Escribir y describir el paisaje

La sesión de esta semana estuvo dedicada a la importancia de la descripción paisajística y la descripción literaria en todo texto narrativo.
Jugamos a imaginarnos pintores que colocan sobre la paleta las palabras que conformarán las texturas y trazos con los que pintaremos nuestra descripción.
Hablamos de la importancia de ir de lo general a lo particular, de describir con cierto orden (de izquierda a derecha o viceversa o de dentro a fuera o al contrario), de dotar a la descripción de vida (describir desde la emoción y la exploración sensorial incluyendo el elemento humano), de la necesidad de nombrar las cosas y situarlas en el cuadro con ayuda de conectores espaciales (a la derecha, junto al fondo, detrás de, en el centro, en lo más profundo, al norte, a lo lejos, en primer plano) y de manifestar nuestra impresión personal sobre el lugar.

Para dotar de viveza a una descripción es importante manejar la adjetivación, las comparaciones (aunque sean odiosas), las metáforas y la sinestesia, entre otros recursos.
Señala Francisco Umbral que "la imaginación es el vuelo de un sentido a través de todos los otros. La imaginación es la sinestesia, el olfato que quiere ser tacto, el tacto que quiere ser mirada".

Veamos como describe las nubes Muñoz Rojas en "Las cosas del campo"

¿De dónde, ligeras, pesadas, blancas, grises, pasajeras del cielo, amantes del viento, vosotras nubes? ¿Qué sería de los cielos sin vosotras a quienes desgarran las montañas y a quienes tan dulcemente se entregan lomas y cerros? Cuando va vuestra sombra sobre los llanos, cuando se pliega sobre los barrancos, cuando parte en claros y oscuros los trigos, cuando bajáis tremendas, o graciosas subís, subís, vosotras nubes, nostalgia de la tierra, ligeras desterradas, apresuradas amantes, cuyo besar nunca es largo, cuyo destino es tan humano que está pendiente del primer viento.
...Ya están aquí las nubes, dicen los labradores. Y vuestra enorme presencia muda, llenando el cielo, añade no sé qué misterio a la vida. Ya están aquí las nubes.
En un ligero humo blanco primero, tenue, casi invisible, un algodoncillo sobre la asierra que se confunden con la nieve, y luego unas manos inmensas que van palpando el azul, estrujándolo, ciñéndolo, abriéndolo en grandes lagunas por donde se escapan los ojos.
...Ya están aquí las nubes.
Y las nubes, como los enamorados, se hacen huidizas con el deseo e impertinentes con la abundancia. Pero su presencia llena como su nombre, como su fecundidad.

Nuestro objetivo, al describir, es hacer al lector partícipe de ese paisaje: que lo pueda sentir, que lo pueda imaginar, que interpele su emoción y su ánimo.

Pusimos nuestra atención en dos autores que manejan con precisión los elementos descriptivos: Julio Llamazares y Wenceslao Fernández Florez. Y señalamos dos grandes libros de dichos autores:  La lluvia amarilla y El bosque animado, respectivamente.



La lluvia amarilla es una gran novela en la que el paisaje exterior (el entorno de Ainelle, en el pirineo aragonés) y el interior están dominados por el color que señala la tristeza, el paso del tiempo, la nostalgia e incluso la muerte, el amarillo. La caída de las hojas en otoño simboliza lo efímero, el cambio de estación, el ciclo de la vida, el fluir del tiempo y de la memoria.
El último de los habitantes de ese pueblo se agarra a los recuerdos y a la memoria antes de ser abrazado por la muerte. Y evoca a los habitantes que abandonaron Ainelle o murieron.
Veamos un párrafo que dibuja con precisión el paisaje de las emociones:

«Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no había muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavin), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi siempre de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos los hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones».

Un libro triste, crudo, que dibuja la realidad de muchos pueblos sumidos en la desesperanza pero que nos produce una gran conmoción estética por el trabajo con el lenguaje y el tono poético de Llamazares.



El bosque animado es otro prodigio literario. Un retrato costumbrista de la Galicia rural. Y también un canto a lo efímero de la vida. En este libro -un compendio de muchos textos- el lenguaje nos atrapa. Es una novela íntima, sencilla que recrea un mundo mágico. "La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra, en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida..."

Fernández Florez recrea el mundo de la fraga a través de sus personajes, los humanos como Fiz de Cotovelo (el alma en pena errante) o Xan de Mavis que abandona su trabajo como jornalero por el de bandolero de caminos, o Geraldo y su amada Hermelinda. Pero con estos personajes conviven en el libro otros seres como Furacroyos el topo, Hu-hu la mosca, Abrenoite el murciélago o Morriña el gato.

Cuenta José Luis Cuerda que se echó a temblar cuando le ofrecieron la adaptación de esta novela al cine. No sabía muy bien cómo abordar una película en la que los animales, los árboles y las plantas hablan entre sí. Le parecía un universo más propio de una película de animación (cuentan que Walt Disney también tuvo en sus manos una adaptación). La labor de Rafael Azcona quién convirtió la novela en guión cinematográfico fue primordial pues eliminó todas esas fantasías de Fernández Flórez y se centró en los personajes humanos. 

Esa otra parte de la fraga, la que se corresponde con el reino animal y vegetal fue recogida en la película de animación  de Ángel de la Cruz y Manolo Gómez con el mismo título que la novela: El bosque animado

Veamos un fragmento del cuento breve “La fraga de Cecebre” de Wenceslao Fernández Flórez que forma parte de la novela:

Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, le prendieron varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
-Han plantado un nuevo árbol en la fraga. Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
-¿Cómo es? ¿Cómo es?
-Pues es -dijo el pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
-¡Es muy elegante, muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.
-Sus frutos -continuó el pino fijándose en los aisladores- son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
-Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos [...]


Propuesta de escritura

Busca un lugar especial para ti y descríbelo con detalle. Procura trabajar con los sentidos para que podamos oler, tocar, ver, oír y sentir ese lugar descrito. Usa toda tu paleta de recursos para recrear el paisaje. Ojo, no tiene por qué ser una descripción detallada y realista. Juega con la metáfora y la sinestesia.

Estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


Bajo mis pies

Mis pasos se pierden junto a la orilla del río, la senda me presenta dos viejos gigantes de piedra y cemento, en otro tiempo amantes, abrazados, ahora separados, el río les roba sus caricias. Pasar junto a ellos te permite observar otro mundo.

