Un árbol de compañía

Las palabras son como semillas. Si elegimos un puñado y las sembramos a voleo sobre el papel en blanco tal vez echen raíz, germinen y prendan. Todas las palabras tienen una raíz o varias. Y un tronco común. El humus de la imaginación, y el trabajo, harán3
 asomen a la vida.
Si a las palabras les procuramos luz y las regamos con emoción crecerán como tallos que con sus brotes y yemas aspiran a ser árbol. Conformarán su tronco. Se harán texto. Y ese árbol extenderá sus ramas. Y esas ramas se poblarán de hojas y de frutos. Serán copa que envuelva los silencios desnudos y escriba en el cielo su verdor más alto.
Y sobre el papel brillará lo escrito, como anillo en el tronco. Y se hará libro. Y nos invitará a ser parte de sus hojas. Y será vida. Y habrá un lector que amanezca en su sombra, que se pierda en sus ramas, que escuche sus trinos, que varee sus frutos.

Esta semana la sala del taller de escritura creativa se convirtió en bosque, en un arboreto con muchos árboles de compañía. Las palabras y la emoción nos ayudaron a emboscarnos. Pero también algunos libros. Hablamos de Arbolidades, de David Hernández Sevillano, un libro de poemas que nos invita a conocer y disfrutar los árboles y los bosques. Desplegamos las páginas de ¡Sé un árbol!, un álbum ilustrado de María Gianferrari e ilustrado por Felicita Sala que nos muestran el parecido que tenemos con los árboles. Aprendimos a Dibujar un árbol con Bruno Munari. El artista italiano nos habla de la  forma y la estructura de los árboles y nos enseña cómo dibujarlos.

Y centramos la sesión en el libro Un árbol de compañía de Clara Obligado y Raúl de Tapia publicado por Páginas de Espuma, una editorial cuyo catálogo nos sirve de inspiración constante en el taller.




Si miramos en la cuarta de cubierta, que es la corteza del libro, podemos leer: "Un árbol de compañía habla de lo que nos une al suelo y de lo que nos hace devorar el aire. Es una bella y poderosa reflexión sobre la vida de nuestros árboles, su respiración, lo que significan para nuestras vidas".
Clara Obligado y Raúl de Tapia, intercambian nutrientes e información, como hacen las raíces de los árboles con ayuda de los hongos (las micorrizas). Ponen en común lo que cada cual sabe sobre su oficio: la escritura y la botánica. El libro es un diálogo entre dos idiomas, dos maneras de mirar, una objetiva y la otra subjetiva. ¿Ciencias o letras? Ambas suman, nos ayudan a conformar una idea mucho más completa del mundo. Un científico puede contarnos como es un átomo pero si después leemos la "Oda al átomo" de Pablo Neruda quizá comprendamos mejor su esencia.
Clara y Raúl derraman sobre el libro sus palabras, separan las ramas del árbol, miran en su interior, auscultan sus raíces, se van por las ramas. La escritura -dice Clara- es un enorme sistema de préstamos:

Le mando mis ideas. En cuanto las enuncio, cambio de opinión. Conversamos desde distintos lenguajes, rozamos los límites. Esos bordes. Van quedando, en el camino, las huellas de nuestra experiencia, la nostalgia de todo aquello que no somos y que la academia parcela. Ciencias o letras? Esa mutilación. ¿Se trata de mostrar que no estamos tan alejados, que nuestros caminos confluyen?
Ser parte. Caminar en la misma dirección.


En el mundo clásico las letras y las ciencias formaban parte de un todo, no había unas fronteras tan limitadas entre ambos campos del saber. Ni tanto encono.

Cuando la ciencia se queda sin palabras, la poesía viene en su auxilio [...] nos dicen en el libro Raúl y Clara.

Hay preguntas que la ciencia no alcanza a responder. ¿Y si la respuesta solo fuera viable desde la poesía? -se cuestiona Clara.
-La ciencia es poesía demostrada -le contesta Raúl.
De todo esto hablan.

Raúl es biólogo, botánico (o botanófilo), consultor ambiental y patrimonial, restaurador de paisajes, comunicador. A él le gusta definirse como “degustador de paisajes”. Cuando habla la gente lo mira con interés. Al editor de Clara le encanta. Pero Raúl también es oriolus oriolus (oropéndola). Oropéndola de Tapia, dice Clara en el libro. Le sienta bien. El ave y la esdrújula. Un ave que sabe de botánica. Pero Raúl también es erizo (los erizos parecen saber todo sobre algo). Si fuera árbol su raíz sería adventicia, conoce su punto de partida, a la intemperie. Sus árboles de compañía son un ciruelo japonés y un alcornoque de más de 500 años.

Clara es escritora y extranjera –como a ella le gusta llamarse- y es profesora de Escritura Creativa en la Escuela que lleva su nombre y allí donde la llaman. Pero también es nictálope, y es ñandú (rhea americana) un avestruz de la pampa argentina de poderosas piernas. Yo en otra vida fui avestruz, dice en varios de sus libros. Clara fue y es jacarandá pero desde que vive en la Vera también es encina. Y aromo. Y olivo. Su literatura es tejo. Clara es zorro (los zorros parecen saber algo sobre todo). Nació con raíz pivotante (atornillada a la tierra) pero el tiempo hizo que su raíz fuera epífita (como el clavel del aire o la orquídea). Clara se organiza en el aire, desarraigada.

Un árbol de compañía es un manual de vida, una cátedra sobre el árbol, una invitación a conocer, respetar y plantar árboles, a reflexionar y escribir sobre ellos, a encontrar nuestro propio árbol de compañía, aquel que arraigó en nuestra memoria y nuestro corazón y cuyas ramas y hojas vibran en nuestro interior.


Propuesta de escritura

En el taller escribisteis un pequeño poema sobre un árbol enraizado en vuestros recuerdos o vuestra emoción. La tarea para casa fue trasplantar esas palabras y esa emoción a un texto más amplio, con más tronco y más ramas. Y si además en ese texto dialoga vuestro yo científico con vuestro yo literario el texto ya sería para jardín botánico.


Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


El árbol de mi vida

Majestuoso, frondoso, repleto de vitalidad.
Alcanzo a recordar cuando, agarrado de la mano de mi madre, miraba hacia la inmensidad por su imponente altura.
Años más tarde jugaba con mi pandilla bajo su sombra a pico, zorro, zaina, a la peonza o a cualquier otro entretenimiento infantil.
A medida que crecíamos trepábamos por sus fornidas ramas hasta el punto más alto presumiendo de coraje.
Inmortalizamos nuestros amores platónicos en su rugoso tronco.
Mis nupcias quedaron plasmadas bajo sus fragantes flores.
Ahora mis hijos caminan sobre sus raíces.
Pero han llegado vientos de cambio autoritarios.
Toca despedirse.
El verdugo preparó el instrumental.
Todos los vecinos se aglomeran en las proximidades pidiendo clemencia.
Los agentes contienen a la encolerizada multitud.
Llegó el momento.
Cierro los ojos y doy las gracias al centenario ente.
La trampilla se activó.
La soga se tensó.
Mi cuello crujió.

