El hombre del saco

Esta semana visitó el taller de escritura creativa de la Casa de las Conchas el tío Camuñas. Nos habían advertido que si no hacíamos bien las tareas, si no conjugábamos correctamente los pluscuamperfectos y si no contábamos bien las sílabas de un endecasílabo vendría y nos llevaría en su saco.
Afortunadamente no había saco y Camuñas sólo era un personaje de libro, de un álbum infantil escrito por Margarita del Mazo e ilustrado por Charlotte Pardi. Aquí tienes su historia.


El cuento de Camuñas ha sido convertido en espectáculo de teatro de títeres por la compañía salmantina Katua@Galea Teatro, con la que tengo el gusto de colaborar desde hace años. Yo mismo me he encargado de adaptar la historia, de crear nuevos personajes y de escribir las letras de las canciones que Chloé Bird ha compuesto y musicado. Ella es la intérprete de varias de ellas, otras las cantan los personajes de la historia, sobre todo Camuñas que no es ningún cantamañanas sino un excelente cantante. Más adelante os daremos cuenta de dicho espectáculo.
El personaje de Camuñas, y el estreno de la obra en el Teatro Liceo, han sido la excusa perfecta para tratar el tema de los asustaniños, personajes entre los que incluimos al hombre del saco, al sacamantecas y al coco.
Comenzamos la sesión con el cuento "El zurrón que cantaba" recogido por Luis Cortés Vázquez en Cuentos populares salmantinos. Lo escuchamos en la voz de Pep Bruno en el programa de Radio Nacional "Esto me sabe a pueblo". Te recomendamos los artículos "Aún viene el coco. Origen, pervivencia y transformación de un clásico del miedo infantil" de Alberto del Campo Tejedor y Fernando C. Ruiz Morales y "Figuras del miedo en la infancia: el hombre del saco, el sacamantecas y otros "asustachicos" de Manuel Hijano del Río, Carmen Lasso de la Vega González y Fernando C. Ruiz Morales.
Tienes mucha información en esta recopilación de cocos o asustaniños; "Cocos o asustaniños del folclore ibérico"
Y si tienes interés sobre el mundo mágico y encantado de nuestra comunidad puedes descargarte
el libro "El mundo encantado de Castilla y León" de Jesús Callejo, ilustrado por Tomás Hijo. Así lo anuncia la contraportada: Los orígenes de la historia de los pueblos hay que buscarlos en sus leyendas, transmitidas de boca en boca y de generación en generación y en ocasiones aumentadas con dosis generosas de fantasía popular. En muchos pueblos saben que su castillo, su laguna, su fuente o su cueva guarda un secreto protegido por algún tabú, misterio o ser de otro mundo. Un ser que está deseando contar su historia si antes somos capaces de sonsacar esos secretos, si logramos entender que el mundo mágico no está tan distante del mundo real.
¿Estás preparado para digerir 30 píldoras, algunas explosivas, con la forma genuina de extraños personajes? ¿Estás dispuesto a entrar en el mundo encantado de Castilla y León y enfrentarte a sus desafíos?


Propuesta de escritura

¿Qué asustaniños fue protagonista de tu infancia? ¿Te asustaban con cuentos o leyendas? ¿Te dormían con nanas en las que te llevaba el coco? Escribe una historia que refleje estos miedos y las advertencias de portarnos bien, no dejar nada en el plato e irse a la cama a dormir al llegar la noche. Puede ser un poema (nana), un microrrelato, un breve cuento o un texto con carácter de leyenda.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora;


