Un laberinto maravilloso

La sesión del lunes, 30 de mayo, la dedicamos al diccionario pues somos de la opinión de Borges cuando afirma que un diccionario enciclopédico llega a ser, si se es hombre ocioso y curioso, el más grato de los géneros literarios.
Y eso hicimos, dedicar nuestro ocio a abrir de par en par el diccionario y pasear por él como lo hacen Juan José Millás y Gianni Rodari en los textos "Palabras" y "Una página del diccionario" respectivamente:



Estaba cansado, llovía. Decidí darme una vuelta por el diccionario. Entré por la "O", atravesé "obedecer", "obelisco" y "óbito", y me detuve un rato en "obsesión". Me enteré de que una obsesión es una idea fija que ofusca el entendimiento. Giré hacia mi derecha en obtuso, atravesé occisión y océano y dirigí mis pasos a ofuscar. Las temperaturas continuaban descendiendo. Tropecé en ofertorio y en oftalmoscopio, que es un aparato que sirve para mirar el ojo por dentro, pero enseguida vi ofuscar detrás de ofuscación; consiste en trastornar el entendimiento. Con las ideas confundidas, salí de allí, di un salto y me planté en la "V"; pasé sin detenerme por venera, venerable y venéreo para alcanzar ventana: se trata de una abertura más o menos elevada sobre el suelo, que se deja en una pared para dar luz y ventilación. Me asomé a la abertura; afuera llovía sin pasión, pero sin pausa, como un niño que ha llorado muchas horas sin ser atendido. Una ráfaga de aire arrancó a un árbol siete hojas que cayeron al suelo como manos inútiles, incapaces ya de acariciar o ser acariciadas. Los transeúntes las pisaron sin mirarlas. Abandoné ventana, di la vuelta y comencé a correr en dirección contraria.
Como iba con los ojos cerrados, tropecé en muela y me caí. Averigüé que la muela cordal, también llamada del juicio, es la que nace en la edad viril y allí en las extremidades de las mandíbulas. Me acerqué un momento a viril y allí un funcionario me remitió a varonil. Cuando llegué estaban a punto de cerrar, pero pude averiguar que varonil es lo perteneciente o relativo al varón. Deduje que las mujeres carecen de muela cordal. Asqueado por esta muestra de machismo alfabético, abandoné el diccionario por la palabra túmido, hice transbordo en túnel y salí al primer tomo de mi enciclopedia favorita. Caí directamente en andropolis que significa cementerio.
Llovía. Busqué tu tumba y la mía nuestra tumba, pero aún no habíamos llegado.

* * *

Una página del diccionario sobre la cual medito a menudo es aquella donde cohabitan silenciosamente, sin saludarse nunca ni felicitarse el año nuevo, la ortiga, la oruga, la ortografía y el orzuelo.
La cosa me intriga bastante. Mientras me imagino a la oruga dedicada a comerse la ortiga para que el orzuelo crezca libremente, nada turba mi paz. Pero después el orzuelo se pone a enseñarle ortografía a la oruga, a la cual, siendo un bichito, le importa un bledo. En este momento pasa, por la misma página, un cura ortodoxo. ¿Por quién estará rezando? ¿Por la oruga difunta, por el orzuelo loco o por todos aquellos que sufren por culpa de la ortografía? Esta interrogación abre ante mis ojos un auténtico abismo, en el fondo del cual -o sea, en el fondo de la página- ambula solitaria la palabra ortógrafo. Parece que significa: "persona que se ocupa o trata de ortografía". Pero su sonido es espantoso. Quizás sea una palabra caníbal.


Propuestas de escritura

1. Medita, como Rodari, sobre una página del diccionario. Elige cuatro o cinco palabras vecinas que no tengan ninguna relación e inventa una historia motivada por ellas.
2. Sal a pasear por una página del diccionario, como hace Juan José Millás.

Estos son los trabajos enviados por algunos de los participantes en el taller


Jugando con ellas al azar
(al abrir tres páginas del diccionario.)

