Ventanilla o pasillo

En la sesión de ayer, los componentes del taller de escritura creativa de la Casa de las Conchas se convirtieron en pasajeros, de clase turista, que aguardaron en las vías de la Sala de Fondo Local la llegada de su tren.
Por la estación, primaveral por cierto, transitaron diferentes trenes. Todos ellos puestos en circulación por la Revista Litoral que dedica su último monográfico a este medio de transporte.
Con el billete de la mano fuimos haciendo trasbordos de un tren a otro, primero la poesía, luego la prosa, después la música.
Nuestro destino, el disfrute.


Por 


En el libro Adjetivos sin agua, adjetivos con agua de Javier Peñas Navarro encontramos varios poemas sobre el tren. Estos no forman parte de la revista pero merecían estar aquí:

VII

A VECES
llegan trenes
como una tormenta no esperada
y llueven recuerdos de maletas
antiguas
y alguien viene a abrazarte
con las manos llenas 
de tierras olorosas de antes
y volvemos a casa mirándolo todo
con ese frescor que dan las violetas
con esas pupilas que prestan los viajes...

XIII

A LOS TRENES TAMBIÉN LOS JUBILAN
cuando tienen fiebre de años
en las ruedas,
cuando el óxido borra el brillo
del cristal de la frente
y empequeñecen los latidos del corazón
de acero.

En el muelle están los viejos trenes,
jubilados, cansados, casi muertos.
El último de todos
es un tren de tantos colores
que parece de juguete,
de fantasía que le pintaron los poetas
porque se enteraron de que nunca
anduvo.
Los poetas le bautizaron con el nombre
Sueño,
antes de que los ángeles vinieran
y se lo llevaran, igual que a los niños
que nacen muertos,
al Limbo,
antes de que los ángeles se lo llevaran
en una túnica de nieve.
Sueño ya está en el Limbo
mientras los trenes viejos
sufren una vejez de hierros...
Sueño no envejecerá
si los poetas lo adornamos
de flores
y de montañas azules
y de estaciones con mucha gente,
porque su alma de viento
la transportaron unos ángeles
al Limbo.

Hace años hice una versión, o perversión del soneto X de Garcilaso de la Vega. Las mismas ninfas que él veía en las orillas del Tajo yo las vi en un tren AVE, en clase preferente. Este fue el resultado de aquel fortuito encuentro. Tampoco está en la revista pero lo traemos aquí como pieza curiosa:

AVE
(versión del soneto XI de Garcilaso de la Vega)

Hermosas ninfas que, en el tren dormidas,
en sueños suspiráis enamoradas
y en clase preferente acomodadas
imagináis pasajes de otras vidas;

desamores de vueltas y de idas
sin rumbo, ni transbordos, ni paradas,
atrás las pertenencias mal halladas
en las consignas de las despedidas;

dejadme un rato imaginar besando
vuestros labios, llorar y consolarme
en el final de un túnel, ya deseando

reclinar mi triste asiento y entregarme
al vaivén de este tren -ahora volando-
o aguardar mi destino y despertarme.


Rafael Pérez Estrada, fiel a su condición de poeta y levitador, nos saca de la realidad para situarnos en sus universos mágicos:

Conocía a un maquinista santo que hacía levitar a su locomotora, que, dulcemente , al poder de una palabra secreta, empezaba a alzarse relinchando de satisfacción metálica mientras se encaramaba como un animal heráldico sobre el rojizo ladrillo de las viejas estaciones victorianas.
En cierta ocasión le pregunté al hombre: “Y cómo lo consigue”, y él, con ese desinterés propio de los indulgentes, me respondió: “Yo, que no lo he logrado (ni lo he intentado) conmigo mismo, lo he hecho fácilmente con una máquina; y no para participar en un concurso y ganarlo, ni tan siquiera para exhibirme en un circo como domador diestro en locomotoras, sino por el placer del desorden y escándalo que esto implica”.
Años más tarde, el destino me permitió ver la perdición de este curioso personaje a causa de un cruento siniestro ferroviario, provocado, al parecer, por la coincidencia de un error suyo y la mala voluntad de una máquina díscola. 