Detrás de mí
Este es el camuñas particular de miles de mujeres

El silencio era tan profundo que parecía tragarse la noche, aún así Laura escuchaba con nitidez los pasos y la respiración de la sombra que caminaba muchos metros detrás de ella.
Intentó calmarse, diciéndose a sí misma que era normal que alguien más transitara por las calles vacías pero su instinto le decía que algo no iba bien.
Cruzó la avenida y de reojo pudo ver que la sombra cruzaba también al otro lado.
Apretó el paso con el corazón latiéndole muy fuerte en la garganta. Sentía un hormigueo en la nuca que le hacía estar alerta.
Agarró las llaves con fuerza como había visto en uno de los miles de vídeos que corren por las redes dando consejos a las chicas que caminan solas por la calle por si en algún momento tenían que defenderse. Laura sabía en lo más profundo de su ser que el momento había llegado.
Ya no quedaba mucho para llegar a casa, sus pensamientos iban a toda velocidad:
Pensó si sería mejor atravesar el parque y tardar menos o callejear para intentar despirtarlo... Cualquier opción era una mala opción, intentó correr pero el temblor de sus piernas se lo impidió.
A medida que se acercaba al portal escuchaba a la sombra más cerca, demasiado cerca y estaba sola, demasiado sola, unos metros más y estaría a salvo.
Cuando fue capaz de meter la llave en la cerradura miró por encima del hombro y le vio, ahogó un grito y con un movimiento rápido entró y cerró la puerta con tanta fuerza que se hizo daño en las manos.
A través del cristal le vio allí, inmóvil, mirándola a los ojos, amenazante.
Con el corazón en un puño sacó el móvil y le hizo una foto, sería su prueba para la denuncia, pensó que sin foto nadie la creería.
Subió a toda velocidad las escaleras y una vez en casa sintió como si una muralla pudiera protegerla, solo allí, sintiéndose a salvo pudo respirar tranquila, solo allí fue capaz de desarmarse y deshacerse en lágrimas.

Aurora Zarco
Grupo B



El hombre del saco roto

Ese día un hombre deambulaba al anochecer por el pueblo buscando a Miguel un niño vagabundo por encargo de un médico para hacer experimentos .Después de recorrer varias calles le sorprendió adormilado en un granero recostado sobre un saco de trigo por lo que le costó muy poco meterlo en un saco viejo y desgastado con varios agujeros .Al verse sorprendido por ruidos del exterior lo escondió en un rincón y salió para asegurarse que no había peligro, regresando poco tiempo después a recogerlo .
En ese momento los ratones que vivían en el granero y habían compartido muchas noches con Miguel acudieron a su auxilio introduciéndose en el saco por los pequeños agujeros que ellos mismos habían realizado para sacar el trigo y poder alimentarse.
Cuando volvió el hombre, al levantar el saco comenzaron a salir cantidad de pequeños ratones con sus ojos brillantes y bigotes temblorosos, correteando por el suelo. El hombre, al ver a los ratones, pareció exasperado. Se agachó para intentar atraparlos, pero los ratones eran demasiado rápidos y escurridizos.
Mientras el hombre estaba distraído con los ratones, Miguel vio su oportunidad. Giró sobre sus talones y corrió tan rápido como sus piernas se lo permitieron. De regreso hacia el pueblo no miró atrás, pero podía escuchar los frustrados gritos del hombre y el correteo de los ratones.
Gracias a la intervención de los ratones, el cuento del hombre del saco posee otra versión.

Áfrika Gómez
Grupo A



Mis miedos

Me sumerjo en mi infancia, muevo mis emociones, navego por aquellos años y no consigo encontrar hombres del saco o del unto, cocos, tampoco aparecen tíos Camuñas ni demás sacamantecas. Quizás fuera porque era obediente y nunca hizo falta asustarme recurriendo a estos terribles personajes. O también porque mis padres me educaron en un ambiente más urbano, ambos procedían de Madrid, alejados del folklore rural y ajenos a los asustadores de niños.
Sigo rastreando como un sabueso, porque sí que puedo atisbar momentos en los que esa sensación desagradable del miedo se apoderaba de mí, me tensaba mis músculos, ante la percepción de algún peligro… eso es, de pequeño le tenía miedo, mucho miedo, a los perros y a los gatos. El origen de esta doble aversión se debía a dos episodios desagradables en los que me sentí literalmente atacado.
Ahora lo recuerdo, por los años 1970 debía ser, yo tenía unos seis años, cuando estábamos de vacaciones familiares en La Antilla, un sencillo pueblo de pescadores de la costa onubense que despertaba al desarrollismo del turismo de costa. El viaje fue de noche, en un Seat 850, con mis padres en los asientos delanteros, mi hermano mayor en la banqueta trasera, mi hermana pequeña -tendría 4 o 5 años, en la bandeja trasera y yo en el suelo, en un camastro improvisado. El primer día mi madre nos mandó a jugar abajo, en lo que terminaban de preparar las cosas para ir a la playa. Tened cuidado -nos avisó, que hay una perra en la entrada del apartamento que acaba de parir. Allí estaba, en su cajón de madera, una preciosa perra dálmata, con sus nueve cachorros. Era increíble, una camada tan grande; y, claro, mi curiosidad y ternura infantil hicieron que me acercara a tocar el suave pelo de las crías, lo que la perra entendió como una violación de su maternidad y defendió a su pequeñín ladrando, dándome un arañazo y mordiéndome en el brazo. Lloré tan fuerte, que mi madre bajó asustada a ver qué había pasado. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los perros; hoy soy capaz de tolerarlos, pero no me gustan.
Tampoco soy muy amigo de los gatos. La casa de mis padres, en el salmantino paseo de Canalejas, contaba con un sótano, donde se guardaban trastos viejos y se recogía la basura que los vecinos tirábamos por un hueco desde cada piso. Aquellos desperdicios propiciaban la aparición de roedores, por lo que el portero del edificio decidió tener allí una pareja de gatos, que con el tiempo fueron ampliando la familia. Nosotros guardábamos allí una flamante bicicleta de carreras, que nos habían traído por los Reyes. Y cada vez que bajábamos a buscarla o a dejarla, los inquietos gatos nos arañaban las piernas, con sus afiladas púas. Ahora pienso que no sé si se agarraban a las pantorrillas para expulsar al intruso o porque querían jugar con alguien que les hiciera caso. Desde entonces, tuve una aversión tremenda a los gatos; hoy soy capaz de tolerarlos, pero tampoco me gustan.

