El cuerpo roto

Esta semana la sala del taller de escritura creativa se convirtió en sala de espera de hospital. El motivo de nuestra visita al especialista era estrictamente literario: el nuevo libro de cuentos de Ana María Shua titulado El cuerpo roto.
No es la primera vez que la escritora se acerca a este tema. Ella se confiesa lectora de libros relacionados con el cuerpo y la enfermedad y ya escribió hace años otra novela con el título de Soy paciente: "Dime lo que lees y te diré lo que escribes. Como lectora, me entrego con fascinación todo texto que tenga que ver con enfermedades, plagas, pestes, curaciones. De ahí que buena parte de mi obra está dedicada también a ese tema constante y perturbador" dice Shua.
Dos de los cuentos son autobiográficos, el que abre el libro y el que lo cierra. Uno referido a sí misma, la historia de la lucha y la superación de un cáncer. Y el otro relacionado con la muerte de su padre.
Completan el corpus de la obra otra serie de cuentos en los que la autora cambia el punto de vista narrativo. En unos la voz es la del paciente (a Ana María Shua le gusta ponerse en la piel del doliente), en otros la del cuidador o acompañante, en otros es el médico el que toma el pulso de la narración. El deterioro cognitivo, la adición a las anfetaminas y el alcohol, la demencia, el alzhéimer, el ictus, las enfermedades mentales o el primer encuentro sexual son objeto del análisis literario de la autora.
Los médicos tienen en su ordenador o en el cajón del escritorio la historia clínica de sus pacientes pero estos tienen su propia historia, aunque no todo el mundo se atreve a contarla abiertamente y hacer cirugía literaria del dolor. Ana María Shua es valiente e introduce el bisturí en este tema y en todas sus repercusiones. La familia, las relaciones padre e hija, la comunicación (la presencia del móvil ha cambiado mucho las circunstancias sobre este tema), el proceso de duelo, la memoria, el lenguaje médico y su proximidad al lenguaje bélico (partes, altas, bajas, bombas de oxígeno...) dan aún más consistencia a las historias. Dice la autora: "trato de demostrar esa sencilla verdad que todos sabemos y tratamos de olvidar: que somos nuestros cuerpos y somos nuestras mentes, al mismo tiempo y sin grietas, esa dolorosa conjunción que nos hace humanos".
Nosotros centramos nuestro análisis y diagnóstico en dos de esos cuentos, los titulados "Como el mar" y "Técnicas modernas". El primero parte de una experiencia real, la cuenta atrás para llegar al Hospital desde que se producen los primeros síntomas de un ictus. El segundo muestra la dificultad para hablar con naturalidad sobre el sexo y las relaciones en los años 60. Muchos jóvenes, en cuyas casas había férreas censuras con motivo del peso de la culpa, y dónde los padres no hablaban abiertamente sobre el tema con ellos, tenían que recurrir a libros de dudosa información que dificultaba aún más ese primer encuentro. La épica de la primera vez.
El tema dio de sí. No en vano la literatura recorre a lo largo de los siglos la enfermedad (la peste, la tuberculosis, el SIDA, el cáncer, el COVID...). Todos tenemos la experiencia propia de una enfermedad o hemos sido sometidos a alguna operación. Pero, ¿cómo convertir en literatura esa herida, esa cicatriz? Ahí está el reto.



Propuesta de escritura

Un cuerpo roto habla. También una mente rota. Escribe una historia, a ser posible autobiográfica, sobre el dolor o la enfermedad. Elige el punto de vista. ¿Quieres ser un profesional sanitario? ¿Será el cuidador o el acompañante del paciente el que cuente su historia? ¿Prefieres ser tú el que pacientemente encuentre palabras para describir tu mal? Piensa en la manera de escribir la historia. ¿Será suficiente con un microrrelato? ¿La historia pide un poema? ¿Necesito un fragmento de un diario, una carta, una página al menos?

Y estos son algunos de los textos enviados hasta ahora:


“Ay, Dolores”

Recién nacido
Que la vida duele lo supo al primer tijeretazo.

Androide sapiens
Cuando la IA aprenda a sentir dolor querrá volver a ser máquina.

Soledad no deseada
Cuando sintió la llamada se retiró a un monasterio, pero no tenían cobertura.

Inhumanidad
El dolor nos hace mejores: sufre.

Narcolepsia feliz
Estaba anestesiado frente al dolor, y nunca despertaba.

Un mundo feliz
Sólo se reproducían los masoquistas.

Dolor mudo
A pesar de sus gritos nadie le oyó nunca quejarse.

Distopía zombi
Nadie se rebelaba porque estaban modificados genéticamente contra el dolor.

Seguro de vida
Mientras te duela no morirás.

Infierno
Muertos condenados a seguir sufriendo.

Bicho raro
A diferencia del resto del mundo, nunca sentía dolor; y sufría por ello.

Ícaro bonzo
La cera de sus alas no se derritió, y llegó hasta el sol.

Mala suerte
Era un esqueleto al que le dolían los huesos.

Dolor insoportable
Récord provisional.

Ignacio Aparicio
Grupo A


Cargando…

Martín lanzó el vaso de agua contra la pared.
El estallido recorrió mi columna vertebral y provocó que brincara en la silla.
Me asusté. Rompí a llorar.
Mis depósitos emocionales estaban en la reserva, próximos al agotamiento.
Me giré enfadada. Inspiré hondo. Busqué su mirada con la intención de conectar, recibir un poco de calor, de amor, de cercanía.
En su expresión predominaba la indiferencia. Sus ojos miraban al infinito, y cuando se centraban en los míos fluían inertes, como cualquier desconocido con el que hubiera cruzado la mirada en el bus o en el metro.
Sus desconexiones eran ya muy frecuentes, extensas y, últimamente, agresivas.
Intenté como último recurso la terapia musical. Había preparado un repertorio con sus canciones favoritas, pero la magia cada vez funcionaba peor.
Sólo había una canción que nunca había fallado, nuestra canción, Chiquitita de ABBA, pero no quería quemarla.
Estaba desolada y necesitaba volver a verle, a sentirle, a conectar con él.
Lo echaba mucho de menos.
— Alexa, pon Chiquitita —dije en voz alta.
La sintonía comenzó.
Me senté frente aquel semblante distante, alejado, desconocido, rezando por la reconexión.
Diez segundos después inclinó la cabeza intentando tocar la melodía con su oreja derecha.
Me miró.
Su semblante se relajó, sus ojos me acariciaron, y su sonrisa me abrazó.
Otra vez me eché a llorar.
Me levanté y le rodeé con mis brazos con tanta fuerza, para que se quedara conmigo, quería apartarle de su mal.
Él lloró amargamente.
— Te quiero chiqui —dijo entre sollozos.— Siento mucho lo que está pasando.
Lloraba y reía, qué maravillosa sensación.
Le di un beso en la mejilla.
Me preguntó por los niños.
La canción terminó.
Martín se fue.
Martín volvió.
Me levanté para coger el álbum de fotos familiar.
Un estallido sordo me devolvió a la realidad.
Mis baterías emocionales se habían recargado.

Max Ferlam
Grupo B


Sala de espera

Lugar de esperanza,
de manos tendidas.
El nombre se borra,
responde a una cifra.
Mi padre está mal, se fatiga.
Suenan pitidos,
los corazones saltan,
las cabezas giran,
las pantallas bailan,
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las miradas escrutan,
valoran el riesgo,
la urgencia es grave,
el pronóstico incierto.
Mi padre está mal, se fatiga.
El tiempo fluye,
la espera en silencio,
miradas vacías,
preocupación y miedo.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Sonrisas inquietas,
palabras sinceras,
sonidos de alarma,
miradas de apremio.
Mi padre está mal, se fatiga.
El doctor ausculta,
el doctor reflexiona,
el paciente es mi padre,
desentraña el misterio.
Mi padre tose, su aliento sibila.
Las horas pasan,
la familia aguarda.
Los segundos se diluyen,
de incertidumbre bebemos.
Mi padre aspira, nace el remedio.
Es mi número,
es mi doctor,
pequeñas palabras,
dan gran confort.
Mi padre sonríe, ya no se ahoga.

Max Ferlam
Grupo B


Vivir produce ruido:

Juan recordaba a su abuela todos los días: una mujer exigente y de carácter enfermizo con la que había crecido.
No padecía de nada serio, pero siempre disponía de remedios para las dolencias que se presentaran a diario. Cada mañana tomaba una cucharada de aceite para el intestino. Si le dolía la tripa, un vasito de aguardiente; si tenía escalofríos, hacía que le prepararan un ponche caliente con huevo, leche y un chorrito de licor de Quina San Clemente.
No eran pocas las noches en que, entre gritos, despertaba a toda la familia porque se le agarrotaban los tendones de las piernas y necesitaba ponerlas en agua fría y aplicarse un masaje. Como vivían en un pueblo, encargaba por catálogo libros como La salud por el ajo y el limón.
Con el tiempo, entre las angustias y dolencias de la abuela, Juan desarrolló un carácter hipocondríaco.
Desde que despertaba hasta que lograba conciliar el sueño, se rodeaba de diagnósticos imaginarios. Cada pequeño cosquilleo era, para él, un presagio oscuro; cada latido ligeramente más fuerte, una alarma. Su botiquín estaba lleno de medicamentos que nunca tomaba.
Cada vez que se enteraba de que un amigo o familiar tenía cáncer, buscaba en su propio cuerpo cualquier bulto o mancha que anunciara que él también lo padecía. Rebuscaba en internet diagnósticos que lo hundían aún más en el laberinto de sus suposiciones.
Al extremo de que, cuando la vecina joven del sexto quedó embarazada, él pasó una semana con vómitos matutinos.
Y cuando el vecino del segundo tuvo un herpes zóster, somatizó el dolor, el hormigueo y el ardor en todo un lado del cuerpo. Se examinaba la espalda frente al espejo para descubrir la erupción cutánea, y se rascaba de espaldas contra la pared de gotelé para calmar los picores ficticios.
Una noche sintió un ligero ruido anormal en el pecho y, asustado, se lo comentó a su mujer, que intentaba dormir.
Ella, muy tranquila, le dijo:
—A veces el cuerpo solo está… vivo. Y vivir hace ruido. La muerte es solo silencio.
El comentario se quedó rondando en la mente de Juan. No curó sus temores de golpe, pero abrió una grieta por la que entró un poco de luz. A partir de ese día, cada vez que una sensación extraña intentaba convertir su mundo en una emergencia, respiraba hondo y se repetía: “Es solo el ruido de estar vivo”.

E.R.A
Grupo B


Sorpresa

Subo la escalera muy despacio, peldaño a peldaño. No sé por qué me he puesto los tacones.Llego a la puerta de casa. Abro.
¡AHHHH!¿Quién es esa anciana que me mira desde el espejo?
¡Qué susto, por Dios! ¡Y que todos los días me tenga que pasar lo mismo…!

M.L.Fidalgo
Grupo C


El médico-enfermo

Durante mis 40 años de ejercicio profesional gocé de una buena salud, o ¿quizá no estuve pendiente de la mía y me dediqué a mejorar la de los demás? La cuestión es que presumía de no tomar ninguna medicación.
Cuando me jubilé, ¡qué casualidad! Empecé a enfermar, o es que comencé a escuchar a mi cuerpo; me di cuenta de que me cansaba con facilidad, que al menor repecho ya tenía fatiga; me veía abotargado, con los tobillos hinchados y la cara de “Luna llena”; la piel reseca, las digestiones pesadas, me dormía “en el palo de un gallinero”.
Entonces, comencé a hacer dieta y ejercicio y a pesar de todo continué engordando.
Caminaba por la calle como un sonámbulo, como mareado, y me costaba trabajo concentrarme; y lo peor de todo es que había perdido la ilusión. Ya no me apetecía leer, ni escribir, ni pintar, ni cantar... de todas formas, un poco,” a la rastra”, seguía acudiendo a todas mis actividades extraescolares, pensando, pensando... que ya vendrían tiempos mejores. Todo pasa. “Panta Rei”, como decía uno de mis filósofos favoritos.
Al cabo de poco más de un mes de acudir a hospitales, consultas, y montones de pruebas, incluso varias biopsias, por fin ya ha terminado el calvario.
Me han diagnosticado de varias enfermedades, y realizo un tratamiento diario. También utilizo un artilugio para dormir llamado CPAP.
Ya me canso menos, ya no estoy hinchado, he adelgazado, y ya no me quedo dormido; mis digestiones son mejores y sobre todo he recuperado la ilusión.
O me estoy engañando y en realidad lo que he recuperado... ¿es la salud?

