Bar adentro

Esta semana nos fuimos de bares. La primera ronda la tomamos en el "Nothingam Prisa", La segunda en "La birra de Brian". Luego se nos antojnaron unos pinchos en "Paco Meralgo" y "La Tapilla Sixtina" y brindamos con la penúltima -nunca la última- en "Beer para Creer". Sí, todos estos bares existen y los puedes econtrar en el artículo "Los bares españoles con los nombres más divertidos". Como también exixten otros bares protagonistas de series de televisión como Cheers. ¿Quién no recuerda a Sam y a Norm o Kelly cuando comenzó a servir en el bar? ¿O quién no recuerda a aquella conbra en la caja de cobrar de la taberna de Moe? Hablamos también de El poney pisador en El Señor de los Anillos o del Café de Rick que no estaba en Casablanca, sino en los estudios de Hollywood (aunque exista uno en la ciudad de Marruecos). O también de la Cantina de Chalmun, más conocida como la Cantina de Mos Eisley, un antro de la galaxia en Star Wars.
Los bares forman parte de nuestra biografía. Ya lo dice la parodia de Jorge Manrique: "Nuestras vidas son los bares que no venden garrafón que es el morir: allí van los escolares derechos al botellón a consumir..." ¿Quién no tiene un bar, como un gran amor, en su vida?
De lo divino y de lo humano hablamos en la sesión del taller como si estuviésemos acodados en la barra de un bar. Para ser conscientes de su relación cercana con la literatura r0ecomendamos el especial dedicado a los bares y cafés de la revista Litoral:



Bares que han inspirado a muchos escritores y escritoras. Cafés dónde han tenido lugar inmurables tertulias, pubs donde la poesía y la música han atendido las almas de muchos náufragos de la noche.
Dice Juan Tallón: "Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café".
Hablamos, cómo no, de Karmelo C. Iribarren, un poeta que escribía sus versos tras la barra del Akerbeltiz en Donostia. Si no lo conoces, ni tampoco su poesía, puedes leer el artículo "Karmelo Iribarren, el poeta salvaje que nació en un bar" firmado por Irene Hdez Velasco en el diario El Mundo. O en el artículo de Jorge Trujillo en la revista Popper titulado: "Karmelo. La poesía. Los bares".
Otro hombre de bar y de letras es nuestro paisano Manolillo Chinato. Lo puedes encontrar en el Puerto de Béjar, en el Chinato's bar, y quizá te hable de su última borrachera con Robe o de cómo está el ganado en general. :-) Alberto G. Palomo ensancha un poco su figura en el artículo "Dos días con Manolillo Chinato en su bar" en el diario El Español.
En Salamanca hubo un bar con el nombre de "La biblioteca". Qué bien quedaba uno si decía que iba a la Biblioteca pero en lugar de a ir a leer La saga / fuga de J.B. se iba a tomar el JB. Aquí te mostramos una breve biblioteca de bar: "Diez libros con su tapa de bar" firmado por Inés Martín Rodrigo en el diario ABC. 
Antes de colocar sobre este mostrador un breve repertorio de textos como si fuesen tapas te recomendamos leer Diario de bar, de Roberto Bolano y A.G. Porta en la bitácora "Un instante de caos" de Javier Serrano Sánchez

Qué lugares

Todos los bares son distintos, pero todos tienen un factor metafisico común: vamos a ellos sin saber con exactitud a qué vamos a ellos.
Se dirá, y con razón, que vamos a los bares para beber o comer, o para la conjunción de ambas actividades, pero beber y comer son cosas que podemos hacer en casa, de modo que tanto la comida como la bebida pasan a ser motivos secundarios y anecdóticos para plantarnos en cualquier bar que merezca ese nombre. Su parte utilitaria, digamos. El... pretexto.
Porque lo importante no es lo que consumimos allí, sino lo que hacemos y decimos -o dejamos de hacer y de decir- mientras consumimos.

Felipe Benítez Reyes

Bar adentro

Está a mi lado
y tiembla como yo.
No nos decimos nada.
Somos
un paisaje tan sólo
apoyado en la barra de un instante
tan extraño y tan cierto.
Mirándonos así.
Sin valor.
Sin volar.
Sin atrevernos.
Sin siquiera acordarnos
que el mar era un silencio
que se curó con olas

Fernando Beltrán

Los bares

Las ciudades se han puesto difíciles
últimamente,
son frías
y solitarias,
han perdido calidez;
pero aún nos quedan los bares,
esos sitios
oscuros
que se encienden
cuando se apaga todo lo demás,
esos rincones con alma,
con auténtico calor;
quién sabe
si ya el último refugio
desde el que abrir fuego otra vez.

Karmelo C. Iribarren

Frenadol

En el bar en el que desayuno solía haber, al fondo de la barra, un hombre ensimismado y tuerto. Llegaba antes que yo, pedía un vaso de agua con gas y un café y a continuación se ensimismaba. Un martes que no apareció le pregunté al camarero por él. Dijo que vivía lejos del barrio. “Viene aquí”, añadió, “porque un día, al abrir una caja de Frenadol, salió de su interior una voz según la cual a lo largo de los próximos meses pasaría justo por ese punto de la barra donde se coloca, a eso de las nueve de la mañana, una idea importante que pretendía que cayera dentro de su cabeza”. Me extrañó que la voz hubiera sido tan precisa como para señalarle la estación del metro en la que se tenía que bajar, el nombre del establecimiento y hasta el taburete en el que debía sentarse, pues las voces, las mías al menos, no son tan concretas.
En cualquier caso, aprovechando que el hombre había faltado a la cita, ocupé su sitio y me ensimismé por si diera la casualidad de que la idea pasara ese día, y se colara en mi cabeza en vez de en la suya. Las cabezas de los seres humanos son trampas en las que se precipitan los pensamientos que circulan por el aire. Por lo general, no se recogen más que clichés, estereotipos, basurilla, en fin, pero de vez en cuando pican los juicios sintéticos a priori o la gravitación universal y has hecho la jornada.
Pasó un rato sin que mis neuronas detectaran nada de interés, pero luego se abrió la puerta y apareció el tuerto al que había quitado el sitio, que me miró con odio y se sentó donde solía hacerlo yo. Me quedé observándolo y en esto sonrió con satisfacción, como si la idea, de camino hacia mi cabeza, hubiera quedado atrapada en la suya. Y así debió de ser porque no ha vuelto por el bar.

Juan José Millás

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Propuesta de escritura

Imagina que después de muchos días echándote una copita en una terracita del bar que hace esquina con la calle mayor (como dice Albert Plá en su canción "El bar de la esquina") ocurre justo lo contrario a lo que dice Joaquín Sabina en "Noche de bodas": "que no te cierren el bar de la esquina".
Llegamos allí, después de imaginar nuestro diario ritual en el bar y necesitados de una copa o conversación, y está cerrado. Quizá haya algún cartel de "Se vende", "Se traspasa", "Cerrado por defunción". ¿Qué hacemos entonces? ¿Y si ese bar es el único que hay un tu pequeño pueblo de montaña? Imagina esa situación y escríbela a partir de este inicio: "Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado". También puedes hacer un homenaje a alguno de los bares que formaron o forman parte de tu vida.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora


Bar El Renacido

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Nunca antes me había fijado en el color de la trapa. Ni siquiera sabía que tenía trapa. Se había convertido en mi vida. Era una isla en este mar de modernidades. Allí me refugiaba cada día, cada hora.
—Hoy no abre, ni mañana tampoco. Francisco… ha muerto —me escupió la panadera con cara de mala hostia. En sus ojos vengadores leí: «Así estarás más tiempo en tu casa, con tus hijos, con tu mujer. ¡Borracho!».
No me podía creer que ese hombre, Francisco, hubiera muerto. Siempre pensé que era inmortal, que estaría ahí toda mi vida. Con la camisa remangada, con el trapo colgando de la cintura, girando el palillo entre sus labios, con la radio como banda sonora de nuestras vidas.
Agaché la cabeza y huérfano, me encaminé a mi hogar. Supe leer las señales del destino.
Frente al portal de mi casa, la melodía de una tragaperras llamó mi atención. Me pareció ver a Francisco tras la barra, Sí, era él, estaba seguro. Me encaminé hacia allí.