Me cercan cuatro palabras que comienzan con t, ese martillo del abecedario, y no voy a consentir que me agredan con sus aparentes suavidades semánticas.
“Tirilla”, chica delgada, lleva al lado a su prima ”Tiritaña”, más juerguista y sandunguera, pero sin fundamento, por eso es envidiosa.
Las dos tienen manía a sus vecinas de aula en el instituto orondas pero atractivas e inteligentes, a las que llaman despectivamente “ las Fofas”.
Las he sorprendido tramando un “tirocinio” contra sus enemigas, en la fiesta final de curso, echarán ”tiroglobulina” en las bebidas que van a ofrecerles con amabilidad impostada.
La tiroglobulina es insípida pero borra las ideas, la selectividad está cercana.
Paseando después por los prados semánticos de las palabras con s serpentina, he sorprendido a un señor que, al cumplir su septuagésimo año escuchaba aterrado los gritos no muy lejanos de las Parcas que le traían un eco sepulcral.
Su vida debía ser un secarral de emociones, por eso le parecía imposible cumplir en tal desierto su último deseo: ser enterrado bajo una sequoia.
Como en la vida todo son contrastes, mis dedos toparon con la página de las amables oes de las que sospeché enseguida. Por allí circulaban, imaginé, en coches de ruedas de esas que aplastan con su redondez agresiva, cuatro políticos de fachadas tan falsas como sus intenciones. Al detenerse los coches me deslicé al lado de cada uno. Oí que preparaban un opíparo banquete de improperios para atacar a sus oponentes respectivos, a los que pensaban liquidar, enviándolos a emborrachar con Oporto sus fracasos.

Emilia González


Diccionario
De pequeño, en la escuela del pueblo, para escribir y hacer los deberes llevábamos un lapicero, un sacapuntas y un goma de borrar.
A veces el grafito del lapicero era de mala calidad, y se borraba con facilidad y el maestro nos penalizaba, nos borraba lo escrito y teníamos que repetirlo, apretando más, hasta que quedaba bien marcado.
Un día cansado de tantas broncas, a la salida de clase, cogí el dichoso lapicero y lo tire al tejado, así ya no me daría mas problemas.
Me entere de que algunos niños habían comprado un lapicero alemán de la marca " Staedtler", que decían que era mucho mejor que los españoles y era verdad, me compre uno y desde entonces no he vuelto a tener problemas con el dichoso lapicero, ni con el dichoso maestro.

Luis Iglesias



Un laberinto ruidoso

El cantinero entona hoy un canto nupcial, primero con los vasos de tequila después los de mezcal y licores de frutas y más tarde con las jarras de sangría. Acto seguido entran los habituales con el cantoral en la frente.
Con el ruido de claxon llegan los novios. El clavicémbalo comienza a sonar a la entrada. Preparados están los atrapasueños que penden de un clavo sobre el marco de la puerta y la caña de bambú silva entre las manos de los Gobernados.
EL gnomo hace un gesto para que se acerquen y poder comenzar a oficiar la ceremonia en la cantina. Traen velas, un atril de pie y las hostias para celíacos y, otras enriquecidas con glutamina para mejorar el estado de las defensas. Aunque los muy glotones podrán mojarlas en chocolate con leche.
Llegado el momento de los disparos al aire, el gobernante las pasa canutas. Entonces cierra los ojos y pide clemencia a la clerecía.

Antonia Oliva


Mi laberinto

Era el Máncer de la localidad, donde su mánager era el más querido.
Dicha localidad se encontraba al lado de un manantial, donde y según dicen un lobo acompañado de un lobezno, acudía en busca del manatí o del Quemí, ya extinguido.
Dicho Máncer estaba expuesto al lóbrigo o a la locura, como quisiera llamarlo a cuenta de la cantidad de quenopodiáceos, cuyo principal componente era la queratina. Así podría ser avisado del Queo cuando sospechaban que algo podía pasarle.

Iria Costa


Criptorquidia

Cuando era pequeña me gustaban los sábados. Ese día papá estaba en casa. Según la abuela, era por su profesión. Gracias a ella vivíamos como vivíamos y teníamos cuanto teníamos, que era mucho. Papá era piloto. Recogía a gente y atravesaba el cielo para llevarla donde deseaba. El viaje podía ser muy largo. A veces complicado. La noche y las tormentas podían conjurar a los demonios que escondían las carreteras. Entonces, con una valentía sin alardes, rastreaba el rumbo. "La dignidad de un hombre se huele en las adversidades". Eso afirmaba mi abuela todos los lunes cuando me llevaba a la escuela. Yo no la entendía bien. Estaba convencida de que mi padre era un héroe, pero deseaba profundamente que no lo fuera.