Max Ferlam
Grupo B


Mi olivo

Mi olivo tiene ahora veinticinco años. Es un árbol joven que crece fuerte, lleno de vitalidad. Recuerdo cuando era un retoño recién plantado en el rincón del jardincillo que sigue ocupando actualmente. No era el mejor lugar del mundo para un olivo, pero no dejé de cuidarlo y confiar en él. “Por mi olivo, yo me desvivo” —solía decir en aquellos días de su infancia, si alguien me cuestionaba los desvelos que le dedicaba al pequeño árbol. Así pasaron los años y en los anillos de mi olivo han quedado registrados los ataques del once de septiembre, las invasiones de Irak y Afganistán, la gran crisis financiera del dos mil ocho, el auge de los smartphones, la pandemia del COVID-19, el resurgimiento de la ultraderecha, los avances de la genética, el Brexit, el aumento de las catástrofes naturales, la llegada de la postverdad, la guerra de Ucrania, las guerras olvidadas, el desastre de Gaza y mucho más. Pero mi olivo resiste y sigue creciendo. Hoy me ha regalado cuatro kilogramos y medio de aceitunas, que endulzaré y aderezaré para disfrutar del fruto de su naturaleza. Y espero que siga creciendo y agregando anillos a su tronco, porque mi olivo es verdad y vida. Algún día yo no estaré para recoger sus aceitunas, pero él seguirá señorial, vivo, siendo testigo del devenir de los tiempos y yo habré hecho algo útil en la vida. Espero que mi olivo sea como un águila real que se eleva en los cielos y contempla desde la distancia como continúa la humanidad dándose cabezazos y peleando en este planeta atribulado. Y cuando todos los Trump, Putin, Xi Jinping y demás ralea, que se creían inmortales, haya desaparecido, él seguirá más fuerte, acumulando anillos y viendo venir el futuro que todos ellos trataron de domesticar.

Manuel Medarde
Grupo A


Bendecida cyca

Hoy regreso tras tus huellas, bueno por una de ellas; sabes Infancia, vine a La Jagua de Cuba por "Jacy", mi planta excepcional, mi cyca alfarera quien hizo tanto blanco en mí. Te cuento que un día…¡espera, espera! te dejo, veo a Jasy desde aquí.
Caminé rápido, casi corriendo le dije -¡Jacy querida!- frente a ella me incliné para reverenciarla; tomé entre mis dedos un penacho de sus punzantes foliolos sin temor a dañarme. Verdaderamente es un encuentro especial, mis palabras se entrecortaban y lágrimas rodaban por mis mejillas.
A pesar de sus 100 años y sus dos metros de altura la percibí erguida, y brillante; su figura circular en el centro de su corona de hojas me recordaba que es un pie femenino. Rocé mi cuerpo con su tronco escamoso a la vez que emitíamos señales dejando salir emociones y recuerdos.
Jacy me reconoció de modo sesgado; no percibió los cambios en mí. Brotando un perfume fuerte descifré su mensaje -¡Elena querida!- solo la magia que nos une podía sostener comunicación entre una especie Cyca revoluta y una especie Homo sapiens.
-Mira que te he pensado y te he soñado -le dije con voz entrecortada-; no imaginas cómo visitas mi mente. Sabes Jasy, te planté en mi nuevo jardín, - sonriente afirmé -, sí Jasy, simbólicamente, yo sé que no eres tú - dejé de hablar, sequé mis lagrimas y Jasy me pregunta:
- ¿Mi olor fuerte te hace llorar?
- No, no, - respondí-
- Es que cuando florezco despido olor almizclado -me aclaró-.
Sus hojas compuestas, verde satinadas, palmeadas y finas se movían nuevamente; decodifiqué su lenguaje; yo no la dejaba exponer las señales del pasado que nos pertenecen; al fin susurró:
-Querida niña, te vi nacer, crecer, te seguí cuando corrías por el jardín tras las mariposas; nunca entraste a tu casa sin antes dedicarme sonrisas, sin dejar de sentarte a mi lado y un día, para mí especial, arrodillada frente a mí con admiración y amor me juraste lealtad.
Hizo una pausa y preguntó esperando una respuesta afirmativa:
- ¿Aún lo recuerdas?
-Sí lo recuerdo -afirmé-
- Ese día supe que me amabas -y prosiguió-, aun te veo niña con tu pelito rubio y tu batica azul adornada en cordoncillo blanco.
Sepan, todo era verdad, que hermoso es sentir reciprocidad en el amor.
Sin retirar mis manos de su follaje agregué: Tienes que saber por qué vine hasta ti, -¡porque me amas!- asintió y sin dejarla terminar seguí: sí, cierto, eres parte de los recuerdos inolvidables en mi infancia, eres el "árbol de mi vida", alfarera de mis visiones y energía especial que acompaña mis días. Tengo mucho que decirte Jacy, cyca revoluta, cyca del Japón, palma de iglesia, como te quieran llamar.
¡Que especial esta pregunta!
-¿Y por qué hoy no te pusiste la batica azul con cordoncillo blanco?
Solo sonreí y acariciándola afirmé.
Volveré, te lo prometo. Ahora escucha este fragmentito del poemas que hice por mis siete décadas:

"Rio de La Jagua, bendición divina
frescura del rocío que me vio nacer y me arrulló, 
cyca que se yergue en mi Edén de infante.
Paraíso vivido con veneración…"

Di la espalda, volví la mirada para verla, percibí que era feliz en su entono. Sé que no me pertenece, pero siempre será mi recuerdo excepcional, mi bendecida cyca, mi bendecida infancia. Hasta nunca cyca, hasta nunca infancia.

Miriam García Cabrera
Grupo A


La higuera

Me da pena hablar de la higuera que había en el corral de mi casa.
Cuando mi padre compró la casa donde vivieron durante más de 50 años, estaba unida a un huerto en el cual había algunos árboles frutales y una higuera. Un pozo con agua a dos metros de profundidad, hacía viable sembrar todo tipo de hortalizas .
Mi padre era agricultor y llegó un momento que en una esquina del corral construyó una nave para meter los aperos de labranza, tractor, remolque, sembradora, abonos, trigo y cebada.
La higuera era muy curiosa, el tronco estaba dividido en dos partes diferenciadas, las ramas de la izquierda daban higos y las ramas de la otra mitad daban brevas. Los grajos también lo sabían y había que espantarlos porque si podían las picoteaban antes de que las recogiéramos.
Disfrutamos durante muchos años de las ricas brevas e higos que daba la higuera, hasta que una mañana la higuera apareció cortada.
Mi padre la cortó sin previo aviso, el motivo era que no daba la vuelta con el tractor y el remolque para cargar y descargar en la nave.
La bronca que le echó mi madre a mi padre aun la recuerdo, ni os lo imagináis.