Tomás García Merino
Grupo B


Sobre abrir bares

Escucharás decenas, cientos de historias sobre cerrar bares. Fiestas hasta la madrugada, parroquianos de toda la vida que acuden cada fin de semana y, cuando se apaga la música y se encienden las luces, se quedan en el bar esperando al dueño para seguir la fiesta en otra parte, o para irse juntos a casa. O simplemente para estar allí y poder presumir de haber cerrado aquel bar.
Pero ¿cuántas historias escuchas sobre abrir bares? En mi pueblo te convertías en el rey de la fiesta si, por la mañana, te encontrabas a tu padre, a tu tío o a tu vecino desayunando en Los Cazadores.
Y ese era el objetivo todas las noches de fiesta. Aguantar por ahí hasta las seis de la mañana, por lo menos, o la hora a la que Manolo abriera. Los fines de semana siempre más tarde, para evitar a cuantos más borrachos, mejor.
Y tu padre, que tenía que conducir un camión, allí estaba tomándose el primer café de la mañana; y tu tío, que tenía que ir a echar comida al ganado, un café con churros; y tu vecino, que madrugaba para bajar al río a pescar, lo mismo.
Los Cazadores era punto de encuentro, y Manolo lo sabía. Pero no le gustaba. Aún recuerdo la cara de mala leche que tenía la única vez que abrí Los Cazadores.
“Tres cafés con leche y dos Cola Caos”, pedimos mis amigos y yo cuando Manolo abrió el bar; allí estábamos, los primeros.
Nos sentamos en una mesa baja, y desayunamos mientras los habituales iban llegando y sentándose en la barra para tomar el primer café de la mañana.
Mezclados con Paco el de los camiones, Chuchi el ganadero, Martín el pescador y Joaquín el del almacén, iban llegando otros borrachos que pedían cubatas y cafés a partes iguales.
“Buenos días, Manolo”, gritaban unos y otros al cruzar el umbral de Los Cazadores.
Y él gruñía.
A pesar de los gruñidos, guardo un grato recuerdo de aquella madrugada en Los Cazadores. Y de todas las historias que mi padre me contaba cuando, de joven, era él quien abría el bar y se encontraba allí a su padre, a su tío y a su vecino.

Mª Ángeles García
Grupo A


El pueblo es lo que tiene

Cómo no mencionar ese bar-tienda, con esa camarera periódico, que adquirió mi amistad con esas charlas imparables, cuyo interés no estaba en las ventas, sino en los encuentros.
Perdonar que me ría, eran los sitios de reunión, el noticiero y si me apuras el critiqueo más allá. Cuando venías de allí podrías rellenar la encuesta que te realizaba tu madre que era básica para que no te dijera nada por la tardanza o por la falta de algún producto.
Conclusión que el bar era el recreo buscado, porque encontrar a alguien era casi un milagro, excepto la dueña amiga que rellenaba tu vacío existencial y alimentaba tu alegría al comprobar que estaba abierto y en tu interior si me apuras generaba que era un día festivo.
Gracias le doy a ese multiservicio psicológico, que añadía ese aliciente de saber, me refiero a ese saber de quién estaba y quien vendrá
Un beso a esa tabernera agraciada por su punto de encuentro y que, a pesar de su buen hacer, es muy posible que con este deterioro de contactos y de gentes visibles acabe desapareciendo esta energía rural.

Sin nombre
Grupo C


Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado.
¡Vaya putada! Fue lo primero que me pasó por la mente.
El día anterior había quedado allí con una chica y no tenía su número de teléfono para poder avisarla, y decidí esperar en la puerta hasta que llegara.
Estuve más de una hora paseando por las cercanías de la puerta del bar y allí no aparecía nadie. Cuando ya me disponía abandonar el lugar, vi a lo lejos una chica que venía corriendo, y me puse tan contento, pero cuando pasó a mi lado, no era ella.

Luis Iglesias
Grupo B


El salón de baile del tío Tiburcio

Mi primer contacto con los bares fue en Herce, un pueblecito de Logroño donde acudí aquel verano con mi tío Luis.
El padre de mi tío, un tal Tiburcio, regentaba un salón de baile en el pueblo. En aquel local se fumaba, se bebía, y se hablaba, y sobre todo, sobre todo se bailaba. Siempre con orquesta.
Aquel verano de 1958, en aquel local hubo un vocalista nuevo, un niño de 6 años al que su tío le había enseñado algunas canciones.
Las canciones las ensayábamos paseando por el pueblo o por el campo; él me llevaba sentado en sus hombros y cantábamos a dúo: “Marusela”, recuerdo además que le cambiamos la letra pues “tus labios son de verde mar”, no podían ser y le pusimos “tus ojos”, lo que nos pareció más adecuado y además encajaba igualmente.
En “La flor del bohío” hacíamos un dúo perfecto, cantábamos a dos voces y aquello sonaba bonito.” El hijo del ganadero” lo bailaban como un pasodoble y yo al cantarlo me sentía “Joselito”, mi madre me decía que me parecía físicamente al cantante.
La de “Marina” tenía un ritmo contagioso que se podía bailar suelto como una cumbia.
Llegada la tarde, subíamos al estrado, mi tío Luis me ponía el micrófono en los labios y yo cantaba, cantaba y disfrutaba; veía a la gente bailar y gozar, todo un placer; por si fuera poco, al terminar, como la gente aplaudía, mi tío me cogía en brazos y me abrazaba.
El ambiente envolvente del salón de baile quedó prendado en mí a partir de entonces. He vuelto a bailar, a beber, a disfrutar de la música en vivo siendo adolescente, siendo joven, y después en mi madurez.
De todas formas, nunca olvidaré mi primer contacto con los salones de baile, y nunca olvidaré a mi tío Luis.

