Una breve muestra de libros sobre abuelos y nietos es la recogida en el artículo titulado "Abuelos y nietos en la Literatura" publicado en el blog de Troa Librerías.
Recomendamos el artículo "Los abuelos y las abuelas, maestros en la vida y en la literatura" de
Propuesta de escritura
Y dile que aquí abajo
hace mucho frío,
que los inviernos son muy largos
y no hay leña para combatirlos.
Que el sol es tímido,
que el suelo permanece blanco,
y la nieve cubre el camino.
Las aves emigraron
más allá de las nubes
donde el sol se esconde
detrás de las montañas;
lejos queda el mar,
donde tú y yo fuimos
agua y sal, viento y arena.
Dile que la echo de menos.
P.G.
Grupo C
Nuestra foto
Los recuerdos son más valiosos cuando son pocos. A veces, basta una sola imagen, para iluminar el sendero de toda una vida. Tú y yo, en la puerta de la casa blanca, tus brazos firmes sobre mis hombros... ¡Con cuanto cariño te haces cargo de esa niña inquieta de dos años, tu primera nieta! Hay mucho amor y orgullo en el tiempo detenido de esa foto.
Recuerdo aquella tarde bajo la higuera de la Madrila. Me habías traído en burro, apretada junto a tu pecho. Un cubo de latón colgaba del pozo, y el olor de la higuera se mezclaba con el de tu chaqueta de pana.
Tú fuiste el único abuelo que conocí, y ¡qué poco tiempo tuvimos! Nos dejaste el día que cumplía siete años. Desde entonces, sólo pude conocerte a través de las historias que contaba mi padre.
Fragmentos de una vida reconstruida mientras, despistada de las tareas escolares, miraba por la ventana del aula. Imaginando a esa novia abandonada, subida en la tapia del cementerio, en una noche fría, hasta quedarse muerta. Recreando el cuento, tantas veces pedido, de “Tello, Tello, que nombre tan bello”. O el alambique escondido en la bodega de la callejuela de abajo, entre las tinajas del vino de pitarra. Y, sobre todo, las confidencias de los señoritos del pueblo en tu barbería, la habitación en la que, años después, lloré al mundo por primera vez,
Mi padre rescató tu voz y abrió mi imaginación a ese tiempo de castañas asadas al atardecer, de noches de susurros destilando el aguardiente prohibido.
Cortas pinceladas de un pueblo que nunca fue mío del todo -como tampoco lo fue el otro-, escenas en el lienzo infantil de esa España de familias extensas, de tiempos compartidos en la crianza.
Nuestra foto, abuelo Lucas, en la puerta de la casa donde nací, ha sido mi ancla familiar; el lugar al que regresar cuando, en la adolescencia, buscaba a esa niña perdida entre el pueblo y la ciudad. Hoy sigo orgullosa de poder mirar, con tus chispeantes ojos, entre las tinieblas de mi infancia.
Araceli Broncano Rodríguez
Grupo C
El abuelo
MEDIAOREJA
A mi abuelo lo fusilaron cuando los levantamientos anarquistas de principios de siglo. No sabemos los de que bando fueron, porque el pueblo estaba enclavado en la zona indefinida donde los gubernamentales y las partidas anarquistas campaban sin control entre el vecindario. Tampoco sabemos si fue por una cuestión política, lo que parecía improbable porque el abuelo rehuía a la política como a las víboras, por un tema de tierras y lindes, lo que tampoco encajaba con su carácter poco pendenciero, o por un tema de algún novio resentido, lo que podría haber sido dada la querencia que tenía por las mozas. No sabemos quienes fueron, pero, quienquiera que fuese, sí sabíamos una cosa, tenían mala puntería, porque a mi abuelo solo le dieron en la oreja. De ahí le vino el apodo, “Mediaoreja”, y de ahí vine yo, que si llegan a darle el tiro medio palmo más adentro allí se hubiera quedado en la flor de sus veinte años. Por eso, mi abuelo no fue un abuelo al uso, de los que pasaron una juventud triste, y posteriormente una guerra triste y una postguerra igual de triste. Él decidió que su nueva vida era para disfrutarla, que ya había pasado suficientes penas en la vida anterior. El abuelo que yo conocí era jovial, transigente y socarrón, especialmente con los nietos que cada verano disfrutábamos de la calidez de su casa. Gustábamos de oír las historias que nos contaba, las vividas por él mismo o las trasmitidas de boca en boca dentro de la familia o dentro de la comarca. Así conocimos sus correrías de niño, sus años de seminario, del trabajo duro de segador cuando decidió que la iglesia no era una opción para un mozalbete como él, de los viajes a lomos de mulas y caballos, de que se embarcó como marinero en un carguero griego, de otros trabajos y lugares donde recaló hasta que la abuela le hizo echar el ancla en la hacienda familiar, donde el hombre de mundo se convirtió en un hombre de pueblo. “Mediaoreja” fue capaz de hacer prosperar la heredad de su esposa, dar sustento a su familia y a las familias de los que trabajaban en aquellas propiedades, ayudó a toda la comunidad de labriegos y trajo un aire renovado a la comarca, anclada en el tiempo y las tradiciones que tanto habían servido para vencer el pasado, como empezaban a lastrar la venida del futuro.
El abuelo era un gran hombre y desde niño así lo percibí. Yo me quedaba embobado oyendo sus relatos, asombrado viendo como resolvía problemas propios y ajenos, atónito por su capacidad para relacionarse con hombres y animales. Pero, también desde niño, pude observar como en contadas ocasiones una nube atravesaba sus ojos, su conversación languidecía y las ganas de vivir parecían esfumarse de su ánimo. Por un momento, dejaba de ser “Mediaoreja” y se convertía en un pobre marinero atribulado. Duraba un abrir y cerrar de ojos, pero yo noté desde muy pronto y pude observarlo a lo largo de nuestras vidas. Cuando el abuelo murió se llevó a la tumba el secreto de aquella nube. Yo decidí entonces que en algún momento tendría que desvelar lo que ocultaban aquellos atisbos de una vida desconocida para mí.
LA CASA DEL MAR
Nunca entendí por qué los ojos color avellana del abuelo brillaban cada vez que anunciábamos el viaje a la finca de la playa. Su cara adquiría esa expresión que se le escapa a un niño cuando guarda un caramelo en el bolsillo. La abuela, en cambio, apretaba los labios mientras doblaba las sábanas, marcando cada pliegue con un gesto parecido al arañazo del arado en el pedregal.
La Sultana había sido comprada con monedas de plata y sueños acumulados en puertos lejanos. Cada tablón de su porche guardaba el eco de las olas que el abuelo cruzó en su juventud; cada ventana batida por el viento llevaba escrita en sus grietas la letra pequeña de sus viajes. Aquel terreno junto al mar - primero exiguo como un pañuelo - se fue extendiendo como un manto con el paso de los años. También crecían los silencios incómodos cuando la abuela preguntaba por el coste de mantener esa finca. Ochenta kilómetros separaban aquel refugio, asomado al mar como el puente de mando de un barco, de nuestro pueblo. Para el abuelo debió de ser la distancia exacta entre el deber y el placer.