Luis Iglesias 
Grupo B


Copa gigante
Pinus pinea. Pino piñorero.

Es de forma alargada y tronco cilíndrico.
Testigo silente de tiempos pasados, sus ramas abrazan al cielo y sus raíces, profundas, guardan secretos de la tierra.
Imperturbable, observa las estaciones que a su alrededor suceden; la vida del pino es un canto a la resistencia, un poema de fortaleza en la naturaleza.
Huele a frescura, marcado por notas resinosas, dulces y amaderadas.
El pino, gran guardián del bosque y testigo silencioso durante siglos.
El pino, inmóvil, como el tiempo, se despliega en calma, como el latido sereno en la tierra.
El pino, con sus alas, se convierte en mensajero de los vientos, surcando las nubes con sus ramas de plumaje verde.

Fernando Nieto
Grupo A


Liquidámbar (Liquidambar styraciflua)

Llegaste a nuestro jardín, como regalo de unos amigos por nuestra boda. Tu crecimiento fue lento en los comienzos; bastante rápido a partir del tercer o cuarto año; luego, te estancaste al alcanzar la madurez. Quizás seas un reflejo de nuestro amor.
Posees hojas palmadas y lobuladas, con un limbo de cinco lóbulos puntiagudos. En verano son de color verde oscuro, pero te transformas con la llegada de cada otoño. Los primeros años te teñías de rojos y púrpuras; después, con tonos naranjas; ahora, son solamente de un amarillo pálido. Quizás sean el reflejo de nuestra pasión.
Eres un árbol longevo, con una esperanza de vida, en condiciones favorables, cercana a los 150 años. Posees un carácter inconfundible, sobre todo a medida que la corteza, similar al corcho, forma en tus ramas surcos profundos y crestas al viento. Quizás sean un reflejo de las grietas que surcan nuestra tostada piel.
Debes tu nombre a que tu corteza segrega una resina aromática, llamada estoraque, de color ámbar traslúcido. Tu delicada piel huele a ríos de miel y azafrán.
Tus frutos son un sincarpo globoso, como una bola espinosa, que permanecen en tus ramas durante cada invierno. Parecen erizos de futuro, pues contienen las semillas encerradas en cápsulas. Quizás esas simientes sean el germen de nuestros proyectos, deseos y sueños que cabalgan por el océano.
Me sumerjo en las redes y descubro con sorpresa que eras un árbol bien conocido como planta medicinal por los nativos americanos, quienes ya usaban la resina, la corteza y las raíces, como antidiarreico, febrífugo y sedante. Eres, sin duda, un bálsamo para nuestros sentidos.

Jesús García Espinosa
Grupo A


Nuestros árboles

En el pueblo de mi familia, siempre se ha respetado a los árboles. Mi abuela solía decir que, si los cuidas, ellos te cuidan a ti. En el monte abundan las encinas, cuya leña, en otros tiempos, servía para calentar el hogar y cocinar.
Cuando llegaba el otoño, toda la familia acudía a la viña para cosechar la fruta. Recuerdo una higuera enorme que marcaba la linde, con la tierra de los vecinos. Había también ciruelas claudias, manzanas y peras, que se cuidaban con esmero y duraban casi hasta Navidad.
En esa época también se recogían las almendras, que luego se vendían o se usaban para hacer dulces. Con las aceitunas se elaboraba aceite para la casa, y algunas se endulzaban para poder comerlas.
Años más tarde, cuando mis padres compraron una casa, le añadieron un patio grande. Sacamos muchísimo escombro y lo limpiamos con paciencia. Después, plantamos árboles: dos higueras, dos granados, un manzano, un peral (que se resiste a dar fruto), un ciruelo, un olivo, un almendro y, por supuesto, el pino.
Recuerdo perfectamente cuando nos regalaron el pino: venía en un tiesto diminuto, y ahora debe medir al menos diez metros. Desde hace años viven en él unas tórtolas que, cada primavera, vuelven a anidar y criar nuevos polluelos. Se sienten seguras allí, y a nosotros nos encanta escucharlas todas las mañanas.
Un verano, una de ellas apareció herida en un ala. No podía volar. Tú la cuidaste con paciencia, le hablabas, la alimentabas… hasta que un día, volvió a alzar el vuelo.
El patio y sus árboles forman un pequeño oasis donde el tiempo parece detenerse. En las tardes de verano, cientos de pájaros se refugian en sus ramas, para pasar la noche, formando una algarabía, que celebramos. Es nuestro refugio, un lugar lleno de sol, vida, memoria y paz.
Por eso te prometemos que por tu esfuerzo, y en tu memoria, seguiremos cuidándolos…

E.R.A
Grupo B


La morera

Compañera de infancia y adolescencia, muy lejanas pero que aún guardo en mi retina.
Durante los años que viví en la finca de mis abuelos, desde los siete a los catorce años (con mi abuela, ya que acababa de fallecer mi abuelo cuando cumplí los siete años), la morera formaba parte del patrimonio de la finca y desde el primer día sentí atracción por ella.
Aquellas tardes de verano, al lado del estanque, la veía grandiosa, con sus hojas de color verde oscuro mate, ásperas en el haz y ligeramente pubescentes en el envés. Su sombra me servía de excusa para burlar el marcaje de mi padre, por mi reticencia a los estudios.
Siempre con un libro entre las manos, que aunque el recuerdo es lejano, la mayoría de las veces, ni siquiera abría.
Nunca me faltó mi caja de gusanos de seda, bien alimentados con sus hojas.
Aun me viene el sabor de aquellas moras rojas que las comía con los ojos.
Pasó el tiempo y quiero creer que sigue en su sitio, lo cierto es, que yo nunca me olvidé de ella.

El granado

El tiempo pasa, como la vida. Y como la vida da muchas vueltas, nunca sabemos lo que nos tiene reservado.
El granado por decirlo de algún modo, fue adoptado.
En uno de mis traslados a mi actual residencia, decidimos plantar un árbol en nuestro jardín, elegimos un granado centenario.
Lleva plantado 25 años, ya que pasó a formar parte de nuestras vidas en el año dos mil.
La corteza del tronco es de color miel y es muy frondoso, con largas ramas, hojas verdes pequeñas y flores rojas.
Se encuentra en la entrada de la casa en el jardín.
Los primeros años daba fruto, alguna granada, que si no estábamos atentos, servían de comida para los pájaros.
Hoy más que nunca, pienso que los árboles también tienen sentimientos, y según los cuides, así se comportan.
Vuelvo, a lo que la vida nos tenía reservado.
Habían pasado nueve años, y la persona que más se había encaprichado con él, en Junio del 2009, se despidió definitivamente.
El granado no volvió a ser el mismo, dejó de dar fruto, la herida que se había abierto, en nosotros, también le afectó.

