A vueltas con la peonza

En la sesión del taller de escritura de esta semana fuimos derviches giróvabos y no paramos de dar vueltas a la peonza. Recordamos aquel ritual entre los niños -pocas veces participaban las niñas- de vestir la peonza con el cordón o zumbel lo suficientemente tenso como para asegurar un buen baile. El reto estaba en saber lanzarla, ya fuera de manera libre o dentro de un círculo donde ejercitaban su coreografía otras peonzas.
Este juguete popular entre los niños tiene siglos de antigüedad. Los romanos y griegos la hicieron bailar. Virgilio hace alusión a ella en la Eneida. También se la conoce con los nombres de peón, peona, trompo o repión y se elaboraba fundamentalmente con madera (la de boj era la más codiciada) o también con barro cocido.
También hablamos en la sesión de la pirindola, pirinola o perinola (o dreidel), una peonza pequeña, de plástico o de madera, con diferentes inscripciones en sus seis caras, como si fuera un dado giratorio. Los jugadores hacía una apuesta y tenían que seguir el dictado de la suerte según la orden que dictara el pequeño trompo: "Pon 1", "Pon 2", "Toma 1", "Toma 2", "Toma todo" o "Todos ponen". La perinola es también el título de un opúsculo que Don Francisco de Quevedo escribió contra el Dr. Juan Pérez Montalván y su libro Para todos. Una de las sátiras literarias más eficaz, divertida, original y maligna de cuantas se han escrito en español.
Pero volvamos al trompo. Peonza es también el nombre de una revista de Literatura Infantil y Juvenil, quizá la más importante de nuestro país, con treinta años de historia 154 números en sus anaqueles. Esta es una de las muchas líneas de trabajo del grupo Peonza, cuya labor de difusión de la LIJ va más allá de la revista y se extiende a la organificación de Encuentros y Jornadas con maestros, educadores, profesionales del sector y niños y niñas de escuelas rurales.
Yo he tengo la fortuna de haber participado en sus proyectos y de colaborar en algunos de los números de la revista.


Ilustración de Isidro Ferrer


Hace años participé en una original iniciativa. El grupo Peonza me invitó a escribir un texto que sería ilustrado y publicado en un azucarillo gracias a la complicidad de Café Dromedario, un empresa de Santander que periódicamente imprime en sus azucarillos colecciones de todo tipo. En aquel proyecto participamos un grupo de ilustradores y escritores de LIJ. El artículo "Palabras que dan vueltas y vueltas y..." de Guillermo Balbona en el Diario Montañés da cuenta de esa iniciativa. Con motivo de la celebración de los 25 años de la revista esos textos formaron parte de un catálogo maravilloso con otros textos y referencias a la peonza que recorren la literatura universal. El trabajo gráfico recorrió también muchas bibliotecas y salas en forma de exposición.

Dejo a continuación mi texto y algunos otros que forman parte de "Los espacios mágicos", el libro que conmemoró la efeméride del grupo y que es un maravilloso homenaje a las peonzas:

Peonza

"Los niños al tirar el trompo en movimiento es como si hubiesen soltado
a su corazón de madera en medio de la vida".

Ramón Gómez de la Serna


Como un planeta en órbita, pequeño,
corazón de madera y de mentira
que una gimnasta enamorada tira
al aire, eres así, libre, sin dueño.

Deja en tu rúbrica que crezca el sueño
y sin cordón umbilical aspira
a recorrer el mundo, y gira y gira,
tornado de juguete y de diseño,

ovni que merodeas por el suelo,
giróvago que con perseverancia
logras que el sinsabor y el desconsuelo

carezcan en mi palma de importancia.
Contigo he de dar vueltas por el cielo,
carrusel del recuerdo y de la infancia.