La finca olía a salitre y a madera vieja. Tenía un porche con hamaca y un cachorro flaco, de hocico inusualmente alargado, que ladraba a las gaviotas. Pachá le llamábamos. Era un animal arisco con todos, excepto con el abuelo. A él le lamía las manos como si manara miel de sus dedos.
El desván de la casa principal, era el reino secreto de mis juegos. Siempre estuve intrigado con el contenido del viejo cofre marinero que el abuelo guardaba bajo llave. Una vez, cuando tenía doce años, lo encontré entreabierto. Dentro solo había un mapa del Mediterráneo oriental marcado con una cruz roja cerca de Beirut, un rosario de cuentas de ébano y un mechón de pelo negro atado con una cinta azul. Cuando le pregunté al abuelo, se limitó a decir: “Son recuerdos de un naufragio, nieto", lo volvió a cerrar con llave, y cambió de conversación.
La finca estaba atendida por Làmia, una mujer libanesa que según el abuelo era viuda de un marinero gran amigo de sus correrías juveniles. Tenía un hijo, Karim, al que nunca veíamos porque estaba interno en un colegio - estudios que el abuelo costeaba como reparo a una vieja deuda con su difunto amigo -. Làmia estaba especialmente orgullosa de un granado que crecía junto al pozo de su casita. Decía que su madre se lo había dado al salir del Líbano: "Las raíces viajan mejor en forma de semilla", solía repetir mientras nos ofrecía sus dulces de agua de rosas.
Cuando estalló la guerra, recorrer aquellos ochenta kilómetros era jugarse la vida. Pero fue precisamente en aquel verano de 1936, poco después de mi primera comunión (que la abuela y mi madre celebraron con un fervor casi militar), cuando supe el porqué de lo que nadie mencionaba pero todos recordaban.
Una tarde, me quedé dormido tras la merienda y desperté con voces ahogadas en la cocina. La abuela hablaba con su hermano mayor, mi tío abuelo Ramón:
“—Decía que iba al muelle a supervisar las capturas de pescado. Pero siempre tardaba dos o tres días y llegó un momento en que me hizo sospechar—le decía a ella, con frases cortadas como con tijeras de podar— No solo mangoneaba mi negocio, también a ella. Todos lo sabíais y callabais. Me di cuenta que hasta mi perra lo sabia. No ladraba cuando él llegaba. Es como si lo esperara siempre. Además, él todavía no salía contigo.
—Pero aún así…¿Cómo pudiste? (dijo la abuela entre sollozos) ¿y los demás?—
Mi tío respondió algo que casi no alcancé a escuchar, al intentar cambiar de sitio para oír mejor, pero su tono me heló la sangre.
—Bueno, me quedan meses y no quiero irme con este peso en la mochila. Él también lo supo o al menos lo sospechó cuando le regalé a Pachá.—
Entonces el tío Ramón se fue y yo baje a la cocina con la excusa de beber agua y vi a la abuela llevarse una mano al corazón, como si algo le hubiera quedado clavado ahí.
Pocos tiempo después, le pregunté abiertamente al abuelo sobre el mote de "Mediaoreja", y si sabía o sospechaba quiénes y porqué habían intentado matarlo. Él, haciendo gala de su humor peculiar (o quizá de su dolor), bromeó: “Quién quiera que fuera ya no está en este mundo o a punto de no estarlo”. “Esto me recuerda que debo hacer testamento... por si la próxima vez me quedo sordo". En esta ocasión su risa no me sonó tan natural como de costumbre,
Poco después el abuelo, efectivamente, hizo testamento. En ese documento, dejaba en usufructo vitalicio la casa de guarda: a "la viuda de mi amigo". La abuela comentó que la bala le había arrebatado media oreja, pero su recuerdo se había llevado el poco sentido común que le quedaba al abuelo, y desde entonces su carácter se fue agrietando, como la corteza del granado en invierno.
En aquellos veranos, Làmia, se ponía sobre su cabeza un precioso pañuelo ricamente bordado en tonos rojos y me enseñaba palabras en árabe, cuando nadie nos veía. "Hablar otro idioma es como añadir otra vida a la propia. Puedes vivir tantas vidas como idiomas conozcas “, me decía mientras señalaba el horizonte marino. Una vez me confesó: "Tu abuelo salvó muchas almas en Beirut... aunque quizá perdió la suya".
El abuelo contrarrestaba el silencioso enfado de la abuela con una dicharachera alegría. A pesar de las dificultades de la posguerra, nunca dejamos de veranear en La Sultana. Hasta que un día, simplemente, él ya no estuvo.
Años después, apareció en la finca un hombre alto y moreno que traía de la mano a un niño. Tras hablar largo rato con la abuela y mis tías, les entregó un sobre amarillento. Al salir de la casa se acercó a mí:
—Hola, soy Karim —dijo, mientras los demás discutían dentro—. Mi madre me contó que por aquí había un granado. ¿Sigue ahí?
Señalé el árbol torcido junto al pozo. Sus ramas, cargadas de frutos, se mecían con el viento como si saludaran a alguien que solo ellas reconocían.
Karim sacó entonces una foto antigua, rasgada por su mitad, en la que aparecía una preciosa joven: reconocí al instante el primoroso pañuelo bordado, que yo recordaba de mis clases veraniegas de árabe:
—Ella trabajó aquí. Quería que mi hijo viera este lugar. A mí nunca me envió fotos...
El niño, molestado por una avispa, comenzó a llorar. Fue entonces cuando noté que ambos tenían ojos color avellana que me resultaban familiares.
Pachá, ya casi ciego, se acercó renqueando a olfatear a los forasteros. Y entonces, por primera vez en una década, el perro comenzó a menear la cola como si hubiera reconocido el olor perdido de los tiempos felices.
Manuel Medarde / Carlos García Riesco (Calgari)
Grupo A
Esencia de abuela
Abuela, ¿me escuchas?.
Desde el otro lado de la frontera, quiero que me digas, por qué la memoria me impide recordarte, y solo me queda tu aroma. Ese olor del paso del tiempo, que te distingue entre millones de abuelas del mundo.
Tu casa olía a humareda de arenque, porque el abuelo, quemaba cada segundo de su vida, entre visillos amarillos y mesa de mármol empañado. Perfume de leche y pan de hogaza, de pescadilla rebozada y salidas al fresco, con las vecinas de efluvios "Heno de Pravia" y aderezos de "Varón Dandy" los domingos antes de misa.
Tardes de jabones de sosa, concentrados de aceites esenciales, amaderadas con toques de alcanfor.
