Historias de ascensor

Esta semana solo tuvimos sesión del taller de escritura con el grupo C, así que recuperamos un tema ya tratado en años anteriores con los otros dos grupos. El tiempo se pasó en un suspiro de tanto subir y bajar en ascensor. Y mira que pulsamos el botón de "Stop" y el botón de alarma para detenernos una y otra vez y recrearnos aún más en el viaje. Le pusimos a la sesión un nombre con empaque: Ascensum. Lo tomamos prestado de la iniciativa que con ese mismo nombre permitió a muchos ciudadanos contemplar de cerca la fachada de la Universidad de Salamanca durante su última remodelación. Puedes ver un breve reportaje aquí.
Comentamos algunos de los textos de "Cien viajes en ascensor" de Alfonso Zurro, un libro que recoge cien piezas breves que transcurren en el interior de un ascensor.
Señala María Jesús Orozco en el prólogo: “Todas estas minipiezas, todos estos encuentros fortuitos, constituyen los fragmentos de un puzzle, estructura coral que no se atiene a una mera relación sin objetivo, puesto que conforma una unidad muy bien urdida. Así, si las primeras minipiezas evocan más bien un clímax más distendido, iniciando la serie con uno de los tópicos que más se asocian al ascensor, “hablar del tiempo”, continuando en su desarrollo con un repaso de las principales lacras del siglo XXI, las últimas muestran un perfil más desolador -la decadencia, el castigo, la purgación de las faltas cometidas- que concluirá con el apocalipsis, la destrucción de ese “no lugar” y el extermino del ser humano. Así se revela en la última minipieza, “Espalda”.




Se imaginan que alguien entra en el portal y dice Perdone... ¿es éste el ascensor donde se ha aparecido la Virgen? o que coincides en un ascensor con una mujer disfrazada de albóndiga y un hombre de reina de España. Estas y otras muchas escenas son las que presenta Alfonso Zurro en Cien viajes en ascensor. Un calidoscopio de la sociedad en que vivimos.

Dejamos aquí como muestra el texto "Pajarito", una de las piezas incluídas en el inicio del libro:

Un hombre y una mujer se encuentran en el ascensor.
–Buenas tardes…
–Y calurosas…, la que está cayendo… son bofetadas de fuego.
–Y aún más… mire lo que llevo en la cabeza.
–Eso… ¿qué es?
–Un pájaro, un pájaro muerto… Este calor lo ha debido abatir mientras volaba y el pajarito ha ido a desplomarse sobre mi peinado… he intentado quitármelo, pero ha sido imposible, se ha quedado enganchado entre los rizos.
–También es casualidad y puntería.
–Una mala suerte, el dichoso pajarito ya me ha chafado el día. Imagínese, salgo de la peluquería, doy cuatro pasos y plas… pajarazo en el moño.
–Quizá sea una señal…
–Mi madre ya lo advertía: esta niña tiene la cabeza a pájaros…, no iba desencaminada, sus augurios se han cumplido.
–Si quiere le echo una mano
–¿Qué insinúa?
–Oh… perdone por lo equívoco de la expresión…, me refiero a ayudarle con el pájaro y los pelos.
–Disculpe por la confusión…, es tan extraño encontrarse hoy día a auténticos caballeros.
–Si no le importa…
–Muy al contrario, se lo agradezco… Intente salvarme lo que pueda del peinado, las peluquerías tienen unos precios…
–Es un gorriato, está como si en un último aliento de vida hubiera intentado agarrarse a cualquier sitio…, y encontró su pelo… Poco a poco…
–Un hombre busca entre la selva de tus cabellos un pajarito muerto…, ¿no le suena poético?
–Lírico, endiabladamente lírico, ¿es usted poeta?
–Dios me libre, la poesía amansa a las fieras, no está hecha para mí, prefiero escuchar el rugir de la leona que llevo dentro.
–Ya está…, aquí tiene el pájaro.
–Bueno… ¿Y qué hago yo ahora con este animalito?
–Tirarlo
–Es tan poquita cosa…, si me hubiera caído una perdiz ya estaría pensando en alguna receta suculenta… ¿Sabe? Soy una estupenda cocinera, pero con este pajarín poco se puede hacer…, la verdad es que soy incapaz de arrojarlo a la basura, lo siento como algo mío…, estoy conmovida… debería enterrarlo.
–Dada la naturaleza del suceso no estaría nada mal, si necesita de un monaguillo en mi juventud ejercí esas labores y recuerdo el pater noster latino.
–Le tomo la palabra, lo enterraremos en una maceta de siemprevivas, será un funeral sencillo, ambientado con música de Bach.
–Está usted afligida, se le nota que tiene un espíritu harto sensible… Si no le importa, después de la ceremonia la invito a cenar en mi casa al amparo del aire acondicionado…, me llamo Manolo.
–Y yo Pepa, después de todo, el suceso se ilumina como portador de buenos augurios, le espero en media hora. Voy a preparar todo para el sepelio… Ah, no es necesario que se ponga corbata negra.
El ascensor de detiene. Ella sabe garbosa…, él la ve alejarse por el pasillo con el pajarito entre las manos.