José Luis Fonseca
Grupo A


Dry carajillo

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado por la policía, ésta es la película.
James Bond se acoda en la barra, impoluto, y pide un Dry Martini, “mezclado, no agitado”. En eso que entra Lina Morgan, que está haciendo la calle -y pasando un frío del demonio-, se arrima a la barra y pide un carajillo. -Ya sabes, Manolo -dice al camarero-, me pones un café sólo, lo tiras al fregadero y llenas la taza hasta arriba de aguardiente.
007 mira a Lina Morgan y se queda arrobado ante esa mujer bandera -española-, llama a Manolo -por su nombre, pero pronunciado Manoulou- y le pide otro de lo mismo, con el dedo índice apuntado a la taza de nuestra protagonista. Se acerca a ella, y le dice, zalamero: -Hola, encanto, dónde has estado hasta ahora, llevo toda la vida buscándote, “tell me yourname¨. -Morgan, Lina Morgan, dice ella, mientras echa mano al bolso y busca el espray de gas paralizante, por si se tratara del sicópata que le manda anónimos diciéndole que su vida estará en grave peligro, si se encuentra con él. Bond interpreta que es una espía rusa con licencia para matarle y echa mano a su pistola, pero Lina es más rápida y le da un bolsazo -cargado con su herradura de la suerte- que lo deja KO, de bruces sobre la barra del bar.
En ese momento entra una rubia de hielo -sí, es la espía rusa, ¿quién iba a ser?-, y se dirige a Lina -a quien ha confundido con una enemiga de Putin- con la artera intención de pegar la hebra y luego, cuando esté desprevenida, matarla, poniendo en su taza unas gotas de polonio. Pero Lina no baja la guardia y cambia las tazas, de manera que la espía rusa se envenena a sí misma y cae, igualmente de bruces, sobre la barra. Lina se va no sin antes decirle a Manolo: -tú no me has visto el pelo hoy, Manolo.
Se investigan las muertes -la de James Bond a causa de una hemorragia cerebral por el bolsazo, qué manera más tonta de morir-, y el CNI toma cartas en el asunto, después de precintar la escena del crimen.
Una cámara de vigilancia, instalada en la puerta del chino que hay junto al bar, revela la presencia de Lina, y pone tras su pista al CNI, que la chantajea a fin de que espíe para ellos. Con el tiempo se convierte en leyenda, y se escriben novelas superventas sobre su vida. Se hacen películas y todo eso. El carajillo de Lina se pone de moda en las coctelerías de todo el mundo. La receta ya la hemos dicho, un café sólo, en taza, se tira el café -algo así hacía Buñuel con los ingredientes del Dry Martini-, y se llena la taza de aguardiente casero. Un shot, como dicen los barmans -camareros con pajarita-, un buen tiro, como decimos aquí. Mortal, nunca falla, sobre todo con unas gotitas de polonio.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


BENMAN

Hace aproximadamente veinte años, en la calle Federico Anaya , hoy llamada María Auxiliadora, había un bar llamado Benman. No se definir bien lo que era; tasca, taberna, cafetería e incluso restaurante, pues también servían el menú del día. Siempre lleno humo y olor a guiso, que se quedaba impregnado en la ropa de los clientes.
Estaba regentado por Benito, también conocido por la abreviatura de “ Beni” y Mari Angeles, él en la barra, ella en la cocina.
Los habituales eran variopintos , acudiendo a diario al bar. Un hombre llamado Andrés, se sentaba solo al final de la barra y se dedicaba a escuchar las conversaciones ajenas. Cuando oía alguna palabra que le gustaba, se acercaba al cliente que la hubiera dicho y le decía “ Que palabra tan bonita”, sacaba del bolsillo de su pantalón una cochambrosa libretita, y la apuntaba para retirarse de nuevo a su lugar. También iba un extraño hombre que se pasaba el rato con un café entre las manos, sacaba una cajita de cerillas, las extendía encima de la mesa, las contaba y las volvía a meter en la cajita, para después empezar de nuevo la tarea.
Sin duda, los clientes estrella, eran Bernardo y Tito, empleados de una empresa de reformas, que casualmente trabajaban en la remodelación de una vivienda muy próxima al bar. Comían el menú del día, tomaban un chupito, cortesía de la casa y volvían de nuevo a su trabajo. Como la terminación de la obra se demoraba más de lo previsto, la relación entre Beni y los albañiles se fue consolidando poco a poco de tal modo, que se convirtieron en amigos , hasta el punto de compartir cenas que se empezaron a hacer cenas de vez en cuando, en chalet del propietario del bar.
Bernardo y Tito, eran muy conocidos por las bromas que les encantaba gastar. Un día de camino a comer, al lado de un contenedor de basura, encontraron una vieja maleta en cuya tarjeta identificativa, rezaba el nombre de José Geminiano Montero De Paz. Tito la cogió y disimuladamente , sin que Benito se diera cuenta, la dejó dentro del Bar. Terminada la comida, Tito sale a la calle y llama a Benito cambiando la voz , diciendo ser el propietario de la maleta, disculpándose por habérsela olvidado y pidiéndole que se la guardara durante unos días pues él tenía que entrar en prisión. Cada uno o dos días, Tito, con su voz cambiada, llamaba a Benito para recordarle que guardara bien su maleta y solicitando que bajo ningún concepto fuera abierta.
Pasaban los días y la historia continuaba. De repente un miércoles, la maleta ya no estaba, salió del mismo modo que entró.
El sábado siguiente había una cena en el chalet del ingenuo Benito. A la hora de las copas, Tito salió del chalet y llamó a Beni , pidiéndole la dirección del lugar donde se encontraba, pues en agradecimiento por la custodia de su maleta, le quería regalar unos gallos de corral. Curiosamente al darle la dirección , José G., dijo: “ pero hombre…si estoy justamente al lado”, “salga usted en cinco minutos a recoger los gallos”. La noche estaba muy oscura y cuando Benito salió a por su regalo, apenas conseguía ver una silueta con algo grande en las manos. Finalmente vio que era Tito con una caja y una gallina vieja metida dentro. A Benito le faltaban los insultos, hijo de…, Ca…, me cago en tal y en cual.
Madre mía la que le habían preparado al pobre Beni!!!. Los invitados reían y bromeaban menos él a quien le duró un buen rato el enfado.
Mientras duró la obra del piso, le hicieron varias bromas más. Beni, jamás dudó de la veracidad de las cosas tan extrañas que le pasaban.
Hoy día ya no existe el Benman, un sitio peculiar donde los haya.

Isabel Gallego
Grupo A


La tasca del deceso

Cuando niño mi madre me mandaba
corriendo a la bodega de Faustino,
que rellenaba el casco de buen vino
me daba la gaseosa y preguntaba:

¿Le dijiste a tu madre que ofertaba
a dos reales el kilo de tocino?
Sí, y dijo: ¡pues tendrá que ser muy fino,
que ella con esos precios no compraba!

Cierto día volviendo del instituto
me encontré un gran barullo en la taberna
y guardias que esposaban a un vecino.

Después vinieron dos hombres de luto,
que en carro negro uncido con mancuerna
llevaron el cadáver de Faustino.

