Nuestras vidas son los ríos

Dedicamos la primera sesión de este nuevo curso a los ríos y a la memoria. Ambos sustantivos fluyen hacia la mar, que es el morir o hacia el río Lete o Leteo, donde las almas de los muertos bebían el olvido de su vida terrestre.  
Hoy seguiremos el curso de las cosas y del taller, una vez encauzados en nuestra nueva realidad, para recordar cual o cuáles fueron los ríos de nuestra infancia, aquellos que mueven las aguas de la memoria y nos suscitan todo tipo de recuerdos.
Pero también podemos hablar de otros ríos que nos han cautivado por su nombre, como el Río Cuerpo de Hombre en Béjar (Salamanca) o el río Gritos en Cuenca.



Incluímos aquí un par de poemas que nos hablan de dos ríos, el East river, un estrecho de agua del océano Atlántico en la ciudad de Nueva York que cautivó a José Hierro, y el río Tormes (en Salamanca), un río que forma parte de la memoria de Raúl Vacas.


A orillas del East river, de José Hierro (fragmento):

I

En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.

[...] 


Río Tormes, de Raúl Vacas

El Tormes se ha colado en el otoño
y canta coplas a los chopos viejos
que cansados del frío y de la lluvia
estornudan semillas y nostalgias.

Como si fuera nieve el polen blanco 
de las flores roza la luz del agua,
y entretiene a los juncos y los patos
y muere entre las sábanas tendidas.

Se oye temblar al viento de la tarde
y un rumor de elefantes y de armas
cruza despacio hasta el Humilladero
donde los niños ladran a la muerte.

Hoy no es lunes pero se oye al fondo
el alboroto de mujeres tristes
que regresan en barca a sus labores
y se lavan el pelo con cerveza.

Muy lejos del amor canta una rana
verde sobre una calavera fría
y en los tejados de las altas torres
se oye chillar de amor a los vencejos.

El cielo golpeado, con las nubes 
moradas, rememora el calor
de la tormenta de las noches últimas
y despide con frío a las urracas.

Y en el agua tiritan los paisajes. 
Y se moja los pies la catedral 
y se mira coqueta en el espejo 
de agua. Sueñan las carpas de oro 
con el humo, con las bellotas rojas,
dulces, en los cabellos de la encina.

Y el Lazarillo ronca recostado
junto al toro de piedra, silencioso.
Y el ciego que abusó, tal vez, del vino
sueña despierto con la primavera.

Todo está en paz. Las horas, los recuerdos, 
la soledad del río con su piel 
de nylon. Ya se durmió el horizonte,
dejo en la orilla seca un par de lágrimas.


En la página de "Futuro del agua" encontramos una breve reseña sobre el poema que Dámaso Alonso escribió en Harvard, cerca del río Charles:


Dámaso Alonso conversa con un río

El insigne poeta, filólogo y académico español Dámaso Alonso viene hoy a narrarnos su experiencia poética junto a un río estadounidense, con su poema del agua “A un río le llamaban Carlos”, perteneciente a su obra “Hombre y Dios” (1955),
El poema desgrana unos versos perfectamente ubicados en el espacio y en el tiempo, pues fue escrito en la vivienda que habitaba Dámaso en la Universidad de Harvard, muy cerca del río Charles, agradable en verano e inhóspito en invierno, pues con el frío, las nubes y la mortecina luz, el río contagiaba su tristeza mientras el poeta paseaba por sus riberas.
Sentado en la orilla, Dámaso conversa con él con la esperanza de quien espera ser escuchado y respondido con alguna solución balsámica que amaine su angustia. Mientras, observa el fluir de la corriente brava y decidida le pregunta que hacia dónde va llamándose así, con un nombre tan diferente al de los demás ríos…¡Carlos!
No sabemos quien estaba más triste, si Carlos o Dámaso cuando descubría entre las aguas que marchaban impetuosas hacia el mar un caudal de lágrimas… ¿de un dios?. No hay respuesta ni aclaración porque los ríos no responden, solo le lavan los pies al paisaje
Dejamos a Dámaso contemplando el agua que discurre sin un instante de reposo. Podría estar toda la vida, a orillas del gran río hasta que llegara la fría y misteriosa noche en la que ya no se distingue entre el río, al que llamaban Carlos, y los pies fríos y el alma cansada del viejo profesor a quien llamaban Dámaso… 

A un río le llamaban Carlos, de Dámaso Alonso

1.

Yo me senté en la orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto (lo mismo que a ti te llaman Carlos).

Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives.
Dímelo, río,
y dime, di, por qué te llaman Carlos.

Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras
(genero, especie)
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tu ;reflejo absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma de agua única,
por la que te conocen por Carlos.

Carlos es una tristeza, muy mansa y gris, que fluye
entre edificios nobles, a Minerva sagrados
y entre hangares que anuncios y consignas coronan.
Y el río fluye y fluye, indiferente.
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla
de hierba se distiende, pegada a la ribera.
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada del invierno para pensar por qué los ríos
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris.
Y para preguntarte por qué te llaman Carlos.

Y tu fluías, fluías, sin cesar, indiferente
y no escuchabas a tu amante extático
que te miraba preguntándote
como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye un alma por los ojos,
y si en su sima el mundo será todo luz blanca
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa.
Así te preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra de los quince años,
entre fiebres oscuras y los días—qué verano— tan lentos.
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida
y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos.