Incluimos, a continuación, una lectura dramatizada de los alumnos del Aula de Teatro del Patronato Municipal de Cultura de Alcázar de San Juan de varias escenas de Zurro:





Y nos referimos ahora a varios cuentos sobre ascensores: El ascensor que bajó al infierno de Pär Lagerkvist o El milagro del ascensor de Alejo Carpentier, uno de los primeros cuentos que el escritor cedió para Hojas Universitarias por la Fundación Alejo Carpentier de La Habana, en Cuba.

La empresa de ascensores IASA promovió años atrás un premio de Microrrelatos. La ganadora de la primera edición fue Paloma Hidalgo Díez con el texto "El rascacielos":

Él se enamoró de mí cuando el ascensor alcanzó la segunda planta. Yo ya le amaba en la primera. En la décima acepté el anillo; la boda, íntima, la celebramos en la decimoquinta. Tres más arriba llegaron los gemelos y la hipoteca. Elevarnos sueños juntos una docena de plantas más, un tiempo perfecto en el que conjugamos el verbo amar hasta tener a Lea, plantamos el cerezo, y nos aficionamos a volar en globo. Pero en la trigésima subió ella, la mujer que ahora vive en sus pupilas. Rezo para que se baje en la siguiente, yo tendría, otra vez, dos plantas para enamorarle antes de alcanzar la última.

Incluimos también un texto de Mario Benedetti titulado "Ascensor":

La muchacha y el hombre ingresaron en el ascensor en la Planta Baja. Ella marcó el 5º piso y él marcó el 7º. Pero de pronto sobrevino un apagón y el ascensor se detuvo, naturalmente a oscuras, entre el 2º y el 3º. Él dijo: «Caramba», y ella: «Qué miedo».
Permanecieron un rato en aquel lóbrego silencio, pero al fin el hombre dijo: «Al menos podríamos presentarnos. Mi nombre es Juan Eduardo».Y ella: «Soy Lucia».
Él decidió mover de a poco el brazo izquierdo, y así, a tientas, llegó a tocar algo que le pareció un hombro de la chica. Allí se quedó, esperanzado. Ella levantó una mano y la posó sobre aquel brazo intruso. «Tenés un lindo hombro —dijo él—, parece el de una estatua». Ella apenas balbuceó: «Tu mano me gusta, al menos es cálida».
Entonces, ya mejor orientado, el brazo masculino bajó hasta la cintura femenina. Ella tembló un poco, pero acabó sintiendo. En realidad, no tuvo tiempo de preguntar nada, porque él le cerró la boca con su boca. Lucía, un poco asombrada, sintió que aquel beso le gustaba y respondió con otro, éste de su cosecha.
Así quedaron un buen rato en aquella tenebrosa intimidad. Él preguntó: «¿Sos soltera?». «Sí, ¿y vos?»; «Viudo». Inauguraron un abrazo inédito, y así permanecieron, disfrutando.
De pronto se acabó el apagón, pero el ascensor todavía quedó inmóvil. Ambos, ya con luz, se estudiaron los rostros y sobre todo las miradas. Hubo un mutuo visto bueno.
Él dijo: «No estuvo mal, ¿verdad?». Y ella: «Estuvo lindo». Él «Me parece que el ascensor va a empezar a moverse. En Planta Baja marcaste el 5º. ¿Vas allí?». Y ella: «No, ahora voy al 7º».
Al final el ascensor arrancó y los llevó como lo haría un padrino.

