Los acontecimientos se pueden narrar de muchas maneras, con distintas perspectivas. Ante un mismo hecho un niño puede contar lo que ha visto de un modo y un adulto de otro. Dependiendo de la información que tengamos, de nuestra objetividad o subjetividad, de nuestra implicación en los hechos lo contaremos de un modo u otro.
Fotografía: Aneli Pupo
Travis Bird presta su voz a un texto de Benjamín Prado que parodia la canción "Diecinueve días y quinientas noches". En esta otra versión, en homenaje al autor, es una mujer la que cuenta su relación con el protagonista de la historia. Su título es "Diecinueve días y quinientas noches después"
En su canal de Instagran Boyra, un joven músico, hace algo similar con diferentes canciones conocidas. Les da una vuelta. Las cuenta de otro modo, ya sea en versión respuesta o desde otro punto de vista.
Tarea de escritura
Leímos en la sesión el texto titulado "Una gallina" de Clarice Lispector y propusimos reescribir el texto desde el punto de vista de la gallina, en primera persona. Sugerimos la posibilidad de recrear los diferentes estados de ánimo del animal (del miedo a la ternura, pasando por el humor) y limitamos la capacidad de invención a lo que especificado en la escena: con los mismos escenarios y los mismos protagonistas.
Por último apuntamos la posibilidad de poner nombre a la protagonista.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
Canción desesperada de una gallina desconfiada llamada Rosalía
Cocorico cocorico
De domingo a mi me visten
una mañana de calma,
todos al hogar asisten,
allí se acobarda mi alma.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
No conocen mis anhelos
ni mi gran sabiduría,
y pronto levanto el vuelo,
freno la carnicería.
Ponen cara de gallina,
ninguno lo vio venir,
me escapo de la cocina,
habrá más donde elegir.
De un tejado a otro tejado,
yo quiero salvar mi vida,
la libertad no es pecado,
esto es una despedida.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Iba creyendo en mi misma,
me despisté de repente,
casi me rompo la crisma,
y me agarró por la frente.
Por un ala me cargó,
yo alelada y él triunfante,
el milagro sucedió:
con un huevo fue bastante.
Patidifusa me quedo.
La niña pegó unos gritos.
Yo pensaba que era un pedo,
y no importaba ni un pito.
Cocorico cocorico Cocorico coricó.
¡Qué alegría, qué alboroto!
con cariño me trataban,
y ya una caricia noto,
y que ya no me mataban.
La madre se encoge de hombros,
la niña juega conmigo,
la casa de guano alfombro
y el padre se hace mi amigo.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Pero no me fío de estos,
ya pasan de mi otra vez,
vacía observo sus gestos,
ya no tengo validez.
Adiós ríos, adiós fontes,
es lo que quiero cantar,
sin mirar el horizonte
a mí me van a matar.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Marisa Sánchez
Grupo C
¡Qué susto!
Me duele más que me califiquen como cobarde a que me llamen gallina. Lo primero aún está por demostrar; de lo segundo estoy segura. Además, y que conste, siempre he ido por el gallinero con la cresta bien alta. Por ello me duele mucho que los humanos tiren de nuestros caldos y de las pepitorias para los remedios maternos y gastronómicos. Ya sé que lo que me espera en la cocina después de salir de esta cesta de mimbre es el cuchillo o un giro agresivo de mi cuello. Pero me importa un huevo, nunca peor dicho. Lucharé hasta el último cacareo de mi vida para que nosotras lleguemos a tener también alguna veleta digna o torre de catedral desde la que desafiar a la historia y a los vientos. Es triste terminar los últimos momentos en una cazuela. Se me pone carne de gallina solo de pensarlo.
Al final todo quedó en un susto. Cuando salí de la cesta me encontré rodeada de ovejas, un burro, una vaca, incienso, mirra… Era mi primera vez en un nacimiento de guardería y, al regresar aquella noche volví a mi palo preferido del gallinero. No sabía si cacarear mi melodía favorita de las puestas o acercarme a dormir al nial. En el fondo, es verdad eso que dicen que “a la gallina y a la mujer le sobran nidos donde poner”. Me quedo más tranquila: en Semana Santa nadie se acordará de mí para representar las negaciones de san Pedro. Otro gallo cantará…
Francisco A. Martín Iglesias
Grupo A
La gallina
Un día empezó todo, como empiezan todas las relaciones, mi relación de convivencia con ella, Maruxa. fue inolvidable.
Llegó como un regalo cuando era una estudiante y compartía piso con otras. Durante una temporada cambió mi vida.
No me atrevía ni a moverme, en su presencia, con su mirada me sentía totalmente paralizada, no sé porque, entonces decidimos sacarla al balcón durante el día y ella se paseaba por la Ls para sorpresa de los viandantes
Por la noche la llevábamos al baño, a la bañera, corríamos la cortina.
Cuando me despertaba por la noche, e iba al baño me daba auténtico miedo que saltara y me picara.
De repente decidí deshacerme de ella, no ponía huevos, me asustaba, me miraba y se aburría sola.
Matarla no por favor. Como nunca fui capaz de matar ni una cucaracha decidimos llevarla al campo de nuevo, allí donde empezó la historia.
Pero como podíamos abandonarla sola en mitad del campo a merced de gatos, perros y otros animales que iban a comérsela, pobre.
Miramos granjas en nuestro alrededor y encontramos una yendo al cementerio, y allí fuimos otra amiga y yo a llevarla en brazos, yo no pude ni despedirme de ella cogiéndola en brazos, el pánico se apoderaba de mi.
Preguntamos a una señora que salió a recibirnos si querían a nuestra Maruxa y nos dijo, “bienvenida”
Carmen Lazcano
Grupo B
El cuento de la gallina
Querida Clarice:
Al recibo de la presente yo ya estaré muerta. Bien lo sabes tú, que me mataste en tu relato, aunque sólo puedo estarte agradecida; al principio del cuento me indultaste, dándome así unos años más de vida, feliz, hasta donde puede ser feliz una gallina (pero más que el bicho humano, seguramente).
De algún modo escribiste mi biografía, lo que es todo un honor para las de mi especie, que no estamos acostumbradas a que nos presten mucha atención. Ni los ornitólogos se ocupan de nosotras, dedicados a la aristocracia de las aves; las gallinas para ellos parece que no somos otra cosa que pequeñas pajarracas comemierda. Para ti, sin embargo, fuimos uno de los motivos recurrentes de tus maravillosas historias. Junto a otros animalillos, generalmente domésticos, la metaliteratura -no sé muy bien lo que eso significa, lo reconozco-, las hembras de tu especie (novias, esposas, madres -tú la primera-) y, cómo no, tus propios cachorros, media vida dedicaste a cuidar de tus crías.
Así que de todo corazón -tan pequeño en un plato, pero lleno de tibieza, qué bien nos conoces-, gracias.
Pero lo cortés no quita lo valiente, y como no tengo plumas en la lengua, te diré que me ha sentado bastante mal que caigas en el fácil tópico de que somos muy tontas. Y los de tu especie, qué, matándoos por cualquier motivo -o sin motivo ninguno- y echando a perder el planeta, o sea tirando piedras contra el tejado de vuestro corral. En eso sí que sois originales, hay que cloquearlo, a ningún otro ser vivo se le ocurre semejante estupidez. Homo sapiens, pues menos mal.
Y tú, que sabes tanto -una de las mejores escritoras de cuentos del siglo XX, lo digo sin titubeos, aunque siga moviendo la cabeza que sí, que no, que sí, que no- dime: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?
Reconoce que ante los grandes dilemas de la existencia no habéis avanzado gran cosa con vuestros cerebros reptilianos (y poco más). Os quedáis como bobos, igual que nosotras, o sea que menos humos.
¿Esquivas?, vale, pero tratándose de vosotros es una señal de inteligencia, ¿o no?, ¿quién quiere ser caldo de gallina? Por cierto, qué desprecio y discriminación. No hacéis caldo de caviar, o de paté de foie -nuestras primas aristocráticas-, o de lonchas de jamón ibérico cortadas a cuchillo. Pero tú gallina -decís- no quieres caldo, pues toma dos tazas.
Sí es verdad que las hembras de tu especie, y tú fuiste una pionera, habéis conseguido meter en cintura a vuestros machos, gallitos asilvestrados como los nuestros, dedicados a exhibir sus crestas y a perseguirnos como brutos, sin pedir las cosas con un poco de por favor. Si estamos dispuestas, pero hombre, qué menos que nos tratéis con respeto y delicadeza, como las señoritas que somos. Si fuéramos mantis religiosas, otro gallo cantaría, os ibais a quedar como pollos sin cabeza.
En fin, esa soberbia de tu especie, veamos otro pequeño detalle antes del cocoricó final.
Tú, como escritora -y maravillosa, lo cacaraqueo a los cuatro vientos- dime, ¿cómo escribes el silencio? A que es difícil, listilla.
A nosotras nos basta con no decir ni pio. Chúpate esa.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Más allá del corral
Me trajeron de la feria en una caja, tenía las plumas teñidas de verde, por eso los niños de la finca, nada más verme, me llamaron Esmeralda.
Las otras gallinas del corral me miraban por encima del ala y no hicieron ni la más mínima intención de acercarse a darme la bienvenida al corral. Me hice un hueco en un rincón y me eché a dormir hasta que llegó el gallo pavoneándose delante de mí. Le extrañó que no le hiciera caso acostumbrado como estaba a que las demás besaran el suelo por el que pisa.
—Bueno, bueno, bueno ¿Qué tenemos por aquí? Dijo acercándose a mí.
—¡Si me pones una pluma encima te arranco la cresta! Cacareé con rabia.
Dio un respingo y se fue por donde había venido refunfuñando y criticando mi carácter, no sin antes prometer que ya me bajaría los humos.
Los niños venían todas las tardes a echarnos el maíz para comer. Nos volvíamos locas y comíamos hasta reventar. Pero un día me di cuenta, nos estaban cebando...
El amo venía cada miércoles, palpaba a tres o cuatro y siempre se llevaba a la más gordita. Gallina que salía, gallina que no volvía jamás. A las demás parecía darle igual pero yo, curiosa por naturaleza, empecé a investigar, tenía que saber que estaba pasando allí. ¿Dónde iban las elegidas?