Yo no sé por qué me he puesto tan triste, contemplando
el fluir de este río
Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora.
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora.
Pero sé que la tristeza es gris y fluye.
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es lágrimas.
Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza.
Como yo no sé quién te llora, río Carlos,
como yo no sé por qué eres una tristeza
ni por qué te llaman Carlos.

Era bien de mañana cuando yo me he sentado a contemplar el misterio fluyente de este río,
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote.
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios;
preguntándome, como se le pregunta a un dios triste:
¿qué buscan los ríos?, ¿qué es un río?
Dime, dime qué eres, qué buscas,
río, y por qué te llaman Carlos.

Y ahora me fluye dentro una tristeza,
un río de tristeza gris,
con lentos puentes grises, como estructuras funerales grises.
Tengo frío en el alma y en los pies.
Y el sol se pone.
Ha debido pasar mucho tiempo.
Ha debido pasar el tiempo lento, lento, minutos, siglos, eras.
Ha debido pasar toda la pena del mundo, como un tiempo lentísimo.
Han debido pasar todas las lágrimas del mundo, como un río indiferente.
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos, mucho tiempo
desde que yo me senté aquí en la orilla, a orillas
de esta tristeza, de este
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.


Y cerramos este pequeño recorrido por los cauces de los ríos y la memoria con un poema de Ángel González (Por aquí pasa un río) musicado por Pedro Guerra:




Cerramos este breve itinerario de textos con el poema que leí en Oeiras en homenaje al río Tajo y que lleva por título "El río que nos lleva", un homenaje a José Luis Sanpedro y su novela homónima.
El primer verso lo tomo prestado de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) y de su poema "Tajo". Dedico el texto al capitán y la tripulación de la embarcación "Princesa do Tejo":


El Tajo no es el río que corre por mi aldea.
Es el Arganza quien dibuja en la dehesa
su delgada línea azul,
un río que es regato en el verano y deja al descubierto
sus áridas entrañas.

El río que corría por mi infancia ya no es río.
Sólo en el tiempo de crecidas
la lluvia y el deshielo alimentaban
su esqueleto de agua.
Sonaba entonces claro su curso y su discurso
en el empeño de llegar al mar, que es el morir.

Recuerdo, siendo niño, la aventura de cruzar
a la otra orilla.
Había que pisar con determinación
en cada una de las piedras o pontones
como quien pisa en un paso de cebra
solo las líneas blancas.

Cruzaban los valientes con alma de ganchero,
los que nada temían a la zancada larga,
al salto calculado,
a la parábola imperfecta.

Los indecisos saludaban con la mano en la otra orilla.
La emoción, sin embargo, estaba río arriba
en los caozos y las pozas,
en las corrientes cristalinas
donde brotaba el agua.

El río arrastraba en ocasiones unos sacos siniestros
con cinco o seis latidos dentro.
Otros días traía mansamente
el rumor y la calma.

Yo nunca supe donde terminaba el río de mi aldea.
Nunca pasé de aquel coto privado
en la doblez del horizonte
que señalaba el límite de mis conquistas
y era frontera y aduana.

Era el río la promesa de una vida larga,
con sus tristezas y meandros, sus exclusas y silencios,
los márgenes donde escribir el cauce de la vida,
sus zonas remansadas,

El río que corre por mi aldea no es el Tajo
pero soñó con él un día.
Los ojos de los puentes le guiñaban.

Ahora, en otra edad y en otro curso de la vida
miro a este río, el Tajo,
y el mar de cereal de la dehesa
es ahora de paja.

Este río caudal que arrastra la madera
y la memoria,
que nos lleva y nos trae,
que es tierra y es regata.

El Tajo sobre el mapa es un hilván irregular
que une la sierra y el océano,
España y Portugal,
la infancia y el presente,
un largo ovillo con un gato al fondo
que desmadeja su melena clara,
una profunda cicatriz que abre el paisaje en dos
y que revela su costura líquida.

Tajo, en tu corriente fría vierten el llanto
y las palabras los poetas,
todas las vidas que han de dar al morir,
todos los nadies que a acompañarte bajan.

Río Tajo, árbol azul que extiendes en el bosque
tus frondosas ramas:
Alberche, Guadarrama,Tiétar,
Zézere, Jarama,
venas y arterias de una savia común.

Río Tajo, interminable rúbrica de agua,
saluda a las contentas ninfas
que olvidaron su llanto en las orillas.

A ti, río de vida, dedico estas palabras
y este canto,
otro rodado canto más
que dormirá en tu lecho dulcemente
con arrullo de nana.

El Tajo no es el río que corre por mi pueblo,
es el nudo que enlaza este sueño de hoy
con mi lejana infancia.



Propuesta de escritura

Piensa en un río que haya sido, o que sea importante en tu vida. Escribe sobre él. Haz que las palabras naden contracorriente o río abajo, siguiendo el curso de tu historia.


Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Nana

Duerme mi niño querido, 
sumérgete en un sueño tranquilo. 

Tu vida será como un río 
que nace pequeño 
entre tierra y riscos 
y baja sonoro 
haciendo camino. 