Quiero ver el transcurrir del agua junto a la enorme roca, me acerco y algo inesperado aparece bajo mis pies, “un jardín”, y pienso: “¿qué hace esto aquí?”

Acurrucado en la ladera, como un niño jugando al escondite, se presenta con sus grandes escalones de pizarra que se pierden entre los álamos, hasta la orilla del río.

Pizarra, botellas de plástico, flores pachuchas, todo en un pequeño espacio, caos ordenado. A la izquierda un pequeño mirador construido con madera muerta, amortajada por el tiempo, ceniza. Junto a él cuatro viejos viajeros, negros, cansados de recorrer carreteras, mantienen secuestrada en su interior a una hermosa pita. La torturan, día tras día, con sus viejas historias de largos viajes por caminos lejanos. Desgastados por el asfalto hablan sin parar y esperan que el tiempo agriete sus memorias. La pita aguanta, erguida, majestuosa, feliz, viendo como su prole crece libre, fuera de su negra cárcel.

Un mosaico multicolor de viejas macetas jalonan los escalones hacia el cauce. Batiburrillo de plantas, vivas, muertas, tristes, alegres. Desciendo los peldaños, despacio, y siento el poder del agua, la corriente refrena su ímpetu y durante unos instantes se detiene a contemplar este jardín loco, desubicado, oculto. El río brinda sus respetos en bandeja de plata.

Descanso unos minutos bajo la madera gris, mortecina y observo la amplitud del cauce en todo su esplendor. Levanto la vista y recorro despacio cada recodo de la ladera opuesta. Ante mis ojos aparecen siniestras bocas negras, gritos silenciosos que salen de las entrañas de la montaña horadara, de su útero desierto, estéril, en otro tiempo cobijo de muerte y destrucción.

Vuelvo la vista a los relucientes geranios que me rodean y pienso ¿qué hago yo aquí?

Tomás García Merino
Grupo B


La Rúa

Hay calles que contienen una ciudad entera. Lo comprendí un día de febrero de 1975. Aquella mañana había pisado los resbaladizos adoquines de la Rúa como todas las mañanas desde hacía cinco meses. Ya conocía bien Salamanca, pero precisamente ese día me sería desvelada la clave de su esencia más íntima.

Dejé a mis espaldas la iglesia de San Martín, y encaré la travesía. Miré hacia el fondo y noté cómo todos los edificios se asomaban cautelosos y a la vez indiscretos, para escudriñar en la vida de los transeúntes. Los del final más adelantados para eludir el estorbo de los primeros. Aun así, mantenían una respetuosa alineación para que la lisa torre de la catedral luciera su omnipresente jerarquía. Su sobriedad contrastaba con las florituras de la cúpula, el único signo de ostentación que le había sido permitido.

Las viviendas, casi todas de tres alturas, tenían facturas desparejas, aunque predominaba en sus fachadas la sillería franca en piedra de Villamayor, donde se exhibían medio avergonzados algunos escudos de alcurnias olvidadas. Había, sin embargo, casas que rompían las reglas, como esa al principio mostrando sin vergüenza los ladrillos, o su vecina que no ocultaba un humilde esgrafiado. Más allá presumía otra de filigranas al gusto oriental y de sus estrellas de David en la galería metálica de coloridos cristales.

Daba a las estrechas aceras un batiburrillo de negocios que retrataba bien la heterogénea composición del paisanaje. La ferretería de la Isla de la Rúa, custodiada por los únicos árboles de los alrededores, me esperaba con sus relumbres metálicos y su olor a aceite de engranajes. Foto Gonzalo y sus estantes inclinados guardando en cajas de cartón los carretes fotográficos. Eran una promesa de infinitud a la espera de ser revelada. La Industrial llamándome con sus vitrinas rebosantes de deliciosas tartas y pasteles. Tenía que domeñar mi gula obligándome a cambiar de acera. Los almacenes Colón cuyos dependientes me intimidaban tanto que olvidaba qué prenda había entrado a comprar. La farmacia Arias, con sus tres escalones de acceso, para mí el camino a la perdición. Nunca podré olvidar las enfáticas advertencias de mi hermano cuando me envió a comprar Centramina, la droga del estudio, que nunca llegué a probar. La peluquería con sus neones titubeantes, el ultramarinos ofreciendo las legumbres al paso…

A la salida de las clases la Rúa tenía otra cara. La veía desentumecida y activa abriendo sus ventanas al sol victorioso sobre la perezosa neblina. Nosotros caminábamos en grupos bulliciosos rechazando la invitación de las puertas que los comercios mantenían ahora abiertas. Tenía entonces la vía un aire de día festivo, las angostas aceras desbordadas por una multitud que evitábamos haciendo eses entre la fila de coches aparcados y los pocos que circulaban por la calzada. Brillaban los muros con un color de trigo maduro y el aire elevaba la humedad dejada por el frío de la noche. Todo se desperezaba en la calidez de este sol breve, pero rotundo.

La ciudad se mostraba en el escaparate diverso de esa sola calle con todas sus contradicciones: Rancia y lozana, generosa y avara, uniforme y diversa, señorial y plebeya, silenciosa y bullanguera... Y en ese momento, yo, con la enfervorizada juventud precipitándose por mis venas, me sentí por vez primera, uno más de sus hijos, acaso el predilecto. Aquel día creí haber llegado al fin a mi verdadero hogar, una morada acogedora, radiante, feliz y promisoria.

Pepe Lorenzo
Grupo B


Un volcán de barrio

A veces lo inadvertido se convierte en algo maravilloso. Nos pasa continuamente. Si nos paramos a pensar en ese puñado de personas que dan sentido a nuestra vida, seguro que muchas de ellas llegaron de manera inesperada. Compartimos con ellas el mundo, caminamos bajo el mismo sol y nos empapa la misma lluvia, pero no dejan de ser simples sombras que pasan a nuestro lado de manera anónima. Hasta que un buen día el destino, caprichoso como es él, decide construir un puente que nos conecte, un puente que, a partir de ese momento no querremos dejar de cruzar.

