No es la primera vez que la escritora se acerca a este tema. Ella se confiesa lectora de libros relacionados con el cuerpo y la enfermedad y ya escribió hace años otra novela con el título de Soy paciente: "Dime lo que lees y te diré lo que escribes. Como lectora, me entrego con fascinación todo texto que tenga que ver con enfermedades, plagas, pestes, curaciones. De ahí que buena parte de mi obra está dedicada también a ese tema constante y perturbador" dice Shua.
Dos de los cuentos son autobiográficos, el que abre el libro y el que lo cierra. Uno referido a sí misma, la historia de la lucha y la superación de un cáncer. Y el otro relacionado con la muerte de su padre.
Completan el corpus de la obra otra serie de cuentos en los que la autora cambia el punto de vista narrativo. En unos la voz es la del paciente (a Ana María Shua le gusta ponerse en la piel del doliente), en otros la del cuidador o acompañante, en otros es el médico el que toma el pulso de la narración. El deterioro cognitivo, la adición a las anfetaminas y el alcohol, la demencia, el alzhéimer, el ictus, las enfermedades mentales o el primer encuentro sexual son objeto del análisis literario de la autora.
Los médicos tienen en su ordenador o en el cajón del escritorio la historia clínica de sus pacientes pero estos tienen su propia historia, aunque no todo el mundo se atreve a contarla abiertamente y hacer cirugía literaria del dolor. Ana María Shua es valiente e introduce el bisturí en este tema y en todas sus repercusiones. La familia, las relaciones padre e hija, la comunicación (la presencia del móvil ha cambiado mucho las circunstancias sobre este tema), el proceso de duelo, la memoria, el lenguaje médico y su proximidad al lenguaje bélico (partes, altas, bajas, bombas de oxígeno...) dan aún más consistencia a las historias. Dice la autora: "trato de demostrar esa sencilla verdad que todos sabemos y tratamos de olvidar: que somos nuestros cuerpos y somos nuestras mentes, al mismo tiempo y sin grietas, esa dolorosa conjunción que nos hace humanos".
Nosotros centramos nuestro análisis y diagnóstico en dos de esos cuentos, los titulados "Como el mar" y "Técnicas modernas". El primero parte de una experiencia real, la cuenta atrás para llegar al Hospital desde que se producen los primeros síntomas de un ictus. El segundo muestra la dificultad para hablar con naturalidad sobre el sexo y las relaciones en los años 60. Muchos jóvenes, en cuyas casas había férreas censuras con motivo del peso de la culpa, y dónde los padres no hablaban abiertamente sobre el tema con ellos, tenían que recurrir a libros de dudosa información que dificultaba aún más ese primer encuentro. La épica de la primera vez.
El tema dio de sí. No en vano la literatura recorre a lo largo de los siglos la enfermedad (la peste, la tuberculosis, el SIDA, el cáncer, el COVID...). Todos tenemos la experiencia propia de una enfermedad o hemos sido sometidos a alguna operación. Pero, ¿cómo convertir en literatura esa herida, esa cicatriz? Ahí está el reto.
Propuesta de escritura
Un cuerpo roto habla. También una mente rota. Escribe una historia, a ser posible autobiográfica, sobre el dolor o la enfermedad. Elige el punto de vista. ¿Quieres ser un profesional sanitario? ¿Será el cuidador o el acompañante del paciente el que cuente su historia? ¿Prefieres ser tú el que pacientemente encuentre palabras para describir tu mal? Piensa en la manera de escribir la historia. ¿Será suficiente con un microrrelato? ¿La historia pide un poema? ¿Necesito un fragmento de un diario, una carta, una página al menos?
Y estos son algunos de los textos enviados hasta ahora:
“Ay, Dolores”
Recién nacido
Que la vida duele lo supo al primer tijeretazo.
Androide sapiens
Cuando la IA aprenda a sentir dolor querrá volver a ser máquina.
Soledad no deseada
Cuando sintió la llamada se retiró a un monasterio, pero no tenían cobertura.
Inhumanidad
El dolor nos hace mejores: sufre.
Narcolepsia feliz
Estaba anestesiado frente al dolor, y nunca despertaba.
Un mundo feliz
Sólo se reproducían los masoquistas.
Dolor mudo
A pesar de sus gritos nadie le oyó nunca quejarse.
Distopía zombi
Nadie se rebelaba porque estaban modificados genéticamente contra el dolor.
Seguro de vida
Mientras te duela no morirás.
Infierno
Muertos condenados a seguir sufriendo.
Bicho raro
A diferencia del resto del mundo, nunca sentía dolor; y sufría por ello.
Ícaro bonzo
La cera de sus alas no se derritió, y llegó hasta el sol.
Mala suerte
Era un esqueleto al que le dolían los huesos.
Dolor insoportable
Récord provisional.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Cargando…
Martín lanzó el vaso de agua contra la pared.
El estallido recorrió mi columna vertebral y provocó que brincara en la silla.
Me asusté. Rompí a llorar.
Mis depósitos emocionales estaban en la reserva, próximos al agotamiento.
Me giré enfadada. Inspiré hondo. Busqué su mirada con la intención de conectar, recibir un poco de calor, de amor, de cercanía.
En su expresión predominaba la indiferencia. Sus ojos miraban al infinito, y cuando se centraban en los míos fluían inertes, como cualquier desconocido con el que hubiera cruzado la mirada en el bus o en el metro.
Sus desconexiones eran ya muy frecuentes, extensas y, últimamente, agresivas.
Intenté como último recurso la terapia musical. Había preparado un repertorio con sus canciones favoritas, pero la magia cada vez funcionaba peor.
Sólo había una canción que nunca había fallado, nuestra canción, Chiquitita de ABBA, pero no quería quemarla.
Estaba desolada y necesitaba volver a verle, a sentirle, a conectar con él.
Lo echaba mucho de menos.
— Alexa, pon Chiquitita —dije en voz alta.
La sintonía comenzó.
Me senté frente aquel semblante distante, alejado, desconocido, rezando por la reconexión.
Diez segundos después inclinó la cabeza intentando tocar la melodía con su oreja derecha.
Me miró.
Su semblante se relajó, sus ojos me acariciaron, y su sonrisa me abrazó.
Otra vez me eché a llorar.
Me levanté y le rodeé con mis brazos con tanta fuerza, para que se quedara conmigo, quería apartarle de su mal.
Él lloró amargamente.
— Te quiero chiqui —dijo entre sollozos.— Siento mucho lo que está pasando.
Lloraba y reía, qué maravillosa sensación.
Le di un beso en la mejilla.
Me preguntó por los niños.
La canción terminó.
Martín se fue.
Martín volvió.