Alimentado por 
el sol, la lluvia y el hielo, 
mostrando su poderío 
a veces turbulento y 
casi siempre, pacífico. 

Reflejando en sus aguas 
paisajes distintos. 

Fluye y fluye 
en silencio y olvido, 
llegando al mar 
que le abraza y recibe, 
como a un hijo. 

Marian Pérez Benito
Grupo presencial


El bravo río de mi vida

Desde el primer momento en el que entré en el apartamento unifamiliar que seria mi hogar durante 10 años entendí por qué se abría ante mi una vivienda de alto nivel a un precio módico, cada descansillo albergaba dos macro pisos para gente que nada tenia que ver conmigo, en ese piso había tres puertas, (habilidad del vecino para desechar la parte del piso que no le gustaba) dormitorio, cocina-salón y baño escaso eran los desechos en los que el coloso edificio no ofrecía las mejores vistas. A pocos metros de las que serian mis ventanas se levantaba una impresionante pared de roca en la que la naturaleza había dibujado una pareidolia en la roca con la cara de Marlon blandón a sus 30 años, abajo, entre el edificio y la pared, la bajada más abrupta de agua que una montaña como aquella pueda imaginar, grave pendiente de estruendoso ruido constante, el Madriú se abría paso para unirse en pocos metros al Valira, afluente del Segre.
Ese sonido al que me acostumbré en una semana, marcaría mi vida durante una década, llegó a arrullar mi sueño como la nana más sutil.
Decidí entonces quedar con amigos y subir por aquella montaña para conocer un poco más mi río, está al lado de mi casa así que un día de excursión seria suficiente.
Llegué a casa agotada, todo el día en la montaña, fue muy divertido.
Encontramos una garganta por donde bajaba el agua en cascadas, no llevábamos traje de baño, ¿pero quien dice que no a un chapoteo semejante?
Las cascadas hacían bañeras semejantes a jacuzzis y bajaba el agua de una bañera a otra.
Tapé con mi enorme culo el caudal del agua en un estrechamiento de la roca aguantando la presión del río que crecía a mis espaldas viendo como solo un hilillo de agua se permitía seguir su camino, cuando la presión era realmente fuerte me levante de golpe... (Bien agarrada a la roca, eso si) y vi como un caudal poderoso arrancaba de repente montaña abajo,
Mis amigos me llamaban “la chica castor” yo simplemente he decidí llamarme “la enorme presa”.
Han pasado muchos años. Ahora necesito una buena ducha... me recreo en ella, me encanta el agua, después, una infusión y a la cama, que mañana toca curro.
Salgo con mi albornoz hasta la cocina...
¡Vaya! Algo siempre falla, no queda agua mineral para mi tisana
Menos mal que tengo mis grabaciones de aguas bravas para poder dormir.

Esther Yubero
Grupo A


Rayo de sol
el agua cristalina
trucha que brilla

Tiempo de otoño
bordeando el arroyuelo
un ciervo berrea

Alfredo Domínguez
Grupo B


El río de mi vida

Antigua corriente que mis lares bañas,
que del agua pura, como yo, estás hecho,
olor y sonidos alegran el pecho,
de niños que juegan con tus espadañas.

Molinos rodeados de juncos y cañas,
Castillos y Villas bordeando tu lecho.
que visto por aves, nunca va derecho.
Cruzado por puentes de formas extrañas.

Lo igual y distinto fluyen en tu entraña
guardián de recuerdos, de los que más quiero
con solo evocarte mi ser se restaña.

Cual telar que entrama la sutil maraña,
que en las vegas hilas a tu paso, Duero,
tu recuerdo amigo, siempre me acompaña.

Carlos García Riesco
Grupo A


“Nuestros mares son las vidas que van a dar a los ríos.”

El pez, mientras nadaba, no sentía el paso del tiempo. Le parecía que el río era el mismo de siempre, y que sus aguas se movían, pero no viajaban. El río, y el pez, eran la misma cosa.
Daba, a veces, saltos, y era como si saliera del mundo, pero enseguida volvía a sumergirse en su reloj de agua, que daba siempre la misma hora. Y, dentro del río, pero fuera del tiempo, él seguía haciendo lo mismo. Buscando pececitos y gusanos, una y otra vez, pero siempre la misma vez. El pez era el río y el río, aunque cambiara, era inmutable. Hasta que, el pez, vio aquel gusanito -no podía saber que era del otro mundo- y le picó.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