Una tarde seguí al amo, llevaba una gallina en una mano y un cuchillo en la otra, llegó a la mesa de la cocina y ¡Zas! De un golpe certero acalló los cacareos de Fina para siempre, acto seguido empezó a desplumarla para meterla después en un caldero de agua hirviendo.
No sé cómo volví al corral. Una nausea recorría mi buche y la cabeza me daba vueltas, solo podía pensar en una cosa: tenía que salir de allí.
Mi plan era sencillo, llegar hasta la verja y de un salto pasar al otro lado. No era fácil mis alas no tenían fuerza y al tercer intento estaba agotada, entonces pensé que igual era mejor escarbar la tierra para hacer un agujero lo suficientemente grande que me permitiera pasar por debajo.
Mi trabajo debajo de la verja empezó a levantar sospechas entre mis compañeras y no dudaron en ir al gallo con el cuento.
Una tarde se acercó a mí y con tono paternalista me dijo:
—Esmeralda, Esmeraldita ¿Qué tramas, bonita? ¿No has entendido que aquí mando yo?
—Eres muy inocente, Inocencio, que te viene el nombre como anillo al dedo. Aquí manda el amo y he visto con mis propios ojos lo que es capaz de hacerle a las gallinas y a buen seguro no tendrá ningún problema en hacer lo mismo contigo, así que no te pongas tan gallito que conmigo te puedes ahorrar la chulería.
—Tú si que eres inocente, Esmeralda, desde que llegaste aquí no has puesto ni un huevo ¿Para que crees que sirves, si no es para hacer un buen caldo?
—No te equivoques, Inocencio, mi propósito en la vida no es poner huevos y para hacer un buen caldo primero me tienen que pescar, cosa que trato de evitar, por eso estoy haciendo este agujero.
—Muchos aires de grandeza te gastas tú. ¡No eres más que una gallina!
—Lo sé, pero soy una gallina con sueños y eso, amigo gallo, eso me hace grande.
Aurora Zarco
Grupo B
Gallinas
El pasado mes de junio, en el blog del Taller de Escritura Creativa de la Casa de las Conchas dedicado al libro titulado “El Zascandil”, apareció la diatriba ”Gilipollas” contra nosotras, firmada por un pretendido aprendiz de escritor llamado Manuel Medarde, del Grupo A. Con el fin de dar respuesta al compendio de insensateces vertidas en dicho escrito y aportar nuestra visión a la sarta de malas interpretaciones, falsas verdades e insultos gratuitos que contiene, hemos redactado este alegato para lavar el buen nombre de las gallinas, a pesar de que el mencionado panfleto, posible fruto de la edad avanzada del autor y su manifiesta chochera, es indigno de nuestra atención.
En primer lugar arremete contra nosotras por la manía de correr delante de los coches y atravesarnos por delante, a costa de jugarnos el pellejo, sin saber que se trataba del deporte nacional de las gallinas, por eso lo conocíamos las gallinas de todos los puntos de España. Este deporte requiere de un buen entrenamiento y nunca se practicaba hasta que se alcanzaba la destreza suficiente para no ser atropelladas. Muy pocas fueron alcanzadas por algún vehículo, siendo en la mayoría de los casos por culpa de conductores temerarios que infringían todas las normas de circulación. Por supuesto, un deporte de bastante menos riesgo que correr en los encierros, saltar delante de un tren o practicar salto base.
En otro momento nos ataca porque cacareamos. ¡Pues claro que cacarear es algo peyorativo cuando se aplica a un humano! ¡Faltaría más, dado lo que les gusta utilizar palabras vacías! Nosotras cacareamos porque es nuestra forma natural de manifestarnos. Así nos comunicamos y así nos expresamos. No somos nosotras las necias, lo son quienes quieren que lo hagamos de otra forma y nos critican por ello. Por cierto, que si cacareamos cuando ponemos un huevo no es para atraer a los depredadores, es para avisar a nuestros amos de que ya hemos cumplido con el trabajo y pueden recoger el fruto ¡Desagradecido, que nos criticas por ello!
No contento con lo anteriormente expuesto, el ínclito autor se acerca peligrosamente al racismo al criticarnos por nuestra pequeña cabeza y nuestro culo gordo. Nuestra cabeza no es grande, pero la utilizamos al completo, no como sus congéneres, que tienen un gran cabezón pero parece que solo les funciona una mínima parte. Y si huimos del que nos da de comer no es por estupidez, es porque conocemos a los humanos y si los dejas acercarse te atizan una patada o te agarran y te meten en la cazuela. En cuanto a escarbar y echarnos la tierra encima, parece que el autor desconoce que así encontramos nuestros mejores alimentos y que a las aves nos vienen muy bien los baños de tierra y arena para desparasitarnos.
El desconocimiento le hace tomarla con nuestras cloacas, cuando es una cavidad muy práctica que compartimos con anfibios, reptiles, algunos mamíferos y peces y casi todas las aves. Un solo agujero para evitar cistitis, hongos, almorranas y todos los padecimientos que los humanos tienen por sus conductos de evacuación.
También nos han molestado especialmente los comentarios sobre los gallineros. Si a los humanos se les antoja amontonarse para ver una película o a un grupo de desgreñados dando gritos, ¡allá ellos! Pero que dejen en paz el buen nombre de las gallinas. Nosotras dormimos apretadas porque así nos obligan a estar aunque no nos apetezca. De todas formas, no somos tontas y nos damos cuenta de la ventaja que supone cuando aprieta el frío. Y de paso se mete con los pingüinos, aunque dice que son buena gente, pero les insulta y critica su forma de vida, que si se han ido a la Antártida a lo mejor ha sido para evitar el contacto con los humanos, lo que puede ser un poco incómodo pero parece de lo más inteligente.
Lo de la “Gallinita ciega” también tiene tela. Tendrían que haberle puesto el “Hombrecito ciego”, que de eso va. A nosotras no se nos hubiera ocurrido nunca un jueguecito como ese para reírnos de una compañera. Esto también viene a colación con el tema de la maldad de las gallinas. Efectivamente, algunas gallinas agresivas atacan a compañeras caídas en desgracia, pero son casos aislados y a cuenta de eso nos han colgado el sambenito. ¡Qué podríamos nosotras decir de los humanos! Basta con ver un telediario para saber en realidad quienes son los malvados, que hablando de maldad parece que la han inventado ellos.
Para rematar, el susodicho se permite el lujo de compararnos con ellos, concluyendo que una polla es una gallina joven y “engreída”. Para su información, una polla es una gallina nueva, que no pone huevos o que hace poco tiempo que ha empezado a ponerlos. Calificarla a la ligera de engreída, es una licencia malintencionada que se ha tomado con alevosía contra las gallinas jóvenes.
Pretendido aprendiz de escritor, más te valdría colgar la pluma, dedicarte a otra cosa y olvidarte de nosotras, que seguiremos tan felices sin ti, con nuestra vida sencilla y cuidando de nuestras plumas.
Manuel Medarde
Grupo A
Inteligencia oculta
Se lo dejé clarito en el corral a todo el que quisiera escucharme.
Mejor dicho: a toda la que quisiera escucharme, que no voy ahora a dejarme el género femenino en el tintero por un solo elemento varón que tengamos en el grupo.
Y mucho menos por Andrés, que no deja de ser un machirulo y un soberbio, siempre pavoneándose, como si no lo tuviéramos ya más que visto.
No pienso ponérselo fácil, tengo declarado a menudo. Si me escogen para la comida uno de estos domingos, como poco, les voy a dar trabajo.
Y he cumplido mi palabra. Dejé que me trajeran hasta la cocina tranquilamente y sin armar jaleo, y me he quedado todo el tiempo en un rincón. Nadie me hizo caso a partir de entonces.
Hasta ahí todo fácil, porque con el sambenito que tenemos de poco (muy poco) listas nadie nos imagina malicia, ni capacidad para planear una huida, y menos una del tipo Bonnie and Clyde, como la que pergeñé.
Yo tenía claro que el factor sorpresa era decisivo y salí volando - o haciendo esto que hacemos las gallinas, que puede resultar práctico, pero no elegante - en cuanto he visto la oportunidad.
Si me han atrapado ha sido porque no anticipé la baja forma física en la que me encontraba, de modo que hasta el monstruo ese que me ha perseguido ha sido capaz de darme caza.
Cuando ya desesperaba de volver a intentarlo, he hecho uso de esa listura o inteligencia oculta que digo que tenemos, mal que les pese a los humanos, y he visto claro que la niña podía ser mi salvación.
Y así ha sido.
En cuanto he puesto el huevo, la niña, y detrás el padre han decidido perdonarme la vida, por mor de mi aparente maternidad sobrevenida.
Aparente, porque lo que ellos no sabían es que de maternidad poco, porque, y creo que ya he dejado clara mi opinión sobre Andrés, no he permitido que se me acercara en las últimas tres semanas. Por tonto y por chulo. Ese huevo solo sirve para hacer una tortilla.
Llevo alargando la pantomima de la incubación un buen trecho y me da que la discusión familiar que estoy oyendo, de todos contra la niña, va acabar al final con mis días, pero, con toda esta tontería, he durado un rato más, y me lo he pasado bárbaro.
Carlos Coca Senande
Grupo A
La gallina autoconsciente
Comencemos dejando las cosas claras: una gallina no puede comunicarse con los humanos, así que necesita un transcriptor (y el que me ha tocado se las trae…). Por lo tanto, este escrito es una licencia humana, un divertimento de esa especie animal que nos juzga, nos subestima, nos reproduce a su antojo (ha hecho finalmente que la nuestra acabe siendo la especie aviar más extendida y superpoblada del mundo) y todo para aprovechar nuestra carne y nuestros proyectos de vida que se zampa de diversas y múltiples formas. Supongamos, entonces, que soy una gallina que escribe y que va a contar una aventura que, además, es ficticia y producto de la imaginación de una escritora que nos subestimaba. Pero eso lo dejaré para el final.