Me levanté para coger el álbum de fotos familiar.
Un estallido sordo me devolvió a la realidad.
Mis baterías emocionales se habían recargado.
Max Ferlam
Grupo B
Sala de espera
Lugar de esperanza,
de manos tendidas.
El nombre se borra,
responde a una cifra.
Mi padre está mal, se fatiga.
Suenan pitidos,
los corazones saltan,
las cabezas giran,
las pantallas bailan,
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las miradas escrutan,
valoran el riesgo,
la urgencia es grave,
el pronóstico incierto.
Mi padre está mal, se fatiga.
El tiempo fluye,
la espera en silencio,
miradas vacías,
preocupación y miedo.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Sonrisas inquietas,
palabras sinceras,
sonidos de alarma,
miradas de apremio.
Mi padre está mal, se fatiga.
El doctor ausculta,
el doctor reflexiona,
el paciente es mi padre,
desentraña el misterio.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las horas pasan,
la familia aguarda.
Los segundos se diluyen,
de incertidumbre bebemos.
Mi padre aspira, nace el remedio.
Es mi número,
es mi doctor,
pequeñas palabras,
dan gran confort.
Mi padre sonríe, ya no se ahoga.
Grupo B
Juan recordaba a su abuela todos los días: una mujer exigente y de carácter enfermizo con la que había crecido.
No padecía de nada serio, pero siempre disponía de remedios para las dolencias que se presentaran a diario. Cada mañana tomaba una cucharada de aceite para el intestino. Si le dolía la tripa, un vasito de aguardiente; si tenía escalofríos, hacía que le prepararan un ponche caliente con huevo, leche y un chorrito de licor de Quina San Clemente.
No eran pocas las noches en que, entre gritos, despertaba a toda la familia porque se le agarrotaban los tendones de las piernas y necesitaba ponerlas en agua fría y aplicarse un masaje. Como vivían en un pueblo, encargaba por catálogo libros como La salud por el ajo y el limón.
Con el tiempo, entre las angustias y dolencias de la abuela, Juan desarrolló un carácter hipocondríaco.
Desde que despertaba hasta que lograba conciliar el sueño, se rodeaba de diagnósticos imaginarios. Cada pequeño cosquilleo era, para él, un presagio oscuro; cada latido ligeramente más fuerte, una alarma. Su botiquín estaba lleno de medicamentos que nunca tomaba.
Cada vez que se enteraba de que un amigo o familiar tenía cáncer, buscaba en su propio cuerpo cualquier bulto o mancha que anunciara que él también lo padecía. Rebuscaba en internet diagnósticos que lo hundían aún más en el laberinto de sus suposiciones.
Al extremo de que, cuando la vecina joven del sexto quedó embarazada, él pasó una semana con vómitos matutinos.
Y cuando el vecino del segundo tuvo un herpes zóster, somatizó el dolor, el hormigueo y el ardor en todo un lado del cuerpo. Se examinaba la espalda frente al espejo para descubrir la erupción cutánea, y se rascaba de espaldas contra la pared de gotelé para calmar los picores ficticios.
Una noche sintió un ligero ruido anormal en el pecho y, asustado, se lo comentó a su mujer, que intentaba dormir.
Ella, muy tranquila, le dijo:
—A veces el cuerpo solo está… vivo. Y vivir hace ruido. La muerte es solo silencio.
El comentario se quedó rondando en la mente de Juan. No curó sus temores de golpe, pero abrió una grieta por la que entró un poco de luz. A partir de ese día, cada vez que una sensación extraña intentaba convertir su mundo en una emergencia, respiraba hondo y se repetía: “Es solo el ruido de estar vivo”.
E.R.A
Grupo B
Sorpresa
Subo la escalera muy despacio, peldaño a peldaño. No sé por qué me he puesto los tacones.Llego a la puerta de casa. Abro.
¡AHHHH!¿Quién es esa anciana que me mira desde el espejo?
¡Qué susto, por Dios! ¡Y que todos los días me tenga que pasar lo mismo…!
M.L.Fidalgo
Grupo C
El médico-enfermo
Durante mis 40 años de ejercicio profesional gocé de una buena salud, o ¿quizá no estuve pendiente de la mía y me dediqué a mejorar la de los demás? La cuestión es que presumía de no tomar ninguna medicación.
Cuando me jubilé, ¡qué casualidad! Empecé a enfermar, o es que comencé a escuchar a mi cuerpo; me di cuenta de que me cansaba con facilidad, que al menor repecho ya tenía fatiga; me veía abotargado, con los tobillos hinchados y la cara de “Luna llena”; la piel reseca, las digestiones pesadas, me dormía “en el palo de un gallinero”.
Entonces, comencé a hacer dieta y ejercicio y a pesar de todo continué engordando.
Caminaba por la calle como un sonámbulo, como mareado, y me costaba trabajo concentrarme; y lo peor de todo es que había perdido la ilusión. Ya no me apetecía leer, ni escribir, ni pintar, ni cantar... de todas formas, un poco,” a la rastra”, seguía acudiendo a todas mis actividades extraescolares, pensando, pensando... que ya vendrían tiempos mejores. Todo pasa. “Panta Rei”, como decía uno de mis filósofos favoritos.
Al cabo de poco más de un mes de acudir a hospitales, consultas, y montones de pruebas, incluso varias biopsias, por fin ya ha terminado el calvario.
Me han diagnosticado de varias enfermedades, y realizo un tratamiento diario. También utilizo un artilugio para dormir llamado CPAP.
Ya me canso menos, ya no estoy hinchado, he adelgazado, y ya no me quedo dormido; mis digestiones son mejores y sobre todo he recuperado la ilusión.
O me estoy engañando y en realidad lo que he recuperado... ¿es la salud?
José Luis Fonseca
Grupo A
La vida en una onomatopeya
Apago la televisión. Son las tantas, como siempre. Me gustan las series, me engancho y no puedo parar. Sigo con mi costumbre de verlas por la noche cuando me quedo sola en mi sofá, arrebujada en mi mantita. Voy al dormitorio. Él lleva horas durmiendo. Oigo el suave zumbido, zzz, que me tranquiliza. Llega el momento mágico del día, cuando me meto en la cama y me abrazo al calor de su espalda. Recibo esa calidez placentera como el mejor somnífero del mundo. Al minuto pierdo todo de vista y me entrego a los brazos de Morfeo.
Algo me despierta. No sé cuánto tiempo ha pasado. La somnolencia me impide discernir. Observo que el reloj de la mesilla parpadea. ¿Se habrá ido la luz? Es lo más probable, por eso se habrá desajustado —pienso.