Lo mismo ocurre con determinados lugares. Viven ahí, estáticos, a la espera, en su eterna condición de escenario de este teatro que es nuestra vida. Y nosotros, como actores, no seríamos nada sin ellos. Igual que el papel de colores convierte el objeto en regalo e ilusión, los lugares decoran y dan sentido a nuestra existencia, ya sea para evocar un recuerdo, ofrecernos un momento de reflexión o una simple mirada de esperanza hacia el futuro.

Hay lugares míticos, fotogénicos, de esos que parecen estar posando para nosotros y que la Historia ha acabado convirtiendo en verdaderos símbolos de nuestra realidad. Los fotografiamos, los coleccionamos y acabamos por archivarlos en nuestro disco duro junto a una fecha y un recuerdo personalizado.

Otros son simples lugares de paso, figurantes de la obra cuya principal tarea es la de vigilar nuestro ir y venir en la ruta diaria que llamamos vida. A veces, y de manera improvisada, conseguimos darles alguna línea de texto en la historia, proporcionándoles así su momento de gloria. Pero, desde una perspectiva mundana, no dejan de ser lugares de paso.

Por último, nos encontramos con los lugares inadvertidos. No poseen excesivo atractivo, ni una marcada reputación. Sin alzar la voz nos observan desde su posición, ocultos como fantasmas entre los lugares de paso, esperando que un buen día alguien se fije en ellos y decida gritar su historia a los cuatro vientos. Son como ese alumno tímido que se sienta en la última fila y cuya existencia descubriste a mitad de curso, el día que el profesor elogió públicamente su buen hacer en tal o cual tarea.

El lugar que quiero describir hoy es uno de esos estudiantes. Un lugar inadvertido de la ciudad que ha hecho bien su tarea y merece ser reconocido por ello. No destaca por su belleza, no provoca que desvíes tu mirada hacia él durante tu paseo matutino, pero, si por alguna razón un día decides hacerlo, tendrás la misma sensación que el buscador de oro que acaba de encontrar una sucia pepita entre tanto barro. Se trata del Volcán de Garrido, un rincón tan desconocido como interesante.

Localizado en el norte de la ciudad y rodeado por otros puntos de interés como el parque de Wúrzburg, el Multiusos Sánchez Paraíso o el Colegio Montessori, se trata de un pequeño promontorio de reciente nacimiento que ha ido alimentándose a lo largo de las décadas por gran cantidad de escombros y restos que formaron parte del pasado civil de Salamanca. Ahora, esos mismos restos enterrados se unen compactos para observar la esencia de una Salamanca que tomó el relevo para adentrarse en la modernidad. Pero no fueron allí a morir y ser olvidados, ya que los años han querido darles una segunda oportunidad en forma de nuevo punto de interés, y la inicial escombrera ha acabado por convertirse en un mirador más por el que asomarse a la belleza de nuestra querida ciudad.

Ya de inicio, el acceso al lugar promete, ya que para llegar a nuestro objetivo deberemos recorrer un tramo de la vía del tren que en su día formara la línea Palazuelo – Astorga, abandonada ya desde 1985. Son pocos metros, pero, si eres amante de las buenas historias y el cine seguro que vendrá a tu mente la melodía del Lollipop de las Chordettes y acabarás tarareándola mientras recuerdas a aquellos cuatro inseparables amigos y su viaje en busca de un cadáver.

Según te vayas acercando a los pies de la pequeña colina, tu vista se desviará ahora hacia la hilera de dientes que serpentean hacia la cumbre en forma de improvisados escalones. Si tu imaginación sigue dejándose querer, quizás la melodía que ahora martilleé tu cerebro sea la de la intro de Juego de Tronos, o la de cualquier otra serie o película de fantasía donde una escalera conduzca al héroe hacia su destino.

Cuando comiences el ascenso verás que los escalones son simples trozos de madera adosados al terreno, cada uno incluyendo el nombre de algún pionero que quiso fundirse con el lugar para formar parte de él hasta que el tiempo y el clima borren esa unión. La subida es breve pero escarpada, no apta para calzado resbaladizo.

Una vez arriba solo nos quedan dos cosas por hacer. La primera, leer la interesante información que un expositor nos ofrece sobre el lugar y su historia. La segunda, sentarnos tranquilamente en el solitario banco acoplado a la cima y disfrutar de la maravillosa vista que se abre ante nuestros ojos. Además de lugares representativos de la ciudad, podremos observar sin problema, allá a lo lejos, la Peña de Francia o la Sierra de Béjar.

El lugar también ofrece signos de la acción humana en forma de pequeños arriates donde crecen unos recién plantados árboles, troncos acondicionados para sentarse, una señal que nos invita a descubrir otros desconocidos puntos de interés –como la Cueva del Águila, a escasos 500 metros de allí- o un cartel de bienvenida donde se nos invita a respetar el lugar y no corromperlo con nuestra basura. Todo ello enmarcado en una yerma planicie que por momentos parece querer imitar lo que sentiríamos al caminar por el suelo lunar, o por el escenario de algún videojuego de carácter post apocalíptico.

Pero lo más interesante de todo reside en la energía que el lugar emana desde lo más profundo de sus entrañas. Desde un punto de vista objetivo, no se trata de un rincón especialmente atractivo o colorido. Acceder a él no lleva ni cinco minutos desde la carretera principal y, una vez arriba, casi podremos tocar con los dedos el paisaje urbano que se desparrama en todas direcciones. Pero, por alguna extraña razón, el lugar te impregna de una extraña sensación de lejanía, de aislamiento, como si al cerrar los ojos o dar la espalda a la ciudad pudieras sentirte a kilómetros de distancia de la civilización. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.

Quizás la manera más precisa de entender esta percepción sean las palabras de Marcel Proust que aparecen impresas en el expositor localizado en la cima y que actúan como colofón a la información ofrecida: “El único verdadero ejercicio de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”.

Jorge Martín Peribáñez
Grupo B


Luz de la luna
ruta desconocida
cuerpo agotado

Alfredo Domínguez
Grupo B


La hoja que cae dos veces

Hace un sol espléndido que invita a pasear. Me adentro en el Parque de los jesuitas a observar los colores del otoño.

El suelo es un colchón de hojas de varias tonalidades; reconozco las del plátano de sombra, el chopo, y el castaño; otras más pequeñas deben ser de frutales que no llego a identificar. Cuando veo la hoja al lado de la fruta me olvido de la hoja y me fijo en la fruta; al ver la hoja sola ya no recuerdo cuál es la fruta que la acompañó en su momento.

