El paisaje como protagonista

En la sesión del lunes pasado hablamos de Jesús Carrasco y su libro Intemperie, una novela que ha entusiasmado a muchos lectores y que se ha convertido en un fenómeno de ventas.

Elena Ramírez, editora del libro Seix Barral), afirma lo siguiente: «Una mezcla muy personal de Miguel Delibes con Cormac McCarthy. La prosa de Jesús Carrasco es riquísima,el ritmo hipnótico, la trama sobrecoge hasta el punto de que al llegar al capítulo cuarto leía con la mano en el corazón. No consigo quitármela de la cabeza; es uno de esos libros que te cambian al leerlos».
La presencia del paisaje es muy importante en la novela. Se trata de un paisaje árido y duro que apenas ofrece cobijo a los protagonistas de la historia, un niño y un cabrero.

En este reportaje de Patricia Ortega podéis recorrer los paisajes que inspiraron a Jesús Carrasco:
Viaje a la intemperie


Tarea de escritura
En esta ocasión propusimos como tarea escribir un texto descriptivo en una situación límite. Imagínemos, por ejemplo, que es agosto, que el calor es insoportable y nos encontramos en medio de un páramo sin una sombra en muchos kilómetros. No tenemos agua en la cantimplora. Poco a poco se acerca la noche y nuestra vista apenas alcanza a ver un par de metros más allá. Entonces aguzamos el oído y el olfato y describimos todo cuanto sucede a nuestro alrededor y dentro de nosotros.

Estos son los trabajos enviados por algunos de los componentes del taller:


Aire perfumado
La tierra,
dormida en el espacio,
vela mi presencia.

Dueña del paisaje,
respiro entre las ramas
de un tronco humedecido.

En la imagen tallada de la tarde,
un mágico perfume
despierta mi recuerdo.

Caminan las horas de la luz
por el jardín de las nubes,
donde duerme la espera.

Limpia de vanas ilusiones,
la noche posa en mi quietud
para soñar un tiempo de voces
desnudas a la vida.

Sofía Montero García


"La sensación de agobio que me producía el calor que sentía bajo ese sol implacable era como la extensión de arena que tenía delante: infinita. Llevaba horas y horas avanzando sin rumbo a través de este paisaje continuo, inmutable, compuesto de dunas y más dunas, a cada cual más alta. Ni siquiera la mano en la frente haciendo sombra servía para que mis ojos pudieran distinguir el horizonte de este infierno sin llamas en tierra al que había sido condenado. A cada gota de sudor que recorría mi rostro mi sentido de la realidad se desvanecía poco a poco. No paraba de sufrir y no veía que aquello fuera a cambiar, y comencé a desear que el final llegara cuanto antes, imaginando que así quizás podría evaporarme y condensarme en el cielo como una nube que sirviera de esperanza en este paisaje de colores amarillo y azul eternos para los demás supervivientes, si es que quedaba alguno, de ese maldito vuelo que sobrevolaba el Sahara."

César Borreguero


u.N.a.

Vuelvo a llamar pero tan solo me contesta el eco de las rocas, rojas y polvorosas, dominadoras, en medio de la inmensidad. No puedo haber caminado mucho desde que, al darme la vuelta, me dí cuenta de que estaba sola. El sol del mediodía castiga, fuerte e inamovible, y el sudor hace que la ropa se me pegue al cuerpo como una segunda piel. El hombre, la mochila, la cantimplora. Estoy sola. No ceder al pánico. Engañar al tiempo. Llenar el vacío. Con letras grandes, con letras pequeñas. Seco, secas, secamos. Dos por dos, cuatro. Uno por uno, uno. Una por una, una. Soy una. Una, sola, en medio de la nada. Mis niños…Uno está recitando la poesía del Castillo Encantado. Tomando un baño. He dejado de andar. Encontrar un cachito de sombra a pie de roca. Esperar. A que decline el sol, pesado, potente, implacable. El sol es uno. Yo soy una. Lloro los picores en la piel, en las manos, en las piernas, en mi yo entero.
Suave, suave, el cuerpo que no siente.
El astro sigue su camino, quizás mi salvación. Menos brillo, la roca oscurece poquito a poco, la arena se ablanda. Un escalofrío me recorre de pie a cabeza. La temperatura va cediendo terreno. La garganta es de piedra, dolorosa. El goteo de saliva es como el último hilo que une con la vida.
Abro los ojos. La manta negra lo ha envuelto todo. Las estrellas titilan, fieles y cumplidoras. Una. A lo lejos. El corazón da un impulso y la sangre vuelve a fluir entre mis venas.
La cantimplora, la mochila, el hombre.

