los celos encendieron un fuego hasta entonces desconocido para ella: su pasión por aquel hombre con el que llevaba viviendo años de indiferencia mutua.
Pero, amante despechada, fríamente fue preparando su venganza. Aquella noche el hombre volvió medio borracho de su última aventura, le pidió la cena, y ella se la preparó como de costumbre.Pero regada con un cóctel de alcohol -no iba a notarlo-, y rematada con una pastilla disuelta, que el médico le había recetado para dormir.
El hombre encendió un último cigarrillo antes de acostarse, y lo dejó humeando, en el cenicero de la mesilla de noche. Cayó en un sueño profundo de sexo consumado, alcohol y somníferos.
Ella sólo tuvo que poner el cigarrillo encendido entre el colchón y las sábanas. Sopló para que prendiera la llama, y salió.
Entró en un bar. Lamentó haber ido allí, porque se encontró con una de sus mejores amigas, gran traidora. Hablaron un poco de esto y aquello, cambiaron algunas recetas con sus trucos para que salieran perfectas, y fue entonces cuando la llama de su nueva, inesperada y desbordante pasión pudo más que su deseo de venganza. -Me voy corriendo -dijo a la amiga, fue lo primero que se le ocurrió- creo que me he dejado algo en el fuego.
Cuando entró en el dormitorio el colchón ardía, su marido seguía inconsciente -el humo estaba haciendo también su trabajo-, y las llamas estaban a punto de alcanzarle. Cogió una toalla mojada en agua y se dispuso a apagar aquel pandemonio, pero antes quiso apartar a su marido del peligro y lo llevó, arrastrándolo, al vestíbulo. Volvió al dormitorio y se lanzó contra el fuego, pero la toalla se le había soltado al sacar a su esposo, y las llamas le quemaron las manos. Aun así, consiguió sofocar el incendio.
Cuando el hombre despertó, su anónima esposa se había convertido en una heroína, su salvadora. Como si la viera por primera vez, su agradecimiento y admiración prendieron el fuego de una pasión que no se extinguiría hasta el fin de sus días.
A partir de ese momento le entregó su corazón para siempre, junto con sus manos más amorosas.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Soneto inflamable

¿Venimos de la sombra o de la luz?
¿de la oscuridad helada, o de la llama?
¿acaso es el amor quien nos reclama?
¿o el odio que nos clava en una cruz?

Entre dos dimensiones tragaluz,
la conciencia de ser, gozoso drama,
partes de un Universo que proclama
que tu mirada vive a contraluz.

Chispas errantes a merced del viento,
efímera conciencia en la que ardemos,
incendio o resplandor, ése es el juego.

Quemándonos, quemar, o alumbramiento,
el terrible dilema en que nos vemos,
condenada elección: ser luz o fuego.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Amor a primera vista

Pilar y Manuel, decidieron por separado acudir a un programa de citas de parejas.
A Pilar le faltaba el brazo derecho y a Manuel el brazo izquierdo.
Después de la presentación, se sentaron a la mesa para degustar una exquisita comida, pero sin dejar de mirarse, y de hablar de cómo perdieron sus respectivos brazos.
Nadie sabe lo que hablaron, pero al terminar de cenar, riéndose, se fueron agarrados de la mano.

Luis Iglesias
Grupo B


Esos ojos verdes

Esos ojos verdes
furtivos y encendidos
me hicieron caer en la locura,
la miraba desde lejos
creía ser correspondido.
Iba a diario al mismo bar
siempre en la misma esquina.
Cruzábamos las miradas,
chispas saltaban en el aire,
el fuego se apoderó de
nuestros cuerpos.
No importó quemarnos
y perder las manos en el fuego.

Pedro Gómez
Grupo C


Incendio

Matilde y Ricardo se reconocen en el autobús. Ruta 4. Ambos se han visto previamente en la cola del banco. Las miradas furtivas han hecho su efecto. El incendio ocular se desarrolla de forma imparable. El bus se aproxima a la parada del parque de bomberos. Casualidad. Ruta 4. Una castañera inexperta provoca un aquelarre de pavesas. Una de ellas casualmente se enamora del sky de los asientos del bus. Muy aturdida y con su ataque de ansiedad de las 20.15, Matilde ‘malrompe’ la ventanilla con la maceta que lleva . El ambiente es tan irrespirable y sofocante que ya no podía más. Salta (o eso cree) por dicha ventanilla entre una humareda insana, dispersa, imponderable. Feroz. El brazo colgando y sangrante no será un buen espectáculo.

Ismael Marcos
Grupo B


Fuego

Ernesto y Sabina cada mañana por afortunado azar se encuentran en el parque cercano a la estación de autobuses. La vida ha pasado precipitadamente por ellos y ahora toda su vejez les acompaña. Con pasos parsimoniosos caminan en soledad cada uno por una esquina del parque, a veces se paran delante del mismo parterre a contemplar la evolución de alguna planta. No se conocen, pero a la vez se sienten muy cercanos.Sabina vigila detenidamente los pasos de Ernesto y él la mira y la mira. Para cada uno de ellos ese paseo matutino es la fuerza y la esencia de cada día, la cima de su anodina vida. Nunca se atreven a romper la barrera del silencio. Pasos y miradas cómplices... nada más.
Un día del mes de septiembre cuando las hojas comienzan a perder el verde, Sabina no encontró a Ernesto. Apesadumbrada no sabía cómo actuar, a quien preguntar. El misterio la axfisiaba. La tristeza era aplastante. Al cabo de dos días en las noticias comarcales leyó, q un incendio en casa de un octogenario había acabado con todas sus pertenencias. Él se había salvado. Solamente había perdido una mano.
Sabina suspiró....

Pilar Sánchez
Grupo B


La mano perdida

­—¡Dani! —llamó Irene desde la acera a su amigo que pasaba corriendo por la calle.
—¿Me ayudas? —fue todo el saludo acezante de Dani cuando se paró.
—Vale —aceptó Irene—. ¿A qué?
—Ven —contestó Dani cogiéndola de la mano y echando a correr.

Irene, que no esperaba esa arrancada, se trastabilló varias veces y estuvo a punto de caerse. Consiguió mantenerse y en cuatro zancadas se puso al ritmo de galope tendido de Dani calle adelante sin saber por ni para qué.

Cuando llegaron al final de la calle giraron a la derecha y se plantaron delante de una gran puerta metálica. Dani sacó una llave de su bolsillo y abrió la pequeña puerta para personas que había en la hoja derecha de aquella enorme puerta roja.

Entraron al interior de una gran nave con el techo muy alto. Era el taller de sus padres.

Una vez dentro, Dani comenzó a recorrer todo el taller bajo la mirada expectante de Irene. Dani lo revolvía todo a su paso, cartones, telas, maderas, herramientas, todo.

—¡Me mata! —comenzó a lloriquear Dani—. Mi padre me mata —se lamentaba.
—A ver, Dani, deja de lloriquear —le pidió Irene.

Dani no escuchaba, solo revolvía y revolvía todo.

Dani era un chaval de 12 años, alto, flaco, de piel morena y con el pelo moreno revuelto. Irene era una chica también de 12 años, alta, flaca, de piel blanca y con el pelo rubio largo y rizado. Los dos eran hijos de artistas, nietos de artistas, bisnietos de artistas y así hasta, por lo menos, ocho generaciones cada uno con apellidos de artistas.

—Este año que mi padre ya me ha dejado participar voy yo y la lío —se culpaba Dani lleno de pesadumbre—. Desde luego que me mata.
—Claro que te va a matar como no dejes de revolverle el taller.
—Y el caso es que me lo tengo merecido —aceptó Dani sin dejar de lamentarse y lloriquear.
—Pues no sé qué ha pasado o qué has hecho, pero si tu padre te mata el mío te remata —contestó Irene que intuía que algo tenía que ver con el trabajo de sus padres.

Si de algo sirvió la contestación amenazante de Irene fue para que Dani dejase de revolver el taller de sus padres.

—¡Jooo! ¡Menudos ánimos los tuyos! —protestó Dani—. Sí, tienes razón, está claro que soy “xiquet mort” —se rindió Dani—. Ni tu ayuda ni la intercesión de todos los santos divinos ni de la Virgen de los Desamparados me salva.
—Podrías empezar diciéndome qué pasa —sugirió Irene.
—Que la he cagado, Irene, pero cagado, cagado.

Toda la respuesta de Irene fue una postura interrogativa de brazos abiertos pues Dani seguía sin explicarle nada de lo que pasaba.

—Que he perdido “la mano de Dios” —explicó al fin Dani, a lo que Irene respondió con una exclamación ahogada tapándose la boca con las manos, los ojos muy abiertos y las cejas saliéndose de su frente. No dijo nada y lo dijo todo.

—¡Jooo! —se desesperó de nuevo Dani volviéndose para no sentir aquella expresión tan agobiante sobre él.

Se hizo el silencio y se paró el tiempo.

Ahora era Irene la que necesitaba ayuda para salir de su asombro.

Dani se volvió hacia Irene poco a poco con una mezcla de timidez y miedo.

—No sé qué haría sin tu ayuda —ironizó Dani.
—¿Estás seguro? —acertó a decir Irene.
—Del todo. La he buscado por todas partes, en las cajas, en las furgonetas, en los remolques y nada, no está en ningún sitio. Solo me quedaba la esperanza de que estuviera aquí, que se hubiese quedado olvidada, pero tampoco está y ya no sé dónde buscar.
—A ver, tranquilo, intenta acordarte —sugirió Irene—. ¿Dónde fue la última vez que la viste?
—No sé, no me acuerdo, estoy bloqueado.
—Piensa un poco, haz memoria —insistió Irene—. ¿En la plazoleta, en alguna mesa?
—No, nada.
—O a alguien con ella, pintándola, puliéndola, ajustándola, no sé, algo —continuó insistiendo Irene con los nervios subiéndole el tono.
—Un momento. Eso sí —acertó a decir Dani—. Me acuerdo de ver a mi padre ajustándola allí —confirmó dándose la vuelta rápidamente y apuntando con el dedo y la mirada hacia un punto del techo de la nave—. ¡Ahí está, Irene! —gritó de alegría volviéndose hacia su amiga que la abrazó y saltaron juntos—. Está ahí, no la había perdido yo.

La alegría no los dejaba parar.

Cuando por fin se calmaron, les costó separase de aquel abrazo y cuando lo hicieron sus miradas siguieron abrazándose.

—¡Puf! ¡Qué alivio! —resopló Dani.
—Ahora queda bajarla de ahí —retomó Irene la realidad.

Enseguida recorrieron el taller con la mirada hasta que los dos se detuvieron en unos andamios, para luego mirarse y sonreírse.

Pesaban de lo lindo, pero entre los dos fueron empujándolos.

—Mi padre la ató a una viga cuando hicieron la última prueba de montaje, ahora me acuerdo, pero no me imaginaba que se hubiera quedado ahí —explicó Dani mientras colocaban el andamio debajo de “la mano de Dios”.