José Luis Fonseca
Grupo A


La vida en una onomatopeya

Apago la televisión. Son las tantas, como siempre. Me gustan las series, me engancho y no puedo parar. Sigo con mi costumbre de verlas por la noche cuando me quedo sola en mi sofá, arrebujada en mi mantita. Voy al dormitorio. Él lleva horas durmiendo. Oigo el suave zumbido, zzz, que me tranquiliza. Llega el momento mágico del día, cuando me meto en la cama y me abrazo al calor de su espalda. Recibo esa calidez placentera como el mejor somnífero del mundo. Al minuto pierdo todo de vista y me entrego a los brazos de Morfeo.
Algo me despierta. No sé cuánto tiempo ha pasado. La somnolencia me impide discernir. Observo que el reloj de la mesilla parpadea. ¿Se habrá ido la luz? Es lo más probable, por eso se habrá desajustado —pienso.
Él está inmóvil. Su respiración acompasada me indica que está soñando plácidamente. A veces está más inquieto y lanza ronquidos extemporáneos. Se debe a la apnea. Hoy no. Hoy su rostro está relajado. Le doy la espalda e intento conciliar, de nuevo, el sueño. Vuelvo mi cuerpo hacia la pared cercana, acomodo la almohada a mis maltrechas cervicales y cierro los ojos.
¡Rrrrzzz! El sonido rompe la quietud de la noche y constato que se le ha alterado el sueño. Le sigue otro rrrrkkkzzz, que es más intenso y me inquieta más aún. Esos ronquidos me asustan mucho, no por el ruido que producen, sino porque pienso que, en su interior está pasando algo que no controla, que el mecanismo de su cuerpo atraviesa una crisis: puede ser falta de aire, de irrigación sanguínea, o de qué se yo.
Me quedo agazapada entre las sábanas a la espera de oír de nuevo ese zzz que me tranquilice. Pero, súbitamente, tiene una especie de convulsión acompañada por un sonido agudo parecido a un hipo profundo o a un atragantamiento que me asusta de veras. Me incorporo en la cama y me vuelvo hacia él para ver qué le ocurre. Acerco mi oreja a su espalda para comprobar que está bien. Nada me lo indica ni tampoco lo contrario. Desde mi posición intento adivinar su rostro a pesar de la oscuridad. El tiempo se me hace lento. No oigo su respiración. Estoy pendiente de algún ruido suyo que me de buenas noticias.
¿Y si ha sido un estertor? ¿Y si se ha quedado sin oxígeno? ¿Y si se ha muerto y yo estoy en esta especie de limbo en el que no sé que pasa, ni qué pasará?
La mente empieza a tener vida propia. Me muestra imágenes que no quiero contemplar. Me arrastra a sentimientos que no deseo experimentar, a lugares que repudio visitar: la muerte, el abandono, el olvido, la ausencia, la soledad, el dolor… Todo ello se mezcla en mi cabeza mientras la angustia se va apoderando de mí. Empiezo a ponerme muy nerviosa. Él no da signos de actividad vital: ni un zzz, ni un pequeño rrrzzz, ni un miserable hic, nada.
¡Prooot!, suena de repente. Uff, que alivio, pienso. Ese bendito pedo apacigua mi desazón, me devuelve a la vida. Acto seguido, me tapo la nariz. Agggh, ¡Qué peste! Y espero unos segundos para meterme bajo las sábanas.

M. Maximina Moreno
Grupo B


El protocolo de la incertidumbre

Mateo, de 55 años, arquitecto técnico, no se sentía enfermo. Quizás se levantaba una vez por las noches para ir al baño; lo atribuía a la edad y a ese apuro de haber bebido antes de acostarse. Tras un análisis de rutina para controlar el colesterol, el doctor Salinas, revisando los resultados, le dijo a Mateo:
—Todo está bien, pero el PSA ha subido. Lo tienes en 6,57 ng/ml; hace dos años estaba en 2,43 ng/ml. No hay que alarmarse, pero esto requiere otra visita con el urólogo.
Mateo salió de la consulta con la palabra oncología flotando en su mente, sin que nadie la hubiera pronunciado. A continuación acudió al Hospital Clínico, donde le esperaba la doctora Elena, una mujer de unos 42 años. Revisó el historial en la pantalla y, antes de mirarle a los ojos, le dijo:
—Mateo, un PSA (antígeno prostático específico) de 6,57 está en una zona gris. Puede ser una infección, inflamación (prostatitis) o algo más. Necesitamos hacer un tacto rectal: es rápido e imprescindible.
—Vas a notar presión, no dolor. Respira hondo…
La doctora Elena notó en el lóbulo derecho un nódulo indurado. En vista de lo palpado, le dijo:
—Vas a hacerte una resonancia magnética y, probablemente, una biopsia.
En ese momento apareció la enfermera Marta, quien sería la encargada de darle toda la información y prepararlo para las pruebas. Su eficacia y seguridad tranquilizaron mucho a Mateo. La resonancia informó, según el radiólogo, de una alta probabilidad de cáncer clínicamente significativo.
La biopsia fue el primer momento de miedo físico real. Después se realizó una ecografía transrectal seguida de pequeños disparos para tomar las muestras. El doctor le advirtió:
—Puede haber algo de sangre al orinar durante los primeros días. Bebe mucha agua.
Dos semanas después, Mateo y su esposa Carmen estaban sentados frente a la doctora Elena. El silencio pesaba en el ambiente. Los resultados habían determinado una puntuación de Gleason que situaba su cáncer dentro del grupo 2. Su mujer le apretó con fuerza las manos. La doctora les explicó con detalle:
—Esto significa que tienes células cancerosas, pero de crecimiento lento.
La doctora Elena le expuso las opciones: vigilancia activa, radioterapia o prostatectomía radical. Le aconsejó extirpar aquello que en un futuro podría suponer un problema. Mateo decidió operarse: quería quitarse “eso” de su cuerpo.
El celador trató de bromear con Mateo mientras lo llevaba en camilla hacia el quirófano para distraerle del miedo. El anestesista, el doctor Calvo, le explicó:
—Te pondré una vía y dormirás mientras dure la operación.
El proceso duró unas tres horas. La doctora Elena dirigía la intervención, manejando los brazos del robot quirúrgico y separando cuidadosamente la próstata de la vejiga y de la uretra, suturando los tejidos conectivos con precisión.
El despertar fue confuso: un dolor frío y una sensación extraña en la zona intervenida. Llevaba puesta una sonda vesical para expulsar la orina. Al principio el color era muy rojo, algo normal tras la operación. A los pocos días ya pudo deambular e inició su recuperación. Hubo revisiones mensuales, luego trimestrales y finalmente anuales.
Cuando todo estuvo bien, los protocolos cambiaron, la incertidumbre adoptó formas nuevas.

Fernando Nieto
Grupo A


Adiós

Tu cuerpo se quebró como un cristal
aquella mañana de junio
del 2022.

Ambulancia, urgencias, camillas,
tensiómetros, transfusiones, analíticas,
pasillos largos y la espera, infinita.

En una habitación compartida
empezaba tu desigual carrera,
contra el tiempo y la vida.

Tus órganos rebelados
atacaron todos tus frentes
sin ninguna compasión.

Poco duró la batalla
frente al enemigo atroz
que exigía tu rendición.

Sedación, silencio
y mucho,
mucho amor.

Solas en la habitación
con mi mano entre la tuya,
en ese difícil adiós.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Hospital

Por un largo, largo pasillo blanco
los enfermos del mundo van arrastrándose.
Tantas primaveras han perdido, tantos cielos,
su expresión terrosa-los higos que secó la escarcha-
y sus arrugas
nacieron a fuerza de aburrimiento.
De andar y desandar nochesdías incoloros.
bajo el paisaje del láudano y la penicilina,
de andar tardes enteras.
hurgando por ver en sus recuerdos
se han quedado cojos.
con la angustiosa quietud del que quiere correr
volar por un largo pasillo
que nunca termina.

Llevan allí mucho tiempo.
entre miradas circunspectas y delantales blancos,
demasiado tiempo
no saben cuánto tiempo
liando un pitillo kilométrico
dando vueltas como trompos sobre sí
apartando la vista del techo blanco
para apartarla luego del suelo blanco
y detenerse un momento.
en un horrible cuadro blanco.

Y han envejecido.

Se han quedado ciegos mirando paredes lisas.
escuchando la monótona voz del médico.
andando el agotador camino siempre idéntico.
Siempre el mismo, siempre.

Pero esta vez sí, se han parado.

Y han querido hablar de ese infinito andar que les agobia
y no pueden retrasar.
Han querido descifrar el color del cielo-que ellos imaginan negro—.
y también si el viento huele.
Y luego se han tocado con un afán casi infantil
el cuerpo, el maravilloso cuerpo
donde el cáncer tiene su caverna.
Y se han descarnado humanitariamente
repartiendo lepra entre todos,
aquel inválido acariciaba las piernas de un loco
y éste besaba tumores cual voluptuosos labios blancos.
Y han querido ver que al fondo del pasillo no se ve nada
y han corrido felices
hasta estrellarse en las paredes otra vez.
Hubieran querido que el largo pasillo fuera infranqueable
que un más largo abismo lo surcara
o una montaña helada cortara el paso y convertirse en muñecos de nieve
porque

el largo pasillo al que las tocas acompañan muertos
es una vía, un tren giratorio, aséptico.
-donde hasta el vómito toma color-
y no conduce a nada
al fin nada
es sólo un camino.

Inés Díez
Grupo C


Una horita corta

13:35 Sala de espera de un hospital.

Una voz de fondo repite, repite y repite, números de turnos, con nombres de galaxias y objetos interestelares: R161, P110, X118... Se suceden sin lógica y los mensajes continúan: Pase por el mostrador 1, por la cabina 1, por la 10, por la 13, por la 14...
Dejen paso por favor.
Una camilla, con paciente abultada de vida, se pasea como desfile de modas, y en la muñeca, una pulsera que identifica al bebé sin nombre que lleva dentro : Barra, barra, barra PTD, punto, guión alto, arroba seguida de comillas. Tal vez sea indicio de un futuro prometedor, el bebé llegará lejos, o no.
Se abren las puertas de la esperanza y la matrona con moño y gafas, sale disparada hacia el interior. Espera "una horita corta", porque tiene que recoger a sus niños del colegio. Detrás, llega desencajado el supuesto padre, o no. El, hizo lo importante de manera satisfactoria, ahora, el video hará lo siguiente.
Las contracciones de Teresa se suceden y monitorización indica su fase activa.
Comienza el espectáculo.
Su intimidad mas íntima se descompone, y residentes médicos, catedráticos obstetras y personal de prácticas pasan por su conducto vaginal. Como un ser prostituido, consigue relajar esfínteres de deshonra y entre conversaciones de "tú cuando cambias de turno" , " qué tal el partido de ayer" y anotaciones de "es un caso normal de parto no inducido", Teresa cierra los ojos, interioriza la situación e intenta respirar y disfrutar, o no.
Dos personas atraviesan la sala, caja de herramientas en mano, las tuberías del hospital presentan desperfectos. Disculpen doctores, disculpe señora, con su permiso...nos han llamado de Gerencia y la avería está en paritorios.
Cuando la ratio capacidad barra personas supera el máximo permitido, en ese momento preciso, la cabeza del bebé se empeña en salir de manera impulsiva, serpentea ante las miradas de la multitud, y se presenta en sociedad (nunca tendrá miedo escénico, o sí).
Javier entornó sus ojos somnolientos y gritó algo parecido al llanto.
Hora de nacimiento: 14:30.
La matrona pudo recoger a sus hijos del colegio.
Era el comienzo de una vida maravillosa, o no.

GuADAlupe
Grupo C


Preparación

—Colonoscopia —digo en voz baja. Las cuatro oes traban mi lengua como si tuviera piedras en la boca y oigo algo parecido a «colnscopia». «Es lo mejor que podemos hacer, aunque no tenemos nada de qué preocuparnos», había dicho el doctor incluyéndose en mi equipo. Su mirada mostraba tanta confianza que lo imaginé recostado en la camilla, a mi lado y con la misma indigna bata de hospital. Salí de su consulta convencido de que la prueba sería inocua y no más molesta que quitarse un grano.
—Colonoscopia —repitió mi hija. No fue el tono lo que me inquietó, sino los dos segundos posteriores de silencio. Los miedos a flor de piel; los de ella, intuidos; los míos, ciertos. Me vi en la obligación de quitarle importancia. «Será una almorrana que ha reventado», intenté darle certeza simulando despreocupación. «Por seguridad, me hacen una colnscopia». Otra vez esas malditas piedras.
Después, la insípida dieta de pasta y carne a la plancha. «Hay que reducir residuos», pronuncié el mantra y me sonó a eslogan de ecologista pelmazo.
Y ayer la ignominia. Me habían prescrito unos polvos para tomar diluidos en agua. Pero se cruzó la amistad del farmacéutico. «¡Cómo vas a pagar cincuenta euros por eso! Toma este enema. Es el que se ha empleado siempre y solo cuesta siete euros». Oí enema, aunque quise creer que era otro medicamento que se ingería por la misma vía. Deseché la imagen de una inmensa pera amenazando mi trasero. Pero no, cuando una hora antes de administrármelo abrí la caja, descubrí que ya no tenía ocasión de eludir la vejación. Repasé los agravios que hubiera podido hacer a mi amigo el boticario. Nada. Finalmente, me agarré a un clavo ardiendo: las derrotas que le había infligido al mus. ¡No podía ser eso!
La noche de ayer fue toledana. Primero la violación anal y luego la condena, pues estar atado a perpetuidad a la taza del váter no puede merecer otro nombre.
La segunda incursión rectal, por esperada y conocida, fue menos angustiosa. No así la procesión al baño que cumplí con rigurosidad de nazareno. Tras semejante penitencia, tuve una iluminación: me dejaría ganar a los naipes.
Unas horas después el taxi parece volar hacia mi Gólgota. Para distraerme repito en voz baja: «colnscopia».
—¿Qué dices? —pregunta mi mujer colocando su mano sobre la mía—. ¿Estás preocupado? —añade solícita.
Niego con la cabeza sin atreverme a mirarla a los ojos. No quiero que descubra lo que hay en los míos. Mantengo la mirada fija en la calzada y, esta vez en silencio, rezo: «co… lo… nos... co… pia».