Con el epígrafe de "Besos de ida y vuelta" encontramos en la Revista Litoral textos que hablan de despedidas y regresos. Aquí dejamos un par de muestras como "La despedida" de José María Merino y "El regreso" de Sara Mesa:

El tren empieza a moverse. Se va evaporando es somnolencia que todos sentisteis al ocupar los asientos, efecto de la desazón de ir al frente, recién reclutados, en una guerra interminable donde es habitual la pérdida de un vecino, de un amigo o de un familiar. Parece que en el andén hay mucha gente que ha venido a despediros, pero tú sigues sentado: estás demasiado lejos de tu pueblo como para que alguien pueda conocerte y no tienes ganas de ver a a nadie. Entonces los compañeros te avisan: “Oye, una mujer grita tu nombre”. Te asomas a la ventanilla y ves acercarse a una vieja desconocida y estrafalaria, que corre animosa voceando un nombre como el tuyo mientras agita un largo paño blanco.
“¿Es tu abuela? te preguntan. De repente, esa vieja vocinglera te aterroriza. “No la conozco no sé a quién busca, dejadme en paz”, respondes y vuelves a tu asiento, esperando que el tren te aleje de ella, cada vez más temeroso de que nunca puedas regresar a tu casa.

***

Hace tiempo que escondieron la foto. Dicen que estoy demasiado mayor y que ver esas cosas me hace llorar. Pero yo he pasado por todo el siglo XX e incluso más allá, dura como una roca, con los ojos cerrados, el corazón encogido y las palabras anudadas en el estómago, incapaces de brotar pero claritas, claritas. Tengo 98 años y creen que ya no valgo –loca, sorda y muda–, porque me paso media vida acostada, alimentándome de papilla, con la única compañía de una mujer que va cambiando el rostro tres veces por jornada.
Y me esconden la foto. Pero aprieto los párpados y puedo verla igual, ahí metida, no sólo la imagen, no sólo el beso, no sólo la alegría del reencuentro –¡cuánto, cuánto te eché de menos! –, el alboroto en la estación –¡habías sobrevivido! –, el ambiente de fiesta. No sólo eso, sino también la tristeza posterior, los días difíciles, las pesadillas, el sexo oscuro, los partos solitarios, las arrugas, el silencio, la enfermedad, Spot el perro. Todo ahí, todo dentro, todo desenrollándose otra vez porque volvías en tren y no habías muerto. Pobrecilla, susurran. Ellos no saben cuánto llevo dentro.

Incluímos por último dos microrrelatos sobre el tren, incluidos en el epígrafe "Trenes fantasmas". El primero, titulado "El expreso" es de Pere Calders. El segundo es de Jacques Stemberg y su título es "El castigo":

Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí nunca había habido ni vías de tren ni estación.

***

Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único , siempre idéntico. Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera. Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa vía.


Propuesta de escritura

Escribe un texto de formato libre sobre una experiencia real vinculada con tu memoria del tren o sugiérenos un viaje por las vía de la ficción.

Y estas son las tareas recibidas hasta ahora:


El tren que nos separó

Aquella tarde el universo se derrumbó sobre mí. Ya no tenía vocación. Me lo dijo el Padre Director quien, unas horas más tarde, encargó llevarme a la estación y montarme en el tren de regreso a mi casa. No lo entendía. Siempre la había cuidado con mimo: no decía palabrotas, no contestaba a mis superiores, estudiaba y sacaba buenas notas (en la tenada vieja del corral dormitaba un arado, a la espera de una mano timoneando la mancera y el invierno a pastorear ovejas, o derretirse sobre las gavillas en verano). Sí me gustaban las muchachas, pero eso ellos imposible que lo supieran; si acaso mi amigo Primi, y no tenía nada de chivato. En la que más pensaba era en mi vecina, la del pueblo, pero a ella no me había atrevido a decírselo.

“El tren con destino a Madrid, con parada en Medina va a efectuar su salida”. Aquel caballo de hierros y estridencias dejó atrás Segovia y, acurrucada junto a las tapias del colegio o al abrigo de cualquier terraplén, agonizaría, tiritando, mi vocación. No había retorno; galopábamos la gélida noche castellana. Temblor en el cuerpo; inquietud en el alma.