Todo lo que veo lo hago mirando al suelo. Después de un rato encorvado, siento la necesidad de estirarme para compensar la postura, y miro hacia arriba.

Allí está, allí arriba en lo alto de una rama; de color amarillo pálido en el centro, ribeteada por ocres que se hacen marrones en sus bordes; siendo tierra tostada el color de sus arterias. La observo y como si me hubiera visto comienza a bailar al sonido de una brisa suave. Se anima y baila con fuerza hasta desprenderse; voltea para mí como si de un vals se tratase según va cayendo; pero no cae del todo pues se posa en las ramas de un peral y allí se queda un rato para respirar, para descansar antes de volver a bailar, al cabo de un momento impulsada por una ráfaga de viento que vuelve a sonar a Strauss, se eleva, coge impulso, y vuelve a bailar unos compases hasta llegar al suelo.

La observo y parece decirme: Yo ya he bailado mi último vals, ahora serviré de abono para que el otoño próximo mis hermanas lo vuelvan a repetir.

José Luis Fonseca
Grupo A


De ruta entre hojas de fuego

La Pandemia (sí, con inicio mayúscula) porque esta hace tiempo que de ser una pandemia, por no llamarla nuestra permito esa L). Para la mayoría, quién vivía y vive ahora en 1918? Pocos. Así que La Pandemia. Bueno ya me ponía con el monotema. La Pandemia me ha robado el Otoño. A otros le robó el mes de abríl. Desde que tuve la experiencia de vivir en tierras placentinas, en el bello norte de Extremadura suelo “bajar” por el Puerto de Béjar, en al menos dos momentos del año. Uno, el primaveral es lejano, con el Cerezo en Flor, que también me lo ha robado la Pandemia. El camino a veces es similar al que hago en otoño. Suele ser así. Hervás suele ir en el itinerario, de bajada o de subida, de parada y café.

A pesar de ello, para Otoño me quedo por esa ruta. En Puerto de Béjar me desvió de la autovía de la Plata, tomando la N630. Allí aun sobrevive un pequeño hostal con unas hermosas vistas. Disfrutar de un café solo (y nada más) unos instantes antes de seguir mi camino. Ya desde Béjar se tiñen las arbóreas hojas de rojo, naranja y amarilla. Las hojas se tornan en lenguas de fuego alrededor de sus verdes tallos. Continuo la bajada por la N630, cruzo Baños de Montemayor, y unos kilómetros, muchos me conducen al Valle del Ambroz, una de las alhajas de la Extremadura septentrional. En una salida tras unos kilómetros con poco tráfico me encuentro ya en Hervás. En abril del Cerezo en Flor, a la vuelta, suelo tomar el café, pero llevo demasiado reciente el del pasado hostal, y anochece pronto, cada vez, cada vez más cerca del Solsticio. Como sabéis no me gusta andar, y mi querido Polo (Volkswagen no Raúl) no es un 4x4, con lo cual veré lo que me permita mi coche. Poco voy ascendiendo do entre arboles ardiendo, con sol ya tenue. Voy subiendo, subiendo y subiendo. Empiezan a desaparecer los árboles. Estamos ya con las plantas de monte bajo. Has llegado al Puerto de Honduras. Contemplas de un lado Valle de Ambroz (destaca el Embalse del gran poeta Gabriel y Galán, en cuyo instituto tú no lo pasaste demasiado bien) y de otro el Jerte, desciendes pues. Hay fuego pero no es el mismo. Para ti siempre será el Castañar de Hervás. A él ibas con tus padres, hace 23 años la última vez, calculas, cuando tu familia se rompió. Nunca entenderás porque, tú no estabas ya allí para verlo. Lo que no morirá jamás serán las nieves en la sierra de Béjar (Calendario te encanta, hoy no toca), ni las cerezas que vas a ver bien desde Hervás, bien desde Piedrahita, pero toma en primaria.

Centrémonos, el otoño. No hay nada que defina más al otoño que el fuego en sus hojas. Anuncian la vuelta a la normalidad, cuanto será está nueva, parece que ha llegado para quedarse un rato, un rato largo. Las gentes volvían de sus pueblos, los estudiantes a las clases y a los bares, la vida, hasta ahora solitaria entre piedras, daba lugar la multiplicación de personas mayor que la de los vinos y los peces. Y eso lo indican las hojas, que desnudan a sus árboles. Volverán a vestirse en primavera. Es como en las tiendas de ropa (esas que dejan abrir en la Pandemia) unas temporadas llegan para irse. En unos días temporada de invierno. Pero a nosotros nos queda el otoño, mucho otoño. Nuestra provincia, nuestra región, nuestra ciudad ofrece muchos lugares disfrutar del milagro de la metamorfosis de hojas verdes en hojas de fuego, y color efímero

Nunca, nunca, nos podrán quitar el Otoño. Nunca nos podrás maldita Pandemia algo que es nuestro. Los árboles de fuego, las piedras doradas, con esas no podrás. Pasarás maldita. Todo pasa. Ni nos han robado el otoño ni nos robaran la primavera, siempre y cuando seamos conscientes de lo que tenemos y nos refugiemos en ello.

Javi Martín
Grupo A


Camino dorado

Hay algo lírico en lo que desfallece, en aquello que finaliza. El camino dorado del tiempo reconcilia el alma de la naturaleza con las despedidas. Soy como una hoja desprendida de un árbol, impulsada por la brisa, escribí a los veinte años. Ahora mis pies recorren el mullido sendero del camino otoñal. Una vez más se trasmuta el lento movimiento en la contemplación de una luz, que invade la oscuridad de mi bosque, que se desnuda sin pudor.

Sofía nos llevó a un paseo forestal y voluptuoso que bordea al río Tormes. En el primer trecho del camino tierra, a los lados, vimos casas rurales con sembradíos de coles inmensos, de un verde gustoso. Más adelante, en un terreno aparentemente baldío, el sonido de nuestros pasos hizo que se asomaran al encuentro unos gatitos curiosos. Antes estarían descansando entre los espacios vacíos que dejaban unas tablas de madera apiladas sobre la tierra, en las que otros todavía se resguardaban con temor. El más pequeño, de piel blanca con manchas amarillentas y ojos del mismo color, se acercó mucho más al oír mis impostados maullidos, atonales y ridículos. El animal movió ligeramente su diminuta nariz y los hilos de su bigote, para oler con ternura mi proximidad. Pensé en llevármelo a casa, pero supe que no toleraría mis rutinas.

