Palabras mayores. Un viaje por la memoria rural

En la sesión de ayer hicimos un viaje por la memoria rural. Y para ello contamos con el mejor guía, Emilio Gancedo, y el mejor plan de ruta, su libro Palabras mayores.


Dice así la contraportada de dicho libro, editado por Pepitas de Calabaza:

[…] -¿Cómo era aquella casa, Progreso?
–Era una casa mu grande, mu grande, mu grande; mira si era grande que mi hermano, mi padre y yo, dormíamos juntos en la misma cama, y mi hermana en la otra.
–¿Teníais luz en aquella casa, Progreso?
–Sí, había luz… cuando era de día se veía estupendamente.
–¿Y había escuela, Progreso?
–Escuela sí había, pa los niños… pa los niños que iban a ella.
–¿Matabais algún marrano en casa, Progreso?
–… Nosotros es que no teníamos esa costumbre.

Manejar un ingenio así tiene aún más mérito cuando las cosas a las que alude no tienen maldita gracia. Quizá el tiempo, eterno bálsamo, le permite verlas hoy de esa manera, pero es ironía que deja la sonrisa torcida, y en la mirada filos que sugieren insondables cavilaciones. […]

Son muchas las vivencias y los recuerdos recogidos por Emilio Gancedo en este maravilloso libro. Su propósito principal es dar voz a 27 hombres y mujeres mayores de toda España a quienes visitó y con quienes compartió sabiduría y conversación. Sus palabras suenan con otro eco rescatadas del desván de sus memorias y dignificadas por la prosa poética y proteica de Gancedo.
Esta es, sin duda, una de las anécdotas que caló con más hondura en mi ánimo y en mi memoria:

El maestro explica sus cosas junto a la pizarra pero el niño José Campos no atiende porque tiene los oídos llenos de gaviotas. Su mente es una vastedad azul surcada de barcos pintados de colores, dos infinitos de aire y agua separados por larga y fina maroma.
Sueña el niño José Campos con la vida oscilante de su padre y su abuelo, infatigables seguidores de rutas marítimas desde la vieja Algeciras, una vida al aire libre vivida entre elementos poderosos, estimulantes e implacables. En esa cabeza no hay sitio para más, y por eso la regla de tres, y el nacimiento del Miño, y la expedición de Pizarro, se confunden y embarullan, y suenan distantes y con escaso sentido. Y rebotan varias veces contra la gran bóveda azul dejando solo tras de sí un débil resonancia.
Un día, el niño José Campos tomó una decisión. Ya estaba harto de navegar la bahía cerrada de su propia cabeza, así que se levantó y pidió, y en el gesto iban embalados muchos sentires y muchos pálpitos. Su nacimiento en la barriada de pescadores, las crepusculares marchas del padre en lo más impreciso de la madrugada, aquellas estancias de meses en alta mar, su gozoso regreso con el barco repleto de pescado hasta las amuras, la tertulia de los marinos viejos, fondeados en tierra por los años y el retiro que José escuchaba con silenciosa veneración… Y sobre todo los tres meses anteriores de vacaciones escolares, en cuyo transcurso el padre lo embarcó consigo para dar cincuenta y cuatro días seguidos de singladura. Esas jornadas de viento y oleaje, y enigmática manipulación de redes, se le metieron en algún hueco muy profundo de su ser y de allí nadie pudo sacarlas jamás. Por eso, cuando la escuela se reanudó en septiembre, el niño José Campos no paraba de revolver el culo en el silla y de escuchar gaviotas chillando junto a sus oídos. Y por eso levantó la mano y pidió:
-Señor maestro, ¿me puedo levantar, que tengo una necesidad?
Nada más escuchar la autorización salió por la puerta, la cerró con cuidado, echó a andar y no volvió a aquella escuela el niño José Campos Uclés porque es verdad que tenía una urgencia, una improrrogable necesidad interna de salir del puerto empuñando un timón entre gaviotas y de poner proa a los mejores caladeros, libre y feliz [...]