El río del cafetal
 
El río me es dado. Al llegar a la casa de campo, camino por sus pasillos buscando un recodo apartado. Quiero evitar sus ojos, espuelas sedientas sobre mis glúteos firmes. Luego me hundo en el cafetal, siguiendo el juego preferido de las otras niñas y los niños. Todos, siempre, vamos al río. El camino es un sendero de hojarascas brillantes, con olor a humus y a un jolgorio ácido, que esta vez me detiene. Los niños corren para llegar pronto al río, mientras yo voy sintiendo cómo las hojas de los cafetales rozan mi rostro, humedeciéndolo. Saco mi lengua para tomar el agua pluvial de sus hendiduras. Mientras camino abro mis manos para sentir sus contornos venosos y firmes como el jade. Busco sus frutos rojos, tesoro que otorgan con evidente rendición. Tanteo su escarlata redondez. Las frutas verdes se esconden de mi asecho, como yo de aquellas miradas afanosas. Mordisqueo la metra roja del cafetal para vengar mis miedos. Es amarga la carne y duro su centro. La fruta me inyecta su vivificante droga. Me he apartado, pero en silencio oigo el río. Ahora yo también corro por la confusa arboleda, guiándome por las voces de las niñas y el fluir rumiante. Las alcanzo, se han detenido en el eje anguloso de la bajada hacia el río. Las animo, y sin pensar me lanzo de medio lado por la pendiente, liderando el descenso, manteniendo el ímpetu en mis piernas. Pero resbalo, y caigo como un canto rondado. Un vaho azufrado invade mi respiración, mi boca está tragando la tierra y lame el río. Sin ahogarme en el sueño me inundo más de esa orilla. El agua fría me despierta, tanto como los gritos y risas de las niñas. He llegado al cauce del río desvalida. Pero luego me venzo, me sumerjo y descanso vaciada sobre su corriente. 
Una y otra vez he presagiado las aguas vivas de otros torrentes. Y busco empecinadamente volver a sentir el despojo de sus almas en la mía.

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


 Nuestras vidas son los ríos. El fluir de la memoria

¡Qué bien armonizan estas dos frases! Fluir nuestra vida, fluir el río. Los recuerdos, la memoria fluyen, el agua del río fluye y, en ambos casos, la memoria  y el río, recorren un camino que no se puede detener, si bien no se debe forzar,  si el curso natural de un río se modifica, se desvía, si no hay diques de contención, un día la fuerza de la naturaleza se rebela y ese río arrasa, destruye. La memoria, ese ir y venir que nos acompaña, en la que escarbamos para encontrar y revivir  tiempos que pasaron y  que nos hace volver a sentirlos, que a veces quisiéramos que no existieran, no queremos esos recuerdos que como el agua brava del río, arrasan, vuelven a encontrar los surcos, las heridas que quedaron.  Cuando buceamos buscando momentos felices, es entonces, cuando la memoria se asemeja al discurrir del río, ese suave discurrir del agua a través de bosques y praderas, de parajes donde se celebran alegres fiestas que produce  sentimientos y emociones, que nos llevan a esos momentos compartidos y que tanto añoramos. Puede ocurrir, de repente, que después de un suave meandro las aguas se abran camino entre rocas, estruendo de aguas oscuras que arrastran y arrasan, como esos aconteceres de la vida  que arrasan el alma, donde no hubo diques de contención, pero habrá que reconstruir. 

Inés Izquierdo
Grupo A


Revivir

Me vienen los recuerdos de aquel día tan especial… una excursión con gente querida. Entre alcornoques, robles, acebos, castaños ermitas, piedras en el fondo, el rumor del río, por el valle de Las Batuecas.
Como iba diciendo, después de un gran paseo de risas, charlas y caídas y no puedo más llegó el momento de descansar, bajamos a la orilla del río donde sus aguas nos reconfortaron del cansancio. Sacamos las viandas y el buen vino. Los pies metidos en el agua, los peces extrañados se acercaron mordiscándonos la piel.
Las aguas saltarinas transparentes y frescas del río Batuecas tienen el poder de transmitir su dulce música hipnotizante. Por unos instantes olvidamos nuestras vidas cotidianas. Fue un día muy especial y como premio pudimos ver un águila negra.

Josefa Redondo
Grupo A


El río soñado

El río de mis sueños,
se compone de agua de lluvia,
de agua de manantial surgido lentamente de las fuentes de las montañas,
de agua del deshielo de los corazones enamorados,
de lágrimas sinceras del dolor o de la alegría de la vida diaria.

De este río yo quiero beber,
bañarme,
sentarme a su orilla,
oír su murmullo con el roce de las piedras,
leer y escribir a su lado,
y descansar soñando.

Luis Iglesias
Grupo presencial


Perlito

Me tienes que perdonar, no sabes cómo lo siento. Preguntaron en el taller cuál era el río que más nos gustaba y yo dije que el San Lorenzo, muy caudaloso, aguas limpias, navegable… El primero que se me vino a la mente, pero qué me va a mí un río de Canadá, fíjate donde queda Canadá.
Dije que en mi pueblo no hay río y tuvo que ser un compañero del taller quien me recordase que el regato que pasa por Flavoria, su pueblo, nace en Posadas. Qué vergüenza, ser yo nacido y unos años de vivir en Posadas, y que te me fueras de la memoria. Lo que yo tuve que haber dicho es Perlito, aunque el nombre termino de inventármelo ahora, ¿te gusta? Nombre me parece que no tenías; en Posadas decíamos el regato de Flavoria, en Flavoria dirían el de Posadas. Pero desde ahora si te parece, Perlito. Bautizado quedas, ¿vale?
Pues qué bien, oye, me quedo mucho más tranquilo. Solo falta que termine esta puñetera sequía de años y que vuelvas a tener agua. Y cangrejos. De los de antes, por supuesto, nada de estos americanos rojos que parecen de plástico. A ver si hay suerte, cosas más difíciles se han visto. Si llegara el caso ya tengo pensado hablar con los compañeros del taller poetas, que yo de eso nada, y pedirles una oda o algo así. Malo ha de ser que con el nombre de Perlito no se las apañen.

