Pasillo o ventanilla

La sesión del lunes 10 de marzo la dedicamos al tren, un medio de locomoción sobre el que han puesto su mirada directores de cine, artistas plásticos, músicos y escritores.
Hace años RENFE convocó un certamen de haikus sobre el tren y al año siguiente la convocatoria tenía que ver con el microrrelato. Hubo muchos trabajos en ambas ediciones del concurso.
Otra apuesta creativa sobre el tren es el certamen "Antonio Machado" que la Red de Ferrocarriles Españoles convoca anualmente. Este prestigioso premio tiene dos modalidades: poesía y cuento.


Chema Madoz

En 1990 Francisco Umbral ganó la edición XIV del premio de narraciones breves "Antonio Machado" con el texto “Tatuaje”, una espléndida y poética evocación del tren.
Benjamín Prado ganó en la modalidad de poesía, en el año 2004, con el texto “Ecosistema”:

ECOSISTEMA

En las gasolineras
se funden los glaciares.
El humo de las fábricas busca ataúdes blancos.
Quien tala el abedul
detiene un río.
Yo miraba
los bosques
desde un tren.
El cáncer
es la sombra
de las selvas quemadas.
Los poemas de Lorca crecen en los naranjos.
Los desiertos
empiezan en las peleterías.
El tren
dejaba atrás
marismas
y humedales;
dejaba
atrás
el salto
de los zorros
y el martín-pescador.
Los detergentes
llenan de azufre las manzanas.
En las niñas que lloran dentro de los quirófanos
se oye el grito del urogallo herido.
El tren
cruzaba
campos
de maíz,
subía
a la montaña,
lejos,
lejos del hombre
que inmiscuye un puñal en cada espiga,
lejos de su aire análogo al veneno,
sus nubes de nitrógeno,
sus hornos de carbón.
El tren
y la langosta
que se fragua
a sí misma
en la espesura;
el tren
junto al limón
que abre
la oscuridad
con dedos amarillos;
la caracola llena de pagodas torcidas;
el ciervo
reclutado
al azafrán.
Pasaba el tren,
hermosa cordillera instantánea,
horizonte mecánico,
dragón oscuro de los manantiales.
Pasó el tren y quedó ilesa la vida.

Benjamín Prado Rodríguez

Pero también hablamos de muchos otros textos sobre el tren como el poema de Manuel Díaz Luis o la parodia que yo mismo hice sobre el soneto XI de Garcilaso de la Vega:

En todas las estaciones

En todas las estaciones
hay una monja y un viaje,
una salita de espera
donde se cuentan los males
de todos los Hospitales,
un corro de plañideras.
A un lado, pero por fuera,
un banco descolorido,
un vagabundo dormido,
un borracho por los suelos
y mil y mil desconsuelos,
alborozos, risas, llantos,
alegrías, desencantos,
qué más, me cago en la mar:
un niñito impertinente
y una moza gorda ardiente
despidiendo a un militar.
Un joven aventurero,
un aprendiz de torero,
una puta y un gatito
y el príncipe de Estambul
que va vestido de azul
con una gorra y un pito.
En los ojos duele el hierro
gris y negro de la tarde,
duele el amor en los brazos
y el corazón en la carne
dentro del pecho se enciende
como una hoguera la sangre.
Y esperando en el andén
a que salga ya tu tren
aquí estoy sin equipaje.
En todas las estaciones
hay una monja y un viaje.

Manuel Díaz Luis


AVE
(versión del soneto XI de Garcilaso de la Vega)

Hermosas ninfas que, en el tren dormidas,
en sueños suspiráis enamoradas
y en clase preferente acomodadas
imagináis pasajes de otras vidas;

desamores de vueltas y de idas
sin rumbo, ni transbordos, ni paradas,
atrás las pertenencias mal halladas
en las consignas de las despedidas;

dejadme un rato imaginar besando
vuestros labios, llorar y consolarme
en el final de un túnel, ya deseando

reclinar mi triste asiento y entregarme
al vaivén de este tren -ahora volando-
o aguardar mi destino y despertarme.

Raúl Vacas

Hablamos, por último, de la magnífica novela de Gonzalo Hidalgo Bayal “Paradoja del interventor”, un libro asombroso que con un lenguaje exquisito nos pone en contacto con el destino inesperado de un anciano que pierde el tren tras bajarse en una de las paradas para rellenar en la cantina su botella de agua. Desde ese momento el protagonista de la historia recorre a tientas una ciudad sin nombre donde conocerá a una serie de personajes que le pondrán en contacto con su yo más desconocido.