Hablamos de la importancia de nuestros mayores, de lo que significan sus palabras y de ese árbol de hoja caduca que es la memoria. Y cómo siempre hubo tarea de escritura, en este caso doble. En la sesión jugamos con cinco de las palabras prohibidas (palabras mayores) por Felipe II en una ley que promulgó y que traía importantes penalidades a quienes se atrevían a usarlas. Dichas palabras eran: cornudo, hereje, traidor, sodomético y gafo. Y con ellas, nuestros valientes compañeros del taller, hicieron auténticos malabares. Pero también propusimos también una tarea para casa. A saber:

Tarea de escritura
¿Por qué hemos silenciado las voz de nuestros mayores? ¿Por qué hemos bajado el volumen a sus palabras? Recoge en forma de narración el relato de algún familiar o conocido a cerca de los difíciles años de la guerra y la posguerra.
Cuida el orden, la estructura y la redacción del relato.

Y aquí recogeremos los trabajos de algunos de los participantes en el taller:


Corriendo con lobo…

Transcurrían los primeros años de la década de los 30 del siglo pasado. No recuerdo exactamente pero yo debía tener 12 o 13 años. Era verano y era costumbre, en aquélla época, ir con el ganado al monte para cuidarlo, hecho que suponía una gran responsabilidad, aunque yo no era muy consciente de ello...Había entonces dos rebaños en mi pequeño pueblo sanabrés: San Juan de la Cuesta, y se hacían turnos , entre los vecinos que tenían ovejas en ellos .
Esa vez, me tocó ir a mi sola, no me importaba; no era la primera vez y no era miedosa. Llevaba la merienda y algo de costura para entretener el día…Y con unas 90 ovejas, me dirigí a un lugar llamado “la Llama del Colmenar”. El sierro, ofrecía un aspecto muy distinto a como lo vemos hoy pues estaba sembrado de centeno, en muchas “ cortinas” y el paisaje aparecía con matices verdes y amarillos de distintos tonos.
Justo ese día, en el camino de ida, una oveja parió un precioso corderito y yo, lo cogí en brazos para no romper el ritmo del ganado, pues el recién nacido, lógicamente, no podía caminar deprisa..No me desprendí de él en ningún momento y cerca de mí, la oveja recién parida nos seguía..La jornada transcurrió tranquila, sin ningún contratiempo y yo estaba muy contenta, con mi bello “bebé” acurrucado en mi regazo..
Ya, al atardecer, de vuelta a casa, parte del ganado se metió en un sembrado a pastar, entonces yo, dejé el corderito sobre un pequeño peñasco que sobresalía en el camino, para ir detrás de las ovejas y guiarlas de nuevo a su camino. Justo en el momento en que yo dejé el corderito sobre la piedra, apareció el lobo, que debía estar agazapado, detrás de ella y, delante de mí, sin que yo pudiera hacer nada, atrapó al cordero, tragándolo con una rapidez pasmosa .Yo me quedé petrificada, no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Sentí una rabia y una impotencia tremendas, aparte de la pena por el destino cruel de “mi corderito”. El lobo entonces echó a correr, la oveja parida, lo hacía también detrás de él y yo, corría también detrás de la oveja, con miedo por si el lobo la comía también y detrás de mí, el perro…Imaginaos la escena… Cuando la oveja vio que el lobo ya era inalcanzable, paró su carrera y los que la seguíamos también. Me hice cargo de ella, fuimos donde estaba el resto del ganado y, una vez reunido el rebaño, reiniciamos el camino de vuelta al pueblo..Nunca olvidé aquélla tarde “de lobo”

Celia Monterrubio González (93 años)