Cuando ya nos adentramos hacia el sendero arbóreo olí el perfume del pinar que recibe a los caminantes. Alternadamente nos quitábamos las mascarillas (si no había gente alrededor) para oler el ambiente y aliviar el ahogo de esos días. A medida que caminábamos todo se fue tornando color ocre, con sus matices. Las hermosas hojas moribundas inundaban todos los rincones del camino, la tierra que circundaba a los árboles, incluso las orillas del río; otras flotaban silenciosas y distorsionaban levemente el espejo perfecto de las aguas quietas. Más adelante me detuve a escuchar el sonido de las últimas láminas ambarinas que le quedaban a una hilera de árboles: tarareaban su canto desvanecido cuando se movían por la fuerza del ábrego, artesano de esta estación. A la derecha seguíamos viendo el río, y los árboles con sus ramas desprovistas que lo acompañaban; a la izquierda los campos con las casas pequeñas y los terrenos sembrados también de cabras y caballos. En el fondo se posaba el horizonte. Y el sol comenzó a emitir sus rayos de oro, e inundó nuestro paso, pintó al río, a los troncos y a los ramajes expuestos del bosque. La sombra dorada se depositó en nuestras miradas, impenitente y fugaz como la última llama de una vela.

En instantes sobrevino el ocaso: una brevedad atemporal en la que se pierde la noción del comienzo y el fin; en la que el atardecer y el amanecer se funden en uno, antes de que la oscuridad se imponga.

Al cruzar por la segunda calle de tierra para regresar a casa, el cielo extrañamente se aclaró: en lo profundo, una estela rubia; arriba, un azul blanquecino que limpiaba el escenario anterior. Observé la copa vacía de los árboles que estaban al frente, como rozando el trozo de ese óvalo celeste. Sus ramas últimas, casi desnudas, se veían oscuras a contraluz, y parecían la caligrafía de un idioma antiguo escrito al viento.

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


El paseo fluvial

Lo descubrí junto a mi perro. Es uno de los sitios que a los dos nos ha proporcionado una gran sensación de libertad. Es un trocito de campo en la ciudad, junto al río Tormes.

Parece un túnel o un pasillo en el campo, con el carril bici y el río en un lado y pared en el otro. Sobre él hay varios puentes. Allí se escucha a veces el silencio, el canto de los pájaros, el sonido de las bicis y el correr de los perros- y las llamadas de sus dueños. A lo lejos, alguna máquina o herramienta, pero ni un solo coche. Huele a campo, a primavera, a calor y en el invierno el aire te corta el rostro.

Sabe a libertad, a tranquilidad, a experiencia compartida con mi compañero de vida de 4 patas.

Teresa Sanz
Grupo B


Colores, sonidos y olores
 
Un día espléndido, el sol nos está dando su mejor regalo, luminosidad y calorcillo que nos invitan a salir, que mitigan el frío y oscuridad que si no estamos alerta se cuelan en el alma llenándola de melancolía.

Y ahí está esperándome una alfombra en la que se combinan los ocres y dorados, que forman un mosaico amarillo y, perdida, alguna pincelada verde, que trae el recuerdo de lo que fueron, miro para arriba y veo brazos que se van desnudando como si se preparasen para un largo sueño, quedarse adormilados, como sin vida, para proteger esos pigmentos, esa savia, que darán lugar a su esplendoroso despertar, en las hojas que quedan, el sol se recrea “cada hoja es una flor” e inventa el color del optimismo. El suelo de los paseos, cubierto de una blanca pátina lanzada por las bandadas de palomas. Y en ese deambular y ensoñar me encuentro con ella “Bailando de felicidad”, que Xu Hongfei dejó en su paso por Salamanca, con la Victoria de Samotracia, con Europa y una plácida mujer, que contempla el paso del tiempo. Está bien que en el parque se encuentren estas pinceladas de cultura.

El crujir de las hojas secas que produce mi lento caminar, el piar de juguetones gorriones que saltan de rama en rama, como queriendo recordar el balanceo de los niños en columpios, el murmullo del agua del estanque, el graznar de los patos y de su zambullido, risas de pequeños a su alrededor, voces y cantos de los niños de la escuela, sirenas de ambulancias, que hielan el plácido paseo, cláxones, el pitido intermitente del semáforo, podrían servir de inspiración a un nuevo Vivaldi.

¡Cómo huele a otoño! las hojarascas impregnadas en la humedad, el olor de las castañas asadas, los churros recién hechos que nos trasladan ante una taza de chocolate, olor a tranquilidad, a calma. De estos colores, sonidos y olores disfruto en el parque de La Alamedilla.

Inés Izquierdo
Grupo A


Paisaje extraño

Es de mi pueblo, un trozo de su campo. Planicie de amarillo dorado en el verano, cielo de horizonte inmenso como un mar invertido.

Pasadas las eras que rodeaban el caserío, yo tenía un pedazo de espacio, orientado a la puesta del sol .

Un verano de infancia, tendría unos cinco años, me sucedió allí una experiencia que había de marcarme para siempre. Los trigos, unánimes, estaban rubios y maduros; no sé bien por qué, me interné entre aquellos fustes vegetales olorosos a pan futuro que casi cubrían mi estatura.

Sola, bajo un cielo de azul casi ardiente, indescriptible, me sentí feliz, disuelta alegremente en aquel pequeño todo de tierra, trigos y cielo, como si me hubiera fundido con ello en la gloria de la luz quieta. Al volver maquinalmente a casa, observé los raíles de la vía del tren, de plata cegadora; a mis espaldas la estación, como todas las de los pueblos, con su reloj y sus acacias y los silos del cereal blancos e imponentes. Caminaba por un sendero paralelo a las vías, los trenes me apasionaban, entonces eran de una hermosura impresionante y épica , mordiendo los espacios con su tiempo acelerado. Por primera vez me fijé en que pasaban por delante del cementerio, con cúpulas blancas y cipreses interrogando al cielo, mudos y constantes. Las tapias siempre me parecieron tristes e innecesarias, pero románticas, cercaban las ausencias, la soledad, el silencio.