Cuando recuperaron la mano perdida salieron corriendo. Tenían tanta prisa que olvidaron cerrar la puerta del taller con llave y tuvieron que volver a cerrarla. No importaba. Eso alentó las risas cómplices de los dos amigos de vuelta a la plazoleta. Allí, el padre de Irene y el de Dani, junto con unos cuantos ayudantes se afanaban entre escaleras y andamios por rematar su trabajo. Pero ambos padres rebuscaban entre cajas, furgones y remolques.

—¿Buscáis esto? —ofreció Dani.
—¡Por fin! —exclamaron al unísono los dos padres.
—¿Dónde estaba? —quiso saber el padre de Dani.
—En el taller —contestó su hijo.
—Colgada de una viga del techo —recordó el padre de Dani— y sí, la puse yo —reconoció a la vez que cogía la pieza de las manos de su hijo.
—Ya te vale —le amonestó su compañero de taller dándole un manotazo en la espalda.
—¡Uy, uy, uy! —exclamó el padre de Dani haciendo malabares para que no se le cayese la pieza de sus manos por culpa de aquel manotazo.
—¡Tira! ¡Vamos a rematar! —ordenó el padre de Irene a su compañero­—. Buen trabajo, chicos —agradeció­—, sin la mano de Dios esto no tiene sentido —concluyó a la vez que le revolvía el pelo a Dani y le acariciaba la cara a su hija.
—Gracias, campeones —agradeció el padre de Dani.

Los padres retomaron la faena junto a sus ayudantes y los chicos se quedaron solos. Tranquilos al quedar todo resuelto y satisfechos por haberlo solucionado ellos.

—Gracias —dijo Dani—. No sé qué habría hecho sin ti.
—Pues encontrarla igual —contestó Irene quitándose importancia.
—No te creas, estaba muy cegato. Si no es por ti me vuelvo tonto buscando y no la encuentro.
—Anda, tira —resolvió Irene.

Los dos se sentaron en un umbral de piedra de una vieja casa de la plazoleta para ver cómo terminaban en trabajo sus padres y ver cómo quedaba. Esta tarde era la inauguración y todo tenía que estar perfecto.

El resto de la tarde pasó entre charlas, risas, gestos y miradas. La ya larga amistad entre ambos chicos estaba dando un pasito más.

Durante los siguientes días, aquel umbral fue el refugio de la complicidad de aquellos chicos, donde, cada tarde, se juntaban para charlar y reír y, simplemente, verse y estar juntos.

Hasta que una tarde todo cambió. En aquella plazoleta se desató un incendio intencionado. Los autores habían sido los padres de Irene y Dani, como no se esperaba de otra manera. Las llamas envolvían aquella impresionante figura de cartón piedra con estructura de madera dándole aún más majestuosidad. La mano de Dios sería lo último en arder pues era lo más alto. Aquella mano, de un dios con cara de Maradona y pegada a un balón de fútbol, marcaba el gol de Argentina frente a Inglaterra en los cuartos de final del mundial de fútbol del verano pasado. La gente, que días atrás había admirado aquella obra de arte que ironizaba el suceso, ahora se congregaba en la plazoleta para verla, en llamas, culminar su belleza. Ni la gente ni los bomberos hacían nada para evitar aquel fuego, al contrario, todos se arrancaron en aplausos hacia la falla ardiendo y hacia los autores de la obra. Los padres de Irene y Dani recibieron el aplauso abrazados por un hombro y con sus mujeres de la mano. Dos familias unidas por la amistad y el trabajo.

Un poco más atrás, Irene y Dani, de pie, uno al lado del otro, observaban la escena y se sentían partícipes de aquel momento. Sin moverse de su sitio, sus manos se buscaron y se encontraron y se agarraron con fuerza y, tras sus manos, sus miradas, en las que se reflejaba aquel fuego que, poco a poco, iba cocinando una amistad transformándola en un bonito y sincero amor.

Antonio Paniagua Moreno
Grupo A


Crónica

Nada hacía presagiar aquel día, siete de junio de 1971, lo que sucedería poco después de la medianoche y que quedaría grabada para siempre en la memoria colectiva de un pueblo.
- ¡FUEGO, FUEGO! ¡La Iglesia se quema!.
Unas voces desgarradoras atronaron la Plaza del Ayuntamiento de Peñaranda de Bracamonte.Los vecinos, incrédulos salieron de sus casas a toda prisay no tardaron en quedar horrorizados al ver la irremediable tragedia de la que eran testigos.
El monumento más emblemático y querido del municipioestaba siendo devorado por las llamas y ante la falta de medios para hacer frente a un incendio de tal magnitud, los vecinos formaron una cadena humana. Con los cubosde agua, que llenaban en la fuente de los cuatro caños, intentaban sofocar las llamas, tarea imposible, ante ese gigante de fuego.
El sonido de las vigas al caer, vencidas, desde la cúpula al suelo, provocaban un estruendo que sobrecogía el alma de los vecinos. Los bomberos provenientes de Ávila, Salamanca y Valladolid, tardaron una eternidad en llegar.
Cuando accedieron al interior pudieron comprobar que solo quedaban en pie los muros y las grandes columnas de granito. El retablo del S. XVIII y las capillas laterales habían desaparecido por completo. Solo se salvó la capilla de San Antonio, donde se guardaba la imagen del Cristo de la Cama, al que todo el pueblo le tiene una gran devoción.
Fue una noche muy largaen la que se mezclaron sentimientos, emociones y muchas, muchas lágrimas, dejando a cientos de personasuna sensación de abandono, orfandad y soledad.
Todavía hoy, al pasar juntoa la Iglesia y observar su nueva cúpula de cristal, los vecinos no pueden evitar revivir aquella noche e incluso algunos, aún sienten en su corazón el fuego crepitar.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Arder en un instante

Me agazapé entre tus silencios, y fotografié aquel momento, instante preciso.
La vieja cámara se meció entre mis dedos,sentía el latido de sus entrañas, un frío helado y afligido. Era la suave pincelada, el movimiento perfecto de un presente. Cuando la luz, en haz trepidante, se abría paso, sobre esencias de potentes ramas, hechas misterios.
Cuántas raíces, cuántas vidas absorbieron de la tierra, la esencia del tiempo, en su paso por lo recóndito, por un suspiro de energía, devastadora, que convertía la brisa en ahogo, el caos en muerte.
Tú lenguaje implacable de calor y destellos de ira, sobre una tierra que golpea el llanto de los que sienten.
El desamparo de un lamento, fuego frente a tierra, lucha frente a miedo.
Una nueva instantánea, que fue nube, que fue viento.
Se hizo un silencio.
Rebelar nuestras vidas, meter en líquidos asfixiantes nuestras existencias y permitir recuperar momentos perdidos, manipular los instantes precisos, cuando tu mirada y la mía se cruzaron entre humaredas y torbellinos de destrucción. Tú, luchando contra el viento abrasador, acatando órdenes, tiznado hasta las entrañas, mientras tus lágrimas impotentes desperdiciaban surcos de vida. Y yo, espectadora de objetivo, captaba tiempos para el futuro, cuerpos amarrados, vidas compartidas, comienzos infinitos, proyectos de miradas, regocijo de tardes en huellas de caminos. El disparo con obturación adecuada y velocidad perfecta, captó la explosión salvaje de tu cuerpo elevado entre los árboles. Y sobre el depósito de gas inexistente en la falda de la montaña, tu mano descompuesta perfilaba la sombra y señalando hacia el infinito, me indicaste que cada ocaso cálido estarías allí, esperándome.
Como una hechicera de la noche, en el cuarto oscuro, sentí vibrar aquella mano rebelada del primer premio. Agazapada en mi corazón y removida por las brasas, seguía confundida, mientras contemplaba las cenizas, desde mi interior.

guADASanchón
Grupo C


El tren de los enamorados

Tres y media de la tarde
y la estación a reventar
bajo la intemperie
de rostros desvalidos
que vienen y van,
sin magia,
sin memoria, sin voluntad,
sin brillo definido,
arrastrando sus pies
sobre el musgo de la vida,
aventando las horas
que pasan tan vacías
como el tren del desasosiego;
ese animal metálico
que recorre nuestros cuerpos
de hojarasca y helechos secos
incendiando el paisaje
con su música.
Tres y media de la tarde
y en el vagón de cola
de aquel humeante animal mitológico
los amantes se besan
con la pasión
de los cerezos en flor,
y en sus labios prende la poesía.
Pero los ojos estallan,
los raíles se evaporan
y los brazos arden
en el parpadeo posterior
a la detonación.
El aire se espesa,
la noche se apodera del mundo
mientras los oídos sangran
y descubren una lluvia de cristales
alfombrando su piel.
Una mano sin dueño
llora aún caliente por el cuerpo
al que pertenece
y no volverá jamás.
Los asientos se desvanecen
en un horizonte espectral
de salitre y cenizas.
Y los labios, ahora fríos,
de aquellos amantes aún se besan
en la vorágine de un sueño
interminable,
en la desolación que precede
a la muerte,
en la espuma cuántica
de un universo
devastado y lejano.

Andrés García
Grupo B


El agujero en el fuego

Por el agujero de la pared comenzó a salir humo. Miré y solo vi humo. Intrigado, metí la mano. La moví, investigando la causa, pero un tajo certero me la cercenó. Salí corriendo al pasillo con el extintor en la otra mano. Del piso de al lado salió ella con un cuchillo ensangrentado en la suya. Nos miramos perplejos a los ojos. Yo apagué el fuego de su casa como pude y ella cortó la hemorragia de mi brazo como pudo. Han pasado treinta años y nos hemos arreglado muy bien con nuestras tres manos.

Postdata.- Tiramos el tabique intermedio con su agujero e hicimos un hogar grande y cálido.