Rosa Celia González Monterrubio


El abuelo Bernabé

El abuelo Bernabé ( de profesión labrador), tenía por costumbre contarnos algunas anécdotas de las que le había tocado vivir en los años de la guerra civil española.
Recordaba con especial cariño el día que radio nacional, comunicaba a las 22,30 horas, mediante un "parte" radiofónico el fin de la guerra y como en ese mismo instante pensó, ! Tengo que ir a ver a mi hermana!.
Su hermana Enriqueta vivía en Bilbao y apenas tenía noticias de ella y lo que se oía era poco esperanzador, solo se hablaba de escasez de víveres, destrucción y miseria por todas las partes.
Así fue como empezó a llenar una cesta de mimbre para llevársela con productos del campo, garbanzos, lentejas, tocino, chorizos, huevos, patatas, pan y una pequeña manta.
Tardo en llegar en el tren dos días, localizo con bastante esfuerzo la dirección donde se suponía que vivía y una vez comprobado por sus ojos que se encontraba toda la familia en perfecto estado, decidió volverse al pueblo ya que estarían esperándolo con los brazos abiertos.
Siempre decía que como en el pueblo no se vive en ningún sitio.

Luis Iglesias


Palabras Mayores


El ser cornudo no es obligatorio, sino opcional.
Depende de cierto número de variables entre las que se encuentran las relaciones entre ambos géneros.
En el caso de un sodomético, es dudoso que podamos usarla y no sé cómo denominar al sodomético engañado o a la seguidora de Sapho en la misma tesitura.
El o la que te la está colando, en muchos casos no merece ser tratada o tratado de traidor, inconfeso, mártir o hereje, pero no cabe duda que se le desearía fuera convertido en gafo para lo que le quede de vida.

Dionisio Alonso


Entonces


Cuando llegaba el otoño, mi madre compraba, a plazos, una libreta de cupones para adquirir el uniforme de invierno: pantalón corto-largo de pana, camisa de franela, camiseta de felpa, jersey gordo con cremallera pequeña delante, calcetines largos y botas “El Gorila”. El abrigo duraba dos años de un lado y luego se le daba la vuelta para otros dos.
Una vez al mes, la inconfundible figura del cobrador de recibos a domicilio, aparecía demandando el pago de los cupones y el recibo de la funeraria.
El frío era intenso, el único sistema de calefacción, el brasero de cisco, se encendía por la mañana, en la acera, al lado de la puerta de casa. Le teníamos tanto miedo al tufo, que, cuando volvíamos del colegio, hacíamos los deberes deprisa y corriendo para salir a la calle, con algunos grados bajo cero, poco más o menos que en casa, y nos juntábamos debajo de un bombilla en la esquina del camino viejo, mi barrio.

Dionisio Alonso


Recogiendo pasos

Mientras en España atardecía un día cualquiera de posguerra, al otro lado del mundo, en un pueblecito de clima benévolo, Carmen daba de comer a sus gallinas. El mundo era un sitio hostil: dictaduras, desapariciones, asesinatos por ideologías políticas, economías en declive. Aquí y allá, en cualquier parte del mundo, en el propio país o en el ajeno se guisaban las inquinas y las inconformidades, y la furia, como bestia herida, aguardaba alerta, insomne, callada.

Carmen escuchaba lo que pasaba en el mundo en su radio de transistores que tenía unas pilas más pesadas que el mismo aparato, y apenas lograba sentir el coletazo de la violencia. No sabía entonces que se estaba fraguando el asesinato del Caudillo del Pueblo, ni que su país se sumiría en un interminable conflicto. Años después me habló de las chusmas que desaparecían a la gente o de los que se mataban por vestir de rojo o azul, pero todo eso lo supo de oídas. Nunca perseguida, jamás lastimada, intacta en medio de años convulsos, maduró bonachona y alegre.