Papá siempre traía algún regalo y flores. Un bonito ramo de flores. "Del jardín de las nubes para sus princesas" -eso decía-. Nos duraba una semana. Una vez, dos. Aprendí a leer y a sumar bajo su aroma. Si me ponía enferma o los monstruos que duermen debajo de la cama, me desvelaban, mamá -que era una excelente doctora- me traía un brote, lo colocaba junto a mi, sobre la almohaba, y en un momento, el mal -fuera cual fuera su cara- desaparecía.

Poco a poco, lo tuve claro, cuando creciera tendría una floristería. Era lo más bonito del mundo. Cuando fuera mayor, siempre sería sábado.

Medité mucho su diseño. Debía congraciar en un espacio no muy grande, el dolor de una ausencia física y la felicidad de una presencia invisible. Un connubio difícil. Finalmente concluí lo siguiente. Las paredes serían de cristal: nadie debería verse privado de la sencillez de la belleza. Tendría una puerta enorme con las hojas siempre abiertas. Su olor inundaría la calle. Las brencas serían de hierba y cumplirían su función: repartir el agua, polinizar el asfalto. La luz treparía por las cloacas y la angustia. Nadie guardaría en sus ojos hojas muertas. En todas las camas habría brotes.

El tiempo, bien lo sabía, no era un obstáculo. La sucesión de las estaciones podía ser caprichosa. Pero hasta en su supuesta regularidad, un clima malsano podía dinamitar mi proyecto. Impedirlo, suponía no despreciar el peso de su imprecisión. Si quería que la sonrisa de los girasoles no se marchitara con hielos pasajeros o desiertos inesperados, si de verdad deseaba que la coniecha o recolección de mi pecera de flores anegara de sábados todas las casas, debía pensar.

Reflexioné durante siete noches. Cuando lo tuve claro, descansé.

En invierno o similares, con la intención de que no se dañara el acuario donde brotaba la vida sin recurrir a sepultarle, vestiría el perímetro de las aceras que lo rodeaban con un impermeable trasparente. Un chubasquero ligerísmo que forraría con la lana de mil cuentos y un tazón de chocolate caliente. A su abrigo, las macetas calzadas con botas de mil colores, podrían chapotear en los charcos. En verano o similares, todo quedaría desnudo. Y si la aridez de su aire, amenazaba con sustituir la caricia del sol por la bofetada seca que agosta las raices, sustituiría la gabardina por una pamela tejida con los juncos que respiran en el rio. Sería un hermoso gorrito con las alas siempre frescas. A su sombra, las jardineras descansarían sobre sandalias tan suaves como el sueño que llega sin esfuerzo.

Sólo me faltaba el nombre y lo encontré un miércoles en la cocina. No lo buscaba. Apareció por sorpresa.

Mamá hablaba por teléfono con papá mientras preparaba el desayuno. Ese mañana tenía programada una cirujía pediátríca. Un bebé de doce meses. "Criptorquidia". "Las hormonas no habían funcionado. Una de sus flores continuaba escondida".

Tres meses después, justo antes de las vacaciones, Don Miguel, un "bisulco", un animal con las pezuñas rotas, que nos había martirizado durante todo el curso con su carácter, para entretener su jornada nos mandó una redacción. Tenía que ocupar un folio. Debía versar sobre nosotros, sobre nuestro futuro. "Esa hoja en blanco, no lo olviden -dijo- será su bautismo. Piensen y procuren construir un velero que no comience su travesía condenado al naufragio. Los adultos que serán duermen ya en sus lapiceros"

La niña que yo era miró con cuidado sus portaminas, seleccionó el verde y escribió sin pausa. Recuerdo que tocaba el timbre del recreo cuando ponía el ultimo punto.

Cuando regresamos a las aulas, Don Miguel sacó la lista de clase, abrió su cuaderno de calificaciones y uno a uno nos hizo leer en alto, muy alto, lo que llamó "nuestros garabatos". Aplaudió algunos, pocos. Si ésto sucedía, sentenciaba "Usted llegará a puerto". Criticó la mayoría "Siéntese y descanse ahora que puede -les decía- pero recuerde que los tiburones le esperan".