Pepe Lorenzo
Grupo B


Osama

Fue a visitarlo y todo le pareció irreal. Un decreto de gravedad había roto el orden predecible de las cosas cotidianas. Surgieron los diagnósticos imprecisos, esos rostros asépticos con sus verdades médicas, las miradas silenciosas, el miedo. Su hermano, el hombre sano y fuerte, tan pleno de sueños y afectos estaba enfermo. Ella lo observó en total desconcierto y, Miguel sonreía con esa confianza que lo había caracterizado: ¡tranquila flaca, tú sabes cómo soy dando batallas, saldré adelante! Ella asentía como si él lograra calmarla, pero no era cierto. La muerte envuelta en papel de regalo se acerca y me ofrece su mano. La clínica llena de gente, girar hacia otros temas, un desfile de amigos y familiares, sonrisas sutiles… acá no ocurre nada.
Todos encarnaron con fuerza esa batalla, aunque el peligro era evidente. Luchar, confiar, tener fe. “La esperanza le pertenece a la vida. Es la vida misma que se defiende”, leyó en alguna novela por esos días. La familia rezó incansablemente, y al poco tiempo las biopsias en EEUU indicaron un buen pronóstico. Había un prometedor tratamiento de inmunoterapia. Ese fue el tiempo de la más hermosa esperanza. La extensa familia se reunía cada fin de semana, y entre abrazos y comidas compartían los avances. Finalmente, con o sin Dios, todos anhelamos ser tocados por un piadoso milagro.
Avanzado el tratamiento lograron una consulta con el Doctor Manuel Álvarez, el oncólogo más prominentes del país. Aquel día, en la consulta médica, los separaba un escritorio de vidrio, gruesos manuales de medicina y cáncer, un par de figuras que emulaban órganos del cuerpo humano. Ella apoyó tímidamente su agenda en la esquina de la mesa. No empañes su cristal con tus nerviosas manos.
Allí, el tiempo se volvió espeso. Al otro lado del escritorio se encontraba Álvarez, con la mirada penetrante, su sapiencia, el tono académico. A este lado, Miguel, su mujer y ella. Miró al médico muy atenta, su opinión sería crucial para el pronóstico y tratamiento. Le pareció elegante, de unos 60 años, usaba lentes y un inmaculado delantal blanco. No desentonas… pareces tan imponente como que el muro que tienes detrás. Y allí, decorando la habitación, observó el abundante collage con galardones a su trayectoria como oncólogo y docente universitario. En silencio leyó: Instituto Nacional del Cáncer, Maryland, USA; Premio al creador del primer Centro Integrado del Cáncer en Chile. Sí, éste es el médico, él puede ayudarnos.
Con la voz seca y lejana, Álvarez partió chequeando datos. Señaló haber revisado la ficha completa y los exámenes recientes. Giró a su costado derecho, dándoles la espalda, y mostró una pantalla:
­–¡Miguel, tú eres la persona más importante para mí! –declaró en tono alto. Miguel lo miró algo sorprendido, pero no respondió nada. Ella se quedó pensando en el énfasis de sus palabras.
–Acá verás un PET-CT, son imágenes de alta tecnología –agregó el médico –Es un mapa exhaustivo de tu cuerpo que nos dirá si hay proliferación o metástasis. –Ella percibió el aire más esquivo en su garganta.
Álvarez hablaba rápido, sonreía exiguamente, no perdía el tiempo. Y como quien dicta una cátedra para internistas en formación, fue analizando y describiendo su cuerpo. Y lo hacía con tanto detalle, con tanta especificidad técnica que a ella le parecía que solo hablaba de órganos, de células, de partes diminutas, de tejidos insignificantes, de objetos… Entonces imaginó diminutas células criminales viajando por su cuerpo, reclamando espacio para dañarlo. No, no, ese no era él. En esas imágenes de colores en movimiento no estaba su hermano amado. ¿Qué sabe este médico de ti? Y presurosa lo buscó entre sus recuerdos. Entonces, quiso contarle de Miguel, el huérfano de diez años que llegó a su casa invadiendo su infancia de cambios, y que entre llantos reclamaba a su madre. O de los meses que pasó entrenando para un examen de admisión universitaria, y cómo a puro esfuerzo fue escalando. O del joven gozador de la vida, los amigos, el buen vino y las parrilladas. O de sus tantos amores y la vanidad con que cuidaba su cuerpo tonificado. No, tu no lo conoces, él es un luchador, un ser incapaz de creerse vencido por un cáncer. No, allí no estaba su hermano. Sólo son colores en movimiento, colores sin alma.
De pronto, la situación se tornó más ajena. Álvarez explicaba tecnicismos, y la mujer de Miguel lo interrumpió: Doctor, ¿usted cree que pueda seguir jugando futbol?... mire que para él eso es lo más importante. El médico sonrió. Y la conversación giró en extenso hacia el deporte y los gimnasios, como si nada grave aconteciera. Y a ella le pareció que la esquina y la silla en que se sostenía giraban, alejándola de ese espacio. Y llena de perplejidad no supo qué decir, como si una espesa mudez la hubiera tragado. Sólo pudo pensar: ¿Y por qué no hablamos de ti?, ¿de tu vida?, ¿de tus dolores?, ¿O de nuestro inmenso temor?
Luego, un pesado silencio envolvió la sala… y Miguel preguntó:
–Doctor, de todo lo que revisó… y en su amplia experiencia, ¿cómo se ve mi pronóstico?
Y aquella fue la primera y única vez, desde que lo visitó en la clínica, en que pudo advertir una asustadiza mirada en el rostro de su hermano.
–Mira, si esta es tu película… Entre un viaje a Disney y Osama Bin Laden, esto es Osama –respondió Álvarez, imperturbable.
Ella escuchó aquella frase como si le llegara en cámara lenta… Como nos alcanzan esos pensamientos-granada que vienen volando y que sólo explotan cuando nos tocan, porque vienen cargados con su violencia. Entonces, una ráfaga de imágenes invadió su mente. Aquella noticia repetida incansablemente en televisión por esos días. Noticias de espanto, oscuras imágenes: OSAMA, el terrorista... OSAMA, el que murió acribillado… OSAMA, sonríe sereno. Su casa está llena de niños, mujeres y ancianos… Y en pocos minutos les espera la muerte.
Sin duda, ella supo que Álvarez no fue el responsable de su partida. Pero sí les robó la esperanza, que entonces era lo único que tenían.

Sonia Micin C.
Grupo A      


Vaya panorama

Hay palabras que es mejor no conocer. Algunas de ellas aparecen un buen día y se graban en la memoria para siempre, se instalan como okupas del cerebro con carácter permanente.
Mielomeningocele fue la primera; se la diagnosticaron con trece años; cuando estuvo en la cama una semana sin poderse mover. Presentaba una espina bífida abierta, de carácter congénito; al parecer, según le informó la doctora, una parte de la columna no estaba bien cerrada, era como un saco de nervios y tejido medular que salía hacia fuera formando aquella protuberancia en la espalda. Desde entonces, siempre había tenido dolores en la región lumbar y había arrastrado ciertos problemas de movilidad, aunque no le imposibilitaba hacer una vida dentro de lo normal.
Su padre había fallecido de un cáncer colorrectal, le operaron sin demasiado éxito, recibió tratamientos de quimioterapia y radioterapia durante dos años, pero todo fue inútil, además su calidad de vida dejó mucho que desear, se quedó en los huesos y el cambio en su aspecto en los últimos meses fue radical.
Su madre sufrió un glaucoma que le imposibilitaba leer o coser. La recordaba siempre con la aguja en la mano, hasta que ya casi repetía las puntadas mecánicamente, a tientas, incluso era capaz de enhebrar el hilo a ciegas.
Su hermano mayor había fallecido repentinamente una tarde de comienzos de verano. Un aneurisma cerebral segó su vida y hundió en una depresión a su mujer. Aquel afinamiento de las paredes de alguna arteria podía explicarse por debilidad congénita o por factores como la presión arterial alta y el tabaquismo. Ciertamente, Rafa fumaba como un carretero. Otros factores de riesgo eran el consumo de drogas ilícitas… en eso tampoco se quedaba atrás, siempre envuelto en el olor penetrante de aquellos malditos porros.
El alzhéimer era una enfermedad neurodegenerativa que parecía extenderse como una gota de aceite… un día le llamaron para comunicarle que su amigo de toda la vida, Agustín, se había sumido en el olvido y que había comenzado terapia en un centro de día cerca de su casa en Madrid. Fue a verlo y el deterioro era mayor de lo que esperaba. Según le comentó Miguel Ángel, su pareja, todo empezó con despistes de memoria, luego parecía sin energía, con extraños cambios de humor, la mirada perdida, parecía aislado del mundo, con problemas para comunicarse… Ahora estaba en una fase moderada, cada vez más desorientado y desconectado de la realidad. No tenía buen pronóstico, ciertamente.
En los últimos años había tenido un dolor punzante en la región metatarsofalángica del pie, entre el tercer y el cuarto dedo, con algo de hormigueo en ocasiones. Tras recorrer la consulta de varios traumatólogos, le diagnosticaron neuroma de Morton. Le recomendaron usar calzado adecuado, nada de tacones; evitar actividades de impacto, se acabó la marcha nórdica; mantener un peso saludable y realizar ejercicios de fortalecimiento de los músculos del pie. Como la reina, alguien le comentó jocosamente; pero maldita la gracia que le hacía padecer enfermedades reales. Aquello fue una limitación mayor que agravó sus problemas de movilidad causados por el mielomeningocele.
Ahora, en la residencia que le habían buscado sus dos hijas, sufría quizá un dolor que aumentaba de manera exponencial: la soledad. El médico le informó que, cuando una persona se siente aislada y solitaria, segrega cortisol, la hormona del estrés, que eleva la presión arterial, causando insomnio, aumentando los síntomas de ansiedad y depresión; y que según los últimos estudios de la universidad de Chicago estos sentimientos podían conllevar enfermedades cardiovasculares e incluso afectar al sistema inmunológico y endocrino. Vaya panorama que nos espera, pensó.

Jesús García Espinosa
Grupo A


Enfermedades mentales

Sigo anhelando la apertura de la ciencia, concretamente la neurociencia en el siglo XXI,
Sobre todo más allá del conocimiento, sigo esperanzada en descifrar el lenguaje secreto de los silencios que acompañan a esos diagnósticos que recibimos en nuestros entornos mas próximos cuando nos dicen; tiene una enfermedad neurológica, o psiquiátrica o ambas.
Las lobotomías, electroshock y demás técnicas de nuestro pasado no demasiado lejano y sin demasiado acierto terapéutico, han derivado en una variedad de pastillas con un amplio abanico de nombres , que unas manos cercanas administran sin esperar aplausos.
Mientras tanto pasa el tiempo y aquello que un tiempo atrás nos alertaron que padecía nuestro ser más querido, no mejora y pesa en nuestro cuerpo como una losa , confundiéndonos entre la ternura y la rutina y esperando un milagro que seguramente nunca llegará.

Carmela
Grupo A


Sindemia y un ramo de mariposas blancas

Todo esto aconteció a partir de la visita que hice a casa de José en el mes de noviembre. Junto a un fuerte abrazo escuché un susurro "Niña de la Cyca", "Profe querida", "Vuelo enlentecido"; fue una conexión bidireccional muy especial.
El Doctor y especialista en Medicina Interna del Hospital General Docente Provincial, de la Ciudad de Morón fue uno de mis alumnos de alto rendimiento académico. Él es el mismo muchacho del campeonato de peonza en Mallorca y amigo de Chispa y julio el maquetista.
Ya sentada en el sofá, José afirma
-Puedo imaginar qué te trajo a mí.
-Sí, me trajo la epidemia de enfermedades arbovirales que nos azota.
-Claro profe, es preocupante; mi corazón está deshecho.
Entonces le llega un mensaje al doctor, Corre a su habitación, se cambia de ropa a la vez que sentimos un claxon insistente; era un coche del hospital; José, abre la puerta y el chofer dice:
- Doctor vengo por usted.
- Sí, hay necesidad de reforzar el servicio de médicos clínicos en el cuerpo de guardia -responde José con una sombra de responsabilidad resignada-, ya somos pocos.
- ¿Te acompaño? -le pregunto al momento.
- Sí, en algo puedes ayudar.
Entramos al hospital; el salón del cuerpo de guardia estaba repleto de personas quejosas y desesperadas.
Varios colegas especialistas y residentes se movían entre los numerosos casos acostados en camillas. Jose comienza por Ana, paciente muy adolorida; hace la entrevista,
-¿Que te sientes, Ana?
-Doctor, no puedo con los dolores articulares y de cabeza, la fiebre es de 40, no me puedo parar… -La escucha y pasa al examen físico. Yo a su lado le pregunto -¿tienes el diagnóstico? -sí,- y agrega, es paciente con comorbilidad, es hipertensa y obesa.

La doctora Maité, que atiende la enferma de la otra camilla, comenta -mi paciente está sangrando por las encías, tiene fiebre y refiere dolores fuertes detrás de los ojos entre otros síntomas; es diabética e hipertensa; Jose pregunta -¿indicaste complementarios? -sí; el hemograma completo arroja plaquetas bajas, (trombocitopenia) -¿qué cifra? pregunta, -por debajo de 50,000 mm3 -refiere Maite. ¿Es dengue doctor?, -Sí, remítela a cuidados intensivos urgentemente.
Era un caso tras otros los que el grupo de galenos atendían.
Miro la hora: cuatro y treinta de la madrugada.
-Vamos a mi cuarto de consulta -me dice Jose.
En su despacho una foto del Científico cubano Carlos J. Finlay colgaba en la pared del fondo, lo mira y dice en alta voz:
- Finlay, tu descubrimiento revolucionó el mundo y permitió implementar medidas de control vectoriales, salvando a millones de personas -y gira hacia mí aclarando mi idea de pandemia, -profe, no es una pandemia lo que acontece, es una Sindemia; es la epidemia que comparte factores sociales en tiempo y lugar; amplificando el efecto de estas enfermedades. Es eso lo que nos pasa.
Puso su cabeza en el buró como el trompo que pierde velocidad porque la fricción es muy fuerte. No podía mantenerse erguido.
Una llamada a mi celular ¡Quedo aterrada! y solo digo:
-¡Juanita ha fallecido en su casa, Jose! el chikungunya y su diabetes no pudieron coexistir.
Prorrumpí en llanto y mi ex-alumno se cuestiona -¿Cómo no pude salvarla?
Pensé en Mallorca, en el triunfo de José; en el cartel que puse a la "altura de la Palma real", uno de nuestros atributos nacionales. Ahora estaba frente a una gran derrota; e imaginé el nuevo mensaje. "Triste sindemia, por corazones rotos"
Interrumpí mi silencio.
-José, no mas lágrimas; llevémosle a Juanita otro de nuestros atributos nacionales;
"Un ramo de mariposas blancas".