Jesús García Espinosa
Grupo B


Que viene el coco

— Me rindo — dijo Germán mientras entraba en la cocina.— Soy incapaz de que dejen las tablets y se acuesten sin montar una rabieta.
— Déjame a mí — intervino la abuela Tomasa, desvelando con su rostro que algo tramaba.
— Mamá por favor, sin gritos — contestó Susana.— Sabes lo que pensamos de la educación en valores, comunicación y diálogo.
— No te preocupes hija. Tan mal no lo he hecho contigo, ¿no? — sonrió guiñando un ojo.
La abuela entró en la habitación de sus nietos saludando.
— Hola abuela — corearon los tres nietos, Raúl y Roberto, gemelos de seis años y Ricardo de siete años y medio; lo hicieron sin levantar la mirada de las pantallas.
— ¿Sabéis quién es el coco? — preguntó.
— El coco es el yogur que a veces no da mamá, ¿no? — respondió Ricardo sin levantar la mirada.
— No cariño. El coco, al que también llaman robaniños, es un monstruo con uñas afiladas como cuchillos, y unos dientes en forma de sierra que se ven incluso cuando cierra su boca. Tiene ojos anaranjados que te hipnotizan cuando le miras fijamente. Está cubierto de pelo enmarañado y oscuro. Y a su espalda lleva un gran saco roído y sucio donde mete a sus víctimas.
— Abuela, ¿quiénes son sus víctimas? —preguntó Ricardo que como sus hermanos habían apartado la tablet y escuchaba atentamente la historia.
— Sus víctimas son niños, niños que desobedecen a sus padres, niños que no se comen la comida y protestan, pero sobre todo aquellos niños que llegada la hora de dormir no se meten en la cama. El coco se acerca por las noches, revisa todas las ventanas . Si los ve y no están acostados con los ojos cerrados. Se adentra en el hogar. Corta la luz. Se desplaza como un susurro a través de las paredes. Y… justo antes de atraparlos emite un gruñido. Un sonido ahogado que recuerda el croar de una rana. Se desliza en la habitación. Los hipnotiza mirándolos a los ojos. Los mete en el saco. Y luego los devora tranquilamente en su casa.
— ¿Dónde está su casa? — preguntó con voz temerosa Ricardo, mientras Raúl y Roberto se habían acercado uno al otro abrazándose sin dejar de mirar a su abuela.
— Recordáis la caseta que hay cerca del parque, que está vallada, y tiene un rayo de color amarillo muy grande. Ese es el aviso de que no se pueden acercar los niños porque el coco los metería en el saco para comérselos.
La abuela se levantó y les dio un beso a cada uno. — Hasta mañana — dijo cerrando la puerta.
Los niños se miraron entre ellos asimilando la historia que le había contado su abuela.
Un minuto después, un golpe seco sonó en el pasillo. Se apagó la luz. Algo rozaba la pared. Un momento de quietud. Y, de repente, un croar rompió el silencio.
Un chillido al unísono se oyó desde la habitación de los niños.
Susana, su madre, se acercó corriendo, abrió la puerta y vio como sus hijos estaban escondidos bajo las sábanas en el más absoluto silencio.
Cerró la puerta despacio.
Miró hacia el fondo del pasillo.
La abuela sonreía.