Quedamos, entonces, en que soy una gallina. Los humanos me denominan pretenciosamente como gallus domesticus. Y ahí comienzan los malentendidos, en el hecho de que hemos sido domesticadas. Como nos encuentran desde hace milenios en sus corrales, ignoran u olvidan nuestra naturaleza como nada más y nada menos que aves como cualesquiera otras. Por eso se espantan cuando nos ven volar (gallináceo es un modo peyorativo de referirse a cualquier vuelo torpe) y encaramarnos a lugares altos. También cuando mostramos conductas inteligentes que les descolocan y les hacen encoger los hombros como diciendo que se habrán equivocado al observarnos.
Por otra parte, aunque no se sabe si viene de la misma raíz indoeuropea, gallus es el apelativo por el que se conoce a los franceses. El gallo es el animal totémico de ese país llamado Galia o Francia. No me pregunten nada más al respecto, que no soy más que una ignorante ave.
Ven ustedes, una gallina no es demasiado sabia, pero los diletantes humanos utilizan cualquier pretexto, ahora a mí, para demostrar lo superiores que son a cualquier animal (a todos les llaman “inferiores”), e incluso lo superiores que son al resto de sus congéneres. Muchos (mi transcriptor entre ellos) deberían recordar (aunque primero debían conocerlo) el aforismo de Stanislaw Jerzy Lec: “Hay en él un enorme vacío repleto de erudición”.
Sea como sea, voy a contarles lo que dice aquella narradora brasileña que ocurrió: Parece ser que habían decidido asesinarme con premeditación y consumir mi cuerpo; bueno, sólo ciertas partes de mi anatomía, que mis plumas, mis patas, mi cabeza y mi piel no les suelen interesar. Me cogieron a traición del palo en el que estaba posada muy tranquila aquella mañana departiendo con mis compañeras de corral. Entre paréntesis, otra expresión peyorativa: “Tiene más, eufemísticamente, suciedad que el palo de un gallinero”. En mi caso, afirmación rotundamente falsa y falaz. Bueno, pues me arrancan de ahí y me transportan a una cocina. Soy una simple gallina, pero me di cuenta de que la cosa iba mal, así que, tras unas cuantas dudas y, por qué no decirlo, un miedo pánico, decidí poner tierra de por medio, y así emprendí el vuelo. Acabé en un tejado entre la histeria de la gente de la casa. No puedo dejar de señalar la placentera sensación que me embargó entonces: desde ahí arriba todo parecía tan pequeño…
Hasta que un energúmeno con poca ropa me persiguió rompiendo y descolocando tejas de varias casas y, tras un infame hostigamiento, consiguió atraparme. En mi descargo, debo decir que el vuelo y las carreras me habían dejado exhausta, ya que nunca hice ejercicio sistemático, mientras que el sujeto que me atrapó va al gimnasio un día sí y otro también. En fin, no acabó bien la cosa. De hecho, me transportó de mala manera desde el tejado, lastimándome además un ala, que aún me duele, y me arrojó al suelo de la cocina con gestos de triunfo y de desprecio. Aunque protesté tímidamente, y me dio tiempo a rectificar mi postura para no acabar estrellada contra una baldosa, vi en las caras de los humanos presentes una repugnante sonrisa de superioridad y de satisfacción, que atribuí a que anticipaban depravados placeres culinarios.
Del mismo modo que el intestino de algunos humanos se vuelve incontinente en situaciones de lo que llaman “ansiedad”, mi incontinencia ante el estrés padecido produjo un proyecto de vida, es decir, puse un huevo. Algo tan natural desarboló a aquella gente hasta el punto de que la pequeña de la casa se conmiseró de mí. Aproveché para hacerme la tonta y fingí empollar el huevo. Tuve un éxito apoteósico. Los humanos son caprichosos, volubles e incomprensibles, y aquél que me persiguió, me capturó y me maltrató se constituyó en mi más conspicuo defensor (mi transcriptor se quiere lucir a mi costa utilizando palabrería humana, que esa es otra…). De modo que comenzó un periodo de mi vida, que dura hasta este momento, cómodo y tranquilo. Quienes antes me miraban con superioridad, ahora me miran sonrientes. Yo me hago la tonta y sigo a lo mío.
He de señalar, al final de mi relato, que la autora que contó mi historia no sabía casi nada de gallinas. Utiliza al final, refiriéndose a mí, la expresión “cabeza de gallina”, clásicamente italiana. En el país desde el que escribe mi transcriptor, los españoles usan “cabeza de chorlito”, una nueva injusticia, ya que alude a una pequeña ave migratoria sumamente hábil. Tal vez esa expresión refleje las inveteradas dificultades de los humanos con los emigrantes. Ya digo, no puedo comprender bien a los miembros de esa venal especie. Por otra parte, me resulta poco comprensible que la literata brasileña prefiera la insultante expresión de los transalpinos. En fin. Si aquella escritora continuase entre nosotros, le recomendaría, para la necesaria fase de corrección de su manuscrito, la lectura de un artículo de la profesora Lori Marino, neurocientífica y experta en conducta e inteligencia animal[1], y cuyo título mi transcriptor se ha negado a traducir. Allí se aclara por qué soy capaz de recordar actualmente mi periplo por los tejados y mi experiencia de temor; también la de mi actual tranquilidad, y cómo pude transitar de mi miedo de entonces a mi esperanza en el futuro. Difícilmente se puede justificar, por otra parte, lo pedante e inaguantable que resulta quien transcribe aquí mi experiencia. Pero una simple gallina no puede escribir, así que solo le queda soportar la inefable prosa del humano que narra mi aventura.
Pero ¿qué veo? ¿Quiénes se acercan con caras y gestos aviesos y cargados de malas intenciones?
¡No, por favor!
¡Traidores, inconstantes e inestables humanos!
¡No se puede una fiar de nadi
[1] Marino, L (2017). Thinking chickens: a review of cognition, emotion, and behavior in the domestic chicken. Animal Cognition (20), 127–147
En la sesión del taller de escritura creativa hablamos del punto de vista narrativo y centramos la sesión en la visión estereoscópica y el narrador múltiple. Para ello comentamos el cuento de Ryunosuke Akutagawa titulado "En el bosque". El genial Akira Kurosawa tomó prestada esta historia y otra del mismo autor titulada "Rashomon" para hacer la película homónima "Rashomon".
Fue divertido comentar el texto y tratar de llegar a una conclusión, a una verdad pero no fuimos capaces. Quizá fuera ese el propósito del autor. Contar la historia para que cada lector concluyese su propia verdad. La resolución no parece ser lo interesante en el cuento. La narración de la historia, con sus diferentes protagonistas, prevalece sobre un posible y único final.
Recomendamos un material de la escuela de escritura de Fuentetaja para conocer el uso de los distintos narradores en una historia y cómo varían el punto de vista. Puedes descargar el documento este enlace.
Tarea de escritura
Leímos en la sesión el texto titulado "Una gallina" de Clarice Lispector y propusimos reescribir el texto desde el punto de vista de la gallina, en primera persona. Sugerimos la posibilidad de recrear los diferentes estados de ánimo del animal (del miedo a la ternura, pasando por el humor) y limitamos la capacidad de invención a lo que especificado en la escena: con los mismos escenarios y los mismos protagonistas.
Por último apuntamos la posibilidad de poner nombre a la protagonista.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
Canción desesperada de una gallina desconfiada llamada Rosalía
Cocorico cocorico
De domingo a mi me visten
una mañana de calma,
todos al hogar asisten,
allí se acobarda mi alma.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
No conocen mis anhelos
ni mi gran sabiduría,
y pronto levanto el vuelo,
freno la carnicería.
Ponen cara de gallina,
ninguno lo vio venir,
me escapo de la cocina,
habrá más donde elegir.
De un tejado a otro tejado,
yo quiero salvar mi vida,
la libertad no es pecado,
esto es una despedida.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Iba creyendo en mi misma,
me despisté de repente,
casi me rompo la crisma,
y me agarró por la frente.
Por un ala me cargó,
yo alelada y él triunfante,
el milagro sucedió:
con un huevo fue bastante.
Patidifusa me quedo.
La niña pegó unos gritos.
Yo pensaba que era un pedo,
y no importaba ni un pito.
Cocorico cocorico Cocorico coricó.
¡Qué alegría, qué alboroto!
con cariño me trataban,
y ya una caricia noto,
y que ya no me mataban.
La madre se encoge de hombros,
la niña juega conmigo,
la casa de guano alfombro
y el padre se hace mi amigo.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Pero no me fío de estos,
ya pasan de mi otra vez,
vacía observo sus gestos,
ya no tengo validez.
Adiós ríos, adiós fontes,
es lo que quiero cantar,
sin mirar el horizonte
a mí me van a matar.
Cocorico cocorico
Cocorico coricó.
Marisa Sánchez
Grupo C
¡Qué susto!
Me duele más que me califiquen como cobarde a que me llamen gallina. Lo primero aún está por demostrar; de lo segundo estoy segura. Además, y que conste, siempre he ido por el gallinero con la cresta bien alta. Por ello me duele mucho que los humanos tiren de nuestros caldos y de las pepitorias para los remedios maternos y gastronómicos. Ya sé que lo que me espera en la cocina después de salir de esta cesta de mimbre es el cuchillo o un giro agresivo de mi cuello. Pero me importa un huevo, nunca peor dicho. Lucharé hasta el último cacareo de mi vida para que nosotras lleguemos a tener también alguna veleta digna o torre de catedral desde la que desafiar a la historia y a los vientos. Es triste terminar los últimos momentos en una cazuela. Se me pone carne de gallina solo de pensarlo.
Al final todo quedó en un susto. Cuando salí de la cesta me encontré rodeada de ovejas, un burro, una vaca, incienso, mirra… Era mi primera vez en un nacimiento de guardería y, al regresar aquella noche volví a mi palo preferido del gallinero. No sabía si cacarear mi melodía favorita de las puestas o acercarme a dormir al nial. En el fondo, es verdad eso que dicen que “a la gallina y a la mujer le sobran nidos donde poner”. Me quedo más tranquila: en Semana Santa nadie se acordará de mí para representar las negaciones de san Pedro. Otro gallo cantará…
Francisco A. Martín Iglesias
Grupo A
La gallina
Un día empezó todo, como empiezan todas las relaciones, mi relación de convivencia con ella, Maruxa. fue inolvidable.
Llegó como un regalo cuando era una estudiante y compartía piso con otras. Durante una temporada cambió mi vida.