Calgari
Grupo A


El Cinema

Allí iba muchas veces sola. Siempre me recibían con una sonrisa tan dulce como un recuerdo feliz, con un abrazo franco, con un chascarrillo original. O repetíamos las mismas tonterías de siempre: "Dame un pedazo de cacho de trozo de mano". Risas.
‌Me sentaba con mi cerveza al final de la barra desde donde se veía todo el local. Podía ser un miércoles, cuando no había demasiada gente. Me sentía acompañada. P. hacía estudios audiovisuales y este negocio lo abría de noche. Era tan cariñoso como único, alegre, apacible. Nos habíamos conocido en la Pana, la Panadería, que frecuentaban los que no se iban a los garitos de moda de la capital. Era antes de los móviles, cuando no se quedaba, sino que te dejabas caer por allí. Se coincidía, charlabas o no. Mirabas, pensabas. Contabas las horas que ibas a dormir. Observabas el ir y venir. Esperabas.
Eran asiduos algunos profesores jóvenes, noctámbulos, desarraigados, que habían recabado en esa pequeña ciudad que crecía junto a la gran urbe, al pie de aquellos cerros, donde creía, a veces, estar en Arizona y ver a indios con sus caballos, observando el desarrollo de los blancos desde la altura y desde la perplejidad. Me imaginaba ser uno de ellos. Tal vez fuera uno de ellos. Por allí pasaban enfermeras, funcionarios, doctorandos, trabajadores del cercano aeropuerto, algún músico o, incluso, algún cantante de ópera.
P. pinchaba pop de los 80 y 90. La música era también vínculo. Ese lugar conectaba alientos, almas solitarias, quizás perdidas, presentes y pasadas. Estas últimas almas del pasado cubrían las paredes. Desde mi rincón, tenía unas vistas privilegiadas a aquellos ojos de Robert Redford y Paul Newman en Dos hombres y un destino. Sonaba la música de Golpes Bajos o Gabinete Caligari. El Cinema no era el Café de Rick, pero estaba Bogart, en una escena del Halcón Maltés, que también me seducía, desde otro tabique. Eran carteles en blanco y negro de películas inolvidables. Muchos vestíamos también en blanco y negro (¿o sería la penumbra?). Los que salíamos del cineclub siempre nos encontrábamos allí. Los carteles de Ciudadano Kane y Metrópolis eran un imán para los cinéfilos. Y no es que se hablara mucho de lo que habían proyectado. Eso se hacía en La Oveja Negra, El Perro Verde o en La Galería, lugares más propicios para sentarse y charlar.
‌Mientras transcurría la noche, mientras alguien le hacía un brindis a Audrey Hepburn, o algunos se desgañitaban con Héroes del Silencio (“Amanece tan pronto y yo estoy tan solo…”), yo esperaba que él apareciera, y se apoyara junto a Clint Eastwood en Por un puñado de dólares. Si venía, quizás se dignara a mirarme, a hablar conmigo, como aquella otra vez, cuando le invité a venirse conmigo a los columpios y al tobogán gigante, donde acabamos con dolor de cuerpo y sensación de ser nubes. Si se dirigía a mí, tras asegurarme que me esperaría, me excusaba un minuto, y me iba al servicio, donde me ponía a bailar y tararear Cantando bajo la lluvia. Tu-tu-tu-tu tu-tu-tu-tu-tu-tu…Dos giros, como un rito, le sacaba la lengua al espejo y salía. Que no hubiera nadie... Judy Garland me guiñaba un ojo, cómplice. Creo que en el tiempo que me ausentaba, a mí también me caía un aguacero y me sentía una actriz de Hollywood, como Marilyn en Con faldas y a lo loco, feliz, como en los columpios. Era la magia del lugar. No es que él fuera Marlon Brando ni James Dean, pero me hacía soñar. Por él, me pintaba los labios. Por él, me vestía de abril, aunque fuera diciembre.
‌Otros se podrían acercar, pero, si él me ignoraba, que era lo habitual, una segunda cerveza, y a casa con cara triste-alegre, como la de Chaplin en El Chico. Entonces ya estaría empezando a sonar La chica de ayer, en aquel local del ayer.

"Olvídate", parecía que me decía la otra Hepburn, la indomable, "no eres Ava Gardner ni estás en un safari en África”. “Ni falta que hace”, protestaba yo, altiva.

Marisa Sánchez García
Grupo C


Perdido

Llegué al bar de la esquina
y estaba cerrado.
Era domingo,
no lo entendía,
no había cola en la barra,
ni el camarero que apuntaba
turno en su libreta
al lado de la puerta.
No estaban las mesas
en la terraza
que abrigaban las aceras,
ni el rugir de las tertulias
que guardaban los secretos.
Miré a mi alrededor
y todo era silencio,
un señor con bastón
cruzaba la calle
intentado desafiar al tiempo,
su tiempo.
Pensé por un instante
que toda mi borrachera
se había muerto,
al ver una luz en la esquina
parpadeando de color verde
en forma de cruz.
Como cambia la noche me dije,
y con el vaso en la mano
seguí caminando,
buscando el bar de la esquina,
o cualquier esquina con algún bar.

Ana Sánchez Taramón
Grupo C


Llego al bar de la esquina, está cerrado
quiero un café, no puedo con la vida
y me duelen los pies, estoy vencida...
¿Es aquí en este bar dónde he quedado?

Miro la ubicación por si he olvidado
la dirección exacta: "Bar La Huida":
Amplia carta de vinos y comida,
Calle del Romeral. Parking privado.

Me acerco y en la puerta hay una nota:
"Cerrado por reforma hasta el día tres".
Escribiré un WhatsApp para Carlota.

"Hay un cambio de plan por un revés,
me voy al bar de enfrente "La gaviota".
No tardes... Voy pidiendo dos cafés".

Aurora Zarco
Grupo B


El F.B.I.

–Es tu turno, Garrido –ordena el presidente acompañando las palabras con un gesto de la barbilla.
–Hum… –Se aclara la garganta el aludido–. Pues bien, mi informe es de parecido tenor que los que hemos escuchado hasta ahora. O si cabe, más pesimista aún. Durante este condenado 2023 cuatro instalaciones de la zona han sufrido un asedio tan atroz que han acabado arruinadas. Destrucción total. Las fuerzas hispanoamericanas han seguido infiltrándose solapadamente y han penetrado en siete locales más. En dos de ellos han logrado un control absoluto.
También el frente chino debe preocuparnos, pues sus avanzadillas han conseguido penetrar hasta el mismísimo corazón, la cocina, de dos negocios de raigambre: El bar Manolo y el Figón del Yeltes. Ayer precisamente, realicé una arriesgada incursión entre las líneas enemigas y tomé, en el primero, un pincho de chanfaina; y en el segundo, una ración de jeta. La presentación, no lo puedo negar, daba el pego, pero el sabor… ¡Ay el sabor! ¡Otro atentado contra la exquisita comida charra!
En resumen, compañeros, estamos en un declive generalizado. Si no conseguimos detenerlo supondrá una derrota total y definitiva…
–Gracias –lo corta el jefe intentando que no cunda el pesimismo-. Sigue tú, Prospe.
–¿Qué? ¿Qué pasa? –Se agita un hombrecillo calvo que ha sido despertado de un codazo– Ah, sí, sí… el informe…Que sepáis que he detectado una nueva amenaza. La he llamado: la conexión eslava…
–¡Ya está este con sus nombrecitos! –interviene sarcástico uno.
–Sí, la conexión eslava. Los polacos, búlgaros, rumanos... Tienen una apariencia que les hace pasar desapercibidos entre los nativos. Hay que tener el oído muy entrenado para notarles el acento…
–Al grano, Chuchi.
–Dos bares –enfatiza el otro–. Dos bares de mi barrio han caído bajo el control absoluto de esta gente: El Tito y el Macotera. Me metí en el primero y probé de todo: morro, farinato, morucha… ¡Clavado! Imposible distinguirlo del original. Menos mal que pedí un pinchito de tostón cuchifrito. Ahí los pillé. Aquello era chicle. ¡Ay si Auxi, la mujer de Tito, levantara la cabeza!
–¡Hay que pasar a la lucha armada! –vocifera Julián, mientras se yergue con no pocas dificultades levantando amenazador el puño derecho.
–¡Para, Lanza, que se te va la olla! Sigamos con los procesos que tenemos iniciados. –Desvía la atención el presidente­–. ¿Cómo va lo de la Unesco, Tronco?
–Aproveché el viaje a París a ver a mis nietos para intentar que me atendieran. Al final un hornazo me abrió la oficina de un petimetre. A los dos minutos cerró la visita sentenciando que hay mucha sangre inocente vertida, excesivapara que la gastronomíade Salamanca pueda ser declarada Patrimonio de la Humanidad. Que miles de cadáveres de cerdos, vacas, cabras y corderospesan sobre nuestras conciencias…
–Ya os lo dije, eso de la Unesco es un espantajo lleno de chupópteros. –Presume uno de enterado.
–Los contactos con el Ayuntamiento, con la Junta y con el Gobierno Central tampoco muestran progresos. Vamos, que ni contestan a nuestros escritos ni nos conceden ninguna entrevista…
–Solo nos queda morir con las botas puestas –­se lamenta Málaga apesadumbrado.
Los seis ancianos llenos de desánimo se quedan en un silencio que, al poco, es interrumpido por la entrada de un camarero.
–Señore­–dice este con innegable acento árabe–Vamo a serrá. Po favó, e preciso que se marche.
Todos lo miran atónitos.
–Este es nuevo. ¿Qué habrá sido del pobre Ramiro? –se pregunta uno consternado.
–¿Para qué seguir? Estamos completamente invadidos…
–Tendremos que liquidar este comité del F.B.I. –lloriquea el calvo.
–¡Os he dicho cien veces que es F.B.L.! Fomento de Bares Lígrimos­–recalca el jefe–. ¡Mira que sois brutos!
–Venga, vamos para el comedor que como lleguemos tarde las monjitas se cabrearán y mañana no podremos salir a tomar un vino a la calle.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Química emocional