Y por último, en esta rápida selección de textos, transcribimos "El ascensor para las estrellas" de Gianni Rodari:

Cuando Romulito tenía dieciocho años entró a trabajar como mozo en la pizzería “Italia”. Le   encargaban los servicios a domicilio. Durante todo el día corría arriba y abajo por las calles y escaleras, llevando en equilibrio bandejas cargadas de deliciosas  pizzas, bebidas, papas fritas y otros comestibles.
Una  mañana telefoneó a la pizzería el inquilino 14 del número 103: quería una pizza napolitana y una bebida grande.
– Pero inmediatamente, o lo echo por la ventana –añadió con voz ronca el marqués Venancio, el terror de los mozos a domicilio.
El ascensor del número 103 era de aquellos prohibidísimos, pero Romulito sabía cómo burlar la vigilancia de la portera, que dormitaba en su mostrador: logró meterse en el ascensor, cerró la puerta, pulsó el botón del quinto piso y el ascensor partió crujiendo.
Primer piso, segundo, tercero. Después del cuarto piso, en lugar de aminorar su marcha, el ascensor la aceleró y cruzó el rellano del piso del marqués Venancio sin detenerse, y antes de que Romulito tuviera siquiera tiempo de asombrarse.
Toda Roma yacía a sus pies y el ascensor subía a la velocidad de un cohete hacia un cielo tan azul que parecía negro.
Con la mano izquierda continuaba sosteniendo en equilibrio la bandeja con la consumición, lo cual era más bien absurdo considerando que alrededor del ascensor se extendía ya a los cuatro vientos el espacio interplanetario, mientras la Tierra, allá abajo, al fondo  del  abismo celeste, rodaba sobre sí  misma arrastrando en su carrera al marqués
Venancio, que estaba esperando la pizza napolitana y su bebida grande.
– ¡Córcholis! –exclamó–. Estamos aterrizando en la Luna. ¿Qué estoy haciendo yo aquí?
Los famosos cráteres lunares se acercaban rápidamente. Romulito corrió a apretar alguno de los botones de la caja de mandos con la mano libre, pero se detuvo:
– ¡Alto! –Se dijo antes de pulsar un botón cualquiera–, reflexionemos un momentito.
Examinó la hilera de botones. El último de abajo llevaba escrita en rojo la letra “P”, que significa “Planta baja”, o sea la Tierra.
– ¡Probemos! Suspiró Romulito.
Pulsó el botón de la planta   baja y el ascensor invirtió inmediatamente su ruta. Pocos minutos después volvía a atravesar el cielo de Roma, el techo del número 103, el hueco de las escaleras, y aterrizaba junto a la conocida portería, donde la portera, ignorando aquel drama interplanetario, seguía dormitando.
Romulito salió precipitadamente, sin detenerse siquiera para cerrar la puerta. Subió las escaleras a pie. Llamó al número 14 y escuchó cabizbajo y sin respirar las protestas del marqués Venancio:
-Pero bueno, ¿dónde te has metido en todo este tiempo? ¿Sabes que desde que he ordenado esa maldita pizza napolitana y bebida grande han transcurrido catorce minutos?
Si Gagarin hubiera estado en tu lugar, habría tenido tiempo de ir a la Luna. 