No me atrevía ni a moverme, en su presencia, con su mirada me sentía totalmente paralizada, no sé porque, entonces decidimos sacarla al balcón durante el día y ella se paseaba por la Ls para sorpresa de los viandantes
Por la noche la llevábamos al baño, a la bañera, corríamos la cortina.
Cuando me despertaba por la noche, e iba al baño me daba auténtico miedo que saltara y me picara.
De repente decidí deshacerme de ella, no ponía huevos, me asustaba, me miraba y se aburría sola.
Matarla no por favor. Como nunca fui capaz de matar ni una cucaracha decidimos llevarla al campo de nuevo, allí donde empezó la historia.
Pero como podíamos abandonarla sola en mitad del campo a merced de gatos, perros y otros animales que iban a comérsela, pobre.
Miramos granjas en nuestro alrededor y encontramos una yendo al cementerio, y allí fuimos otra amiga y yo a llevarla en brazos, yo no pude ni despedirme de ella cogiéndola en brazos, el pánico se apoderaba de mi.
Preguntamos a una señora que salió a recibirnos si querían a nuestra Maruxa y nos dijo, “bienvenida”
Carmen Lazcano
Grupo B
El cuento de la gallina
Querida Clarice:
Al recibo de la presente yo ya estaré muerta. Bien lo sabes tú, que me mataste en tu relato, aunque sólo puedo estarte agradecida; al principio del cuento me indultaste, dándome así unos años más de vida, feliz, hasta donde puede ser feliz una gallina (pero más que el bicho humano, seguramente).
De algún modo escribiste mi biografía, lo que es todo un honor para las de mi especie, que no estamos acostumbradas a que nos presten mucha atención. Ni los ornitólogos se ocupan de nosotras, dedicados a la aristocracia de las aves; las gallinas para ellos parece que no somos otra cosa que pequeñas pajarracas comemierda. Para ti, sin embargo, fuimos uno de los motivos recurrentes de tus maravillosas historias. Junto a otros animalillos, generalmente domésticos, la metaliteratura -no sé muy bien lo que eso significa, lo reconozco-, las hembras de tu especie (novias, esposas, madres -tú la primera-) y, cómo no, tus propios cachorros, media vida dedicaste a cuidar de tus crías.
Así que de todo corazón -tan pequeño en un plato, pero lleno de tibieza, qué bien nos conoces-, gracias.
Pero lo cortés no quita lo valiente, y como no tengo plumas en la lengua, te diré que me ha sentado bastante mal que caigas en el fácil tópico de que somos muy tontas. Y los de tu especie, qué, matándoos por cualquier motivo -o sin motivo ninguno- y echando a perder el planeta, o sea tirando piedras contra el tejado de vuestro corral. En eso sí que sois originales, hay que cloquearlo, a ningún otro ser vivo se le ocurre semejante estupidez. Homo sapiens, pues menos mal.
Y tú, que sabes tanto -una de las mejores escritoras de cuentos del siglo XX, lo digo sin titubeos, aunque siga moviendo la cabeza que sí, que no, que sí, que no- dime: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?
Reconoce que ante los grandes dilemas de la existencia no habéis avanzado gran cosa con vuestros cerebros reptilianos (y poco más). Os quedáis como bobos, igual que nosotras, o sea que menos humos.
¿Esquivas?, vale, pero tratándose de vosotros es una señal de inteligencia, ¿o no?, ¿quién quiere ser caldo de gallina? Por cierto, qué desprecio y discriminación. No hacéis caldo de caviar, o de paté de foie -nuestras primas aristocráticas-, o de lonchas de jamón ibérico cortadas a cuchillo. Pero tú gallina -decís- no quieres caldo, pues toma dos tazas.
Sí es verdad que las hembras de tu especie, y tú fuiste una pionera, habéis conseguido meter en cintura a vuestros machos, gallitos asilvestrados como los nuestros, dedicados a exhibir sus crestas y a perseguirnos como brutos, sin pedir las cosas con un poco de por favor. Si estamos dispuestas, pero hombre, qué menos que nos tratéis con respeto y delicadeza, como las señoritas que somos. Si fuéramos mantis religiosas, otro gallo cantaría, os ibais a quedar como pollos sin cabeza.
En fin, esa soberbia de tu especie, veamos otro pequeño detalle antes del cocoricó final.
Tú, como escritora -y maravillosa, lo cacaraqueo a los cuatro vientos- dime, ¿cómo escribes el silencio? A que es difícil, listilla.
A nosotras nos basta con no decir ni pio. Chúpate esa.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Más allá del corral
Me trajeron de la feria en una caja, tenía las plumas teñidas de verde, por eso los niños de la finca, nada más verme, me llamaron Esmeralda.
Las otras gallinas del corral me miraban por encima del ala y no hicieron ni la más mínima intención de acercarse a darme la bienvenida al corral. Me hice un hueco en un rincón y me eché a dormir hasta que llegó el gallo pavoneándose delante de mí. Le extrañó que no le hiciera caso acostumbrado como estaba a que las demás besaran el suelo por el que pisa.
—Bueno, bueno, bueno ¿Qué tenemos por aquí? Dijo acercándose a mí.
—¡Si me pones una pluma encima te arranco la cresta! Cacareé con rabia.
Dio un respingo y se fue por donde había venido refunfuñando y criticando mi carácter, no sin antes prometer que ya me bajaría los humos.
Los niños venían todas las tardes a echarnos el maíz para comer. Nos volvíamos locas y comíamos hasta reventar. Pero un día me di cuenta, nos estaban cebando...
El amo venía cada miércoles, palpaba a tres o cuatro y siempre se llevaba a la más gordita. Gallina que salía, gallina que no volvía jamás. A las demás parecía darle igual pero yo, curiosa por naturaleza, empecé a investigar, tenía que saber que estaba pasando allí. ¿Dónde iban las elegidas?
Una tarde seguí al amo, llevaba una gallina en una mano y un cuchillo en la otra, llegó a la mesa de la cocina y ¡Zas! De un golpe certero acalló los cacareos de Fina para siempre, acto seguido empezó a desplumarla para meterla después en un caldero de agua hirviendo.
No sé cómo volví al corral. Una nausea recorría mi buche y la cabeza me daba vueltas, solo podía pensar en una cosa: tenía que salir de allí.
Mi plan era sencillo, llegar hasta la verja y de un salto pasar al otro lado. No era fácil mis alas no tenían fuerza y al tercer intento estaba agotada, entonces pensé que igual era mejor escarbar la tierra para hacer un agujero lo suficientemente grande que me permitiera pasar por debajo.
Mi trabajo debajo de la verja empezó a levantar sospechas entre mis compañeras y no dudaron en ir al gallo con el cuento.
Una tarde se acercó a mí y con tono paternalista me dijo:
—Esmeralda, Esmeraldita ¿Qué tramas, bonita? ¿No has entendido que aquí mando yo?
—Eres muy inocente, Inocencio, que te viene el nombre como anillo al dedo. Aquí manda el amo y he visto con mis propios ojos lo que es capaz de hacerle a las gallinas y a buen seguro no tendrá ningún problema en hacer lo mismo contigo, así que no te pongas tan gallito que conmigo te puedes ahorrar la chulería.
—Tú si que eres inocente, Esmeralda, desde que llegaste aquí no has puesto ni un huevo ¿Para que crees que sirves, si no es para hacer un buen caldo?
—No te equivoques, Inocencio, mi propósito en la vida no es poner huevos y para hacer un buen caldo primero me tienen que pescar, cosa que trato de evitar, por eso estoy haciendo este agujero.
—Muchos aires de grandeza te gastas tú. ¡No eres más que una gallina!
—Lo sé, pero soy una gallina con sueños y eso, amigo gallo, eso me hace grande.
Aurora Zarco
Grupo B
Gallinas
El pasado mes de junio, en el blog del Taller de Escritura Creativa de la Casa de las Conchas dedicado al libro titulado “El Zascandil”, apareció la diatriba ”Gilipollas” contra nosotras, firmada por un pretendido aprendiz de escritor llamado Manuel Medarde, del Grupo A. Con el fin de dar respuesta al compendio de insensateces vertidas en dicho escrito y aportar nuestra visión a la sarta de malas interpretaciones, falsas verdades e insultos gratuitos que contiene, hemos redactado este alegato para lavar el buen nombre de las gallinas, a pesar de que el mencionado panfleto, posible fruto de la edad avanzada del autor y su manifiesta chochera, es indigno de nuestra atención.
En primer lugar arremete contra nosotras por la manía de correr delante de los coches y atravesarnos por delante, a costa de jugarnos el pellejo, sin saber que se trataba del deporte nacional de las gallinas, por eso lo conocíamos las gallinas de todos los puntos de España. Este deporte requiere de un buen entrenamiento y nunca se practicaba hasta que se alcanzaba la destreza suficiente para no ser atropelladas. Muy pocas fueron alcanzadas por algún vehículo, siendo en la mayoría de los casos por culpa de conductores temerarios que infringían todas las normas de circulación. Por supuesto, un deporte de bastante menos riesgo que correr en los encierros, saltar delante de un tren o practicar salto base.
En otro momento nos ataca porque cacareamos. ¡Pues claro que cacarear es algo peyorativo cuando se aplica a un humano! ¡Faltaría más, dado lo que les gusta utilizar palabras vacías! Nosotras cacareamos porque es nuestra forma natural de manifestarnos. Así nos comunicamos y así nos expresamos. No somos nosotras las necias, lo son quienes quieren que lo hagamos de otra forma y nos critican por ello. Por cierto, que si cacareamos cuando ponemos un huevo no es para atraer a los depredadores, es para avisar a nuestros amos de que ya hemos cumplido con el trabajo y pueden recoger el fruto ¡Desagradecido, que nos criticas por ello!
No contento con lo anteriormente expuesto, el ínclito autor se acerca peligrosamente al racismo al criticarnos por nuestra pequeña cabeza y nuestro culo gordo. Nuestra cabeza no es grande, pero la utilizamos al completo, no como sus congéneres, que tienen un gran cabezón pero parece que solo les funciona una mínima parte. Y si huimos del que nos da de comer no es por estupidez, es porque conocemos a los humanos y si los dejas acercarse te atizan una patada o te agarran y te meten en la cazuela. En cuanto a escarbar y echarnos la tierra encima, parece que el autor desconoce que así encontramos nuestros mejores alimentos y que a las aves nos vienen muy bien los baños de tierra y arena para desparasitarnos.