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Qué apuro si me hubieseis visto en aquel momento. El sabor metálico de la vergüenza mezcló mal con mi ansiedad y, catalizados por la galopada, resultaron en una combustión desproporcionada. La termodinámica emocional es inestable y las colisiones sentimentales impredecibles.
Así que allí me veis, sin aliento, la cara desencajada y la ropa descompuesta. Mirando con cara de bobo, sin poder disimular que en aquel momento estaba pasando mi vida ante mí. Porque era de eso de lo que se trataba, toda mi vida estaba en juego, o al menos eso creía yo. Con quince años recién cumplidos uno ya tiene hecha toda una vida, ¿no? Y el sentido de una vida larga como esa es que tenga sentido pleno. Y, qué sentido puede llenar más una vida que tu primera cita con la chica de tus sueños. Al menos de los sueños de los últimos meses.
Esa chica es demasiado pizpireta, me había dicho mi madre, no te conviene. Y es entonces cuando sobreviene la revelación de que no hay nada más fascinante sobre la faz de la tierra que una chica pizpireta. Nunca había oído la palabra, pero el significado parecía nítido: pizpireta era ella. Y encima, a mi madre no le gustaba; no podía haber algo más cautivador.
El único problema es que yo no era el único al que sus encantos embrujaban. Y mi timidez jugaba en contra. Pero, no; no iba a tolerarlo. Vale que yo fuese tímido, pero todo tiene un límite y a los quince años uno tiene muy claros los límites, ¿no?
Así que me lancé. Estar cerca de ella y no pedirle una cita, con quince años, toda una vida hecha y los límites claros, pues menudo soy yo. Me salieron muchas palabras, muy deprisa, arrebatadas, desproporcionadas, la termodinámica emocional que es inestable.
No tengo muy seguro realmente qué dije, pero sí que ella había aceptado quedar conmigo. Estaría dentro del bar de la esquina, me dijo muy claro. Y esa sería la única oportunidad que tenía de estar conmigo, puntualizó.
Después de vaciar medio frasco de colonia barata, que menudo soy yo cuando me pongo, había corrido calle abajo, al bar de la esquina, la única oportunidad. Pero el bar estaba cerrado. Y yo allí, con cara de bobo, la ropa descompuesta y mis sentimientos calcinados.
Pizpireta quizás significaba embaucadora. Y mi madre tenía algo de razón.

José Carlos Gomez
Grupo A


Bar Manolo

Unas cuantas mesas de mármol con patas de hierro forjado. Sillas de madera con respaldo curvado. Poca luz, en parte por no cambiar, en parte por no gastar. Paredes oscuras con zócalo de madera hasta media altura. Los licores y las botellas de coñac, o brandy, abarrotando estanterías de cristal. En la pared, un espejo con letras de anuncio. Varios carteles de corridas viejas, con toreros que fueron famosos. Quizás, dos o tres percheros con varios ganchos dobles, anclados a la pared. El banderín de un equipo de fútbol con los colores del club del padre. Un ventilador viejo, que dejó de mover la hélice hace varios lustros. Una radio con su ojo verde y su dial con los nombres de ciudades desconocidas. No hay televisión, ni se la espera. También hay bancos corridos en la pared. Detrás de un cristal, una carta manuscrita de letra ilegible, dentro de un marco barato. Algunas fotos en las que el hombre detrás de la barra, más joven y con más pelo pero menos barriga, aparece con personajes desconocidos. Ruido. Olores, muchos olores mezclados y por momentos individualizados. Olor a tocino frito. Olor a vino. Frascas de cristal con vino rojo oscuro. Vasos de cristal de culo grueso. Torreznos, banderillas, tortilla de patatas… Café, carajillo y copa, con o sin mus, tute o dominó. Compañeros de carrera. Hablar de chicas, música, excursiones, deportes, libros, cine, algunas veces de estudios, política, un viaje a Madrid, quedar el sábado, guateques, bares nuevos, discotecas, exámenes, vacaciones. Matar el tiempo, vivir la vida, hacer planes, dejar escapar los años como el fluir de las mareas, teniendo como puerto de referencia el “Bar Manolo”.

Manuel Medarde
Grupo A


El bar de la esquina

Hoy, la nostalgia
se acerca sigilosa
sin hacer ruido,
y se instala al lado
de mi soledad.
Brotan los recuerdos
en mi memoria,
de aquella ciudad,
escondida,
entre la niebla
densa y fría,
donde se encontraba
el bar de la esquina.

Allí, te conocí,
allí, te robé aquel beso,
que me persiguió
durante mucho tiempo,
tanto, que se lo llevó
el olvido.
Aquellas escaleras de caracol,
la música de Víctor Manuel,
su disco prohibido.

Hoy, he vuelto al lugar,
y al despertar,
el bar de la esquina
había desaparecido.

Pedro Gómez
Grupo C


Cruzando al bar

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. “¿Cerrado? —me dije atónito—. Nunca había estado cerrado a esta hora. Aparte de que están las luces encendidas y parece más lleno de vida que nunca. Si hasta puedo oír la algarabía que viene de dentro”. Sin embargo, el cartel de “cerrado” lucía en la puerta por su parte interior y no había manera de hacer que ésta se abriera, por más que tiré y tiré. Empecé entonces a golpear el cristal, tratando de llamar la atención de alguien para que me abrieran, pero nadie se fijaba en mí.

—¡Venga, hombre —grité al fin, desesperado ya—. Abridme de una puñetera vez! ¡Que este es mi bar de toda la vida! ¡Que llevo cincuenta años viniendo por aquí! ¡Desde niño, sí señor, desde que era un mocoso! ¡Abridme de una Vez! —me desgañitaba, golpeando el cristal cada vez más fuerte.

Pero no me abrían. Y seguían sin fijarse en mí. Miré a uno y otro lado de la calle. La oscuridad lo envolvía todo. Qué raro. Ni una farola encendida, ni una sola luz procedente de alguna ventana, vehículo, kiosco, nada. Ni siquiera la luz de la luna. Solamente el bar y yo dentro de la boca de un lobo. Acerqué entonces la cara al cristal de la puerta y traté de fijarme en la gente que había dentro. Pero antes de reparar en nadie, saltaba a la vista la enormidad de la fiesta que tenían montada. El interior del bar estaba decorado con multitud de luces de colores, banderolas y espumillones. Aquello me exasperó más aún. “¡Menudo jolgorio han preparado ahí dentro… y yo sin poder entrar!”, me dije, rechinando los dientes. Volví a aporrear el cristal. Nada. Ni caso. Luego, empecé a reconocer caras. La primera de todas la de Manolo, el dueño del bar, amigo de toda la vida.