El cementerio es el contrapunto a la puesta de sol y al paso de los trenes. Aquí se acaba mi postal castellana. Me olvidé de decir que, cuando vuelvo, me gusta como entonces cortar una ramita de hinojo y oler su menta extraña, dorada y azul en la memoria.

Emilia González
Grupo B


“Dos barrios salmantinos”

Plaza del Barrio del Oeste. Ahora que los bares están cerrados, y las terrazas recogidas, se puede pasear a su alrededor sin que te moleste nadie ni tropezar con ningún obstáculo; mirar es un privilegio que debemos apreciar en estas ocasiones. El coronavirus, hay que reconocerlo, ha ahuyentado otra plaga, la de las terrazas y aceras llenas de mesas y sillas, clientes y camareros, niños y demás animales de compañía.
Lo malo de mirar, a veces, es que ves. La fuente central de la plaza es un reposo para los sentidos que no impide, ay, fijar la mirada en un edificio de varias alturas con una fachada en cuadrículas de colores chillones, en la que se hace difícil descubrir los huecos de las ventanas, que, para más inri, suelen tener las persianas bajadas. No será para protegerse de la curiosidad ajena, porque después de ver el exterior no dan ganas de mirar hacia dentro. El edificio, sin duda, “dialoga” con el arte callejero que caracteriza al barrio. Le falta -a mi gusto- una cosa para mimetizarse con el entorno: que los grafiteros le den unas cuantas manitas.
En frente de estas geometrías sicodélicas está la fachada del Bar La Salchichería, con algunos ejemplos de los mejores grafitis del barrio. En la fachada, y en las trapas metálicas bajadas se puede ver a un señor mayor, vestido con un mono y llevando un bolso de cuero en bandolera; y una especie de animal mitológico, cabeza de ciervo y cuerpo desnudo de mujer, de cuya enorme cornamenta se desprenden ojos que se convierten en un manto de hojas al llegar al suelo. Los ojos muertos se recogen a paladas, diríamos, con permiso de Jacques Prevert.
El Barrio del Oeste es feo, para qué nos vamos a engañar. Calles estrechas inundadas de coches, edificios sin orden ni concierto, cada cual de su madre y de su padre, con diferentes alturas que no solemos ver porque no merece la pena mirar hacia arriba, sin esperanzas de descubrir un cielo que a duras penas se puede imaginar.
Coches y cocheras, donde, en estas últimas, los artistas callejeros han plantado sus reales, no siempre para bien. Mejorar la puerta de una cochera no parece tan difícil, pero a estas alturas ya sabemos que a menudo, menos, es más. Lo mismo se diría de algunos árboles, a los que artistas de la aguja se empecinan en vestir con retales de ganchillo. Es más bonito ver, y tocar, la piel del árbol.
Continuamos hacia el Barrio Vidal, y caminamos bajo el paso elevado de la avenida de Portugal. Entramos en la plaza, y, en cierto modo, es como si se hiciera la luz. Ancha, abierta, acogedora, verde. Cedros monumentales, castaños nobles y generosos, magnolios, laureles, plátanos de jardín, olmos, pinos. Ahora sí, entre las copas de los árboles, se quiere dejar ver el sol. La arquitectura del barrio es modesta, económica, popular, coherente. Y forma un conjunto urbano y homogéneo, sencillo y coqueto, que se deja leer. Fachadas lisas y geométricas, tres alturas, soportales, calzadas más amplias, con aceras en las que casi siempre hay una hilera de árboles, cocheras más escasas y mejor disimuladas, espacios que se abren a modo de pequeñas plazas, con artilugios para hacer ejercicio donde algún viejo obstinado se esfuerza en luchar contra el tiempo. Un colegio, una biblioteca, calles con nombres de diferentes oficios, Carpinteros, Cuchilleros, Pintores, Vidrieros, Pescadores, Plateros, Curtidores, Joyeros, Ganaderos. . . incluso una calle con el evocador nombre de Regato del Anís.
Subiendo por Egmidio de la Riva empiezan a aparecer edificios de cuatro alturas y ladrillo vista, pero todo sigue conservando un aire de familia, de barrio popular, modesto y acicalado. Algún que otro pequeño jardín, aquí y allá, creciendo un poco a la buena de Dios.
Arriba, la rotonda de Gran Capitán, un gran espacio abierto, por desgracia para el paseante también al tráfico. Dan ganas de seguir andando, y dejar atrás la ciudad contaminada.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


El Brillo del Charol

Tomás observaba la vida a través del objetivo de su máquina fotográfica como un científico una placa de agar con una colonia de microorganismos a través de su microscopio. Desde pequeño, su abuelo le enseñó a utilizar su vieja Leica, que guardaba como un tesoro protegida con una funda de piel color marrón: encuadrar, enfocar, disparar… ¡Siempre deseó tener una propia! Y en ese sueño de adolescente invirtió su primer sueldo tras terminar las prácticas de Teleco, una reflex Olympus OM1 que costó cincuenta mil pesetas en una tienda especializada. Desde entonces, la cámara y él se hicieron inseparables, comenzó a pensar en imágenes, formas, composiciones, en color. Parecía una luciérnaga persiguiendo la luz.
Aquella mañana soleada de noviembre, con apenas un café y el sueño aún pegado en los ojos, le impulsó hacia la calle para retratar los colores del otoño. El día frío y radiante le sonrió nada más pisar la acera rumbo al Retiro. La noche despejada había cubierto de escarcha los árboles famélicos que flanqueaban ambos lados del paseo central; sus ramas desnudas creaban una maraña grisácea bajo el azul intenso del cielo, donde tan sólo unas cuantas hojas languidecían con resignación. El viento soplaba impregnado del olor de la tierra mojada y Tomás, sintió la necesidad de pararse e inspirar profundamente ese aroma ancestral que, por un momento, le devolvió a su abuelo, a las tardes de su infancia en el pueblo y a las setas que él le enseñó a recoger con mimo en largos paseos por el monte; suspiró hondo y pateó al aire como si pudiera deshacer el nudo de nostalgia que había invadido su alma. Una nubada de hojas secas revoloteó a su alrededor a modo de confeti celebrando una fiesta de despedida. Siguió el vuelo de la última de ellas hasta que se posó humildemente sobre la mullida alfombra que tapizaba el suelo; embriagado por tanta belleza comenzó a disparar fotografías deseando captar la infinita gama de colores que van desde el ocre al amarillo, desde el rojo al púrpura.
Con el ruido de fondo de las risas infantiles, que comenzaban a acercarse a contemplar los patos del estanque, Tomás sólo escuchaba el ruido del dispositivo de la cámara; así, cuando aquel zapato negro de tacón quedó atrapado en el foco de su objetivo en medio de las hojas, no pudo evitar recorrer la verticalidad bien torneada de una pierna enfundada un una media oscura que, a la altura de la rodilla se juntó con su gemela que había estado jugueteando al capricho de su dueña, una bonita muchacha que, ajena al alcance de un zoom, bromeaba con sus amigas una preciosa mañana de un domingo cualquiera. Y se enamoró en aquel instante de su risa ruidosa, de la luz de su melena rojiza, de la verdad de sus ojos claros y del brillo lujurioso de sus salones de charol que, todavía hoy, María se pone cada año para celebrar juntos la llegada del otoño.