Recuerdo aquí, por último, un excelente cuento de Clara Obligado titulado "El enviado" (Las otras vidas, Páginas de Espuma) que comienza así:

A mi amigo Javier lo perdí en un ascensor. De eso hace mucho tiempo y, si no fuera por las analogías que pueblan mi vida, tal vez lo hubiera olvidado. Hoy lo recuerdo porque llueve, y la lluvia es siempre remota.
Voy a comenzar a contar esta historia por el principio, por aquellas tardes en las que lo veía desde el mirador de mi apartamento jugando libre en la acera mientras su madre se ocupaba de la portería. Era como verme a mí mismo, porque le dejábamos mi ropa usada, pero en él mi ropa vieja parecía nueva.
Crecí envidiando a Javier. Desde la sobreprotección de hijo de viuda rica envidiaba su independencia sin imaginar que aquella libertad no era otra cosa que abandono. No fue hasta que cumplí los doce años que mi madre me permitió bajar a la calle y jugar con él. Antes, me apercibió:
–Cuídate, no sólo de las calles, sino también de su influencia. Viene de un mundo distinto.

[...]

Vimos un breve vídeo titulado "El elevador" de Magaby García en el que se plantea ese cotidiano conflicto de saber si hemos pulsado o no el botón para llamar al ascensor y si éste va a obedecernos. Y recomendamos el libro "El ascensor" de Yael Frankel de Ediciones El limonero. 


Propuesta de escritura

Escribe un texto, ya sea monólogo, diálogo o cuento, que transcurra en el interior de un ascensor

Estos son algunos de los trabajos enviados hasta ahora:


El Ascensor que yo quiero

Quiero un ascensor
para subir al cielo.
Un ascensor lleno de espejos,
que me miren sin decir nada.
Dar los buenos días a las cigüeñas
porque las vi reflejadas
entre los pisos del alba,
en la niebla que me indica
el camino,
hacia un arco Iris
de sueños y miedos.
llegar al último piso y,
descender a la profundidad
del océano, enredado por el aire
en un suspiro,
y, perderme entre corales
peces de colores y algas.

P.G.
Grupo C


Ascender, descender, trascender

Al entrar en el ascensor, recorrió con la mirada cada esquina y eligió aquella en la que pasar más desapercibida: lo último que quería era verse obligada a entablar otra absurda conversación insustancial sobre el tiempo. Ajustó la amplia bufanda alrededor del cuello, porque a pesar de no querer hablar del tiempo sabía que hacía demasiado frío. Todo parecía demasiado frío desde hacía demasiado tiempo. Guardó la nariz debajo y los cristales de las gafas no se empañaron. ¿Funcionaba aquel stick ani vaho, finalmente? La meca de los miopes, sin duda.
Siempre sintió respeto por aquellas cajas metálicas que subían y bajaban por los edificios como ataúdes para el cómodo transporte de los vivos. Como los aviones, en esencia. Los años y la meditación consiguieron que pudiera usar los primeros, las «benzos» hicieron lo propio con los segundos. Las «benzos» y las gominolas, primas hermanas para los adultos inestables.
Imaginó a quien dio nombre por vez primera al invento. Ascensor, porque asciende. Tenía lógica, pero ojo, que también desciende. ¿«Descensor» no sonaba bien? Desde luego que ahora chirriaba en el oído, aunque era innegable que descendía igual que ascendía. Igual era la aspiración humana: el ascenso a un puesto suculento, a unas vistas privilegiadas, a un lugar mejor. Descender quedaba para el pie de calle más mundano, hacia el abismo. No asciendes a los infiernos.
Si aquel ascensor se parara en ese mismo instante… ¿Habría alguien al otro lado del botón de emergencias? Si el ascensor cayera al vacío del foso desde el decimoctavo… ¿Se elevaría ella cómo si no existiera la gravedad, durante unos instantes, solo para acabar como una masa de sangre y cerebro desparramado? No recordaba que aquel viaje durara tanto. Tenía que haber tomado más benzodiazepinas para cogerlo.
—No: han sido suficientes —anunció una voz metálica desde el altavoz—. Pero aún puedes elegir el destino.
Apenas mudó el gesto cuando sacó el bote del medicamento del bolsillo y lo agitó el el aire, escuchando la nada. Contrajo el pecho en una carcajada muda y apenas un hilo de aire salió de su cuerpo.
Estudió los botones del cuadro de control, comprobando que no apretó ninguno al entrar. Cerró los ojos un instante antes de tomar la decisión de presionar el adecuado.
Esta vez sí, sonrió al hacerlo.