P.G.
Grupo C


Mi encina

Nací bajo el amparo de las encinas, en una tierra de despejados horizontes y silencios profundos que llaman el Campo Charro. Allí, donde el viento se enreda en las ramas de la encina y el sol desgarra su luz entre las hojas aprendí a mirar el mundo. Es la encina el árbol de mi infancia.
De niña caminé entre sus raíces como quien camina por las arterias de la tierra, las bellotas eran tesoros con los que fabriqué mis primeras joyas. Mi encina guardó mis risas, mis caídas y mis secretos susurrados al aire.
A veces pienso que crecí como ella despacio, echando raíces profundas en un suelo áspero. La encina me enseñó a sostenerme cuando soplaba el viento cierzo. A no quebrarme ante su empuje. Aprendí de ella la nobleza de resistir los inviernos sin perder ni una hoja.
Cuando regreso a ese mi campo, siento que me reconoce. Ella sigue allí tan regia como siempre. Me envuelve con sus silencios y yo siento su acogida y a veces pienso que vuelvo a ser la niña que corría descalza bajo su sombra.

Pilar Sánchez
Grupo B


Salyx Babylonia

El sauce llorón es la suavidad de unas ramas que acarician la orilla de un rio, el velo de sus hojas cuando rozaban mi trenza en la infancia.
Bajo el sauce llorón ideaba la forma más rápida de hacerme mayor, mientras, leía cuentos de hadas y princesas dormidas. Envidiaba el zapato de cristal de cenicienta. Ese zapato tenía tacón y yo tan pequeña, tan descalza, tan transparente…
El sauce llorón huele a la nostalgia liquida que desprende su sombra dulce, triste. La sabia de un perfume en ámbar.
Un día miré al sauce llorón y en su desnudez de invierno, vi mi reflejo consciente. Su corteza remedio para el dolor a mi cuerpo herido.
Si el sauce llorón tuviera alas tal vez, en sus raíces ahora libres, construiría de nuevo el lugar donde volver a creer en los cuentos de entonces, donde mirar la orilla de otros ríos hasta quedarme dormida a la sombra de sus ramas taciturnas.

Mamen Somar
Grupo C


Venganza

¡Por fin llueve! Ya sé que a ti no te gusta nada, pero a mí, me encanta. Lo necesito. Aunque tu me riegues en verano, cuando más calor hace, el resto del año preciso de esa hidratación para sobrevivir. Y no solo para eso, también me hace falta para ablandar esta tierra arcillosa en la que me has plantado. Tengo que poder alcanzar con mis raíces los sustratos que me ayudan a desarrollarme. Por que tu te llenas la boca alabando mis hojas y sobre todo mis flores, que para ti se convierten en frutos, pero olvidas mis ramas subterráneas, como si no existieran, como si no dependiera mi vida de ellas.
Estás parada ante la puerta contemplándome. Es otoño y la hojas cubren el patio. Para ti son un estorbo, solo piensas en quitarlas del medio. Es la primera tarea que abordas nada más llegar a casa para poder cruzar el patio sin resbalar o sin mancharte los zapatos. Y las recoges, primero con un rastrillo, luego pules el trabajo con una escoba. Así, el suelo queda limpio, pero yo me quedo sin comida, sin esos nutrientes que me regala la descomposición de mi propio cuerpo.
Me adoras. Presumes de mí ante tu gente. Muestras a tus visitas mi ramaje frondoso, el olor que doy a tu jardín, la sombra bajo la que te cobijas en las horas de calor. Utilizas mis flores para mil cosas. Te gustan. Las paladeas con deleite durante todo el verano haciendo mil recetas con ellas. Si, con los higos: dulces, carnosos. Haces conservas: mermeladas, me cueces en almíbar con un buen chorro de aguardiente, que les da ese punto tan especial… También los secas —cedazo arriba y abajo, sobeteo diario— para degustarlos en invierno. ¡Umm! que ricos los higos pasos, dices a menudo. Crees que me quieres, pero, en realidad, solo te sirves de mí: para tu sombra, para tus frutos; para aquello que te es útil. Me miras, pero no me ves.
Que poco advertiste las lágrimas que derramé cuando me amputaste una raíz. Que sí. Que comprendo que me había internado en tu hogar, que estaba levantando las baldosas. Pero es que no tuve más remedio que alargarme bajo tu cocina porque la tierra que tengo debajo es muy poco permeable. Fuiste tu quien me plantó encima de un montón de escombros superpuestos en una franja de barro impenetrable. Ahora tengo que abrir mi sistema radicular hacia otra parte del subsuelo. Una aventura incierta. Espero que tu vecino no sea como tú y, con el tiempo, decida que le molesto.
Tienes razón. Lo leo en tus ojos. Estoy resentido, no puedo evitarlo. Si yo te cortara un brazo porque alguna vez —más de una— has roto alguna de mis ramas más jóvenes, creerías que no era motivo suficiente. Pues sí, lo sería. O por lo menos tanto como el que tu has tenido para seccionar mi raíz.
No tengo más remedio que perdonarte e intentar seguir conviviendo contigo año tras año. En el fondo soy feliz en este pequeño jardín, regalándote mi sombra y mis flores. Eso no quita que el próximo año coseches higos amargos.

M. Maximina Moreno
Grupo B


Centinelas

Había en la plaza —mi plaza— cinco alcornoques. Imponentes, protectores, tenaces. Cinco soldados en guardia perpetua. Con sus oscuras armaduras de corcho, sus brazos poderosos, el brillo verde de sus cotas de malla y los pies firmemente anclados en la tierra.
Había cinco alcornoques en la plaza que alguien decidió enlosar con geométricos adoquines de granito. La mano culpable arrasó con piedra inocente el cosmos subterráneo de abrazos y ofrendas.
Entristecidos y desmayados de hambre y soledad, mis árboles fueron rindiéndose hasta la claudicación total. Allí quedaron, marchitos y huérfanos de gorriones
Hace ya quince años que talaron sus esqueletos retorcidos e inermes. Un tocón en cada alcorque es cuanto queda de ellos, ruinas del castillo que un día fueron, testigos de su perdida fortaleza.
Me consuela pensar que, bajo el suelo, se repite un mundo invertido donde siempre es de noche. Y que, en él, mis árboles, mis queridos árboles, extienden sus raíces, imagen especular de las ramas que antaño peinaban los vientos, en busca de estrellas que no sé imaginar.

Pepe Lorenzo
Grupo B


El cerezo

Aquel día fuimos a ver los cerezos, aquellos cerezos en aquel pueblo de la Sierra de Salamanca. Estaban tan cargados de frutos, que hubo que ponerles unos soportes en forma de y griega para que las ramas no se quebraran. Aquellas estacas eran a su vez trozos de otros árboles hermanos.
En aquel ambiente de belleza y frondosidad, nos cautivó el contraste de color entre el rojo y el verde. Combinación perfecta de colores, unido a un olor a fruta madura embriagador. En aquel ambiente se cruzaron nuestras miradas, y sin querer- queriendo, se rozaron nuestras manos. A partir de ese momento quedamos de alguna manera prendados.
Aquello fue la semilla, y como la semilla que hizo crecer aquel cerezo plagado de frutos, la nuestra también germinó, llegando a fructificar en un amor duradero.
Aquel día escuchamos, sin saberlo, una bella melodía ejecutada con instrumentos fabricados con madera de cerezo; también sentimos la lluvia de pétalos de las flores de los mismos árboles cayendo sobre nuestras cabezas.