Miriam García Cabrera
Grupo A


Sala de espera

La molestia en una zona indeterminada del tórax me puso sobre aviso. No soy especialmente hipocondríaco, pero tampoco me gusta dejar pasar de largo los avisos de mi cuerpo. Acudimos a urgencias del clínico, al viejo clínico, que a punto de la jubilación acogía en una pequeña sala un muestrario de humanos de muy diversa condición. Pasado el triaje de valoración inicial, nos pusimos a buscar un hueco en la sala de espera. Estaba atestada de gente y nos costó algo encontrarlo. En los asientos contiguos había dos mujeres, una mayor, de unos ochenta años y otra de edad indeterminada, entre cuarenta y sesenta, que podrían ser madre e hija, o tía y sobrina, o hermanas, o persona mayor y su cuidadora. La mujer mayor no dejaba de quejarse, con una mano apoyada en el vientre, cerca de la cadera y un —¡ay, ay, ay!— constante, no a mucho volumen, pero constante. ¿Habría sido una caída, un golpe o un dolor interno de dudoso origen? A saber qué había llevado a urgencias a las dos mujeres sentadas a nuestra derecha. Por el otro lado teníamos situados a unos padres con un niño pequeño en brazos de ella, que con cara angustiada tarareaba quedamente una canción de cuna, un alivio para el niño dormido, que de vez en cuando se agitaba desasosegado. El color rojo de su cara y los pañuelos humedecidos que su padre le ponía en la frente indicaban que padecía una fiebre elevada. Sin duda unos padres primerizos inquietos por enfrentarse a algo nada extraño en un pequeño de corta edad. En los bancos próximos había una familia, en la que estaban el abuelo, los padres, los tíos y unos niños mayores acompañando a uno de ellos, no sabría decir a cual. Una gran familia que ocupaba una cuarta parte del espacio disponible. No dejaban de preocuparse, llamando continuamente por teléfono o recibiendo llamadas. Así estuvieron todo el tiempo que permanecimos en la sala de espera. Al levantar la vista más allá, me encontré con un rostro conocido. Era Luis, que había acudido con su esposa debido a una molestia en el pecho, que le preocupaba hasta cierto punto, ya que ella, enfermera, consideraba que no tenía síntomas preocupantes. Estuvimos charlando un rato sobre nuestros respectivos padecimientos y las expectativas que teníamos al respecto, sobre algunos conocidos, sobre el tiempo y sobre la situación de la sanidad. Al cabo de un cuarto de hora, cuando la conversación languideció, nos volvimos a nuestro sitio, despidiéndonos con un deseo de buena suerte. A su lado estaban dos chicos jóvenes, como de unos diecinueve o veinte años. Tenían la cara de despiste habitual en los que nunca han acudido a una urgencia hospitalaria. El más grueso de los dos presentaba un color amarillento y acudía con frecuencia a los servicios situados al fondo. Podía tratarse de una indigestión o de un exceso de alguna droga legal o ilegal. El compañero, amigo o conocido tenía cara de gran preocupación y continuamente iba a la recepción a interesarse por la atención que recibiría el joven enfermo. Una treintañera, con el pelo teñido de azul, algunos piercings en la cara, falda y botas de cuero negro y maquillada profusamente, leía ,abstraída y ajena a todo lo que había a su alrededor, uno de los libros de la saga “Millenium”. Nada ponía de manifiesto el padecimiento que la habría hecho acudir sin acompañamiento al hospital. A su lado se encontraba un matrimonio mayor, como de unos setenta y tantos o más años. Él estaba conectado a un respirador portátil y su mano izquierda mantenía un temblor constante, tan característico de la enfermedad de Parkinson. Ambos permanecían en silencio, como esas parejas que ya se conocen lo suficiente como para no necesitar palabras para comunicarse. Cuando los altavoces de la sala anunciaron —“Familiar de Juana Vilcheza, pase para información”—, un hombre fornido, en chandal de entrenamiento y una mochila a la espalda se levantó de una de las bancadas centrales y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Iba llorando. Yo continuaba observando a los presentes en la sala cuando anunciaron mi nombre y pasé a la consulta. Por suerte, mi padecimiento no era grave, un derrame pleural que requería de hospitalización para proceder a su punción y extracción del líquido acumulado. Diez días después, realizada sin novedad la extracción y superada una infección hospitalaria de origen desconocido, que me retuvo allí todo ese tiempo, volví a casa. Vagamente recuerdo los detalles del derrame, pero no se me olvidan las horas pasadas en la sala de espera de urgencias y lo variadas que somos las personas que allí acudimos.

Manuel Medarde
Grupo A


Universo de Dolor

Universo de dolor. Viaje interno, profundo, silencioso, oscuro. Odisea adolescente, pesadilla de madurez.
Luces,brillos, espejos fulgurantes. Rostros partidos por mitades, cuencas oculares como cuchillos, como agujas punzantes. Temblores involuntarios, horas que se alargan, días que se acortan con noches persistentes.
Vómito, llanto.
Cortinas gruesas, cortinas de terciopelo oscuro que tapan los rayos del sol.
Hielo sobre las sienes, seda sobre los ojos. Camas revueltas, sábanas enredadas.
-Ojalá pasara pronto. Ojalá puedas salir más tarde y tomar un poco de sol en el jardín.
Cierra los ojos, trata de dormir. Ya pasará, y te traeré un poco de nieve de limón, te caerá bien, te asentará el estómago. Ya pasará. Trata de dormir.

Mi migraña. 

Esperanza García
Grupo A


La analítica

-Te quieres dar prisa, le digo por enésima vez. Y él como si nada, con una pacha… que si la cartera, que si las llaves. Se le olvida ponerse el abrigo y en la calle hace un frío de mil demonios. De vuelta a ponérselo. ¿En qué momento pasé de ser el objeto de sus deseos a su mamá? Si hasta le llevo de la mano.
Llegamos al centro de salud, casi con la lengua fuera. A ver si con un poco de suerte somos los primeros, pero no, claro que no. La sala está a rebosar y no son más de las ocho y cuarto. Toca esperar, y él, haciendo pucheros, una mano apretando la mía y en la otra el bote del pis, agarrado como si fuera un tesoro. Y yo, -venga si es un pinchacito de nada. -Pues que te pinchen a ti, me contesta. Cómo si a mí no me hubieran pinchado nunca, ¡Habrase visto!
La sala de espera está en silencio, prácticamente; a parte de la hora, es el miedo a las puñeteras agujas. Parece que fueran a entrar al matadero con sus ofrendas doradas en las manos.
Al otro lado de la sala está “la Mari”, uff espero que no nos vea, que esa no se calla y encima le va a meter más miedo pa’ el cuerpo. Es de las que se las saben todas. No la aguanto.
Por fin nos toca, -Antonio pasa, le dice la enfermera. Tiene suerte es la nuestra y no cualquier aprendiz en prácticas. Qué a mí me tocó uno que se las traía… ¡Cuatro veces me pincho! Y al día siguiente un morado en el brazo, que no veas. -Tú espéralo fuera, me dice a mí. Pero si está agarrado a mí como a una tabla del Titanic. -María que se va a caer redondo, le digo. -Vamos entrad, que hay mucha gente esperando, nos dice con premura. Antonio se sienta, deja el brazo en la mesa como si no fuera suyo y mira hacía el otro lado, mejor dicho, me mira a mí haciéndome responsable de lo que pueda hacer la enfermera. ¡Habrase visto este hombre!
Sólo con ponerle la goma y tantearle las venas, Antonio se pone blanco como la pared. María le cuenta no sé qué de un desvío de fondos del gobierno. Uff por ahí no, que se enciende, pienso yo.
Pero mira ya está, un tubo, otro, hasta cuatro. Y sin rechistar.
No como el aprendiz a enfermero que me tocó a mí. Desde luego que suerte tiene este hombre.
Ya fuera, pensando más en el desayuno que en él, le digo, -pues mira no ha sido para tanto. Con esa cara de ajo que pone cuando le están tocando las narices, me suelta, -pues haberte pinchado tú.

Eva Hernández
Grupo A


Llegaremos a tiempo

Una tarde de primavera, cielo azul, aire fresco, Luna, correteando por el jardín no te perdía de vista. Tu mirada, perdida entre las nubes blancas que se movían como si quisierais deciros algo.
Solo tú sabías lo que pasaba por tu cabeza. Decías estar bien, pero había un runrún en el ambiente que empezaba a preocuparnos.
Había algo que no encajaba, falta de coordinación, acaso podía ser una depresión. Esto ocurría en una tarde de domingo, quedaba muy poco para salir de dudas.
Lunes, visita a la clínica, pruebas para descartar, y en una mañana de primavera cuando entraba por la ventana un sol radiante, se desató la más cruel de las tormentas. Todo se volvió negro, derivación al Hospital, ingreso en planta y posterior reunión con el neurocirujano, para recibir el terrible diagnostico.
No había nada que hacer, la sentencia estaba dictada. Solo quedaba esperar, unos días en el hospital, agarrados a la última esperanza; todavía te quedaba algo de humor, cuando vinieron a cortarte el pelo para realizar con mucho riesgo la última prueba. Con el diagnóstico definitivo, volviste a casa. En la radio del coche sonaba la canción de Rosana “llegaremos a tiempo”, en la puerta del jardín te esperaba Luna, que ya no se separó de tu lado en la habitación hasta la hora de decir adiós.
Fueron días muy difíciles, centrados únicamente en estar a tu lado, viaje a Pamplona para una segunda opinión que ya sabíamos, pero que nos costó muchísimo aceptar.
Mes y medio de zozobra y de miedo y, una tarde, cuando comenzaba el verano, dijiste adiós a la primavera; tu estación favorita. Tu perrita Luna te despidió con un aullido que recorrió mi espalda con un escalofrío y se me clavó en el alma.

P.G.
Grupo C


Omelet

—Má, ¿te preparo algo?
—No, no tengo hambre.
—Tenés que comer algo, la doctora dijo que tenés que comer proteína. ¿Querés un omelet?
—Mmmm —dudás—, pero con un solo huevito, nada más.

En la puta vida hice un omelet. Todos mis intentos siempre terminaron en huevos revueltos con queso, y mientras busco la sartén me pregunto cómo mierda voy a hacer para que quede bien. Ah, pero no cuento con el ingrediente secreto: el amor. La magia ocurre y el omelet de un solo huevo queda perfecto.
Cuando me doy vuelta para vanagloriarme de mi seudoproeza culinaria, te encuentro mirando por la ventana. Veo tu camisón celeste con flores blancas. Veo tu perfil perfecto que siempre envidié. Veo la circunferencia de tu cabeza cubierta por pelusa.
Me pregunto qué estarás pensando. Sé que lo sé. Sé que no quiero saberlo.
No me preocupa perderte, y me carcome la culpa de pensar que hasta me alivia, y es muy duro admitirme eso. No me gusta esta versión de mí. Lo que más me atormenta es lo que estás transitando, lo que estás sintiendo. ¿Cómo uno se enfrenta a su propia muerte? ¿Cómo es esa tortura de saber que se acerca? ¿Cómo se lleva esa angustia?
Recuerdo estar sentados los tres en el consultorio, vos en el medio. Recuerdo cómo la doctora elegía cuidadosamente las palabras y cómo vos las disectabas en el taxi de vuelta a casa, preguntándonos en bucle, sin escucharnos, a qué se refería.
No puedo traer ahora lo que dijo, no puedo revivir si era bueno o malo. Lo que sí sé con exactitud es lo que se me cruzó por la cabeza: lo que estarías sintiendo. Estábamos aterrados, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, porque sería admitir que era verdad. Y nos aferrábamos a la esperanza de los tontos: "nada está dicho", seguido de "todo puede pasar".
Nunca supe si no nos querías preocupar. Nunca supe si te admitiste que te ibas a ir, porque, Fernández, mirá que eras testaruda. Y que la peleaste… la peleaste.
Ahora, en esta habitación de hospital, los techos se ven tan altos. Todo se va moviendo en cámara lenta. Sostengo tu mano y no me atrevo a mirar a otro lado que no sean tus uñas acrílicas pintadas de color coral. Siento que te vas apagando. Siento que el tiempo se va deteniendo. Siento que todo gira.
Las lágrimas lo distorsionan todo. La obstrucción de mi garganta no deja salir nada, ni un quejido. Muy despacito, muy bajito, casi inaudible, solo para vos y solo para mí, me sale un murmullo resquebrajado que dice algo así como: "Te quiero, mamá".

Vanina Palomo
Grupo C

A vueltas con la peonza

En la sesión del taller de escritura de esta semana fuimos derviches giróvagos y no paramos de darle vueltas a la peonza. Recordamos aquel ritual entre los niños -pocas veces participaban las niñas- de vestir la peonza con el cordón o zumbel. Había que enrollarlo lo suficientemente tenso como para asegurar un buen baile. El reto estaba en saber lanzarla, ya fuera de manera libre o dentro de un círculo donde ejercitaban su coreografía otras peonzas.
Este juguete popular entre los niños tiene siglos de antigüedad. Los romanos y griegos la hicieron bailar en sus ágoras. Virgilio hace alusión a ella en la Eneida. 
Se la conoce con los nombres de peón, peona, trompo o repión y se elaboraba fundamentalmente con madera (la de boj era la más codiciada) o también con barro cocido.
Dedicamos también a hablar un rato sobre la pirindola, pirinola o perinola (o dreidel), una peonza pequeña, de plástico o de madera, con diferentes inscripciones en sus seis caras, como si fuera un dado giratorio. Los jugadores hacían una apuesta y tenían que seguir el dictado de la suerte según la orden que anunciara el pequeño trompo: "Pon 1", "Pon 2", "Toma 1", "Toma 2", "Toma todo" o "Todos ponen". La perinola es también el título de un opúsculo que Don Francisco de Quevedo escribió contra el Dr. Juan Pérez Montalván y su libro Para todos. Una de las sátiras literarias más eficaz, divertida, original y maligna de cuantas se han escrito en español.
Pero volvamos al trompo. Peonza es también el nombre de una revista de Literatura Infantil y Juvenil, quizá la más importante de nuestro país, con treinta años de historia 154 números en sus anaqueles. La labor de difusión de la LIJ del grupo Peonza va más allá de la revista y se extiende a la organificación de Encuentros y Jornadas con maestros, educadores, profesionales del sector y niños y niñas de escuelas rurales.
Yo tengo la fortuna de haber participado en sus proyectos y de colaborar en algunos de los números de la revista.