Sara Pérez


Se fue con la luna

Se arrancó unas espinas de cardos que se le habían clavado en el brazo. Siguió arrastrándose, ahora de espaldas, el pecho ya estaba en carne viva. Veía el cielo azul, inmenso, y un sol aplastante que terminaría por cegarlo. Todo estaba hecho. Todo estaba dicho. Morir iba a ser fácil. Solo quería que llegara la noche. Se iría contemplando la luna, adorando las encinas, maldiciendo la civilización, denigrando la mentira y la hipocresía. Morir iba a ser fácil. Vería por última vez las estrellas, oiría los grillos y chicharras a su alrededor. Algún buitre se acercaría para preguntarle cuánto le faltaba. Sentiría los agrios colmillos de los perros y lobos hincarse en sus costillas y escucharía su crujido. Morir iba ser fácil. Estaba lejos de hospitales, goteros, enfermeras malhumoradas, médicos revestidos de dioses, con bata blanca, salvadores de vidas. Ahora estaba ahí, agotado, sabía que quedaba poco, pero era su elección. Ya no temía nada. De su bolsillo sacó el último sobre de ibuprofeno, lo vació en el agua de la botella que le quedaba. Lo bebió casi de un trago. Comenzó a deshojar la margarita de sus recuerdos, su rostro iba reflejando cada pétalo: frente arrugada o tímida sonrisa. El sol se había puesto. Morir iba a ser fácil. Percibía un agradable perfume que le regalaba la noche. Por fin pudo ver la luna, la luna de julio, su luna. Una cálida y blanca luz le fue envolviendo… ¡era todo tan sencillo!... ¡Morir fue muy fácil!

Marcé Venttini


Tengo sed. Muchísima sed. Me muero por un mísero trago de agua y el ansiado líquido es lo único que consigue ocupar mi mente en estos momentos. Temo tragar un poco de saliva por miedo a que las paredes de mi garganta, tan dolorida como está, se resquebrajen por falta de práctica. Ya no recuerdo qué estoy haciendo aquí. No tengo más recuerdos de mi existencia que el sol castigador que me quema y asfixia desde hace varias horas. Todo a mi alrededor es de un color amarillo grisáceo que me atonta la vista y me anubla el entendimiento. No hay árboles,ni arbustos, ni rastrojos, ni siquiera hay piedras. La posibilidad de que haya animales en este lugar inhóspito se me borró de la mente hace tiempo. No hay absolutamente nada; y el eco de esta palabra en mi cabeza, me agujerea el pecho como una gran taladradora. Nada, nada, nada. Si al menos pudiera encontrar un lugar resguardado donde poder descansar mis insensibles piernas. Sin embargo, el destino no parece querer darme esta opción y sigo caminando en línea recta aunque sin un rumbo fijo en absoluto. Ya casi no puedo ver, mis ojos no obedecen mis órdenes y se niegan a abrirse. Acabo por tropezar; pero ya no siento nada. El olor a sangre fresca me marea y al mismo tiempo me recuerda que sigo viva aunque sólo sea por algún tiempo. Permanezco largo rato tumbada en el suelo, con las rodillas lisiadas, los ojos ciegos y la lengua seca, como el polvo que ahora mismo saboreo dentro de mi boca. Se va haciendo de noche y las quemaduras del sol de mi cuerpo, encuentran el consuelo en la helada brisa que ahora corre por este páramo desolador. Todo mi cuerpo está entumecido y estoy tan a gusto con esta nueva sensación de frescor que recubre y sana mis impedidas extremidades que no puedo hacer más cerrar los ojos y, al fin, morir.