Pascual Martín
Grupo presencial


Oír el ríO

Hasta mi lecho llega el rumor del agua. Hace tiempo corría hacia la ventana a observar el río. Me fijaba en las figuras que dibujaba caprichosa la corriente, los brillos de los pliegues de las ondas que se perdían en la orilla, las rocas que emergían a la superficie en busca de un poco de oxígeno.
Ya no puedo verlo, solo distingo las notas de su música. Mis piernas me han abandonado. El sonido de la corriente me transporta a la infancia. Gruesas espaldas de trabajadas mujeres, de rodillas sobre la banquilla, se doblegan ante la orilla para ahogar, una y otra vez, la suciedad de las sábanas. Los niños corremos, jugando al pillapilla, entre blancos paracaídas desorientados sobre las matas de juncos. Yo ya no puedo correr, ni saltar sobre las piedras, mis piernas flotan en el borde de algún remanso, tan blancas, tan blandas, tan frías como peces boca arriba, ahogados en la superficie.
Qué pena aquel que no ha tenido un río en su infancia, qué pena aquel que no ha tenido un amor en su juventud. Mis mejillas se sonrojan al recordar el primer beso bajo el fresno que daba sombra a la charca de “los renacuajos”. Salté desde el canchal, orgulloso, henchido de amor. Me sumergí en las aguas cristalinas, en el lecho del río una roca traidora detuvo en seco mi zambullida, se apoderó de mi futuro, de mi movilidad, de mi único beso. El agua se tiñó de sangre, flotando como un tronco a la deriva sobre la negra superficie vi nadar río abajo mis extremidades, huían de mí, en busca del inmenso mar. Esa roca traidora me postró en mi lecho para siempre.
Durante años las aguas se volvieron negras ante mis ojos, pero hoy he vuelto a ver brillar los rayos sobre la superficie, me vuelvo a sumergir, consigo avanzar contracorriente, remonto río arriba, he llegado al lugar que vi en mi infancia. Tranquilo, sobre el lecho del cauce, doy profundas bocanadas, solo espero la muerte y que la fuerza del agua me arrastre hasta el deseado mar.

Tomás García Merino
Grupo B


La niebla era tan espesa que incluso daba la desagradable sensación de que faltaba el aire para respirar. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo, adhiriéndose a los huesos de los individuos de aquel pequeño grupo que, estando cercano ya el amanecer, temblaban de frío y desasosiego. Llevaban buena parte de la noche andando, tropezando más bien, cruzando riachuelos y entrando en el agua hasta los tobillos, cayendo de rodillas debido a lo irregular del terreno, porque el camino que seguían era invisible a sus ojos. Estaban magullados y se sentían agotados, pero en absoluto silencio seguían hacia el norte, en fila, uno tras otro, encabezados por el explorador que debía de guiarles hasta Cumia.
De repente, cruzando un bosque, el guía cayó de bruces en un nuevo curso de agua, pero no era un simple riachuelo, sino que parecía ser un río. El hombre quedó inmóvil con el cuerpo medio sumergido en las frías aguas. Todos se apresuraron a levantar el cuerpo inconsciente del explorador y arrastrarlo hasta tierra para cubrirlo después con una manta. Se sentaron junto a su guía, muy encogidos y pegados los unos con los otros para darse calor, con las capas bien cerradas.
Con el alba la niebla empezó a disiparse lentamente y poco a poco pudieron descubrir el paraje donde se encontraban. Estaban en la orilla de un gran río, en el interior de un bosque de árboles de ribera que mostraba las primeras hojas en sus ramas. La temperatura era considerablemente baja. El lugar era muy solitario y no daba la sensación de que hubiese gente por las cercanías. Hacia el sur podían divisarse tres grandes columnas de humo. Uno de los hombres del grupo, un individuo delgado, muy fibrado, de pequeños ojos marrones y pelo castaño, se levantó y examinó detenidamente el rostro del explorador que seguía tendido en el suelo.
—Maldito... —se lamentó.
—¿Qué ocurre, Kilias? —preguntó uno de sus compañeros que también se puso en pie.
—Este no es el soldado que debía guiarnos —repuso Kilias.
—¿Cómo que no? ¿Quién es? —preguntaron a la vez tres de sus cuatro compañeros.
—No lo sé. Yo hablé con Hervel dos días antes de salir de Aras.
— ¿Y ahora? —lanzó la pregunta una esbelta mujer de bellos ojos grises, profundos y un rostro blanco y suave, de pelo negro y labios carnosos, que también se levantó.
—¿Ahora qué, Ledenca? —le respondió con otra pregunta Ki- lias.
—¿Dónde estamos? —quiso saber el otro que se había puesto en pie, un hombre fuerte y recio, de pelo castaño claro y grueso mostacho.
—Eso quisiera saber yo, Argo. Pero por mis conocimientos.... Calculo que este no puede ser otro que el río Aras, por tanto estaríamos al sudeste de Cumia, tal vez a unos tres días de camino.
—¿Y éste de dónde ha salido? —insistió Ledenca.
—Eso me gustaría saber —cabeceó con desaprobación—, eso me gustaría saber...