Los paisajes de la memoria
Agustín Fernández Paz

En mis años de infancia, en aquella Villalba de los grises años cincuenta, el tiempo tenía una dimensión circular; el paso de las estaciones traía siempre los mismos hechos, los mismos trabajos comunales y, también, los mismos juegos.
Cuando llegaba el tiempo de las peonzas, mi hermano y yo gozábamos de un singular privilegio. Los otros niños del barrio las compraban en las tiendas del pueblo. Las había de diversas formas y tamaños, con franjas de colores perfectamente pintadas sobre madera clara. Todas muy bien hechas, pero se notaba que eran "de fábrica". El orgullo mío, y de mi hermano, nacía de que nuestras peonzas eran distintas: estaban hechas por mi padre, en la carpintería familiar donde trabajaba.
Cierro los ojos y aún lo puedo ver. Mi padre cogía el trozo de madera de boj y, en el torno de atrás, con aquellas gubias especiales, hacía las labras, mientras el aire se inundaba del olor de la madera. Y así, poco a poco, iba tomando forma la peonza guardada en el corazón del boj. Luego le pintaba unas líneas, rojas y verdes, más imperfectas que las de los otros, pero también más queridas.
Cuando se trataba de lanzar las peonzas y ver cuál duraba más tiempo, o cuál dormía mejor (que así llamábamos nosotros a ese instante mágico en el que la peonza parece inmóvil, reconcentrada en su giro), quizás no teníamos s ninguna ventaja especial. Pero si el juego consistía en esa especie de duelo, en el que los jugadores van tirando sus peonzas, tratando de expulsar a las otras del círculo marcado, entonces éramos los reyes.
Era ahí, en esos choques violentos que acababan tantas veces con la rotura de la peonza adversaria, cuando teníamos toda la ventaja. Porque la nuestra podía sufrir abolladuras, o rasguños superficiales, pero no rompía. É que o do Agustín é de buxo, decían los otros niños, conscientes de la impotencia de su esfuerzo.


Las peonzas
Carmen Martin Gaite

Las peonzas giran sin que el niño entienda por qué, por eso las mira embobado. Además, porque ese movimiento giratorio y sonámbulo forma parte del suyo, su mano tuvo que ver en él al atar al cuerda y soltarla. Admira, el niño, pues, su propio pulso y destreza para provocar un equilibrio inestable sin finalidad práctica. Y a la audacia del baile fugaz -lo sabe- va a sobrevenir el tambaleo. El niño no puede dejar de acechar con una mezcla de arrobo y susto los primeros síntomas de desfallecimiento de la peonza. ¿Cuándo se caerá al suelo? -se pregunta-. Y siente, al preguntárselo, aunque no lo advierta, como una amenaza de cuchillada a su intrepidez infantil, a sus sueños de poder infinito.

Para conocer mejor a los integrantes del grupo Peonza y su excelente trabajo recomendamos los artículo "Los cien giros de peonza" de Marta San Miguel o "Peonza, 30 años de pasión por la lectura" de Guillermo Balbona en el Diario Montañés.
Antes de cerrar esta entrada dejamos por aquí otros dos documentos sobre las peonzas: una poticia sobre una exposición con el título de "Ssszzziúuu (La melodía de las peonzas)" organizada por el maestro Luis Ramas y la fotógrafa Lestonnac Ibáñez y el trabajo "El juego tradicional del trompo en el Antiguo Egipto" de Julio Ángel Herrador.
Quizá recuerdes el final de la película Origen de Christopher Nolan: un plano en el que aparece una peonza que era utilizada como tótem para distinguir la realidad del sueño. Si la peonza no dejaba de girar significaba que el protagonista seguía soñado. Pero hay quien piensa que lo que sucede al final de la película era real y no un sueño. Aquí tienes una explicación.


Propuesta de escritura

1. En la sesión propusimos escribir un texto a partir de esta frase: "La peonza desfalleció y quedó inmóvil" Nos interesaba conocer quiénes pondrían a rodar de nuevo la peonza y quiénes optarían por escribir a partir de su inmovilidad. 
2. La propuesta para casa fue más libre. Un texto con la peonza como protagonista.

Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


La peonza mágica

No me gustaba el colegio. Sacaba malas notas. Era el foco de las burlas de mi clase. De baja estatura, con sobrepeso, gafas y pecas provocaba que mi autoestima fuera nula. Tenía una colección de motes interminable. Nadie quería jugar conmigo.
Pasaba las tardes jugando con mi peonza de madera de boj, pintada por mí, de base negra y con dos rayos amarillos de bordes naranjas. La cucurita estaba protegida por cinco chinchetas simulando los pétalos de una flor. Jugar con ella era lo único que lograba abstraerme y alejar mis penas mientras dormía plácidamente.
Recuerdo el incidente como si fuera ayer, amenazaba tormenta, preparé el cronómetro Casio que llevaba en mi muñeca y lancé con todas mis fuerzas. En el preciso instante que tocaba el pico la tierra un rayo la atravesó. La descarga me sacudió con tal energía que me desplazó dos metros. Me levanté asustado, desorientado, y temeroso de haber perdido mi compañera de juegos.
Sin embargo, allí estaba, dormida, con una velocidad de rotación que generaba chispas alrededor. Me senté sonriente, mientras zumbaba. No lo calculé, pero seguro que bailó más de veinte minutos.
Aquel día cambió mi vida. Tenía una peonza invencible. Había sobrevivido a la de Zeus que no consiguió partirla. Ahora era mágica. Tenía poderes.
Días después un grupo de abusones del colegio se acercó, como hacían muchas veces. Todos iban detrás del cabecilla, imitaban sus acciones. Exactamente no sé qué ocurrió, agarré la peonza con fuerza, miré a los ojos del abusón y se apartó dirigiéndose en otra dirección.
Cuando llegó la época de exámenes susurré a su cuerpo de madera, para que me ayudara a aprobar mis asignaturas. Estudié con muchas ganas, y no solo aprobé, sino que saqué muy buenas notas.
Me sentía tan poderoso, que cuando otros compañeros sufrían bullying me apresuraba a defenderles, acompañándoles para que vieran que no estaban solos. Conseguí hacer grandes amigos.
La última vez que le pedí un deseo a la peonza, fue cuando conocí a vuestra abuela. Me armé de valor convencido que todo iba a salir bien, y nos enamoramos.
Mis nietos me miraban tumbados en el suelo, con sus cabezas apoyadas sobre las manos. Sus ojos brillaban de ilusión.
— Abuelo, ¿dónde está la peonza? —me preguntaron con impaciencia.
Sonreí. —Preguntad a la abuela, que seguro que la tiene guardada en alguna caja del desván.
Ahora, con el tiempo, he comprendido que no fue la peonza. El superpoder estaba en mi interior. Cuando somos niños necesitamos creer en objetos mágicos.

Max Ferlam
Grupo B


Lo que pasó después de recoger la peonza

                                                A Pablo. Como siempre.

1.
La peonza desfalleció y quedó inmóvil.

Pablo la recogió y entró al coche de sus padres. El último baile de la peonza determinó también el último día de agosto. Pablo pasó todo el trayecto a casa –unos cuatrocientos kilómetros– sin saber que aquel sería el último baile.

2.
Soraya vio cómo Pablo se alejaba con la peonza en la mano, feliz de haber pasado un verano más con sus amigos. Pero ya llegaba septiembre; y con él las clases; y con ellas la soledad; y con ella la nostalgia; y con ella las ganas de regresar a sus tardes de verano, con el único entretenimiento de ver bailar una peonza y jugar a hacerla bailar durante más tiempo con un cronómetro en la mano.

3.
Llegó diciembre y Pablo volvió. Pero ya no avisó: hacía frío y llovía. La peonza, en casa, a unos cuatrocientos kilómetros. Estaba tan cerca, pero se sentía tan lejos. El inicio del curso le había vuelto rabioso, agresivo, se había sentido tan solo, y no entendía por qué. Después de Reyes se volvió a marchar, pero sabía que había sido como si nunca hubiera estado. Vacío. Silencio.

4.
En marzo Soraya lloró una tarde entera. La habían insultado en clase y se había sentido tan sola. Solo quería llegar a casa y sentarse a escribir, pero cuando llegó solo sintió ganas de llorar. “Dice que se siente sola”, había escuchado entre risas a una de sus compañeras de clase. Esa tarde Soraya supo que no se sentía sola: lo estaba. Al día siguiente, en clase, Soraya escribió una carta a Pablo en la que le contaba todo lo que le estaba pasando. Nunca la envió.

5.
Pablo lloró una tarde entera de mayo. Llegó a casa después de haber enloquecido en medio de la ciudad, haber pegado un puñetazo a una pared haciéndose inmenso daño en los nudillos, y también después de haber arrancado una papelera de una patada. A los pocos días llegaría una multa por vandalismo, cuando la herida de los nudillos empezaba a cicatrizar. No sabía qué le pasaba, pero sentía soledad, rabia, dolor y un vacío en el pecho que no sabía a qué respondía.

6.
En junio, Soraya supo que había sobrevivido a sus ganas de quitarse del medio. Se iba de ahí, no iba a volver a ver a sus compañeras de clase y, si lo hacía, al menos ya no se sentiría encerrada entre cuatro paredes con ellas a escasos metros. Soraya celebró el cierre de una etapa, pero sintió que no tenía con quién celebrarlo.

7.
Un jueves de agosto, Pablo salió de casa y sintió el aire quemándole los pulmones. Llevaba una peonza de la mano. La lanzó y bailó durante más segundos de lo que solía durar, pero Pablo no sintió nada. Repitió el proceso y la lanzó de nuevo; ante un nuevo récord sintió lo mismo: el vacío. Pablo volvió a llorar.