Lucía Livianos


Soy hija del Páramo. Lo sé. La primera vez que le vi, lloré. Fue un llanto seco, plano, descarnado. Fue un llanto árido.
Yo misma gesté mi parto. Sucedió una mañana; cuando un escarpe, una falla inmensa quebró el cordón que nos unía. Sembré su pasión con arena, su entrega primitiva con arcilla. Perdí su sostén. Su abrigo. Desnuda amanecí en ese suelo de gres y marga. Ni almendros, ni naranjos. Ni acacias, ni caricias, ni promesas. Nada.
Recuerdo el frio espeso e inmutable que me recibió. El soplo de aire amoratado que forzó el llanto. Mi llanto. Ese llanto monótono e inacabable del que os hablaba antes. Y la fiebre, esa fiebre áspera y triste que le acompañó y que hizo de mí un rastrojo engarañado y rígido. Una retama que se abrazaba a un suelo calcáreo y silencioso. Infinitamente silencioso. Cuando llegó la tarde, estaba loca.
La locura es una llanura yerma, una dilatada masa de tierra sin matices, una planicie desolada con sabor a nieve, un mar de piedra donde la vida se agosta sin saberlo. Un paisaje sin mas paisaje que la sombra de una sombra que no existe.
Vagué por ese pedregal oscuro durante un tiempo tan alargado como su horizonte.
Fui un continuo ayer sin mañana. Una plegaria monoteísta a un Dios sin fundamento que me convirtió en sal. Sal dura de grava enferma.
Antes de que la noche llegara, oí como el subsuelo me invitaba a dormir entre sus lascas, a ser un sedimento más sobre su inmensa mano esquelética. Yo; seducida por su vacío, por mi vacío; le escuchaba. Perdí la consciencia. Pude morir. Lo sé. Lo sé. Lo sé… ¡Cómo no lo voy a saber!... Pude mor… Si no lo hice, fue porque un armiño blanco me encontró y de un salto dibujó una sabina sobre mi desgracia. Me veló en mi delirio estéril. Me dio agua. Un agua curtida por el sol y el hielo. Un agua recia, noble, con raíces. Un agua que sin cortejos manaba dulce y reposada en el cuerpo seco de un regato semiseco. Cuando abrí los ojos, el sol se apagaba despacito y el páramo…, el páramo brillaba con la dignidad del superviviente que sin mirar atrás, sin reprochar la dureza de su marcha, avanza.
Poco después, regresé a la campiña. Allí construí mi casa. Una casa que huele a pan y vino. A romero, a tomillo y a lavanda. Una casa que huele a aceite de rosas, a maíz y a cebada. Una casa con ventanas fértiles y onduladas y una puerta de madera tan viva que en su dintel brotan las bellotas como lo hacen las uvas en su parra. Una puerta de madera por donde entran y salen soles, vientos, estrellas, y tempestades. Una puerta de madera recia, noble, con las raíces que un día le trasmitió el agua de un regato semiseco que un armiño …
Hoy el aire desprende un fuerte olor a genista y retama. Alguien vaga por la llanura. Lo sé. Sombra de una sombra que no existe… Queda horizonte hasta que la noche caiga…
Si sobrevive… si sobrevive a la locura, a esa dilatada masa de tierra de sal dura sin mañana; cuando regrese, sus venas no serán sarmientos secos por los que fluya una sangre semiseca. Si sobrevive…, si el vacío no la aplasta, si el Dios por el que llora no la reduce a grava, cuando abra los ojos mientras el sol se apaga, verá el brillo de un páramo que sin mirar atrás, sin reprochar la dureza de su marcha, avanza.
Soy hija del Páramo. Lo sé. Un padre seco, plano, descarnado. Un padre árido.
Llevo sus raíces. Soy arcilla de su arcilla. Palpito al ritmo de su linaje. No es fácil… El infinito, lo inacabable, la libertad, la posibilidad de ser paisaje, la transparencia del aire… No, no es fácil.
Ahora os dejo. Tengo frío. Debe ser cosa de la sangre…

Ana Isabel Fariña


Intemperie

Tenía 5 años y mucho miedo por que sabía que a los niños solos los robaban.
Era verano y había venido a la ciudad acompañado de un grupo de vendedores y familiares que acudían a negociar con los productos del campo. Al atardecer, después del trajín del día, pararon a descansar y comer algo en una zona de ruinas al lado del río y El Niño se durmió.
Cuando decidieron montar en el camión para regresar a sus casas, su madre preguntó si El Niño se encontraba entre un grupo que iba acurrucado en el camión y alguien contestó que sí.
Al despertar, El Niño, solo oía a las luciérnagas, las estrellas y el croar de las ranas y por un momento pensó que estarían recogiendo los enseres y que su madre vendría a buscarlo. Miró a su alrededor pero no los vió. Estaba oscuro y pensó que si caminaba un poco hacia el siguiente foco de luz, seguramente conseguiría alcanzarlos. Pero no los encontró.
Con mucho miedo fue y volvió varias veces, buscó detrás de las paredes esperando que en cualquier momento aparecerían en algún rincón. Cuando comprendió que allí ya no se encontraba ninguno de su grupo, no lloró todavía. Recordó que antes habían estado en un bar cuyo dueño era de su pueblo, se armó de valor y marchó en su busca sin tener mucha idea de por dónde se encontraba.
Había pensado que si alguien le preguntaba que qué es lo que hacía un niño tan pequeño solo, le diría que iba a reunirse con su padre que le estaba esperando un poco más adelante.
Cuando dio con el bar, no se sabe cómo, en el momento en que el señor de su pueblo lo vio y sorprendido le preguntó, pero Niño, ¿qué haces tú aquí?, El Niño arrancó a llorar y sólo logró consolarlo con el regalo de una linterna, que El Niño enseñaría en primer lugar a todos los niños del pueblo que salieron corriendo a recibirlo cuando hacía su entrada en el vehículo que le transportó desde la ciudad.