Ilustración de Isidro Ferrer


Hace años participé en una original iniciativa. El grupo Peonza me invitó a escribir un texto que sería ilustrado y publicado en un azucarillo gracias a la complicidad de Café Dromedario, un empresa de Santander que periódicamente imprime en sus azucarillos colecciones de todo tipo. En aquel proyecto participamos un grupo de ilustradores y escritores de LIJ. El artículo "Palabras que dan vueltas y vueltas y..." de Guillermo Balbona en el Diario Montañés da cuenta de esa iniciativa. Con motivo de la celebración de los 25 años de la revista esos textos formaron parte de un libro-catálogo maravillo con el título de "El espacio mágico". En él aparecen textos y referencias a la peonza que recorren la literatura universal. El trabajo gráfico recorrió también muchas bibliotecas y salas en forma de exposición.

Dejo a continuación mi texto y algunos otros que forman parte de ese libro que  conmemoró la efeméride del grupo y que es un maravilloso homenaje a las peonzas:

Peonza

"Los niños al tirar el trompo en movimiento es como si hubiesen soltado
a su corazón de madera en medio de la vida".

Ramón Gómez de la Serna


Como un planeta en órbita, pequeño,
corazón de madera y de mentira
que una gimnasta enamorada tira
al aire, eres así, libre, sin dueño.

Deja en tu rúbrica que crezca el sueño
y sin cordón umbilical aspira
a recorrer el mundo, y gira y gira,
tornado de juguete y de diseño,

ovni que merodeas por el suelo,
giróvago que con perseverancia
logras que el sinsabor y el desconsuelo

carezcan en mi palma de importancia.
Contigo he de dar vueltas por el cielo,
carrusel del recuerdo y de la infancia.


Los paisajes de la memoria
Agustín Fernández Paz

En mis años de infancia, en aquella Villalba de los grises años cincuenta, el tiempo tenía una dimensión circular; el paso de las estaciones traía siempre los mismos hechos, los mismos trabajos comunales y, también, los mismos juegos.
Cuando llegaba el tiempo de las peonzas, mi hermano y yo gozábamos de un singular privilegio. Los otros niños del barrio las compraban en las tiendas del pueblo. Las había de diversas formas y tamaños, con franjas de colores perfectamente pintadas sobre madera clara. Todas muy bien hechas, pero se notaba que eran "de fábrica". El orgullo mío, y de mi hermano, nacía de que nuestras peonzas eran distintas: estaban hechas por mi padre, en la carpintería familiar donde trabajaba.
Cierro los ojos y aún lo puedo ver. Mi padre cogía el trozo de madera de boj y, en el torno de atrás, con aquellas gubias especiales, hacía las labras, mientras el aire se inundaba del olor de la madera. Y así, poco a poco, iba tomando forma la peonza guardada en el corazón del boj. Luego le pintaba unas líneas, rojas y verdes, más imperfectas que las de los otros, pero también más queridas.
Cuando se trataba de lanzar las peonzas y ver cuál duraba más tiempo, o cuál dormía mejor (que así llamábamos nosotros a ese instante mágico en el que la peonza parece inmóvil, reconcentrada en su giro), quizás no teníamos s ninguna ventaja especial. Pero si el juego consistía en esa especie de duelo, en el que los jugadores van tirando sus peonzas, tratando de expulsar a las otras del círculo marcado, entonces éramos los reyes.
Era ahí, en esos choques violentos que acababan tantas veces con la rotura de la peonza adversaria, cuando teníamos toda la ventaja. Porque la nuestra podía sufrir abolladuras, o rasguños superficiales, pero no rompía. É que o do Agustín é de buxo, decían los otros niños, conscientes de la impotencia de su esfuerzo.


Las peonzas
Carmen Martin Gaite

Las peonzas giran sin que el niño entienda por qué, por eso las mira embobado. Además, porque ese movimiento giratorio y sonámbulo forma parte del suyo, su mano tuvo que ver en él al atar al cuerda y soltarla. Admira, el niño, pues, su propio pulso y destreza para provocar un equilibrio inestable sin finalidad práctica. Y a la audacia del baile fugaz -lo sabe- va a sobrevenir el tambaleo. El niño no puede dejar de acechar con una mezcla de arrobo y susto los primeros síntomas de desfallecimiento de la peonza. ¿Cuándo se caerá al suelo? -se pregunta-. Y siente, al preguntárselo, aunque no lo advierta, como una amenaza de cuchillada a su intrepidez infantil, a sus sueños de poder infinito.

Para conocer mejor a los integrantes del grupo Peonza y su excelente trabajo recomendamos los artículos "Los cien giros de peonza" de Marta San Miguel o "Peonza, 30 años de pasión por la lectura" de Guillermo Balbona. Ambos en el Diario Montañés.
Antes de cerrar esta entrada dejamos por aquí otros dos documentos sobre las peonzas: una noticia sobre una exposición con el título de "Ssszzziúuu (La melodía de las peonzas)" organizada por el maestro Luis Ramas y la fotógrafa Lestonnac Ibáñez y el trabajo "El juego tradicional del trompo en el Antiguo Egipto" de Julio Ángel Herrador.
Y una curiosidad para terminar. Quizá recuerdes el final de la película Origen de Christopher Nolan: un plano en el que aparece una peonza que era utilizada como tótem para distinguir la realidad del sueño. Si la peonza no dejaba de girar significaba que el protagonista seguía soñado. Pero hay quien piensa que lo que sucede al final de la película era real y no un sueño. Aquí tienes una explicación.


Propuesta de escritura

1. En la sesión propusimos escribir un texto a partir de esta frase: "La peonza desfalleció y quedó inmóvil" Nos interesaba conocer quiénes pondrían a rodar de nuevo la peonza y quiénes optarían por escribir a partir de su inmovilidad. 
2. La propuesta para casa fue más libre. Un texto con la peonza como protagonista.

Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


La peonza mágica

No me gustaba el colegio. Sacaba malas notas. Era el foco de las burlas de mi clase. De baja estatura, con sobrepeso, gafas y pecas provocaba que mi autoestima fuera nula. Tenía una colección de motes interminable. Nadie quería jugar conmigo.
Pasaba las tardes jugando con mi peonza de madera de boj, pintada por mí, de base negra y con dos rayos amarillos de bordes naranjas. La cucurita estaba protegida por cinco chinchetas simulando los pétalos de una flor. Jugar con ella era lo único que lograba abstraerme y alejar mis penas mientras dormía plácidamente.
Recuerdo el incidente como si fuera ayer, amenazaba tormenta, preparé el cronómetro Casio que llevaba en mi muñeca y lancé con todas mis fuerzas. En el preciso instante que tocaba el pico la tierra un rayo la atravesó. La descarga me sacudió con tal energía que me desplazó dos metros. Me levanté asustado, desorientado, y temeroso de haber perdido mi compañera de juegos.
Sin embargo, allí estaba, dormida, con una velocidad de rotación que generaba chispas alrededor. Me senté sonriente, mientras zumbaba. No lo calculé, pero seguro que bailó más de veinte minutos.
Aquel día cambió mi vida. Tenía una peonza invencible. Había sobrevivido a la de Zeus que no consiguió partirla. Ahora era mágica. Tenía poderes.
Días después un grupo de abusones del colegio se acercó, como hacían muchas veces. Todos iban detrás del cabecilla, imitaban sus acciones. Exactamente no sé qué ocurrió, agarré la peonza con fuerza, miré a los ojos del abusón y se apartó dirigiéndose en otra dirección.
Cuando llegó la época de exámenes susurré a su cuerpo de madera, para que me ayudara a aprobar mis asignaturas. Estudié con muchas ganas, y no solo aprobé, sino que saqué muy buenas notas.
Me sentía tan poderoso, que cuando otros compañeros sufrían bullying me apresuraba a defenderles, acompañándoles para que vieran que no estaban solos. Conseguí hacer grandes amigos.
La última vez que le pedí un deseo a la peonza, fue cuando conocí a vuestra abuela. Me armé de valor convencido que todo iba a salir bien, y nos enamoramos.
Mis nietos me miraban tumbados en el suelo, con sus cabezas apoyadas sobre las manos. Sus ojos brillaban de ilusión.
— Abuelo, ¿dónde está la peonza? —me preguntaron con impaciencia.
Sonreí. —Preguntad a la abuela, que seguro que la tiene guardada en alguna caja del desván.
Ahora, con el tiempo, he comprendido que no fue la peonza. El superpoder estaba en mi interior. Cuando somos niños necesitamos creer en objetos mágicos.

Max Ferlam
Grupo B


Lo que pasó después de recoger la peonza

                                                A Pablo. Como siempre.

1.
La peonza desfalleció y quedó inmóvil.

Pablo la recogió y entró al coche de sus padres. El último baile de la peonza determinó también el último día de agosto. Pablo pasó todo el trayecto a casa –unos cuatrocientos kilómetros– sin saber que aquel sería el último baile.

2.
Soraya vio cómo Pablo se alejaba con la peonza en la mano, feliz de haber pasado un verano más con sus amigos. Pero ya llegaba septiembre; y con él las clases; y con ellas la soledad; y con ella la nostalgia; y con ella las ganas de regresar a sus tardes de verano, con el único entretenimiento de ver bailar una peonza y jugar a hacerla bailar durante más tiempo con un cronómetro en la mano.

3.
Llegó diciembre y Pablo volvió. Pero ya no avisó: hacía frío y llovía. La peonza, en casa, a unos cuatrocientos kilómetros. Estaba tan cerca, pero se sentía tan lejos. El inicio del curso le había vuelto rabioso, agresivo, se había sentido tan solo, y no entendía por qué. Después de Reyes se volvió a marchar, pero sabía que había sido como si nunca hubiera estado. Vacío. Silencio.

4.
En marzo Soraya lloró una tarde entera. La habían insultado en clase y se había sentido tan sola. Solo quería llegar a casa y sentarse a escribir, pero cuando llegó solo sintió ganas de llorar. “Dice que se siente sola”, había escuchado entre risas a una de sus compañeras de clase. Esa tarde Soraya supo que no se sentía sola: lo estaba. Al día siguiente, en clase, Soraya escribió una carta a Pablo en la que le contaba todo lo que le estaba pasando. Nunca la envió.

5.
Pablo lloró una tarde entera de mayo. Llegó a casa después de haber enloquecido en medio de la ciudad, haber pegado un puñetazo a una pared haciéndose inmenso daño en los nudillos, y también después de haber arrancado una papelera de una patada. A los pocos días llegaría una multa por vandalismo, cuando la herida de los nudillos empezaba a cicatrizar. No sabía qué le pasaba, pero sentía soledad, rabia, dolor y un vacío en el pecho que no sabía a qué respondía.

6.
En junio, Soraya supo que había sobrevivido a sus ganas de quitarse del medio. Se iba de ahí, no iba a volver a ver a sus compañeras de clase y, si lo hacía, al menos ya no se sentiría encerrada entre cuatro paredes con ellas a escasos metros. Soraya celebró el cierre de una etapa, pero sintió que no tenía con quién celebrarlo.

7.
Un jueves de agosto, Pablo salió de casa y sintió el aire quemándole los pulmones. Llevaba una peonza de la mano. La lanzó y bailó durante más segundos de lo que solía durar, pero Pablo no sintió nada. Repitió el proceso y la lanzó de nuevo; ante un nuevo récord sintió lo mismo: el vacío. Pablo volvió a llorar.

8.
Siete años después, dejaron de ser Pablo por un lado y Soraya por el otro. Un abrazo sanó las heridas que se habían hecho en estos siete años. Se sintieron exactamente como una peonza: habían dado tantas vueltas, habían chocado tantas veces con otras personas que el daño parecía irreparable. Pero bastaron dos horas y un café para empezar a repararlo.
Han pasado otros siete años, y Pablo y Soraya están más unidos que nunca, aunque esos cuatrocientos kilómetros siguen entre ellos. No ha vuelto a pasar tanto tiempo sin un café, sin un vino o sin un abrazo, pero ya son mayores para jugar con peonzas.

MAGF
Grupo A


La peonza

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. Llevaba años olvidada en el cajón, entre algunas canicas y lápices sin punta. Papá la encontró mientras buscaba otra cosa. La tomó con cuidado, como si fuese un pequeño corazón dormido, mientras su mente viajaba tiempo atrás.
La lanzó al suelo y le dio un impulso torpe. La peonza titubeó, giró apenas… y se cayó, pero insistió, hasta que comenzó a girar con un zumbido leve, que despertó el interés de Leo, al verla danzar.
- ¿Qué haces papá?,
- He encontrado este juguete en un cajón del escritorio del abuelo, una peonza de madera...
- ¿A ver ? ¿Esto es un juguete? ¡ Pero si es de madera, y está un poco vieja y tiene unos garabatos aquí…!
- No son garabatos, mira son iniciales, el nombre del abuelo, y el mío, que grabó cuando me la regaló. Tu abuelo me enseñó a hacerla girar por primera vez.
- Y, ¿me vas a enseñar a hacerla girar a mí?
- Por supuesto, pero debemos cambiarle la cuerda, que está un poco gastada, mira, pon atención...
Enrolló el cordón alrededor del cuerpo de la peonza de madera y la lanzó. Esta vez con más fuerza, tocó el suelo, giró y giró, mientras Leo gritaba y saltaba alrededor, intentando no tropezar con ella.
El papá sonrió emocionado, al recordar al abuelo de Leo, quien le había enseñado a hacerla girar por primera vez, y comprendió que, igual que la peonza, algunos recuerdos necesitan sólo un pequeño empujón para volver a moverse en el corazón.

