El libro de los viajes equivocados

El libro de los viajes equivocados

A pesar del título, la escritora Clara Obligado nos confirma de nuevo que su particular viaje literario es siempre un acierto. Sus seguidores estamos de enhorabuena. Los once relatos que integran El libro de los viajes equivocados (Páginas de Espuma, 2011) se valen de una prosa exquisita, de un engranaje milimétrico, para describir una realidad perturbadora y a veces siniestra, la que viven los protagonistas de los cuentos, inmigrantes, prisioneros de campos de concentración, existencias encerradas en su propia cotidianeidad, soñadores, viajeros voluntarios o involuntarios sometidos a una diáspora interior o exterior que en ningún caso les llevará a Itaca.

La propia autora nos da la pista de lo que vamos a encontrarnos al principio del libro e incluso nos sugiere el recorrido. Al fin y al cabo leer este libro es también un viaje y ella amarra las balizas para que no nos perdamos, como de hecho les sucede a la mayoría de los personajes.

Los once relatos que integran El libro de los viajes equivocados tienen una total autonomía, pueden leerse por separado y nos parecerán maravillosos. Algunos de ellos incluso magistrales, como “El azar”, el cuento con el que se abre el libro y que casi puede verse como una semilla donde se contienen el resto de los relatos; la triste y desesperanzadora historia de “Las dos hermanas”; “Madison, los puentes de”, una sorprendente reinvención de la famosa película; “El silencio”, con guiños al escritor checo Boumil Hrabal y en el que Obligado contrapone los resquicios morales de un ferroviario y la complicidad soterrada y cobarde de su mujer y su suegro a la barbarie nazi; “Agujeros negros” o la imposibilidad de recuperar el tiempo perdido; y “Albania”, una relectura de la Virgen Albanesa, la maestra canadiense del cuento Alice Munro, y en el que está muy presente la pérdida de la identidad.

Digo que los relatos pueden leerse por separado, pero abordados en orden nos encontraremos con otro libro. No una novela, sino un libro de libros (al fin y al cabo Clara Obligada tuvo como profesor a Borges). Todos los cuentos están conectados, por el azar más que por el destino. Y si uno a uno los relatos nos hablan de una diáspora personal y trágica, el conjunto va más allá, remite al viaje equivocado y errático de la humanidad, un viaje en el que navegamos entre tinieblas y con el timón averiado. La buena literatura, la que se adentra en nuestros glóbulos rojos, como este libro de Clara Obligado, nos ayudan a no errar el rumbo, son el pábilo de una vela a punto de extinguirse si no hacemos algo para remediarlo.

Efeverde
Javier Morales Ortiz




Uno de los cuentos de El libro de los viajes equivocados es una reinvención de los Puentes de Madison. El relato comienza de este modo:

EN LUGAR DE QUEDARSE SENTADA junto a su marido conteniendo el deseo, como cuenta la película, en ese instante tenso bajo la lluvia, detenida ante el semáforo, la mujer baja de la camioneta familiar, corre cubriéndose del agua y sube al coche de su amante. No da explicaciones a su esposo, ni tiene tiempo de dejar una carta. Tampoco puede despedirse de sus hijos, que aún son pequeños, pero todo el mundo sabe lo que es la fuerza del deseo. Ha hecho bien. En la platea, los espectadores, que angustiados aguantaban la respiración, lanzan un suspiro de alivio. Les gusta el nuevo final de Los puentes de Madison y, con su dosis de romanticismo intacta, salen del cine.

¿Te atreves a darle continuidad a esta historia?





Solo necesito un momento….-
Giró la manilla impulsivamente y salió del coche.
Mientras iba a su encuentro, imaginaba las emociones nuevas que sentiría junto a él.
Tal vez se encontrara desubicada. Sí, pero con el hombre que amaba.
¿Perduraría su amor? Estaba segura que sí ¿o, quizá solo era pasión?
Parada bajo la lluvia sentía que se cerraba un paréntesis y no quería que fuera así.
Había sido una aventura, un regalo revelador que determinaba un antes y un después.
Sin apenas darse cuenta dio media vuelta.