Allá, a unos cientos de kilómetros, mis padres descansarían ignorantes del drama que se aproximaba, en especial sobre mi madre. Temía por ella, pero sobre todo por mí.

Medina del Campo. Trasbordo. Horas de espera. Me acogió una inmensa y desangelada sala que de vez en cuando abría sus puertas para dar paso a alguno de los escasos viajeros que llegaban o partían. A veces mis ojos escudriñaban con ansiedad, por si se presentaba de forma inesperada la vocación. Soñaba. ¿Y cómo reaccionarían en casa?. Capaces eran de reenviarme de nuevo. Más frío, más angustia. Las cinco de la noche. A ver si se escapaba mi tren, o cogía el que no era. ¡Solo faltaba!

Consciente de mi fragilidad, este tren se deslizaba sin tantas brusquedades y hasta acunaba mis sueños con dulzura. De vez en cuando su memoria de viejo le fallaba y emitía algún chirrido metálico que me sobresaltaba. Luego, cuando el señor del palo y el silbato le reprendía, tornaba a mecerme, hasta que volvía el olvido.

Primeros atisbos de luz. Salamanca. “El tren procedente de Medina del Campo, con destino a Portugal, acaba de hacer su entrada por vía primera, andén primero”. Descendí dolorido por la dureza de aquellos asientos de madera, impregnada mi ropa de olor a compartimento cerrado. La estación comenzaba a bullir. La Guardia Civil me miró con severidad. Seguro que echaban en falta mi vocación. La señora gorda y desmadejada golpeó con la rodilla mi maleta de cartón. El soldado y el recluta no me prestaron atención y la moza de tetas grandes me dijo algo que mis trece inocentes años no comprendieron. De alguna parte salía la voz de Marujita Díaz con su … soldadito español, soldadito valiente, la alegría del Sol, fue besarte en la frente. La victoria fue tuya…. Yo estaba derrotado.

Horas más tarde, en el pueblo, mis padres me recogieron en la parada del coche de línea. Me dieron dos abrazos grandes, casi infinitos. Entré en calor. Nos cruzamos con mi vecina y me sonrió.

Evaristo Hernández
Grupo B


Perdimos el tren y...
Eran aproximadamente las 6,30 horas del primer lunes de octubre, de un año cualquiera, cuando el Talgo con destino a Madrid, iniciaba lentamente su recorrido. El revisor solía siempre esperar 1 o dos minutos de cortesía, por si algún despistado llegaba tarde, como solía ocurrir en muchas ocasiones.
Corriendo aparecen en el anden dos personas, un chico y una chica, portando cada uno en sus manos una bolsa de deporte. Se quedan mirando las vías del tren, donde logran divisar a unos 100 metros de distancia, la luz que marcaba el último vagón del tren, que tenían que haber cogido para llevarles a su trabajo en la capital de España.
Reaccionan en un segundo, y deciden coger un taxi que les lleve a la estación de autobuses, para tratar de llegar al Auto-Res con salida a las 7 de la mañana; y aunque un poco más tarde poder incorporarse a sus respectivos trabajos de profesores de Instituto en la capital.
Dos jóvenes hasta ese día desconocidos, inician juntos un viaje.
Lo que ocurrió a partir de ese momento, solo ellos lo saben; lo que si conocemos hoy día, es que tienen dos niñas y trabajan ambos en dos institutos de Salamanca, el como profesor de matemáticas y ella como profesora de Lengua y literatura.

Luis Iglesias
Grupo B


Mi último tren
Viajo en la mirada de un adiós,
barnizado de secretos.

Vacío la mente
de un tiempo destilado
en horas de un atardecer.

Despierta entre sonidos,
diseño el paisaje
en los cristales de un tren
que roba el sentimiento.

La tierra se pierde en mis pupilas,

Ilumina el destino
que yace en estaciones sin retorno.

Ahogo el sueño
para dormir mi último pensamiento.

Sofía Montero García
Grupo B


Evasión 
Resucitaba del tedio en aquel compartimento. Era su hora pagana, la hora de ser infiel a todas las obligaciones, religiones y leyes del mundo. Allí se había descubierto así mismo. El cercanías, era su cueva de Alí Babá. En aquel hormiguero que transpiraba humanidad, guardaba sus fantasías y el río de su imaginación desbordaba todos los cauces.