El desconocimiento le hace tomarla con nuestras cloacas, cuando es una cavidad muy práctica que compartimos con anfibios, reptiles, algunos mamíferos y peces y casi todas las aves. Un solo agujero para evitar cistitis, hongos, almorranas y todos los padecimientos que los humanos tienen por sus conductos de evacuación.
También nos han molestado especialmente los comentarios sobre los gallineros. Si a los humanos se les antoja amontonarse para ver una película o a un grupo de desgreñados dando gritos, ¡allá ellos! Pero que dejen en paz el buen nombre de las gallinas. Nosotras dormimos apretadas porque así nos obligan a estar aunque no nos apetezca. De todas formas, no somos tontas y nos damos cuenta de la ventaja que supone cuando aprieta el frío. Y de paso se mete con los pingüinos, aunque dice que son buena gente, pero les insulta y critica su forma de vida, que si se han ido a la Antártida a lo mejor ha sido para evitar el contacto con los humanos, lo que puede ser un poco incómodo pero parece de lo más inteligente.
Lo de la “Gallinita ciega” también tiene tela. Tendrían que haberle puesto el “Hombrecito ciego”, que de eso va. A nosotras no se nos hubiera ocurrido nunca un jueguecito como ese para reírnos de una compañera. Esto también viene a colación con el tema de la maldad de las gallinas. Efectivamente, algunas gallinas agresivas atacan a compañeras caídas en desgracia, pero son casos aislados y a cuenta de eso nos han colgado el sambenito. ¡Qué podríamos nosotras decir de los humanos! Basta con ver un telediario para saber en realidad quienes son los malvados, que hablando de maldad parece que la han inventado ellos.
Para rematar, el susodicho se permite el lujo de compararnos con ellos, concluyendo que una polla es una gallina joven y “engreída”. Para su información, una polla es una gallina nueva, que no pone huevos o que hace poco tiempo que ha empezado a ponerlos. Calificarla a la ligera de engreída, es una licencia malintencionada que se ha tomado con alevosía contra las gallinas jóvenes.
Pretendido aprendiz de escritor, más te valdría colgar la pluma, dedicarte a otra cosa y olvidarte de nosotras, que seguiremos tan felices sin ti, con nuestra vida sencilla y cuidando de nuestras plumas.
Manuel Medarde
Grupo A
Inteligencia oculta
Se lo dejé clarito en el corral a todo el que quisiera escucharme.
Mejor dicho: a toda la que quisiera escucharme, que no voy ahora a dejarme el género femenino en el tintero por un solo elemento varón que tengamos en el grupo.
Y mucho menos por Andrés, que no deja de ser un machirulo y un soberbio, siempre pavoneándose, como si no lo tuviéramos ya más que visto.
No pienso ponérselo fácil, tengo declarado a menudo. Si me escogen para la comida uno de estos domingos, como poco, les voy a dar trabajo.
Y he cumplido mi palabra. Dejé que me trajeran hasta la cocina tranquilamente y sin armar jaleo, y me he quedado todo el tiempo en un rincón. Nadie me hizo caso a partir de entonces.
Hasta ahí todo fácil, porque con el sambenito que tenemos de poco (muy poco) listas nadie nos imagina malicia, ni capacidad para planear una huida, y menos una del tipo Bonnie and Clyde, como la que pergeñé.
Yo tenía claro que el factor sorpresa era decisivo y salí volando - o haciendo esto que hacemos las gallinas, que puede resultar práctico, pero no elegante - en cuanto he visto la oportunidad.
Si me han atrapado ha sido porque no anticipé la baja forma física en la que me encontraba, de modo que hasta el monstruo ese que me ha perseguido ha sido capaz de darme caza.
Cuando ya desesperaba de volver a intentarlo, he hecho uso de esa listura o inteligencia oculta que digo que tenemos, mal que les pese a los humanos, y he visto claro que la niña podía ser mi salvación.
Y así ha sido.
En cuanto he puesto el huevo, la niña, y detrás el padre han decidido perdonarme la vida, por mor de mi aparente maternidad sobrevenida.
Aparente, porque lo que ellos no sabían es que de maternidad poco, porque, y creo que ya he dejado clara mi opinión sobre Andrés, no he permitido que se me acercara en las últimas tres semanas. Por tonto y por chulo. Ese huevo solo sirve para hacer una tortilla.
Llevo alargando la pantomima de la incubación un buen trecho y me da que la discusión familiar que estoy oyendo, de todos contra la niña, va acabar al final con mis días, pero, con toda esta tontería, he durado un rato más, y me lo he pasado bárbaro.
Carlos Coca Senande
Grupo A
La gallina autoconsciente
Comencemos dejando las cosas claras: una gallina no puede comunicarse con los humanos, así que necesita un transcriptor (y el que me ha tocado se las trae…). Por lo tanto, este escrito es una licencia humana, un divertimento de esa especie animal que nos juzga, nos subestima, nos reproduce a su antojo (ha hecho finalmente que la nuestra acabe siendo la especie aviar más extendida y superpoblada del mundo) y todo para aprovechar nuestra carne y nuestros proyectos de vida que se zampa de diversas y múltiples formas. Supongamos, entonces, que soy una gallina que escribe y que va a contar una aventura que, además, es ficticia y producto de la imaginación de una escritora que nos subestimaba. Pero eso lo dejaré para el final.
Quedamos, entonces, en que soy una gallina. Los humanos me denominan pretenciosamente como gallus domesticus. Y ahí comienzan los malentendidos, en el hecho de que hemos sido domesticadas. Como nos encuentran desde hace milenios en sus corrales, ignoran u olvidan nuestra naturaleza como nada más y nada menos que aves como cualesquiera otras. Por eso se espantan cuando nos ven volar (gallináceo es un modo peyorativo de referirse a cualquier vuelo torpe) y encaramarnos a lugares altos. También cuando mostramos conductas inteligentes que les descolocan y les hacen encoger los hombros como diciendo que se habrán equivocado al observarnos.
Por otra parte, aunque no se sabe si viene de la misma raíz indoeuropea, gallus es el apelativo por el que se conoce a los franceses. El gallo es el animal totémico de ese país llamado Galia o Francia. No me pregunten nada más al respecto, que no soy más que una ignorante ave.
Ven ustedes, una gallina no es demasiado sabia, pero los diletantes humanos utilizan cualquier pretexto, ahora a mí, para demostrar lo superiores que son a cualquier animal (a todos les llaman “inferiores”), e incluso lo superiores que son al resto de sus congéneres. Muchos (mi transcriptor entre ellos) deberían recordar (aunque primero debían conocerlo) el aforismo de Stanislaw Jerzy Lec: “Hay en él un enorme vacío repleto de erudición”.
Sea como sea, voy a contarles lo que dice aquella narradora brasileña que ocurrió: Parece ser que habían decidido asesinarme con premeditación y consumir mi cuerpo; bueno, sólo ciertas partes de mi anatomía, que mis plumas, mis patas, mi cabeza y mi piel no les suelen interesar. Me cogieron a traición del palo en el que estaba posada muy tranquila aquella mañana departiendo con mis compañeras de corral. Entre paréntesis, otra expresión peyorativa: “Tiene más, eufemísticamente, suciedad que el palo de un gallinero”. En mi caso, afirmación rotundamente falsa y falaz. Bueno, pues me arrancan de ahí y me transportan a una cocina. Soy una simple gallina, pero me di cuenta de que la cosa iba mal, así que, tras unas cuantas dudas y, por qué no decirlo, un miedo pánico, decidí poner tierra de por medio, y así emprendí el vuelo. Acabé en un tejado entre la histeria de la gente de la casa. No puedo dejar de señalar la placentera sensación que me embargó entonces: desde ahí arriba todo parecía tan pequeño…
Hasta que un energúmeno con poca ropa me persiguió rompiendo y descolocando tejas de varias casas y, tras un infame hostigamiento, consiguió atraparme. En mi descargo, debo decir que el vuelo y las carreras me habían dejado exhausta, ya que nunca hice ejercicio sistemático, mientras que el sujeto que me atrapó va al gimnasio un día sí y otro también. En fin, no acabó bien la cosa. De hecho, me transportó de mala manera desde el tejado, lastimándome además un ala, que aún me duele, y me arrojó al suelo de la cocina con gestos de triunfo y de desprecio. Aunque protesté tímidamente, y me dio tiempo a rectificar mi postura para no acabar estrellada contra una baldosa, vi en las caras de los humanos presentes una repugnante sonrisa de superioridad y de satisfacción, que atribuí a que anticipaban depravados placeres culinarios.
Del mismo modo que el intestino de algunos humanos se vuelve incontinente en situaciones de lo que llaman “ansiedad”, mi incontinencia ante el estrés padecido produjo un proyecto de vida, es decir, puse un huevo. Algo tan natural desarboló a aquella gente hasta el punto de que la pequeña de la casa se conmiseró de mí. Aproveché para hacerme la tonta y fingí empollar el huevo. Tuve un éxito apoteósico. Los humanos son caprichosos, volubles e incomprensibles, y aquél que me persiguió, me capturó y me maltrató se constituyó en mi más conspicuo defensor (mi transcriptor se quiere lucir a mi costa utilizando palabrería humana, que esa es otra…). De modo que comenzó un periodo de mi vida, que dura hasta este momento, cómodo y tranquilo. Quienes antes me miraban con superioridad, ahora me miran sonrientes. Yo me hago la tonta y sigo a lo mío.