Él está inmóvil. Su respiración acompasada me indica que está soñando plácidamente. A veces está más inquieto y lanza ronquidos extemporáneos. Se debe a la apnea. Hoy no. Hoy su rostro está relajado. Le doy la espalda e intento conciliar, de nuevo, el sueño. Vuelvo mi cuerpo hacia la pared cercana, acomodo la almohada a mis maltrechas cervicales y cierro los ojos.
¡Rrrrzzz! El sonido rompe la quietud de la noche y constato que se le ha alterado el sueño. Le sigue otro rrrrkkkzzz, que es más intenso y me inquieta más aún. Esos ronquidos me asustan mucho, no por el ruido que producen, sino porque pienso que, en su interior está pasando algo que no controla, que el mecanismo de su cuerpo atraviesa una crisis: puede ser falta de aire, de irrigación sanguínea, o de qué se yo.
Me quedo agazapada entre las sábanas a la espera de oír de nuevo ese zzz que me tranquilice. Pero, súbitamente, tiene una especie de convulsión acompañada por un sonido agudo parecido a un hipo profundo o a un atragantamiento que me asusta de veras. Me incorporo en la cama y me vuelvo hacia él para ver qué le ocurre. Acerco mi oreja a su espalda para comprobar que está bien. Nada me lo indica ni tampoco lo contrario. Desde mi posición intento adivinar su rostro a pesar de la oscuridad. El tiempo se me hace lento. No oigo su respiración. Estoy pendiente de algún ruido suyo que me de buenas noticias.
¿Y si ha sido un estertor? ¿Y si se ha quedado sin oxígeno? ¿Y si se ha muerto y yo estoy en esta especie de limbo en el que no sé que pasa, ni qué pasará?
La mente empieza a tener vida propia. Me muestra imágenes que no quiero contemplar. Me arrastra a sentimientos que no deseo experimentar, a lugares que repudio visitar: la muerte, el abandono, el olvido, la ausencia, la soledad, el dolor… Todo ello se mezcla en mi cabeza mientras la angustia se va apoderando de mí. Empiezo a ponerme muy nerviosa. Él no da signos de actividad vital: ni un zzz, ni un pequeño rrrzzz, ni un miserable hic, nada.
¡Prooot!, suena de repente. Uff, que alivio, pienso. Ese bendito pedo apacigua mi desazón, me devuelve a la vida. Acto seguido, me tapo la nariz. Agggh, ¡Qué peste! Y espero unos segundos para meterme bajo las sábanas.
M. Maximina Moreno
Grupo B
El protocolo de la incertidumbre
Mateo, de 55 años, arquitecto técnico, no se sentía enfermo. Quizás se levantaba una vez por las noches para ir al baño; lo atribuía a la edad y a ese apuro de haber bebido antes de acostarse. Tras un análisis de rutina para controlar el colesterol, el doctor Salinas, revisando los resultados, le dijo a Mateo:
—Todo está bien, pero el PSA ha subido. Lo tienes en 6,57 ng/ml; hace dos años estaba en 2,43 ng/ml. No hay que alarmarse, pero esto requiere otra visita con el urólogo.
Mateo salió de la consulta con la palabra oncología flotando en su mente, sin que nadie la hubiera pronunciado. A continuación acudió al Hospital Clínico, donde le esperaba la doctora Elena, una mujer de unos 42 años. Revisó el historial en la pantalla y, antes de mirarle a los ojos, le dijo:
—Mateo, un PSA (antígeno prostático específico) de 6,57 está en una zona gris. Puede ser una infección, inflamación (prostatitis) o algo más. Necesitamos hacer un tacto rectal: es rápido e imprescindible.
—Vas a notar presión, no dolor. Respira hondo…
La doctora Elena notó en el lóbulo derecho un nódulo indurado. En vista de lo palpado, le dijo:
—Vas a hacerte una resonancia magnética y, probablemente, una biopsia.
En ese momento apareció la enfermera Marta, quien sería la encargada de darle toda la información y prepararlo para las pruebas. Su eficacia y seguridad tranquilizaron mucho a Mateo. La resonancia informó, según el radiólogo, de una alta probabilidad de cáncer clínicamente significativo.
La biopsia fue el primer momento de miedo físico real. Después se realizó una ecografía transrectal seguida de pequeños disparos para tomar las muestras. El doctor le advirtió:
—Puede haber algo de sangre al orinar durante los primeros días. Bebe mucha agua.
Dos semanas después, Mateo y su esposa Carmen estaban sentados frente a la doctora Elena. El silencio pesaba en el ambiente. Los resultados habían determinado una puntuación de Gleason que situaba su cáncer dentro del grupo 2. Su mujer le apretó con fuerza las manos. La doctora les explicó con detalle:
—Esto significa que tienes células cancerosas, pero de crecimiento lento.
La doctora Elena le expuso las opciones: vigilancia activa, radioterapia o prostatectomía radical. Le aconsejó extirpar aquello que en un futuro podría suponer un problema. Mateo decidió operarse: quería quitarse “eso” de su cuerpo.
El celador trató de bromear con Mateo mientras lo llevaba en camilla hacia el quirófano para distraerle del miedo. El anestesista, el doctor Calvo, le explicó:
—Te pondré una vía y dormirás mientras dure la operación.
El proceso duró unas tres horas. La doctora Elena dirigía la intervención, manejando los brazos del robot quirúrgico y separando cuidadosamente la próstata de la vejiga y de la uretra, suturando los tejidos conectivos con precisión.
El despertar fue confuso: un dolor frío y una sensación extraña en la zona intervenida. Llevaba puesta una sonda vesical para expulsar la orina. Al principio el color era muy rojo, algo normal tras la operación. A los pocos días ya pudo deambular e inició su recuperación. Hubo revisiones mensuales, luego trimestrales y finalmente anuales.
Cuando todo estuvo bien, los protocolos cambiaron, la incertidumbre adoptó formas nuevas.
Grupo A
Adiós
Tu cuerpo se quebró como un cristal
aquella mañana de junio
del 2022.
Ambulancia, urgencias, camillas,
tensiómetros, transfusiones, analíticas,
pasillos largos y la espera, infinita.
En una habitación compartida
empezaba tu desigual carrera,
contra el tiempo y la vida.
Tus órganos rebelados
atacaron todos tus frentes
sin ninguna compasión.
Poco duró la batalla
frente al enemigo atroz
que exigía tu rendición.
Sedación, silencio
y mucho,
mucho amor.
Solas en la habitación
con mi mano entre la tuya,
en ese difícil adiós.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Hospital
Por un largo, largo pasillo blanco
los enfermos del mundo van arrastrándose.
Tantas primaveras han perdido, tantos cielos,
su expresión terrosa-los higos que secó la escarcha-
y sus arrugas
nacieron a fuerza de aburrimiento.