Sara Terrén
Grupo C


La buena educación

La chica entró apresuradamente en el ascensor cuando yo iba a pulsar el botón de mi piso.
-¿A qué piso va?- pregunté en tono amable.
-Da lo mismo, me escondo de un hombre que me persigue, pulse antes de que me vea.
-Bueno, en ese caso, si no sabe a que piso quiere ir, sólo podemos hablar del tiempo- dije mientras pulsaba mi piso.
Ella me dio la espalda sin contestar.
-¡Qué falta de educación!- pensé

Enrique Martínez
Grupo C


Ascensor

Entraron abrazados en el ascensor y sin apenas soltarla, él marcó el 9º.
“¿Has puesto bien el piso?”, dijo ella, sofocada y casi sin aliento. –“Sí, vamos a tu casa, es en el 9º”, respondió y añadió, con voz apresurada, “lo podíamos hacer ya, aquí tenemos tiempo”. –“No es el lugar adecuado, Daniel, ten paciencia; además puede parar en cualquier piso y asomar algún vecino”.
“Pues estoy empezando a sudar de tanto estar pegado”. “Ten paciencia, te he dicho”, le increpó, Eloisa.
“Venga”, ronroneó Daniel, “ya no me puedo aguantar el placer de descubrir cómo se siente en el tacto ese volumen que tienes en el abrazo y que tanto hemos esperado, para disfrutarlo juntos”. “Sólo un momento para sentirlo y catarlo, lo hacemos rápidamente”, insistió Daniel.
De pronto el ascensor paró, lentamente la puerta se abrió. Era el vecino del 8º y ella clavó los ojos en su uniforme bien planchado. El vecino los miró de arriba abajo: -“¿dónde vais tan sudorosos y excitados?”. Nada le respondieron; pero al moverse Daniel, para hacerle sitio, una de las bolsas se abrió y de ella empezaron a salir billetes de cien, doscientos y algunos de quinientos euros.
“Esto sí que es mala suerte”, dijo Eloisa, “para una vez que nos había salido bien el atraco”. “Y ni siquiera nos ha dado tiempo a contarlo”.