De sus historias de campo, en las que de noche las brujas le trenzaban las crines a los caballos o los duendes arañaban la espalda de niñitas vírgenes; de sus relatos de pueblo, con chicas vestidas primorosas para tomarse una foto los domingos y coquetear mientras se tomaban un helado cerca a la fuente; de sus cuentos de amores, con las esquelas que le escribía el abuelo; lo que más recuerdo, porque alimentaba mi mágico pensamiento infantil, era su creencia en que la gente antes o después de morir recogía sus pasos. Recoger los pasos… desandar el camino momentos antes o después de la muerte, ¡qué idea más seductora!

Me contó que un día Francisco (nombre ficticio a falta del real) un joven que la visitaba con frecuencia, se sentó como siempre en una silla mecedora mientras la veía asar arepas:

- Ay, Carmen - le dijo- ¡cómo es que se ahogó María Elena! Tan joven, tan alegre... ¡Pobre María Elena!

Mi abuela asentía con sus manos metidas en la masa. María Elena, sobrina suya y amiga de Francisco, se había ahogado en el imponente río Cauca que recorre el país entero con su caudal vigoroso y turbio. El río se traga lo que en él entra y lo vomita luego río abajo hecho una miseria. Y eso a veces, porque las más, nunca se sabe el destino del desdichado.

Días más tarde, en la noche, cuando todos sus hijos dormían, mi abuela sintió el rechinar característico de la silla mecedora. Se levantó con sigilo, presta a reprender al chiquillo que se hubiera levantado en horas de sueño, pero no vio nada. Solo el vaivén de la silla.

Al día siguiente, una vecina tocó a su puerta y le contó:

- Ay, Carmen, ¡cómo es que se ahogó Francisco! Tan joven, tan alegre... ¡Pobre Francisco! Se ahogó en el Cauca, ese muchacho era muy loco, se tiró a nadar confiado y no salió nunca.

- Eso era que estaba recogiendo los pasos, mija - continuaba diciéndome mi abuela - antes o después de morirse uno vuelve a caminar por donde estuvo en vida y si no, queda penando. Por eso el muchacho vino de noche a sentarse en la mecedora, y yo lo sentí, él me quería mucho.

Algo que nunca me dijo -debe ser un misterio- es cuánto se tarda uno en ese menester. Si tarda días, meses o años en función de lo transitado.

Si estas historias son ciertas, es inquietante pensar que me rodean espectros recogiendo pasos, sentándose a mi lado, mirándose al mismo espejo que yo, comiendo conmigo. Pero, ¿y yo? me pregunto en este instante, ¿cuánto me tomará recoger los pasos que he dado? Antes habría sido más simple, cuando mis recorridos eran de lo más provinciales, pero ahora, con tantos ires y venires entre dos continentes, qué cansado será transitar esos caminos. Veo mi fantasma sentado en un incómodo asiento de Iberia, causando algún estremecimiento involuntario en el incauto pasajero que ocupe el mismo espacio que yo.

Esa será, en todo caso, mi gran fatiga, la última, antes del supremo descanso.

Los pasos de mi abuela se apagaron hace mucho, si tuvo que recogerlos no habrá tardado, porque en los últimos años no salía de casa… Aunque ahora que lo pienso, tal vez tenía razón, y se puede recorrer lo andado incluso muchos años después de perecer. Lo sé justo ahora que la he ayudado a rehacer sus pasos al juntar sus palabras para este relato.

Maritza García Toro


Monólogo al desnudo
MARIANO, mi vecino, me cuenta:
El pasado fue muy duro. Los años de la posguerra los viví con mucho sacrificio:
Las personas estaban muy limitadas, tanto física como espiritualmente.
Se había vivido una guerra y eso dejaba huella.
La vida de ahora no se puede comparar con aquellos tiempos. La gente camina sin miedo, se llena de caprichos, dialoga con libertad.
Los españoles se quejan de vicio. Lo que tienen no lo aprecian, desean más y más sin importar hasta donde está el límite del placer.
No se dan cuenta de que la vida actual es un regalo, comparada con la que yo viví en mi juventud, llena de prejuicios, ataduras y con una gran censura.
Lo que si me gustaba , es que había menos conflictos, agresividad y más seguridad por las calles.
Claro, estábamos limitados por el miedo a romper las normas más elementales.
No hace falta vivir con tanto, ni desear muchas cosas, porque te vas al hoyo y lo dejas todo.
Yo me encuentro tan feliz paseando todos los días, echando la partida con mis amigos, hablando con quien me apetece y teniendo salud.
Con eso me conformo. Lo demás no me hace falta. De esta forma soy feliz.