La tarea propuesta durante la sesión fue escribir varios haikus. A la mitad de los componentes del taller –sentados en ventanilla– les tocó poner la vista en el exterior del tren. El resto de compañeros escribió sus haikus con relación al interior del tren.
Para casa propusimos un textos libre (poema, microrrelato o relato breve) sobre el tren.

Estos son los trabajos presentados por algunos de los componentes del taller de escritura:


El tren

Tren
tris
tras
tres
tren
Un adiós desde el andén
sonidos repetidos
recuerdos olvidados
raíces traviesas
traviesas atravesadas
en paralelo

Tren
tris

Desde el andén
¿Por qué me dejas en este apeadero?
solo
sueños en humo
sueños en hierro

Tras
tren
solo en el andén
cielos violetas
campos morados
ruedo entre piedras
perdido

Tris
tren

¡No me rendiré!

mastico las hojas caídas con lamentos adheridos
me ahogo con mis suspiros
sangro con mis delirios

Tren
tren
tris
cerrojos sin abrir
penas sin lágrimas
ojos perdidos mezclados con la arena de una playa

Tren
Tris
Tren

Próxima estación
CEMENTERIO MUNICIPAL….

Vicente M. Martín


Última parada

Hacía un día de perros y no veía la hora de que llegara el maldito tren que le devolvería a casa. Subió apresurado y se sentó en el primer departamento en que halló hueco. Se quito la gabardina y la gorra y más tranquilo, tomó asiento. Una vez acomodado hizo un breve recorrido visual por sus acompañantes: Una señora mayor que miraba alternativamente con recelo a todos los pasajeros mientras asía con firmeza su bolso. Una chica joven, y siendo francos bastante guapa, que bajaba la mirada apenas se encontraba con otra. Un maduro gordinflón que debiera pagar dos billetes, pues ocupaba dos puestos. Y un tipo más o menos de su misma edad, que no se había quitado el abrigo, pese a que no hacía frío en el vagón, y un sombrero tapándole la cara, seguramente tratando de dormir un poco.
El tren abandonó aquella infernal estación y continuó su rumbo con intenso y constante traqueteo. Tras recorrer sus buenos kilómetros de llanura, alcanzó las montañas y comenzó el juego de luz y oscuridad de los túneles. En el tercero de ellos, un súbito estruendo. Al salir del túnel, la anciana, que dejó caer el bolso, la hermosa joven y el obeso, miraban horrorizados e inmóviles el orificio en su frente y la sangre que manaba pulsante.
Simultáneamente, a muchos kilómetros de allí, una chica recibía una carta sin remitente. La abrió y la leyó:
“Aún no me conoces, pero pronto seré el hombre de tu vida. Ya nadie nos lo impide”

Desde dentro:
Sin cambiar paso,
con suave traqueteo
acuna a un niño.

Paso de tren
va estirando las luces
tras el cristal.

Desde fuera:
Pifiar inquieto,
diligencia de acero
anuncia marcha.

Un caracol
recorre dos traviesas
por cada tren.

Miguel Ángel Pérez


En el andén                                                                                                                                                       
Es bonito entender un tren. Bonito, bonito como la alegría.  Y subir a él,  montar en él, cantar, bailar, llorar en él... Eso es lo más bonito de todo. Más incluso que entenderlo.
Hay quien nunca ha montado en tren. Nunca. Pero nunca, nunca. Poder pudieron. ¡Claro que pudieron! pudieron como todos. Pero no lo hicieron.
¿Sabéis que es nunca?
Nunca es el día del juicio. Eternamente jamás. Eso es, un adverbio. Un jamás por jamás. Una pesadilla.    Le veían. Le veían y le entendían. Callaban los pensamientos y le entendían.  "Sube" "monta" les decía.
Entonces ellos... ellos le contestaban "tengo miedo", "dame tiempo".                                                             Antes de que terminaran, se había ido.
Era el tren, su tren y se marchaba ¡Qué dolor! Poco después volvía ¡que tormento! Se marchaba y volvía.  Como hoy. Como ahora. Como siempre. Y otra vez el dolor, ¡ese horrible dolor! y el tormento ¡ese terrible tormento!. Cada vez mucho mas grande. Cada vez mucho peor...
Os diré una cosa, el tiempo no es antídoto del miedo. El tiempo no es nada.
Es bonito entender un tren. Bonito, bonito como la alegría...
Hay quien nunca ha montado en tren...
Hay quien se quedó en el andén ... entendiendo... buscando tiempos, borrando miedos. Consumiéndose...
Sólo tenían que subir
Sólo sub...
"Pi.....................pi
¿Oís?... Se fue... Otra vez se fue.
Duele.
Hay cosas tan hermosas, tan sencillas, que asustan al entendimiento. ¿No creéis? 