Una luz ámbar, atomizaba tus pupilas diminutas de iris de mar. Y tus neuronas desgastadas por tiempos de luchas y guerras, eran esencia de alambiques.
En tu matraz de orgullo, donde la memoria, se confunde con la penumbra, fuiste tejiendo sabiduría y extendiendo mikados de almizcle y azahar.
Cuando tu respiración se entrecortó relajada, mezcla de bergamota, miel y ámbar, tuve la certeza de que tu fragancia, se disparaba volátil, extendiendo toda tú, esencia de lavanda, romero y menta, entre mi corazón, y te retuve, así por siempre jamás.
GuADA
Grupo C
Querido abuelo:
Escarbó con sus manos la cuneta,
soñaba poder darte sepultura,
el pueblo lo tildaba de locura,.
solo tuvo mi apoyo... Soy tu nieta.
Dar con tus huesos fue toda su meta,
la gente no entendía su amargura
ni la pena enredada a su cintura,
le decían que estaba majareta.
Vinieron a buscarte por la noche,
te llevaron a rastras, ¡Qué canallas!
Tu delito: clamar contra la guerra.
La abuela se ha marchado a medianoche...
Me pidió que ganara sus batallas
y aquí estoy, con las uñas en la tierra.
Aurora Zarco
Grupo B
Edades y otros cuentos
El aire rejuvenece con el paso del viento
La vida es un regalo envenenado
con un final por determinar
de camino perdemos el camino a menudo
sobre todo al recordarlo
no hay registro menos fiel
que la memoria
es mejor para no engañarse
saber que recordamos vagamente
o que olvidamos con sospechosa precisión
casi siempre a gusto del consumidor
la memoria ni se crea ni se destruye
sólo se transforma
la historia humana siempre se está reescribiendo
pasado presente y futuro
renglones torcidos entre la niebla
lo único cierto cuando pensamos en el tiempo
es que cada vez queda menos
primera segunda tercera
edades
incluso cuarta y nos prometen más
los vendedores de crecepelos
curalotodos bálsamos fuentes
de la eterna juventud
engañifas de charlatanes de feria
Rasputines varios
porque inevitablemente el cuentakilómetros avanza
hacia el cero absoluto
pero nada está perdido
mientras podamos contarlo
alegrías penas amores soledades
nuestras pequeñas historias sinuosas
tienen de todo con un poco de suerte
el rastro es borroso siempre
en todas direcciones
aunque a veces tengamos el espejismo de la certeza
y la vida nuestra vida
esa es la gran verdad
es una historia un cuento
y esto no es necesariamente triste
que siempre acaba mal
punto final
Cómo no inventarse
otros cuentos.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Carta a la nieta que nunca tendré
Querida Tristesse, esta noche te escribe tu abuela Esperanza, desde algún lugar de esta nuestra querida España, en donde me he refugiado desde hace tantos años.
Siento mucho, mucho no poder haberte conocido jamás, no haberte abrazado el día de tu nacimiento, que nunca llegó, ni haber asistido a tu bautizo, ni a tus primeros cumpleaños, ni a verte dar tus primeros pasos, mucho menos asistir a tus primeras funciones de ballet en los teatros de nuestra querida y lejana Guadalajara.
Lamento mucho que nunca me hayas conocido, que no hayas heredado ni mi pelo, ni mi nariz, ni mis ojos, ni mis pies, ni nada de mí. Que nunca hayas oído hablar de tu bisabuela Constanza, ni, mucho menos de tus dos tatarabuelas María Magdalena, ni María Sanjuana. Una pena, una pena que no hayas nacido nunca de tu madre, a quien tantas, tantas veces soñé entre mis brazos, tu madre Mariángela que, como tú, nunca nació.
Es muy doloroso para mí hoy tenerte que pedir perdón por nunca haber sido lo suficientemente valiente como para traer al mundo otra vida, cargarla en mi vientre, alimentarla de mi sangre y defender el derecho a la existencia con uñas y dientes…Ya lo ves querida mía, siempre he sido una cobarde, ya lo ves.
En fin que, niña mía, hoy te abrazo a la distancia y te pido un recuerdo para esta tu abuelita Esperanza que siempre, siempre te piensa y pide por ti, para que sobrevivas a tanto y tanto y para que puedas llegar a la mayoría de edad en medio de ese nuestro convulso país.
Te quiere, te piensa, te sueña, tu abuela, esa que nunca pudo concebir a tu madre y nunca llegó a mirarse en tus bellos ojos.
Esperanza García
Grupo A
Soñando
Mi queridísimo nieto,
Quiero que sepas que llegaste en un momento especial, tanto que igual el destino no había previsto que te viera , pero igual sí.
Me anunciaron que ibas a llegar en pocos meses y llegaste, sí, llegaste.
Llegaste para sentirme más firme en mis convicciones de justicia, honestidad y firmeza ante la adversidad , para poder transmitirte cuando pudiéramos comunicarnos si es posible , ya pronto , conversaciones que no pude tener con mis hijos porque entonces era todavía joven y vivía muy rápido, con prisas pero con las mismas convicciones.
La importancia de parar, pensar, reflexionar, porque se ha perdido con las prisas este espacio de sosiego tan necesario para el crecimiento sin percentiles.
Mi nieto es muy listo, tiene un buen trabajo, viaja mucho, oigo a menudo, pero pocas veces oigo , mi nieto es muy feliz.
Quisiera darte la varita mágica para llegar a ese estado que todos quieren llegar y pocos lo consiguen, No se trata solo de suerte, sino de perseverancia, perseguir los sueños, y sentir la fuerza de haberlo conseguido.
Vives lejos pero mi varita llegará donde estés , te escribiré cartas para decirte todas estas cosas y otras más con el lenguaje más sencillo, el más simple, los besos , abrazos y la ayuda y el apoyo permanente para dejarte libre pero atado al cariño de tu querida “ amama”.
Carmen Lazcano
Grupo B
Daniela Giraldo Barona en Librújula y analizamos el texto titulado "La abuela" escrito a cuatro manos y publicado en Infolibre. Santiago Roncagliolo abre la historia, la continúa Juan José MIllás, prosigue Cristinas Fernández Cubas y la cierra Felipe Benítez Reyes. Dio mucho de sí este texto para hablar de literatura y también de la vida y la muerte.
© Imagen: Mural Artes Prada. Juzbado (Salamanca)
En la ficha de trabajo recogimos textos como la carta que José Saramago dedicó a su abuela (Carta a Josefa, mi abuela):
Tienes noventa años. Estás mayor y dolorida. Me cuentas que fuiste la joven más bella de tu época —y yo te creo. No sabes leer. Tienes las manos hinchadas y deformes, los pies maltrechos. Sobre la cabeza llevaste toneladas de paja y leña, baldes llenos de agua.