Romy Martínez
Grupo A


De hilos y susurros

Aquella tarde, las arañas se volvieron locas y murieron
dejando todos sus hilos al viento,
ordenados de cualquier manera al sol.
Hilos tendidos desde los árboles de las calles sin edificios,
flotando descuidados sin tejerse,
largos hilos sueltos en el viento,
al sol de aquella tarde.
Yo te esperé donde siempre,
tumbada en el césped bajo el susurro de las hojas,
mirando al cielo que me dejaban entrever;
aún era verano y lucían verdes y orondas,
las hojas.
Esta tarde, a los árboles apenas les queda alguna:
tostada, recogida sobre si misma, pensando.
Pequeños regalos colgados que tiemblan con el viento de otoño,
pequeños consuelos de la plenitud del calor.
Esta tarde, camino hacia el lugar donde me gustaba tumbarme
a preguntar al cielo.
Camino pisando esas hojas que me ofrecieron su sombra
y hasta las respuestas que el cielo no supo darme.
Crujen bajo mis pies.
No se si les gusta perder su estructura
para convertirse en migajas que alimenten el sustrato
durante los días de lluvia y heladas,
¿tendrán conciencia social?
Me siento en un banco,
al lado del lugar donde me gustaba tumbarme,
¿te acuerdas?
Una hoja solitaria da pequeños saltos.
Tímida se acerca a mi banco,
la miro y salta hacía atrás con su arrastre seco y crujiente.
No te voy a pisar –le digo.
Avanza hacia mi.
Me mira curiosa.
Ya no están las arañas –le digo–
ni sus hilos al viento y al sol. Se volvieron locas y murieron.
La hoja da un salto y retrocede.
No lo quiere oír,
pues vivieron juntas en algún árbol de este lugar.
Se estremece y queda quieta al sol frío de la tarde.
Su sombra le triplica el tamaño y transforma su imagen,
recuerda a una araña saltando al vacío, soltando su hilo.
La hoja da otro salto crujiente y me mira de frente.
Sobre los adoquines del suelo,
grafismos con trazo de tiza infantil;
con tiza, los nombres de algunas niñas y un niño:
corazones, nombres, palabras,
diez palitos verticales y uno horizontal tachando.
La hoja se posa sobre la palabra hola,
escrita con tiza infantil, y me mira de nuevo.
Hola –contesto–. Se pone el sol y me tengo que ir, ¿estarás mañana?
No lo sé –responde–. Unas niñas y algún niño vinieron a jugar.
Nos pusimos muy contentas: rieron, corrieron, saltaron,
dibujaron signos en el suelo y se llevaron a muchas de nosotras,
las de colores más bellos.
Las demás se fueron con el viento, hacia el sur.
Yo me quedé.
Me mira buscando una respuesta que no tengo.
La miro buscando una respuesta que me falta.
Murieron de pena –dice al fin–. Un día les entró la tristeza, así, sin más.

La observo con calma.
Se la ve tan frágil.
Le falta algún trozo y muestra agujeros aquí y allá.
Yo también me quedé.
Mi gente se fue con el viento del sur –le digo–,
¿quieres venirte conmigo?,
al menos podremos hablar,
vivo cerca y tengo chocolate caliente.
La hoja me mira, sonríe y asiente.
Con cuidado la recojo en mis manos
y continuamos la charla de camino hacia casa.
¡Conversan tan bien las hojas!

Angela Mayor
Grupo A


La casa de la plaza

Anclada con firmeza en la tierra
permanece la casa que habitó mi infancia.

Vestida de ladrillo rojo, piedra blanca y
adornada con diez balcones y cinco ventanas.
Se yergue majestuosa, en el mejor lugar de la plaza.

Cuatro acacias vestidas de gala, como centinelas
día y noche guardan la entrada
y saludan con donaire
a quién va a visitarla.

Al traspasar la puerta de madera labrada,
un gran jardín interior da su bienvenida
con una explosión de luz, fragancia y color.

En ese universo de ensueño,
la jacaranda y el magnolio
recitan hermosos poemas, al alba.

La hiedra y la madreselva,
se abrazan como amantes
en la madrugada.
Las catalpas exhiben orgullosas
sus perlas blancas.

La violetas, jazmines, rosas y azucenas
mezclan su aroma alrededor del estanque
de agua clara y remansada,
donde el sol se refresca cada mañana
y la Luna por la noche,
la convierte en espejo de plata.

Un grupo de hortensias de diferentes colores,
se preguntan entre ellas, quién es la más bella
para adornar la escalera que conduce a la vivienda,
de estancias cerradas, en cuyo interior
los muebles duermen cubiertos, por sábanas blancas.