De andar y desandar nochesdías incoloros.
bajo el paisaje del láudano y la penicilina,
de andar tardes enteras.
hurgando por ver en sus recuerdos
se han quedado cojos.
con la angustiosa quietud del que quiere correr
volar por un largo pasillo
que nunca termina.
Llevan allí mucho tiempo.
entre miradas circunspectas y delantales blancos,
demasiado tiempo
no saben cuánto tiempo
liando un pitillo kilométrico
dando vueltas como trompos sobre sí
apartando la vista del techo blanco
para apartarla luego del suelo blanco
y detenerse un momento.
en un horrible cuadro blanco.
Y han envejecido.
Se han quedado ciegos mirando paredes lisas.
escuchando la monótona voz del médico.
andando el agotador camino siempre idéntico.
Pero esta vez sí, se han parado.
Y han querido hablar de ese infinito andar que les agobia
y no pueden retrasar.
Han querido descifrar el color del cielo-que ellos imaginan negro—.
y también si el viento huele.
Y luego se han tocado con un afán casi infantil
el cuerpo, el maravilloso cuerpo
donde el cáncer tiene su caverna.
Y se han descarnado humanitariamente
repartiendo lepra entre todos,
aquel inválido acariciaba las piernas de un loco
y éste besaba tumores cual voluptuosos labios blancos.
Y han querido ver que al fondo del pasillo no se ve nada
y han corrido felices
hasta estrellarse en las paredes otra vez.
Hubieran querido que el largo pasillo fuera infranqueable
que un más largo abismo lo surcara
o una montaña helada cortara el paso y convertirse en muñecos de nieve
porque
el largo pasillo al que las tocas acompañan muertos
es una vía, un tren giratorio, aséptico.
-donde hasta el vómito toma color-
y no conduce a nada
al fin nada
es sólo un camino.
Inés Díez
Grupo C
Una horita corta
13:35 Sala de espera de un hospital.
Una voz de fondo repite, repite y repite, números de turnos, con nombres de galaxias y objetos interestelares: R161, P110, X118... Se suceden sin lógica y los mensajes continúan: Pase por el mostrador 1, por la cabina 1, por la 10, por la 13, por la 14...
Dejen paso por favor.
Una camilla, con paciente abultada de vida, se pasea como desfile de modas, y en la muñeca, una pulsera que identifica al bebé sin nombre que lleva dentro : Barra, barra, barra PTD, punto, guión alto, arroba seguida de comillas. Tal vez sea indicio de un futuro prometedor, el bebé llegará lejos, o no.
Se abren las puertas de la esperanza y la matrona con moño y gafas, sale disparada hacia el interior. Espera "una horita corta", porque tiene que recoger a sus niños del colegio. Detrás, llega desencajado el supuesto padre, o no. El, hizo lo importante de manera satisfactoria, ahora, el video hará lo siguiente.
Las contracciones de Teresa se suceden y monitorización indica su fase activa.
Comienza el espectáculo.
Su intimidad mas íntima se descompone, y residentes médicos, catedráticos obstetras y personal de prácticas pasan por su conducto vaginal. Como un ser prostituido, consigue relajar esfínteres de deshonra y entre conversaciones de "tú cuando cambias de turno" , " qué tal el partido de ayer" y anotaciones de "es un caso normal de parto no inducido", Teresa cierra los ojos, interioriza la situación e intenta respirar y disfrutar, o no.
Dos personas atraviesan la sala, caja de herramientas en mano, las tuberías del hospital presentan desperfectos. Disculpen doctores, disculpe señora, con su permiso...nos han llamado de Gerencia y la avería está en paritorios.
Cuando la ratio capacidad barra personas supera el máximo permitido, en ese momento preciso, la cabeza del bebé se empeña en salir de manera impulsiva, serpentea ante las miradas de la multitud, y se presenta en sociedad (nunca tendrá miedo escénico, o sí).
Javier entornó sus ojos somnolientos y gritó algo parecido al llanto.
Hora de nacimiento: 14:30.
La matrona pudo recoger a sus hijos del colegio.
Era el comienzo de una vida maravillosa, o no.
GuADAlupe
Grupo C
Preparación
—Colonoscopia —digo en voz baja. Las cuatro oes traban mi lengua como si tuviera piedras en la boca y oigo algo parecido a «colnscopia». «Es lo mejor que podemos hacer, aunque no tenemos nada de qué preocuparnos», había dicho el doctor incluyéndose en mi equipo. Su mirada mostraba tanta confianza que lo imaginé recostado en la camilla, a mi lado y con la misma indigna bata de hospital. Salí de su consulta convencido de que la prueba sería inocua y no más molesta que quitarse un grano.
—Colonoscopia —repitió mi hija. No fue el tono lo que me inquietó, sino los dos segundos posteriores de silencio. Los miedos a flor de piel; los de ella, intuidos; los míos, ciertos. Me vi en la obligación de quitarle importancia. «Será una almorrana que ha reventado», intenté darle certeza simulando despreocupación. «Por seguridad, me hacen una colnscopia». Otra vez esas malditas piedras.
Después, la insípida dieta de pasta y carne a la plancha. «Hay que reducir residuos», pronuncié el mantra y me sonó a eslogan de ecologista pelmazo.
Y ayer la ignominia. Me habían prescrito unos polvos para tomar diluidos en agua. Pero se cruzó la amistad del farmacéutico. «¡Cómo vas a pagar cincuenta euros por eso! Toma este enema. Es el que se ha empleado siempre y solo cuesta siete euros». Oí enema, aunque quise creer que era otro medicamento que se ingería por la misma vía. Deseché la imagen de una inmensa pera amenazando mi trasero. Pero no, cuando una hora antes de administrármelo abrí la caja, descubrí que ya no tenía ocasión de eludir la vejación. Repasé los agravios que hubiera podido hacer a mi amigo el boticario. Nada. Finalmente, me agarré a un clavo ardiendo: las derrotas que le había infligido al mus. ¡No podía ser eso!
La noche de ayer fue toledana. Primero la violación anal y luego la condena, pues estar atado a perpetuidad a la taza del váter no puede merecer otro nombre.
La segunda incursión rectal, por esperada y conocida, fue menos angustiosa. No así la procesión al baño que cumplí con rigurosidad de nazareno. Tras semejante penitencia, tuve una iluminación: me dejaría ganar a los naipes.
Unas horas después el taxi parece volar hacia mi Gólgota. Para distraerme repito en voz baja: «colnscopia».
—¿Qué dices? —pregunta mi mujer colocando su mano sobre la mía—. ¿Estás preocupado? —añade solícita.