Manuel Medarde
Grupo A


El náufrago y el fuego

No sé como llegué a aquella isla deshabitada convertido en un náufrago solitario. Tampoco sé como conseguí escapar de allí, pero de hecho lo hice y estas líneas que estoy escribiendo son la prueba de que logré abandonar aquel refugio, que había acabado convertido en un infierno.
Cuando partí del puerto de Callao a bordo de Ballena Azul, un ketch de dieciséis metros, el día ocho de enero de mil novecientos sesenta, dispuesto a batir el record de distancia recorrida por un navegante solitario, una leve brisa me empujó por la ruta seguida inicialmente por Álvaro de Mandaña en el siglo XVI y posteriormente por Pedro Fernández de Queirós en el XVII. Pude divisar las islas dispersadas por ese océano infinito, al que llaman Pacífico, de nombres ancestrales y bautizadas por los españoles como: La Encarnación (Ducie), San Juan Bautista (Henderson), Cuatro Coronadas(Maturei-Vavao), San Miguel (Vairaatea), Conversión de San Pablo (Hao) y La Decena (Tauere), pero llegado a este punto se desencadenó un huracán con olas encabritadas, que debió durar las setenta y dos horas que pude permanecer más o menos despierto y otras muchas de inconsciencia. Al despertar, débil y magullado, ninguna de las islas que debían encontrarse relativamente próximas,era visible. No podía divisar ni La Sagitaria (Rekareka), ni La Fugitiva (Raroia), ni San Telmo (Marutea). Todo indicaba que había derivado hacia el sur, en la zona que habían evitado los navegantes de los siglos anteriores y no se había puesto de moda para los aventureros modernos del siglo XX. Tuve que emplear dos días en reponerme de mis calamidades, durante los cuales navegué en dirección oeste, pensando en dirigirme hacia las islas Fiyi o el archipiélago de Vanuatu. Pero el primer huracán solo fue el preludio del segundo, el más contundente. Tuve tiempo de repasar que había tomado todas las medidas de seguridad recomendadas, estaba presto a enfrentarme al monstruo, me había puesto el chaleco salvavidas y me había atado a un cabo, por si me caía del barco. De nada sirvieron todas la precauciones, la vorágine me llevó por delante, me dejó aturdido, a oscuras en un barco que salía lanzado de olas de diez metros y caía estrepitosamente contra las agua embravecidas. Cuando me desperté, estaba flotando en mitad del océano, con el cabo atado a mi arnés, en cuyo extremo solo había una argolla de metal atornillada a un pequeño trozo de madera. Varios fragmentos del casco y el palo mayor, así como unos jirones de la tela de las velas, era todo lo que había quedado del Ballena Azul. Ni siquiera la bolsa de pequeño instrumental de emergencia ni el botiquín habían permanecido conmigo. Solo mi navaja marinera seguía alojada enel pequeño bolsillo de mi pantalón. Pero las grandes desgracias a veces tienen una pequeña salida por la que escapar, que en mi caso se manifestó en forma de una islita que divisé a menos de media millay a la que pude llegar a nado gracias a que las corrientes me dirigieron hacia ella y no en sentido contrario. No tendría mucho más de unas pocas hectáreas cubiertas de vegetación y un elevado promontorio en el centro. Por fortuna, encontré diversos tipos de frutas que mitigaron mi hambre de varios días y un mínimo manantial de agua clara suficiente para atender a mis necesidades. Pasada la primera impresión, con el paso de los días, descubrí que había pájaros, reptiles y peces que capturar. Mi subsistencia estaría garantizada. Con la pequeña ayuda de la navaja marinera fui acomodándome en este nuevo hogar, desde el que no podía enviar señales al carecer de los medios de comunicación que se había tragado el Pacífico, junto con todo mi barco y el aprovisionamiento que almacenaba en el mismo.Como nunca fui persona necesitada de mucha compañía, me gusta investigar el entorno, hacer trabajos con madera y otros materiales y, a veces, perder el tiempo viendo el tiempo pasar, puedo considerar que las primeras semanas en mi isla de acogida resultaron más estimulantes que desesperanzadoras. Cuando tuve construido un pequeño chamizo, encontré el medio para cazar algunos pájaros semejantes a los que cazábamos en el pueblo, localicé los nidos accesibles donde robar huevos, descubrí las zonas donde apresar los lagartos de considerable tamaño que poblaban la isla y perfeccioné los métodos de pescar con las nasas o los corrales que había ido elaborando, llegué a sentirme casi plenamente satisfecho.Tenía prácticamente de todo lo que es necesario para sobrevivir y disfrutar de aquel pequeño paraíso, todo lo necesario para podergozar en un encierro forzoso en mitad del Pacífico. Aquellas pocas hectáreas llenaban mi tiempo y las fui conociendo palmo a palmo, sin importarme demasiado los días transcurridos o los avatares que me habían sucedido con anterioridad. En realidad, solo echaba de menos algunas pequeñas cosas como unas hojas en blanco y un lapicero para escribir y, por supuesto, el fuego. Podía comer para alimentarme, pero los alimentos nunca estaban cocinados por el fuego, podía bañarme o ducharme, pero el agua nunca estaba templada por el fuego, podía dormir en el jergón vegetal de mi chamizo, pero el aire no estaba dulcificado por el calor de una fogata, podía pensar en hacer un faro que señalara mi posición a posibles navegantes, pero carecería de humo por el día o de luz por la noche al no disponer del fuego necesario. Muchas veces intenté prender unas briznas de yesca chocando dos piedras, pero estas no eran de la dureza necesaria para producir una chispa inicial. Muchas veces intenté prender unas briznas de yesca frotando una palo con otro, pero la madera no tenía la consistencia adecuada para calentarse e iniciar la ignición. Así transcurría el tiempo, mientras disminuía mi interés por escaparme de mi isla a la vez que se acrecentaba el amor por aquella tierra maravillosa que se había cruzado en mi camino. Así pasó un periodo, que pudieron ser tres meses o tres años, sin que un avión, barco, globo o navegante solitario pasara cerca de la isla y yo imaginara un rescate. Tres meses o tres años en los que aprendí mucho sobre mí mismo y pude poner en perspectiva mis años anteriores. Pero en los que seguí echando en falta el calor de una llama. Así, hasta que una noche me despertó el crepitar sonoro de la madera quemándose y el olor penetrante del humo vegetal. No salía de mi asombro, no sabía como se había iniciado, como se había propagado o la magnitud que tenía. Su belleza era del color indescriptible que solo el fuego posee. Estuve admirando la maravillosa visión del fuego desatado luchando por iluminar un cielo que clareaba al amanecer. Todavía tengo clavadas en mi retina aquellas imágenes, en mis oídos el fragor de las llamas, en mi nariz los aromas cambiantes que la variada vegetación transmitía al aire, en mi boca los sabores acre y en mi piel un calor agradable que hacía mucho tiempo no disfrutaba. Pero aquel fuego bellísimo y vivificador fue transformándose en un asesino implacable, que destruía mi pequeño paraíso, haciendo desaparecer matorrales, árboles, vegetación virgen, que con el soplo del aire se engrandecía elevando cada vez más sus lenguas asesinas. Los animales que me alimentaban o me distraían cuando los contemplaba, fueron desapareciendo, volando las aves y los insectos, arrojándose al agua los reptiles y otros animales terrestres. Vi aterrorizado como el fuego iba tendiendo su manto negro por el terreno quemado y se acercaba hacia mí, que había huido hasta la punta más septentrional de mi isla-hogar. Lo último que recuerdo es una llamarada inusitada, brotando de la última planta oleaginosa que había resistido, que prendió mis barbas de náufrago y me arrojóaun océano que me recibió con los brazos abiertos. Antes de perder el conocimiento pude aferrarme a un tronco renegrido que flotaba cerca de mí. Desconozco las horas transcurridas desde que caí a las aguas del Pacífico, las corrientes que me arrastraron o las personas que me rescataron. En estos días he oído varias versiones, desde que llegué aferrado a un tronco renegrido, hasta que me trajeron unos pescadores de altura, una corbeta de la armada francesa, una manada de delfines, otro navegante solitario, el yate de un millonario… pero lo único cierto es que quien lo hizo no quiso comunicarlo a nadie y que ahora estoy en la Pequeña Tahití (TahitiIti), contemplando el monte Orohena que surge imponente entre las nubes. He aprendido muchas cosas y el fuego me ha enseñado quelo más deseado puede ser a la vez lo más odiado.

Manuel Medarde
Grupo A

Bar adentro

Esta semana nos fuimos de bares. La primera ronda la tomamos en el "Nothingam Prisa", La segunda en "La birra de Brian". Luego se nos antojnaron unos pinchos en "Paco Meralgo" y "La Tapilla Sixtina" y brindamos con la penúltima -nunca la última- en "Beer para Creer". Sí, todos estos bares existen y los puedes econtrar en el artículo "Los bares españoles con los nombres más divertidos". Como también exixten otros bares protagonistas de series de televisión como Cheers. ¿Quién no recuerda a Sam y a Norm o Kelly cuando comenzó a servir en el bar? ¿O quién no recuerda a aquella conbra en la caja de cobrar de la taberna de Moe? Hablamos también de El poney pisador en El Señor de los Anillos o del Café de Rick que no estaba en Casablanca, sino en los estudios de Hollywood (aunque exista uno en la ciudad de Marruecos). O también de la Cantina de Chalmun, más conocida como la Cantina de Mos Eisley, un antro de la galaxia en Star Wars.
Los bares forman parte de nuestra biografía. Ya lo dice la parodia de Jorge Manrique: "Nuestras vidas son los bares que no venden garrafón que es el morir: allí van los escolares derechos al botellón a consumir..." ¿Quién no tiene un bar, como un gran amor, en su vida?
De lo divino y de lo humano hablamos en la sesión del taller como si estuviésemos acodados en la barra de un bar. Para ser conscientes de su relación cercana con la literatura r0ecomendamos el especial dedicado a los bares y cafés de la revista Litoral:



Bares que han inspirado a muchos escritores y escritoras. Cafés dónde han tenido lugar inmurables tertulias, pubs donde la poesía y la música han atendido las almas de muchos náufragos de la noche.
Dice Juan Tallón: "Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café".
Hablamos, cómo no, de Karmelo C. Iribarren, un poeta que escribía sus versos tras la barra del Akerbeltiz en Donostia. Si no lo conoces, ni tampoco su poesía, puedes leer el artículo "Karmelo Iribarren, el poeta salvaje que nació en un bar" firmado por Irene Hdez Velasco en el diario El Mundo. O en el artículo de Jorge Trujillo en la revista Popper titulado: "Karmelo. La poesía. Los bares".
Otro hombre de bar y de letras es nuestro paisano Manolillo Chinato. Lo puedes encontrar en el Puerto de Béjar, en el Chinato's bar, y quizá te hable de su última borrachera con Robe o de cómo está el ganado en general. :-) Alberto G. Palomo ensancha un poco su figura en el artículo "Dos días con Manolillo Chinato en su bar" en el diario El Español.
En Salamanca hubo un bar con el nombre de "La biblioteca". Qué bien quedaba uno si decía que iba a la Biblioteca pero en lugar de a ir a leer La saga / fuga de J.B. se iba a tomar el JB. Aquí te mostramos una breve biblioteca de bar: "Diez libros con su tapa de bar" firmado por Inés Martín Rodrigo en el diario ABC. 
Antes de colocar sobre este mostrador un breve repertorio de textos como si fuesen tapas te recomendamos leer Diario de bar, de Roberto Bolano y A.G. Porta en la bitácora "Un instante de caos" de Javier Serrano Sánchez

Qué lugares

Todos los bares son distintos, pero todos tienen un factor metafisico común: vamos a ellos sin saber con exactitud a qué vamos a ellos.
Se dirá, y con razón, que vamos a los bares para beber o comer, o para la conjunción de ambas actividades, pero beber y comer son cosas que podemos hacer en casa, de modo que tanto la comida como la bebida pasan a ser motivos secundarios y anecdóticos para plantarnos en cualquier bar que merezca ese nombre. Su parte utilitaria, digamos. El... pretexto.
Porque lo importante no es lo que consumimos allí, sino lo que hacemos y decimos -o dejamos de hacer y de decir- mientras consumimos.