Fragmento inicial del prólogo titulado “La Diáspora” del libro IV de la serie “Aras. Leyendas de la Ciudad Blanca”, titulado “El Trono de Aras”.

Jaume Castejón
Grupo B

Meandros

A mí me gustaría ser un

                                      río

                                         de

       sadilác y seclud sauga

   noc

las

  que poder enamorar

                                 cada

                                    día

          renet y ,rejum im a

   sonu

       cuantos meandros

                                  para

                                   poder

              opreuc us razarba

    artnoc

  el

     mío, desembocando

                                     nu-

                                       estro

       osollivaram nu ne romA

    y

      des-

          bordante DELTA



Óscar Alberto Martín
Grupo A


El río donde aprendí a nadar

Aprendí a nadar en el río Dropt, afluente del Garona.
Un verano, con doce años, fui a Francia a vivir con mis tíos, a cultivar trigo y maíz, a recoger tomates y judías verdes, a ordeñar las vacas, y sobre todo a practicar el idioma.
Mi tío me enseñó a conducir el tractor, a conducir el “dos caballos”, y a nadar.
Yo no sabía nadar, y como mi tío era poco docente, pues me tiró al río y me dijo: sal como puedas, si no lo consigues yo te rescato. Como había visto nadar a los perros, hice unos movimientos similares y conseguí alcanzar la orilla. Al verme valiente me volvió a tirar un poco más lejos, y también conseguí salir. A partir de entonces se ocupó en enseñarme a nadar estilo “braza”, que es el único que mal-domino en la actualidad.
Mi primo y dos amigos suyos me acompañaban casi a diario al río. Después de un día trabajando en el campo, bañarte, chapotear, saltar, jugar en el agua con unos amigos, en un placer difícil de igualar y que recuerdo vivamente.
El río Dropt lo era todo para la familia. Agua para regar el maíz, los tomates y las judías verdes. Agua para la casa. Agua para beber nosotros, las vacas y las gallinas. Agua para vivir.
También íbamos a pescar. No tuve la suficiente paciencia o destreza para la pesca, por lo que no prosperé. Aprendí a pescar en otro río, el Tormes, pero esa es otra historia.
Lo que si recuerdo es que mi tío ponía una especie de jaulas-trampa para pescar anguilas, metiendo en su interior tripas de pollo como cebo. Un día descubrí por casualidad una de aquellas trampas tirando de una cuerda, que estaba atada al tronco de un árbol a la vera del río. Tiré de la cuerda y vi al “monstruo”; me metió miedo, la anguila me miró y me enseñó los dientes, con lo que la volví a tirar rápidamente al río. Acudí a contárselo a mi primo y juntos volvimos para comprobar que el “monstruo” había encontrado la forma de escapar de la jaula. Lo creáis o no, creo que me alegré. 
  
José Luis Fonseca
Grupo A


El río de mi niñez
                    
                La mariposa
                recordará por siempre
                que fue gusano

                    M. Benedetti


Tardes de pesca
luciérnagas y sardas
en el río Yeltes.

Familia feliz
tortilla y flotador
la vida pasa.

Domingos de ayer
siestas bajo la sombra
arrullo de agua.

Río de mi vida
remolino de sueños
el alma canta.

M Pilar Sánchez
Grupo B


El río y la escapada

Pensar en un río me lleva a la infancia y a mi pueblo.
Era una tarde de primavera, el equivalente al lunes de aguas de Salamanca. Allí lo llamábamos la merendilla. Nos gustaba llevar huevos cocidos, (los huevos de pascua de la época) y para darles un poco de color los envolvíamos en una tela durante la cocción. Yo tenía 4 o 5 años, eso lo recuerdo bien. En un momento dado, me fui de allí sola a mi casa, que estaba bastante lejos. No era consciente del peligro, ni tampoco de lo poco que veía. Empecé a darme cuenta de esa diferencia en los juegos con los niños o en el colegio. En los primeros años de mi vida fui totalmente ajena a algo que era evidente para todos los adultos que me rodeaban.

Teresa Sanz
Grupo B


Duero dorado

Un otoño fui a verte,
tu curva de ballesta en torno
a Soria.
San Juan, San Polo, San Saturio,
Machado y Bécquer,
y el discurrir lentísimo
de tus aguas gloriosas,
vestidas de hojas de álamos.
Tu doraste mi alma de belleza,
y la fertilizaste, padre Duero.
Los álamos, las” liras
del viento perfumado”,
son hombres y mujeres vegetales,
cubiertos de oro y poesía,
y me sentí abrazada
por tus ondas de agua para siempre.