Viste salir el sol todos los días. Con todo el pan que amasaste se podría haber hecho un banquete universal. Criaste personas y ganado y llegaste a meter lechones en tu propia cama para evitar que murieran de frío. Me contaste historias de apariciones y hombres lobo, viejas historias de familia, un asesinato. Pilar de tu casa, fuego de tu hogar —siete veces quedaste preñada, siete diste a luz.
No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos escasos cientos de palabras prácticas: un vocabulario somero. Con esto viviste y vas viviendo. Muestras preocupación e interés por las catástrofes y también por lo que pasa en la calle, por las bodas de las princesas, y por si a tu vecina le roban unos conejos. Sientes grandes odios por motivos que ya no recuerdas, grandes devociones que no se deben a nada concreto. Vives. Para ti, la palabra Vietnam no es más que un sonido extraño que no cabe en el horizonte de legua y media en que te mueves. Del hambre, algo sabes; ya viste izarse una bandera negra en la torre de la iglesia. (¿Me lo contaste tú, o habré soñado yo que tú me lo contabas?).
Contigo va tu pequeño abanico de intereses. Y, no obstante, tienes los ojos claros y eres alegre. Tu risa es como los fuegos artificiales. No he visto reír a nadie como ríes tú. Estoy delante de ti y no entiendo. Soy carne de tu carne y sangre de tu sangre, pero no entiendo. Viniste a este mundo y no trataste de saber qué es el mundo. Llegas al fin de la vida y el mundo aún es, para ti, lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu legado: quinientas palabras, un huerto al que dar la vuelta en cinco minutos, una casa de tejas sueltas y suelo de barro. Aprieto tu mano llena de callos, paso mi mano por tu rostro arrugado y por tus cabellos blancos —y sigo sin entender. Fuiste guapa —dices— y bien veo que eres inteligente. ¿Y por qué entonces te robaron el mundo? ¿Quién te lo robó? Pero, de esto, tal vez yo sí entienda y podría decirte el cómo, el porqué y el cuándo si supiera escoger, de entre mis innumerables palabras, las que tú pudieses comprender. Ya no vale la pena. El mundo continuará sin ti —y sin mí. No nos habremos dicho el uno al otro lo más importante. ¿Pero podemos estar seguros de eso? Yo no habré dicho nada porque mis palabras no son las tuyas ni representan el mundo a ti debido. Me quedo con esta culpa de la que no me acusas —y eso es, si cabe, lo peor. Pero ¿por qué, abuela, te sientas tú a la solana de tu puerta, abierta hacia la noche inmensa y estrellada, hacia el cielo del que nada sabes y por el que jamás viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles asombrados, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el fuego de tu adolescencia nunca perdida: «¡El mundo es tan bonito, y a mí me da tanta pena morir!»?
Es esto lo que no entiendo —pero la culpa no es tuya.
El escritor portugués así como Gabriel García Márquez coinciden en la importancia de la figura de sus abuelos en su manera de escribir y de entender la literatura y la vida.
Pabló Neruda le puso el toque poético a la sesión con su "Oda a la edad":
Yo no creo en la edad.
Todos los viejos
llevan
en los ojos
un niño,
y los niños
a veces
nos observan
como ancianos profundos.
Mediremos
la vida
por metros o kilómetros
o meses?
Tanto desde que naces?
Cuánto
debes andar
hasta que
como todos
en vez de caminarla por encima
descansemos, debajo de la tierra?
Al hombre, a la mujer
que consumaron
acciones, bondad, fuerza,
cólera, amor, ternura,
a los que verdaderamente
vivos
florecieron
y en su naturaleza maduraron,
no acerquemos nosotros
la medida
del tiempo
que tal vez
es otra cosa, un manto
mineral, un ave
planetaria, una flor,
otra cosa tal vez,
pero no una medida.
Tiempo, metal
o pájaro, flor
de largo pecíolo,
extiéndete
a lo largo
de los hombres,
florécelos
y lávalos
con
agua
abierta
o con sol escondido.
Te proclamo
camino
y no mortaja,
escala
pura
con peldaños
de aire,
traje sinceramente
renovado
por longitudinales
primaveras.
Ahora,
tiempo, te enrollo,
te deposito en mi
caja silvestre
y me voy a pescar
con tu hilo largo
los peces de la aurora
La carta que José Saramago escribe a su abuelo Josefa nos sirvió de inspiración para la propuesta de escritura semanal. O bien escribir una carta a un abuelo o abuela (lo conociésemos o no) o escribir desde la condición de abuelos y abuelas a algún nieto.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
Y dile que aquí abajo
hace mucho frío,
que los inviernos son muy largos
y no hay leña para combatirlos.
Que el sol es tímido,
que el suelo permanece blanco,
y la nieve cubre el camino.
Las aves emigraron
más allá de las nubes
donde el sol se esconde
detrás de las montañas;
lejos queda el mar,
donde tú y yo fuimos
agua y sal, viento y arena.
Dile que la echo de menos.
P.G.
Grupo C
Nuestra foto
Los recuerdos son más valiosos cuando son pocos. A veces, basta una sola imagen, para iluminar el sendero de toda una vida. Tú y yo, en la puerta de la casa blanca, tus brazos firmes sobre mis hombros... ¡Con cuanto cariño te haces cargo de esa niña inquieta de dos años, tu primera nieta! Hay mucho amor y orgullo en el tiempo detenido de esa foto.
Recuerdo aquella tarde bajo la higuera de la Madrila. Me habías traído en burro, apretada junto a tu pecho. Un cubo de latón colgaba del pozo, y el olor de la higuera se mezclaba con el de tu chaqueta de pana.
Tú fuiste el único abuelo que conocí, y ¡qué poco tiempo tuvimos! Nos dejaste el día que cumplía siete años. Desde entonces, sólo pude conocerte a través de las historias que contaba mi padre.
Fragmentos de una vida reconstruida mientras, despistada de las tareas escolares, miraba por la ventana del aula. Imaginando a esa novia abandonada, subida en la tapia del cementerio, en una noche fría, hasta quedarse muerta. Recreando el cuento, tantas veces pedido, de “Tello, Tello, que nombre tan bello”. O el alambique escondido en la bodega de la callejuela de abajo, entre las tinajas del vino de pitarra. Y, sobre todo, las confidencias de los señoritos del pueblo en tu barbería, la habitación en la que, años después, lloré al mundo por primera vez,
Mi padre rescató tu voz y abrió mi imaginación a ese tiempo de castañas asadas al atardecer, de noches de susurros destilando el aguardiente prohibido.
Cortas pinceladas de un pueblo que nunca fue mío del todo -como tampoco lo fue el otro-, escenas en el lienzo infantil de esa España de familias extensas, de tiempos compartidos en la crianza.
Nuestra foto, abuelo Lucas, en la puerta de la casa donde nací, ha sido mi ancla familiar; el lugar al que regresar cuando, en la adolescencia, buscaba a esa niña perdida entre el pueblo y la ciudad. Hoy sigo orgullosa de poder mirar, con tus chispeantes ojos, entre las tinieblas de mi infancia.