Fue al baño. Sustituyó el vestido rojo, los tacones de aguja y la peluca, por el traje diplomático. El coche oficial esperaba.

—Señor Presidente, ¿ha tenido buen viaje?
—Estupendo, Fermín. Léeme la agenda.
—Sí señor. A las ocho, El Estado de la Nación.

Pepita Sánchez
Grupo B


El tren de la esperanza
El tren es una melodía que transcurre en silencio y reflexión
con compañeros extraños que miran al mismo punto que uno.

Si se observa desde fuera del último vagón con el tren en marcha,
se puede ver el paso del momento de todos los pasajeros,
un fragmento de vida.

El tren parado en la estación es otro ente distinto.
Recoge almas en barbecho
que se abonan durante el trayecto
para llegar al destino listas para la siembra.

Y vuelven vacías de fruto y con la tierra escarbada,
con menos raíces.

Metal pesado que se mueve impulsado desde dentro
con la fuerza que dan las ganas de ignorar el tiempo
y lanzarse a lo desconocido.

Pero no subas a la tristeza con tu mochila y
elige la ruta de la oruga verde

Siempre hay alguien del otro lado que hace gestos con la mano
aunque tú ya no estés allí para escucharle.

Antonia Oliva
Grupo B


El libro de los cambios

No se si alguno de vosotros ha oído hablar del libro de los cambios. No me refiero al I Ching, ese doy por supuesto que lo conocéis. El libro del que os hablo es otro. Lo custodian los guardianes del mundo invisible. Los que lo han visto y recuerdan haberlo hecho, afirman que sus páginas están en blanco. Es el lector quien al abrirlo, empapa sus ojos en tinta y ve como se escribe. Hay infinitas posibilidades. Por ejemplo, la modificación de una grafía en intensidad o belleza cambia el devenir del texto, y no solo el devenir, también el pretérito. Según este ejemplar, el concepto lineal que abandera la teoría de la decisión -ya sabéis causa-consecuencia-, se quiebra. Las mutaciones son bidireccionales. El pasado, lo que llamamos pasado, también cambia. El tiempo tiene una flexibilidad mucho mayor de la que estamos acostumbrados a concebir.

Se que suena a superchería, pero os puedo asegurar que no lo es. Llevo más de treinta años trabajando en la Stanford University. Mis especialidades son el álgebra multilineal y la antropología de lo oculto. Os sorprendería descubrir la cantidad de variables científicas que manejan ambas disciplinas.

Hace una semana recibí un correo del profesor Jaidev, un colega de la universidad de Delhi, un genio. En él, me refiere de forma aséptica una serie de datos. Solicita mi valoración profesional. Adjunta un archivo donde recoge varios testimonios. Las divergencias son mínimas. Eso no es muy común. Lo que si es habitual son las conclusiones. Todos los testigos vinculan lo que afirman haber presenciado con leyendas irracionales y catastróficas de su colectivo común. Ninguno cuestiona.

Parece ser que todo comenzó en un pequeño pueblo del Estado de Punjab Permitidme que no desvele su nombre.

Fué de noche. Había luna nueva. Tres pitidos fuertes y breves arrancaron a los durmientes del sueño. Un pitido muy largo y dos cortos los obligó a salir a la calle. La niebla era espesa. Subía desde el suelo y se truncaba a unos ocho metros de altura dibujando una bóveda. Yo lo imagino como un tunel. Duró poco. Apenas unos segundos. Los mismos que tardaron en aparecer las luces que iluminaban las ventanas de una locomotora y sus cinco vagones. Se abrió la puerta de uno de ellos y lentamente descendió un hombre. Era un anciano y vestía de uniforme. Nadie le vio la cara porque llevaba una gorra que le quedaba grande y los pocos rasgos que permanecían descubiertos estaban tiznados. El hombre de vapor -así es como se refieren a él- llevaba un saco. Desató el nudo. Sacó cuatro cartas. Miró a su alrededor como si buscara algo o a alguien. No lo encontró. Extrajo de un bolsillo un reloj, abrió la tapa, la cerró, dejó la correspondencia en el suelo, recogió el saco y subió al segundo vagón -esta vez con prisa-. Un pitido largo y todo desapareció. Todo menos el olor a carbón. Nadie pudo volver a dormir. A la mañana siguiente, cuatro bebés, dos niños y dos niñas, tenían un tatuaje en la espalda. He visto la foto. Es un cuadrado con los margenes dentados, una filigrana pequeña como un antojo que enmarca la imagen de un elefante. Es lógico confundirlo con un sello. Yo aún no lo sé. Carece de firma y año de emisión, dos irregularidades notorias.