8.
Siete años después, dejaron de ser Pablo por un lado y Soraya por el otro. Un abrazo sanó las heridas que se habían hecho en estos siete años. Se sintieron exactamente como una peonza: habían dado tantas vueltas, habían chocado tantas veces con otras personas que el daño parecía irreparable. Pero bastaron dos horas y un café para empezar a repararlo.
Han pasado otros siete años, y Pablo y Soraya están más unidos que nunca, aunque esos cuatrocientos kilómetros siguen entre ellos. No ha vuelto a pasar tanto tiempo sin un café, sin un vino o sin un abrazo, pero ya son mayores para jugar con peonzas.

MAGF
Grupo A


La peonza

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. Llevaba años olvidada en el cajón, entre algunas canicas y lápices sin punta. Papá la encontró mientras buscaba otra cosa. La tomó con cuidado, como si fuese un pequeño corazón dormido, mientras su mente viajaba tiempo atrás.
La lanzó al suelo y le dio un impulso torpe. La peonza titubeó, giró apenas… y se cayó, pero insistió, hasta que comenzó a girar con un zumbido leve, que despertó el interés de Leo, al verla danzar.
- ¿Qué haces papá?,
- He encontrado este juguete en un cajón del escritorio del abuelo, una peonza de madera...
- ¿A ver ? ¿Esto es un juguete? ¡ Pero si es de madera, y está un poco vieja y tiene unos garabatos aquí…!
- No son garabatos, mira son iniciales, el nombre del abuelo, y el mío, que grabó cuando me la regaló. Tu abuelo me enseñó a hacerla girar por primera vez.
- Y, ¿me vas a enseñar a hacerla girar a mí?
- Por supuesto, pero debemos cambiarle la cuerda, que está un poco gastada, mira, pon atención...
Enrolló el cordón alrededor del cuerpo de la peonza de madera y la lanzó. Esta vez con más fuerza, tocó el suelo, giró y giró, mientras Leo gritaba y saltaba alrededor, intentando no tropezar con ella.
El papá sonrió emocionado, al recordar al abuelo de Leo, quien le había enseñado a hacerla girar por primera vez, y comprendió que, igual que la peonza, algunos recuerdos necesitan sólo un pequeño empujón para volver a moverse en el corazón.

E.R.A.
Grupo B


“Bailad, bailad, peonzas”

La peonza loca
Era una peonza con doble personalidad, y giraba a diestra y siniestra.

El misterio del repión desaparecido
Era un repión de serrín, y cuando giraba las virutas se desvanecían en el aire.

Travesuras
Aquel repión aprendió a volar para pincharle los globos a los niños.

Abrazo
Era un repión tan unido a su cuerda que cuando giraba se la volvía a enrollar.

La peonza Pavlova
Era una peonza con ínfulas de bailarina, y en vez de giros hacía “pirouettes”.

Piedra Rosetta
Aquel niño aprendió a leer descifrando la escritura del repión.

Conciencia ecológica
Aquella fábrica sólo producía peonzas sostenibles.

Peonza, trompa y pirindola
Eran unos repiones muy promiscuos y cuando giraban hacían un “menage a trois”

Aquella adolescente soñaba con ser madre y cuando lanzaba la peonza sentía como si le cortara el cordón umbilical.

Era un repión “cuadriculado” y sólo giraba en línea recta.

Era un repión tan vago que cuando el niño lo lanzaba se quedaba pinchado en el suelo.

Era un repión de corcho y pescaba con rejón de anzuelo.

Los niños derviches sólo juegan a la peonza.

Era un repión “veleta” y giraba a merced del viento.

Las peonzas con tripa bailan la danza del vientre.

Aquel repión pidió la baja porque se mareaba.