Felipe Benítez Reyes

Bar adentro

Está a mi lado
y tiembla como yo.
No nos decimos nada.
Somos
un paisaje tan sólo
apoyado en la barra de un instante
tan extraño y tan cierto.
Mirándonos así.
Sin valor.
Sin volar.
Sin atrevernos.
Sin siquiera acordarnos
que el mar era un silencio
que se curó con olas

Fernando Beltrán

Los bares

Las ciudades se han puesto difíciles
últimamente,
son frías
y solitarias,
han perdido calidez;
pero aún nos quedan los bares,
esos sitios
oscuros
que se encienden
cuando se apaga todo lo demás,
esos rincones con alma,
con auténtico calor;
quién sabe
si ya el último refugio
desde el que abrir fuego otra vez.

Karmelo C. Iribarren

Frenadol

En el bar en el que desayuno solía haber, al fondo de la barra, un hombre ensimismado y tuerto. Llegaba antes que yo, pedía un vaso de agua con gas y un café y a continuación se ensimismaba. Un martes que no apareció le pregunté al camarero por él. Dijo que vivía lejos del barrio. “Viene aquí”, añadió, “porque un día, al abrir una caja de Frenadol, salió de su interior una voz según la cual a lo largo de los próximos meses pasaría justo por ese punto de la barra donde se coloca, a eso de las nueve de la mañana, una idea importante que pretendía que cayera dentro de su cabeza”. Me extrañó que la voz hubiera sido tan precisa como para señalarle la estación del metro en la que se tenía que bajar, el nombre del establecimiento y hasta el taburete en el que debía sentarse, pues las voces, las mías al menos, no son tan concretas.
En cualquier caso, aprovechando que el hombre había faltado a la cita, ocupé su sitio y me ensimismé por si diera la casualidad de que la idea pasara ese día, y se colara en mi cabeza en vez de en la suya. Las cabezas de los seres humanos son trampas en las que se precipitan los pensamientos que circulan por el aire. Por lo general, no se recogen más que clichés, estereotipos, basurilla, en fin, pero de vez en cuando pican los juicios sintéticos a priori o la gravitación universal y has hecho la jornada.
Pasó un rato sin que mis neuronas detectaran nada de interés, pero luego se abrió la puerta y apareció el tuerto al que había quitado el sitio, que me miró con odio y se sentó donde solía hacerlo yo. Me quedé observándolo y en esto sonrió con satisfacción, como si la idea, de camino hacia mi cabeza, hubiera quedado atrapada en la suya. Y así debió de ser porque no ha vuelto por el bar.

Juan José Millás

/
Propuesta de escritura

Imagina que después de muchos días echándote una copita en una terracita del bar que hace esquina con la calle mayor (como dice Albert Plá en su canción "El bar de la esquina") ocurre justo lo contrario a lo que dice Joaquín Sabina en "Noche de bodas": "que no te cierren el bar de la esquina".
Llegamos allí, después de imaginar nuestro diario ritual en el bar y necesitados de una copa o conversación, y está cerrado. Quizá haya algún cartel de "Se vende", "Se traspasa", "Cerrado por defunción". ¿Qué hacemos entonces? ¿Y si ese bar es el único que hay un tu pequeño pueblo de montaña? Imagina esa situación y escríbela a partir de este inicio: "Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado". También puedes hacer un homenaje a alguno de los bares que formaron o forman parte de tu vida.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora


Bar El Renacido

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Nunca antes me había fijado en el color de la trapa. Ni siquiera sabía que tenía trapa. Se había convertido en mi vida. Era una isla en este mar de modernidades. Allí me refugiaba cada día, cada hora.
—Hoy no abre, ni mañana tampoco. Francisco… ha muerto —me escupió la panadera con cara de mala hostia. En sus ojos vengadores leí: «Así estarás más tiempo en tu casa, con tus hijos, con tu mujer. ¡Borracho!».
No me podía creer que ese hombre, Francisco, hubiera muerto. Siempre pensé que era inmortal, que estaría ahí toda mi vida. Con la camisa remangada, con el trapo colgando de la cintura, girando el palillo entre sus labios, con la radio como banda sonora de nuestras vidas.
Agaché la cabeza y huérfano, me encaminé a mi hogar. Supe leer las señales del destino.
Frente al portal de mi casa, la melodía de una tragaperras llamó mi atención. Me pareció ver a Francisco tras la barra, Sí, era él, estaba seguro. Me encaminé hacia allí.

Tomás García Merino
Grupo B


Sobre abrir bares

Escucharás decenas, cientos de historias sobre cerrar bares. Fiestas hasta la madrugada, parroquianos de toda la vida que acuden cada fin de semana y, cuando se apaga la música y se encienden las luces, se quedan en el bar esperando al dueño para seguir la fiesta en otra parte, o para irse juntos a casa. O simplemente para estar allí y poder presumir de haber cerrado aquel bar.
Pero ¿cuántas historias escuchas sobre abrir bares? En mi pueblo te convertías en el rey de la fiesta si, por la mañana, te encontrabas a tu padre, a tu tío o a tu vecino desayunando en Los Cazadores.
Y ese era el objetivo todas las noches de fiesta. Aguantar por ahí hasta las seis de la mañana, por lo menos, o la hora a la que Manolo abriera. Los fines de semana siempre más tarde, para evitar a cuantos más borrachos, mejor.
Y tu padre, que tenía que conducir un camión, allí estaba tomándose el primer café de la mañana; y tu tío, que tenía que ir a echar comida al ganado, un café con churros; y tu vecino, que madrugaba para bajar al río a pescar, lo mismo.
Los Cazadores era punto de encuentro, y Manolo lo sabía. Pero no le gustaba. Aún recuerdo la cara de mala leche que tenía la única vez que abrí Los Cazadores.
“Tres cafés con leche y dos Cola Caos”, pedimos mis amigos y yo cuando Manolo abrió el bar; allí estábamos, los primeros.
Nos sentamos en una mesa baja, y desayunamos mientras los habituales iban llegando y sentándose en la barra para tomar el primer café de la mañana.
Mezclados con Paco el de los camiones, Chuchi el ganadero, Martín el pescador y Joaquín el del almacén, iban llegando otros borrachos que pedían cubatas y cafés a partes iguales.
“Buenos días, Manolo”, gritaban unos y otros al cruzar el umbral de Los Cazadores.
Y él gruñía.
A pesar de los gruñidos, guardo un grato recuerdo de aquella madrugada en Los Cazadores. Y de todas las historias que mi padre me contaba cuando, de joven, era él quien abría el bar y se encontraba allí a su padre, a su tío y a su vecino.

Mª Ángeles García
Grupo A


El pueblo es lo que tiene

Cómo no mencionar ese bar-tienda, con esa camarera periódico, que adquirió mi amistad con esas charlas imparables, cuyo interés no estaba en las ventas, sino en los encuentros.
Perdonar que me ría, eran los sitios de reunión, el noticiero y si me apuras el critiqueo más allá. Cuando venías de allí podrías rellenar la encuesta que te realizaba tu madre que era básica para que no te dijera nada por la tardanza o por la falta de algún producto.
Conclusión que el bar era el recreo buscado, porque encontrar a alguien era casi un milagro, excepto la dueña amiga que rellenaba tu vacío existencial y alimentaba tu alegría al comprobar que estaba abierto y en tu interior si me apuras generaba que era un día festivo.
Gracias le doy a ese multiservicio psicológico, que añadía ese aliciente de saber, me refiero a ese saber de quién estaba y quien vendrá
Un beso a esa tabernera agraciada por su punto de encuentro y que, a pesar de su buen hacer, es muy posible que con este deterioro de contactos y de gentes visibles acabe desapareciendo esta energía rural.

Sin nombre
Grupo C


Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado.
¡Vaya putada! Fue lo primero que me pasó por la mente.
El día anterior había quedado allí con una chica y no tenía su número de teléfono para poder avisarla, y decidí esperar en la puerta hasta que llegara.
Estuve más de una hora paseando por las cercanías de la puerta del bar y allí no aparecía nadie. Cuando ya me disponía abandonar el lugar, vi a lo lejos una chica que venía corriendo, y me puse tan contento, pero cuando pasó a mi lado, no era ella.

Luis Iglesias
Grupo B


El salón de baile del tío Tiburcio

Mi primer contacto con los bares fue en Herce, un pueblecito de Logroño donde acudí aquel verano con mi tío Luis.
El padre de mi tío, un tal Tiburcio, regentaba un salón de baile en el pueblo. En aquel local se fumaba, se bebía, y se hablaba, y sobre todo, sobre todo se bailaba. Siempre con orquesta.
Aquel verano de 1958, en aquel local hubo un vocalista nuevo, un niño de 6 años al que su tío le había enseñado algunas canciones.
Las canciones las ensayábamos paseando por el pueblo o por el campo; él me llevaba sentado en sus hombros y cantábamos a dúo: “Marusela”, recuerdo además que le cambiamos la letra pues “tus labios son de verde mar”, no podían ser y le pusimos “tus ojos”, lo que nos pareció más adecuado y además encajaba igualmente.
En “La flor del bohío” hacíamos un dúo perfecto, cantábamos a dos voces y aquello sonaba bonito.” El hijo del ganadero” lo bailaban como un pasodoble y yo al cantarlo me sentía “Joselito”, mi madre me decía que me parecía físicamente al cantante.
La de “Marina” tenía un ritmo contagioso que se podía bailar suelto como una cumbia.
Llegada la tarde, subíamos al estrado, mi tío Luis me ponía el micrófono en los labios y yo cantaba, cantaba y disfrutaba; veía a la gente bailar y gozar, todo un placer; por si fuera poco, al terminar, como la gente aplaudía, mi tío me cogía en brazos y me abrazaba.
El ambiente envolvente del salón de baile quedó prendado en mí a partir de entonces. He vuelto a bailar, a beber, a disfrutar de la música en vivo siendo adolescente, siendo joven, y después en mi madurez.
De todas formas, nunca olvidaré mi primer contacto con los salones de baile, y nunca olvidaré a mi tío Luis.