Sofía Montero

El abuelo y el pueblo

Historias de ayer que se arrinconan en una memoria que el tiempo se encarga de enterrar, ¡quedan tan lejos! Están ahí marcadas a hierro y fuego en los corazones solitarios, sin perdón posible. El viento barre las puertas abandonadas revestidas de cuentos, palpitan con la niebla densa que nublan la vista y se arrastran con las aguas de enero que atraviesan vertiginosas el puente y lanzan las piedras al otro lado como dados de parchís.

Hoy busco esa narración bonita que enganche al papel los ojos del que la lee, pero me he desviado hacia un bosque de robles del pueblo en el que nació mi madre, en las estribaciones de la sierra Quilama, justo donde empieza la dehesa salmantina. Indago las raíces, busco los recuerdos aferrados firmemente a una naturaleza que permite filtrar las sensaciones y los sentimientos, rememoro las vivencias oídas y araño mi infancia con un nudo en la garganta. ¡Se fueron!... Una lágrima pasea con mi historia, pero mi cuento no es cuento, es un continuo adaptarse a cambios, a avances vertiginosos sin apenas tiempo para mirar lo que se quedó allí, adherido a las raíces de los centenarios castaños y robles. El hambre, el frío y la humedad emigraron a Francia, a Alemania, a Suiza para diluirse en el progreso y después de dos generaciones apuntar solo un recuerdo, una mención a una tierra herida que abre la boca y grita su silencio.

Mi historia dice de un niño que mira a su abuelo con “párkinson”, le da miedo acercarse, le asusta el movimiento continuo de unas manos agrietadas por la tierra y el tiempo. El abuelo lo contempla con la mirada gastada y piensa con esperanza y cariño cuál será la vida que le deparará el destino, tan distinta de la que él ha vivido. Cuando ese niño ya en su casa de la ciudad encuentra una foto del abuelo, la toma con cuidado y corre a su madre para decirle: “mira mamá, no se mueve”...

Los años han pasado y seguirán pasando. Los sufridos espíritus de nuestros abuelos ahora se enredan en las profundas raíces de unos robles fuertemente fijados a la tierra que no saben de sufrimientos ni miedos. Hoy estas imágenes recuperadas al corazón de la memoria quieren

ser un suspiro de nostalgia ¡han pasado tantas cosas! seguirán pasando… tal vez en nada un nieto mirará mis manos que tiemblan y me preguntaré cuál será su destino… y luego me enredaré en las raíces del asfalto y del hormigón armado, no habrá humedad solo frío silencio.

M. Venttini


El mal amanecer

Te voy a contar la historia del mal amanecer.

Ya Pedro no era un joven fuerte para soportar las mañanas de campo frías de invierno. Al amanecer de un día señalado por la historia, cuando caminaba con su padre, una tos que salpicaba sangre les alertó para que soltaran todo de las manos aunque perdieran el jornal.

La estreptomicina no llegó hasta 1940 y la tuberculosis no se curaba más que con aire puro y cementerio.

Cuando el de Koch había llegado a horadar grandes cavernas en los pulmones y ni la fiebre ni el delirio salían de la alcoba, Cándido debía subir a las montañas de Béjar para traerle a su hijo nieve para paliar el mal.

El día del último amanecer el padre entraba en el pueblo y oía doblar las campanas.