* * *

La señora Manuela era una mujer muy alta y muy mayor. Tan mayor o mas que mi abuela Matilde; pero, infinitamente mas alta. Cuando en casa los ancianos comentaban que con la edad los cuerpos se reducían,  yo jamás pensaba en mi abuela; pensaba en la señora Manuela. Tenía que haber sido una giganta. No encontraba otra explicación. Su marido era también un hombre grande, aunque a su lado no lo parecía. Tan delgado. Tan silencioso... Nunca le vi andar recto.   Cuando caminaba era como el cayado en el que se apoyaba, un pie recto y fino que se plegaba sobre si mismo buscando el suelo con la cabeza. Su sola silueta, siempre decapitada, me sobresaltaba. Era ferroviario. "Toda su vida en las vías." Eso es lo que nos decía su mujer a mis hermanas y a mi, cada vez que mis padres nos dejaban en su casa a la hora de la merienda, de un dia -no recuerdo cual-, a la semana.
Una tarde, cuando mi padre llamó a su puerta, abrió él.  La mujer estaba en cama. Una jaqueca terrible, una migraña,  la tenía postrada. Recuerdo que mi padre se ofreció a asistirla -era médico-; y por supuesto a alejarnos de su morada. Tres pequeñas no podían hacer mas que agravar su dolencia.
Don Francisco, el ferroviario, le indicó que no hacia falta. Su mujer, -afirmó-, en esos momentos atravesaba un pequeño túnel. En breve estaría recuperada. En realidad, si él -mi padre- y nosotras no poníamos objeciones, él mismo podría darnos la merienda y conducirnos hasta que Manuelina se levantara. Fue la primera vez que le oí hablar.
Mi padre accedió.  Nosotras no dijimos nada.
Nunca he conocido el vínculo exacto que unía a mis padres con esta pareja para que ante un argumento tan débil y una propuesta tan extraña nos dejaran en sus manos sin pensar que aquello podía ser un delirio, una locura que terminara en drama.
Algo asustadas, agarradas muy fuerte de la mano, le seguimos a la cocina. No había tarta, ni galletas, ni siquiera estaban sobre la mesa los ingredientes para cocinarlas. No olía a chocolate. No había refrescos. No había fruta. No había nada.
Con el cayado, Don Francisco nos indicó que nos sentáramos, y despacito, muy muy despacito, sin decir nada, se dirigió a otra sala.  Había tanto silencio...
La pequeña Eva se apretaba a mí,  yo a mi hermana Jana, ella..., ella con la mano que le quedaba libre, a la banca corredera de madera donde estábamos sentadas. La banca que tanto nos gustaba. Desde ella podíamos acceder a una mesa inmensa, una mesa de giganta donde nada era seguro y donde todo resultaba posible. Era una mesa de madera fantástica. Una mesa que esa tarde parecía que se apretaba a nosotras asustada.
Cuando regresó,  traía, mejor dicho, arrastraba una maleta de ruedas. Era enorme. Con un cuidado exquisito, sin rozar ni dañar nada, sin que el aire lo sintiera, la  aparcó en la cocina. Estaba serio como siempre, pero en su cara se intuía una sonrisa parecida a la de mi primo Carlitos cuando preparaba una trastada.
"Ábrela" le dijo a Jana, y Jana la abrió.
No sé cómo traducir con palabras la sorpresa que nos causó ver lo que se escondía en la barriga de aquel fajo de tela dura. Cientos, miles, millones de sombreros la llenaban. Don Francisco no pronunció palabra, no hizo falta. Eran nuestros. En un nada, toda la mesa se llenó de gorros, bonetes, boinas, chisteras, sombrerillos, chichoneras, incluso pamelas... El susto se convirtió en fiesta. Las manos, ya no se anclaban a lugar alguno; flotaban entre colores, buceaban entre tesoros y cuando pescaban alguno, lo hacían rotar por todas las cabezas incluida la del marido de la señora Manuela que veía como al llegar a él,  uno a uno caian al suelo con la misma gracia que el niño que se desliza por un tobogán. 