José Luis Fonseca
Grupo A


Dry carajillo

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado por la policía, ésta es la película.
James Bond se acoda en la barra, impoluto, y pide un Dry Martini, “mezclado, no agitado”. En eso que entra Lina Morgan, que está haciendo la calle -y pasando un frío del demonio-, se arrima a la barra y pide un carajillo. -Ya sabes, Manolo -dice al camarero-, me pones un café sólo, lo tiras al fregadero y llenas la taza hasta arriba de aguardiente.
007 mira a Lina Morgan y se queda arrobado ante esa mujer bandera -española-, llama a Manolo -por su nombre, pero pronunciado Manoulou- y le pide otro de lo mismo, con el dedo índice apuntado a la taza de nuestra protagonista. Se acerca a ella, y le dice, zalamero: -Hola, encanto, dónde has estado hasta ahora, llevo toda la vida buscándote, “tell me yourname¨. -Morgan, Lina Morgan, dice ella, mientras echa mano al bolso y busca el espray de gas paralizante, por si se tratara del sicópata que le manda anónimos diciéndole que su vida estará en grave peligro, si se encuentra con él. Bond interpreta que es una espía rusa con licencia para matarle y echa mano a su pistola, pero Lina es más rápida y le da un bolsazo -cargado con su herradura de la suerte- que lo deja KO, de bruces sobre la barra del bar.
En ese momento entra una rubia de hielo -sí, es la espía rusa, ¿quién iba a ser?-, y se dirige a Lina -a quien ha confundido con una enemiga de Putin- con la artera intención de pegar la hebra y luego, cuando esté desprevenida, matarla, poniendo en su taza unas gotas de polonio. Pero Lina no baja la guardia y cambia las tazas, de manera que la espía rusa se envenena a sí misma y cae, igualmente de bruces, sobre la barra. Lina se va no sin antes decirle a Manolo: -tú no me has visto el pelo hoy, Manolo.
Se investigan las muertes -la de James Bond a causa de una hemorragia cerebral por el bolsazo, qué manera más tonta de morir-, y el CNI toma cartas en el asunto, después de precintar la escena del crimen.
Una cámara de vigilancia, instalada en la puerta del chino que hay junto al bar, revela la presencia de Lina, y pone tras su pista al CNI, que la chantajea a fin de que espíe para ellos. Con el tiempo se convierte en leyenda, y se escriben novelas superventas sobre su vida. Se hacen películas y todo eso. El carajillo de Lina se pone de moda en las coctelerías de todo el mundo. La receta ya la hemos dicho, un café sólo, en taza, se tira el café -algo así hacía Buñuel con los ingredientes del Dry Martini-, y se llena la taza de aguardiente casero. Un shot, como dicen los barmans -camareros con pajarita-, un buen tiro, como decimos aquí. Mortal, nunca falla, sobre todo con unas gotitas de polonio.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


BENMAN

Hace aproximadamente veinte años, en la calle Federico Anaya , hoy llamada María Auxiliadora, había un bar llamado Benman. No se definir bien lo que era; tasca, taberna, cafetería e incluso restaurante, pues también servían el menú del día. Siempre lleno humo y olor a guiso, que se quedaba impregnado en la ropa de los clientes.
Estaba regentado por Benito, también conocido por la abreviatura de “ Beni” y Mari Angeles, él en la barra, ella en la cocina.
Los habituales eran variopintos , acudiendo a diario al bar. Un hombre llamado Andrés, se sentaba solo al final de la barra y se dedicaba a escuchar las conversaciones ajenas. Cuando oía alguna palabra que le gustaba, se acercaba al cliente que la hubiera dicho y le decía “ Que palabra tan bonita”, sacaba del bolsillo de su pantalón una cochambrosa libretita, y la apuntaba para retirarse de nuevo a su lugar. También iba un extraño hombre que se pasaba el rato con un café entre las manos, sacaba una cajita de cerillas, las extendía encima de la mesa, las contaba y las volvía a meter en la cajita, para después empezar de nuevo la tarea.
Sin duda, los clientes estrella, eran Bernardo y Tito, empleados de una empresa de reformas, que casualmente trabajaban en la remodelación de una vivienda muy próxima al bar. Comían el menú del día, tomaban un chupito, cortesía de la casa y volvían de nuevo a su trabajo. Como la terminación de la obra se demoraba más de lo previsto, la relación entre Beni y los albañiles se fue consolidando poco a poco de tal modo, que se convirtieron en amigos , hasta el punto de compartir cenas que se empezaron a hacer cenas de vez en cuando, en chalet del propietario del bar.
Bernardo y Tito, eran muy conocidos por las bromas que les encantaba gastar. Un día de camino a comer, al lado de un contenedor de basura, encontraron una vieja maleta en cuya tarjeta identificativa, rezaba el nombre de José Geminiano Montero De Paz. Tito la cogió y disimuladamente , sin que Benito se diera cuenta, la dejó dentro del Bar. Terminada la comida, Tito sale a la calle y llama a Benito cambiando la voz , diciendo ser el propietario de la maleta, disculpándose por habérsela olvidado y pidiéndole que se la guardara durante unos días pues él tenía que entrar en prisión. Cada uno o dos días, Tito, con su voz cambiada, llamaba a Benito para recordarle que guardara bien su maleta y solicitando que bajo ningún concepto fuera abierta.
Pasaban los días y la historia continuaba. De repente un miércoles, la maleta ya no estaba, salió del mismo modo que entró.
El sábado siguiente había una cena en el chalet del ingenuo Benito. A la hora de las copas, Tito salió del chalet y llamó a Beni , pidiéndole la dirección del lugar donde se encontraba, pues en agradecimiento por la custodia de su maleta, le quería regalar unos gallos de corral. Curiosamente al darle la dirección , José G., dijo: “ pero hombre…si estoy justamente al lado”, “salga usted en cinco minutos a recoger los gallos”. La noche estaba muy oscura y cuando Benito salió a por su regalo, apenas conseguía ver una silueta con algo grande en las manos. Finalmente vio que era Tito con una caja y una gallina vieja metida dentro. A Benito le faltaban los insultos, hijo de…, Ca…, me cago en tal y en cual.
Madre mía la que le habían preparado al pobre Beni!!!. Los invitados reían y bromeaban menos él a quien le duró un buen rato el enfado.
Mientras duró la obra del piso, le hicieron varias bromas más. Beni, jamás dudó de la veracidad de las cosas tan extrañas que le pasaban.
Hoy día ya no existe el Benman, un sitio peculiar donde los haya.

Isabel Gallego
Grupo A


La tasca del deceso

Cuando niño mi madre me mandaba
corriendo a la bodega de Faustino,
que rellenaba el casco de buen vino
me daba la gaseosa y preguntaba:

¿Le dijiste a tu madre que ofertaba
a dos reales el kilo de tocino?
Sí, y dijo: ¡pues tendrá que ser muy fino,
que ella con esos precios no compraba!

Cierto día volviendo del instituto
me encontré un gran barullo en la taberna
y guardias que esposaban a un vecino.

Después vinieron dos hombres de luto,
que en carro negro uncido con mancuerna
llevaron el cadáver de Faustino.

Calgari
Grupo A


El Cinema

Allí iba muchas veces sola. Siempre me recibían con una sonrisa tan dulce como un recuerdo feliz, con un abrazo franco, con un chascarrillo original. O repetíamos las mismas tonterías de siempre: "Dame un pedazo de cacho de trozo de mano". Risas.
‌Me sentaba con mi cerveza al final de la barra desde donde se veía todo el local. Podía ser un miércoles, cuando no había demasiada gente. Me sentía acompañada. P. hacía estudios audiovisuales y este negocio lo abría de noche. Era tan cariñoso como único, alegre, apacible. Nos habíamos conocido en la Pana, la Panadería, que frecuentaban los que no se iban a los garitos de moda de la capital. Era antes de los móviles, cuando no se quedaba, sino que te dejabas caer por allí. Se coincidía, charlabas o no. Mirabas, pensabas. Contabas las horas que ibas a dormir. Observabas el ir y venir. Esperabas.
Eran asiduos algunos profesores jóvenes, noctámbulos, desarraigados, que habían recabado en esa pequeña ciudad que crecía junto a la gran urbe, al pie de aquellos cerros, donde creía, a veces, estar en Arizona y ver a indios con sus caballos, observando el desarrollo de los blancos desde la altura y desde la perplejidad. Me imaginaba ser uno de ellos. Tal vez fuera uno de ellos. Por allí pasaban enfermeras, funcionarios, doctorandos, trabajadores del cercano aeropuerto, algún músico o, incluso, algún cantante de ópera.
P. pinchaba pop de los 80 y 90. La música era también vínculo. Ese lugar conectaba alientos, almas solitarias, quizás perdidas, presentes y pasadas. Estas últimas almas del pasado cubrían las paredes. Desde mi rincón, tenía unas vistas privilegiadas a aquellos ojos de Robert Redford y Paul Newman en Dos hombres y un destino. Sonaba la música de Golpes Bajos o Gabinete Caligari. El Cinema no era el Café de Rick, pero estaba Bogart, en una escena del Halcón Maltés, que también me seducía, desde otro tabique. Eran carteles en blanco y negro de películas inolvidables. Muchos vestíamos también en blanco y negro (¿o sería la penumbra?). Los que salíamos del cineclub siempre nos encontrábamos allí. Los carteles de Ciudadano Kane y Metrópolis eran un imán para los cinéfilos. Y no es que se hablara mucho de lo que habían proyectado. Eso se hacía en La Oveja Negra, El Perro Verde o en La Galería, lugares más propicios para sentarse y charlar.
‌Mientras transcurría la noche, mientras alguien le hacía un brindis a Audrey Hepburn, o algunos se desgañitaban con Héroes del Silencio (“Amanece tan pronto y yo estoy tan solo…”), yo esperaba que él apareciera, y se apoyara junto a Clint Eastwood en Por un puñado de dólares. Si venía, quizás se dignara a mirarme, a hablar conmigo, como aquella otra vez, cuando le invité a venirse conmigo a los columpios y al tobogán gigante, donde acabamos con dolor de cuerpo y sensación de ser nubes. Si se dirigía a mí, tras asegurarme que me esperaría, me excusaba un minuto, y me iba al servicio, donde me ponía a bailar y tararear Cantando bajo la lluvia. Tu-tu-tu-tu tu-tu-tu-tu-tu-tu…Dos giros, como un rito, le sacaba la lengua al espejo y salía. Que no hubiera nadie... Judy Garland me guiñaba un ojo, cómplice. Creo que en el tiempo que me ausentaba, a mí también me caía un aguacero y me sentía una actriz de Hollywood, como Marilyn en Con faldas y a lo loco, feliz, como en los columpios. Era la magia del lugar. No es que él fuera Marlon Brando ni James Dean, pero me hacía soñar. Por él, me pintaba los labios. Por él, me vestía de abril, aunque fuera diciembre.
‌Otros se podrían acercar, pero, si él me ignoraba, que era lo habitual, una segunda cerveza, y a casa con cara triste-alegre, como la de Chaplin en El Chico. Entonces ya estaría empezando a sonar La chica de ayer, en aquel local del ayer.

"Olvídate", parecía que me decía la otra Hepburn, la indomable, "no eres Ava Gardner ni estás en un safari en África”. “Ni falta que hace”, protestaba yo, altiva.

Marisa Sánchez García
Grupo C


Perdido

Llegué al bar de la esquina
y estaba cerrado.
Era domingo,
no lo entendía,
no había cola en la barra,
ni el camarero que apuntaba
turno en su libreta
al lado de la puerta.
No estaban las mesas
en la terraza
que abrigaban las aceras,
ni el rugir de las tertulias
que guardaban los secretos.
Miré a mi alrededor
y todo era silencio,
un señor con bastón
cruzaba la calle
intentado desafiar al tiempo,
su tiempo.
Pensé por un instante
que toda mi borrachera
se había muerto,
al ver una luz en la esquina
parpadeando de color verde
en forma de cruz.
Como cambia la noche me dije,
y con el vaso en la mano
seguí caminando,
buscando el bar de la esquina,
o cualquier esquina con algún bar.

Ana Sánchez Taramón
Grupo C


Llego al bar de la esquina, está cerrado
quiero un café, no puedo con la vida
y me duelen los pies, estoy vencida...
¿Es aquí en este bar dónde he quedado?