Ignacio Aparicio
Grupo A


El peonzinador

Aureliano Céspedes ganó merecidamente el Premio Nobel de la Paz del año 2045. Veinte años antes, cuando era un joven físico transmutacional, se había sentido impactado por las guerras reales y las amenazas de conflicto global. Con el empuje propio de su edad y del entusiasmo de un investigador en el comienzo de su actividad, decidió dedicar los esfuerzos de su privilegiada mente a contrarrestar el desarrollo armamentístico que se había desatado, utilizando como herramienta el nuevo campo científico en el que ya comenzaba a destacar.
Los primeros años de su investigación fueron bastante duros, pues no había financiación oficial para su propósito y los fondos privados o de organizaciones sin ánimo de lucro no eran capaces de vislumbrar la viabilidad para convertir los estudios teóricos de Aureliano en realidades tangibles. Sin embargo, pasados varios años, empezó a ser conocido por haber convertido un bolígrafo en un termómetro, mediante el impacto de un haz de rayos transmutacionales, generados siguiendo los cálculos realizados durante los estudios teóricos. Este experimento, que fue portada de la revista Nature del 12 de noviembre de 2037, le ayudó a conseguir financiación para realizar el gran salto cuantitativo en el logro de sus objetivos. De esta forma pudo desarrollar equipos más sofisticados y alcanzar hitos cada vez más significativos en su particular lucha antiarmamentística. En 2039 vio la luz el primer generador de rayos transmutacionales de 1 kilotoy (kty) de potencia. La conversión de 425 gramos de explosivo plástico en un balón reglamentario de fútbol, consagró el invento como un gran adelanto.
El mundo siguió avanzando y las tensiones internacionales fueron incrementándose de forma paralela. Pero Aureliano no se quedó estancado. Consiguió fabricar el transmutador portátil, capaz de ser manejado por una sola persona, con una potencia de varios gigatoys (Gty) y posibilidad de convertir armas de varias toneladas en juguetes de un tamaño proporcional. En 2043, todos los países, poderosos y menos poderosos, disponían de los trasmutadores portátiles fabricados por Aureliano. Y el día 22 de abril de 2044 demostraron su eficacia y avalaron la concesión del prestigioso premio al Profesor Céspedes.
A las 13 horas y 47 minutos de aquel día, fue detectado un misil de dudosa procedencia volando hacia Bruselas, con una carga nuclear calculada de 2 megatones (Mt). Dada la alerta general, el soldado Thibaut Fernandes apuntó su transmutador portátil a la trayectoria del misil y acertó de lleno en el amenazador ingenio. Ante el asombro de todos los que tuvieron la oportunidad de contemplar el impacto, este se transformó en un gran globo aerostático, que como una enorme peonza descendió girando hasta posarse en el suelo de las Árdenas, cerca de la ciudad de Namur. Allí quedó la gran peonza girando como un carrusel, fija en el punto de aterrizaje como si alguien hubiera realizado un lanzamiento perfecto con el zumbel, despidiendo brillos de colores y lanzando hacia el entorno su mortífera carga transmutada en inofensivas peonzas de madera. A raíz de este suceso, la sabiduría popular comenzó a referirse al invento de Aureliano como el “Peonizador” y a la potencia de los rayos para convertir armas en juguetes con los términos “kilotoy (kty)”, “megatoy (Mty)” y “gigatoy (Gty)”. Como consta en el acta de la Academia Noruega encargada de designar al premiado, se le concede a Aureliano por la invención y desarrollo del Peonizador como “arma” antiarmamentística. Todavía está pendiente la concesión del Premio Nobel de Física por el desarrollo de la teoría transmutacional a tan insigne personaje.

Manuel Medarde
Grupo A

La peonza

Desde muy pequeño me fascinaba el baile de la peonza, su giro endiablado que impedía ver su entorno, su zumbido que sonaba como silbido al principio, e iba sonando cada vez menos a medida que perdía velocidad en el giro; y al final su caída, nunca con suavidad, siempre estrepitosa, haciendo recorridos varios. Como si quisiera decirnos que no estaba conforme con el final del baile, y nos gritase que quería volver a comenzar.
Yo nunca fui habilidoso en el arte de mover o bailar la peonza. Debía ser torpe en aquel quehacer. Tampoco nunca dispuse de buen material: mi peonza era de “perra gorda”, y siempre terminaba bailando poco y mal, además en las reyertas “peoniles” siempre acabó herida. Yo le ponía pegamento “Imedio” en sus grietas, y le clavaba algunas chinchetas metálicas para protegerla. Después de que murieran dos o tres ejemplares, abandoné aquel juego. Otros ocuparon su lugar, como las canicas, el hinque, el marro, el potro, el pañuelo, las chapas, el escondite, las carreras, ... Para pasar en la adolescencia a jugar con pelotas y balones.

José Luis Fonseca
Grupo A


La peonza desfalleció y quedó inmóvil.