Dos pitidos largos, uno  corto y otro nuevamente largo detuvieron nuestro juego.
Con los hongos calados hasta la nariz, nos giramos hacia el lugar del que había brotado el sonido. Al principio no veíamos, la corona del bombin era ancha y el ala frontal, la visera, nos cubría media cara. No teníamos ojos. Cuando los recuperamos supimos. Don Francisco tenía un silbato en la mano. Era de plata, recto como el pie de su cayado y tenia una cabeza circular hueca, una anilla fabricada con el mismo material, que lo remataba.
A sus pies, junto a la maleta saqueada, había tres mochilas. Eran azules y estaban decoradas con hojas de encina. Un poco mas alejado había un macuto, un petate azul con letras grandes y rojas. Debajo de ellas, se distinguían dos bellotas.
Esta vez no fue Jana quien las abrió,  al menos no fue ella sola quien lo hizo. Las tres saltamos al suelo. Ya sabéis,  la curiosidad...
El botín, en esta ocasión, se comía.  Se comía y se bebía.
Es curioso recordar como para nosotras esas apariciones eran normales. En ningún momento nos cuestionamos que pasaba, las cosas simplemente pasaban y de la misma forma en que hacía un instante nos agarrábamos asustadas, poco después, de ese miedo no quedaba nada. Absolutamente nada.

Sonó el silbato. Esta vez fue un solo pitido.... un pitido largo y afilado.
Igual que antes, su sonido nos detuvo. Miramos al ferroviario. Con el macuto colgado a la  espalda y su paso lento se dirigía a la puerta. Se marchaba. Como pudimos, guardamos lo que quedaba de los bocadillos, las patatas, los chocolates, las chucherías y las botellitas de agua en las bolsas bordadas con hojas de encina. Al no colocarlas bien, no cerraban. Medio abiertas nos las colgamos a la espalda como había hecho él y nos entregamos a su sombra curva y decapitada. Una sombra que a golpe de silbato inició un viaje sinuoso por la escalera de la casa.
No hubo mas que una parada: el desván abuhardillado
Cómo os diría para que os hicierais una idea....
Allí,  en lo que parecía el final del trayecto, descubrimos que lo que podría haber sido un trastero era una lámina de un cuento fuera de un cuento moldeada y pintada  con el esmero que solo nace del cariño. Miraras donde miraras era precioso. Montañas, valles, lagos, océanos, incluso desiertos se conjugaban perfectamente. Personas y animales diminutos salpicaban sus espacios de una forma tal vez azarosa pero acertada. El conjunto era un paraíso.  Un paraíso de verdad. No faltaba ni el mas mínimo detalle. Nada. Había hasta coches y carreteras, y aeropuertos chiquititos con sus aviones minúsculos y veleros y ciclistas solitarios y tractores y trenes... Sobretodo trenes. Porque Don Francisco, ya os lo he dicho, Don Francisco era ferroviario.
Los trenes a simple vista no se veían bien, es cierto. Las estaciones ocultas, el paisaje, los paisajes... los camuflaban. Pero una vez que mirabas, les veías.  Eran nueve. Nueve trenes de colores, largos como los cuellos de las jirafas. Nueve trenes que cuando llegamos dormían en sus vías.
En el primer apeadero, había una consigna. En ella, Don Francisco depositó su petate, nosotras las mochilas. "Un maquinista viaja sin carga" nos dijo. Como podéis imaginar , en aquel momento no entendimos nada, pero como podéis seguir imaginando, no nos importó.
Poco antes de que un nuevo pitido nos permitiera iniciar el viaje,  del macuto salieron tres sombreros de copa cuadrada y un ala frontal casi tan profunda como su corona. Uno para cada una. "Ahora sois jefes de tren" -dijo el ferroviario-. "Y ya que habéis sido coronadas, completare vuestro atuendo haciendo os entrega de un cetro". Metió una vez mas la mano en el macuto y de él sacó un pincel, una batuta y una varita. Tres "bastones de mando" que repartió con orden pero sin orden. A Jana le tocó el pincel, a la pequeña Eva la varita, a mi como ya habréis deducido, la batuta.