Marian Pérez Benito
Grupo presencial


Parque de los Jesuitas

Parque de los jesuitas, alrededor de 1000.000 metros cuadrados, situado entre el paseo de San Antonio y avenida de la Aldehuela (enfrente de la fábrica de Mirat)
Los terrenos originalmente pertenecían al Huerto de la compañía de Jesús (Jesuitas). En el año 1979 fueron cedidos a la ayuntamiento por un valor 50 millones de pesetas y cano anual durante 30 años, con la condición de que fuera destinados a la construcción de un parque público.
Abundan árboles frutales que se conservan en su mayoría, también fueron añadidos nueva especies, entre los arboles hay uno centenario el secoya hija de la sustente en la universidad.
Debido aja abundancia de vegetación viven muchas aves: herrerillo común, el verderón, petirrojo…
Ha sido curioso, después de pasear por el parque no he sido consciente de lo bonito que es. Miraba pero no veía.
Ayer fue un día muy especial, me adentre en la naturaleza en un momento me sentí parte de ella. En un cuadrado enfrente de donde juegan los perros, entre pisando las hojas mojadas por el roció de la noche,miraba las hojas cuando vi una bola roja que parecía una cereza alce la vista me sorprendió la belleza de los arboles con sus frutos el sol posado en ellos hacían que brillaran aun con mas resplandor, segui caminando y hay un manzano con una sola manzana vi mas pero al ser urbanita no conocía sus nombres. Estaba tan extasiada que no era capaz de salir.Pero tenia que hacerlo y según salía vi un arbusto en un rincón solo volví a quedarme un buen rato.
Al final conseguí alejarme iba como en una nube.

Josefa Redondo
Grupo A


La mejor medicina: la Naturaleza

Cogió la chaqueta y salió a pasear, la cabeza le estallaba, otra vez ese maldito sueño que se repetía una y otra vez desde hacía algunos años e incluso cuando era chaval. Varias veces había intentado descifrarlo, aunque la verdad no deseaba hurgar en su inconsciente. Comenzó el camino lentamente, exhorto en sus pensamientos, un coche le rozo la chaqueta y su bocina comenzó a sonar escandalosamente, impasible, siguió su paseo como si nada hubiera ocurrido, cada paso que daba le acercaba hacia El Monte del Susurro, este lugar siempre le hizo sentir diferente, todos sus sentidos se desarrollaban con tanta intensidad que parecía fundirse con aquel entorno mágico.
En la zona más privilegiada del monte preside majestuosa la gran peña , los primeros rayos de sol la abrazan por ambos lados ,haciéndola acogedora a pesar de su fría textura ;en la parte más baja, su forma de trono, incita a sentarse y observar aquel hermoso cuadro ;mientras se coloca para conseguir una mejor visión, su pituitaria percibe esas fragancias a tomillo y jara que le transporta a otros momentos de su infancia, cierra los ojos e inconscientemente su tímpano comienza a percibir un sinfín de sonidos que le envuelven en un sentir de emociones tales ,que hacen correr dos lagrimas por sus mejillas. Los robles, los chopos, el alcornoque y su colega la encina hablan sin parar, les molesta el viento y los pequeños pajarillos que revolotean sobre sus ramas; siempre allí sin moverse y aguantando con resignación aquellos diminutos seres, arañas, hormigas, escarabajos… que harán de sus troncos su acogedor hogar, “hay días que se enfadan” y mueven tan velozmente sus ramas, que todos esos habitantes saben que es el momento de buscar cobijo en otro lugar. A su espalda el susurro del pequeño arroyo que da vida a todos estos personajillos. Siente sed, ¿ cómo se podría vivir sin este líquido tan preciado?; algo corre por su mano ,abre sus ojos rápidamente , una salamandra comparte el trono con él, le hace volver a la realidad, mira su reloj ,tiene que salir o llegara tarde a la comida familiar; ya no siente ese fuerte dolor de cabeza ,”había encontrado la mejor medicina” , “el increíble sonido de la naturaleza” ; al salir corriendo ,tropezó con unas zarzas y aprovecho a saborear unas moras que ya estaban maduras.

Josefina Félix 


Percepciones de otoño

Crissss, crassss, crissss, crassss. Es el lamento convulso de vosotras, hojas caídas, que hiriendo vais mis oídos, al deslizar mis pasos por sobre vuestra quejumbrosa piel de celofán. ¿Escucho que lloráis sobre la tierra?

¡Miserable destino para tanta belleza desahuciada, dispuesta sobre el tálamo, infecundas! Lucientes soles vinieron a dorar la decadencia que os afligen, que hoy tañen ya, pausadas las campanas del otoño. ¿Llaman acaso a un réquiem por vuestras sencillas almas?

Hojas de otoño que espejabais vuestras lozanas primaveras, rendidas al tacto del correr del agua, que transitando el tormesino río regresaba a vosotras la imagen misma de vuestra juventud de vida saturada. ¿Tal vez hoy os consuela la caricia de las lluviosas nubes, que anegando van de cieno vuestras canas?

Snifff, snifff, snifff. En aromas mansos, desde cuando acaba el esplendor más pleno, hasta el invierno del rigor, con sus mesnadas blancas, perfumando vais mis sienes de fragancias, desde el castaño al pino y los derechos álamos, hasta el vértice picudo del ciprés que se alza. ¿Guardasteis cautivos los olores en la raíz más sana, del mástil que esculpiera vuestra vida, parar otras de mañana?

No detengan las savias tejedoras los telares de vuestras manos pardas, que en frutos de sazonadas mieles, al sabio paladar le sean bien dadas. Y sentad a vuestra mesa bien dispuesta, las ondas verdes que la hierba inflama, con los vientos torcidos y lluviosos que a espaldas del verano pasan. ¿Serán por siempre los mismos tus sabores, cuando el clima nos muestre su boca desdentada?

Y en estos pensamientos me recreo, mientras camino por sendas alfombradas, llenándome los ojos de colores, de paz, de trinos, susurros, cielos de nubes y claros sin sustancia. Hay un parque al sur de la Aldehuela, que lleva mis pensamientos cosidos a su alma. ¿Eres feliz, otoño, con tanta destrucción. Nunca descansas?

Pepita Sánchez
Grupo presencial Grupo A


Paisaje descriptivo
Arroyo de Curi. Mozárbez.

Otra vez vuelvo a escribir
Llega el silencio, de nuevo.
Con la cálida luz de la mañana de sol.
Todo el campo que esta en silencio
llena con un suspiro del viento el arroyo y la paz y la tranquilidad.
Curi se sube posesiva encima de la roca a toparse con los rayos del sol.
Y entonces oye una voz familiar, su amiga humana.
La observa y la escucha. Y de nuevo, el silencio.
Tarde otoñal. Aun así queda por llegar.

Iria Costa
Grupo B

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