Miro la ubicación por si he olvidado
la dirección exacta: "Bar La Huida":
Amplia carta de vinos y comida,
Calle del Romeral. Parking privado.

Me acerco y en la puerta hay una nota:
"Cerrado por reforma hasta el día tres".
Escribiré un WhatsApp para Carlota.

"Hay un cambio de plan por un revés,
me voy al bar de enfrente "La gaviota".
No tardes... Voy pidiendo dos cafés".

Aurora Zarco
Grupo B


El F.B.I.

–Es tu turno, Garrido –ordena el presidente acompañando las palabras con un gesto de la barbilla.
–Hum… –Se aclara la garganta el aludido–. Pues bien, mi informe es de parecido tenor que los que hemos escuchado hasta ahora. O si cabe, más pesimista aún. Durante este condenado 2023 cuatro instalaciones de la zona han sufrido un asedio tan atroz que han acabado arruinadas. Destrucción total. Las fuerzas hispanoamericanas han seguido infiltrándose solapadamente y han penetrado en siete locales más. En dos de ellos han logrado un control absoluto.
También el frente chino debe preocuparnos, pues sus avanzadillas han conseguido penetrar hasta el mismísimo corazón, la cocina, de dos negocios de raigambre: El bar Manolo y el Figón del Yeltes. Ayer precisamente, realicé una arriesgada incursión entre las líneas enemigas y tomé, en el primero, un pincho de chanfaina; y en el segundo, una ración de jeta. La presentación, no lo puedo negar, daba el pego, pero el sabor… ¡Ay el sabor! ¡Otro atentado contra la exquisita comida charra!
En resumen, compañeros, estamos en un declive generalizado. Si no conseguimos detenerlo supondrá una derrota total y definitiva…
–Gracias –lo corta el jefe intentando que no cunda el pesimismo-. Sigue tú, Prospe.
–¿Qué? ¿Qué pasa? –Se agita un hombrecillo calvo que ha sido despertado de un codazo– Ah, sí, sí… el informe…Que sepáis que he detectado una nueva amenaza. La he llamado: la conexión eslava…
–¡Ya está este con sus nombrecitos! –interviene sarcástico uno.
–Sí, la conexión eslava. Los polacos, búlgaros, rumanos... Tienen una apariencia que les hace pasar desapercibidos entre los nativos. Hay que tener el oído muy entrenado para notarles el acento…
–Al grano, Chuchi.
–Dos bares –enfatiza el otro–. Dos bares de mi barrio han caído bajo el control absoluto de esta gente: El Tito y el Macotera. Me metí en el primero y probé de todo: morro, farinato, morucha… ¡Clavado! Imposible distinguirlo del original. Menos mal que pedí un pinchito de tostón cuchifrito. Ahí los pillé. Aquello era chicle. ¡Ay si Auxi, la mujer de Tito, levantara la cabeza!
–¡Hay que pasar a la lucha armada! –vocifera Julián, mientras se yergue con no pocas dificultades levantando amenazador el puño derecho.
–¡Para, Lanza, que se te va la olla! Sigamos con los procesos que tenemos iniciados. –Desvía la atención el presidente­–. ¿Cómo va lo de la Unesco, Tronco?
–Aproveché el viaje a París a ver a mis nietos para intentar que me atendieran. Al final un hornazo me abrió la oficina de un petimetre. A los dos minutos cerró la visita sentenciando que hay mucha sangre inocente vertida, excesivapara que la gastronomíade Salamanca pueda ser declarada Patrimonio de la Humanidad. Que miles de cadáveres de cerdos, vacas, cabras y corderospesan sobre nuestras conciencias…
–Ya os lo dije, eso de la Unesco es un espantajo lleno de chupópteros. –Presume uno de enterado.
–Los contactos con el Ayuntamiento, con la Junta y con el Gobierno Central tampoco muestran progresos. Vamos, que ni contestan a nuestros escritos ni nos conceden ninguna entrevista…
–Solo nos queda morir con las botas puestas –­se lamenta Málaga apesadumbrado.
Los seis ancianos llenos de desánimo se quedan en un silencio que, al poco, es interrumpido por la entrada de un camarero.
–Señore­–dice este con innegable acento árabe–Vamo a serrá. Po favó, e preciso que se marche.
Todos lo miran atónitos.
–Este es nuevo. ¿Qué habrá sido del pobre Ramiro? –se pregunta uno consternado.
–¿Para qué seguir? Estamos completamente invadidos…
–Tendremos que liquidar este comité del F.B.I. –lloriquea el calvo.
–¡Os he dicho cien veces que es F.B.L.! Fomento de Bares Lígrimos­–recalca el jefe–. ¡Mira que sois brutos!
–Venga, vamos para el comedor que como lleguemos tarde las monjitas se cabrearán y mañana no podremos salir a tomar un vino a la calle.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Química emocional

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Qué apuro si me hubieseis visto en aquel momento. El sabor metálico de la vergüenza mezcló mal con mi ansiedad y, catalizados por la galopada, resultaron en una combustión desproporcionada. La termodinámica emocional es inestable y las colisiones sentimentales impredecibles.
Así que allí me veis, sin aliento, la cara desencajada y la ropa descompuesta. Mirando con cara de bobo, sin poder disimular que en aquel momento estaba pasando mi vida ante mí. Porque era de eso de lo que se trataba, toda mi vida estaba en juego, o al menos eso creía yo. Con quince años recién cumplidos uno ya tiene hecha toda una vida, ¿no? Y el sentido de una vida larga como esa es que tenga sentido pleno. Y, qué sentido puede llenar más una vida que tu primera cita con la chica de tus sueños. Al menos de los sueños de los últimos meses.
Esa chica es demasiado pizpireta, me había dicho mi madre, no te conviene. Y es entonces cuando sobreviene la revelación de que no hay nada más fascinante sobre la faz de la tierra que una chica pizpireta. Nunca había oído la palabra, pero el significado parecía nítido: pizpireta era ella. Y encima, a mi madre no le gustaba; no podía haber algo más cautivador.
El único problema es que yo no era el único al que sus encantos embrujaban. Y mi timidez jugaba en contra. Pero, no; no iba a tolerarlo. Vale que yo fuese tímido, pero todo tiene un límite y a los quince años uno tiene muy claros los límites, ¿no?
Así que me lancé. Estar cerca de ella y no pedirle una cita, con quince años, toda una vida hecha y los límites claros, pues menudo soy yo. Me salieron muchas palabras, muy deprisa, arrebatadas, desproporcionadas, la termodinámica emocional que es inestable.
No tengo muy seguro realmente qué dije, pero sí que ella había aceptado quedar conmigo. Estaría dentro del bar de la esquina, me dijo muy claro. Y esa sería la única oportunidad que tenía de estar conmigo, puntualizó.
Después de vaciar medio frasco de colonia barata, que menudo soy yo cuando me pongo, había corrido calle abajo, al bar de la esquina, la única oportunidad. Pero el bar estaba cerrado. Y yo allí, con cara de bobo, la ropa descompuesta y mis sentimientos calcinados.
Pizpireta quizás significaba embaucadora. Y mi madre tenía algo de razón.

José Carlos Gomez
Grupo A


Bar Manolo

Unas cuantas mesas de mármol con patas de hierro forjado. Sillas de madera con respaldo curvado. Poca luz, en parte por no cambiar, en parte por no gastar. Paredes oscuras con zócalo de madera hasta media altura. Los licores y las botellas de coñac, o brandy, abarrotando estanterías de cristal. En la pared, un espejo con letras de anuncio. Varios carteles de corridas viejas, con toreros que fueron famosos. Quizás, dos o tres percheros con varios ganchos dobles, anclados a la pared. El banderín de un equipo de fútbol con los colores del club del padre. Un ventilador viejo, que dejó de mover la hélice hace varios lustros. Una radio con su ojo verde y su dial con los nombres de ciudades desconocidas. No hay televisión, ni se la espera. También hay bancos corridos en la pared. Detrás de un cristal, una carta manuscrita de letra ilegible, dentro de un marco barato. Algunas fotos en las que el hombre detrás de la barra, más joven y con más pelo pero menos barriga, aparece con personajes desconocidos. Ruido. Olores, muchos olores mezclados y por momentos individualizados. Olor a tocino frito. Olor a vino. Frascas de cristal con vino rojo oscuro. Vasos de cristal de culo grueso. Torreznos, banderillas, tortilla de patatas… Café, carajillo y copa, con o sin mus, tute o dominó. Compañeros de carrera. Hablar de chicas, música, excursiones, deportes, libros, cine, algunas veces de estudios, política, un viaje a Madrid, quedar el sábado, guateques, bares nuevos, discotecas, exámenes, vacaciones. Matar el tiempo, vivir la vida, hacer planes, dejar escapar los años como el fluir de las mareas, teniendo como puerto de referencia el “Bar Manolo”.

Manuel Medarde
Grupo A


El bar de la esquina

Hoy, la nostalgia
se acerca sigilosa
sin hacer ruido,
y se instala al lado
de mi soledad.
Brotan los recuerdos
en mi memoria,
de aquella ciudad,
escondida,
entre la niebla
densa y fría,
donde se encontraba
el bar de la esquina.

Allí, te conocí,
allí, te robé aquel beso,
que me persiguió
durante mucho tiempo,
tanto, que se lo llevó
el olvido.
Aquellas escaleras de caracol,
la música de Víctor Manuel,
su disco prohibido.

Hoy, he vuelto al lugar,
y al despertar,
el bar de la esquina
había desaparecido.

Pedro Gómez
Grupo C


Cruzando al bar

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. “¿Cerrado? —me dije atónito—. Nunca había estado cerrado a esta hora. Aparte de que están las luces encendidas y parece más lleno de vida que nunca. Si hasta puedo oír la algarabía que viene de dentro”. Sin embargo, el cartel de “cerrado” lucía en la puerta por su parte interior y no había manera de hacer que ésta se abriera, por más que tiré y tiré. Empecé entonces a golpear el cristal, tratando de llamar la atención de alguien para que me abrieran, pero nadie se fijaba en mí.

—¡Venga, hombre —grité al fin, desesperado ya—. Abridme de una puñetera vez! ¡Que este es mi bar de toda la vida! ¡Que llevo cincuenta años viniendo por aquí! ¡Desde niño, sí señor, desde que era un mocoso! ¡Abridme de una Vez! —me desgañitaba, golpeando el cristal cada vez más fuerte.

Pero no me abrían. Y seguían sin fijarse en mí. Miré a uno y otro lado de la calle. La oscuridad lo envolvía todo. Qué raro. Ni una farola encendida, ni una sola luz procedente de alguna ventana, vehículo, kiosco, nada. Ni siquiera la luz de la luna. Solamente el bar y yo dentro de la boca de un lobo. Acerqué entonces la cara al cristal de la puerta y traté de fijarme en la gente que había dentro. Pero antes de reparar en nadie, saltaba a la vista la enormidad de la fiesta que tenían montada. El interior del bar estaba decorado con multitud de luces de colores, banderolas y espumillones. Aquello me exasperó más aún. “¡Menudo jolgorio han preparado ahí dentro… y yo sin poder entrar!”, me dije, rechinando los dientes. Volví a aporrear el cristal. Nada. Ni caso. Luego, empecé a reconocer caras. La primera de todas la de Manolo, el dueño del bar, amigo de toda la vida.