Dos pitidos largos, uno  corto y otro nuevamente largo iniciaron nuestro juego. Despertamos a los trenes.
Al principio, todo era difícil. Nos daba miedo circular en sentido contrario, huíamos de las vías de retorno, nos negábamos a invertir el sentido de la marcha, los túneles nos aterrorizaban y los  cambios de nivel nos sobrecogían de tal forma que, al concluir la maniobra nos parecía imposible seguir vivas. Solo queríamos circular por la que llamábamos  nuestra vía -que siempre era la vía mas cercana-. A lo sumo nos planteábamos eludir pequeños  obstáculos. Superarlos nos hacía sentir muy poderosas. Nuestro ideal era el trayecto lineal que se dibujaba al amparo de un decorado bonito. De hecho, contemplábamos el decorado como si fuera nuestro. Imposible suponer en aquel momento que también fuéramos decorado.

El inesperado sonido de una campana hizo que nos giráramos hacia el apeadero de entrada. Allí estaba la señora Manuela. Nos llamaba. Tras estacionar adecuadamente nuestro tren, encendidas como estábamos, emocionadas, acudimos a su reclamo. Teníamos muchas cosas que contarle. Mientras lo hacíamos,  ella nos repartía porciones de fruta fresca y galletas de avellana, nuestras favoritas. Hablábamos las tres a la vez, que si un  tren siempre se paraba, que si una montaña estaba muy alta, que si la  boca del túnel era negra, que si la locomotora verde...
Fue Eva, la pequeña Eva, quien al pronunciar la palabra túnel recordó que cuando llegamos a su casa, Don Francisco había dicho a nuestro padre que en esos momentos ella atravesaba uno y que en lo que lo hacia,  él mismo nos daría la merienda y nos conduciría hasta que lo salvara. Por eso, como hacen los pequeños, de repente, le preguntó "¿da miedo?"
La señora Manuela la sentó sobre sus rodillas, y mientras le colocaba la gorrita contestó, "un túnel no es nada cuando llevas la gorra adecuada y el bastón que te corresponde" "Tú tienes mucha suerte, tienes una varita, eres maga, cuando la boca de la montaña te trague, solo tendrás que tener valor para usar tu magia" "y tu Jana, tu también eres muy afortunada, tienes un pincel para pintar sobre las vías del color que mas te guste hojas de ruta cortas, largas, barrocas o abstractas." "Y tu María,  tienes una batuta. Es tuya. Con ella puedes llenar de notas dulces la vía mas árida,  y de compases alegres el trayecto mas triste" "las tres, las tres podéis ser trenes maravillosos si no perdéis la gorra o abandonáis el cetro en cualquiera de las estaciones donde las agujas se cambian." "Todos nacemos en un andén". "En el andén de una estación vacía". "Crear, dibujar, componer recorridos es cosa de cada tren". "Las vías siempre responden". "Su hierro se forja siempre en la corona de una gorra y el corazón de un cetro". "El tren, la vía y el paisaje son una misma cosa"

Dos pitidos largos, uno corto y otro nuevamente largo nos devolvieron al juego.
Ella también jugó.  Su gorra era una gorra floja de algodón tintada en azul marino con visera de charol. Tenía dos bastones, un banderín y un farol.
El manejo que tenía de los trenes, de los nueve, demostraba que no era la primera vez que jugaba. Las tres queríamos imitarla y no solo por la dificultad de las maniobras que ejecutaba, sino porque era evidente que según las realizaba el color del tren que guiaba, la forma de su locomotora, la textura de su chapa, el número de vagones... todo cambiaba. Hasta el paisaje por donde circulaba se modificaba. A golpe de banderín y farol todo renacía, todo se trasformaba.
Sin saber muy bien cómo,  ni por qué, Jana comenzó a pintar trayectos diferentes con su pincel. Eran rutas cada vez mas difíciles, los trenes las dibujaban. Eva, la pequeña Eva, imitándola, calándose bien la gorra, con su varita consiguió que algunas locomotoras volaran; y yo... yo con mi batuta pude escribir sobre la partitura por donde circulaban los vagones, cientos, miles y millones de notas que los trenes obedientes entonaban.