José Luis Fonseca
Grupo A


El tilo de mi jardín

Cuando plantamos el tilo junto al cedro pensamos que había bastante distancia entre ellos, nunca imaginamos que un día sus ramas se entrelazarían juntando sus copas sin pudor. El cedro es ceniciento y a una familia de búhos le gusta vigilar el jardín al atardecer. En el tilo no se posan, son las tórtolas y los jilgueros quienes me arrullan en las siestas de verano. Bajo el tilo sueño la vida, no la de la prisa y las preocupaciones, sino la de las tardes largas, sin más oficio que cuidar el jardín y a quienes quiero. Serán las flores con su profundo aroma las que, como bálsamo dulzón, me llevan a los brazos de Orfeo con rapidez. Las flores del tilo se juntan en pequeños ramilletes unidos por un rabillo que cuelga de una hojuela, llamada bráctea, en forma de lengüeta, que tal vez sea la culpable de ese vuelo tan original al caer del árbol. No hay manera de comer sin que se te llene el plato de flores cuando, escapando del sol que da a esa hora en el porche, se nos ocurre poner la mesa debajo. Quienes son muy felices con tanta flor son las abejas, zumban y zumban libando con dedicación. Los mieleros dicen que la miel de la flor de tilo es una de las mejores, pues además de la fragancia tiene potentes sustancias curativas como flavonoides, aceites esenciales ricos en farnesol, mucílagos y gran cantidad de taninos y azúcares. La madera del tilo también se utiliza bastante, porque es blandita, muy apropiada para tallas, algunos muebles especiales y para las colmenas. Porque parece que, sí, que los tilos están muy ligados al mundo de las abejas. Pero para mí el tilo significa tiempo que transcurre sin relojes, tiempo de olores y sonrisas. El tilo significa verano.

Araceli Broncano
Grupo C


Ciprés del cementerio

Me gusta su color, su porte altivo,
su altura triangular tan elegante,
recuerda a un centinela vigilante,
parece que está siempre pensativo.

Custodiar el silencio es su objetivo,
la eternidad se oculta amenazante
en las rugosas ramas del gigante
que la trenza a su tronco primitivo.

¿Cuántos duelos ajenos padeciste,
cuántas penas regaron tu raíz,
cuántas almas buscaron tu guarida?

Ciprés del cementerio, no estés triste
que aunque la parca forje tu matriz
reluce esplendorosa así vestida.

Aurora Zarco
Grupo B


La higuera

No me importa su edad,
mas, yo la veo
vieja y temblorosa,
con ese atisbo de temor
de anciano desasosegado y triste
por lo perdido,
e incrédulo,
por la urgencia.
Es verdad:
sigue brotando en primavera,
desaliñada,
efusiva,
tan lejos la juventud,
como si nada,
a falta de poda,
no vaya a ser que,
con la tala,
se pierda, y, con ella,
la esencia y el origen
de la vida y de la tierra.
Aún fecunda en el verano
su falso fruto,
que es flor escondida
de miel y de deseo.
Me alarga la mano y me ofrece
fragancias de estío y siesta,
de recuerdos de niñez en el huerto
y placeres junto al mar ansiado.
Y mi paladar, hambriento.
El acceso es resbaladizo, tortuoso.
Hay que agacharse o estirarse,
pero, finalmente,
probamos la ambrosía,
sexo dulce que se cubre con las hojas de Adán y Eva.
En noches de invierno y brea,
sueño con Dionisos y la vieja higuera,
la vieja higuera.

Marisa Sánchez
Grupo C


Al final del pasillo, un bosque

Allí, la cama de castaño de mis padres que tanto me reconfortaba cuando, de niña, me levantaba de la mía y me echaba el último sueño sobre aquel colchón de borra, todavía el calor remanente de mis padres, que habían madrugado. Sobre el cabecero, el crucifijo tallado en madera de tilo. Castaño y tilo, los dos me protegían de la intemperie a la que no quería salir. Del mismo castaño eran también el armario y la mesilla. Aquel castaño lo había cortado el abuelo y había sido su regalo de bodas a mis padres. Luego pasó por las manos del carpintero que sisó toda la madera que pudo dejando las puertas y el cabecero huecos. ¡Menudo cabreo el de mi abuelo cuando hablaba de aquel castaño, que yo imaginaba imponente, que se había convertido en casi nada! Las vetas siguen ahí, haciendo un cuadro abstracto, de diferentes tonos ocres, marrones, cobrizos -el otoño en las puertas de un armario- con formas a veces simétricas, muy hermoso. Y en los cajones, las bolsas de hojas de laurel, milagroso guardián de la ropa. Sobre la mesilla, la pipa de mi padre, de brezo, tan olorosa. Al lado, el galán de haya, cuya procedencia mejor no recuerdo. Había también una caña de bambú con la que se sacudía el colchón de borra y estiraban bien las sábanas, el embozo, la colcha. La cama debía estar perfectamente hecha. Estaba también el arcón de nogal, tan antiguo y tan preciado, herencia de abuelos de abuelos, discreto testigo de tantas historias, ilusiones, secretos, penas. Frente a la cama, un cuadro con la bendición de Juan XIII a mis padres, que habían visitado Roma en el 59, por su matrimonio, su marco de roble, de la misma madera que el parquet del suelo, fundamento y pilar que nos sustentaba, duro y resistente.
En aquellas mañanas serenas, desde mi refugio en mi particular bosque, oía a mi madre trajinar en la cocina, cuchara de fresno en mano, removiendo la olla de membrillos, de peras de Roma o de ciruelas claudias, dulces cuya esencia ya me llegaba, o machando almendras, frutos que nos habían dado aquellos frutales tan generosos del huerto del abuelo. Quizá, a sus pies, se encontrara mi hermano pequeño jugando con su peonza de torneado boj. Otro hermano me despertaba intentando sacarle las primeras notas a su clarinete de brillante y denso ébano. Y yo me aislaba de aquellas peleas de mis hermanos, cuando mi abuelo los azuzaba y les decía: "¡Vamos, ahora que está verde!". Entonces ya pensaba que debía levantarme y practicar yo también un poco con mi guitarra de palosanto, que tanto les había costado a mis padres. Pero antes, abriría una caja de taracea, con cuadritos de palisandro, de limonero, de sándalo, de arce, que guardaba aquellos pequeños tesoros de mi madre.
Tras la ventana, la aliseda junto al río, chopos, alisos, el pinar junto a aquella anacrónica iglesia que olía a trementina, y la densa espesura del monte de robles, castaños, guindos, avellanos, fresnos.