Araceli Broncano Rodríguez
Grupo C
El abuelo
MEDIAOREJA
A mi abuelo lo fusilaron cuando los levantamientos anarquistas de principios de siglo. No sabemos los de que bando fueron, porque el pueblo estaba enclavado en la zona indefinida donde los gubernamentales y las partidas anarquistas campaban sin control entre el vecindario. Tampoco sabemos si fue por una cuestión política, lo que parecía improbable porque el abuelo rehuía a la política como a las víboras, por un tema de tierras y lindes, lo que tampoco encajaba con su carácter poco pendenciero, o por un tema de algún novio resentido, lo que podría haber sido dada la querencia que tenía por las mozas. No sabemos quienes fueron, pero, quienquiera que fuese, sí sabíamos una cosa, tenían mala puntería, porque a mi abuelo solo le dieron en la oreja. De ahí le vino el apodo, “Mediaoreja”, y de ahí vine yo, que si llegan a darle el tiro medio palmo más adentro allí se hubiera quedado en la flor de sus veinte años. Por eso, mi abuelo no fue un abuelo al uso, de los que pasaron una juventud triste, y posteriormente una guerra triste y una postguerra igual de triste. Él decidió que su nueva vida era para disfrutarla, que ya había pasado suficientes penas en la vida anterior. El abuelo que yo conocí era jovial, transigente y socarrón, especialmente con los nietos que cada verano disfrutábamos de la calidez de su casa. Gustábamos de oír las historias que nos contaba, las vividas por él mismo o las trasmitidas de boca en boca dentro de la familia o dentro de la comarca. Así conocimos sus correrías de niño, sus años de seminario, del trabajo duro de segador cuando decidió que la iglesia no era una opción para un mozalbete como él, de los viajes a lomos de mulas y caballos, de que se embarcó como marinero en un carguero griego, de otros trabajos y lugares donde recaló hasta que la abuela le hizo echar el ancla en la hacienda familiar, donde el hombre de mundo se convirtió en un hombre de pueblo. “Mediaoreja” fue capaz de hacer prosperar la heredad de su esposa, dar sustento a su familia y a las familias de los que trabajaban en aquellas propiedades, ayudó a toda la comunidad de labriegos y trajo un aire renovado a la comarca, anclada en el tiempo y las tradiciones que tanto habían servido para vencer el pasado, como empezaban a lastrar la venida del futuro.
El abuelo era un gran hombre y desde niño así lo percibí. Yo me quedaba embobado oyendo sus relatos, asombrado viendo como resolvía problemas propios y ajenos, atónito por su capacidad para relacionarse con hombres y animales. Pero, también desde niño, pude observar como en contadas ocasiones una nube atravesaba sus ojos, su conversación languidecía y las ganas de vivir parecían esfumarse de su ánimo. Por un momento, dejaba de ser “Mediaoreja” y se convertía en un pobre marinero atribulado. Duraba un abrir y cerrar de ojos, pero yo noté desde muy pronto y pude observarlo a lo largo de nuestras vidas. Cuando el abuelo murió se llevó a la tumba el secreto de aquella nube. Yo decidí entonces que en algún momento tendría que desvelar lo que ocultaban aquellos atisbos de una vida desconocida para mí.
LA CASA DEL MAR
Nunca entendí por qué los ojos color avellana del abuelo brillaban cada vez que anunciábamos el viaje a la finca de la playa. Su cara adquiría esa expresión que se le escapa a un niño cuando guarda un caramelo en el bolsillo. La abuela, en cambio, apretaba los labios mientras doblaba las sábanas, marcando cada pliegue con un gesto parecido al arañazo del arado en el pedregal.
La Sultana había sido comprada con monedas de plata y sueños acumulados en puertos lejanos. Cada tablón de su porche guardaba el eco de las olas que el abuelo cruzó en su juventud; cada ventana batida por el viento llevaba escrita en sus grietas la letra pequeña de sus viajes. Aquel terreno junto al mar - primero exiguo como un pañuelo - se fue extendiendo como un manto con el paso de los años. También crecían los silencios incómodos cuando la abuela preguntaba por el coste de mantener esa finca. Ochenta kilómetros separaban aquel refugio, asomado al mar como el puente de mando de un barco, de nuestro pueblo. Para el abuelo debió de ser la distancia exacta entre el deber y el placer.
La finca olía a salitre y a madera vieja. Tenía un porche con hamaca y un cachorro flaco, de hocico inusualmente alargado, que ladraba a las gaviotas. Pachá le llamábamos. Era un animal arisco con todos, excepto con el abuelo. A él le lamía las manos como si manara miel de sus dedos.
El desván de la casa principal, era el reino secreto de mis juegos. Siempre estuve intrigado con el contenido del viejo cofre marinero que el abuelo guardaba bajo llave. Una vez, cuando tenía doce años, lo encontré entreabierto. Dentro solo había un mapa del Mediterráneo oriental marcado con una cruz roja cerca de Beirut, un rosario de cuentas de ébano y un mechón de pelo negro atado con una cinta azul. Cuando le pregunté al abuelo, se limitó a decir: “Son recuerdos de un naufragio, nieto", lo volvió a cerrar con llave, y cambió de conversación.
La finca estaba atendida por Làmia, una mujer libanesa que según el abuelo era viuda de un marinero gran amigo de sus correrías juveniles. Tenía un hijo, Karim, al que nunca veíamos porque estaba interno en un colegio - estudios que el abuelo costeaba como reparo a una vieja deuda con su difunto amigo -. Làmia estaba especialmente orgullosa de un granado que crecía junto al pozo de su casita. Decía que su madre se lo había dado al salir del Líbano: "Las raíces viajan mejor en forma de semilla", solía repetir mientras nos ofrecía sus dulces de agua de rosas.
Cuando estalló la guerra, recorrer aquellos ochenta kilómetros era jugarse la vida. Pero fue precisamente en aquel verano de 1936, poco después de mi primera comunión (que la abuela y mi madre celebraron con un fervor casi militar), cuando supe el porqué de lo que nadie mencionaba pero todos recordaban.
Una tarde, me quedé dormido tras la merienda y desperté con voces ahogadas en la cocina. La abuela hablaba con su hermano mayor, mi tío abuelo Ramón:
“—Decía que iba al muelle a supervisar las capturas de pescado. Pero siempre tardaba dos o tres días y llegó un momento en que me hizo sospechar—le decía a ella, con frases cortadas como con tijeras de podar— No solo mangoneaba mi negocio, también a ella. Todos lo sabíais y callabais. Me di cuenta que hasta mi perra lo sabia. No ladraba cuando él llegaba. Es como si lo esperara siempre. Además, él todavía no salía contigo.