Cuando sonó el timbre de la puerta, ninguna de nosotras quería bajar del desván. Ninguna quería regresar a casa. Solo la promesa del retorno consiguió que lo hiciéramos. Antes de irnos, mientras nos ponia los abrigos y mi padre y Don Francisco conversaban, la señora Manuela nos regaló la mochila azul con hojas de encina, la gorrita y el cetro.
Nunca volvimos a subir al desván.
Un cambio de agujas repentino obligó a mis padres a mudarse de estación y de casa.
Recuerdo aquello  como un drama.
La mañana que fuimos a despedirnos llevábamos las gorras puestas.
La señora Manuela y Don Francisco nos esperaban. Habían hecho una tarta de chocolate con forma de tren y galletas de avellana. A mi padre le encantaron las galletas. A mi madre la tarta.
Cuando nos íbamos,  mientras nos besaba, la señora Manuela nos repetía: "Todos nacemos en el andén de una estación vacía. Podéis ser tren o mercancía. La diferencia está en un cetro y una gorra."
Han pasado muchos años desde que ésto que os cuento sucediera. Hoy ya me veis, soy un tren viejo. Puedo aseguraros que no he perdido mi gorra y he usado mi batuta.  He sido tren. He sido sido batuta. He sido vía. He sido paisaje. No  siempre fue fácil. Hoy no es fácil.  La boca oscura de la montaña me muerde. Una parte de mi se quedó en la estación de la que no se vuelve. Mi melodía es lúgubre. Mi locomotora negra. El paisaje es un réquiem constante. Por eso, en cuanto me dejéis, en cuanto esto se acabe y bajéis de mi vagón y os vayáis a casa... yo también bajaré. Bajaré a la estación con vosotros. Me dirigiré a la consigna y dejaré en ella mi mochila. "Un maquinista viaja sin carga". Después me comeré una galleta de avellana. Estoy segura de que sólo con eso, volveré a nacer. "Todos nacemos en un andén". "En el andén de una estación vacía". Eso es lo que me dijo la señora Manuela. La giganta. Lo que no me dijo es que nacer es un verbo que se conjuga siempre en presente y a distintas velocidades. Eso lo aprendí cuando me hice ferroviaria. "Toda mi vida en las vías".

Ana Isabel Fariña


El último viaje

Se despertó con la voz monocorde del alta voz anunciando el cierre de las puertas del tren. Había pasado más de una hora desde que se había puesto en marcha. Bajo el cielo ensuciado de la ciudad reponiéndose de sus sueños se había despedido de ella, con un beso resentido por la mala noche que habían pasado barajando las opciones que les quedaban, para intentar reanudar sus hilos. Juntar sus destinos. Poner un punto final a sus cartas entrecruzadas. El paso doloroso de cada día, cada hora, cada minuto. Las estaciones. Los aeropuertos. Las autopistas. Las conversaciones telefónicas. Todos los paliativos que usaban entonces para acortar el tiempo, la distancia, engañar sus vidas suspendidas a la espera de un concentrado de felicidad.
Otra vez estaba solo. Una pequeña vida viajando a través de los campos verdes, de los bosques espesos, de las llanuras interminables, de las casas esparcidas entre ríos y caminos, entre millones de pequeñas vidas, que como él, se deslizaban de un punto a otro del planeta.
El campanario de una iglesia sucedía a otro campanario de otra iglesia. Como cada vez que recorría ese trayecto se preguntaba en qué día del año salía el sol en esas tierras mojadas. A qué recurrían las almas vivientes del lugar para secar sus lágrimas y sus heridas abiertas. Le quedaba hora y media hasta el transbordo en la capital, entre el bullicio, las prisas, las caras despintadas de la multitud de transeúntes a la espera de otro vagón, otro enganche para seguir con sus destinos. Aún le quedaba tiempo, pero el tren y los minutos corrían sin detenerse. Sabía que al final del trayecto debería de haber tomado su decisión.
Dejó desfilar ante sus ojos, unos instantes, el río de sus pesadumbres, y mientras una mujer trataba desesperadamente de callar los gritos de su hijo en unos asientos más adelante, quiso dejar de pensar. Acunado por el tamboreo incesante de la máquina se durmió otra vez.
Fue el hambre que le despertó, o el movimiento de los pasajeros que iban recogiendo sus pertenencias. O las dos cosas quizás. El caso era que se veían los primeros edificios descoloridos de los suburbios de la ciudad y en pocos minutos tendrían que abandonar el tren. En la estación le daría tiempo comer un bocadillo de jamón y mantequilla, comprar una revista y tomar un café, antes de localizar el andén y el tren que le transportaría hacia su destino. Nunca le habían gustado esos transbordos. Se sentía en la efervescencia repentina completamente desubicado, fuera de lugar. Odiaba a esos títeres, anónimos e impersonales, que agredían el transcurro de su vida. Odiaba su indiferencia, odiaba sus trajes grises que se perdían en las paredes grises de sus vidas grises. ¿Y si no fuera él más que uno entre ellos ?
Dejó atrás la sensación desagradable y mientras se alejaba la serpiente desarticulada del andén y emprendía su viaje hacia el sur, la cabeza apoyada en la ventana, no le quedó otra salida que la de volver a sus herencias y confrontarse a sus dilemas. Ya sólo quedaban tres horas. No había nadie en el asiento de al lado y pudo estirarse del todo y ponerse cómodo. Había poco ruido en el vagón, los viajantes iban adormilados en sus asientos y después de enseñarle al revisor su billete en regla empezó a sentirse más relajado. La manta nubosa mostraba señales de debilidad, algunos trocitos de cielo azul se hacían espacio. Le invadían unos deseos cada vez más potentes de correr. El sólo tenía la respuesta y eso le daba una infinidad de posibilidades. Respiraba más hondo.
El horizonte le apareció como posible camino. Allí, a lo lejos, estaba la otra frontera, la que, desde siempre había cruzado y vuelto a cruzar, una y otra vez, de un lado para otro. La solución, quizás, fuese cambiar el punto de partida. Establecerlo del otro lado. Cambiar las perspectivas. Los papeles.
La locomotora seguía su paso y seguía abriendo el camino. En la llanura despuntaban las primeras colinas, pronto los montes crecieron y llenaron el espacio las montañas dominadoras y protectoras. Recortaban con extrema precisión el cielo despejado, resplandeciente de azul y sol.
La luz, deslumbrante, terminó de convencerle.
Se sintió aliviado, se sintió libre, se sintió posible.
Cuando llegó a la estación recogió su mochila desgastada, bajó del tren, pisó el suelo con firmeza y echó a andar hacia su casa.
Lo primero que hizo al entrar fue marcar el número de teléfono de ella. No estaba. En el contestador dejó un mensaje : ‘Estoy bien. Me voy’.