Max Ferlam
Grupo B


El Coco alérgico al polvo

Leo tenía su cuarto hecho un lío: libros en la cama, ropa y juguetes por el suelo.
Una noche, mientras intentaban dormir, escuchó un ¡Aaaachú! tan fuerte que hizo vibrar su cama. Primero pensó que estaba soñando, o que sería el ruidito de alguno de sus coches, pero el segundo ¡AaaaaAACHÚ!, observó que salía desde debajo de la cama.
Con una valentía desconocida, Leo se agachó, levantó el edredón y… ¡allí estaba! Una figura peluda, con ojos brillantes y nariz roja como un tomate.
¡Hola!. - Soy el Coco, el monstruo de la oscuridad y del fondo del armario... ¡AACHÚ!
Leo le miró sorprendido, y recordó que su abuela una tarde de lluvia torrencial en que no podían salir al parque, le había contado un cuento titulado: Que viene el coco. El Coco, contaba, era un monstruo fantasmal, se escondía en la oscuridad para llevarse a los niños desobedientes o que no quieren dormir.
Se lo había imaginado como un ser oscuro, peludo, desaliñado y con un aspecto monstruoso. Pero el que le observaba saliendo de debajo de la cama, sacudiéndose el polvo, no era muy grande.
Su cuerpo estaba cubierto de un pelaje grueso y suave de color morado, ¡su color favorito!, con lunares de color verdoso, con dos cuernos cortos en la parte superior de su cabeza, y una cresta de colores, que le hacía parecer gracioso, con brazos muy flacos y largos, piernas más cortas, y un gran culo, de donde le salía una larga cola que arrastraba. Le recordó a "Sulley", de la película Monstruos S.A.
Leo le preguntó -¿Porque viniste?
-Para asustar a los niños, aprovechando la obscuridad y la noche. Sentí que estabas preocupado. El miedo crece en la oscuridad si nadie lo escucha. Y yo cuido que esos miedos no se vuelvan gigantes.
Leo tragó saliva. - Yo… yo tengo miedo de no poder dormir porque a veces, sueño cosas malas.
El Coco extendió su mano y salieron pequeñas chispitas de luz y colores que flotaron, y se instalaron en paredes y techo.
-Los miedos no desaparecen porque sí – dijo el Coco-. Pero si los compartes, se hacen más pequeños. Pero con este desorden en la habitación no puedo ni entrar. En el armario no tengo sitio, resbalé dos veces en un calcetín sucio de dinosaurios, y casi me rompo una de mis enormes garras. Además tengo alergia al polvo, y debajo de tu cama, se han formado tantos ovillos que parecen arizónicas del desierto.
Leo, que ya no tenía miedo, se rió a carcajadas…
-Si te apetece, puedes ayudarme a recogerlo todo y después puedo compartir contigo la leche y galletas de chocolate que no me tomé…- dijo Leo
Así lo hicieron, y como era la hora de dormir, el Coco se preparó para despedirse.
Cuando tengas miedo, mira al techo y paredes y piensa en mis colores, -le dijo el Coco. Le dio un abrazo a Leo que sonreía aliviado, y se desvaneció tras una nube de polvo brillante… y un último estornudo.
Leo se metió en su cama y recordó las palabras de el Coco: Recuerda la noche no siempre es peligrosa. A veces solo necesita que alguien la comprenda.
Y se durmió.

E.R.A
Grupo B.


El hombre del saco y la pérdida.