—Pero aún así…¿Cómo pudiste? (dijo la abuela entre sollozos) ¿y los demás?—
Mi tío respondió algo que casi no alcancé a escuchar, al intentar cambiar de sitio para oír mejor, pero su tono me heló la sangre.
—Bueno, me quedan meses y no quiero irme con este peso en la mochila. Él también lo supo o al menos lo sospechó cuando le regalé a Pachá.—
Entonces el tío Ramón se fue y yo baje a la cocina con la excusa de beber agua y vi a la abuela llevarse una mano al corazón, como si algo le hubiera quedado clavado ahí.
Pocos tiempo después, le pregunté abiertamente al abuelo sobre el mote de "Mediaoreja", y si sabía o sospechaba quiénes y porqué habían intentado matarlo. Él, haciendo gala de su humor peculiar (o quizá de su dolor), bromeó: “Quién quiera que fuera ya no está en este mundo o a punto de no estarlo”. “Esto me recuerda que debo hacer testamento... por si la próxima vez me quedo sordo". En esta ocasión su risa no me sonó tan natural como de costumbre,
Poco después el abuelo, efectivamente, hizo testamento. En ese documento, dejaba en usufructo vitalicio la casa de guarda: a "la viuda de mi amigo". La abuela comentó que la bala le había arrebatado media oreja, pero su recuerdo se había llevado el poco sentido común que le quedaba al abuelo, y desde entonces su carácter se fue agrietando, como la corteza del granado en invierno.
En aquellos veranos, Làmia, se ponía sobre su cabeza un precioso pañuelo ricamente bordado en tonos rojos y me enseñaba palabras en árabe, cuando nadie nos veía. "Hablar otro idioma es como añadir otra vida a la propia. Puedes vivir tantas vidas como idiomas conozcas “, me decía mientras señalaba el horizonte marino. Una vez me confesó: "Tu abuelo salvó muchas almas en Beirut... aunque quizá perdió la suya".
El abuelo contrarrestaba el silencioso enfado de la abuela con una dicharachera alegría. A pesar de las dificultades de la posguerra, nunca dejamos de veranear en La Sultana. Hasta que un día, simplemente, él ya no estuvo.
Años después, apareció en la finca un hombre alto y moreno que traía de la mano a un niño. Tras hablar largo rato con la abuela y mis tías, les entregó un sobre amarillento. Al salir de la casa se acercó a mí:
—Hola, soy Karim —dijo, mientras los demás discutían dentro—. Mi madre me contó que por aquí había un granado. ¿Sigue ahí?
Señalé el árbol torcido junto al pozo. Sus ramas, cargadas de frutos, se mecían con el viento como si saludaran a alguien que solo ellas reconocían.
Karim sacó entonces una foto antigua, rasgada por su mitad, en la que aparecía una preciosa joven: reconocí al instante el primoroso pañuelo bordado, que yo recordaba de mis clases veraniegas de árabe:
—Ella trabajó aquí. Quería que mi hijo viera este lugar. A mí nunca me envió fotos...
El niño, molestado por una avispa, comenzó a llorar. Fue entonces cuando noté que ambos tenían ojos color avellana que me resultaban familiares.
Pachá, ya casi ciego, se acercó renqueando a olfatear a los forasteros. Y entonces, por primera vez en una década, el perro comenzó a menear la cola como si hubiera reconocido el olor perdido de los tiempos felices.
Manuel Medarde / Carlos García Riesco (Calgari)
Grupo A
Esencia de abuela
Abuela, ¿me escuchas?.
Desde el otro lado de la frontera, quiero que me digas, por qué la memoria me impide recordarte, y solo me queda tu aroma. Ese olor del paso del tiempo, que te distingue entre millones de abuelas del mundo.
Tu casa olía a humareda de arenque, porque el abuelo, quemaba cada segundo de su vida, entre visillos amarillos y mesa de mármol empañado. Perfume de leche y pan de hogaza, de pescadilla rebozada y salidas al fresco, con las vecinas de efluvios "Heno de Pravia" y aderezos de "Varón Dandy" los domingos antes de misa.
Tardes de jabones de sosa, concentrados de aceites esenciales, amaderadas con toques de alcanfor.
Una luz ámbar, atomizaba tus pupilas diminutas de iris de mar. Y tus neuronas desgastadas por tiempos de luchas y guerras, eran esencia de alambiques.
En tu matraz de orgullo, donde la memoria, se confunde con la penumbra, fuiste tejiendo sabiduría y extendiendo mikados de almizcle y azahar.
Cuando tu respiración se entrecortó relajada, mezcla de bergamota, miel y ámbar, tuve la certeza de que tu fragancia, se disparaba volátil, extendiendo toda tú, esencia de lavanda, romero y menta, entre mi corazón, y te retuve, así por siempre jamás.
GuADA
Grupo C
Querido abuelo:
Escarbó con sus manos la cuneta,
soñaba poder darte sepultura,
el pueblo lo tildaba de locura,.
solo tuvo mi apoyo... Soy tu nieta.
Dar con tus huesos fue toda su meta,
la gente no entendía su amargura
ni la pena enredada a su cintura,
le decían que estaba majareta.
Vinieron a buscarte por la noche,
te llevaron a rastras, ¡Qué canallas!
Tu delito: clamar contra la guerra.
La abuela se ha marchado a medianoche...
Me pidió que ganara sus batallas
y aquí estoy, con las uñas en la tierra.
Aurora Zarco
Grupo B
Edades y otros cuentos
El aire rejuvenece con el paso del viento
La vida es un regalo envenenado
con un final por determinar
de camino perdemos el camino a menudo
sobre todo al recordarlo
no hay registro menos fiel
que la memoria
es mejor para no engañarse
saber que recordamos vagamente
o que olvidamos con sospechosa precisión
casi siempre a gusto del consumidor
la memoria ni se crea ni se destruye
sólo se transforma
la historia humana siempre se está reescribiendo
pasado presente y futuro
renglones torcidos entre la niebla
lo único cierto cuando pensamos en el tiempo
es que cada vez queda menos
primera segunda tercera
edades
incluso cuarta y nos prometen más
los vendedores de crecepelos
curalotodos bálsamos fuentes
de la eterna juventud
engañifas de charlatanes de feria
Rasputines varios
porque inevitablemente el cuentakilómetros avanza
hacia el cero absoluto
pero nada está perdido
mientras podamos contarlo
alegrías penas amores soledades
nuestras pequeñas historias sinuosas
tienen de todo con un poco de suerte
el rastro es borroso siempre
en todas direcciones
aunque a veces tengamos el espejismo de la certeza
y la vida nuestra vida
esa es la gran verdad
es una historia un cuento
y esto no es necesariamente triste
que siempre acaba mal
punto final
Cómo no inventarse
otros cuentos.
Ignacio Aparicio
Grupo A
Carta a la nieta que nunca tendré
Querida Tristesse, esta noche te escribe tu abuela Esperanza, desde algún lugar de esta nuestra querida España, en donde me he refugiado desde hace tantos años.