Hoy, hablamos de peonzas y me traslado a mi infancia, cuando me hacía más feliz bailar una peonza que abrir un libro. Procuraba evadirme de la mirada inquisidora de mi madre, que me decía que me entretenía con una mosca y los estudios pasaban a segundo plano. “Pecados de juventud”. Ese paso de la niñez a la adolescencia , cuando mas que una mosca eran otras “cosas” las que me hacían estar en Babia.
Pasaba horas con mi peonza entre los dedos, lanzándola al aire.
Después de mucho insistir, conseguí que mi tío Manolo, que tenía el taller de ebanistería en una de las estancias de la finca de mi abuela, me confeccionara una peonza que era la envidia de mis amigos.
Peonza que paso a formar parte de mi infancia, pintada de azul. En su danza, era como ver el arcoíris al zumbar en el aire.
Tan rápida, como pasó mi niñez, se cansó de bailar y desapareció. Quien sabe, si aún se encuentra inmóvil en algún rincón.

P.G.
Grupo C


Nuestra peonza

Mi padre me regaló su peonza de madera cuando cumplí seis años. Para él era un juguete muy querido, eco de risas pasadas, que guardaba con la ilusión de entregármela en algún momento.
Me enseñó a jugar con ella. Con su mano firme lanzaba la peonza y danzaba entre las sombras. En el rostro de mi padre se unían melancolía y esperanza. La peonza desafiaba la gravedad y cada vuelta traía un recuerdo que persistía en el aire y en cada giro un sueño.
Cada tarde, cuando regresaba del trabajo siempre encontraba un hueco para jugar conmigo y nuestra peonza. En esos momentos se producía la simbiosis perfecta entre pasado y presente. Se enredaban las ilusiones perdidas y las que aún quedaban por vivir.
Aún guardo esa peonza ajada por el tiempo. Cuando abro ese cajón y la observo siempre vuelve a mi la inquebrantable unión entre nosotros. Fue la peonza el símbolo de nuestra complicidad y a través de ella mi padre compensó su efímera niñez.

Pilar Sánchez
Grupo B


Furia

Mi furia cambió el mundo
modificó el nombre de las cosas
su peso, su forma, su tamaño
me alejó del paisaje conocido
y me llevó de la mano de lo ignoto
hacia un lugar fuera de mí
en el que no te viera.

Mi furia me separó de cintura
para desabrochar los botones de la nada
como una peonza que se abre al mundo girando
con los ojos cerrados, con el pelo revuelto
y el vértigo continuo de saber que acabará
cayendo, porque nada queda suspendido
                    eternamente flotando
ni siquiera tu mirada

Julia E. García Manzano
Grupo B


"La peonza inmóvil"

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. Hace mucho que el tiempo había pasado sobre ella. Ahora solo era una figura de madera abollada, cubierta por una fina capa de polvo de ceniza en el rincón olvidado de un desván, un panteón silencioso de juguetes antiguos. Su punta de metal, antes pulida por el roce constante contra la dura tierra de la plaza, reflejaba apenas un rayo de luz filtrado. En ese inmovilismo, la peonza era esencia de la nostalgia, el eco mudo de risas que ya no se oían. Solo quedaba el recuerdo del zumbido hipnótico, esa melodía de madera bailarina, ahora detenida para siempre. Pero el juego, como el río Duero que pasa por la tierra seca de Castilla y León, siempre vuelve.
En la plaza mayor de Villafría, justo cuando el sol de la tarde alargaba las sombras de los soportales, una cuerda nueva y brillante reapareció. Era la de Mateo, un niño de diez años que había desenterrado el tesoro de su abuelo.
—¡Venga, que empieza el reto, el que la mantenga más tiempo gana! —gritó Mateo, con los ojos llenos de la misma intensidad que tenían sus antepasados.
A su alrededor, un grupo de niños se agolpaba. El silencio nostálgico del desván se rompió con el chasquido rápido y preciso de las cuerdas al enrollarse en la madera, seguido por el grito de lanzar la peonza. ¡Zas!, el primer trompo golpeó el suelo y, como por arte de magia, la peonza antigua despertó, no su cuerpo, sino su espíritu.
La plaza se llenó de vida, de perros que giraban furiosamente, de la risa contagiosa de los perdedores y del jubiloso grito del campeón. El aire vibraba con el sonido de las púas, cantando sobre la tierra compacta. La peonza, aunque seguía inmóvil en el desván, giraba en la memoria y en las manos de esos niños; la melancolía se disipó, reemplazada por la alegría atemporal de un juego que se niega a morir.