Sara Pérez


Viajo con el tiempo

Colores de una luz
pasean en la piel de un nuevo encuentro.
El tren se desliza ante mi voz.
Mastico en su interior minutos de la mente.
Viajo con mis labios un tiempo que se apaga,
pausa de un nuevo despertar:
retorno sin palabras,
imagen congelada
en el camino del tiempo.

Sofía Montero García


Tren del desaliento

Un día de sol
tomé un tren de lejanía a cualquier parte
Nada en el horizonte
el cuerpo en stand-by
la vista sin acomodar, parpadeo
con la cabeza apoyada en el cristal
Un universo paralelo
del que unos minutos atrás
era dolorosamente consciente
Áridos campos fuera….

Fotografías

El tren se abre paso por el desfiladero
Lo veo por el cristal al doblar la curva
Unos árboles vencidos por el viento
Una pared inclinada
Fotografío ese momento

Viñas y monjes
La ribera del río
Los monasterios

El tren de madera se para
Salimos para observar
Allá en la distancia,
un elfo camina hacia la cascada
El viento agita sus ropajes
Suena música clásica

La atracción

El maquinista del tren conoce el mundo entero por que existe solo una vía que discurre por todos los países. El tren va despacito y los visitantes se suben a él en marcha y se apean cuando quiere. Se saluda al maquinista y es obligatorio contarle como te llamas de dónde procedes y adónde vas. El maquinista acumula historias y dice que todos los que subimos al tren nos parecemos, siempre con la mochila de melancolía encima.

Antonia Oliva

8 comentarios:

  1. Vicente, te han dejado solo. Un final contundente. Muy prosaico para ser un poema :-).
    Yo estoy en ello. Los trenes es uno de esos temas que me resultan terriblemente literarios pero a los que me cuesta arrancarle una sola linea. estoy en ello. Si quieres acabar de armármela Raúl, me pasa lo mismo con los hoteles y sus habitaciones y los bares.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No entiendo lo de prosaico...
      Contundente como la vida misma... al final nos daremos un paseo por allí...
      pero ¿te gusta o no te gusta?...