—¡Ábreme, Manolo, que soy Antonio! —le hice señas ostentosas.

Pero Manolo, detrás de la barra, estaba a lo suyo, sirviendo cervezas a diestro y siniestro. Luego reconocí a Pepe “el taxista”, a Nacho, a Luis, a la señora Cándida “la portera del trece”, a Ernesto, a… ¿A Ernesto? Y entonces me estremecí. “No, no puede ser Ernesto. Ernesto se murió hace cuatro años —pensé—. Tiene que ser su hermano, o algo así. No, no, no; Ernesto no tenía hermanos. Pero es él. Es él. La fisonomía de Ernesto es inconfundible y tan peculiar que es casi imposible que haya en el mundo quien se le parezca”. En ese momento alguien se acercó precisamente a Ernesto y le dio una copa de vino. Ese alguien era el señor Agustín, el padre de Manolo. Pero el señor Agustín también había muerto hacía ya lo menos quince años. Sentí un nuevo escalofrío, mayor si cabe que el anterior. Cambié entonces de ubicación, dirigiéndome de la puerta a la enorme ventana que hacía de escaparate de aquel local. El bar de mi vida. El bar de mis amores. Y allí vi una asombrosa cantidad de gente conocida. Gente toda a la que había visto por allí a lo largo de mi ya larga existencia y con la que había hecho más o menos amistad. Muchas de ellas muertas ya, hacía poco o mucho; otras, en cambio, vivitas y coleando a día de hoy. Y todas ellas confraternizaban risueñas, alegres, febrilmente felices, entre cañas y tapas, y copas y chatos. Y el único que faltaba allí era yo. Muerto de rabia y de ira, golpeé el cristal con todas mis fuerzas para que me oyeran y me dejaran entrar. Quería saludarlos a todos, abrazarlos a todos y unirme a la fiesta. Golpeé el cristal hasta que me agoté. Grité hasta que me quedé sin aliento. Por fin, rendido ya, me senté en el suelo, debajo del ventanal. En oposición al bar la negrura era total. De pronto, alguien o algo pasó junto a mi lado. Una sombra me pareció. Se detuvo un instante junto a mí. Aunque su rostro era borroso, pude distinguir una mirada compasiva.

—¿Qué es esto? —le pregunté, confundido.

—¿Que qué es esto? —esbozó ahora una sonrisa aquel rostro inefable—. Nada de particular. Cuando cruzaba de acera, camino del bar, le atropelló un coche. Su muerte fue instantánea. De eso hace ya unos segundos… o quizás unos siglos, porque aquí el tiempo va de otra manera. Así que ánimo y ármese de paciencia —añadió, antes de desaparecer—. Está usted en el Purgatorio.

Óscar Martín
Grupo A


Soneto al bar Buenos Aires

En la calle Mayor, haciendo esquina,
reina el bar de Manolo, dulce hogar,
faro en la intemperie, divino lar,
con perfumes no sólo de cocina.

Buen Pitarra y soberbia la cecina,
aguardiente que quema al trasegar,
tapas variadas para picar,
aunque no sea muy limpia la cantina.

Al fondo, a la derecha, el excusado,
abierto, acogedor, al parroquiano,
con su olor, no del todo respirable.

Si el estómago tienes bien armado
podrás comer sin tasa, cual marrano,
pero, ay, si eres de colon irritable.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Un rato para el recuerdo

Ahora que ya no suena el despertador, al despertar, en ese rato acurrucada hasta que das el salto, pasan por la cabeza tantas cosas, unas veces las eliges, otras te sorprenden y, te recreas en ellas. Hoy, ocho de diciembre, ha sido un día especial para el recuerdo.
En el blog del taller leo: “Esta semana nos fuimos de bares”. Tengo que escribir, contar lo que viví aquel día de mil novecientos cincuenta y siete, diecisiete años, tiene que ver con el tema, que esta mañana reviví, sin nostalgia, feliz.
Por aquel entonces, por no decir “in illo tempore”, se celebraba el día de la Madre, pertenecía a un grupo de teatro, para agasajarlas representamos una obra, “ La muralla”,(Joaquín Calvo Sotelo), éramos un grupo de chicos y chicas. Al finalizar, uno de ellos, don Ángel, el cura,me dijo si quería ir a tomar con él gambas a la gabardina al Liceo, me sorprendió, por el hecho, y por ser en ese bar.
El Liceo estaba en el Mercado Chico – Plaza de la Victoria, entonces, allí está el Ayuntamiento_ era de los bares buenos, de los caros, del que eran famosas las gambas, al que ni yo ni mis amigas íbamos, el nuestro era Copacabana, donde alguna vez tomábamos un blanco, 1,25 pts. Y fui, tengo un buen recuerdo de aquel día, fue el comienzo de nuestro noviazgo.
Hoy de ese bar queda en google una foto archivo, pero en mí, con la misma fortaleza que las murallas de mi Ávila, sigue haciéndome revivir momentos felices.

Inés Izquierdo
Grupo A


El bar de Paco está en una calle cualquiera, de un barrio cualquiera, de cualquier ciudad. Nadie sabe cómo se llama, nadie se acuerda qué nombre ponía en el viejo cartel que se descolgó una noche de viento y lluvia haceaños. Da igual. Es el bar de Paco.
Paco y su mirada desgastada llevan cuarenta y cinco años detrás de ese mostrador.Ese mostrador que ya no recorre como antes, que ya no siente como antes, que le pesa más que antes. Ahora, arrastra sus pies torpemente mientras seca con parsimonia los vasos con un trapoy solo piensa en lo largos que se le van a hacer los dos años que aún le quedan para la jubilación.
Levanta los ojos cuando el taconeo que precede a Manoli, secretaria en el edificio de lado,rompe el silencio del bar cada mañana para recibir su dosis diaria de cafeína. Su aroma siempre fresco y limpio se mezcla con los olores añejos que el bar ha acumulado con el tiempo y que al salir también lleva pegados a ella.
Mientras, Pedro, un jubilado taciturno desafía al azar en la tragaperras, dilapidando sus días entre monedas y copas de coñac. Sus dedos desgastados bailan con destreza sobre los botones, mientras sus ojos vidriosos buscan fortuna entre los símbolos parpadeantes. En una esquina del mostrador está Juan, de profesión desempleado, sentado en el mismo taburete de siempre.Con la mirada perdida, naufraga cada día en la espuma de una cerveza helada tras otra, buscando algo de consuelo en cada trago.
Y entre las penumbras del rincón más oscuro del local, una anciana de miradaastuta recibe en su mesa visitas cada día. Un par de susurros, un par de gestos sutiles y resuelve las transacciones que le permiten completar su escasa pensión. La vejez se convierte en un disfraz ingenioso de invisibilidad.
El bar de Paco, un bar cualquiera, de una calle cualquiera, de un barrio cualquiera, de cualquier ciudad.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Mi bar eras tú

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. No me importó demasiado por el bar, pero sí por el encuentro fallido, por el desencuentro. Tuve que perseguir sombras que no eran la tuya por otros bares y hasta llegué a equivocarme y te confundí . Me equivocaba fuera de nuestro bar, sí, me equivocaba. No se cruzaban nuestras miradas ni te delataban los gestos huidizos” de sí, pero no”, tan evidente el abrazo futuro como el despertar incierto al lado de tu cuerpo.