Gabriel Risco Ávila
Grupo C


Dos bolsas de granadas en el ascensor

Esto es un cuento de Navidad y empieza con la sorpresa que se lleva Sucinta, la vecina del segundo B, la más madrugadora, al coger el ascensor un día normal de diciembre. Sucinta saca todos los días a su westie a pasear a las 7 de la mañana. Ese día de diciembre, previo a la Navidad, cogen Sucinta y su westie, llamado Sur, el ascensor, Sucinta bien abrigada, y se sorprende con la visión de dos bolsas llenas de granadas sobre el suelo del ascensor. Son dos bolsas de papel decorativo con motivos navideños. Sur, también sorprendido, ladra a las coloridas bolsas, sabiendo que no deberían estar allí. “Sí, ¿qué hacen dos bolsas llenas de granadas en el ascensor?”, se pregunta Sucinta. “Alguien se las habrá dejado olvidadas. Le preguntaré a Olvido”. Olvido es la vecina del Bajo A. Lleva toda la vida viviendo en ese bloque de pisos. Tampoco son tantos vecinos, diez, cuatro pisos y el bajo, puertas A y B. No puede ser tan difícil averiguar de dónde han salido las dos bolsas de granadas. Además, Olvido controla todo el descansillo y el ir y venir de la gente, y lo recuerda todo.
Cuando vuelve Sucinta de su paseo, se encuentra con el joven vecino del tercero A, Galo se llama, que sale a trabajar, pero tiene que volver a casa porque se ha dejado la bufanda. Así que, vuelve a coger el ascensor. Dos pisos y dos bolsas de granadas perdidas en un ascensor dan para mucha conversación. Un mínimo comentario al frío que hace y se pasa directamente a las bolsas de granadas. “No, no son mías”, comenta Galo. “Pero me encanta esta fruta de temporada. Su color, su sabor, su jugo rojo. Solo abrir la granada, ya siento un gusto y un placer intenso. Las como con cuchara o en ensaladas. ¡Qué ricas!” Sucinta también habla de su gusto por las granadas. Y también se atreve a contarle a Galo algún recuerdo de su juventud compartiendo una granada con su difunto marido. “¡Cómo nos reíamos cuando nos saltaba el jugo a la ropa! ¡Era un fruto de lujo! ”. “No sabía. Es que en mi tierra hay muchas”, responde Galo. Sucinta sale con su perrito en el segundo y Galo sube al tercero a rescatar su bufanda. Los dos siguen pensando en las bolsas de granadas. Galo estará todo el día rememorando su tierra, las granadas que cogía en el huerto de su abuelo. También pensará en el pasado de Sucinta, en esos años de carestía en los que una pieza de fruta significaba opulencia. Piensa en la suerte de Sucinta por poder compartir la fruta con la persona amada. “Cuando me la vuelva a cruzar, se lo comentaré”, piensa. Sucinta también pasará el día pensando en las granadas y en Galo. “¡Qué joven tan agradable!”, piensa. Espera el momento de llamar al timbre de Olvido. Con lo que le gusta hablar a Sucinta. Ninguno se ha atrevido a tocarlas, por supuesto. Ya aparecerá el dueño.
A partir de las nueve y media ya empieza a haber más movimiento. Baja la mujer que vive en el cuarto B con su marido y sus hijos. Viena va con prisa porque llegan tarde al colegio. Cogen el ascensor y se quedan con la boca abierta. Los niños, Ibis, Robin y Paloma, de nueve, siete y cinco años, se lanzan a las granadas como pajaritos a un trozo de pan. Quieren cogerlas y llevárselas, uno para comerla en el recreo, otro para jugar al fútbol con ella, la más pequeña para enseñársela a su maestra. Viena se lo impide y les pide que se comporten, enfadada. En ese momento, el ascensor se para en el segundo y entra Frida, la actriz que vive en el segundo A. Frida es muy guapa, famosa por sus papeles en televisión, pero tímida y habla poco con los vecinos. Está a punto de no subirse, pero los niños quieren contarle, todos a la vez, que han aparecido unas granadas en el ascensor. Frida entra y se da cuenta de la existencia de la fruta. Les dice a los niños que quizá haya llegado con antelación algún paje de los Reyes Magos. Les cuenta que en Holanda el que trae los regalos a los niños es San Nicolás el 6 de diciembre. Quizá haya sido él. Los niños le preguntan si ha estado en Holanda. Y ella les dice que vivió unos años, que habla holandés y que algún día pueden ir a su casa y les puede contar historias de ese país y darles galletas típicas.”¿Os gustan las galletas?” “Algún día que actúe en el teatro, podéis venir a verme. Y vuestra mamá también”. Llegan al bajo y se separan. Se sonríen y Viena le da las gracias y piensa que qué mujer tan agradable. En la oficina, Viena soñará todo el día con viajar a Holanda. Frida soñará con pasar las Navidades rodeada de niños.
De once a una está Coro, la mujer de la limpieza. Coro deja el cubo de fregar junto a las granadas y decide llamar a varios pisos para preguntar si alguien se ha dejado las bolsas navideñas en el ascensor. Aprovecha para preguntarle al presidente de la comunidad, que vive en el tercero B, se llama Raúl y es poeta, si puede comprar fregonas y bayetas nuevas. También se interesa por la salud de los vecinos que conoce de toda la vida. Con algunos hace mucho que no habla. “¡Qué raro! Qué poco se habla últimamente!”, piensa.
El padre de los niños, Notorio, que trabaja en una empresa de marketing y lo hace on line, baja a media mañana a comprar tabaco. Percibe las granadas. Su olor, mezclado con el del tabaco de su ropa, no le agrada mucho. Está a punto de darle una patada a las granadas cuando se abre el ascensor en el segundo y entra la amiga de Frida, Nacha. Nacha y Frida comparten piso. Las dos son la sensación de la escalera. Notorio disimula y comenta: “¡Qué curioso! Han aparecido unas granadas en el ascensor. Alguien se las habrá dejado. Si son suyas, se las puedo acercar a casa. Que deben de pesar”. “No, no son mías, gracias. Muy amable”. Notorio se siente satisfecho. “Me ha sonreído. Creo que le gusto”, piensa. Nacha piensa con un poco de ingenuidad que todavía quedan hombres caballerosos.
En el portal coinciden un repartidor de comida y Sixto, que llega del trabajo de su turno de noche. El repartidor se llama Joel. A los dos les hace gracia la aparición de las granadas. “Será una broma”, comenta Sixto, “y eso que no son Los Santos Inocentes todavía. Todavía no he desayunado, que, si no, me cogía una y me la comía. Y usted, ¿ha desayunado? Venga, que le pongo un café caliente. Trabajar en la calle en estos días tiene que ser muy duro.” “Pues, vale, gracias, en un vaso de plástico, si tiene, y me lo llevo”. Se paran en el primero, donde vive Sixto y le saca un café. Joel va al cuarto A, donde vive Felisa, que está en silla de ruedas y hay que llevarle la comida. Felisa coge poco el ascensor, sólo cuando va al médico, pero espera con impaciencia a Joel, que le pone al día de todas las noticias. Felisa, por supuesto quiere salir al rellano y ver las granadas con sus propios ojos. Felisa, que es muy religiosa, le cuenta a Joel que la granada es el símbolo de la resurrección y de la vida eterna. A Joel le gusta charlar con Felisa y le da las gracias por sus lecciones. “¡Cuánto aprendo con usted!”, le agradece Joel. Felisa se siente contenta y piensa que qué agradable es ese chico. Joel se marcha bebiéndose su café y pensando qué que majo es el vecino del primero B.
El del bajo B, Don Huraño, que nadie sabe si es mote, pero todos le conocen por ese nombre, nunca coge el ascensor, como es de suponer, ni habla con nadie. Aunque un día lo coge para subir a la azotea para observar las estrellas. Ve la bolsa. “Esperaré unos días para coger una y se la pondré a los gorriones, que ahora no tienen mucho que comer”, piensa.
Pasan dos días. Las dos bolsas de granadas, subiendo y bajando, provocando sorpresa y curiosidad, siendo el tema de conversación, un hecho tan singular y extraordinario, evocando recuerdos, inspirando afectos. Incluso el presidente, el poeta, escribe una Oda a las Granadas.
Al tercer día, aparece una nota que dice:
Pueden coger una o dos granadas, si les place. Disfrútenlas.
Y, ¡Feliz Navidad!
Firmado YO, vecina del ¿…?