Emilia González
Grupo B


El río

Nuestro río está parado, no corre. No es por falta de agua, no, que tiene tanta como un mar o, al menos, eso me dijo mi amigo Luis que viajó una vez a Gijón cuando nació su prima. En mi río la otra orilla está tan lejos que si entrecierro los ojos pierdo de vista las montañas del otro lado y me creo en ese océano sin horizonte que nos cuenta Luis.
Cuando sea mayor quiero tener un velero como los que vemos pasar veloces a lo lejos. Recorreré todas las orillas y todos los puertos por remotos y desconocidos que sean. Esos pueblos que ni yo, ni ninguno de mis amigos conoce, ni sabría localizar en un mapa y de los que cuentan historias de bandidos y contrabandistas: La Pesga, Riomalo, Martinebrón,... Y llegaré hasta las murallas de Granadilla que veo cada mañana desde mi balcón, lejana y vacía, esparcida entre su torre mocha y una iglesia cuyas campanas están mudas.
No suena mi río como otros, pero cuando brama el viento y la espuma desborda las furiosas olas, golpea la orilla tan fuerte y tan seco que me parece oír castañas asándose en una sartén.
Es a veces papel de plata, otras verde de jara y cuando cae la tarde y el viento está calmado tienen sus aguas el color añil de las hortensias de mi abuela.
Mi río se hizo océano porque mi padre y otros muchos hombres construyeron un muro firme como una roca. La corriente que era veloz y ruidosa se detuvo en un remanso azul y silencioso. Dice mi madre que desde la presa se ven dos cielos: uno arriba, el de todos los hombres y otro abajo, igual, pero que es solo nuestro. 

Pepe Lorenzo
Grupo B


Más que un rio 

Mi río, es no solo un río. Mi río es algo más que el fluir de su caudal sobre cantos enquistados por ávidas corrientes, aliento de otros ríos sobre ríos, cuentista de su historia transparente, que escribe en las paredes de sus márgenes la hazaña de sus tierras usurpadas. Mi río es un superviviente de incursiones romanas, que aún se lame las hondas cicatrices de su piedra dorada, y mira con sus ojos de rosario a la alameda verde, de selva traspasada.
Mi río es una fiera Regalía, sepulcro abisal de los ahogados. Es la Fabrica del Sur infatigable, blanqueando las harinas molineras, y un enjambre de moras deleitosas tintando nuestras manos de amapolas negras. Mi río es un león vociferante cuando salta la pesquera con su tormenta de agua.    
Mi río es infancia almidonada de inocencia queriendo ser el agua. Es corona de flores atusando mi pelo, jugando a ser princesa. Son los mástiles leñosos de los álamos libando de sus ubres la sustancia y es un ruidoso patio de recreo, donde la vida discurre entre sonrisas blancas.  
Mi río es más que eso que llamamos por su nombre. Es un tiempo feliz que habita el desván de mi memoria con olores y sabores de dulzuras no olvidadas. Es un mañana no lejano, tejiendo de rigores y de afectos los ignotos senderos que esperan ser mi casa. Nunca mi río fue más mío que el día que lo perdí, en una encrucijada.     

Pepita Sánchez
Grupo presencial


El río de mi pueblo

Mi pueblo no tiene río. Pero el río de mi pueblo ha llevado entre sus aguas secretos de amor, añicos de esperanza, tragedias y milagros. 
Diecipocos años, diecimuchas ilusiones. La vida brotaba a borbotones en cada poro de la piel. No quedaba espacio para el sufrimiento y menos para la tragedia.  Había llegado El Riñones de Bilbao a disfrutar, y rememorar la ilusión de las ferias tantas veces vividas, muchos años atrás.  Las de Vitigudino. En mi pueblo, que es el suyo, nos conformamos con las fiestas, sin más.
  Mi bicicleta era algo  más vieja, pero más rápida. A cada pedalada iba regando el camino con años que se le desprendían de cualquier pieza. Experiencia tampoco le faltaba. Hasta había asistido, espectadora privilegiada, asomada al pretil  del puente de Cerralbo, al golpeo violento de los huesos de mi padre contra el espino que había brotado ocho metros más abajo.  Para El Riñones le pedimos la bici a Tino. Era pesada y consistente. No lo puedo asegurar, pero tengo el convencimiento de que ambas habían asistido juntas a la misma escuela de párvulos. 
La carretera era llana. Lo adelantaba, me adelantaba. Risas. Jolgorio. Nos vamos a esmortolar, le decía.  Luego, comenzó el descenso serpenteante y abandoné el juego. Mi bicicleta y yo conocíamos lo peligrosa y traicionera que se ponía aquella bajada. Con las curvas, El Riñones se escapó de mi vista. Iba como loco. Antes de salir de la última, la que daba entrada al puente, me llegaron gritos desatentos y angustiosos. No entendía nada.  La bicicleta de Tino estaba a caballo en el pretil del puente, mientras  El Riñones yacía tendido, entre un peñasco y una peña, ocho metros más abajo, rodeado de bañistas , quienes, atónitos, habían presenciado su caída.  Cuando llegué hasta él, ni siquiera me angustié. Me quede bloqueado. A un gesto de Ali, nos dirigimos, con la velocidad que imprimen las piernas de diecipocos años, al otro extremo del puente a recabar  ayuda del primer automovilista que pasara. La casualidad o el destino, o tal vez Dios, a quien le dejé claro que El Riñones no había venido para morir, sino para pasar unos días alegres en nuestra compañía, obró el milagro. Y le advertí con firmeza que si consentía su muerte, nuestra relación quedaría muy deteriorada para siempre.  Y se comportó. Otra vez más, Dios se comportó conmigo. Hizo que el automovilista que iba a enfilar el puente fuera  un médico forense, que reanimó, hasta donde pudo, al Riñones y lo llevo al centro médico de Vitigudino. Vinieron horas complicadas; horas de transitar por la frontera de los vivos y los muertos. Mi madre, la señora Esther, la señora Concha y otras vecinas comenzaron, entre suspiros, el rezo del Santo Rosario. Dios entendería que el goteo de gente ávida de novedades, rompía su devoción, al no sustraerse a la curiosidad de qué y quienes preguntaban.  Pero el Riñones no había venido a dejar la vida junto a un  río, lejos de sus padres, y con tanto camino por vivir. 
Cuando regresé a buscar las pertenencias que habían quedado en el lugar del suceso, me paralicé ante la cruz de rollos colocada en el lugar en ,que horas antes, había ocupado el cuerpo inerte del Riñones.  
Mi pueblo no tiene río. Los de Cerralbo se lo han apropiado entero, sin respetar siquiera la orilla que acaricia el límite del mío. Hemos de hacerles abandonar la utopía de que El Huebra les pertenece en exclusividad.  
Diecipocos años, diecimuchas ilusiones. La vida explota vida por cada rincón del cuerpo. No hay lugar para tragedias.
Dos días después aplaudimos con fuerza a los hermanos Peralta, para quienes, desplegando nuestros pañuelos planchaditos, de fiestas señaladas, exigimos para ellos las dos orejas y el rabo. Nos sentimos importantes: se les concedieron.