Fernando Nieto
Grupo A


Buceando en la memoria
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Rastreo a lo largo de mi infancia, en la Salamanca a comienzos de la década de los años setenta, cuando el tiempo parecía flotar ingrávido, jugando en el patio del colegio Francisco Vitoria y en la plazuela de la Reina. Vivíamos ajenos a una dictadura que daba sus últimos coletazos, y repetíamos de manera inevitable los mismos juegos, un curso tras otro. En otoño, el clavo, sería porque requería la tierra más blanda; en invierno, las canicas, con el triángulo y el gua; y en primavera, las ansiadas peonzas, que nos absorbían los recreos, bajo una escuálida acacia en la que asomaban unos riquísimos pámpanos, que chupábamos entre tirada y tirada por su dulzor.
Mi trompo -lo recuerdo perfectamente- tenía el pico de garbanzo y un cuerpo de madera de roble, rematado por una espiga o coronilla de color rojo. Siempre quise tener una peonza como la que poseían otros niños -hasta en esto había clases, con el rejón de pico de cigüeña o de estrella, pues sin duda eran las mejores para jugar a rajar, como decíamos entonces.
Envolver la peonza con el cordel era todo un rito, que ensayábamos muchas veces hasta adquirir la destreza suficiente. Primero, se humedecía el extremo del zumbel con un poco de saliva para que no resbalara sobre la madera de la peonza; después, se enrollaba con la presión adecuada y, finalmente, se le daba una o dos vueltas sobre la mano a la cuerda sobrante, sujetando la peonza entre los dedos índice y pulgar.
El juego requería mucha práctica y había compañeros muy habilidosos, la bailaban hasta la eternidad, dominaban el dormilón. Otros hacían el yo-yó, que consistía en lanzarla y que volviera para bailarla en la palma de la mano. Los menos diestros, una vez que bailaba en el suelo, la arrastrábamos con el cordel como si fuera “el perrito”. Practicábamos para cogerla con la mano entre el dedo índice y el corazón, y acompasábamos con un giro para conseguir que durara más tiempo, antes de arrojarla fuertemente contra otra que estuviera en el corro. La verdad es que nunca fui muy habilidoso. Después de mucho insistir en casa, conseguí tener mi primera peonza, regalo de mi abuelo, con la que practicaba todos los trucos, hasta que un frío día de invierno me quedé sin ella, jugando a rajar en el corro.

La peonza desfalleció y quedó inmóvil.
Como dormida, inerte sobre sus costados.
Como muerta y con el alma partida en dos.
Su corazón de roble desgarrado de cuajo.
Menudo puyazo que le había metido con el pico de estrella.
La astillada coronilla se desangró en el corro.
Se hizo un enorme silencio, roto por el griterío.
Los niños jaleaban la hazaña del rey del círculo.
La tristeza se instaló en el semblante del perdedor.
Se quedó callado y la vergüenza invadió sus venas.
Unas tímidas lágrimas empañaron sus ojillos.
Los apretados labios enmudecieron.
Le habían roto su peonza, la única que tenía.
Ha sido un lance del juego, le susurró su amigo.
No lo contaría en casa, no más humillación.
Guardaría su secreto como derrotado.
Su alma se resquebrajó también en dos y
su corazón se desgarró entre el bullicio.

Jesús García
Grupo A


La rosa de Guadalupe

Nadie quería jugar con Guadalupe y es que nadie puede con ella. El día que su madre por fin le compró la peonza, Guadalupe se encerró en su habitación durante horas. Sacó sus pinturas y separó todos los tonos de rosa. Desde el color fucsia hasta el rosa pastel. Se colocó las gafas con el dedo corazón, ató las trenzas a la espalda y con cuidado, empezó a colorearla de forma que aquella pieza de madera tuviera pétalos hasta llegar al pico. Sigilosamente abrió el zapatero de la entrada y allí estaban; con dedos agiles desató uno de los cordones verdes de las botas de su padre. Era justo lo que necesitaba para el zumbel y desde allí a la cocina para coger “prestada” de la nevera, una botella de Trinaranjus. A zancadas grandes llegó a su habitación, separó la ropa de verano del armario y se sentó en el rincón con la botella y un abrebotellas. De tres tragos se la bebió. No es que le hiciera mucha gracia las burbujas del refresco pero la chapa de la botella era ideal para terminar con su obra maestra. Salió a la calle y con el canto de un bordillo afilo la púa hasta que brilló como la plata. Desde ese día se convirtió en la pesadilla de todo aquel infeliz que veía en Guadalupe a una dulce niña de trenzas rubias y gafas grandes. La rosa de Guadalupe bailaba suavemente mientras hacía astillas las perinolas del barrio y cuando terminaba con ellas, recogía su rosa en la palma de su mano mientras está, giraba como un tornado todo el camino hasta llegar a casa. Ahora que ya sembró el terror en los recreos y en el parque, ahora que ya nadie quería competir contra su mortífera flor, volvería a su habitación a jugar con sus muñecas no sin antes guardar en su joyero, regalo de su primera comunión, tres puntas de peonza y a su lado, su rosa intacta, invicta. Al cerrar el joyero recordó como los tres hermanos del quinto D se reían cuando ella les pidió intentar hacer girar la peonza y acabó peleando a manotazos con Manuel, el pequeño, por decir que las niñas no pueden jugar a esos juegos sin ser unas machirulos. Ese día, en el suelo y con una rodilla pelada por la trifulca, se colocó las trenzas despeinadas a la espalda y mascullando venganza entre dientes, llego a casa, se sentó frente a su madre que estaba viendo la tele y colocándose las gafas con el dedo corazón, le preguntó con voz grave –mama, ¿cuántas veces tengo que poner la mesa para que me compres una peonza?