Antonia Oliva


Último paseo

Despierto tirado en medio de un secarral donde sólo unas pocas hierbas y un par de matojos resecos se atreven a desafiar la nada de tierra dura que me rodea. En medio del dolor de cabeza que me impide razonar, noto la boca llena . Es mi lengua, engrosada, áspera, como si tuviera un estropajo en mi cavidad oral en vez de un apéndice de mi cuerpo. Ese cuerpo dolorido y ardiente bajo este sol sádico que abofetea cada centímetro de piel, que abrasa incluso las zonas que la ropa debería proteger. Obligo a mi cuerpo a responder. Tenso mis doloridos músculos e imponiendo mi voluntad a la de mis miembros, les obligo a tensarse y mantenerme erguido. Ese mínimo esfuerzo me deja resollante y sudoroso. Un sudor corrosivo que me resbala por la frente y se cuela en mis ojos, haciéndome emitir un quejido sordo al sentir como si hubieran vertido ácido en las cuencas.

No sé si a golpe de coraje o de instinto lo gro comenzar a caminar. Mis piernas responden cada vez mejor a cada paso durante lo que calculo será una hora; pero este sol que no da un instante de tregua va imponiendo su dictadura, y al cabo de ese tiempo ya no camino, sólo obligo a mis piernas a tropezar hacia adelante primero una y luego la otra. Este maldito sol arde en mi piel, que brilla roja, y en la que comienza ya a brotar alguna ampolla. Donde me cubre la ropa no es mejor. Mi camisa empapada emana calor húmedo que se suma al del opresivo ambiente para quemar mis fosas nasales. La ropa se pega literalmente a mi piel sin que tenga claro si podré separarla si llego a salir de este infierno.

No recuerdo mucho más. La falta de agua y mi cabeza a punto de reventar me convierten en un zombi errante. Mis pasos torpes y azarosos se dirigen a ninguna parte sin voluntad que los guíe.

Justo cuando la brizna de conciencia que me queda esta convenciéndose de que voy a morir aquí, el sol pasa la barrera del horizonte, dándome un momento de alivio. Hinco las rodillas en tierra, lloro sin lágrimas, mi boca debería emitir una risa histérica pero mi garganta está demasiado seca para emitir sonido alguno. Trato de controlar el ritmo de mi respiración, expulsar el fuego que me quema los pulmones e inspirar este aire plomizo, casi irrespirable, pero ahora, al menos, sólo casi. Me quito la camisa como puedo. Arranco algunos jirones de piel en el empeño. Miro al cielo y escurro el sudor que queda en la camisa sobre mi boca, pero cada gota es un alfiler en mi agostada garganta, y desisto.

El día ha caído, y mientras la luna ocupa su lugar, se levanta una brisa que por un momento alivia mi piel. A medida que la luna asciende, la temperatura baja. Mi boca y garganta, por el contraste sufrido en tan corto intervalo de tiempo, está acartonada; diría que si toso podría sangrar. La brisa que antes me aliviaba es cada vez más insidiosa, recordándome que el frío comienza a imperar donde antes reinaba el calor abrasador. Mi cuerpo empapado en sudor hasta la deshidratación lo nota aún más intensamente. El alivio que ha sufrido mi consciencia sólo me sirve para tener más clara la situación. Adquiero posición fetal tratando de guardar el calor que antes me atormentaba. Mis brazos y piernas progresivamente se van entumeciendo, acorchando, y el cansancio hace mella, adormeciéndome.

Después, la nada.