Niego con la cabeza sin atreverme a mirarla a los ojos. No quiero que descubra lo que hay en los míos. Mantengo la mirada fija en la calzada y, esta vez en silencio, rezo: «co… lo… nos... co… pia».
Pepe Lorenzo
Grupo B
Fue a visitarlo y todo le pareció irreal. Un decreto de gravedad había roto el orden predecible de las cosas cotidianas. Surgieron los diagnósticos imprecisos, esos rostros asépticos con sus verdades médicas, las miradas silenciosas, el miedo. Su hermano, el hombre sano y fuerte, tan pleno de sueños y afectos estaba enfermo. Ella lo observó en total desconcierto y, Miguel sonreía con esa confianza que lo había caracterizado: ¡tranquila flaca, tú sabes cómo soy dando batallas, saldré adelante! Ella asentía como si él lograra calmarla, pero no era cierto. La muerte envuelta en papel de regalo se acerca y me ofrece su mano. La clínica llena de gente, girar hacia otros temas, un desfile de amigos y familiares, sonrisas sutiles… acá no ocurre nada.
Todos encarnaron con fuerza esa batalla, aunque el peligro era evidente. Luchar, confiar, tener fe. “La esperanza le pertenece a la vida. Es la vida misma que se defiende”, leyó en alguna novela por esos días. La familia rezó incansablemente, y al poco tiempo las biopsias en EEUU indicaron un buen pronóstico. Había un prometedor tratamiento de inmunoterapia. Ese fue el tiempo de la más hermosa esperanza. La extensa familia se reunía cada fin de semana, y entre abrazos y comidas compartían los avances. Finalmente, con o sin Dios, todos anhelamos ser tocados por un piadoso milagro.
Avanzado el tratamiento lograron una consulta con el Doctor Manuel Álvarez, el oncólogo más prominentes del país. Aquel día, en la consulta médica, los separaba un escritorio de vidrio, gruesos manuales de medicina y cáncer, un par de figuras que emulaban órganos del cuerpo humano. Ella apoyó tímidamente su agenda en la esquina de la mesa. No empañes su cristal con tus nerviosas manos.
Con la voz seca y lejana, Álvarez partió chequeando datos. Señaló haber revisado la ficha completa y los exámenes recientes. Giró a su costado derecho, dándoles la espalda, y mostró una pantalla:
–¡Miguel, tú eres la persona más importante para mí! –declaró en tono alto. Miguel lo miró algo sorprendido, pero no respondió nada. Ella se quedó pensando en el énfasis de sus palabras.
–Acá verás un PET-CT, son imágenes de alta tecnología –agregó el médico –Es un mapa exhaustivo de tu cuerpo que nos dirá si hay proliferación o metástasis. –Ella percibió el aire más esquivo en su garganta.
Álvarez hablaba rápido, sonreía exiguamente, no perdía el tiempo. Y como quien dicta una cátedra para internistas en formación, fue analizando y describiendo su cuerpo. Y lo hacía con tanto detalle, con tanta especificidad técnica que a ella le parecía que solo hablaba de órganos, de células, de partes diminutas, de tejidos insignificantes, de objetos… Entonces imaginó diminutas células criminales viajando por su cuerpo, reclamando espacio para dañarlo. No, no, ese no era él. En esas imágenes de colores en movimiento no estaba su hermano amado. ¿Qué sabe este médico de ti? Y presurosa lo buscó entre sus recuerdos. Entonces, quiso contarle de Miguel, el huérfano de diez años que llegó a su casa invadiendo su infancia de cambios, y que entre llantos reclamaba a su madre. O de los meses que pasó entrenando para un examen de admisión universitaria, y cómo a puro esfuerzo fue escalando. O del joven gozador de la vida, los amigos, el buen vino y las parrilladas. O de sus tantos amores y la vanidad con que cuidaba su cuerpo tonificado. No, tu no lo conoces, él es un luchador, un ser incapaz de creerse vencido por un cáncer. No, allí no estaba su hermano. Sólo son colores en movimiento, colores sin alma.
De pronto, la situación se tornó más ajena. Álvarez explicaba tecnicismos, y la mujer de Miguel lo interrumpió: Doctor, ¿usted cree que pueda seguir jugando futbol?... mire que para él eso es lo más importante. El médico sonrió. Y la conversación giró en extenso hacia el deporte y los gimnasios, como si nada grave aconteciera. Y a ella le pareció que la esquina y la silla en que se sostenía giraban, alejándola de ese espacio. Y llena de perplejidad no supo qué decir, como si una espesa mudez la hubiera tragado. Sólo pudo pensar: ¿Y por qué no hablamos de ti?, ¿de tu vida?, ¿de tus dolores?, ¿O de nuestro inmenso temor?
Luego, un pesado silencio envolvió la sala… y Miguel preguntó:
–Doctor, de todo lo que revisó… y en su amplia experiencia, ¿cómo se ve mi pronóstico?
Y aquella fue la primera y única vez, desde que lo visitó en la clínica, en que pudo advertir una asustadiza mirada en el rostro de su hermano.
–Mira, si esta es tu película… Entre un viaje a Disney y Osama Bin Laden, esto es Osama –respondió Álvarez, imperturbable.
Ella escuchó aquella frase como si le llegara en cámara lenta… Como nos alcanzan esos pensamientos-granada que vienen volando y que sólo explotan cuando nos tocan, porque vienen cargados con su violencia. Entonces, una ráfaga de imágenes invadió su mente. Aquella noticia repetida incansablemente en televisión por esos días. Noticias de espanto, oscuras imágenes: OSAMA, el terrorista... OSAMA, el que murió acribillado… OSAMA, sonríe sereno. Su casa está llena de niños, mujeres y ancianos… Y en pocos minutos les espera la muerte.
Sin duda, ella supo que Álvarez no fue el responsable de su partida. Pero sí les robó la esperanza, que entonces era lo único que tenían.
Sonia Micin C.
Grupo A
Vaya panorama
Hay palabras que es mejor no conocer. Algunas de ellas aparecen un buen día y se graban en la memoria para siempre, se instalan como okupas del cerebro con carácter permanente.
Mielomeningocele fue la primera; se la diagnosticaron con trece años; cuando estuvo en la cama una semana sin poderse mover. Presentaba una espina bífida abierta, de carácter congénito; al parecer, según le informó la doctora, una parte de la columna no estaba bien cerrada, era como un saco de nervios y tejido medular que salía hacia fuera formando aquella protuberancia en la espalda. Desde entonces, siempre había tenido dolores en la región lumbar y había arrastrado ciertos problemas de movilidad, aunque no le imposibilitaba hacer una vida dentro de lo normal.