Llegó mi turno. Nada más leer el título su cuerpo se convirtió en una carcajada oscura. Lloré. El "bisel" que ajustaba la esfera y el cristal de mi reloj en un mismo pulso se había roto. Oí como se hacía pedazos.

Es difícil leer entre lágrimas, las letras se nublan.

En ese momento, la niña que yo era, solo veía los dedos de unas patas hendidas envueltos por unas deportivas nuevas, unos "breches" de lino blanco y unas canillas tan peludas que nadie hubiera supuesto que la tierra donde enraizaban esos tallos hoscos fuera piel.

Me arrancó el folio de las manos y leyó él. Se burló hasta de la tinta. Mientras lo hacía yo sentía como mis flores se escondían. En cinco largos minutos, enfermé de criptorquidia. Nadie se enteró. "No es nada. Está cambiando -decían-". Desde entonces soy estéril.

Hay orquídeas que se arrugan en el alborozo cruel de una risa

Ana Isabel Fariñas


Carreras por el diccionario

Salté al diccionario al amanecer y, víctima del automatismo, que no es otra cosa que la ejecución de actos sin intervención de la voluntad normal, me sentí tan vacía que opté por la automedicación y, al encontrarme con ese monstruo mitológico que es automedonte, pensé que tenía una sobredosis de aspirina, que supuse es lo que habría en el botiquín léxico más cercano. Consciente de que debía superar esa conducta malsana, me volqué en la automotivación y, cuando estuve lista, me monté en el automóvil, que no estaba lejos, y me puse en marcha hasta la letra siguiente, pero se me pasó la salida B y fui a parar en la C.

Allí me encontré con dos corochas; una era un vestido color azafrán que no tardé en probarme; la otra, un escarabajo negro del que me parece había oído hablar en otro tomo de esta biblioteca. Al leer más abajo, temí que, de tanto mirar aquellas letrecillas diminutas, me diera coroiditis, una inflamación de la coroides, que, ahora lo sé, es una membrana que tengo en el globo del ojo. Por si acaso, degusté un corojo, convencida de que con semejante nombre, el fruto de esa palma contendría los nutrientes necesarios para cuidar de mi ojo. En este punto, dejé la corocha negra sobre la corola, unas líneas después, esa corona de pétalos que adorna las flores.

Con la prisa que tenía, me fui directo a la E, donde me quedé boquiabierta al descubrir el escorzo, esa posición en la que se ven varias caras de una figura a la vez, e imaginé que el escorzón que le seguía sería un escorzo agrandado, pero resulta que el escorzón podía ser o un tipo de sapo o una persona raquítica. Se me ocurrió que a lo mejor el sapo sería raquítico, pero la lengua es tramposa –la que hablamos, no la del sapo–. Busqué su foto y resulta que es un anfibio grande y gordo. Me conformo con conocerlo solo a través del diccionario. Me topé entonces con escosa, que es un animal hembra que no da leche, pero también puede ser una doncella o virgen, aunque parece que esa acepción está en desuso. Yo no conocía a ninguna de las dos escosas. Al final, ya cansada de este breve paseo por el diccionario, me tiré por la escotilla.

Ismarie Díaz Flores


Vida en la palabra
Palabras del diccionario
caminan su larga vida,
van pregonando su ser
con gracia y sin fatiga.

Alguna, como es moderna,
misteriosa se margina,
quiere ponerse de moda
para ser ave marina.

El papel vale una pasta
si imprimes color encima,
pagas menos sin color,
las páginas se aglutinan.

La rosa de mi jardín
reposa con alegría,
sin romper su linda flor
ríe y ríe cada día.

Sofía Montero


Novios
Aquella tarde de verano, mi jefe me la había dado libre. Según salía de la oficina, vi el cielo totalmente soleado. También estaba despejado, como mis planes. ¡Una tarde libre y no se me ocurría qué hacer! Llamé a mi novio al móvil y me pidió que lo esperara en casa, que saldría pronto de trabajar y nos iríamos juntos a la piscina.