Mamen Somar
Grupo C


La peonza de madera

Desfalleció y se quedó inmóvil, pero poco antes de desplomarse definitivamente, su pico de tornillo dibujó en la arena un garabato, otro y otro cada vez más débiles, como si quisiera, en su último aliento gritar: "Todavía sigo aquí, aún no he muerto SOS, SOS”.
El niño no tardó en interpretar su grito de angustia. La observó con detenimiento: No tenía ninguna grieta. La recogió con delicadeza, enroscó de nuevo el cordel y ¡ZAS!volvió a lanzarla experta y rápidamente.
Esta vez sí: giró, bailó y su zumbido le fascinó. Pensó que nunca antes había conseguido un lanzamiento tan certero.
Pasaron las horas. El sonido de la peonza comenzó a resultarle desagradable, fastidioso.
Al anochecer, cansado de escucharla y algo mareado de ver cómo bailaba, se encogió de hombros, sacó de su bolsillo una nueva peonza de plástico verde chillón y se alejó a buen paso.
Allí abandonó a su vieja peonza de madera de boj, bailando para siempre.

M.L.Fidalgo
GrupoC


No somos dioses, ¿o quizás sí?

La peonza desfalleció y quedó inmóvil. El dios se quedó absorto contemplando el pequeño objeto de madera pintado con puntos y rayas de colorines. - ¡Has perdido! – exclamó la otra deidad. - Menudo paquete que eres. Únicamente ha estado girando durante veinte mil eones- - Bah, es solo un juego estúpido y absurdo- Respondió el primer dios alejándose de allí entre bostezos de aburrimiento.
Mientras, los millones de habitantes de aquella peonza, pequeño planeta azul marino que surca el espacio del Sistema Solar, contemplaban absortos cómo perecían bajo mantos de lavas y explosiones de volcanes producidos por la inexplicable suspensión del movimiento de rotación de la órbita terrestre.
En el último día de su vida, mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor, el viejo Luis decidió rememorar el momento más feliz de su miserable existencia: las incontables victorias en las batallas de peonza con sus amigos del barrio. Sus movimientos torpes y pausados contrastaban con la agitación e histeria colectiva de los que pululaban a su alrededor. Agarró con sus manos grasientas y sucias aquel pequeño objeto de madera pintado con puntos y rayas de colorines. Restos de ácaros y bacterias quedaron impregnados en la superficie del cuerpo cónico de punta metálica mientras enrollaba la cuerda. Una sonrisa de enorme satisfacción relució en su cara al comprobar que sus extraordinarias dotes seguían intactas. – El mundo perecerá – Pensó – pero mi peonza seguirá dando vueltas sobre sí misma hasta el infinito.
Precisamente esa fue la conclusión del Comité de Ácaros y Bacterias Científicas. Los mayores expertos en Estudios Peonciles determinaron que el que había sido hogar para miles de generaciones de microbios seguiría girando indefinidamente. Las consecuencias de aquel hecho inexplicable e inesperado serán fatales. Tanto en la atmósfera como en la superficie de madera las condiciones ambientales se tornarán inestables y eso podría llevar a la extinción de todas las especies conocidas de microorganismos. La más destacada eminencia, un bacilo filósofo, reflexionaba sobre la futilidad de la vida y el sinsentido de la existencia mientras con uno de sus flagelos jugueteaba a lanzar y hacer girar un pequeño átomo de madera pintado con puntos y rayas de colorines.

Maite BT
Grupo A


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