El cuento del hombre del saco, se ha trasmitido de generación en generación. Rondaba las calles al caer la noche, cargando con un saco grande. Si los niños desobedecían a sus padres o se apartaba demasiado de casa, los atraparía y lo metería en su saco, llevándoselos lejos, a un lugar donde nadie podría encontrarlos nunca más.
Las abuelas al amor de la lumbre advertían: "El Hombre del Saco solo se lleva a los niños que desobedecen, que se pierden, que se van con desconocidos, o se alejan de su hogar y olvidan el amor y la protección de sus padres."
No es solo una leyenda, es una advertencia. Representa un temor profundo que aparece cuando menos lo esperamos. No tiene rostro, no habla, pero su presencia pesa. Su misión es arrebatar algo valioso: suele ser un niño, la inocencia o la seguridad.
De manera similar, la pérdida de alguien querido también llega como una sombra silenciosa. No avisa, no negocia y, cuando se presenta, deja un vacío tan grande como ese saco oscuro que el personaje mítico arrastra. En ambos casos, el mundo se vuelve desconocido y hostil.
El Hombre del Saco se lleva algo: un niño, una tranquilidad, un fragmento de la vida cotidiana. La pérdida de un ser querido también se lleva algo irrecuperable: una voz, una presencia, una rutina que ya no vuelve. No importa cuánto uno grite o corra; aquello que se llevó no regresa igual.
Se manifiestan como una sombra persistente. Incluso después de desaparecer, ambos dejan un eco, un miedo, un recordatorio de que no siempre estamos a salvo. La pérdida deja tristeza, una sombra que nos sigue aunque tratemos de avanzar. Nos dicen que hay ausencias que permanecen más tiempo que las presencias.
Supone una lección oculta. El cuento no solo asusta; también enseña. La pérdida, por dura que sea, también enseña algo: A valorar lo que tenemos. A apreciar el tiempo. A crecer a través del dolor. Tanto el mito como la realidad comparten un propósito: obligarnos a mirar aquello que damos por sentado.
Y ofrece una transformación. Tras un cuento del Hombre del Saco, el niño nunca será el mismo. Tras una pérdida real, la persona tampoco vuelve a ser igual. Ambas experiencias nos marcan, moldean y cambian la forma de ver el mundo y lo que nos rodea.
El cuento pertenece al mundo de las leyendas; la pérdida a la vida misma. Pero ambos nos recuerdan que el amor y la seguridad son frágiles, y que, aunque el miedo o la tristeza puedan atraparnos, siempre existe alguien en quién apoyarnos y un camino para seguir adelante.

E.R.A
Grupo B


Padre e hijo

—¡Papá, papá, yo no quero sopa! —dijo el hijo, con esa voz, entre suplicante y exigente, que suelen sacar a flote los pequeños cuando quieren negarse a algo que no les gusta.
Era el hijo único de un honrado trabajador, que con grandes esfuerzos conseguía sacar adelante a su familia. Aquella noche, el padre había previsto salir a buscar aprovisionamiento, que necesitaba para hacer los preparados que vendía en la tiendezuca que regentaba. Por ello, tenía algo de prisa y quería conseguir que el niño terminara pronto de cenar.
—Tienes que tomártela y así entrarás en calor. Después hay un huevo duro con tomate y unas natillas, que tanto te gustan —respondió el padre con tono cariñoso.
El pequeño refunfuñó un poco y tomó media cucharada, pero inmediatamente escupió lo poco que había introducido en la boca.
—Puaajjjjj, ¡Qué ajscoo! —exclamó el pequeño, con la media lengua que empleaba cuando estaba de malas.— ¡No quero sopa!
—Anda hijo, haz un esfuerzo, que seguro que al final te acaba gustando, que es muy rica y nutritiva.
—¡No, no, no y no! —repitió el pequeño, entre enfadado y lloroso.
El padre, conmovido por la actitud de su hijo, decidió cambiar de estrategia y en lugar de seguir por la senda del convencimiento, recurrió a la promesa de recompensas que sabía que le gustaban al niño y que otras veces le habían dado excelentes resultados.
—Si te tomas la sopa, el domingo te llevo a la feria —prometió zalameramente— y además te compro un juguete de madera.
Pero la estrategia no pareció tener resultado positivo.
—¡No me guzta la sopa! ¡y tapoco los juguetes de madera! —mintió el crío, tozudo en su negativa, sintiendo que iba a conseguir salirse con la suya.
—Pues también había pensado que podías montar en los poneis que traen los feriantes. —propuso el padre, haciendo un último esfuerzo por convencer al chico.
—¡Sniff… no, no, que noooo!
A punto de perder la paciencia, aunque era un hombre templado, trató por última vez de persuadir al muchacho. Para no trastornarle, empleó un tono de voz suave, que no delatara el enfado que iba acumulando, y sin dejar de dedicarle palabras cariñosas, se dirigió a él por última vez.
—Hijo querido, yo me tengo que ir y tu tienes que cenar. Si no tomas la sopa, dejamos todo para que desayunes mañana. Pero recuerda lo que dice todo el mundo.
—¿Qué dice? —inquirió el zagal.
—Que si te vas a la cama sin cenar, no te duermes y si duermes poco, viene el hombre del saco que se lleva a los niños que duermen poco.
—Me da igual. Yo no teno medo al hombre de saco.
Así pues, el hombre preparó el material para una noche de trabajo, puso el pijama al niño, le acompañó mientras hacía pis y se lavaba los dientes, lo llevó en brazos a la cama y lo acostó con cuidado. Apagó la luz y cuando se disponía a salir de la habitación, oyó al chico que preguntaba:
—Papá, ¿es verdad que hombe de saco lleva niños?
—Ja, ja, ja… claro que no. ¡Son historias que se inventan para asustar a los niños como tú y que hagan caso a los padres a la hora de comer y a la de acostarse! Ni el hombre del saco, ni todos esos asustaniños existen.
Dando un beso a su hijo, el hombre se despidió de él, dejándolo tranquilizado. Salió a trabajar con una sonrisa en los labios.
Cuando a la mañana siguiente regresó a casa, cargado con el botín conseguido durante la noche, el hijo del Sacamantecas había desaparecido.