He de señalar, al final de mi relato, que la autora que contó mi historia no sabía casi nada de gallinas. Utiliza al final, refiriéndose a mí, la expresión “cabeza de gallina”, clásicamente italiana. En el país desde el que escribe mi transcriptor, los españoles usan “cabeza de chorlito”, una nueva injusticia, ya que alude a una pequeña ave migratoria sumamente hábil. Tal vez esa expresión refleje las inveteradas dificultades de los humanos con los emigrantes. Ya digo, no puedo comprender bien a los miembros de esa venal especie. Por otra parte, me resulta poco comprensible que la literata brasileña prefiera la insultante expresión de los transalpinos. En fin. Si aquella escritora continuase entre nosotros, le recomendaría, para la necesaria fase de corrección de su manuscrito, la lectura de un artículo de la profesora Lori Marino, neurocientífica y experta en conducta e inteligencia animal[1], y cuyo título mi transcriptor se ha negado a traducir. Allí se aclara por qué soy capaz de recordar actualmente mi periplo por los tejados y mi experiencia de temor; también la de mi actual tranquilidad, y cómo pude transitar de mi miedo de entonces a mi esperanza en el futuro. Difícilmente se puede justificar, por otra parte, lo pedante e inaguantable que resulta quien transcribe aquí mi experiencia. Pero una simple gallina no puede escribir, así que solo le queda soportar la inefable prosa del humano que narra mi aventura.
Pero ¿qué veo? ¿Quiénes se acercan con caras y gestos aviesos y cargados de malas intenciones?
¡No, por favor!
¡Traidores, inconstantes e inestables humanos!
¡No se puede una fiar de nadi
[1] Marino, L (2017). Thinking chickens: a review of cognition, emotion, and behavior in the domestic chicken. Animal Cognition (20), 127–147
Juan Delgado
Grupo A
La gallina Marcelina
La gallina Marcelina vivía en una cocina, era una gallina tranquila, apenas se movía, vivía inmersa en sus reflexiones. La que más le preocupaba era por qué de vez en cuando, generalmente los domingos, olía tanto a caldo de algo que ella intuía como connatural a su propia sustancia. Este olor era precedido por cacareos despavoridos seguidos de un golpe seco al que seguía el silencio…y luego venía ese olor tan conocido. ¿ Qué es lo que pasaba?
A veces oía voces de niños que pasaban a su lado y le decían con recochineo que iban a jugar a la gallinita ciega y daban traspiés chocando con las sillas y riendo como si fuera algo divertido. Fue entonces cuando se enteró de que ella era una gallina ciega, pero no sabía en qué consistía eso pues no había visto nunca nada. Ese día le confesaron que el domingo iría a la cazuela como las demás añadiendo que no se iba a salvar por ser ciega. La palabra cazuela le provocó pavor, pues esa era la palabra que oía después del golpe seco seguido del silencio :”¡ A la cazuela!”.
Llegó el fatídico domingo y la persiguieron por toda la cocina, pero la pobre Marcelina no tenía fácil la huida y se chocaba con todos los muebles, dando tumbos a diestro y siniestro. “Si parece que está borracha! -decían los niños- y ella pensaba : “¡ojalá! “ ¡dame de beber!”
De repente notó una ráfaga de aire y su instinto le indicó que allí había una salida, cogió impulso con el pecho y sus alas revolotearon en un tímido movimiento que la llevó al alféizar, desde donde pensó arrojarse al vacío,ya que estaba al borde de la extenuación. Súbitamente sintió un sobresalto, algo redondo y duro se movía dentro de ella…no, no era posible que fuera a dar a luz, del susto quedó patas arriba sobre el alféizar con la cabeza entumecida por los golpes y los ciegos ojos entornados . “¿ Cómo es posible, si no conozco gallo?”-pensaba. Entonces se acordó de aquel día cuando se le acercó tanto aquello que los niños llamaban gallo . Mientras recuperaba el sentido por el golpe salió el huevo , que casi cayó rodando al vacío, menos mal que los niños lo cogieron entusiasmados, pero Marcelina ya había decidido en su interior abandonar ese huevo y, a pesar de que los niños la colocaban una y otra vez sobre él para que lo incubara , ella se zafaba siempre cacareando de mala gana. La familia, horrorizada ante su actitud le gritaba :”¡mala madre! ¡vas a ir a la cazuela!
Pero Marcelina pensaba que había algo más importante que ir a la cazuela,que al fin y al cabo un domingo u otro todas las comunes gallinas, ciegas o no, acabarían en ella. Marcelina prefería olvidarlo y reflexionar sobre que también ella provenía de un huevo, y éste a su vez de una gallina. Se encontraba pensando qué fue primero cuando alcanzó a oir el temido golpe seco…. y después el silencio.
Pilar Sánchez Barbero
Grupo C
La gallina Marcelina
La gallina Marcelina vivía en una cocina, era una gallina tranquila, apenas se movía, vivía inmersa en sus reflexiones. La que más le preocupaba era por qué de vez en cuando, generalmente los domingos, olía tanto a caldo de algo que ella intuía como connatural a su propia sustancia. Este olor era precedido por cacareos despavoridos seguidos de un golpe seco al que seguía el silencio…y luego venía ese olor tan conocido. ¿ Qué es lo que pasaba?
A veces oía voces de niños que pasaban a su lado y le decían con recochineo que iban a jugar a la gallinita ciega y daban traspiés chocando con las sillas y riendo como si fuera algo divertido. Fue entonces cuando se enteró de que ella era una gallina ciega, pero no sabía en qué consistía eso pues no había visto nunca nada. Ese día le confesaron que el domingo iría a la cazuela como las demás añadiendo que no se iba a salvar por ser ciega. La palabra cazuela le provocó pavor, pues esa era la palabra que oía después del golpe seco seguido del silencio :”¡ A la cazuela!”.
Llegó el fatídico domingo y la persiguieron por toda la cocina, pero la pobre Marcelina no tenía fácil la huida y se chocaba con todos los muebles, dando tumbos a diestro y siniestro. “Si parece que está borracha! -decían los niños- y ella pensaba : “¡ojalá! “ ¡dame de beber!”
De repente notó una ráfaga de aire y su instinto le indicó que allí había una salida, cogió impulso con el pecho y sus alas revolotearon en un tímido movimiento que la llevó al alféizar, desde donde pensó arrojarse al vacío,ya que estaba al borde de la extenuación. Súbitamente sintió un sobresalto, algo redondo y duro se movía dentro de ella…no, no era posible que fuera a dar a luz, del susto quedó patas arriba sobre el alféizar con la cabeza entumecida por los golpes y los ciegos ojos entornados . “¿ Cómo es posible, si no conozco gallo?”-pensaba. Entonces se acordó de aquel día cuando se le acercó tanto aquello que los niños llamaban gallo . Mientras recuperaba el sentido por el golpe salió el huevo , que casi cayó rodando al vacío, menos mal que los niños lo cogieron entusiasmados, pero Marcelina ya había decidido en su interior abandonar ese huevo y, a pesar de que los niños la colocaban una y otra vez sobre él para que lo incubara , ella se zafaba siempre cacareando de mala gana. La familia, horrorizada ante su actitud le gritaba :”¡mala madre! ¡vas a ir a la cazuela!
Pero Marcelina pensaba que había algo más importante que ir a la cazuela,que al fin y al cabo un domingo u otro todas las comunes gallinas, ciegas o no, acabarían en ella. Marcelina prefería olvidarlo y reflexionar sobre que también ella provenía de un huevo, y éste a su vez de una gallina. Se encontraba pensando qué fue primero cuando alcanzó a oir el temido golpe seco…. y después el silencio.
Pilar Sánchez Barbero
Grupo C
La gallina Valentina
La niña miró como brillaban las plumas de Valentina, que apretaba sus cuartos traseros al ángulo del rincón más alejado de la mesa del desayuno, y con evidente satisfacción dijo:
-Los domingos siempre hace sol.
El padre se burló del comentario de la niña.
-Eso es porque te sientes feliz de no ir al cole.
Nadie más se volvió a mirar a Valentina. Tampoco ella tenía la intención de hacerse notar, por eso escondió su cabeza todo lo que pudo en el plumón de su cuello.
Por fin, todos salieron de la cocina sin darse cuenta que la ventana estaba abierta. Valentina sacó la cabeza de su emplumado refugio.
“No me lo puedo creer, se han olvidado de mí”.
“Ja, esta es mi oportunidad”, se dijo.
Y, reprimiendo el cacareo -pues no estaba el horno para bollos-, corrió hasta la ventana y desde allí saltó al muro de la casa. Con un esfuerzo sobre gallináceo consiguió llegar al muro del vecino. A pesar de sus raquíticas alas, cercenadas por siglos de cautiverio, había llegado a la frontera.
“¿Seré capaz de llegar a la promesa de los tejados libres?”
Se detuvo. Todavía nadie la había echado en falta y, por eso, se permitió un tímido cacareo, como cuando encontraba una lombriz entre la tierra del corral. Era su expresión de entusiasmo, aunque intencionalmente contenido para que la envidia del corral no le arrebatase su manjar.
¡Ay, ingenua! Ahí estuvo su perdición. El padre tenía la ventana del baño abierta mientras se afeitaba. Sorprendido por el tímido grito de triunfo, corrió a la cocina. El rincón estaba vacío. Excitado, corrió al armario a buscar su viejo pantalón de cazador. Su mirada se encendió, su cuerpo se tensó. Todos sus músculos se renovaron con la memoria de batidas triunfantes
“No habrá frontera que pueda frenar a un experimentado cazador”, pensó enardecido.
De salto en salto siguió el rastro de la aventurada gallina. En el borde del tercer tejado, pronta al salto que pondría a prueba sus tullidas alas, alcanzó a Valentina. Primero agarró un ala, luego sacó de su bolsillo un tozo de cuerda y la ató por sus tiernas axilas.
“¿Cómo había vuelto a su cautiverio?”, se preguntaba Valentina.
Ella, que persistente alertaba a sus congéneres del peligro de fiarse de los conatos de libertad:
-Dejad que piensen que nuestras cabezas se mueven mecánicamente sin sentido, que el Todopoderoso se olvidó de llenar de materia nuestro pequeño cráneo.
-Su ignorancia es nuestra salvación. Así, algún día, alguna de nosotras le ganará la partida al destino.
El renovado cazador llegó triunfante con su presa.
Valentina estaba conmocionada; su mente no era capaz de comprender cómo estaba otra vez en la cocina, la antesala de su perdición. Pero, he aquí su verdad: siglos de negación no habían vencido totalmente su resistencia. Su cuerpo, más rápido y real que su doblegada mente, reaccionó. Sus plumas se ahuecaron, su temperatura se elevó e inesperadamente puso un huevo.
Toda la familia se había reunido ante los gritos triunfantes del padre.