Si mi colega ha descubierto los hechos ha sido porque sus estudios hicieron que estuviera en Varanasi. Ciudad a la que se dirigieron las jóvenes madres una semana después de descubrir que sus hijos estaban marcados. Tengo que reconocer que la intención de su peregrinar -colocada en su entorno de creencias- fue noble. Si los dioses se apiadaban de sus pequeños, las aguas del Ganges borrararían de su piel el maleficio. Si no lo hacían, los abandonarían y regresarían a sus hogares.

No os confundais. En su contexto, la decisión que tomaron no es en modo alguno cruel. Recordad que quien muere allí se ve libre de la rueda de la reencarnación. Los bebés no vivirían, pero tampoco volverían a nacer.

Protegidas por la mano de Sati, un día, antes del amanecer, llegaron a la ciudad sagrada más antigua del mundo. Los ghats, las escaleras de piedra que llevan al rio, aún no estaban llenos. En poco tiempo, cientos y miles de fieles acudirían a buscar o agredecer sus dones. Algunos, entregarían a sus aguas las cenizas o los cuerpos de sus seres queridos. Una vez allí, las jóvenes hicieron lo que debían. Despojaron a sus hijos de las ropas y los sumergieron en el rio. Sabían que con una vez era suficiente, más como al emerger las criaturas mantenían la señal en su espalda, repitieron el rito intermitentemente hasta bien caida la tarde. Nada cambió. Los pequeños estaban sentenciados.

Cerca de los callejones que dominan esta parte de la ciudad, estan los albergues para moribundos. Con ese cachito de vida que dormía en sus brazos, se dirigieron a sus puertas. Un tierno abrazo y un beso fue su despedida. Brahma lo quería así. Un largo camino de regreso las esperaba. Tenían prisa. Más esa premura que mordía sus entrañas, no podía hacerlas olvidar sus deberes religiosos. Antes de abandonar Varanasi debían agradecer con humildad las bendiciones de los dioses. Ellos y solo ellos saben.

Si no querían esperar a la mañana siguiente solo les quedaba una opción, el templo de la llama. No estaba lejos. En unos minutos llegaron a su puerta. Un anciano meditaba en su umbral. Tenía la cabeza cubierta por un turbante naranja, el cuerpo casi desnudo y las barbas largas. Frente a él, un minúsculo plato de latón vacio. Pavarti, la más jóven -casi una niña- , buscó en su sari viejo, sacó una rupia y se la dió. Era lo único que le quedaba. Puede que el ruido del acero a la hora de chocar con el latón, sacaran al anciano de su trance, el caso es que cuando ella se disponía a entrar -tal como ella refiere- el hombre agarró su mano con una fuerza inesperada dada su extrema delgadez, y mirándola fijamente le dijo: "pronto llegará el tren donde viaja la tortuga y buscará a los elefantes. No deben morir" La muchacha preguntó a sus compañeras qué podía significar aquello. Ninguna había oido nada. Increpó al anciano para que lo repitiera. Ningun intento dió fruto. El hombre meditaba en silencio.

Tras un momento de incertidumbre supo lo que tenía que hacer, correr. Desconocía por qué.

Antes de llegar al albergue escuchó el llanto. Al doblar la calle la vio, una rata enorme tiraba de la tela que cubría a uno de los pequeños. Corrió más. La espantó haciendo ruido. Cuando llegó revisó sus cuerpos. No tenían ningún daño. Entre risas y lágrimas, se dejó caer en el suelo, se apoyo en la pared y como pudo, los colocó a todos en su regazo. Fué allí donde Jaidev los encontró. Esa manía suya de pasear por la noche por donde no debe fue la causa.