Evaristo Hernández
Grupo B


Él

Miraba al horizonte mientras el sol se escondía tras el Pico del Casar y observaba cómo sus rayos teñían de todas las gamas posibles de rojos y naranjas las aguas quietas del embalse. Así quería ella colorear sus pensamientos para alejarlos de los matices grises con que se tintaban en los últimos tiempos. Un día más había bajado a la orilla para contemplar el paisaje mil veces visto y otras tantas sentido. Esa costumbre la adquirió cuando estaban juntos, cuando él la cogía de la mano y la invitaba a bordear el río, paseando las diferentes esquinas y vericuetos que se formaban cada día, según subiera o bajara la cota.Desde entonces ese vagar por la ribera al atardecer había sido su principal aliciente para completar la jornada. Una vez contempladas las aguas, revisados los márgenes y despedido el sol, se volvía a casa con el poso de tristeza que deja la constatación de la ausencia y con la satisfacción de haber renovado su compromiso con el río y con él.

Evocaba los veranos, en los que todos se juntaban en el poblado para mantener intacta la pertenencia a este lugar marcado por el río Alagón. Sus aguas y sus riberas habían traído hasta aquí a los padres, después trajeron a sus hijos y, más adelante, seguramente, traerán a sus nietos. Los hijos de aquellos primeros emigrantes consiguieron crear un grupo compacto, aunque diverso, que supo componer una red de afectos, complicidades y lealtades más allá de lo meramente social para convertirse en una verdadera camaradería. La hora del baño en el río era sagrada para todos, excepto para ella, que era poco amiga de las humedades y menos aún de las durezas de los canchos. Desde bien pequeños habían propiciado los encuentros en sus playas, ocupándolas grandes rocas de granito que salpican el paisaje, viendo pasar, año tras año, las aguas que discurren plácidamente hacia el sur. Unas aguas que, engullidas por los mecanismos de las profundidades, traspasan las compuertas para resurgir al otro lado de la presa y continuar su camino, hacia el Tajo. Eran tardes en las que se fraguaban enemistades y despertaban amores, en las que el centro del universo se encontraba allí y en ese momento.

Antes se preguntaba ¿Sería el pantano igual sin éste o aquella? Con el tiempo supo la respuesta. No, no lo sería. Cuando él ya no estaba, necesitó reinventarse a sí misma y a su entorno para seguir adelante. Su relación con el río cambió. La eterna pereza por bajar hasta sus aguas se había transformado en ansia por estar cerca. La cita diaria se convertía en un ritual para la contemplación del crepúsculo hermoso que, indefectiblemente, le regalaba el sol poniente. Después, mojaba sus manos y dejaba que sus dedos, iniciaran una danza acuática de movimientos lentos y sinuosos con la que aspiraban a llegar a la esencia de las aguas. En esa esencia estaban todos, ella, ellos, él…

Los añoraba a todos, uno por uno y en conjunto, especialmente al grupo, por lo que había sido y por lo que aún significaba en el devenir cotidiano. No obstante, la nostalgia dejaba su impronta más cruda, sobre todo, cuando notaba el vacío del amado, haciendo que le sangrara el corazón y las lágrimas asaltaran su rostro. El dolor inicial se había convertido en una alerta permanente ante la adversidad. Se había refugiado en el río, que, aún en continua transformación, se mantenía inmutable en su cuenca. Los amigos, los que iban quedando, seguían a su lado, pero faltaba él, siempre él. Nadie le había advertido sobre la vida, esa que igual que el rio cambia continuamente y permanece siempre invariable.

Maxi Moreno
Grupo B


Río Eume

Frío atardecer,
el agua que surca bajo mi piragua.
Y me acuerdo de las risas en la playa de Cerdeña,
y los besos que antes no di.
Ya te has marchado, no te volveré a ver.
Y el río lleva menos agua que cuando comenzó a bajar, desde el principio de Monasteiro.
Baja la luz del puente, el primero que da a las Fragas de Eume.
Volveré a bajar en piragua, pero tu recuerdo permanecerá.

Iria Costa
Grupo B

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