—¡Ábreme, Manolo, que soy Antonio! —le hice señas ostentosas.

Pero Manolo, detrás de la barra, estaba a lo suyo, sirviendo cervezas a diestro y siniestro. Luego reconocí a Pepe “el taxista”, a Nacho, a Luis, a la señora Cándida “la portera del trece”, a Ernesto, a… ¿A Ernesto? Y entonces me estremecí. “No, no puede ser Ernesto. Ernesto se murió hace cuatro años —pensé—. Tiene que ser su hermano, o algo así. No, no, no; Ernesto no tenía hermanos. Pero es él. Es él. La fisonomía de Ernesto es inconfundible y tan peculiar que es casi imposible que haya en el mundo quien se le parezca”. En ese momento alguien se acercó precisamente a Ernesto y le dio una copa de vino. Ese alguien era el señor Agustín, el padre de Manolo. Pero el señor Agustín también había muerto hacía ya lo menos quince años. Sentí un nuevo escalofrío, mayor si cabe que el anterior. Cambié entonces de ubicación, dirigiéndome de la puerta a la enorme ventana que hacía de escaparate de aquel local. El bar de mi vida. El bar de mis amores. Y allí vi una asombrosa cantidad de gente conocida. Gente toda a la que había visto por allí a lo largo de mi ya larga existencia y con la que había hecho más o menos amistad. Muchas de ellas muertas ya, hacía poco o mucho; otras, en cambio, vivitas y coleando a día de hoy. Y todas ellas confraternizaban risueñas, alegres, febrilmente felices, entre cañas y tapas, y copas y chatos. Y el único que faltaba allí era yo. Muerto de rabia y de ira, golpeé el cristal con todas mis fuerzas para que me oyeran y me dejaran entrar. Quería saludarlos a todos, abrazarlos a todos y unirme a la fiesta. Golpeé el cristal hasta que me agoté. Grité hasta que me quedé sin aliento. Por fin, rendido ya, me senté en el suelo, debajo del ventanal. En oposición al bar la negrura era total. De pronto, alguien o algo pasó junto a mi lado. Una sombra me pareció. Se detuvo un instante junto a mí. Aunque su rostro era borroso, pude distinguir una mirada compasiva.

—¿Qué es esto? —le pregunté, confundido.

—¿Que qué es esto? —esbozó ahora una sonrisa aquel rostro inefable—. Nada de particular. Cuando cruzaba de acera, camino del bar, le atropelló un coche. Su muerte fue instantánea. De eso hace ya unos segundos… o quizás unos siglos, porque aquí el tiempo va de otra manera. Así que ánimo y ármese de paciencia —añadió, antes de desaparecer—. Está usted en el Purgatorio.

Óscar Martín
Grupo A


Soneto al bar Buenos Aires

En la calle Mayor, haciendo esquina,
reina el bar de Manolo, dulce hogar,
faro en la intemperie, divino lar,
con perfumes no sólo de cocina.

Buen Pitarra y soberbia la cecina,
aguardiente que quema al trasegar,
tapas variadas para picar,
aunque no sea muy limpia la cantina.

Al fondo, a la derecha, el excusado,
abierto, acogedor, al parroquiano,
con su olor, no del todo respirable.

Si el estómago tienes bien armado
podrás comer sin tasa, cual marrano,
pero, ay, si eres de colon irritable.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Un rato para el recuerdo

Ahora que ya no suena el despertador, al despertar, en ese rato acurrucada hasta que das el salto, pasan por la cabeza tantas cosas, unas veces las eliges, otras te sorprenden y, te recreas en ellas. Hoy, ocho de diciembre, ha sido un día especial para el recuerdo.
En el blog del taller leo: “Esta semana nos fuimos de bares”. Tengo que escribir, contar lo que viví aquel día de mil novecientos cincuenta y siete, diecisiete años, tiene que ver con el tema, que esta mañana reviví, sin nostalgia, feliz.
Por aquel entonces, por no decir “in illo tempore”, se celebraba el día de la Madre, pertenecía a un grupo de teatro, para agasajarlas representamos una obra, “ La muralla”,(Joaquín Calvo Sotelo), éramos un grupo de chicos y chicas. Al finalizar, uno de ellos, don Ángel, el cura,me dijo si quería ir a tomar con él gambas a la gabardina al Liceo, me sorprendió, por el hecho, y por ser en ese bar.
El Liceo estaba en el Mercado Chico – Plaza de la Victoria, entonces, allí está el Ayuntamiento_ era de los bares buenos, de los caros, del que eran famosas las gambas, al que ni yo ni mis amigas íbamos, el nuestro era Copacabana, donde alguna vez tomábamos un blanco, 1,25 pts. Y fui, tengo un buen recuerdo de aquel día, fue el comienzo de nuestro noviazgo.
Hoy de ese bar queda en google una foto archivo, pero en mí, con la misma fortaleza que las murallas de mi Ávila, sigue haciéndome revivir momentos felices.

Inés Izquierdo
Grupo A


El bar de Paco está en una calle cualquiera, de un barrio cualquiera, de cualquier ciudad. Nadie sabe cómo se llama, nadie se acuerda qué nombre ponía en el viejo cartel que se descolgó una noche de viento y lluvia haceaños. Da igual. Es el bar de Paco.
Paco y su mirada desgastada llevan cuarenta y cinco años detrás de ese mostrador.Ese mostrador que ya no recorre como antes, que ya no siente como antes, que le pesa más que antes. Ahora, arrastra sus pies torpemente mientras seca con parsimonia los vasos con un trapoy solo piensa en lo largos que se le van a hacer los dos años que aún le quedan para la jubilación.
Levanta los ojos cuando el taconeo que precede a Manoli, secretaria en el edificio de lado,rompe el silencio del bar cada mañana para recibir su dosis diaria de cafeína. Su aroma siempre fresco y limpio se mezcla con los olores añejos que el bar ha acumulado con el tiempo y que al salir también lleva pegados a ella.
Mientras, Pedro, un jubilado taciturno desafía al azar en la tragaperras, dilapidando sus días entre monedas y copas de coñac. Sus dedos desgastados bailan con destreza sobre los botones, mientras sus ojos vidriosos buscan fortuna entre los símbolos parpadeantes. En una esquina del mostrador está Juan, de profesión desempleado, sentado en el mismo taburete de siempre.Con la mirada perdida, naufraga cada día en la espuma de una cerveza helada tras otra, buscando algo de consuelo en cada trago.
Y entre las penumbras del rincón más oscuro del local, una anciana de miradaastuta recibe en su mesa visitas cada día. Un par de susurros, un par de gestos sutiles y resuelve las transacciones que le permiten completar su escasa pensión. La vejez se convierte en un disfraz ingenioso de invisibilidad.
El bar de Paco, un bar cualquiera, de una calle cualquiera, de un barrio cualquiera, de cualquier ciudad.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Mi bar eras tú

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. No me importó demasiado por el bar, pero sí por el encuentro fallido, por el desencuentro. Tuve que perseguir sombras que no eran la tuya por otros bares y hasta llegué a equivocarme y te confundí . Me equivocaba fuera de nuestro bar, sí, me equivocaba. No se cruzaban nuestras miradas ni te delataban los gestos huidizos” de sí, pero no”, tan evidente el abrazo futuro como el despertar incierto al lado de tu cuerpo.

Habrá otro bar, pero no será el mismo. El espacio tiene memoria y retiene todas las conversaciones, también lo que se dijo y no se quería decir, porque el bar es más que un espacio y contiene licores que nublan los sentidos de los borrachos pegajosos envueltos en dolor y en olvido, pero también contiene rincones donde se declaró el amor y se hicieron promesas de abrazos futuros en las noches solitarias que por las mañanas eran sorpresa y vacío.

Está cerrado nuestro bar y mi corazón encogido.

Pilar Sánchez Barbero
Grupo A


El Chan

Llegué al “Chan” y estaba cerrado. No daba crédito a lo que veían mis ojos. ¿Qué habría pasado?
Fueron momentos únicos los vividos en aquel antro. ¡Cuántas tardes disfruté de la sabiduría de Chan y de mi padre jugando al mus!
Acababa de estrenar mi mayoría de edad y me dejaban sentarme a su lado, unas veces a la izquierda de Chan y otras a la de mi padre, para ir conociendo el repertorio lingüístico de este inquietante juego.
Allí aprendí que un jugador de “chica” es un perdedor de café. También que “el mano” manda y, aunque “el postre” lleve cuatro “reyes”, tiene que darse mus ante “las ciegas” de su compañero.
Hay reglas incuestionables. No se juega dinero. Se usan “piedras”( un tanto) y “amarrakos”(cinco tantos). Suelen ser alubias, garbanzos o piedras pequeñas. Hay que lograr camelar al contrario y siempre con la mejor sonrisa. Sólo se pierde el café y a veces una copita de anís.
Pasado un tiempo, me permitieron jugar, iba alternando con ellos, los viejos sabios del mus. Me aficioné a “la chica” y la jugada que me apasionaba era “el trío de ases” y siendo “postre”. Si mi compañero me había guiñado el ojo, señal de “treinta y una” resultaba difícil que alguien me superara. Envidaba (envidar significa apostar en el mus) a “la grande”, lo normal es que no me quisieran, pasaba a “la chica”; si algún pardillo tenía dos ases y me decía cinco a “la chica”, entonces mi voz suave respondía “órdago” y el juego se acababa. Otras veces pasaba de “la chica” y envidaba a los pares. Si alguno tenía “dos reyes” , me quería o envidaba más. Siempre un trío gana a un par, aunque sea de “ases”-
El mus me encandilaba. Me codeaba con los hombres del viejo tugurio. Me costó años estar a su altura, dudo que lo lograra alguna vez. El tiempo de aprendizaje fue crucial y disfruté de lo lindo. Mi padre y Chan me enseñaron a acariciar “las piedras”. ¡Cómo los echo de menos!
Por eso volví al Chan y estaba cerrado.