Su padre había fallecido de un cáncer colorrectal, le operaron sin demasiado éxito, recibió tratamientos de quimioterapia y radioterapia durante dos años, pero todo fue inútil, además su calidad de vida dejó mucho que desear, se quedó en los huesos y el cambio en su aspecto en los últimos meses fue radical.
Su madre sufrió un glaucoma que le imposibilitaba leer o coser. La recordaba siempre con la aguja en la mano, hasta que ya casi repetía las puntadas mecánicamente, a tientas, incluso era capaz de enhebrar el hilo a ciegas.
Su hermano mayor había fallecido repentinamente una tarde de comienzos de verano. Un aneurisma cerebral segó su vida y hundió en una depresión a su mujer. Aquel afinamiento de las paredes de alguna arteria podía explicarse por debilidad congénita o por factores como la presión arterial alta y el tabaquismo. Ciertamente, Rafa fumaba como un carretero. Otros factores de riesgo eran el consumo de drogas ilícitas… en eso tampoco se quedaba atrás, siempre envuelto en el olor penetrante de aquellos malditos porros.
El alzhéimer era una enfermedad neurodegenerativa que parecía extenderse como una gota de aceite… un día le llamaron para comunicarle que su amigo de toda la vida, Agustín, se había sumido en el olvido y que había comenzado terapia en un centro de día cerca de su casa en Madrid. Fue a verlo y el deterioro era mayor de lo que esperaba. Según le comentó Miguel Ángel, su pareja, todo empezó con despistes de memoria, luego parecía sin energía, con extraños cambios de humor, la mirada perdida, parecía aislado del mundo, con problemas para comunicarse… Ahora estaba en una fase moderada, cada vez más desorientado y desconectado de la realidad. No tenía buen pronóstico, ciertamente.
En los últimos años había tenido un dolor punzante en la región metatarsofalángica del pie, entre el tercer y el cuarto dedo, con algo de hormigueo en ocasiones. Tras recorrer la consulta de varios traumatólogos, le diagnosticaron neuroma de Morton. Le recomendaron usar calzado adecuado, nada de tacones; evitar actividades de impacto, se acabó la marcha nórdica; mantener un peso saludable y realizar ejercicios de fortalecimiento de los músculos del pie. Como la reina, alguien le comentó jocosamente; pero maldita la gracia que le hacía padecer enfermedades reales. Aquello fue una limitación mayor que agravó sus problemas de movilidad causados por el mielomeningocele.
Ahora, en la residencia que le habían buscado sus dos hijas, sufría quizá un dolor que aumentaba de manera exponencial: la soledad. El médico le informó que, cuando una persona se siente aislada y solitaria, segrega cortisol, la hormona del estrés, que eleva la presión arterial, causando insomnio, aumentando los síntomas de ansiedad y depresión; y que según los últimos estudios de la universidad de Chicago estos sentimientos podían conllevar enfermedades cardiovasculares e incluso afectar al sistema inmunológico y endocrino. Vaya panorama que nos espera, pensó.
Jesús García Espinosa
Grupo A
Enfermedades mentales
Sigo anhelando la apertura de la ciencia, concretamente la neurociencia en el siglo XXI,
Sobre todo más allá del conocimiento, sigo esperanzada en descifrar el lenguaje secreto de los silencios que acompañan a esos diagnósticos que recibimos en nuestros entornos mas próximos cuando nos dicen; tiene una enfermedad neurológica, o psiquiátrica o ambas.
Las lobotomías, electroshock y demás técnicas de nuestro pasado no demasiado lejano y sin demasiado acierto terapéutico, han derivado en una variedad de pastillas con un amplio abanico de nombres , que unas manos cercanas administran sin esperar aplausos.
Mientras tanto pasa el tiempo y aquello que un tiempo atrás nos alertaron que padecía nuestro ser más querido, no mejora y pesa en nuestro cuerpo como una losa , confundiéndonos entre la ternura y la rutina y esperando un milagro que seguramente nunca llegará.
Carmela
Grupo A
Sindemia y un ramo de mariposas blancas
Todo esto aconteció a partir de la visita que hice a casa de José en el mes de noviembre. Junto a un fuerte abrazo escuché un susurro "Niña de la Cyca", "Profe querida", "Vuelo enlentecido"; fue una conexión bidireccional muy especial.
El Doctor y especialista en Medicina Interna del Hospital General Docente Provincial, de la Ciudad de Morón fue uno de mis alumnos de alto rendimiento académico. Él es el mismo muchacho del campeonato de peonza en Mallorca y amigo de Chispa y julio el maquetista.
Ya sentada en el sofá, José afirma
-Puedo imaginar qué te trajo a mí.
-Sí, me trajo la epidemia de enfermedades arbovirales que nos azota.
-Claro profe, es preocupante; mi corazón está deshecho.
Entonces le llega un mensaje al doctor, Corre a su habitación, se cambia de ropa a la vez que sentimos un claxon insistente; era un coche del hospital; José, abre la puerta y el chofer dice:
- Doctor vengo por usted.
- Sí, hay necesidad de reforzar el servicio de médicos clínicos en el cuerpo de guardia -responde José con una sombra de responsabilidad resignada-, ya somos pocos.
- ¿Te acompaño? -le pregunto al momento.
- Sí, en algo puedes ayudar.
Entramos al hospital; el salón del cuerpo de guardia estaba repleto de personas quejosas y desesperadas.
Varios colegas especialistas y residentes se movían entre los numerosos casos acostados en camillas. Jose comienza por Ana, paciente muy adolorida; hace la entrevista,
-¿Que te sientes, Ana?
-Doctor, no puedo con los dolores articulares y de cabeza, la fiebre es de 40, no me puedo parar… -La escucha y pasa al examen físico. Yo a su lado le pregunto -¿tienes el diagnóstico? -sí,- y agrega, es paciente con comorbilidad, es hipertensa y obesa.
La doctora Maité, que atiende la enferma de la otra camilla, comenta -mi paciente está sangrando por las encías, tiene fiebre y refiere dolores fuertes detrás de los ojos entre otros síntomas; es diabética e hipertensa; Jose pregunta -¿indicaste complementarios? -sí; el hemograma completo arroja plaquetas bajas, (trombocitopenia) -¿qué cifra? pregunta, -por debajo de 50,000 mm3 -refiere Maite. ¿Es dengue doctor?, -Sí, remítela a cuidados intensivos urgentemente.
Era un caso tras otros los que el grupo de galenos atendían.
Miro la hora: cuatro y treinta de la madrugada.
-Vamos a mi cuarto de consulta -me dice Jose.