Antonia Oliva


Las purgadas
El eco de la guerra es el agua turbia que se sirve en todas las mesas. Da igual su procedencia. Es difícil ingerirla sin que el dolor personal ice su bandera. A un sutil toque de corneta, el pan es harina de termitas que leveda. El mundo se achica. La paz se marchita. No hay tregua.

La historia de "las purgadas" no es una leyenda. Es uno de los relatos que junto a otros, fue postre de muchas cenas. Alli, alrededor de la cocina de chapa, aprovechando su calor, mientras se desgranaba el maiz, los mayores lo resucitaban. Nunca era igual, pero siempre era el mismo. Los uniformados llegaban. Tenían poder y rabia. Congregaban a las mujeres en la plaza, las que no acudían por su pie, acudían a rastras. En una liturgia pública, las rapaban la cabeza. A veces, no del todo. Éste, como cualquier rito, tuvo sus varianzas. Asi, en ocasiones, algún oficiante, decidía que un lazo rojo coronara a las herejes en un ridículo mechón. Después, cuando el ministro consideraba que estaban ataviadas como merecían, las obligaba a comulgar. Una a una; niñas, jovenes, embarazadas o ancianas; debían recibir la sangre de ricino. La ceremonia concluía con una procesión. Un desfile ejemplar, donde todas a la vista de todos, evacuaban esos humores confusos que las alejaban de la verdad y de la patria.

Una noche, cuando el calor de la cocina era más una lumbre de recuerdos que de brasas, entró mi primo. Estaba encendido. Quería un arma. Alguien había movido los lindes de la pequeña finca que guardaba la espalda de la casa. Todos, en la taberna, conocían el nombre del autor: Desiderio, el nieto del Señor Raimundo. Les robaban. Ese metro de tierra era suyo. Alguien debía parar los pies a quienes envueltos en la sombra, desposeían a quienes apenas tenían nada. La justicia era una estafa. Quería un arma. Juraba y perjuraba que el lobo que le había salido al paso la semana pasada, era un aviso de la amenaza. El cielo conocía bien lo que la tierra callaba. Él, le daría caza.

Entre gritos y llantos, la señora Matilde, mi abuela, una mujer diminuta cercana a los noventa años, un bultito negro y seco, apenas vidente, cogió su bastón, se levantó, y con esa voz que en tan pocas ocasiones utilizaba, me llamó. "Es hora de irse a la cama".

En silencio, subimos por el laberinto de escaleras de piedra. En la planta baja continuaba la orgía de reproches a una vida huérfana que tan solo conocía el bautismo de heridas y desgracias.

Cuando estuve bien arropada, antes de irse a su cuarto, me dijo: "el no saber es como el no ver, Ana. Una trampa de almas en pena que vagan buscando más almas. Huelen a cera. A su paso, el viento se levanta. Rezan un rosario fúnebre. Los perros, siempre los perros, anuncian su llegada. El no saber, Ana, es como el no ver: la trampa que te tiende la Santa Compaña".

Nunca había hablado tanto conmigo. Yo era una nieta que vivía lejos. La hija tardía de una hija que abandonó las montañas para coser en la meseta un camino nuevo. La hija tardia de una hija que una semana al año, antes de la vendimia, volvia a oler sus raices

Mentiría si dijera que me costó dormir.

Los días estaban tan llenos, que cuando las sábanas, siempre húmedas, me abrazaban, yo cerraba los ojos y no los abría hasta que el gallo se subía al tocón para gritarnos a todos que la oscuridad había sido vencida.

Esa mañana, si mal no recuerdo, mis vacaciones conocerían el fin. La escuela esperaba.