JB
Grupo C


El bar de Pepe

Los domingos todos íbamos a misa y al bar de Pepe con la misma devoción.
Mientras por la mañana tomaban “chatos” los hombres y “mirindas” las mujeres, por la
tarde, aquellos jugaban la partida de julepe mus o tute, fumaban puros y tomaban coñac, y
ellas bajo los espejos, tomaban café, comían pipas y charlaban o veían “Viaje al fondo del
mar”.
Los días que había corrida en la tele conteníamos el aliento. Los niños también. Entre el
respetable estaban los aficionados del Cordobés, generalmente las personas más jóvenes e
intrépidas y los del Viti, personas más serias, recias y entendidas.
Los niños y las niñas jugábamos a las chapas en el suelo, detrás de la puerta, que cuando
se abría, mirábamos como la persona que entraba descorría la cortina de humedad
condensada y humo de tabaco.
A la derecha, en la pared, estaban los espejos, uno por cada mesa, verdadero frontón de
miradas cruzadas en ese juego escurridizo y oblicuo de guiños en el aire.
Todo estaba allí: la niñez, la adolescencia, los mozos y las mozas, los adultos y la vejez.
En la barra estaba Pepe, siempre afable y hablador, depositario de secretos y receptor de
amistades. Pepe sabía mantener una conversación de cualquier tipo.
Desde el bar había un gran ventanal desde el cual se podía ver el baile, y allí en una
especie de hornacina en tonos azules, presidía el salón un piano de manubrio pintado al
estilo andaluz. Siempre sonaba Manolo Escobar.
Abrigo de soledades, el bar estaba lleno de personajes familiares como Berna,medio poeta
maldito, medio hippie trasnochado, que bajo sus greñas blancas, sonríe y mira en silencio,
siempre a punto de arrancarse por Serrat. O Felix, paseando de un lado para otro con su
bastón, describiendo mundos lejanos, hablando de aventuras, quién sabe si soñadas.
Así, en ese breve espacio y a la orilla de un nombre de pueblo serrano, transitabamos las
estaciones del año y como trasunto del paso de la vida, de jugar detrás de la puerta
pasábamos a reír en el baile, tomar un aguardiente en la barra o comer pipas bajo los
espejos.

Aurora Martín Fiz
Grupo C


El Parador

Las Lolas tenían un bar en el confín entre la montaña leonesa y Asturias. Eran dos hermanas viudas, diría que cincuentonas, vestidas de negro riguroso y con un moño de pelo renegrido. En sus manos tenían a todos los hombres de la comarca que mataban el frio y las penas en su cobijo. Nunca había otras mujeres, de lo que deduzco que no tenían celos de ellas y que incluso estaban encantadas de quitarse de encima a los maridos.
Con frecuencia cuando íbamos o veníamos de la montaña parábamos a tomar algo. Daba igual la hora a la que fueras yque pidieras un café o un vino, siempre invariablemente te servían una generosa tapa que te dejaba paralizada durante todo el día. Podía ser de callos, fabada o picadillo de chorizo. Había que comer algo por educación pero era material de combate que solo el hambre y el frio más desesperado podía justificar tamaño atrevimiento.
El bar en términos de apariencia que no de clientela estaba en estado terminal. Pese a todo, por fuera, lucia con visible orgullo su nombre: El Parador. Más que un nombre, un título. Hacía pensar enlos paradores nacionales, ese invento de Fraga Iribarnecon el que empezó la Apertura de España, gracias a su increíble capacidad política de ser fascista y moderno a la vez, cosa tan difícil a decir de Antonio Machín como amar a dos mujeres a la vez y no estar loco.
Dejamos de ir a la montaña y cambió el siglo. Cuando volvimos comprobamos que El Parador había llegado a ser lo que su nombre ya auguraba. El hijo de una de las mujeres se había casado con una alemana y ahora era un cómodo hotel de carretera.

Sagrario Martínez
Grupo B


Buscando el cielo

El bar no está abierto, ha muerto la madre de Mauricio, el bartender.
Hermano Mauricio, aquel que te recibe a diario con una sonrisa, que te pregunta cómo estás, qué de vez en cuando te regala alguna cerveza siempre y cuando no estés en la lista negra, pobre Mauricio.
Me he quedado perplejo al enterarme de la desgracia de mi amigo, que yo mismo he convocado al resto de la pandilla para irnos al funeral.
Que soy borracho, si, pero no mal amigo no, llevo para Mauricio un tequila y una cajetilla de cigarros rojos, juntos rezaremos a su madre en el cielo.

Daniela Perales Bosque
Grupo C

La huella de El Rincón

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Habían pasado ya varias semanas desde que Santiago decidió poner fin a “El Rincón”, pero aún no me había hecho a la idea.
Era ver aquel cartel naranja con la frase “Se alquila” y sentir un dolor punzante en el pecho, como si me clavaran un puñal.
Si al menos lo hubiera traspasado, pero no… Santiago nos lo había dejado claro. Su idea era acabar con aquello lo antes posible.
Pero bueno, qué mas daba. Incluso si quien lo comprara quisiera continuar con el negocio, ya nunca sería el mismo bar.
Aunque acudiéramos cada semana los mismos de siempre, ya no seríamos las mismas personas.
Aunque las conversaciones fueran idénticas, el cambio de ambiente las haría totalmente diferentes.
Incluso aunque cocinaran los mismos pinchos, nunca más tendrían el toque de Maribel.
Puse las manos sobre el cristal y acerqué la frente. Todo seguía igual: la barra a un lado con sus taburetes, las ocho mesas con sus sillas tal cual las habíamos dejado, la máquina tragaperras a un lado…
La sensación era como la de ver en el tanatorio el cuerpo inerte de alguien que había conocido en vida. Si me hubieran dicho que aquello era otra persona, lo habría creído. Eso mismo sentía al ver el cadáver de El Rincón.
Aun así, todavía podía verlo tal y como era.
Podía sentir en mi lengua la textura gelatinosa de sus callos recién hechos.
Mi mano humedeciéndose al entrar en contacto con el vaso frío lleno de cerveza.
El sonido chispeante de la brasa, hasta arriba de pinchos morunos y carrilleras.
La cabeza de Maribel apareciendo y desapareciendo detrás de la puerta de la cocina.
El sonido de las monedas, algunas veces saliendo y otras muchas entrando en la máquina tragaperras de la entrada. José Manuel pulsaba los botones siguiendo un ritmo constante. Recordaba haberle visto allí mismo el primer día que entré en el bar. Siempre pensé que estaba allí incluso antes que El Rincón.
El ritmo grave pero calmado del bastón de Evaristo sobre el suelo, dirigiéndose a la barra para tomar su chupito de aguardiente rutinario.
Por poder, aún podía incluso escuchar las conversaciones.
A Vicente negándole a Mariano la existencia del cambio climático, poniendo como prueba el registro histórico de sus cosechas.
A Luis y su mujer mostrando su indignación a Santiago. Esta vez los motivos eran el lenguaje inclusivo y el precio del aceite.
O a José pidiendo unos pinchos en la barra: chanfaina para él y su mujer, pastel de calabacín para su hija y un montado de panceta para “el que le andaba a la muda”.
Volví de mis pensamientos al mundo real. Todo aquello ya no estaba, y nunca más estaría.
Así que seguí caminando y, con la timidez del niño que empieza curso en un colegio nuevo, entré en el mundo desconocido del bar de al lado.

Juan Salado
Grupo C


BARES

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado…
No, no es verdad. Nunca hubo un bar en la esquina; o, si lo hubo, no fue mi bar. Aunque sí es cierto que, durante mi vida, me han cerrado muchos bares. Otros muchos decidí clausurarlos yo. Así. Si más. (Los que más).
Siempre quise tener un “bar especial” como los que mostraban las series americanas: Cheers, Friends… Telefilmes que, para ser sincera, nunca seguí como casi nunca he seguido lo que la mayoría aplaudía. Sin embargo, este querer sin querer o, dicho de otro modo, este no querer a la vez de necesitar quererlo, es una característica enquistada en mi forma de ser.
Es cierto que, a lo largo de mi camino, ha habido sitios “especiales”, en general, asociados a personas que han formado parte de mi intimidad. ¿Cómo no recordar las mañanas de domingo de mi infancia? Cuando la rutina consistía en ir a misa y después de bares. Obviamente, siempre a los mismos donde todo el mundo se conocía y todos parecían amigos de todos aun sin conocerse realmente.
Recuerdo con especial nitidez “El Cafetal” de Gran Capitán. El jukebox o tocadiscos donde seleccionábamos la canción que queríamos escuchar. Metías el duro o la moneda de cinco duros para seleccionar más de una canción y los acordes de Nino Bravo, Camilo Sexto, Los Pecos o Pablo Abraira, amenizaban las charlas atronadoras de la gente. El corto de cerveza, el chato de vino, las croquetas de jamón, los boquerones en vinagre… Cuando no existían papeleras y se tiraba al suelo todo lo que no era comestible o bebible. El serrín que absorbía con avidez los líquidos distraídamente derramados por los clientes jocosos y ruidosos. El humo de los cigarros que aleteaba por el aire en un coito perfecto con los olores que escapaban de la cocina.
Luego crecí. Crecí de golpe y de repente. Y aquellas mañanas ligeras y sabrosas de mojigatos domingos dieron paso a los placeres de una incipiente adolescencia. Habíamos entrado de pleno en los maravillosos años 80. Cuando las litronas no estaban prohibidas. Cuando anidó la distinción entre bares de alterne y bares de marcha. Cuando los últimos disponían de pista de baile y la música era música y valía la pena bailarla o sencillamente escucharla con un tubo de cerveza bien fresquito y un plato de manises.
Recuerdo con especial cariño el “K-Tino” de Gran Vía, meta habitual a la salida de clase o los fines de semana. La música pop, el tecno, el funky, los pinchadiscos que nos hacían dar vueltas no solo en la pista de baile sino también en nuestra cabeza con su modo de vestir a lo Depeche Mode.
Fue una de las épocas doradas de mi vida. Y la más parecida a una de las series americanas anteriormente citadas. El bar era sinónimo de amistad, de complicidad, de diversión, de despreocupación, de confesiones, de esperanzas, de sentimiento de pertenencia a un grupo; algo que, para mí, nunca ha sido fácil mantener por mucho tiempo por ese impulso incontrolable que me obliga a cambiar, buscar, alterar, modificar, recomenzar, cortar, partir de cero, olvidar, resetear, reinventarme. Ayudada, sin duda, por mi continua necesidad de moverme, por mi imposibilidad de quedarme quieta a todos los niveles.
Vinieron muchos bares después. Unos con un billar en el centro. Otros con sus irresistibles patatas bravas. Sin olvidar los que llenaban las tardes de juegos de mesa (¡He olvidado cómo se juega al julepe!). Bares con besos apasionados, con tocamientos escandalosos o roces insinuantes. Otros con sabor a alcohol de garrafón. Bares de fiestas de pueblos ajenos. Bares con la esperanza de encontrármelo, de que me mire.Ninguno como el de Cheers porque lo que confiere singularidad a un bar, es el lazo que te une a la gente con la que lo compartes. Y es un lazo que no se puede improvisar. Si bien permanezca en el alma ese anhelo inalcanzable imposible de recuperar.
Quizás un día vea esas series. No es un mal plan para comenzar. ¿Y por qué no? Puede que incluso consiga encontrar mi sitio en algún bar.

Ibone Bueno Vicente
Grupo C


El bar de la esquina

Es lunes
y necesito el sabor de tus ojos
más que una copa de whisky,
más que una "sin" tostada
con pincho de tortilla,
pero menos
que una ración de abrazos
de los que marcan a fuego
el alma.
Necesito un trago
de centelleantes estrellas de hielo
y de filetes de unicornio
a la parrilla,
pero el bar de la esquina
está cerrado.

Andrés García
Grupo B