Marisa Sánchez
Grupo C


Robledal

Reconozco mi curiosidad, me gusta preguntar cuando paseo por parques, jardines botánicos sin leyendas, y demás parajes, para saber de qué me rodeo, me atrae la fortaleza, robustez, frondosidad, longevidad y la relación de mis raíces con el roble.
Días de excursiones, desde niña, y la afición por la micología que rodea a los robledales acompañada de mi padre, los recuerdos de una pequeña cesta de paja descolorida colgada de mi brazo, inolvidables tardes húmedas de otoño que terminaban con el calor del hogar y el cobijo de la familia.
Rememoro y transmito aquella frase ahora tan de moda, pero que siempre, desde niña me ha acompañado con estas dos palabras “raíces y alas”
Viajo y trato de recordar esa raíz que siempre me acompaña cuando vuelo lejos.

Carmela
Grupo A


Olivo centenario

Le han cortado las ramas,
herido el tronco,
aniquilado sus frutos.

Ella, llora abrazada a él.

Cerca, un Jeep,
un soldado con un rifle
la mira impávido,
la apunta.
Le han cortado los brazos,
acribillado el pecho,
astillado el vientre.

Ya no dará más olivas para aliñar
y compartir con amigos.
Ya no habrá aceite para ablandar
la piel ajada
o untar en el escaso pan.

Ella llora sin consuelo
por el viejo olivo
de su tierra arrasada.
Como si fuera un caído más
en su familia.

Inés Díez
Grupo C


El castaño se hizo palabra

Las palabras frente al viento. Intemperie montañosa en un rincón ahumado. Caminaba a duras penas, salpicada de cenizas, olor a lumbre y a desierto, cada paso era un esfuerzo.
Cabarcos se erizaba como el gran desconocido. Un lugar hermoso entre montañas, próximo a la nada y lejos de todo. Mientras, el aire húmedo se infiltraba por cada poro de mi mente. Y las palabras emanaban para dar forma a mi relato. Mis ojos descubrían enormes monumentos esparcidos en aquel terreno imposible, con formas provocativas, cobijo de historias de guerras e inspiración de cuentos y leyendas. Eran hadas revoltosas de presagios y buenos augurios.
Las palabras revolucionan, desfilan, se entrecruzan, dan lugar a leyendas que viven de la tierra, nutrientes de lluvias y soles, nutrientes de usos y costumbres. Y en silencio, elevan savia que el tiempo convertirá en dichas. Y la magia del ocaso será árbol, con nombre de pincel de ocres: el castaño. De la familia de las fagáceas, su tronco se retuerce poderoso sobre pasados milenarios, sus ramas agreden el espacio de sus hojas lanceoladas, y sus flores despiertan en otoño en zurrones espinosos, que como erizos, abren en su caída esos frutos unidos por la magia del destino: castanea. Bellotas de Zeus que se expanden inclinadas en un Bierzo que se deshabita entre el humo del destierro.
Y el poder de la palabra fue escrito, mecido entre ramas, igual que el castaño que me cobija.
Cuando escampe la lluvia, bajaré despacio.

GuADAlupe
Grupo C


Mi catalpa

Compañera de viaje y de vida,
tus raíces en la oscura tierra
guardan los secretos
de quienes antes de ti, fueron.

En la quietud de tu áspero cuerpo
asciende la savia,
silenciosa, por el camino
de la tierra al infinito.

Tus brazos extendidos
acogen a golondrinas y mirlos
y los oídos se deleitan,
con sus melodías y trinos.

Tus grandes y hermosas hojas
contienen miles de letras
que el viento, al mecerlas,
convierte en pequeños poemas.

La primavera te engalana
y en tu máximo esplendor,
exhibes orgullosa
tus perlas blancas de amor.

El invierno te desnuda sin pudor,
mostrando tu alma de madera
y los cálidos latidos,
de tu corazón.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Un sauce llorón

Poesía de mi vida.
Camino de mis lágrimas.
Paseo cotidiano de mi memoria.
Recuerdo susurrante de las manos de mi madre, creadoras de maravillas.
Pájaro brillante cual esmeralda perdida.
Ave verde que descansa al lado del río. Verde, verde, como reflejo del agua en la fuente.
Vuelo de tus ojos al caer la tarde.
Rumor que se mece con el viento como suave murmullo.
Cabellera larga de niña triste. 

Esperanza García
Grupo A


El sauce y los vientos

Qué ancestral medusa esbozó el dibujo de tu cabellera verde que al descender, envuelve los secretos que trae el remolino a tu presencia.
Solo tú conoces la angustia que penetra tu interior, cuando el soplo que anuncia la venida de Tifón, el destructor, alborota la cortina esmeralda que cae de la cascada que brota de tus sienes, agita tus extremidades y deshace la quieta serenidad de tu melancolía.
Sólo él, es capaz de arrastrarte a la loca defensa de tu enclave y del casco de bronce patinado que orla tu cabeza, del que nacen grebas más bellas de las que jamás hubiera podido lucir Aquiles.
Así te encontré el día en que Hurakàn y Tifón se unieron para destruir las siembras de Gaia, atornillado al vértice esquinado del final del sendero, colérico y armado de cientos de brazos, como serpientes verdes dispuestas a luchar para preservar el secreto núcleo de tu hálito.
Cuando huía a resguardarme, acerté a ver cómo, antes de ser asaltado, levantabas un muro circular de energía cimentado por miles de las auras verdes de tus hermanos, en defensa de tu esencia, delineado por la miríada de puños que esconden tus ramas. 