Bajé las escaleras. La cocina estaba vacía. Fuí al porche. Debajo de la vid, Matilde peinaba su larga cabellera cana. No dijo nada. Me senté a su lado y como en otras ocasiones, vi como el pequeño peine se mojaba en aceite para mesar su melena. Después se hizo una trenza que enredó en un moño y cubrió su cabeza con la pañoleta negra que siempre se ponía. Se apoyó en el bastón y se dirigió a la cuadra. "La marquesa" ya estaba ordeñada. Un ligero tirón de la soga y el animal salió. Era una vaca enorme que movía su descomunal cuerpo al ritmo que mi abuela con unos extraños chasquidos de lengua le indicaba.

"Vamos a la finca" "ahora la hierba esta fresca" "hay leche caliente en la chapa" y desaparecieron.

Nunca supe qué paso con las lindes, si Desiderio era el lobo y si mi primo le había dado caza. Los niños, como todos, recuerdan lo que les toca el alma. En mi caso, la santa compaña y su olor a cera y ricino. La procesión de cabezas rapadas y la larga cabellera cana de una anciana. El viento funebre que los perros siempre anuncian y la trampa omnipresente de un rosario de fantasmas.

No obstante, hace poco, alguien me habló de un pueblo que no recordaba y de un alcalde también olvidado, que cuando los uniformados reclamaron a las muchachas para oficiar su liturgia, se fue a casa, cogió su arma, a su mujer y a sus dos hijas y las colocó en el centro de la plaza. "Comenzad por ellas" les dijo a sus compañeros. Tres palabras y la ceremonia fue abortada.

Siempre hay alguien que sabe ver. Siempre hay alguien que burla a la Santa Compaña.

Ana Isabel Fariña


Mi ansiada merienda
¡Oooohhhhh! los días de matanza de mi infancia. Además de la reunión familiar, que no dejaba de ser un momento especial, para mí era una fiesta el saber que gracias a esos generosos cerdos podríamos merendar el resto del año.

El momento más esperado de todos era cuando sacábamos la manteca del animal y se tendía durante unos días al aire. Yo admiraba ese gran trozo de grasa. Más que la muerte del cerdo, esperaba con ansia el momento en que, unos diez, quince días después, se incorporaba esa grasa a la sartén, se deshacía y tras pasarla a una olla, las mujeres añadían el pimentón que les daría ese color rojizo característico.

A partir de esa fecha, todas las tardes a la salida de la escuela, hambrienta, me dirigía a casa, cortaba un trozo de pan, que, a pesar de la escasez, nunca faltaba; extendía la grasa colorá sobre él como si de una obra de arte se tratase y, cuando había, que no siempre, añadía azúcar. Contemplaba ese bocado con deleite y admiración y después me lo llevaba a la boca. ¡Qué delicia! Creo que nunca he probado una cosa más rica.

No entiendo a los niños de ahora que tardan horas en decidir qué quieren merendar o protestan porque no les apetece lo que se les ha preparado. O porque ya lo comieron el día anterior o el anterior.

Yo repetí merienda durante todas las tardes de mi infancia y jamás hice ascos a aquel manjar ya que entonces “Se comía lo que había y gracias, pos no había otra cosa que llevarse a la boca”.

Toñi Martín del Rey


Palabras mayores

Por aquella época conocí a un hereje, que andaba por las calles, diciendo y divulgando sus deseos de no seguir en la Iglesia, debido a que una especie de grafo había estado hablando con él y no había seguido sus indicaciones.
En una de mis salidas, en un bar conocí a un homosexual que me habló de sus deseos de encontrar pareja, debido a que la última había sido un traidor.
Con el último que hablé fue con un cornudo que había estado olvidado y repudiado en una sala más oscura (...)

Iria Costa

3 comentarios:

  1. Disfruto de los relatos de mis compañeros, Dionisio tan real, me emocionan Rosa, Venttini y Maritza, me sorprende Sofía, ....Gracias, muchas gracias.

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    1. Gracias "Unknown"... participo totalmente de tu comentario (incluyo el de Luis). Muchos gracias.

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  2. Ana Isabel, cómo se purgan las desgracias a través de la palabra, esas son las purgas que hacen falta. Sólo esas.

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