E.R.A.
Grupo B


“Bailad, bailad, peonzas”

La peonza loca
Era una peonza con doble personalidad, y giraba a diestra y siniestra.

El misterio del repión desaparecido
Era un repión de serrín, y cuando giraba las virutas se desvanecían en el aire.

Travesuras
Aquel repión aprendió a volar para pincharle los globos a los niños.

Abrazo
Era un repión tan unido a su cuerda que cuando giraba se la volvía a enrollar.

La peonza Pavlova
Era una peonza con ínfulas de bailarina, y en vez de giros hacía “pirouettes”.

Piedra Rosetta
Aquel niño aprendió a leer descifrando la escritura del repión.

Conciencia ecológica
Aquella fábrica sólo producía peonzas sostenibles.

Peonza, trompa y pirindola
Eran unos repiones muy promiscuos y cuando giraban hacían un “menage a trois”

Aquella adolescente soñaba con ser madre y cuando lanzaba la peonza sentía como si le cortara el cordón umbilical.

Era un repión “cuadriculado” y sólo giraba en línea recta.

Era un repión tan vago que cuando el niño lo lanzaba se quedaba pinchado en el suelo.

Era un repión de corcho y pescaba con rejón de anzuelo.

Los niños derviches sólo juegan a la peonza.

Era un repión “veleta” y giraba a merced del viento.

Las peonzas con tripa bailan la danza del vientre.

Aquel repión pidió la baja porque se mareaba.

Ignacio Aparicio
Grupo A


El peonzinador

Aureliano Céspedes ganó merecidamente el Premio Nobel de la Paz del año 2045. Veinte años antes, cuando era un joven físico transmutacional, se había sentido impactado por las guerras reales y las amenazas de conflicto global. Con el empuje propio de su edad y del entusiasmo de un investigador en el comienzo de su actividad, decidió dedicar los esfuerzos de su privilegiada mente a contrarrestar el desarrollo armamentístico que se había desatado, utilizando como herramienta el nuevo campo científico en el que ya comenzaba a destacar.
Los primeros años de su investigación fueron bastante duros, pues no había financiación oficial para su propósito y los fondos privados o de organizaciones sin ánimo de lucro no eran capaces de vislumbrar la viabilidad para convertir los estudios teóricos de Aureliano en realidades tangibles. Sin embargo, pasados varios años, empezó a ser conocido por haber convertido un bolígrafo en un termómetro, mediante el impacto de un haz de rayos transmutacionales, generados siguiendo los cálculos realizados durante los estudios teóricos. Este experimento, que fue portada de la revista Nature del 12 de noviembre de 2037, le ayudó a conseguir financiación para realizar el gran salto cuantitativo en el logro de sus objetivos. De esta forma pudo desarrollar equipos más sofisticados y alcanzar hitos cada vez más significativos en su particular lucha antiarmamentística. En 2039 vio la luz el primer generador de rayos transmutacionales de 1 kilotoy (kty) de potencia. La conversión de 425 gramos de explosivo plástico en un balón reglamentario de fútbol, consagró el invento como un gran adelanto.
El mundo siguió avanzando y las tensiones internacionales fueron incrementándose de forma paralela. Pero Aureliano no se quedó estancado. Consiguió fabricar el transmutador portátil, capaz de ser manejado por una sola persona, con una potencia de varios gigatoys (Gty) y posibilidad de convertir armas de varias toneladas en juguetes de un tamaño proporcional. En 2043, todos los países, poderosos y menos poderosos, disponían de los trasmutadores portátiles fabricados por Aureliano. Y el día 22 de abril de 2044 demostraron su eficacia y avalaron la concesión del prestigioso premio al Profesor Céspedes.
A las 13 horas y 47 minutos de aquel día, fue detectado un misil de dudosa procedencia volando hacia Bruselas, con una carga nuclear calculada de 2 megatones (Mt). Dada la alerta general, el soldado Thibaut Fernandes apuntó su transmutador portátil a la trayectoria del misil y acertó de lleno en el amenazador ingenio. Ante el asombro de todos los que tuvieron la oportunidad de contemplar el impacto, este se transformó en un gran globo aerostático, que como una enorme peonza descendió girando hasta posarse en el suelo de las Árdenas, cerca de la ciudad de Namur. Allí quedó la gran peonza girando como un carrusel, fija en el punto de aterrizaje como si alguien hubiera realizado un lanzamiento perfecto con el zumbel, despidiendo brillos de colores y lanzando hacia el entorno su mortífera carga transmutada en inofensivas peonzas de madera. A raíz de este suceso, la sabiduría popular comenzó a referirse al invento de Aureliano como el “Peonizador” y a la potencia de los rayos para convertir armas en juguetes con los términos “kilotoy (kty)”, “megatoy (Mty)” y “gigatoy (Gty)”. Como consta en el acta de la Academia Noruega encargada de designar al premiado, se le concede a Aureliano por la invención y desarrollo del Peonizador como “arma” antiarmamentística. Todavía está pendiente la concesión del Premio Nobel de Física por el desarrollo de la teoría transmutacional a tan insigne personaje.

Manuel Medarde
Grupo A

La peonza

Desde muy pequeño me fascinaba el baile de la peonza, su giro endiablado que impedía ver su entorno, su zumbido que sonaba como silbido al principio, e iba sonando cada vez menos a medida que perdía velocidad en el giro; y al final su caída, nunca con suavidad, siempre estrepitosa, haciendo recorridos varios. Como si quisiera decirnos que no estaba conforme con el final del baile, y nos gritase que quería volver a comenzar.
Yo nunca fui habilidoso en el arte de mover o bailar la peonza. Debía ser torpe en aquel quehacer. Tampoco nunca dispuse de buen material: mi peonza era de “perra gorda”, y siempre terminaba bailando poco y mal, además en las reyertas “peoniles” siempre acabó herida. Yo le ponía pegamento “Imedio” en sus grietas, y le clavaba algunas chinchetas metálicas para protegerla. Después de que murieran dos o tres ejemplares, abandoné aquel juego. Otros ocuparon su lugar, como las canicas, el hinque, el marro, el potro, el pañuelo, las chapas, el escondite, las carreras, ... Para pasar en la adolescencia a jugar con pelotas y balones.

José Luis Fonseca
Grupo A


La peonza desfalleció y quedó inmóvil.

Hoy, hablamos de peonzas y me traslado a mi infancia, cuando me hacía más feliz bailar una peonza que abrir un libro. Procuraba evadirme de la mirada inquisidora de mi madre, que me decía que me entretenía con una mosca y los estudios pasaban a segundo plano. “Pecados de juventud”. Ese paso de la niñez a la adolescencia , cuando mas que una mosca eran otras “cosas” las que me hacían estar en Babia.
Pasaba horas con mi peonza entre los dedos, lanzándola al aire.
Después de mucho insistir, conseguí que mi tío Manolo, que tenía el taller de ebanistería en una de las estancias de la finca de mi abuela, me confeccionara una peonza que era la envidia de mis amigos.
Peonza que paso a formar parte de mi infancia, pintada de azul. En su danza, era como ver el arcoíris al zumbar en el aire.
Tan rápida, como pasó mi niñez, se cansó de bailar y desapareció. Quien sabe, si aún se encuentra inmóvil en algún rincón.

P.G.
Grupo C


Nuestra peonza

Mi padre me regaló su peonza de madera cuando cumplí seis años. Para él era un juguete muy querido, eco de risas pasadas, que guardaba con la ilusión de entregármela en algún momento.
Me enseñó a jugar con ella. Con su mano firme lanzaba la peonza y danzaba entre las sombras. En el rostro de mi padre se unían melancolía y esperanza. La peonza desafiaba la gravedad y cada vuelta traía un recuerdo que persistía en el aire y en cada giro un sueño.
Cada tarde, cuando regresaba del trabajo siempre encontraba un hueco para jugar conmigo y nuestra peonza. En esos momentos se producía la simbiosis perfecta entre pasado y presente. Se enredaban las ilusiones perdidas y las que aún quedaban por vivir.
Aún guardo esa peonza ajada por el tiempo. Cuando abro ese cajón y la observo siempre vuelve a mi la inquebrantable unión entre nosotros. Fue la peonza el símbolo de nuestra complicidad y a través de ella mi padre compensó su efímera niñez.

Pilar Sánchez
Grupo B


Furia

Mi furia cambió el mundo
modificó el nombre de las cosas
su peso, su forma, su tamaño
me alejó del paisaje conocido
y me llevó de la mano de lo ignoto
hacia un lugar fuera de mí
en el que no te viera.

Mi furia me separó de cintura
para desabrochar los botones de la nada
como una peonza que se abre al mundo girando
con los ojos cerrados, con el pelo revuelto
y el vértigo continuo de saber que acabará
cayendo, porque nada queda suspendido
                    eternamente flotando
ni siquiera tu mirada

Julia E. García Manzano
Grupo B


"La peonza inmóvil"

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. Hace mucho que el tiempo había pasado sobre ella. Ahora solo era una figura de madera abollada, cubierta por una fina capa de polvo de ceniza en el rincón olvidado de un desván, un panteón silencioso de juguetes antiguos. Su punta de metal, antes pulida por el roce constante contra la dura tierra de la plaza, reflejaba apenas un rayo de luz filtrado. En ese inmovilismo, la peonza era esencia de la nostalgia, el eco mudo de risas que ya no se oían. Solo quedaba el recuerdo del zumbido hipnótico, esa melodía de madera bailarina, ahora detenida para siempre. Pero el juego, como el río Duero que pasa por la tierra seca de Castilla y León, siempre vuelve.
En la plaza mayor de Villafría, justo cuando el sol de la tarde alargaba las sombras de los soportales, una cuerda nueva y brillante reapareció. Era la de Mateo, un niño de diez años que había desenterrado el tesoro de su abuelo.
—¡Venga, que empieza el reto, el que la mantenga más tiempo gana! —gritó Mateo, con los ojos llenos de la misma intensidad que tenían sus antepasados.
A su alrededor, un grupo de niños se agolpaba. El silencio nostálgico del desván se rompió con el chasquido rápido y preciso de las cuerdas al enrollarse en la madera, seguido por el grito de lanzar la peonza. ¡Zas!, el primer trompo golpeó el suelo y, como por arte de magia, la peonza antigua despertó, no su cuerpo, sino su espíritu.
La plaza se llenó de vida, de perros que giraban furiosamente, de la risa contagiosa de los perdedores y del jubiloso grito del campeón. El aire vibraba con el sonido de las púas, cantando sobre la tierra compacta. La peonza, aunque seguía inmóvil en el desván, giraba en la memoria y en las manos de esos niños; la melancolía se disipó, reemplazada por la alegría atemporal de un juego que se niega a morir.

Fernando Nieto
Grupo A


Buceando en la memoria

Rastreo a lo largo de mi infancia, en la Salamanca a comienzos de la década de los años setenta, cuando el tiempo parecía flotar ingrávido, jugando en el patio del colegio Francisco Vitoria y en la plazuela de la Reina. Vivíamos ajenos a una dictadura que daba sus últimos coletazos, y repetíamos de manera inevitable los mismos juegos, un curso tras otro. En otoño, el clavo, sería porque requería la tierra más blanda; en invierno, las canicas, con el triángulo y el gua; y en primavera, las ansiadas peonzas, que nos absorbían los recreos, bajo una escuálida acacia en la que asomaban unos riquísimos pámpanos, que chupábamos entre tirada y tirada por su dulzor.
Mi trompo -lo recuerdo perfectamente- tenía el pico de garbanzo y un cuerpo de madera de roble, rematado por una espiga o coronilla de color rojo. Siempre quise tener una peonza como la que poseían otros niños -hasta en esto había clases, con el rejón de pico de cigüeña o de estrella, pues sin duda eran las mejores para jugar a rajar, como decíamos entonces.
Envolver la peonza con el cordel era todo un rito, que ensayábamos muchas veces hasta adquirir la destreza suficiente. Primero, se humedecía el extremo del zumbel con un poco de saliva para que no resbalara sobre la madera de la peonza; después, se enrollaba con la presión adecuada y, finalmente, se le daba una o dos vueltas sobre la mano a la cuerda sobrante, sujetando la peonza entre los dedos índice y pulgar.
El juego requería mucha práctica y había compañeros muy habilidosos, la bailaban hasta la eternidad, dominaban el dormilón. Otros hacían el yo-yó, que consistía en lanzarla y que volviera para bailarla en la palma de la mano. Los menos diestros, una vez que bailaba en el suelo, la arrastrábamos con el cordel como si fuera “el perrito”. Practicábamos para cogerla con la mano entre el dedo índice y el corazón, y acompasábamos con un giro para conseguir que durara más tiempo, antes de arrojarla fuertemente contra otra que estuviera en el corro. La verdad es que nunca fui muy habilidoso. Después de mucho insistir en casa, conseguí tener mi primera peonza, regalo de mi abuelo, con la que practicaba todos los trucos, hasta que un frío día de invierno me quedé sin ella, jugando a rajar en el corro.

La peonza desfalleció y quedó inmóvil.
Como dormida, inerte sobre sus costados.
Como muerta y con el alma partida en dos.
Su corazón de roble desgarrado de cuajo.
Menudo puyazo que le había metido con el pico de estrella.
La astillada coronilla se desangró en el corro.
Se hizo un enorme silencio, roto por el griterío.
Los niños jaleaban la hazaña del rey del círculo.
La tristeza se instaló en el semblante del perdedor.
Se quedó callado y la vergüenza invadió sus venas.
Unas tímidas lágrimas empañaron sus ojillos.
Los apretados labios enmudecieron.
Le habían roto su peonza, la única que tenía.
Ha sido un lance del juego, le susurró su amigo.
No lo contaría en casa, no más humillación.
Guardaría su secreto como derrotado.
Su alma se resquebrajó también en dos y
su corazón se desgarró entre el bullicio.