Marisa Sánchez
Grupo C


Encerrados

Detecto su presencia anodina e insignificante, depositada en el suelo húmedo y brillante del ascensor.
Dentro de mi pecho algo se desboca cuando despegamos y ya no hay vuelta atrás.
Me concentro en su contorno naranja y tenue, en el movimiento apenas perceptible del agua, ajeno al sonido amenazante de poleas y a los ruidos que mi amígdala reptiliana detecta cuando este aparato roza las paredes.
Pero ella está en el ángulo oscuro y alguien sabe que estamos aquí. Depositaria de esperanza, es mi seguro de vida en este viaje y en este tiempo que apenas discurre.
Alguien la necesita y vendrá a por nosotros.
Un palo de madera, apoyado descuidadamente con su extremo rastrero y sucio, ahora elevado al rango de amigo.
Estamos juntos en esta trinchera de anticipación y miedo. No estoy solo.
Un ruido imperceptible para cualquiera, detona mi corazón, mi mente se dispara ¡Se ha parado entre dos pisos¡ enterrado, olvidado, me faltará el aire y no habrá cobertura. Retiro de mi cabeza la idea de arañar paredes.
Trato de calmarme en el temblor del agua en mi particular y turbio océano, contenido en el pequeño planeta familiar de color naranja.
Un frenazo repentino nos sacude a los tres, náufragos emparedados.
El ascensor se ha detenido y se abren las puertas.
Estoy a salvo, y mientras pienso en llevarla conmigo o darle un beso, el portero aparece y pregunta si estaba dentro su fregona.
Si señor, afortunadamente ahí estaba.

AMF
Grupo C

No hay comentarios:

Publicar un comentario