Antonia Oliva




Los mil y un Puentes de Madison posibles


Es casi de noche y una treintena de espectadores han salido de los cines Van Dyck, mientras los créditos aún circulan. Se trataba de la última sesión, con un nuevo final, de los Puentes de Madison. Mientras la lluvia cae impertinentemente, estamos en otoño, cada uno de los treinta asistentes caminan absortos en sus pensamientos, que quedan plasmados así:


El dormilón: Vale, otra vez que voy al cine y me quedo dormido...


El rencoroso: Les persigo con mi furgoneta, provoco que se salgan de la carretera y así acaban estampados contra un puente. ¡Ja, ja, ja! (risa de locura).


La cuentista: Fueron perdices y comieron felices. Los cuentos nunca se equivocan...


El melancólico: Ella retornará al hogar, estoy convencido. Volverá. Lo mismo que María... hará ya uno año de su marcha con aquel hombre, pero sé que regresará...


El trabalenguas: Pienso lo que pensaría la amante, que piensa lo que pensaría si pensase sobre enamorarse.


El despertar: Adiós, Pedro. Esta noche, sin más demora, me fugo con Mario (portero de discoteca).


El despistado: Creo que Francesca se equivocó de coche y subió a otro que no debía. ¿Dónde estará la salida de este dichoso cine?


La psicoanalista (con acento argentino): Está claro que nos enfrentamos ante una personalidad bipolar, que no sabe afrontar un entorno represivo y que suplanta el papel del padre, que nunca la atendió, por el de un amante enfermizo.


El previsor: Si ya sabía yo que las mujeres te la clavan a la primera de cambio. Por eso mis visitas al club Venus... -“¿Decías cariño?”- Nada, nada, cosas mías...


El depresivo: Seguro que él se suicida, los hijos acaban en un orfanato y ella se pega un tiro tras enterarse de todo. Afortunados... ¡Por Dios, devolverme mi revolver!


La que duda: No sé qué hacer... Si le dejo no podré olvidarle, si no le dejo me arrepentiré toda mi vida... ¿Qué hago, qué hago?


El cincuentón: Pero qué fantasías se le ocurren a la gente... Anda, Susana, vamos directos a la cama que son las doce y hace frío (Bostezos interminables).


La editora: Deberían escribir un libro contando su relato, sería un éxito de ventas total. $ [Robert James Waller, 1993].


El funcionario: X deja a X por X. Fin de la historia.


El cantautor: La manera de pensarte en tu ausencia. Las razones para odiarte si me dejas. Los motivos de una o dos huidas breves. Damien Rice gritando "qué coño quieres" [Paco Cifuentes, “Tu boca”].


El despechado: ¡Anda y que no vuelvan! ¡Que se vayan a tomar por culo!


La desconfiada: Se ve claramente que Francesca baja del coche al final. Han montado un juego de cámaras y planos cerrados para que pensemos lo contrario y nos comamos el tarro.


El nini (por wassup): Mnuda mariconda. Lo yejo a saver y mela descrgo. ¡Q mnera de rallarse x chorrads! Y el otro pringao, mogndose bajo la yubia. Tooooos idiotas Yeni. ¿Quedmos pa' fo...?


El solterón: ¡Qué historia tan bonita! Nunca se arrepentirá... pero esto sólo sucede en las películas... ¡ay! (suspiro).


El progre: La historia está manipulada: es Clint Eastwood, acompañado de su mujer, quien no baja del coche y Meryl Streep la que espera sin respuesta.


La liberada: Era él o yo; no aguantaba más. ¡Por fin, libre!