Miguel Ángel Pérez


La cita

Había amanecido la mañana perfecta, un sol radiante, que aunque tímido aún, dejaba vislumbrar lo que sería más tarde. El aire se colaba por la ventana con aroma a rocío de la mañana, procedente del parque de al lado, donde los pájaros llevaban ya horas dando cuenta del nuevo día.
Llevaba planeando y planificando aquel día con mucha antelación. Lo imaginó, luego lo ideó, posteriormente lo modificó una y otra vez, añadiendo y eliminando detalles, pensando en mil lugares diferentes para aquella cita. El penúltimo repaso a todos esos pequeños cabos sueltos había provocado que apenas hubiera dormido aquella noche. Aspiró profundamente aquel renovado aire matutino que apenas consiguió templar su estado de nervios ni dar un poco de color a su pálido espectro. Sincronizó su reloj con el mismo, como un soldado que sale de expedición, midió los siguientes pasos como si de ello dependiera el devenir del día, se acercó al teléfono y marcó uno a uno, con extremada calma, los números del móvil de Raquel, como si necesitara confirmar que la llamaba de verdad a ella. Mantuvo la respiración, oyendo cada tono retumbar en su interior hasta que al otro lado se oyó una voz, diciéndole hola. Raquel, le contestaba al otro lado con una energía espontánea. Sin controlar sus nervios, atropelladamente, le preguntó si estaba preparada, que la pasaría a recoger en una hora. Después de colgar, recuperó el aliento, y aunque tenía tiempo de sobra para recorrer los tres kilómetros y doscientos metros, que según el cuenta kilómetros de su coche le distaban de su casa, ya preparado como estaba, habiendo desechado la idea de desayunar y ultimando los detalles, echó un ultimo vistazo al espejo antes de salir, confirmando que no le gustaba lo que estaba viendo.
Llegó al barrio de Raquel, con cuarenta y dos minutos por delante, aparcó un poco alejado de su portal para que ella no pudiera verle, y sincronizando de nuevo su reloj, ahora con el del coche, se dispuso a repasar los siguientes pasos.
A las 12 en punto marcaba su número de teléfono, dejando que sonara hasta tres veces, antes de colgar. Arrancó el coche y lo acercó hasta la altura del portal, se miró en el espejo retrovisor antes de salir del coche, dejando el motor en marcha.
Aún tuvo que esperar quince minutos hasta que ella franqueara su portal. El sol amenazaba ya en serio desde lo más alto y sus manos sudadas luchaban contra el impulso automático de no volver a llamarla.
Cuando apareció, radiante, como aquel día de primavera, con su resuelta alegría, a el casi se le escapa el corazón por la boca. Era ella, guapa y risueña como siempre la recordaba, pero al verla aparecer con aquel atuendo compuesto por unos vaqueros blancos y una camiseta negra, elegante, pero que contrastaba con el suyo, tan clásico y esmeradamente elegido para aquella cita, le hizo tambalear, el sudor se acumulaba por todo su cuerpo y el nudo de la corbata le ahogaba.

-¡Uy, qué guapo, qué elegante…! , y en aquella exclamación había un tono de sorna y de cierta sorpresa, ¿qué celebramos? , mientras le daba un fugaz beso en los labios.

El se moría de vergüenza, el suelo se abría bajo sus pies, excusándose en que quizás el sitio donde iban exigiera etiqueta. Ella se detuvo rígida, en una expresión cómica, como el de un paso de ballet, y mirándole le preguntó si ella no iba elegante, seguida de una risa alegre. - No, no, contestó él, si estás estupenda, para nada, mientras se desanudaba la corbata al entrar en el coche.
Se pusieron en marcha, el intentando distraer sus nervios en la carretera, esperando que el sitio al que iban le gustara, ella trasteaba en la radio y le preguntaba si los discos que tenía, con una sonrisa maliciosa, también eran de gala. Así llegaron, el un poquito más relajado, ella tarareando la última canción que sonaba.
Después de salir de la ciudad y recorrer varios kilómetros por el asfalto con un paisaje árido, sin huella aún de la incipiente primavera y con algunas casas desperdigadas en medio del decorado, tomaron un cruce y a dos kilómetros por un camino de tierra llegaron.
El cielo límpido, el sol imponente y ante sus ojos se presentaba una extensa alameda que protegía un pequeño riachuelo. Aparcaron en un pequeño parking habilitado y por unos segundos se quedaron en silencio, admirando lo que tenían delante, haciendo un pequeño paréntesis en aquella agitada mañana, que el aprovechó para repasar de nuevo su programa, y que ella no tardó en romperlo con su inquietud insana, saliendo del coche corriendo, pidiéndole que la siguiera: -¡este sitio es estupendo!
Aprovechando la tregua que Raquel le daba, oteo aquel paisaje que conocía de tantas otras veces, confirmando que era el lugar ideal.
Ella regresó corriendo, sacándole de su ensimismamiento, y tirando de su mano comprobó su sudor aún intacto, a lo que el respondió nervioso que se debía al calor,