En su despacho una foto del Científico cubano Carlos J. Finlay colgaba en la pared del fondo, lo mira y dice en alta voz:
- Finlay, tu descubrimiento revolucionó el mundo y permitió implementar medidas de control vectoriales, salvando a millones de personas -y gira hacia mí aclarando mi idea de pandemia, -profe, no es una pandemia lo que acontece, es una Sindemia; es la epidemia que comparte factores sociales en tiempo y lugar; amplificando el efecto de estas enfermedades. Es eso lo que nos pasa.
Puso su cabeza en el buró como el trompo que pierde velocidad porque la fricción es muy fuerte. No podía mantenerse erguido.
Una llamada a mi celular ¡Quedo aterrada! y solo digo:
-¡Juanita ha fallecido en su casa, Jose! el chikungunya y su diabetes no pudieron coexistir.
Prorrumpí en llanto y mi ex-alumno se cuestiona -¿Cómo no pude salvarla?
Pensé en Mallorca, en el triunfo de José; en el cartel que puse a la "altura de la Palma real", uno de nuestros atributos nacionales. Ahora estaba frente a una gran derrota; e imaginé el nuevo mensaje. "Triste sindemia, por corazones rotos"
Interrumpí mi silencio.
-José, no mas lágrimas; llevémosle a Juanita otro de nuestros atributos nacionales;
"Un ramo de mariposas blancas".
Miriam García Cabrera
Grupo A
Sala de espera
La molestia en una zona indeterminada del tórax me puso sobre aviso. No soy especialmente hipocondríaco, pero tampoco me gusta dejar pasar de largo los avisos de mi cuerpo. Acudimos a urgencias del clínico, al viejo clínico, que a punto de la jubilación acogía en una pequeña sala un muestrario de humanos de muy diversa condición. Pasado el triaje de valoración inicial, nos pusimos a buscar un hueco en la sala de espera. Estaba atestada de gente y nos costó algo encontrarlo. En los asientos contiguos había dos mujeres, una mayor, de unos ochenta años y otra de edad indeterminada, entre cuarenta y sesenta, que podrían ser madre e hija, o tía y sobrina, o hermanas, o persona mayor y su cuidadora. La mujer mayor no dejaba de quejarse, con una mano apoyada en el vientre, cerca de la cadera y un —¡ay, ay, ay!— constante, no a mucho volumen, pero constante. ¿Habría sido una caída, un golpe o un dolor interno de dudoso origen? A saber qué había llevado a urgencias a las dos mujeres sentadas a nuestra derecha. Por el otro lado teníamos situados a unos padres con un niño pequeño en brazos de ella, que con cara angustiada tarareaba quedamente una canción de cuna, un alivio para el niño dormido, que de vez en cuando se agitaba desasosegado. El color rojo de su cara y los pañuelos humedecidos que su padre le ponía en la frente indicaban que padecía una fiebre elevada. Sin duda unos padres primerizos inquietos por enfrentarse a algo nada extraño en un pequeño de corta edad. En los bancos próximos había una familia, en la que estaban el abuelo, los padres, los tíos y unos niños mayores acompañando a uno de ellos, no sabría decir a cual. Una gran familia que ocupaba una cuarta parte del espacio disponible. No dejaban de preocuparse, llamando continuamente por teléfono o recibiendo llamadas. Así estuvieron todo el tiempo que permanecimos en la sala de espera. Al levantar la vista más allá, me encontré con un rostro conocido. Era Luis, que había acudido con su esposa debido a una molestia en el pecho, que le preocupaba hasta cierto punto, ya que ella, enfermera, consideraba que no tenía síntomas preocupantes. Estuvimos charlando un rato sobre nuestros respectivos padecimientos y las expectativas que teníamos al respecto, sobre algunos conocidos, sobre el tiempo y sobre la situación de la sanidad. Al cabo de un cuarto de hora, cuando la conversación languideció, nos volvimos a nuestro sitio, despidiéndonos con un deseo de buena suerte. A su lado estaban dos chicos jóvenes, como de unos diecinueve o veinte años. Tenían la cara de despiste habitual en los que nunca han acudido a una urgencia hospitalaria. El más grueso de los dos presentaba un color amarillento y acudía con frecuencia a los servicios situados al fondo. Podía tratarse de una indigestión o de un exceso de alguna droga legal o ilegal. El compañero, amigo o conocido tenía cara de gran preocupación y continuamente iba a la recepción a interesarse por la atención que recibiría el joven enfermo. Una treintañera, con el pelo teñido de azul, algunos piercings en la cara, falda y botas de cuero negro y maquillada profusamente, leía ,abstraída y ajena a todo lo que había a su alrededor, uno de los libros de la saga “Millenium”. Nada ponía de manifiesto el padecimiento que la habría hecho acudir sin acompañamiento al hospital. A su lado se encontraba un matrimonio mayor, como de unos setenta y tantos o más años. Él estaba conectado a un respirador portátil y su mano izquierda mantenía un temblor constante, tan característico de la enfermedad de Parkinson. Ambos permanecían en silencio, como esas parejas que ya se conocen lo suficiente como para no necesitar palabras para comunicarse. Cuando los altavoces de la sala anunciaron —“Familiar de Juana Vilcheza, pase para información”—, un hombre fornido, en chandal de entrenamiento y una mochila a la espalda se levantó de una de las bancadas centrales y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Iba llorando. Yo continuaba observando a los presentes en la sala cuando anunciaron mi nombre y pasé a la consulta. Por suerte, mi padecimiento no era grave, un derrame pleural que requería de hospitalización para proceder a su punción y extracción del líquido acumulado. Diez días después, realizada sin novedad la extracción y superada una infección hospitalaria de origen desconocido, que me retuvo allí todo ese tiempo, volví a casa. Vagamente recuerdo los detalles del derrame, pero no se me olvidan las horas pasadas en la sala de espera de urgencias y lo variadas que somos las personas que allí acudimos.
Manuel Medarde
Grupo A
Universo de Dolor
Universo de dolor. Viaje interno, profundo, silencioso, oscuro. Odisea adolescente, pesadilla de madurez.
Luces,brillos, espejos fulgurantes. Rostros partidos por mitades, cuencas oculares como cuchillos, como agujas punzantes. Temblores involuntarios, horas que se alargan, días que se acortan con noches persistentes.
Vómito, llanto.
Cortinas gruesas, cortinas de terciopelo oscuro que tapan los rayos del sol.
Hielo sobre las sienes, seda sobre los ojos. Camas revueltas, sábanas enredadas.
-Ojalá pasara pronto. Ojalá puedas salir más tarde y tomar un poco de sol en el jardín.
Cierra los ojos, trata de dormir. Ya pasará, y te traeré un poco de nieve de limón, te caerá bien, te asentará el estómago. Ya pasará. Trata de dormir.