Calgari
Grupo A


El ciprés, la paloma y el arcoíris


Araceli Sebastián
Grupo C


Los negrillos huecos de la plaza

Ya solo quedan
esperando al viento
algunas hojas

No recuerdo la primera vez que subí a un árbol. En mi infancia, encaramarse, trepar y dejarte la piel en sus sinuosas y estriadas cortezas era parte de la vida. Así fui conociendo los colores, el tacto, la dureza y si la rama resistiría mi peso. Crecer en un pueblo significa vivir oliendo a resina y musgo.
Los robles del monte público, ya en la sierra de mi pueblo, se plantaron cuando era pequeña. Esos árboles tienen mi edad.
Más tarde fueron bardales adolescentes como yo, y ahora me hablan como adultos a través del viento entre sus ramas y del trino de los pájaros.
Recuerdo subir a los negrillos centenarios de la plaza, ya huecos y heridos de tiempo. los habité desde que tengo memoria. No hay mejor herencia que haber tenido una casa árbol, y vivir junto a la descarnada madera que podíamos ver en los huecos que nos servían como refugio y escondite en los juegos de las largas tardes de la infancia.
Bajo esas copas y de las diferentes formas de la luz de sus vitrales está nuestra historia colectiva. Esas sombras moteadas han contenido nuestro mundo, los recreos, las fiestas con orquesta, el vendedor que extendía las sábanas del Burrito Blanco y de la Viuda de Tolrá cien por cien algodón, los bailes charros con tamborilero, los puestos de confites y garrapiñadas en días festivos, discursos de inauguraciones, correrías en carnaval y canciones con guitarra.
Saltábamos a la comba sobre sus nudosas raíces que afloraban por encima del suelo, y encaramados a la bici las cabalgábamos como si fueran el lomo de un gran dragón semienterrado.
Hoy esos árboles ya no están, los talaron. Pero no quiero recordar hoy ese duelo.
En mi familia arbórea también están los cerezos, con su brillante tronco cárdeno y su paleta impresionista en el otoño. Los fresnos, que cuando ya no tienen hojas parecen árboles aterrorizados, pidiendo ayuda con sus ramas verticales en medio del prado. Su corteza trenzada parece filigrana. En el Camino de la cortina, encontramos los castaños y la nogala con su olor fresco y abetunado. Pero quiénes presiden este árbol genealógico familiar de parientes vegetales son las encinas, cuyo corazón vermiculado y noble descubrí cuando se olivaban para dar forma a su copa. Como hongos gigantescos y robustos, se extienden en el paisaje grabado en mi retina.

Aurora Martín
Grupo C


La suerte de haber nacido árbol

La suerte de haber nacido árbol,
de poseer el título de pulmón.
Ser hijo y ser madre.
Anclado a la tierra,
succionando de su pecho.
Ramas y tallos siempre en contacto
con el cielo.
De copa generosa, embriaga con su aliento.
Se apea en todas las estaciones,
con desprendimiento absoluto, abre su maleta:
Hojas, flores y frutos…
Con o sin pretenderlo,
es casa de acogida.
Pero también hogar,
pues en él muchos se quedan.
Como a todo lo bueno, no le faltan enemigos,
que le perturban y acechan…
le exigen deberes y
sus derechos incendian.
¡Qué suerte haber nacido árbol!
Poner hermosura y belleza.

Eva Hernández
Grupo A


Un mundo bajo las copas

Desde el mar un horizonte de pinos define la línea de costa. Altivos como guardianes sobre las dunas, sus copas forman una muralla verde y oscura entre la arena doradla playa y los azules del cielo y el agua.

Aunque hoy los colores de la película se cubren de tintes rojizos frutos del paso del tiempo, mi mente los evoca con la certeza de la niña que ocupaba la proa de aquel barco.
La copiosa pinada, aún en su profundidad, olía a sal, a tierra húmeda de las marismas, a jara pringosa en primavera y resina caliente en las largas tardes de verano. La deseada sombra del estío nos llevaba a refugiarnos bajo las coníferas cuando huíamos del calor. Y entre ellas descubrimos una tarde el viejo pino centenario de Mazagón.
El centenario ejemplar, de porte achaparrado y extenso, no guardaba parecido alguno con el resto de sus congéneres. Sus ramas retorcidas crecían paralelas al suelo. No tardamos en adoptar el árbol como centro de nuestros juegos infantiles; con retamas y toallas nos construimos una caseta, trepábamos con facilidad por las pardas ramas para alcanzar piñas y nos sentábamos descalzos sobre la pinaza a vaciarlas de piñones.
Un día, no recuerdo la fecha, aún no habíamos terminado de comer cuando unos violentos golpes en la puerta importunaron la sobremesa. Un incendio provocado ardía sin control en la zona y debíamos abandonar la casa. Aturdidos dejamos el postre sin tocar y salimos asustados como el resto de vecinos hacia Ayamonte. Cuando nos vimos a salvo y comprendí la tragedia lloré desconsolada por nuestro árbol. Esa misma noche pudimos regresar a nuestras casas aunque el humo y el olor a madera quemada inundaba el pueblo.
Tardamos una semana en regresar al pinar y, esta vez, papá nos acompañó en coche hasta el Parador. Y, como si hubiera tenido alas, allí seguía, tal cual era el martes por la mañana; con el alma cubierta de cenizas, si, pero intacto entre los efectos devastadores del fuego, dispuesto a seguir siendo testigo del devenir de Doñana otros cien años más.

Romy Martínez
Grupo A


El árbol

No tengo recuerdos precisos de un árbol asociado a mi infancia. No hubo una relación intensa, personal, afectiva, con ninguno. Mis árboles eran más bien colectivos. Jugaba en el pinar, iba al robledal o correteaba entre las encinas, pero ninguno podía llamarse "mi árbol".
Ha sido después, en la madurez, cuando me he identificado con un árbol concreto. Cuando he creído entender qué me dice, qué necesita, qué me aporta. Y, como casi siempre, el azar, "el azar lo es todo", nos aproximó.
Era pleno verano y caminaba por el valle entre madroños, encinas, brezos, cantuesos y tomillos. Me fijé en un alcornoque al que habían quitado la corcha. Presentaba un llamativo aspecto con la franja canela del descorche, como si lo hubiera pillado a medio vestir. O a medio desnudar.
Lo sentí como un árbol de colores: gris ceniza pegado al suelo, rosáceo en la herida, otra vez ceniza retorcido en las ramas y al final el verde áspero de sus hojas pequeñas, ovaladas, coriáceas, perennes. Adiviné la promesa del cambio. Volví unas semanas después y el color de su zona desnuda ha mudado hacia un siena natural que me ofrece una nueva percepción. Un árbol que evoluciona y se adapta al proceso de curación de sus heridas. Retengo esa imagen de fuerza, de robustez, de resistencia ante la adversidad, ese afrontar el dolor con entereza, con confianza en el futuro.
Contemplo el alcornoque y me pregunto, le pregunto, si cuando lo desnudaron, golpes precisos de hacha y palanca, siente el dolor de un miembro amputado o, ya resignado, le resulta un pequeño malestar necesario. Un servicio más a los humanos, una contribución extra a mi disfrute cuando descorcho una botella. El dolor de uno imprescindible para el deleite del otro. Dolor y placer en el mismo proceso. No por repetido menos terrible. Y le pregunto si esos trozos de corteza, hijos emigrantes al fin, le han enseñado palabras nuevas: tempranillo, merlot, garnacha, reserva, crianza... y deseo que no le hayan enseñado maridaje.
Apoyo mi mano en su troco desnudo, y noto su lisura contrastando con la corcha áspera, de surcos profundos y retorcidos como los torrentes que bajan de la sierra. Y noto la dureza de su interior, de su madera, ¿Necesaria para resistir las heridas periódicas? ¿Los anillos son diferentes los años de la herida? ¿Son más anchos o más estrechos? ¿O sólo responde con sus frutos, más amargos los años de la saca por el estrés?
¿Ha notado mi mano como caricia benigna o como molestia de turista?
Me vuelvo hacia el coche, cabizbajo, mientras va oscureciendo. Y espero respuestas.
Quizás la oscuridad de la noche me aclaró algunas cosas, porque desde ese día, cada vez que bajo al valle, casi sin darme cuenta, voy directo a encontrarme con, ahora sí, "mi alcornoque".