- normal, hijo, con ese trajecito, debes estar asándote-; y retomó de nuevo la exploración, soltándole la mano; alegre, risueña, haciéndole partícipe de cada novedad hallada. Resopló, agotado por la infantil vitalidad de ella, temió que no hubiera sido una buena idea, y desanudándose del todo la corbata, la guardó en un bolsillo de la chaqueta y de manera torpe echó a correr tras ella.

Cuando llegaron a la altura de un respiro que hacía la extensa alameda para dejar lugar a un amplio complejo que constaba de un restaurante que se encontraba ante ellos, con una amplia cristalera que dejaba entrever la agitada actividad que ya había en su interior.
Raquel se dio una tregua por fin y le cedió el papel de guía, dejándose llevar, no sin reiterar, con una amplia sonrisa, lo bonito que era todo aquello.
Accedieron al interior del restaurante, donde no había apenas comensales, hallándose en su mayoría en una terraza exterior que se encontraba apenas unos metros en la parte trasera del edificio justo delante del río. A Raquel aquel detalle la dejó más perpleja si cabe, y el quiso creer que por fin saldrían adelante sus planes.
Les acomodaron en una mesa, cuando el recordó que se había olvidado algo en el coche, por lo que le pidió que le disculpara un momento para ir al baño, que fuera pidiendo algo para beber. Corriendo moderadamente, para no perder tiempo y a la vez el sudor no volviera a aparecer, llegó hasta el coche y regresó. Una vez allí, buscó a un camarero antes de acercarse a la terraza y le pidió que por favor se lo guardara ya que quería darle una sorpresa a la chica que le acompañaba.
Salió, la observó, desde unos metros, sentada en la terraza, desmadejada, con su sonrisa a flor de piel, hermosa como nunca jamás la reconocería, y sentía que todo su ser temblaba. Se acercó sigiloso, como si no quisiera romper la magia de aquella estampa, ella miraba abstraída la pantalla de su teléfono, relajada, contemplativa, levantó la vista y le vio llegar, le miró, sonrió, y el se ahogaba en el pozo de su mirada.

-Me he pedido una cerveza, y su sonrisa se hizo aún más grande- aunque no se si será una bebida muy elegante, arrastrando la última sílaba junto con una hilarante risa.

En este restaurante tan elegante, y seguía riendo, porque es muy elegante y también debe ser “carante”. Y con ese juego de palabras rompió a reír del todo y yo no pude por menos que seguirla en su risa, abandonándome del todo, aunque no conseguía ahuyentar mis miedos y las dudas ante aquella cita, ante aquel importante día, pero que temía que para ella no fuera así.
Tras pedirme un Bloody Mary, con el consiguiente pitorreo de Raquel, pedimos la carta al camarero, elegimos algunos entrantes, nos dejamos recomendar alguna especialidad, y lo regamos todo ello con una exquisita botella de vino blanco; que provocó que por fin mis dudas se despejaran , templando mis ánimos, con el estómago lleno, sin señal alguna de mis nervios acosándome, y con la soltura que provoca el alcohol, comimos y bebimos, reímos y charlamos, disfrutando de la comida y una alegre sobremesa.

- ¿No te da calor la chaqueta?, me dijo en un momento dado. Tan elegante, el sitio tan apropiado para ello, tan nervioso… ¡qué misterio!, y abrió los ojos, tanto como podía, esos grandes ojos verdes que poseía.