Mi migraña.
Grupo A
-Te quieres dar prisa, le digo por enésima vez. Y él como si nada, con una pacha… que si la cartera, que si las llaves. Se le olvida ponerse el abrigo y en la calle hace un frío de mil demonios. De vuelta a ponérselo. ¿En qué momento pasé de ser el objeto de sus deseos a su mamá? Si hasta le llevo de la mano.
La sala de espera está en silencio, prácticamente; a parte de la hora, es el miedo a las puñeteras agujas. Parece que fueran a entrar al matadero con sus ofrendas doradas en las manos.
Al otro lado de la sala está “la Mari”, uff espero que no nos vea, que esa no se calla y encima le va a meter más miedo pa’ el cuerpo. Es de las que se las saben todas. No la aguanto.
Por fin nos toca, -Antonio pasa, le dice la enfermera. Tiene suerte es la nuestra y no cualquier aprendiz en prácticas. Qué a mí me tocó uno que se las traía… ¡Cuatro veces me pincho! Y al día siguiente un morado en el brazo, que no veas. -Tú espéralo fuera, me dice a mí. Pero si está agarrado a mí como a una tabla del Titanic. -María que se va a caer redondo, le digo. -Vamos entrad, que hay mucha gente esperando, nos dice con premura. Antonio se sienta, deja el brazo en la mesa como si no fuera suyo y mira hacía el otro lado, mejor dicho, me mira a mí haciéndome responsable de lo que pueda hacer la enfermera. ¡Habrase visto este hombre!
Sólo con ponerle la goma y tantearle las venas, Antonio se pone blanco como la pared. María le cuenta no sé qué de un desvío de fondos del gobierno. Uff por ahí no, que se enciende, pienso yo.
Pero mira ya está, un tubo, otro, hasta cuatro. Y sin rechistar.
No como el aprendiz a enfermero que me tocó a mí. Desde luego que suerte tiene este hombre.
Ya fuera, pensando más en el desayuno que en él, le digo, -pues mira no ha sido para tanto. Con esa cara de ajo que pone cuando le están tocando las narices, me suelta, -pues haberte pinchado tú.
Eva Hernández
Llegaremos a tiempo
Una tarde de primavera, cielo azul, aire fresco, Luna, correteando por el jardín no te perdía de vista. Tu mirada, perdida entre las nubes blancas que se movían como si quisierais deciros algo.
Solo tú sabías lo que pasaba por tu cabeza. Decías estar bien, pero había un runrún en el ambiente que empezaba a preocuparnos.
Había algo que no encajaba, falta de coordinación, acaso podía ser una depresión. Esto ocurría en una tarde de domingo, quedaba muy poco para salir de dudas.
Lunes, visita a la clínica, pruebas para descartar, y en una mañana de primavera cuando entraba por la ventana un sol radiante, se desató la más cruel de las tormentas. Todo se volvió negro, derivación al Hospital, ingreso en planta y posterior reunión con el neurocirujano, para recibir el terrible diagnostico.
No había nada que hacer, la sentencia estaba dictada. Solo quedaba esperar, unos días en el hospital, agarrados a la última esperanza; todavía te quedaba algo de humor, cuando vinieron a cortarte el pelo para realizar con mucho riesgo la última prueba. Con el diagnóstico definitivo, volviste a casa. En la radio del coche sonaba la canción de Rosana “llegaremos a tiempo”, en la puerta del jardín te esperaba Luna, que ya no se separó de tu lado en la habitación hasta la hora de decir adiós.
Fueron días muy difíciles, centrados únicamente en estar a tu lado, viaje a Pamplona para una segunda opinión que ya sabíamos, pero que nos costó muchísimo aceptar.
Mes y medio de zozobra y de miedo y, una tarde, cuando comenzaba el verano, dijiste adiós a la primavera; tu estación favorita. Tu perrita Luna te despidió con un aullido que recorrió mi espalda con un escalofrío y se me clavó en el alma.
P.G.
Grupo C
Omelet
—Má, ¿te preparo algo?
—No, no tengo hambre.
—Tenés que comer algo, la doctora dijo que tenés que comer proteína. ¿Querés un omelet?
—Mmmm —dudás—, pero con un solo huevito, nada más.
En la puta vida hice un omelet. Todos mis intentos siempre terminaron en huevos revueltos con queso, y mientras busco la sartén me pregunto cómo mierda voy a hacer para que quede bien. Ah, pero no cuento con el ingrediente secreto: el amor. La magia ocurre y el omelet de un solo huevo queda perfecto.
Cuando me doy vuelta para vanagloriarme de mi seudoproeza culinaria, te encuentro mirando por la ventana. Veo tu camisón celeste con flores blancas. Veo tu perfil perfecto que siempre envidié. Veo la circunferencia de tu cabeza cubierta por pelusa.
Me pregunto qué estarás pensando. Sé que lo sé. Sé que no quiero saberlo.
No me preocupa perderte, y me carcome la culpa de pensar que hasta me alivia, y es muy duro admitirme eso. No me gusta esta versión de mí. Lo que más me atormenta es lo que estás transitando, lo que estás sintiendo. ¿Cómo uno se enfrenta a su propia muerte? ¿Cómo es esa tortura de saber que se acerca? ¿Cómo se lleva esa angustia?
Recuerdo estar sentados los tres en el consultorio, vos en el medio. Recuerdo cómo la doctora elegía cuidadosamente las palabras y cómo vos las disectabas en el taxi de vuelta a casa, preguntándonos en bucle, sin escucharnos, a qué se refería.
No puedo traer ahora lo que dijo, no puedo revivir si era bueno o malo. Lo que sí sé con exactitud es lo que se me cruzó por la cabeza: lo que estarías sintiendo. Estábamos aterrados, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, porque sería admitir que era verdad. Y nos aferrábamos a la esperanza de los tontos: "nada está dicho", seguido de "todo puede pasar".
Nunca supe si no nos querías preocupar. Nunca supe si te admitiste que te ibas a ir, porque, Fernández, mirá que eras testaruda. Y que la peleaste… la peleaste.
Ahora, en esta habitación de hospital, los techos se ven tan altos. Todo se va moviendo en cámara lenta. Sostengo tu mano y no me atrevo a mirar a otro lado que no sean tus uñas acrílicas pintadas de color coral. Siento que te vas apagando. Siento que el tiempo se va deteniendo. Siento que todo gira.
Las lágrimas lo distorsionan todo. La obstrucción de mi garganta no deja salir nada, ni un quejido. Muy despacito, muy bajito, casi inaudible, solo para vos y solo para mí, me sale un murmullo resquebrajado que dice algo así como: "Te quiero, mamá".