La niña, la misma que un día puso el nombre a Valentina cuando inesperadamente se acercó a picotear el cubo de maíz, fue la única que se dio cuenta. Era lo habitual: los mayores no perdían el tiempo mirando las gallinas, ni siquiera para escoger las más apetecibles en este caso. Y vio el huevo que Valentina, instintivamente, había puesto.
-¡Parad, parad todos por favor! -repetía angustiada-.
-Es una madre, ¿no os dais cuenta?
El movimiento se detuvo. La familia miró a la gallina, lo cual era sorprendente. El padre cavilaba, la madre y la cocinera se preguntaban por qué habría que parar, al fin y al cabo, esa noche alguien podría comer ese huevo frito.
El padre detuvo su paseo,
-Nadie puede tocar a esa gallina. Si eso ocurre, dejaré automáticamente de comer carne, dijo.
Y su palabra se respetó, como era costumbre.
Valentina respiró profundamente
“¡Salvada por la naturaleza!”
Y ahí estaba, consciente de que era un momento crucial en su vida. Con la sabiduría de todo su linaje, se sentó a calentar su huevo. Nadie osaría tocarla; su papel había sido establecido por el padre, quien había vuelto a guardar el pantalón al fondo del armario.
“Al fin y al cabo, había que asegurar las provisiones futuras de la familia”.
Valentina ahuecó sus plumas.
“Es cierto, ella no tenía una lustrosa cresta ni un grito de guerra al amanecer, pero, aun así, era un ser importante en el mundo.”
Un brillo de triunfo iluminó sus ojillos.
“¿Se sabría algo en el corral de su epopeya? Tal vez el gallo no consiguiera acallar los rumores”.
Y así pasaron los días, entre su confortable rincón y el muro que, a veces, se atrevía a frecuentar. Su huevo se abrió, dando paso a un nuevo comienzo. La diminuta pollita seguía a su madre feliz hasta la ventana.
-Mira allí a lo lejos, Valentinita. El muro del vecino es la frontera.
-Algún día serás fuerte, hija mía. Algún día sabrás saltar desde el tejado a las tierras libres, allí donde yo no alcancé a llegar.
-Algún día, hija mía…algún día.
Araceli Broncano Rodríguez
Grupo C
La gallina Bonnie
Entró en la sala con firmes aleteos.
--Buenos días, --dijo Bonnie, la gallina con cara de pavo.
--Adelante, por favor, y siéntese. Soy Lina Alas Marinadas. Psicologa titular por la Chicken Square Garden University.
Apenas un roce de espolón, y Bonnie Timoneras comenzó su relato:
--Señora Alas, tengo miedo, fui fuerte, escalé tejados en una fuga sin precedentes. Mis ancas sufrieron y mis cañas se deterioraron. Pero con humildad maternal me mantuve afín a las teorías pseudo modernas de liberación aviar. Actualmente formo parte de una familia de trogloditas humanos, que me indultaron, por intereses fritos o cocidos.
Pero se respiraba dictadura matriarcal. Tuve que actuar. Mis muslos tersos serían aptos para el caldo navideño.
--Continúe, por favor
--Mi vida no ha sido fácil, la gestación subrogada, ha mermado mi capacidad de ser yo misma. Quiero ser campera y libre. Sueño con escapar de nuevo, y que mis cacareos, se oigan sin estrés. Mi cresta con barbilla enchida y ancas de remos agitados al viento, liberarán a mis hermanas del yugo opresor de huevos poché, al plato o rellenos.
--Tranquilicese y baje sus hoces, por favor.
Mientras rellenaba el documento de baja laboral, diagnosticó: TDAHGD(Trastorno Déficit de Atención e Hiperactividad Gallus Domesticus). Delirios de grandeza.
-- Acabaron los siete minutos, --Dijo el gallo guardian del Corral de Alta Seguridad.
--¡Vengaaaa!, ¡Vamos! Piiiitas, piiiitas, pitas, pitas.
GuADAlupe
Grupo C
Cleo
Fue una gallina de plumas doradas y blancas
que anunciaba el final de la noche
y la llegada del alba.
Picoteaba el maíz y la hierba fresca
en un corral a los pies
de la Peña de Francia.
Su vida simple y tranquila
alegraba las noches y los días
con su intermitente cacareo.
Sus andares peculiares
y su cresta irisada llamaba la atención
de todos los paseantes.
Esperaba cada día
la visita de los niños
a la salida de la escuela.
Se sentía una madre orgullosa
de sus polluelos, siempre,
bajo sus alas protectoras.
Vivía en guardia y no dudaba
en usar sus pocas armas,
frente a quienes se le acercaban.
Sus huevos alimentaron
a mayores y pequeños
durante mucho, mucho tiempo.
Su último destino un día llegó
al convertirse en guiso
para su dueño y señor.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Relato de una gallina
Me llamo Fuencisla y soy una gallina. Pero no os penséis que soy una gallina cualquiera: soy una gallina espía. Trabajo para la CIA (Centro de Inteligencia Animal) y, tras muchos años trabajando ala con codo con Sabrina, la ardilla, se me ha encomendado una misión en solitario. Para llevarla a cabo, debo infiltrarme en una familia de humanos. Imagino que tendréis curiosidad por conocer la finalidad de la misión, pero es confidencial.
Sábado, 22 de marzo.
Ser escogida por una familia no es fácil. Ayer pasé por vejaciones que no desearía ni a Juanma, la rana (ya os hablaré de nuestra relación tóxica en otra ocasión). No entraré en detalles; lo importante es que fui adquirida por una familia con tintes neandertales. Eso me puso sobre aviso.
Nada más llegar a mi nueva casa analicé el espacio: ventanas, puertas, agujeros, altura… Una vez creado mi mapa mental, comencé a planear mi huida; estaba claro que no tardarían en meterme en la olla.
Domingo, 23 de marzo.
Había llegado el momento de convertirme en alimento, así que puse en marcha mi plan de escape. Antes del desayuno, mientras la madre ventilaba la casa, abrí las alas y salté a la terraza del vecino. Desaté el caos y la angustia en aquella familia (lo cual, reconozco que me hizo sentir de maravilla). Corrí por los tejados y el muchacho, desesperado y hambriento, salió disparado para capturarme. ¡Menuda escena! Su tez rosada y su cara redonda me recordaban a la de Néstor, el cerdo. Y menudo cuerpo… ¡Igualito al de Nerea, la ballena! No pude evitar soltar algún que otro cacareo al ver sus torpes y ridículos movimientos. Imagino que la escena tendría otra perspectiva desde fuera: una gallina a punto de ser capturada que corría desesperada por unos minutos más de libertad. ¡Cuán equivocados estáis, humanos! Por desgracia, mi altanería jugó en mi contra. El muchacho me capturó y, en menos de lo que canta un gallo, me encontraba de nuevo en la cocina a punto de perder la cabeza (y hablo de forma literal).
He de decir que, más que una cocina, con todos esos cuchillos y artefactos peligrosos, se parecía a la sala de interrogatorios que utilizábamos antiguamente en la CIA. Por suerte, nunca inicio una huida sin un plan B. Antes de que el cuchillo cortara el aire y traspasara mi largo y elegante cuello, saqué un huevo que había robado de la nevera la noche anterior. Nadie se fijó en la forma en que había aparecido; sólo tenían ojos para el cuchillo. ¡Menuda jugada la mía! Enseguida la niña se puso de mi parte y el padre no tardó en apoyarla. La madre, agotada por el esfuerzo que estaba suponiendo acabar conmigo, alcanzó el teléfono y pidió tallarines de ternera. No pude evitar pensar en Alba, la vaca (no os preocupéis; estaba en la agencia en esos momentos).
Las semanas siguientes fueron muy tranquilas. De la noche a la mañana me había convertido en la reina de la casa (aunque para no levantar sospechas me hacía la despistada). Yo, Fuencisla, la gallina, también había estudiado psicología y era experta en el arte de la manipulación, así que fingiendo indiferencia y dando algún que otro sobresalto, provocaba en aquellos humanos el recuerdo constante del incidente.
Con el fin de mantener mi coartada, todas las noches salía a por huevos. Sé que robar no está bien, pero recordad que estaba infiltrada y debía cumplir con una importante misión.
Mis pateadas nocturnas se distribuían por diferentes gallineros ubicados en pueblos cercanos. El día de mi fallida huida fui afortunada de que el huevo robado de la nevera de mi familia fuera fresco. Si hubiera sido de supermercado…se me ponía la piel de gallina sólo de pensarlo.
Mi misión finalizó siete meses después, así que había llegado el momento de escapar discretamente. Para ello, utilicé la técnica del cambiazo. Lo sé, es un giro muy explotado en la industria del espionaje, pero cuando un método es eficaz, ¿para qué cambiarlo?
Engatusé a una gallina en una de mis escapadas nocturnas. Se llamaba María García y era tan simple como su nombre. Para que os hagáis a una idea, era la típica gallina de corral, sin estudios, sin inquietudes...de esas que sólo aspiran a poner huevos y lanzar miradas seductoras al gallo jefe. ¿Y cómo la engatusé? Pues fue más fácil que quitarle un grano de maíz. Le dije que vivía con una familia acomodada que contaba con un gran corral y un gallo de lo más apuesto. Desgraciadamente, mi mejor amiga, Carolina, se había puesto muy enferma. Como mi hogar se encontraba en una provincia del sur, debía marchar al día siguiente por la mañana si quería llegar a tiempo; Carolina estaba en estado crítico.
Podéis haceros a una idea de cómo terminó la historia. María me acompañó, se fue a dormir y yo me marché antes del amanecer. Según me informó el sargento (Diego, el perro), María no pasó de su cuarta noche. ¡Algo haría!
Lucía Sabater
Grupo A
Cleo
Fue una gallina de plumas doradas y blancas
que anunciaba el final de la noche
y la llegada del alba.
Picoteaba el maíz y la hierba fresca
en un corral a los pies
de la Peña de Francia.
Su vida simple y tranquila
alegraba las noches y los días
con su intermitente cacareo.
Sus andares peculiares
y su cresta irisada llamaba la atención
de todos los paseantes.
Esperaba cada día
la visita de los niños
a la salida de la escuela.
Se sentía una madre orgullosa
de sus polluelos, siempre,
bajo sus alas protectoras.
Vivía en guardia y no dudaba
en usar sus pocas armas,
frente a quienes se le acercaban.