Su ocurrencia hizo que el miedo volviera a florecer, las manos me sudaban y el alcohol ahora provocaba un efecto contrario al de euforia de antes. Debí poner una mirada lastimera, sin saber que decir, pues Raquel me obsequió con una pequeña caricia en la mejilla, que no sabía si interpretar como de cariño o de lástima.
La tarde se había pasado volando, apacible, con la montaña rusa de mis emociones a flor de piel y de repente, el cielo se tornó oscuro, como premonitorio de mi fallido plan. De pronto el sonido de un relámpago irrumpió de repente en el cielo, con su consiguiente trueno, lo que puso en alerta a los clientes que aún quedaban en la terraza, optando por refugiarse en el interior.
Mis esperanzas se quebraban, mi plan hacía agua como la que en breve iba a caer sobre esa terraza, y sin saber cómo reaccionar, ante la inminente llegada de la tormenta, observando el relax más absoluto en Raquel, que no se inmutó en ningún momento, fui en busca del camarero, apresurado, excitado, pidiéndole mis cosas, tardando este en reaccionar ante mi atropellada urgencia.
Mientras regresaba el camarero, salí fuera de nuevo, las primeras gotas ya hacían acto de presencia, pero Raquel seguía inmóvil, como si saboreara ese momento. Cuando me vio llegar, sofocado, nervioso, me sonrió, como si estuviera burlándose de mí, como si eso fuera lo que había estado haciendo en todo momento.
No se porqué, ni de dónde, ni cómo saque fuerzas de mi interior, pero me acerqué a ella y con una rodilla flexionada, en un gesto de caballero medieval, le dije que lo sentía, que no había sido el día que yo había planeado para ella, que me gustaba, que me gustaba mucho y que todas estos días que había estado a su lado habían sido los mejores de mi vida. Raquel me miraba desde su atalaya, contemplativa, dócil, como si se hubiera detenido el tiempo y la tormenta, dejándome hacer. En ese instante llegó el camarero con mi encargo, justo cuando la tormenta comenzaba a descender sin piedad sobre nuestras cabezas. La gente había terminado por refugiarse en el interior del local y el camarero me entregaba el ramo de flores y el paquete con un gesto de complicidad, y aguantando estoicamente el chaparrón, permaneció allí de pie, testigo impertérrito de aquella locura pasada por agua.
Me acerqué de nuevo a Raquel, que no había cambiado ni de postura ni de semblante, le entregué el ramo de flores, le dije de nuevo que me perdonara, mientras la tormenta arreciaba. Sus ojos se postraban en los míos y no acertaba a descifrar aquella mirada; mientras abría la cajita ella me miraba, dulce, compasiva, me acariciaba el pelo y sonreía.
Le mostré el anillo, aunque ella no apartó ni un momento sus ojos de los míos.

- Raquel, ¡te quiero!, puede que sea una locura, puede que te parezca precipitado, pero ¡te quiero!, lo siento así desde el mismo primer día que te conocí, y el paso de los días no ha hecho más que confirmarlo… Por suerte la lluvia me guarecía de las incipientes lágrimas que comenzaban a aflorar.

Ella soltó una risa más estruendosa que los truenos, se levantó y empezó a bailar bajo la lluvia. Reía y bailaba, bailaba y reía, yo estaba petrificado, no entendía, miraba al camarero que con un gesto de complicidad asentía.
De repente Raquel se acercó para buscarme, para arrastrarme junto a ella, bajo el agua, como en una danza maldita, y sin dejar de reír, me rodeo con sus brazos, y me besó en los labios, un beso dulce y mojado.

-Claro que quiero Álvaro, je jeje, que tonto eres, se te ve venir a lo largo. Ven, baila, disfruta de esta lluvia, mientras con un gesto me quitaba la chaqueta, me desabrochaba la camisa y me revolvía el pelo.

Me abandoné por completo a aquella locura, a la locura de Raquel, que la adopté enseguida como mía, con la adrenalina acelerando mi riego sanguíneo tras tanta tensión contenida.
Seguimos danzando en comunión con la madre naturaleza, con sus truenos y sus rayos; la lluvia nos hizo de madrina, y el camarero apadrinó aquella locura de aquellos dos clientes extraños, que de ahora en adelante celebrarían cada comienzo de la primavera con su particular danza de la lluvia.

José Ramón Cifuentes García


El tiempo desgasta las cosas, la memoria las distorsiona, el hombre las transforma y devora. Lo que antes había sido un reducto sencillo de belleza natural, el fuego lo había bosquejado de cenizas y sombras esqueléticas. El incendio había arrasado el paisaje deshabilitándolo de sus formas habituales y mi memoria ya no reconocía el espacio de aquel tiempo.
En el cortafuegos esperaba encontrar la salida. Los gemelos empezaban a sentir los calambres del cansancio y los pies soportaban la pisada de punzadas aceradas. Hacía ya un par de horas que había chupado las últimas gotas de agua. Y ahora caminaba sola. La decisión de separarnos para encontrar con mayor rapidez el sendero de regreso había sido un error; no sabía dónde estaba y el sentido de la orientación a esas alturas levitaba en la calima sin norte.