Manuel Medarde
Grupo A


El bosque y la noche.

La noche es fría, el cielo está despejado, entre algunas nubes grises, se esconde la luna llena, e invita a adentrarse en el bosque.
Caen los primeros copos de nieve y las copas de los árboles se visten de blanco.
De pronto se oyen aullidos que no parecen ser de ningún perro.
La silueta de un lobo se divisa entre la nieve, el miedo se apodera de mi; siento un escalofrío que recorre como un relámpago mi espalda.
Vuelvo a mi miedo de niño, cuando me decían que era muy peligroso ir solo al bosque cuando caía la tarde y me podía sorprender la noche.
Más de una vez haciendo oídos sordos, en compañía de mis amigos, nos perdíamos entre las sombras buscando a aquella bruja, de la que nos hablaban nuestras abuelas y que creíamos descubrir en las ramas de los árboles.

P.G.
Grupo C


Los tiempos cambian, los miedos no

— ¿Nombre? —preguntó Marisa sin levantar la mirada del teclado.
Llevaba catorce años tecleando en aquella oficina del Servicio Público de Empleo. Un trabajo monótono, rutinario. Se limitaba a pedir datos, registrar nombres y dar consejos básicos sobre búsqueda de empleo.
— ¿Nombre y apellidos? —repitió mientras levantaba la cabeza y miraba al individuo que acababa de sentarse frente a su mesa.
Era un hombre desaliñado, de pelo largo y enmarañado, con las facciones curtidas por el frío y vestía un jersey de lana verde, viejo y deshilachado. La miraba impasible.
— Su nombre completo, por favor.
— Camuñas, tío Camuñas —dijo el hombre.
— ¿Apellido?
— Del Saco —contestó tío Camuñas.
Marisa miró hacia los lados, escrutando a sus compañeros, por si aquello era una broma.
— ¿Dirección?
— No tengo vivienda fija, aquí y allá. Unas veces en un sobrao, otras en una cuadra — respondió tío Camuñas.
Marisa lo observó unos segundos.
— ¿Cuál es el motivo de su visita?
— Verá, ya no hay trabajo de lo mío y necesito vivir como todo el mundo. Y busco otro empleo.
— ¿De qué trabajaba?
— Soy asustador profesional. Me llaman de muchas formas: el tío del saco, el coco, el sacamantecas. Antes me contrataban las madres y las abuelas, para meter miedo a los pequeños y que obedecieran. Por las noches, hacía mi ronda, asustaba, me daban comida y un sitio donde caerme. Pero ahora, todo son pantallas. Nadie me llama.
Marisa había vivido de todo en catorce años, pero estaba segura de que ese día no se le olvidaría.
Se quedó pensativa y un minuto después le dijo:
— Está bien tío Camuñas. Un momentito que voy a hacer una consulta.
Se levantó y se dirigió hacia un despacho en el fondo donde un cartel indicaba “Dirección”.
Al cabo de cinco minutos volvió con una gran sonrisa. Se sentó en su silla y comenzó a teclear entusiasmada.
— Tío Camuñas. Tenemos un trabajo para usted. Tendrá que cambiar de indumentaria. Pero seguirá asustando.
El tío Camuñas abrió los ojos sorprendido.
— ¿Y cómo es eso?
— Trabajará para Hacienda. Recaudador de impuestos. Y tendrá que meter mucho miedo.
Los tiempos cambian, el miedo no.

Max Ferlam
Grupo B