Nicolás Casillas
Grupo A


El árbol

Es fuerte y protector. Bajo sus ramas sentí vidas misteriosas. Huele a sosiego. Un día quedé fascinada ante él y noté su presencia. Desde entonces me paso las horas muertas contemplándolo y conozco sus hendiduras al dedillo.
Sé de su existencia y, aunque no se han mostrado aún, persisto a diario esperando descubrirlos.
Si tuviera alas, volaría con él, acompañada por esos seres minúsculos que lo habitan, hasta encontrar un lugar seguro, en el que compartir nuestras vidas de ensueños.
Ha pasado mucho tiempo y sigo aquí esperando. Las tardes se alargan y al anochecer, siento su presencia. oigo un murmullo silencioso en el tronco. Sé que me observan y hasta he visto sus diminutas huellas.

JB
Grupo C





Maquilishuat (Tabebuia rosea) Del náhuat Makwil 'cinco' e Iswat 'hoja', 'pétalo'.

El Maquilishuat es el árbol nacional de una pequeña exrepública centroamericana. Sus raíces se alimentan con la sangre de los que dieron su vida por causas nobles y de aquellos a quienes se les arrebató sin deber nada a cambio. Esas raíces abrazan los cuerpos de los desaparecidos que el Estado se niega a investigar, porque en el «país más seguro del continente» ya no hay asesinatos. Para mantener el contador a cero es necesario no tener un cuerpo. «Sin cuerpo no hay delito», dijeron los infames.
Al Maquilishuat lo riegan las lágrimas de las madres que buscan a sus hijos, capturados injustamente bajo un régimen que criminaliza por ser pobre; las lágrimas de los que se fueron buscando un futuro mejor y de los que se quedaron sin más remedio.
En su tallo descansan por un breve instante los salvadoreños que, sin tener dinero en el bolsillo, salen en busca de lo que llaman vida, con la esperanza de ganarla. Por sus ramas se extienden los sueños de justicia y libertad de los que aman su tierra sin la venda del fanatismo, y sus flores de color rosa se elevan hacia el cielo como un clamor por un futuro mejor.

J.P.
Grupo B


El cerezo

Aquella tarde de abril salí a dar un paseo.
El aire olía distinto. Parecía que se había quitado su bufanda de invierno y se dejaba impregnar por la fragancia de todo lo que florecía a su paso.
Me asomé al camino de tierra que me llevaba directamente a la vieja vía del tren, ya inutilizada, pero me gustaba caminar por ella y rememorar mis viajes de cuando era niña.
Llegué hasta un terreno familiar y, al ver semejante espectáculo, me di cuenta de que, efectivamente, la primavera ya había llegado.
Aquel cerezo que me había acompañado toda la vida lucía majestuoso, aislado, para evitar que otros pies impidieran su crecimiento. Aún así, su aspecto era delicado, elegante en su sencillez.
Me senté bajo su sombra. Me gustaba hacerlo, cerrar los ojos y dejarme llevar.
El viento movía suavemente sus ramas y dejaba caer sus florecillas blancas como diminutas hadas del bosque dispuestas a entrar en mis sueños.
«Pequeños insectos acudirán pronto a visitarte, transportando el polen de una flor a otra hasta cerrar el ciclo de la polinización, permitiendo que tu fruto cobre vida», le dije. «Sobre el mes de junio, antes de que el sofocante calor haga gala de su presencia, nos reunirás bajo tu sombra, con nuestros cestos de mimbre para recoger tu fruto, tan rojo, tan brillante, tan apetecible que los ávidos pájaros estarán al acecho para arrebatarnos semejante manjar», añadí.
Y así, cada mes de abril vuelve a brillar con sus flores blancas, majestuoso, tan delicado y elegante en su sencillez.

Verónica S.S.
Grupo C


Bajo un roble

Te conocí bajo un roble en otoño.
Aún no sabía que te querría,
tampoco tardé en saberlo.

Nos besamos bajo un roble en invierno:
lo cambiamos por el muérdago.
En diciembre volveremos a hacerlo.

Me dijiste te quiero en abril.
También fue bajo un roble,
y yo, sincera, te lo devolví.

Entonces llegó el verano
Y los robles de los bosques se secaron
Bajo uno de ellos nos encontramos.

MAGF
Grupo A


Allí donde tienes un árbol, puedes tener un amigo.

Pasaste desapercibido, podría decirse que casi no nos dimos cuenta de tu llegada hasta pasados un par de años. Alguien te puso en la jardinera de la entrada para rellenar ese espacio que todavía estaba medio vacío, porque nunca pensamos que esa ramita con 4 hojas que un día trajo el electricista, llegara a ser un ser vivo. Compartías espacio con un hermoso ciprés que desde el principio desplegó toda su elegancia, con la persistente y robusta grevillea que iba adueñándose del espacio con sus hojas puntiagudas, también plantamos junto a tí un colorido y espinoso rosal que desprendía ya la fragancia de sus flores y como nos parecía poco en la jardinera de 8 metros cuadrados…pusimos también un carnoso aloe. Todo parecía armonioso, según la Guía de Jardinería que habíamos comprado, pero como ocurre en los humanos, aquellos seres vivos llevaron vidas diferentes a pesar de que compartían el mismo espacio. Y así un día, me di cuenta que el ciprés estaba oculto y sólo se intuía que estaba allí por un trocito de su copa que se veía por encima de ti, (los cipreses son árboles altos y tu eres un medio arbusto), que el aloe se había podrido por exceso de agua y que el rosal, buscando su subsistencia, se había ido rastreando fuera de la jardinera buscando el sol que no le llegaba. Durante algún tiempo bregaste con la grevillea pero al final te rendiste y te has habituado a ella, dejándola un gran hueco en tu copa generosa.
Cuando comienza el otoño eres el rey del jardín, primero te salen las flores de forma de búcaros blancos y después tus frutos rojos, como si fueras un árbol de Navidad, pero a veces se te antoja y disfrutamos de tu flor y tu fruto al mismo tiempo. Aunque siempre te presentan como rechoncho y bajito, yo he conseguido con la poda hacerte alto y robusto, con un tronco limpio y largo para que nos podamos arropar bajo tu sombra. Has pasado de ser la ramita insignificante de antaño a ser el favorito de todos y ser más nuestro, por eso nos fuimos poniendo a tu sombra, primero bien pegaditos y luego más separados porque cuando caen tus frutos nos pones perdidos. A tu lado se lee, se habla, se piensa, se duerme, se contempla…cuántos sueños allí contados, cuántas risas disfrutadas, cuántos secretos compartidos…y cuánto silencio gastado.
Los recuerdos se hacen más fuertes cuando los asociamos a los lugares donde hemos sido felices y la sombra de nuestro madroño siempre fue y es el espacio donde el tiempo nunca sobra.

ELCA
Grupo C

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