Acostumbrado como está a ver de todo, algo en esa estampa solitaria llamó su atención. La joven tenía un crio en cada pecho. Los otros dos dormían a su lado. Parecía muy cansada. Al acercarse vió el tatuaje. Conoce esa figura. No es común. La ha estudiado durante años. En un tiempo fué su obsesión. Yo también la conozco aunque mis obsesiones son otras. Es extraña.

No se cómo se ganó la confianza de Pavarti. Ahora ella y sus cuatro crios están bajo su tutela.
Poco más os puedo decir, al menos por ahora. Hay que estudiar.

Acabo de coger el tren en Agra. Mi destino como podéis suponer es Varanasi. Mínimo nueve horas. Podía haber cogido un vuelo. Es más rápido. Pero me encantan los trenes. Sobre todo éstos. Sus vagones están llenos de vida. Por mucho que creas saber lo que te espera, nunca sabes. Cada pasajero es un ejemplar tan único como igual al resto de los ejemplares. Si los raíles son el guión, ellos sin duda son las variables. Están llenos de incógnitas. A veces para despejarlas solo hay que mirar. Los problemas que asolan a los pares pueden diluirse entre situaciones dispares. Las respuestas duermen en grafías hechas carne. La intensidad y la belleza de algunas pueden cambiar el devenir de cualquier texto, también el pretérito. El tiempo tiene una flexibilidad mucho mayor de la que estamos acostumbrados a concebir. Un billete, un viaje es una página en blanco. Es el viajero quien consciente o inconscientemente empapa sus ojos en tinta. Las ventanas son grandes. Los paisajes un personaje más cuajado de contrastes. Yo nunca he visto -o si lo he hecho no lo recuerdo- el libro de los cambios. Sin embargo, ya veis, cada vez que subo a un tren lo evoco. Y ahora, si no os importa, tengo que dejaros, me esperan como mínimo nueve horas de camino. Un placer que no estoy dispuesto a desperdiciar. Quiero empaparme. Tal vez a mi lado descanse alguna clave que pueda ayudarnos a descifrar el enigma de Pavarti y los bebés elefante.

Ana Isabel Fariña
Grupo B


La estación azul

Hace frío en esta estación, ya se va a hacer de noche y no llega mi tren. Aquí estoy en esta estación azul, tan acogedora de día y lúgubre al atardecer. Ya sólo quedamos aquí yo y ese muchacho que fuma y mira los trenes despreocupado, no lleva equipaje y mira sin ver. Le devuelven la mirada dos trenes amarillos que descansan varados, simétricos y paralelos frente a la sala de espera de viajeros, que los recibe con sus puertas de cristaleras blancas abiertas de par en par, simétricas y paralelas.

Ya refresca. Aquí abajo a mi derecha llevo mi maleta faldera de la que cuelga una rebeca beis, me la pongo como si fuese una mantita.

Me siento exhausta, casi no he comido y son ya demasiadas horas esperando ese tren, me voy a quedar dormida en esta isla perdida, donde no sé ni porqué me apeé hace dos días.

Llevo ya dos mañanas acudiendo puntual a la ventanilla de taquilla a preguntar a dónde va el primer tren. Creo que debo de cambiar mi estrategia. Voy a esperar a ver si pasa algún tren amarillo, seguro que por esta estación antes o después pasa uno del color de los soles que pintaba en las hojitas del cuaderno de doble pauta del colegio, siempre me ha gustó pintar trenes amarillos en estaciones azules y elefantes varados en charcas que juegan por fin en su destino y luego se disponen a descansar.

No te vayas chaval. Tengo miedo y empieza a hacer frío. ¡Cuándo llegará ese maldito tren!.

Muy lejos de allí, en Calcuta, hay una niña perdida en la estación, se siente sola y tiene frío, son ya demasiadas horas esperando a que su hermano venga a buscarla, se va quedando dormida en esa estación azul de multitudes grises donde se vuelve humo, donde no sabe ni porqué se apeó hace dos días.

Su madre grita su nombre desesperada a dos mil kilómetros de distancia.

Aronbanda
Grupo B

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