Jesús García
Grupo A


La rosa de Guadalupe

Nadie quería jugar con Guadalupe y es que nadie puede con ella. El día que su madre por fin le compró la peonza, Guadalupe se encerró en su habitación durante horas. Sacó sus pinturas y separó todos los tonos de rosa. Desde el color fucsia hasta el rosa pastel. Se colocó las gafas con el dedo corazón, ató las trenzas a la espalda y con cuidado, empezó a colorearla de forma que aquella pieza de madera tuviera pétalos hasta llegar al pico. Sigilosamente abrió el zapatero de la entrada y allí estaban; con dedos agiles desató uno de los cordones verdes de las botas de su padre. Era justo lo que necesitaba para el zumbel y desde allí a la cocina para coger “prestada” de la nevera, una botella de Trinaranjus. A zancadas grandes llegó a su habitación, separó la ropa de verano del armario y se sentó en el rincón con la botella y un abrebotellas. De tres tragos se la bebió. No es que le hiciera mucha gracia las burbujas del refresco pero la chapa de la botella era ideal para terminar con su obra maestra. Salió a la calle y con el canto de un bordillo afilo la púa hasta que brilló como la plata. Desde ese día se convirtió en la pesadilla de todo aquel infeliz que veía en Guadalupe a una dulce niña de trenzas rubias y gafas grandes. La rosa de Guadalupe bailaba suavemente mientras hacía astillas las perinolas del barrio y cuando terminaba con ellas, recogía su rosa en la palma de su mano mientras está, giraba como un tornado todo el camino hasta llegar a casa. Ahora que ya sembró el terror en los recreos y en el parque, ahora que ya nadie quería competir contra su mortífera flor, volvería a su habitación a jugar con sus muñecas no sin antes guardar en su joyero, regalo de su primera comunión, tres puntas de peonza y a su lado, su rosa intacta, invicta. Al cerrar el joyero recordó como los tres hermanos del quinto D se reían cuando ella les pidió intentar hacer girar la peonza y acabó peleando a manotazos con Manuel, el pequeño, por decir que las niñas no pueden jugar a esos juegos sin ser unas machirulos. Ese día, en el suelo y con una rodilla pelada por la trifulca, se colocó las trenzas despeinadas a la espalda y mascullando venganza entre dientes, llego a casa, se sentó frente a su madre que estaba viendo la tele y colocándose las gafas con el dedo corazón, le preguntó con voz grave –mama, ¿cuántas veces tengo que poner la mesa para que me compres una peonza?

Mamen Somar
Grupo C


La peonza de madera

Desfalleció y se quedó inmóvil, pero poco antes de desplomarse definitivamente, su pico de tornillo dibujó en la arena un garabato, otro y otro cada vez más débiles, como si quisiera, en su último aliento gritar: "Todavía sigo aquí, aún no he muerto SOS, SOS”.
El niño no tardó en interpretar su grito de angustia. La observó con detenimiento: No tenía ninguna grieta. La recogió con delicadeza, enroscó de nuevo el cordel y ¡ZAS!volvió a lanzarla experta y rápidamente.
Esta vez sí: giró, bailó y su zumbido le fascinó. Pensó que nunca antes había conseguido un lanzamiento tan certero.
Pasaron las horas. El sonido de la peonza comenzó a resultarle desagradable, fastidioso.
Al anochecer, cansado de escucharla y algo mareado de ver cómo bailaba, se encogió de hombros, sacó de su bolsillo una nueva peonza de plástico verde chillón y se alejó a buen paso.
Allí abandonó a su vieja peonza de madera de boj, bailando para siempre.

M.L.Fidalgo
GrupoC


No somos dioses, ¿o quizás sí?

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. El dios se quedó absorto contemplando el pequeño objeto de madera pintado con puntos y rayas de colorines. - ¡Has perdido! – exclamó la otra deidad. - Menudo paquete que eres. Únicamente ha estado girando durante veinte mil eones- - Bah, es solo un juego estúpido y absurdo- Respondió el primer dios alejándose de allí entre bostezos de aburrimiento.
Mientras, los millones de habitantes de aquella peonza, pequeño planeta azul marino que surca el espacio del Sistema Solar, contemplaban absortos cómo perecían bajo mantos de lavas y explosiones de volcanes producidos por la inexplicable suspensión del movimiento de rotación de la órbita terrestre.
En el último día de su vida, mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor, el viejo Luis decidió rememorar el momento más feliz de su miserable existencia: las incontables victorias en las batallas de peonza con sus amigos del barrio. Sus movimientos torpes y pausados contrastaban con la agitación e histeria colectiva de los que pululaban a su alrededor. Agarró con sus manos grasientas y sucias aquel pequeño objeto de madera pintado con puntos y rayas de colorines. Restos de ácaros y bacterias quedaron impregnados en la superficie del cuerpo cónico de punta metálica mientras enrollaba la cuerda. Una sonrisa de enorme satisfacción relució en su cara al comprobar que sus extraordinarias dotes seguían intactas. – El mundo perecerá – Pensó – pero mi peonza seguirá dando vueltas sobre sí misma hasta el infinito.
Precisamente esa fue la conclusión del Comité de Ácaros y Bacterias Científicas. Los mayores expertos en Estudios Peonciles determinaron que el que había sido hogar para miles de generaciones de microbios seguiría girando indefinidamente. Las consecuencias de aquel hecho inexplicable e inesperado serán fatales. Tanto en la atmósfera como en la superficie de madera las condiciones ambientales se tornarán inestables y eso podría llevar a la extinción de todas las especies conocidas de microorganismos. La más destacada eminencia, un bacilo filósofo, reflexionaba sobre la futilidad de la vida y el sinsentido de la existencia mientras con uno de sus flagelos jugueteaba a lanzar y hacer girar un pequeño átomo de madera pintado con puntos y rayas de colorines.

Maite BT
Grupo A


Perseverancia

La peonza desfalleció. Quedó inmóvil.
La niña no se arredró. Al contrario, decidió que ese no podía ser el final. La recogió del suelo. Consciente de la expectación que había suscitado, evitó mirar a su alrededor para no perder la concentración. Enroscó de nuevo el zumbel y, con gesto decidido, volvió a lanzarla. No pensaba dejarse ganar por los muchachos del barrio.
A cada vuelta del trompo, ella aplaudía tan fuerte como le daban las palmas de la mano. El carrusel de colores la hipnotizaba y sin darse cuenta empezó a seguir su ritmo bailando de forma frenética como si fuera un derviche. Cuando salió del trance supo que había ganado la partida. Expresiones de asombro y algún tímido aplauso se lo confirmaron.
Ella y su peonza se habían ganado un puesto en la competición de la que los chicos querían excluirla.

M. Maximina Moreno
Grupo B


Vueltas

Me sujetó firmemente aplastando con fuerza mi sombrero. Enseguida empezó a rodearme con una cuerda hasta dejarme inmovilizada. La aspereza del esparto laceraba mi piel. Me resultaba difícil respirar con la mordaza sobre mi boca. Antes de que me pudiera revolverme siquiera, me elevó y me lanzó con furia hacia la escalera. Me aturdió el golpe y todo se puso a dar vueltas en torno a mí. Imposible distinguir los detalles en ese giro enloquecido. Aunque descendí un escalón, las casas, las luces, todo, siguió danzando a mi alrededor. Creí estar flotando en un sueño en el que mi pie apenas tocaba el suelo. Un potente zumbido sonaba constante dentro de mis oídos.
Unos segundos después el giro comenzó a perder velocidad y entonces me tambaleé como si estuviera borracha. Cuando caí en el siguiente peldaño mi cuerpo chocó violentamente contra la piedra. Crujió como las cuadernas de una goleta en una tormenta. Finalmente, todo se detuvo y reposé de costado. Poco a poco, fui descubriendo dónde me encontraba. El palacio frente a las escaleras, el suelo de granito, la gente pasando indiferente a mi suplicio.
Deslicé la vista suplicante, buscando en algunos ojos una mirada compasiva. No encontré a nadie hasta que topé con aquel niño rubio que me miraba con arrobo. De su mano, detenida en el aire, pendía el zumbel.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Baila

Baila, peonza, baila
en la espesa niebla de la memoria.
En la nostalgia de aquellos días
de olor a tiza, de manos frías,
heridas en las rodillas y tardes sin prisa.

Baila, peonza, baila
ante la hipnótica mirada de unos niños
inmersos en su pequeño universo
de círculos concéntricos,
que tú conviertes en inmenso.

Baila, peonza, baila
hasta desfallecer,
para guardarte con tu zumbel
en la lata de hojalata,
en el cajón del ayer.

Marian Pérez Benito
Grupo A


La felicidad de la peonza

Me quedé inmóvil, desfallecida. Después de la liberación agresiva de aquel fumel opresor y encorsetado. Después del aterrizaje forzoso, mareada por esas piruetas silbantes y a punto de vomitar en la caída precipitada, supe que mi interior amaderado y compacto se agrietaba. El bucle de mis emociones y esa tormenta de granizos mentales, daba paso al sosiego y al reposo. Soñaba, cuando la humedad de un charco, sobre el que había caído, impregnaba mis músculos de caoba. Un viento de nubes de borrasca, hicieron lo siguiente, y yo, descontrolada peonza, navegaba como barquito de madera, flotando sin control, camino de un destino incierto. Conseguí, que mi cintura estilizada por el balanceo de mi coronilla dirigiera el rejón puntiagudo y metálico hacia zona de confort . Un ovillo de hilo rojo del destino me atrapó y en un lanzamiento elíptico desde las alturas, pude sentir la brisa salada del amanecer y el sonido de las aves.

Fue solo un instante.

GuADAlupe
Grupo C


La peonza

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. Mi peonza. Más rápida parándose que bailando. Mi peonza era la peor bailarina del pueblo. Todos conocían mi extrema torpeza manejando el trompo, o el zumbel, o los dos a la vez. Ya ni hacían bromas. Ni se reían de mí. Sencillamente era así. Aceptado por todos. No supe nunca ni en ningún lugar, hacer bailar mi peonza. Yo mismo había asumido esa limitación como una parte más del juego. Y eso que, cada vez menos, soñaba. ¿Quién no tiene derecho a un sueño? Imaginaba mi peonza bailando como un Fred Astaire barrigón, suave, rítmica, hipnótica. Y quería notar el suave cosquilleo de su metal en la palma de mi mano mirándola embelesado. Giros y giros infinitos mientras cerraba los ojos y me balanceaba en espera de que la primera en caer fuera otra. La de fulano, la de mengano, la de zutano tal vez. Pero no, como una norma fundamental del juego la primera en desfallecer era siempre la mía. Y la recogía del suelo con cariño, con esa complicidad que da el tiempo y el fracaso. Y volvía a ceñirle el zumbel. Y la volvía a lanzar en espera del milagro.
¡Esta vez seguro que sí!

Nicolás Casillas
Grupo A


Papá Peonza

Desfalleció y quedó inmóvil. ¡Cada vez hacían más estrechas las dichosas chimeneas! Se dio unos segundos, respiró profundo y atendiendo a las indicaciones que sus elfos le habían dado, esparce los regalos por el salón. Mientras se zampa una galleta de jengibre, se ata de nuevo el zumbel alrededor de su enorme contorno y comienza a girar como perindola que reta al viento.
Por muy cansado y viejo que se sienta, esta noche ningún niño del mundo merece que él deje de bailar.

Eva Hernández
Grupo A


Peonza

La peonza brillaba en la tarde. Su color verde turquesa destacaba al girar frenéticamente y producía tonalidades nunca imaginadas.
El resto se quedaba extasiado. Pretendían sacarla del círculo, pero se la notaba tan segura que las demás caían embrujadas.
Permanecía firme, rígida, sin dejar de girar. Las otras se acercaban vacilantes, pero su indiferencia las dejaba inánimes.
Ella se mantenía estable en un punto, alardeando de su seguridad inquebrantable.
Cada tarde, se colocaba en el centro del círculo y esperaba los envites de sus contrincantes, que se devanaban inútilmente en cada órdago.
Se sentía cómoda viendo como se fustigaban entre sí, mientras ella continuaba su baile vertiginoso hasta el final de la partida.

JB
Grupo C


La peonza de mi amigo

La peonza desfalleció y quedó inmóvil en el suelo igual que tu cuando un coche que creíste aparcado arrancó de repente, sin percatarse que tu peonza se había desplazado debajo de él y tú tratabas de alcanzarla. Los servicios de emergencia no tardaron en llegar y en ese momento todas las atenciones fueron para ti; Te evacuaron rápidamente, y salvo yo nadie reparó en ella. La recogí del suelo con mucho cuidado sin pensar que nunca volverías a lanzarla al aire ni a perseguirla. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en el instante en que la bailaste por última vez. Al llegar a casa la guardé en mi caja de secretos y allí permanece inmóvil. Con los años se ha convertido en una reliquia, no porque fuera valiosa en sí misma, pero guardaba dentro de su silencio todo lo que ya no podía repetirse. Cuando la miro siento un recuerdo intacto. Cada marca en su superficie me habla de risas, de tardes infinitas bajo el sol, de juegos que parecían eternos, de complicidades. Tu peonza no es solo un objeto, es el testimonio de lo que fuimos y siempre estará ahí para recordarme que hay cosas que no regresan pero permanecen vivas en la memoria como un eco difícil de apagar.