Habrá otro bar, pero no será el mismo. El espacio tiene memoria y retiene todas las conversaciones, también lo que se dijo y no se quería decir, porque el bar es más que un espacio y contiene licores que nublan los sentidos de los borrachos pegajosos envueltos en dolor y en olvido, pero también contiene rincones donde se declaró el amor y se hicieron promesas de abrazos futuros en las noches solitarias que por las mañanas eran sorpresa y vacío.

Está cerrado nuestro bar y mi corazón encogido.

Pilar Sánchez Barbero
Grupo A


El Chan

Llegué al “Chan” y estaba cerrado. No daba crédito a lo que veían mis ojos. ¿Qué habría pasado?
Fueron momentos únicos los vividos en aquel antro. ¡Cuántas tardes disfruté de la sabiduría de Chan y de mi padre jugando al mus!
Acababa de estrenar mi mayoría de edad y me dejaban sentarme a su lado, unas veces a la izquierda de Chan y otras a la de mi padre, para ir conociendo el repertorio lingüístico de este inquietante juego.
Allí aprendí que un jugador de “chica” es un perdedor de café. También que “el mano” manda y, aunque “el postre” lleve cuatro “reyes”, tiene que darse mus ante “las ciegas” de su compañero.
Hay reglas incuestionables. No se juega dinero. Se usan “piedras”( un tanto) y “amarrakos”(cinco tantos). Suelen ser alubias, garbanzos o piedras pequeñas. Hay que lograr camelar al contrario y siempre con la mejor sonrisa. Sólo se pierde el café y a veces una copita de anís.
Pasado un tiempo, me permitieron jugar, iba alternando con ellos, los viejos sabios del mus. Me aficioné a “la chica” y la jugada que me apasionaba era “el trío de ases” y siendo “postre”. Si mi compañero me había guiñado el ojo, señal de “treinta y una” resultaba difícil que alguien me superara. Envidaba (envidar significa apostar en el mus) a “la grande”, lo normal es que no me quisieran, pasaba a “la chica”; si algún pardillo tenía dos ases y me decía cinco a “la chica”, entonces mi voz suave respondía “órdago” y el juego se acababa. Otras veces pasaba de “la chica” y envidaba a los pares. Si alguno tenía “dos reyes” , me quería o envidaba más. Siempre un trío gana a un par, aunque sea de “ases”-
El mus me encandilaba. Me codeaba con los hombres del viejo tugurio. Me costó años estar a su altura, dudo que lo lograra alguna vez. El tiempo de aprendizaje fue crucial y disfruté de lo lindo. Mi padre y Chan me enseñaron a acariciar “las piedras”. ¡Cómo los echo de menos!
Por eso volví al Chan y estaba cerrado.

JB
Grupo C


El bar de Pepe

Los domingos todos íbamos a misa y al bar de Pepe con la misma devoción.
Mientras por la mañana tomaban “chatos” los hombres y “mirindas” las mujeres, por la
tarde, aquellos jugaban la partida de julepe mus o tute, fumaban puros y tomaban coñac, y
ellas bajo los espejos, tomaban café, comían pipas y charlaban o veían “Viaje al fondo del
mar”.
Los días que había corrida en la tele conteníamos el aliento. Los niños también. Entre el
respetable estaban los aficionados del Cordobés, generalmente las personas más jóvenes e
intrépidas y los del Viti, personas más serias, recias y entendidas.
Los niños y las niñas jugábamos a las chapas en el suelo, detrás de la puerta, que cuando
se abría, mirábamos como la persona que entraba descorría la cortina de humedad
condensada y humo de tabaco.
A la derecha, en la pared, estaban los espejos, uno por cada mesa, verdadero frontón de
miradas cruzadas en ese juego escurridizo y oblicuo de guiños en el aire.
Todo estaba allí: la niñez, la adolescencia, los mozos y las mozas, los adultos y la vejez.
En la barra estaba Pepe, siempre afable y hablador, depositario de secretos y receptor de
amistades. Pepe sabía mantener una conversación de cualquier tipo.
Desde el bar había un gran ventanal desde el cual se podía ver el baile, y allí en una
especie de hornacina en tonos azules, presidía el salón un piano de manubrio pintado al
estilo andaluz. Siempre sonaba Manolo Escobar.
Abrigo de soledades, el bar estaba lleno de personajes familiares como Berna,medio poeta
maldito, medio hippie trasnochado, que bajo sus greñas blancas, sonríe y mira en silencio,
siempre a punto de arrancarse por Serrat. O Felix, paseando de un lado para otro con su
bastón, describiendo mundos lejanos, hablando de aventuras, quién sabe si soñadas.
Así, en ese breve espacio y a la orilla de un nombre de pueblo serrano, transitabamos las
estaciones del año y como trasunto del paso de la vida, de jugar detrás de la puerta
pasábamos a reír en el baile, tomar un aguardiente en la barra o comer pipas bajo los
espejos.

Aurora Martín Fiz
Grupo C


El Parador

Las Lolas tenían un bar en el confín entre la montaña leonesa y Asturias. Eran dos hermanas viudas, diría que cincuentonas, vestidas de negro riguroso y con un moño de pelo renegrido. En sus manos tenían a todos los hombres de la comarca que mataban el frio y las penas en su cobijo. Nunca había otras mujeres, de lo que deduzco que no tenían celos de ellas y que incluso estaban encantadas de quitarse de encima a los maridos.
Con frecuencia cuando íbamos o veníamos de la montaña parábamos a tomar algo. Daba igual la hora a la que fueras yque pidieras un café o un vino, siempre invariablemente te servían una generosa tapa que te dejaba paralizada durante todo el día. Podía ser de callos, fabada o picadillo de chorizo. Había que comer algo por educación pero era material de combate que solo el hambre y el frio más desesperado podía justificar tamaño atrevimiento.
El bar en términos de apariencia que no de clientela estaba en estado terminal. Pese a todo, por fuera, lucia con visible orgullo su nombre: El Parador. Más que un nombre, un título. Hacía pensar enlos paradores nacionales, ese invento de Fraga Iribarnecon el que empezó la Apertura de España, gracias a su increíble capacidad política de ser fascista y moderno a la vez, cosa tan difícil a decir de Antonio Machín como amar a dos mujeres a la vez y no estar loco.
Dejamos de ir a la montaña y cambió el siglo. Cuando volvimos comprobamos que El Parador había llegado a ser lo que su nombre ya auguraba. El hijo de una de las mujeres se había casado con una alemana y ahora era un cómodo hotel de carretera.

Sagrario Martínez
Grupo B


Buscando el cielo

El bar no está abierto, ha muerto la madre de Mauricio, el bartender.
Hermano Mauricio, aquel que te recibe a diario con una sonrisa, que te pregunta cómo estás, qué de vez en cuando te regala alguna cerveza siempre y cuando no estés en la lista negra, pobre Mauricio.
Me he quedado perplejo al enterarme de la desgracia de mi amigo, que yo mismo he convocado al resto de la pandilla para irnos al funeral.
Que soy borracho, si, pero no mal amigo no, llevo para Mauricio un tequila y una cajetilla de cigarros rojos, juntos rezaremos a su madre en el cielo.