Siento mucho, mucho no poder haberte conocido jamás, no haberte abrazado el día de tu nacimiento, que nunca llegó, ni haber asistido a tu bautizo, ni a tus primeros cumpleaños, ni a verte dar tus primeros pasos, mucho menos asistir a tus primeras funciones de ballet en los teatros de nuestra querida y lejana Guadalajara.
Lamento mucho que nunca me hayas conocido, que no hayas heredado ni mi pelo, ni mi nariz, ni mis ojos, ni mis pies, ni nada de mí. Que nunca hayas oído hablar de tu bisabuela Constanza, ni, mucho menos de tus dos tatarabuelas María Magdalena, ni María Sanjuana. Una pena, una pena que no hayas nacido nunca de tu madre, a quien tantas, tantas veces soñé entre mis brazos, tu madre Mariángela que, como tú, nunca nació.
Es muy doloroso para mí hoy tenerte que pedir perdón por nunca haber sido lo suficientemente valiente como para traer al mundo otra vida, cargarla en mi vientre, alimentarla de mi sangre y defender el derecho a la existencia con uñas y dientes…Ya lo ves querida mía, siempre he sido una cobarde, ya lo ves.
En fin que, niña mía, hoy te abrazo a la distancia y te pido un recuerdo para esta tu abuelita Esperanza que siempre, siempre te piensa y pide por ti, para que sobrevivas a tanto y tanto y para que puedas llegar a la mayoría de edad en medio de ese nuestro convulso país.
Te quiere, te piensa, te sueña, tu abuela, esa que nunca pudo concebir a tu madre y nunca llegó a mirarse en tus bellos ojos.
Esperanza García
Grupo A
Soñando
Mi queridísimo nieto,
Quiero que sepas que llegaste en un momento especial, tanto que igual el destino no había previsto que te viera , pero igual sí.
Me anunciaron que ibas a llegar en pocos meses y llegaste, sí, llegaste.
Llegaste para sentirme más firme en mis convicciones de justicia, honestidad y firmeza ante la adversidad , para poder transmitirte cuando pudiéramos comunicarnos si es posible , ya pronto , conversaciones que no pude tener con mis hijos porque entonces era todavía joven y vivía muy rápido, con prisas pero con las mismas convicciones.
La importancia de parar, pensar, reflexionar, porque se ha perdido con las prisas este espacio de sosiego tan necesario para el crecimiento sin percentiles.
Mi nieto es muy listo, tiene un buen trabajo, viaja mucho, oigo a menudo, pero pocas veces oigo , mi nieto es muy feliz.
Quisiera darte la varita mágica para llegar a ese estado que todos quieren llegar y pocos lo consiguen, No se trata solo de suerte, sino de perseverancia, perseguir los sueños, y sentir la fuerza de haberlo conseguido.
Vives lejos pero mi varita llegará donde estés , te escribiré cartas para decirte todas estas cosas y otras más con el lenguaje más sencillo, el más simple, los besos , abrazos y la ayuda y el apoyo permanente para dejarte libre pero atado al cariño de tu querida “ amama”.
· * Amama: abuela en euskera
Carmen Lazcano
Grupo B
En mi recuerdo
Queridísimos Abuelos:
Emiliano y María, Carlos y Maximina.
No sé cómo empezar mi carta, pues hace tanto tiempo que ya no estáis entre nosotros, que me cuesta encontrar las palabras adecuadas para presentarme como aquella nieta que a penas conocisteis por haber nacido la última, casi cuando no se me esperaba. A pesar de que pasamos pocos años juntos, debido a que el tiempo inexorable se encargó de ello, me habéis dejado una huella indeleble en mi memoria y un gran recuerdo en mi corazón, alimentado por mis padres que, con sus relatos, me transmitieron vuestro legado y vuestra historia, hasta el punto de que creo conoceros como si hubieseis estado presentes en el discurrir de mis días, sobre todo de mi feliz infancia.
Abuelo Emiliano, padre de mi padre y hombre de grandes valores. Dejaste siete hijos a pesar de morir muy joven. No tuve el privilegio de conocerte, pero sé tantas cosas de ti que mi padre me ha contado…siempre admiré tu tesón y tu callado trabajo de ordenanza en la prestigiosa Universidad de Salamanca.
Abuela María, sin darte importancia sacaste adelante a tus siete hijos, viuda y sola. Eres y serás siempre mi gran heroína. Jamás olvidaré como preparabas el café con leche de los domingos, con tres cucharadas de azúcar, que me sabía a gloria bendita. Tuve la suerte de conocerte, de besarte y quererte hasta que tu cabecita entró en una fase de oscuridad y confusión y olvidaste quien eras. Eso nos llenó de pena a todos los que estuvimos a tu alrededor.
Abuelo Carlos, padre de mi madre, contigo pude compartir gran parte de mi infancia. Te recuerdo en casa. Te encargabas de irme a buscar a la salida del colegio y me comprabas una bolita de chicle en el puesto de la señora Aurelia. No se lo podíamos decir a mamá. Ese era nuestro gran secreto. De lo contrario nos echaría una buena bronca y cuando se enfadaba, era terrible la buena de mamá.
Abuela Maximina, eras pequeña de estatura, de pelo canoso y siempre recogido en un moño al que sujetabas con unas horquillas curvas que para mí eran imposibles de manejar y, sin embargo, tenías una destreza inigualable con ellas. Te recuerdo siempre vestida de negro y con una gran toquilla con la que te resguardabas de los rigores del invierno. Siempre estabas dispuesta a presumir de lo listas y guapas que eran tus nietas. Jamás nadie osó decirte lo contrario, no sé si por miedo o por prudencia. “Para eso están las abuelas” - decías con orgullo.
Quiero daros las gracias por haber existido y por haber tenido a esos hijos que, con el paso del tiempo, se convirtieron en mis idolatrados padres e hicieron posible mi aparición en el camino de la vida.
Allá donde estéis, recibid un abrazo lleno de gratitud y cariño de vuestra nieta que os quiere.
Marian Pérez Benito
Grupo A
Tatarabuelo
—Abuelo, ¿Cómo era tu abuelo?
—Uhm…bueno… Un señor de pueblo con traje de pana y boina todo el año.
—¿Qué es pana, abuelo?
—Una tela gruesa y dura, que aguantaba muchísimo.
—¿Y la llevaban siempre, en invierno y en verano?
—Sí, todo el año, duraba mucho y no sobrara el dinero para cambiar de ropa a cada rato, como ahora.
—Pero, si no cambiaban de ropa ¿qué se ponían los días de fiesta o en las celebraciones?
—Es que tenían dos trajes, de pana, por supuesto, uno para trabajar y a diario y el otro para los días de fiesta.
—¡Pues que aburrido! Por lo menos serían de colores divertidos.