El machote: Si yo hubiese sido Clint Eastwood, me habría bajado del coche, llevándomela en brazos. Y si el marido hubiese abierto la boca... dos hostias bien dadas. ¡No te jode!


La escéptica: Ella se va con él, cierto, pero no van a durar ni un mes. ¡Se lo digo yo!


El guripa: No es la primera vez que sucede algo así: pareja de amantes fallecen tras quedarse dormidos conduciendo. Una tragedia, pero es ley de vida.


El seminarista: Golfos, más que golfos. ¡Irán los dos al infierno por pecadores! No hay final que valga.


El delicado: ¿Cómo no se le ocurre dejarle una carta de despedida? Eso no se puede hacer así, ¡hombre!. Que le deje, de acuerdo, pero con buenas formas.


El político: Puedo prometer y prometo, que haré lo posible para que las relaciones extramatrimoniales se legalicen. ¡Tienen mi palabra! (¡Vótame!)


El cinéfilo: Menudo final, igual de tópico que el de Memorias de África. ¡Qué poca imaginación!
Último espectador en salir (yo mismo): Lo que nadie sabe es que Francesca y Robert Kincaid estaban escondidos, debajo de una alargada mesa en un Taller con Conchas, escuchando y apuntando relatos que hablaban sobre su vida.


Antonio Ledesma



Los puentes de Madison

Dos camionetas están detenidas, una detrás de la otra, ante un semáforo en rojo.
Llueve torrencialmente.
Francisca, sentada junto a su marido, pálida y tensa, mira obsesiva a través del parabrisas, barrido incesantemente por las escobillas, la camioneta de delante.
tiene aferrada la manija de su puerta.
De pronto la abre y sale corriendo.
Ricardo grita, pero ella ya no le oye.
Entre la sorpresa y la angustia se escucha un torpe chirriar de frenos.
Pero ya es tarde, un conductor alcoholizado la atropella.
Roberto en la oscuridad de la sala, y venciendo su congénita timidez, se atreve y toma la mano de Francisca entre la suya, pero la muchacha la retira simulando buscar en su bolso, un pañuelo que nunca llega a encontrar.
-Hace una semana, yo estaba comprándome un vestido nuevo, murmura ella.
Ricardo, desconcertado le pregunta por qué llora.
Ella dice que hace una semana no sabía que iba a comprarse un vestido rojo.
Ricardo asegura que no tiene la menor importancia, que eso no merece lágrimas.
Francisca responde que hace una semana no sabía que tenía cáncer.
Ricardo llora.
Se enciende el semáforo en verde
Roberto como al descuido, intenta rozar el pecho de Francisca, pero solo logra llegar al codo.
Ricardo toca insistentemente la bocina, pero la camioneta de delante no se mueve.
Francisca siente irreprimibles ganas de marcharse, y musita para si:
No puedo irme.
El recuerdo de Roberto alega:
Esa clase de certeza solo se presenta una vez en la vida.
Francisca llora angustiada, ahora Ricardo insiste en saber que sucede, y ella le pide un momento.
Ricardo asiente.
Roberto abraza con delicadeza a Francisca, la acomoda sobre su pecho, y llora en silencio, a él también le gusta Clint Eastwood.
A la salida del cine, ambas mujeres van al baño, Ricardo y Roberto las esperan.
Francisca y Francisca están en los lavabos, lloran, se lavan la cara, y al mirarse al espejo se reconocen como iguales.
Son su imagen repetida.
Se observan frente a frente, y sin decir palabra, se intercambian chaquetas y bolsos.
Una Francisca se suelta el pelo, la otra se lo recoge.
Una se pinta los labios de rojo, y la otra de marrón.
Una Francisca se quita los tacones, y la otra se los pone.
Salen a destiempo del baño, una se dirige a la izquierda, y la otra a la derecha.
Y así se marchan, del brazo de los hombres equivocados.

1 comentario:

  1. Me parece un ejercicio divertidísimo y completísimo el de Antonio Ledesma.

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