Es mediodía, quizá pasado el mediodía, la hora en que el aire levanta vapores ardientes desdibujando el horizonte atrayendo hacia una especia de ensoñación delirante en que vista y gusto se funden en una sinestesia pastosa de la lengua que se adhiere a los molares rastreando el terreno pedregoso, molido, desmembrado, sin visos de un tallo fresco.
Avanzo como un fantasma entre los troncos sin vida, agotados por la asfixia de un calor que no es el de este mediodía. Mi cuerpo es un fardo a merced de la inercia en una peregrinación sonámbula hacia el calvario de la supervivencia. Agua. Debo encontrar agua, un tallo reverdecido, una sombra para la cabeza, un hueco en la tierra donde sumergirme y enterrarme con la fatiga.

El zumbido pegajoso de las moscas se enzarza en una conversación incomprensible con los párpados, las pestañas se enredan agotadas de batallar con esa obstinación de aleteo y mantra, mientras las comisuras de la boca no pueden eludir el roce minúsculo de sus patitas recorriendo los restos blanquecinos de una saliva calcificada. Mi boca, una grieta más en la pendiente desnuda de este terreno; cada piedra que levantan mis pies es una grieta en mis labios, cada mota de polvo terroso es el recuerdo de mis papilas yermas.

Y la pendiente pedregosa y reseca continúa su ascenso sin rellano alguno. Con cada paso espero un corte que conduzca a una carretera, a una vieja vereda. Pero los palitroques calcinados exhiben su pálida verticalidad, desteñidos, inánimes. Una verticalidad cada vez más semejante a la mía. No camino, arrastro las huellas; ni siquiera me detengo a sacudir la bota de piedrecillas hirientes. Un hueco, un pequeño agujero, una leve oscuridad donde dormir mi pérdida. Un tronco hueco y su negrura. Un pequeño cobijo para mi sombra en brasas. Un pequeño reducto donde acoplar mis huesos y mi sudor salino.

Pienso mi rostro sin signos, solo piel abrasada y quebrada por la rojez de los rayos. Parezco una demente deambulando; soy una demente deambulando, embriagada de sol y alucinada de paisaje vacío. Pienso mi rostro de líquenes adheridos con codicia a la aspereza del tronco, mis dedos se anudan, se retuercen hasta estallar en brotes; los músculos de mis piernas se tensan, nervios y tendones penetran la tierra partiéndola en surcos donde amarrar las uñas que ciegas bucean la humedad...

Mi cuerpo se pliega en aristas acartonadas. La pupila se arroja al vórtice. Un cielo pleno de claridad se desploma horizontal y pétreo. Cielo. Todo cielo. Solo cielo.

Pilar Luengo

2 comentarios:

  1. Bueno, lo primero decir que no me gusta comentar los textos sin tener aún el mío, pero soy un poco desastre organizando mi tiempo y, desgraciadamente, no soy de esa gente que puede escribir en cualquier parte y circunstancia. Dicho lo cual:

    SOFÍA: Insisto lo que creo que ya te dije en otra ocasión, te falta mala leche, crudeza. Quizá tirarte a la prosa alguna vez te hiciese bien.

    CESAR: Veo una buena idea, pero creo que al protagonista le faltan unas horas más al sol para que le salga más agobio.

    SARA: Transmites bien esa sensación de agobio. Opino que tienes algunos errores gramaticales, perfectamente explicables que si quieres ya te comento.

    MARCÉ: Se me descuadra el sentido de tu texto a ratos. Como lo de que era su decisión. Y a veces se deshincha un poco porque te sale la vena poética. Me descoloca mucho lo del ibuprofeno. Y ya te daré yo a ti enfermera malhumorada :-)

    LUCÍA: Creo que bienvenida al blog. No deja de ser una ironía presentarte con este texto y tu apellido. Creo lograste bien esa atmósfera que buscabas.

    ANA: El texto es riquísimo.Le veo la pega de que ese elevado tono poético es como una brisa fresca para esa dureza. A mi me acarició más esa crudeza que abofetearme. (En la primera linea creo que es un "lo").

    Y eso es todo. Una semana más mis disculpas por jugar a crítico literario con vuestras obras :-)

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  2. JOSÉ RAMÓN:
    Logras transmitir muy bien la angustia del personaje aunque al final pierde un poco de fuelle. Pero en general la historia me gusta mucho y me parece bien escrita. Ahora bien, no capto el protagonismo del paisaje en esa angustia.

    PILAR:
    Un ambiente desolador el que describes, con un lenguaje muy lírico que hace que duela menos.

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