      Eliminar
    2. ...Te pareces al "grifo", lloriqueando en el jardín... ¡Menos excusas y más escribir... :-) (no sé lo que significa este signo pero por si acaso...)

      Eliminar
    3. jajaja Ese signo es una sonrisa. Me gusta, me gusta. Prosaico, porque no hay nada más prosaico que un cementerio, por muy poéticos que sean algunos. Y hago lo que puedo con el tiempo que tengo. Hasta ahora sólo no salieron dos de las propuestas y aún lo tengo guardado.

      Eliminar
  2. Sigo sin entender a qué acepción te refieres... insulso, trivial...
    Has de saber que los cementerio era uno de los lugares preferidos de los románticos... hay mucha poesía en un cementerio.
    De todas maneras... sigues lloriqueando. ¡Joder! haz primero la tarea y luego comentas... "P R O S A I C O"... al final
    ¿te gusta o no te gusta" y déjate de prosaísmos... :-) :-) :-) :-)

    prosaico, ca.

    (Del lat. tardío prosaĭcus).

    1. adj. Perteneciente o relativo a la prosa.

    2. adj. Escrito en prosa.

    3. adj. Dicho de una obra poética o de cualquiera de sus partes: Que adolece de prosaísmo.

    4. adj. Dicho de personas y de ciertas cosas: Faltas de idealidad o elevación. Hombre, pensamiento, gusto prosaico.

    5. adj. Insulso, vulgar. Vida prosaica.

    prosaísmo.

    1. m. Defecto de la obra en verso, o de cualquiera de sus partes, que consiste en la falta de armonía o entonación poéticas, o en la demasiada llaneza de la expresión, o en la insulsez y trivialidad del concepto.

    2. m. Insulsez y trivialidad en el fondo de las obras en prosa.

    3. m. Cualidad de prosaico, vulgar, trivial.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A ver, que se te va a subir la tensión. Te he puesto que me gusta dos veces a falta de una. Yo es que a veces a la RAE me la paso un poco. El prosaico únicamente lo digo por lo de CEMENTERIO MUNICIPAL, y lo digo como lugar que, para mi carece de poesía. No es una crítica al poema, es un guiño a ese final, al término, no a la obra. Por cierto, que me gusta ¡eh! Y que ya envié la tarea.
      PD: ¿Te dije que me gusta?

      Eliminar
    2. No te preocupes por mi tensión...
      Poner me gusta para salir del paso no me vale... (disculpas porque se me pasó... como ya lo has dicho tres veces, ahora voy y no me lo creo)
      A la RAE no te la puedes pasar (ya verás como se lo diga a Nona)...
      A mí me gusta el final y no lo voy a cambiar...
      Ya era hora que enviaras la tarea... (ahora la leeré)
      PD ... me lo has dicho tres veces y no me lo creo.:-)

      Eliminar
  3. Vicente M. Martín24 de marzo de 2014, 13:26

    Miguel Ángel:
    Espero no te sienten mal mis “prosaicos” comentarios… para mí se trata de un juego…

    Sobre el relato, me recuerda un chiste… salvo por el final
    “Una chica joven, y siendo francos bastante guapa”… yo cambiaría el adjetivo “francos”… no sé por qué pero no me gusta… (y eso que su acepción es bonita) sinceros, claros o ninguna…
    Supongo que al que le dan el tiro es al de la gabardina y la gorra, el que impaciente espera el maldito tren que le devuelva a su casa…
    El asesino subestima a la mujer… se cree muy seguro, “¡como que la policía es tonta!”
    Dicho todo eso, el relato se deja leer, no me disgusta.:-) (me ha gustado el signo.. ¡je…je!)
    Los haikus… muy bien. Sé que eres un maestro. Gracias

    Ana: ¡Perfecto!... insuperable. Gracias

    Sara: Un relato muy actual, la globalización, la economía, el mundo de la prisa, no tienen en cuenta los sentimientos de las personas, nos vienen tratando como robots, las empresas son verdaderas dictaduras, si no se hace lo que dice el jefe: “a la p… calle”…
    ¡Cuántas relaciones rotas!...
    El relato en tu línea, espléndido. Me gusta. Gracias

    Sofía: Como es habitual, despliegas tus imágenes en palabras elegidas que son como una caricia cuando se leen. Me gusta. Gracias

    Antonia: Me gustan tus dos poemas y el microrelato… hay mucha sensibilidad. Gracias

    ResponderEliminar