—¡Qué va! Uno marrón y el otro negro.
—Pues entonces,…la gorra sería de colores.
—Tampoco. La gorra, como tú la nombras, se llamaba boina y era siempre negra.
—Pues yo visto en algún comic que había soldados con la gorra roja.
—Sería algo sobre los requetés…
—¿Re que qué?
—Déjalo, que esa es otra historia que ya pasó, la boina de tu tatarabuelo era negra, como las boinas de todos los del pueblo.
—¿Por qué usaban boina?
—Porque eran muy listos, así se protegían del sol en verano y del frío en invierno. Además, el abuelo era calvo y un poco presumido, de esa forma se tapaba para que no se viera que le faltaba el pelo.
—Y además de llevar un traje de pana y una boina negra, ¿Qué más hacía el abuelo?
—Un poco de todo. Eran tiempos difíciles y estaban todo el día trabajando o haciendo cosas para sacar adelante la familia.
—¿Qué cosas?
—Cuidar de los animales, por ejemplo del burro y la mula, ir al campo a segar, recoger la fruta de temporada, cuidar del huerto, reparar las herramientas, guardar el dinero y hacer las cuentas, ir al molino, vendimiar, plantar árboles, recoger la miel, podar,…
—Para el carro, que parece que el tatarabuelo fuera Supermán.
—En cierto modo, lo era. Sacó adelante cinco hijos, sin contar los que se quedaron por el camino, y les dio estudios a todos.
—Bueno, como tú con papá y las tías.
—No es comparable. Yo tenía un buen trabajo, en el país había mucha más riqueza y las oportunidades para estudiar eran mejores, especialmente habitando en una ciudad. Viviendo en el pueblo era un sacrificio enorme. Sin contar con que no sabían casi nada de los hijos durante muchas semanas.
—¡Anda ya! ¿No usaban el WhatsApp o el teléfono? ¿No estaban en las redes?
—Entonces no había teléfono, ni smartphones, ni nada parecido.
—Pues vaya un fastidio. Y ¿Cómo hacían para saber si estaban bien?
—Escribir cartas… a mano, por supuesto. Una vez al mes. También por la gente del pueblo que iba y venía a la ciudad o a la capital, y traían noticias frescas de todos los del pueblo que trabajaban o estudiaban por allí.
—Menos al que con la televisión estarían entretenidos. ¿Qué series veían?
—Ja, ja, ja….series, ¡si no había ni televisión! Mi abuelo escuchaba la radio, nunca tuvo televisión, no existía todavía,… ni las series, ni los concursos, ni los “realitis”, solo la radio, que empezó cuando tu tatarabuelo era mayor.
—¡Puff!
—También leía el periódico. Aunque era de un pueblo pequeño, le gustaba estar bien informado de lo que pasaba en España y el resto del mundo.
—Y ¿qué hacían en vacaciones? ¿A dónde viajaban? ¿Iban a la playa.
—Las vacaciones son un invento moderno, casi nadie tenía vacaciones, especialmente si trabajaban por cuenta propia. ¿Playa? La playa la conoció de mayor, cando tuvo que viajar a Bilbao y se acercó a Getxo para ver el mar.
—¿No lo había visto antes? ¿No viajaba mucho?
—Sí que viajó mucho de joven, por cosas de trabajo, pero nunca muy lejos del pueblo. Los viajes eran muy lentos, en caballería o en carruaje, nunca en tren, ni en coche, por supuesto, que todavía no existían por estas tierras.
—Pues vaya un tipo raro tu abuelo.
—No muy distinto de otros muchos.
—Otra pregunta abuelo.
—Todas las que quieras.
—¿Cómo definirías al tatarabuelo?
—Ya te lo dije al principio.
—Sí, ya lo sé,… pero ¿Cómo lo definirías con una sola palabra?
—¡Listo! Sobre todo, mi abuelo era listo, muy listo y, por eso, bastante socarrón.
Manuel Medarde
Grupo A
Nombres huecos
Hola abuelo,
Me gustaría aprovechar esta carta para decirte lo que nunca tuve oportunidad. Dicho así, cualquiera pensaría que te moriste demasiado pronto, y no a orillas de los cien años. Quizás eso es lo más triste: haber tenido tanto tiempo y no haberlo sabido -o siquiera querido- usar.
Y es que, durante gran parte de mi infancia, ni siquiera supe tu nombre: eras, simplemente “el abuelo de Mahón”, de quien recibíamos una llamada por el cumpleaños, una caja de productos menorquines en Navidad y, de vez en años, una visita protocolaria y fugaz.
Cuando nos tocaba el turno de felicitaros, Papá solía decirte que tenías que vernos, a mis hermanos y a mí, peleando por llegar al teléfono y ser los primeros en hablar contigo y con la abuela. Viendo que las conversaciones parecían sacadas del ascensor de una oficina un lunes por la mañana, supongo que sospechabas que era una mentira piadosa, pero siento decirte que no, que era verdad. No por ilusión, claro, sino porque llegar el primero significaba poder gastar los mejores lugares comunes y bajarse en la primera planta con un “bueno, abuelo, te paso con Fulanito, un abrazo”. Como hermano pequeño (y, por tanto, el peldaño más bajo en la escala jerárquica), me tocaba a menudo llegar a la última planta, donde los silencios incómodos me enseñaron demasiado pronto que, igual que ocurre con “casa” y “hogar”, caben mundos en el matiz que separa “pariente” y “familiar”.
Supe tu nombre por casualidad: escuché decir a alguien que eras felicísimo. Probablemente me habría extrañado también que hubieran dicho simplemente feliz, pero el uso del superlativo llevó mi extrañeza al mismo nivel, y quise saber qué maravilloso evento había logrado volver al siempre serio y reservado abuelo en un dechado de alegría. Resultó que ninguno; que naciste un dos de julio y, quién sabe si por esperanza o por desidia, tus padres te asignaron lo que ofrecía el santoral: Felicísimo. Félix para los amigos, imagino.
Sí supe desde el principio, en cambio, que mi abuela -la verdadera- murió cuando Papá era niño, y que Amparo era tu segunda mujer. Por algún motivo, siempre di por sentado que ambos sucesos -viudedad y segundas nupcias- habían sido relativamente cercanos en el tiempo y que Amparo había tenido tiempo de ejercer de madre. Entendí muchas cosas cuando, bien entrada la adolescencia, me sacaron de mi error: os casasteis apenas unos años antes que mis padres, cuando el silencio de tu nido vacío y el de sus santos por vestir os advirtieron de que no ibais a ser capaces de llegar a un pacto honrado con la soledad. Espero, al menos, que su nombre cumpliera donde el tuyo fracasó.
En fin, estés donde estés, te mando un abrazo, abuelo de Mahón. Aunque esa fuera la última ironía: eras de Ávila. A veces, dos medias mentiras no suman media verdad.
A.
Grupo B
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