Me fui a nuestro apartamento, preparé las cosas de la pisci, di varias vueltas a los canales de televisión y, como no había nada interesante que ver, como de costumbre, empecé a dar tumbos por la casa. Para matar el tiempo y el aburrimiento, decidí pasearme por el universo de las palabras. Cogí el diccionario de la estantería y lo abrí al azar por la mitad. Letra “N”. La primera palabra de la página: “novio, via”. Como ejercía como tal, decidí comprobar si acertaban en sus definiciones:

1.- Persona que mantiene una relación amorosa con otra con intención de casarse con ella. Lo de la relación amorosa bien, pero, mi novio y yo nunca habíamos hablado de casarnos.

Continué la lectura con interés.

2.- Persona que va a casarse o se está casando. Ninguna de las dos situaciones, actual o futura, se correspondía con la nuestra. Empecé a preocuparme.

3.- Cada una de las personas que forman una pareja que se ha casado o se va a casar. Ante mi estupor, decidí consultar a los entendidos mayores de la lengua, los trabajadores de la Real Academia Española. El diccionario de la RAE incluía la idea del matrimonio (pasado, presente o futuro) en todas sus acepciones. ¡Qué depresión!

En ese momento, mi susodicho llegó al dulce hogar, que compartíamos desde hacía casi un año, diciendo: “Cariño, ya estoy en casa”. Yo no contesté; pensaba. Cuando entró en el salón, alarmado por mi cara de preocupación, me preguntó: “¿Y esa cara?”. Cual tópica gallega, respondí a la suya con otra pregunta.

- ¿Qué significa para ti la palabra novio?
- Pues que cosas tienes, lo que somos tú y yo, ¿por qué?
- Ya.

Ante mi silencio, Jaime, se dirigió preocupado a la cocina. Le oí coger un vaso y servirse agua. Volvió al salón. Según llegó, le espeté:

- Pero, tú ¿has pensado en casarte alguna vez?
Mi novio, que había empezado a beber, se atragantó y empezó a toser insistentemente. Yo, en lugar de ayudarle con la típica palmadita en la espalda, bajé la mirada a la página abierta del diccionario. Entonces, me llamó la atención la palabra “nubarrón”. Como un acto reflejo, alcé la vista hacia el balcón y noté que el cielo azulado de antes se había llenado de grandes nubes densas y oscuras. Fuera amenazaba tormenta.

- ¿A qué viene eso ahora? ¿Qué es esto: una encerrona?

- No, si yo no digo nada, pero los académicos de la lengua definen a un novio, barra a, como las personas que van a pasar por la vicaría. Si nosotros no hemos pensado en eso, no creo que podamos considerarnos novios.

Rayos, truenos y centellas llegaron inesperadamente a mis sentidos. Pero tapaban la otra tormenta, la que se desató en mi apartamento. Nuestros gritos llegaban a los oídos de los vecinos que no sabían a qué tormenta temer. Así durante unos veinte minutos hasta que mi novio me gritó.

- Déjate en paz de académicos. ¿Acaso ellos, que, en su mayoría, tienen la edad de Matusalén y se casaron hace siglos, saben que las bodas actuales se han puesto por las nubes?

Efectivamente, “nube” era la palabra que le seguía a “nubarrón”. Él continuaba gritando:

- Diles a tus amigos, los sabios del lenguaje, que cuando incluyan en el diccionario una acepción en la que no se mencione el verbo casarse, entonces retomaremos nuestra relación. Y que se adapten un poco a los tiempos, hombre, que ya va siendo hora.

Acto seguido salió de la casa dando un portazo y desapareció de mi vida para siempre.

La intensa lluvia de fuera empezó a amainar. Todo fue rápido e intenso como suele ocurrir con las nubes de verano.
Yo, miré con desdén el diccionario. En ese momento, me fijé en una acepción que había pasado por alto en una primera lectura.

4.- Pareja sentimental de una persona o que mantiene con ella cualquier tipo de relación amorosa.
Pero ésta, no aparecía en el diccionario de la RAE. Yo sigo empecinada en que los académicos tienen la culpa de que yo me haya quedado compuesta y sin novio. Después de aquel chaparrón ya no me quedaron ganas de comprobar más palabras en ningún diccionario. Si esa tarde hubiera trabajado… la lluvia no me habría mojado.

Toñi Martín del Rey
Grupo A

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