Sus huevos alimentaron
a mayores y pequeños
durante mucho, mucho tiempo.
Su último destino un día llegó
al convertirse en guiso
para su dueño y señor.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Relato de una gallina
Me llamo Fuencisla y soy una gallina. Pero no os penséis que soy una gallina cualquiera: soy una gallina espía. Trabajo para la CIA (Centro de Inteligencia Animal) y, tras muchos años trabajando ala con codo con Sabrina, la ardilla, se me ha encomendado una misión en solitario. Para llevarla a cabo, debo infiltrarme en una familia de humanos. Imagino que tendréis curiosidad por conocer la finalidad de la misión, pero es confidencial.
Sábado, 22 de marzo.
Ser escogida por una familia no es fácil. Ayer pasé por vejaciones que no desearía ni a Juanma, la rana (ya os hablaré de nuestra relación tóxica en otra ocasión). No entraré en detalles; lo importante es que fui adquirida por una familia con tintes neandertales. Eso me puso sobre aviso.
Nada más llegar a mi nueva casa analicé el espacio: ventanas, puertas, agujeros, altura… Una vez creado mi mapa mental, comencé a planear mi huida; estaba claro que no tardarían en meterme en la olla.
Domingo, 23 de marzo.
Había llegado el momento de convertirme en alimento, así que puse en marcha mi plan de escape. Antes del desayuno, mientras la madre ventilaba la casa, abrí las alas y salté a la terraza del vecino. Desaté el caos y la angustia en aquella familia (lo cual, reconozco que me hizo sentir de maravilla). Corrí por los tejados y el muchacho, desesperado y hambriento, salió disparado para capturarme. ¡Menuda escena! Su tez rosada y su cara redonda me recordaban a la de Néstor, el cerdo. Y menudo cuerpo… ¡Igualito al de Nerea, la ballena! No pude evitar soltar algún que otro cacareo al ver sus torpes y ridículos movimientos. Imagino que la escena tendría otra perspectiva desde fuera: una gallina a punto de ser capturada que corría desesperada por unos minutos más de libertad. ¡Cuán equivocados estáis, humanos! Por desgracia, mi altanería jugó en mi contra. El muchacho me capturó y, en menos de lo que canta un gallo, me encontraba de nuevo en la cocina a punto de perder la cabeza (y hablo de forma literal).
He de decir que, más que una cocina, con todos esos cuchillos y artefactos peligrosos, se parecía a la sala de interrogatorios que utilizábamos antiguamente en la CIA. Por suerte, nunca inicio una huida sin un plan B. Antes de que el cuchillo cortara el aire y traspasara mi largo y elegante cuello, saqué un huevo que había robado de la nevera la noche anterior. Nadie se fijó en la forma en que había aparecido; sólo tenían ojos para el cuchillo. ¡Menuda jugada la mía! Enseguida la niña se puso de mi parte y el padre no tardó en apoyarla. La madre, agotada por el esfuerzo que estaba suponiendo acabar conmigo, alcanzó el teléfono y pidió tallarines de ternera. No pude evitar pensar en Alba, la vaca (no os preocupéis; estaba en la agencia en esos momentos).
Las semanas siguientes fueron muy tranquilas. De la noche a la mañana me había convertido en la reina de la casa (aunque para no levantar sospechas me hacía la despistada). Yo, Fuencisla, la gallina, también había estudiado psicología y era experta en el arte de la manipulación, así que fingiendo indiferencia y dando algún que otro sobresalto, provocaba en aquellos humanos el recuerdo constante del incidente.
Con el fin de mantener mi coartada, todas las noches salía a por huevos. Sé que robar no está bien, pero recordad que estaba infiltrada y debía cumplir con una importante misión.
Mis pateadas nocturnas se distribuían por diferentes gallineros ubicados en pueblos cercanos. El día de mi fallida huida fui afortunada de que el huevo robado de la nevera de mi familia fuera fresco. Si hubiera sido de supermercado…se me ponía la piel de gallina sólo de pensarlo.
Mi misión finalizó siete meses después, así que había llegado el momento de escapar discretamente. Para ello, utilicé la técnica del cambiazo. Lo sé, es un giro muy explotado en la industria del espionaje, pero cuando un método es eficaz, ¿para qué cambiarlo?
Engatusé a una gallina en una de mis escapadas nocturnas. Se llamaba María García y era tan simple como su nombre. Para que os hagáis a una idea, era la típica gallina de corral, sin estudios, sin inquietudes...de esas que sólo aspiran a poner huevos y lanzar miradas seductoras al gallo jefe. ¿Y cómo la engatusé? Pues fue más fácil que quitarle un grano de maíz. Le dije que vivía con una familia acomodada que contaba con un gran corral y un gallo de lo más apuesto. Desgraciadamente, mi mejor amiga, Carolina, se había puesto muy enferma. Como mi hogar se encontraba en una provincia del sur, debía marchar al día siguiente por la mañana si quería llegar a tiempo; Carolina estaba en estado crítico.
Podéis haceros a una idea de cómo terminó la historia. María me acompañó, se fue a dormir y yo me marché antes del amanecer. Según me informó el sargento (Diego, el perro), María no pasó de su cuarta noche. ¡Algo haría!
Lucía Sabater
Grupo A
Antonieta, ¿eras una gallina?
Pocas veces te miré demostrar una emoción, nunca una lágrima descubrí en tus ojos siempre adormilados, como ausentes. Tus ojos claros, de ese color extraño, entre verde y dorado, ojos zarcos, como les llaman algunos. Ojos que rara vez expresaban algo que no fuera impasibilidad, anonadamiento, ausencia, extravío.
Eras alta, fuerte, sana, apetecible. Gallina de raza fina.
Sobresalías siempre cuando te movías de un lado al otro del gallinero, sobresalías por mucho, por mucho, pero a ti, nada parecía importarte, estabas acostumbrada al hambre de los zorros. Sobrevivas cada día como si fuera el último; Te conformabas con comer, respirar, dormir. Beber.
Una criatura alguna vez salió de tus entrañas y tú, mientras fue pequeña, frágil y débil, te encargaste, supongo que por instinto, de cuidarla y de que se lograra. Después, levantó el vuelo, se alejó de ti y tú te limitaste a verla partir. No tenía las alas rotas, como las tuyas. Tal vez, secretamente, te alegraste por ella, por su vuelo, vuelo en libertad. Tal vez tu corazón de gallina se alegró en secreto, se aceleró de jubilo y conoció entonces lo que era una emoción casi humana, quien sabe. Tal vez, te alegraste por ella y por su posibilidad de alcanzar la felicidad, felicidad que tú nunca conociste, pero tampoco, nunca buscaste.
Eras alta, fuerte, sana, apetecible. Gallina de raza fina.
Estuviste desde siempre en la mira de los zorros y, una noche, una noche entró al gallinero, el más temible de todos los zorros y te atrapó y ya nunca te libraste de sus fauces.
Antonieta, Antonieta, ¿eras una gallina?
Esperanza García
Grupo A
El gallinero al que pertenezco
Yo nací en este gallinero.
Todos somos gallinas, aunque ellos parecen comportarse como si pertenecieran a otra estirpe.Tienen otras querencias.
Cuando eclosionó el huevo de donde vengo, mi primera mirada fue para la gallinita pequeña, y desde entonces la sigo a todas partes. Es por la impronta (1) que a las aves nos hace comportarnos así, y a los primeros seres que vemos cuando nacemos los seguimos de por vida.
La gallina chica me cacarea y me acaricia las plumas. La gallina chillona también me atrapa de vez en cuando y toca el cuerpo con afán calculador. ¡No me gusta!. Y luego está ese gallo que me persiguió por el tejado en pantalón corto. Yo no salía de mi asombro. Me hubiera partido la carcasa de la risa, si mi pico tuviera esa posibilidad. Las gallinas no somos complejas, pero necesitamos grupo de referencia, subirnos a un palo para dormir y tener horarios fijos.
Yo solo quiero realizarme como ser sintiente. Eso es. Me limito a caminar de un lado para otro buscando un grano que llevarme al pico, y mi único anhelo es volar bajo para investigar otros caladeros de lombrices, avistar un gallo cercano que me alegre el gaznate y sobre todo, poner un huevo.
Aquella excursión por los aleros fue divertida, yo quería disfrutar de mi libertad, cercenada por tantos siglos de domesticación y otear otras cloacas. Es mi naturaleza.
Pero ese gallo ridículo me dió alcance enseguida y de la emoción me puse de puesta (de huevo).
Las tensiones en el gallinero remitieron aunque murmurasen que me había vuelto egocéntrica. Parece que los tiempos están cambiando, y los huevos están por las nubes.
Y nadie sabe es este gallinero nada del futuro.
(1) La impronta es el comportamiento de aprendizaje irreversible por el cual un individuo animal toma conciencia sobre cuál es la especie que integra. El tiempo que le toma en percibirlo varía según cada especie. En el caso de las aves la máxima impronta ocurre en el limitado periodo comprendido entre las 10 y las 20 horas después de romper el cascarón.
AMF
Grupo C
La gallina de los huevos de oro
Me llamo Casilda y hasta hace poco era la reina del corral. Mis compañeras me envidiaban pues mis huevos de color rojo no tenían rival.
Recuerdo, con precisión, el día que mi ama me agarró por las patas y mis compañeras se quedaban perplejas temiendo un terrible fin.
Ninguna pensó que me iba a convertir en la influencer más famosa del planeta. Aquí me tenéis en Facebook.
El mundo se ha vuelto loco conmigo. Mis pollitas pelirrojas valen tres veces su peso en oro. Todos quieren una gallina como yo en sus casas. No doy abasto.
Dicen, en las redes, que los huevos, portadores de mis genes, producen efectos milagrosos. Curan las cataratas, eso al menos proclaman en Instagram.
Médicos y farmacéuticos no salen de su asombro e incluso, en los laboratorios más prestigiosos, investigan cada una de mis plumas, con la intención de hallar el gen de “la gallina de los huevos de oro”.
Ahora dicen que ChatGPT ha dado con el gen que llevan mis células y ha creado una gallina idéntica a mí.
A la espera de los huevos de mi copia, el mundo no cesa de enviar mensajes.
JB
Grupo C