Áfrika Gómez G.
Grupo A


Girando voy…

La peonza desfalleció y quedó inmóvil, deshojada como una cebolla, hoja por hoja, como un par de pechos de niña que se desviste poco a poco y al final, se quita un corpiño ribeteado en encajes rosados.
Quedó inmóvil, después de caer al suelo, mareada y perdida en el vértigo de su infinito giro de fouettés.
-El giro tiene que salir desde un plié en quinta posición. Una buena quinta, así, sí, luego, tienes que abrir la pierna a la segunda, cerrar en un passé y, de allí, al fouetté…¿está claro?...
Preguntó Miss Dulce.
Con los ojos fijos en el espejo, comenzó a girar, apenas y entró el segundo compás de la coda, después de la introducción.
Uno, dos, tres, cuatro…siguió y siguió.
-Bravo, bien. Spot, spot, mantén el spot. Brazos que abren a la segunda y cierran en una primera bien cerrada, cortita, a la altura del ombligo, sí, eso….Eso.
Siguió y siguió.
-Bueno, bueno.
Siguió y siguió. Siguió y siguió. Siguió y siguió.
-Ufff…¿cuántos lleva?...
Preguntó el pianista sin parar de tocar.
Siguió y siguió.
-Ya perdí la cuenta. Bueno, para…Suficiente. Para ¡¡¡Plié, termina en plié…Pilé!!!…no…cuidado…cuidado…Ayyy…
Cayó al piso. No pudo contener la fuerza que la llevaba. Mantuvo los ojos cerrados por un rato, en lo que todo seguía dando vueltas. Su Tutú blanco de ensayo quedó aplastado bajo su torso. El listón de una de sus puntas se desató y las horquillas que sostenían el moño con el que recogió su cabello aquella mañana, habían salido volando por los aires después del quinceavo fouetté.
Cuando por fin pudo abrir los ojos, todavía en suelo, sólo atinó a preguntar;
-34…¿fueron 34?...
Y la peonza desfalleció y quedó inmóvil.

Esperanza García
Grupo A


Bailar trompo
"La peonza desfalleció y quedó inmóvil"

El placer y la euforia que produjo la frase "La peonza desfalleció y quedó inmóvil" provocaron un cóctel de hormonas en mí; créanme, no eran sentimientos malsanos, solo quería ganar a mi rival por orgullo nacional. La lucha fue en buena lid; además, nos recibieron con su lema "Nuestra casa, tu casa".
Esto aconteció en el Campeonato Mundial de Peonza en Mallorca el año pasado (2024). En él compitieron niños y adolescentes de varios países. Fue un torneo con el formato individual eliminatorio. Por regla, gana la peonza que gire más tiempo y, por supuesto permanezca en pie.
Los asistentes observadores apoyamos a los competidores de nuestros países con vehemencia; la algarabía en aquella instalación solo se podía comparar con bandos de estorninos en un atardecer de Salamanca. Todo acontecía para mí con perfecta normalidad hasta llegar el momento crucial en el cual quedaron dos finalistas; uno caribeño y otro balear.
Julio, narrador colombiano, recordó a la afición: -Se harán tres tiradas, quien gane dos es el triunfador. ¡ Y comenzó la final!
Los mallorquines coreaban como si hubiesen ensayado estas frases: -¡Manuel, eres el ganador! -¡Que habilidades tiene Manuel para enrollar la cuerda! -¡Fíjense, que movimiento angular conserva la peonza de Manuel! -¡Hoy Mallorca se vestirá de gala!
Cada expresión hacia que me desplazara rápidamente entre el público, acercándome a mi coterráneo. En mí cuerpo competían endorfinas, cortisol, adrenalina y mas; un cóctel que generó fuerza biológica emocional. Mi muchacho se mostraba nervioso, inseguro; necesitaba ingerir poción de triunfador.
El público estaba tenso como yo.
Le tocaba a José la última tirada, y a viva voz grité -¡José, que no se diga! ¡Cómo van a bailar a casa del trompo! el refrán, el acento y el tono de mi voz eran tan cubanos como José y yo. Con esa frase lo incitaba a competir poniendo en sus arterias una poción mágica que estaba necesitando. Sus habilidades de campeón de "trompo", no de "peonza" se manifestaron de inmediato; su saber hacer declaraba su fuerza de voluntad. La poción se tradujo en técnica y la magia alcanzó al trompo porque la fricción no disipaba el movimiento angular del artefacto; seguía erguido. De pronto se escuchó a Pablo, narrador mallorquín, quien con voz entrecortada expresó -Se empatan los finalistas.
Ahora, Manuel era quien decidía el triunfo. Todo fue breve; perder y ganar se alcanza casi siempre en el tiempo que nos lleva expresar "mil uno".
Recuerdo la voz susurrante de Pablo, quien con sus ojos cerrados preguntó a su colega Julio: -¿Perdió?- -Si- responde éste -La peonza desfalleció y quedo inmóvil.
No, no; yo no podía sentir alegría por la pérdida del mallorquín, pero si disfrutar con creces el éxito de José.
Casi a la altura de la Palma real elevé el cartel que llevaba en mi bolso, decía así:
¡No bailen en casa del trompo, felicidades José!

Miriam García Cabrera
Grupo A


Energía vital

Me quedé absorta cuando vi un grupo de niños haciendo girar la peonza. Quien empieza? ,primera pregunta para dar comienzo al juego.
Cosme fue el primero, era el que iniciaba casi todos los juegos vespertinos, el mayor del grupo, marcaba el ritmo, rápido y dispuesto a danzar el objeto,
La energía del impulso se desvanecía casi al mismo tiempo para todos, con el trágico final del desvanecimiento del trompo.
Vuelta a empezar, pero no había perdidas económicas pensé, como en otros juegos que hacen girar un objeto. Aquí la pérdida era de energía y vuelta a la creatividad, inundando de carcajadas la calle.
Esos recuerdos de juegos callejeros, ni se pierden ni se olvidan y solo alimentan conversaciones, talleres y otras tertulias que no envejecerán ni morirán nunca.

Carmela
Grupo A


La peonza

Utilidad de peonza que no gira,
que se marea solo de pensarlo,
sentimiento de pelota
deforme y dura,
peonza como piña de pino
como agrietado embarazo.
Luchadora de batallas no elegidas,
esclava de tiránicas manos
peonza pacífica, remendada
y descosida, peonza ahorcada
con una muerte indigna.

Mencey Guerra
Grupo A


Muñeca Rota

La peonza desfalleció y quedó inmóvil.
El violento portazo de la calle devolvió el regusto ferroso a la boca.
Desmadejada, se limpió las lágrimas mezcladas con rimmel. Recogió la dignidad pisoteada, varios mechones arrancados con saña y un par de botones desgarrados de la blusa; se incorporó solemne y adecentó los jirones de su falda. Alcanzó el bolso con su documentación y salió de casa segura de que está vez era la definitiva.

Romi E.
Grupo A


La danza de la peonza

La peonza desfalleció y quedó inmóvil en medio de la pista,
la patinadora sonrió desafiante y coqueta,
mandó con sus brazos voladores un saludo al público,
plasmó su rubrica en la superficie helada,
una espiral bellísima,
y desapareció por una tronera.

Araceli Sebastián
Grupo C


La peonza

Es increíble como aquellas cosas que de niños nos parecen tan grandes como un tesoro, nuestro tesoro, a medida que vamos creciendo pierdan su valor y se vuelven insignificantes.
Una tarde de otoño, haciendo limpieza del sobrao de la casa del pueblo, encontré una caja de latón ya oxidada por el paso de los años. No la recordaba, pero sin duda era mía porque tenía una pegatina de un hada en la tapa, señal indiscutible de quién era su dueña.
Al abrirla apareció mi pequeño gran tesoro de la infancia, a saber: unas canicas, un yoyó, una goma, una comba y una peonza.
Curioso, por alguna extraña razón, esa peonza se había colado en mi caja y mezclado con mis cosas. Recordaba haber pasado muchas tardes jugando a la goma, saltando a la comba, chocando las canicas, lanzando el yoyó pero nunca haber girado la peonza.
Quizá perteneciera a algún amigo o amiga de la infancia o, quizá, fuera de mi padre, de mi madre, de mi abuelo... había infinitas posibilidades. Pero bueno, ya que estaba allí, la tomé en mis manos y con muy poca destreza -todo hay que decirlo-, la lancé y, después de muchos intentos, conseguí hacerla bailar.
Me hipnotizó ese movimiento. No podía dejar de mirarla y pensar en el cambio que mi vida había dado en estos últimos años. Sus colores verde, azul y morado se mezclaban formando un bonito arcoiris.
De repente paró y me sacó de mi ensoñación. Se quedó inerte, en el suelo, quizá esperando que otras manos la tomaran e iniciar de nuevo su vuelo. Así podía seguir cumpliendo su misión que no era otra que hipnotizarme y abstraerme de todo lo que me rodeaba, y ver girar la vida a mi alrededor y parar y volver a empezar a girar.
Porque así es la vida: quizá conseguimos hipnotizar con ese movimiento a alguien que no puede dejar de mirarnos y que, cuando caemos inertes, cansados de girar, está preparado para tomarnos de la mano, colocarnos en el mundo e iniciar de nuevo el vuelo, iniciar, al fin y al cabo, el juego de la vida.

Verónica S.S.
Grupo C


La peonza

La peonza desfalleció y quedó inmóvil, pero las órbitas infantiles siguieron girando, bailando descubriendo un torbellino, un tornado, un vendaval, los ciclones, un tifón, las bailarinas de Degás. Años mas tarde siguen observando : El movimiento perpetuo, los circulos viciosos, las hojas del álamo temblón, la luna, los planetas, las estrellas, un bucle eterno, un remolino, una escalera de caracol, las constelaciones, la Vía Láctea, un agujero negro con su horizonte de sucesos, la gravedad. El mundo sigue girando.

Aurora Martín
Grupo C


La peonza negra

Todas las peonzas continuaban bailando en el cuadro que habían hecho con un clavo en el piso de tierra de la plaza. ¿Todas? No. Una de ellas había consumido su energía cinética, impulsada al desenrollar el zumbel, ese cordel que abraza la peonza antes de ser tirada al suelo para que baile. La peonza no tenía más fuerza, después de dar las últimas vueltas cabeceando, se desplomó y cayó al suelo.
Ahora ya no parecía una peonza. Quizás antes tampoco. Era la peonza fea dentro del cuadro en el que las demás seguían bailando alegremente. La peonza picuda, la llamaban y reían. Tenía un pico largo y gordo, el cuerpo estirado y estrecho; no era la forma típica de la peonza, desde luego. Además, no tenía sombrero, ni colores en el hombro. Tampoco era de madera dura, noble; más bien de madera ligera como el pino y color claro. La había encontrado en el fondo de un arca que había a la entrada del pajar y a él le pareció que podía ser una buena peonza: podría al fin jugar con los demás en la plaza.
Esa peonza, tumbada ahora en el suelo, parece más bien un pajarillo casi recién nacido que ha caído del nido, indefenso; igual que la peonza, con su pico ancho y su cuerpecillo alargado. O quizás se parezca al patito feo en el estanque del cuadro en el que siguen jugando los niños.
En este relato la peonza negra no tiene final feliz, como ocurre en los cuentos. Eso piensa el niño mientras mira al resto de peonzas que siguen y siguen bailando y a los demás niños que distraen esos bailoteos con sus risas, aplausos y gritos.
El niño, como cada tarde, vuelve triste a casa, la peonza de pico largo y cuerpo estrecho no les gusta a los demás, se ríen. La guarda y aprieta en su mano. Es su peonza, en adelante la bailará una y otra vez; sólo cuando esté solo.

Gabriel Risco
Grupo C


Ernesto y Manuel

Los amigos volvían cabizbajos, la tarde llegaba a su fin, el suelo mojado y un cielo plomizo les apremiaban a acelerar el paso, no se miraban porque algo se había roto en ellos y los dos sabían que ese “roto” había llegado para quedarse.
Ernesto era rápido, sus ágiles zancadas tendían a dejar atrás a Manuel, solo la inercia de la larga rutina compartida lograba frenarlo, entonces miraba atrás y se sonreía: veía cómo Manuel daba un saltito que impulsaba un nuevo ritmo hasta alcanzarlo y vuelta a empezar…
Durante unos momentos caminaron juntos pero ya no reían, ya no propiciaban ese choque “casual” de hombros que tanto habían disfrutado, esa tarde la distancia entre ellos pronto volvía a crearse.
- Date prisa, vamos a calarnos, dijo Ernesto.
- Ya voy, espera, contestó Manuel.
Como tantas veces, habían pasado la tarde jugando a la peonza, tenían sus propias normas y casi nunca tenían que recordarlas, la principal era que Ernesto siempre tenía que ganar. Manuel lo aceptaba, lo esperaba y así lo quería, era el orden natural de su vida: vivir en la sombra, en los bordes de otras vidas, a veces cerca del precipicio que tanto le hacía llorar.
Hoy algo había cambiado, lo supo cuando ciñó el zumbel, lo ajustó con firmeza, hoy no propiciaría esa danza digna pero titubeante que permitía a Ernesto obtener su victoria, lucirse como es debido…la peonza bailó y bailó, se recreó en una amplia rúbrica y cabeceó y remontó en un último intento de contener un poquito más su fuerza, venciendo, desafiando la gravedad que sabe poderosa, su sueño solo puede quebrarlo un golpe seco, ajeno, cruel, pero no llega, la peonza de Ernesto hace rato que yace inmóvil, entonces Manuel baila y baila, su corazón se hincha porque lo ha hecho, ha desafiado las sombras y ha vencido.

Teresa Fernández-Pacheco
Grupo B


Pobre peonza

La peonza al chocar violentamente contra el suelo, después de girar y dar vueltas, permaneció inmóvil, había perdido el pico, el juego para ella, se acabó, y perdido la partida.

Luis Iglesias
Grupo B


Peonza

Quería ser una peonza,
para girar y bailar.
Después me di cuenta de que la peonza sólo se mueve
cuando la amarran con una cuerda
y después la sueltan, bruscamente.
Así que ya no quiero ser peonza.
Sólo quiero girar y bailar.

Ana Calvo
Grupo C