Daniela Perales Bosque
Grupo C

La huella de El Rincón

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado. Habían pasado ya varias semanas desde que Santiago decidió poner fin a “El Rincón”, pero aún no me había hecho a la idea.
Era ver aquel cartel naranja con la frase “Se alquila” y sentir un dolor punzante en el pecho, como si me clavaran un puñal.
Si al menos lo hubiera traspasado, pero no… Santiago nos lo había dejado claro. Su idea era acabar con aquello lo antes posible.
Pero bueno, qué mas daba. Incluso si quien lo comprara quisiera continuar con el negocio, ya nunca sería el mismo bar.
Aunque acudiéramos cada semana los mismos de siempre, ya no seríamos las mismas personas.
Aunque las conversaciones fueran idénticas, el cambio de ambiente las haría totalmente diferentes.
Incluso aunque cocinaran los mismos pinchos, nunca más tendrían el toque de Maribel.
Puse las manos sobre el cristal y acerqué la frente. Todo seguía igual: la barra a un lado con sus taburetes, las ocho mesas con sus sillas tal cual las habíamos dejado, la máquina tragaperras a un lado…
La sensación era como la de ver en el tanatorio el cuerpo inerte de alguien que había conocido en vida. Si me hubieran dicho que aquello era otra persona, lo habría creído. Eso mismo sentía al ver el cadáver de El Rincón.
Aun así, todavía podía verlo tal y como era.
Podía sentir en mi lengua la textura gelatinosa de sus callos recién hechos.
Mi mano humedeciéndose al entrar en contacto con el vaso frío lleno de cerveza.
El sonido chispeante de la brasa, hasta arriba de pinchos morunos y carrilleras.
La cabeza de Maribel apareciendo y desapareciendo detrás de la puerta de la cocina.
El sonido de las monedas, algunas veces saliendo y otras muchas entrando en la máquina tragaperras de la entrada. José Manuel pulsaba los botones siguiendo un ritmo constante. Recordaba haberle visto allí mismo el primer día que entré en el bar. Siempre pensé que estaba allí incluso antes que El Rincón.
El ritmo grave pero calmado del bastón de Evaristo sobre el suelo, dirigiéndose a la barra para tomar su chupito de aguardiente rutinario.
Por poder, aún podía incluso escuchar las conversaciones.
A Vicente negándole a Mariano la existencia del cambio climático, poniendo como prueba el registro histórico de sus cosechas.
A Luis y su mujer mostrando su indignación a Santiago. Esta vez los motivos eran el lenguaje inclusivo y el precio del aceite.
O a José pidiendo unos pinchos en la barra: chanfaina para él y su mujer, pastel de calabacín para su hija y un montado de panceta para “el que le andaba a la muda”.
Volví de mis pensamientos al mundo real. Todo aquello ya no estaba, y nunca más estaría.
Así que seguí caminando y, con la timidez del niño que empieza curso en un colegio nuevo, entré en el mundo desconocido del bar de al lado.

Juan Salado
Grupo C


BARES

Llegué al bar de la esquina y estaba cerrado…
No, no es verdad. Nunca hubo un bar en la esquina; o, si lo hubo, no fue mi bar. Aunque sí es cierto que, durante mi vida, me han cerrado muchos bares. Otros muchos decidí clausurarlos yo. Así. Si más. (Los que más).
Siempre quise tener un “bar especial” como los que mostraban las series americanas: Cheers, Friends… Telefilmes que, para ser sincera, nunca seguí como casi nunca he seguido lo que la mayoría aplaudía. Sin embargo, este querer sin querer o, dicho de otro modo, este no querer a la vez de necesitar quererlo, es una característica enquistada en mi forma de ser.
Es cierto que, a lo largo de mi camino, ha habido sitios “especiales”, en general, asociados a personas que han formado parte de mi intimidad. ¿Cómo no recordar las mañanas de domingo de mi infancia? Cuando la rutina consistía en ir a misa y después de bares. Obviamente, siempre a los mismos donde todo el mundo se conocía y todos parecían amigos de todos aun sin conocerse realmente.
Recuerdo con especial nitidez “El Cafetal” de Gran Capitán. El jukebox o tocadiscos donde seleccionábamos la canción que queríamos escuchar. Metías el duro o la moneda de cinco duros para seleccionar más de una canción y los acordes de Nino Bravo, Camilo Sexto, Los Pecos o Pablo Abraira, amenizaban las charlas atronadoras de la gente. El corto de cerveza, el chato de vino, las croquetas de jamón, los boquerones en vinagre… Cuando no existían papeleras y se tiraba al suelo todo lo que no era comestible o bebible. El serrín que absorbía con avidez los líquidos distraídamente derramados por los clientes jocosos y ruidosos. El humo de los cigarros que aleteaba por el aire en un coito perfecto con los olores que escapaban de la cocina.
Luego crecí. Crecí de golpe y de repente. Y aquellas mañanas ligeras y sabrosas de mojigatos domingos dieron paso a los placeres de una incipiente adolescencia. Habíamos entrado de pleno en los maravillosos años 80. Cuando las litronas no estaban prohibidas. Cuando anidó la distinción entre bares de alterne y bares de marcha. Cuando los últimos disponían de pista de baile y la música era música y valía la pena bailarla o sencillamente escucharla con un tubo de cerveza bien fresquito y un plato de manises.
Recuerdo con especial cariño el “K-Tino” de Gran Vía, meta habitual a la salida de clase o los fines de semana. La música pop, el tecno, el funky, los pinchadiscos que nos hacían dar vueltas no solo en la pista de baile sino también en nuestra cabeza con su modo de vestir a lo Depeche Mode.
Fue una de las épocas doradas de mi vida. Y la más parecida a una de las series americanas anteriormente citadas. El bar era sinónimo de amistad, de complicidad, de diversión, de despreocupación, de confesiones, de esperanzas, de sentimiento de pertenencia a un grupo; algo que, para mí, nunca ha sido fácil mantener por mucho tiempo por ese impulso incontrolable que me obliga a cambiar, buscar, alterar, modificar, recomenzar, cortar, partir de cero, olvidar, resetear, reinventarme. Ayudada, sin duda, por mi continua necesidad de moverme, por mi imposibilidad de quedarme quieta a todos los niveles.
Vinieron muchos bares después. Unos con un billar en el centro. Otros con sus irresistibles patatas bravas. Sin olvidar los que llenaban las tardes de juegos de mesa (¡He olvidado cómo se juega al julepe!). Bares con besos apasionados, con tocamientos escandalosos o roces insinuantes. Otros con sabor a alcohol de garrafón. Bares de fiestas de pueblos ajenos. Bares con la esperanza de encontrármelo, de que me mire.Ninguno como el de Cheers porque lo que confiere singularidad a un bar, es el lazo que te une a la gente con la que lo compartes. Y es un lazo que no se puede improvisar. Si bien permanezca en el alma ese anhelo inalcanzable imposible de recuperar.
Quizás un día vea esas series. No es un mal plan para comenzar. ¿Y por qué no? Puede que incluso consiga encontrar mi sitio en algún bar.

Ibone Bueno Vicente
Grupo C


El bar de la esquina

Es lunes
y necesito el sabor de tus ojos
más que una copa de whisky,
más que una "sin" tostada
con pincho de tortilla,
pero menos
que una ración de abrazos
de los que marcan a fuego
el alma.
Necesito un trago
de centelleantes estrellas de hielo
y de filetes de unicornio
a la parrilla,
pero el bar de la esquina
está cerrado.

Andrés García
Grupo B

1 comentario:

  1. A la vista de los textos, queda claro que si te llamas Manolo las posibilidades de que acabes regentando un bar se multiplican.:-)

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