El niño que comía lana

Las tres sesiones del taller de escritura creativa de esta semana estuvieron dedicadas a Cristina Sánchez-Andrade y a su libro de cuentos El niño que comía lana, una obra que mereció el XVII Premio Setenil y con una gran acogida entre la crítica y sus colegas escritores. Hablamos de los temas y personajes que recorren el libro pero nos detuvimos especialmente en dos de sus cuentos; "Las amígdalas de Pepín" y "Melocotones en almíbar", dos historias que tienen en común a un mismo protagonista. En el primero de los cuentos Tranquilino es un niño al que su madre apenas le muestra atención. Este hecho tendrá su consecuencia en el segundo cuento pues Tranquilino, ya anciano, vuelve a recordar su niñez y con ella se agitan los recuerdos de su mala madre.

Para entender mejor la literatura de esta gran escritora recomendamos el artículo de Manuel Hidalgo "Sánchez-Andrade, voz del dolor". Y para tener alguna clave más del libro puedes acercarte a la reseña que hace Lecturafilia de él.




Propuesta de escritura

Escribe un breve relato o microrrelato e incorpora en él un objeto que sea determinante para la historia. Pero no te olvides de él porque dicho objeto, ya sea el mismo o recreado, tendrá su correlación con otro texto posterior. El segundo puede ser un desencadenante del primero, o una consecuencia del mismo.
Toma como ejemplo el frasco que contiene en formol la piltrafa de las amígdalas de Tranquilino en el cuento "Las amígdalas de Pepín" y el tarro o frasco de melocotones en "Melocotones en almíbar"

Esto son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


Empezar desde lo sencillo

No tenía por dónde empezar y fue entonces cuando entró por la puerta de mi clase y rompió el gélido glaciar que había creado en mi mente, mi profesor de lengua para hacer un anuncio sobre el viaje de fin de curso.
Ha sido ahí cuando me han venido a la mente una serie de títulos destacables referentes a la literatura de los dos últimos siglos, títulos que leí ayer aunque esa no fue la primera vez que habían resonado en mi cabeza.
Llevaba tiempo, a la par que estudiaba, que estos títulos me llenaban de ideas para escribir, sin embargo no era capaz de articular las palabras adecuadas para formular frases, frases que tuvieran sentido en párrafos, enfatizados por puntos, comas, quizá alguna exclamación; párrafos que den significado a un texto, uno de esos textos míos que parecen gustarle a la gente.
En ese momento pienso que escribir es una de mis maneras preferidas de expresarme y que me sirve de guía para conducir mis pensamientos.
Es curioso, son un conjunto de letras, un conjunto de letras son palabras y un conjunto de palabras configuran un párrafo y los párrafos brindan sentido a un texto, un texto que te puede llegar hasta lo más hondo.
Todos mis textos tienen un trasfondo, un doble sentido que es hermoso porque el sentido que este texto cobra cuando alguien lo lee es diferente al que cobra cuando lo lee otra persona, para mí eso es lo bello de escribir, lo que me motiva.
Cuando era pequeña ya escribía, cuentos, más mayor, alguna que otra fábula, después comencé a formular metáforas y ahora soy capaz de escribir estos textos llenos de significado.
Hasta ahora no me había parado a pensar en que resulta que en clase de lengua analizamos textos, los resumimos, analizamos el tema en una frase, la tesis, los argumentos, escribimos nuestra subjetiva opinión personal y luego analizamos minuciosamente un par de frases del texto.
Una vez hecho esto, analizamos unas cuantas palabras y por lo menos yo me he dado cuenta de que el sentido del texto cambiaría si cambiamos una palabra, cambiaría una frase, que a su vez cambiaría un párrafo y este modificaría el texto que probablemente ya no estaría acorde con el título.
¿No es así?

Claudia García Santos
Grupo C


El conjunto de las partes

A lo largo de toda mi vida, he pasado horas y horas analizando mi cuerpo, parte por parte, viendo fallos en cada una de ellas y ansiando cambiar, haciendo de todo por hacerlo, aunque he de decir que no he conseguido nada positivo.
Todos los ríos desembocan en un mar, en un océano que está conectado con todo el planeta y curiosamente si lo miras de otra manera, cada río tiene sus afluentes que dan agua a toda una ciudad, un pueblo, una familia.
Como dijo un filósofo “ el todo es el conjunto de las partes”.
Una ciudad no sería una ciudad sin el conjunto de pueblos, los pueblos no lo serían sin el conjunto de aldeas y estas no lo serían sin el conjunto de casas, de familias.
Tal y como las regiones no tendrían agua si los afluentes de los ríos no pasaran por su zona.
El mar no sería mar si los ríos no desembocaran en él, si estuvieran estancados.
Es por eso mismo que yo no podría haber escrito estos textos si no utilizara todas las partes de mi cuerpo y si no supiera que están conectadas, fluyendo correctamente para que atraviesan sin cesar mi mente, letras, palabras y que gracias a eso consiga encontrar la manera de expresar lo que siento, si no las tuviera, no podría formar frases, si no sé lo que significan las palabras y no podría conjugar párrafos que dieran sentido a un texto y que además fuera fácil de entender.
¿Por qué entonces me obsesiona tanto lo que hay fuera?
Necesito partir de cosas tan sencillas como estas para explicar las cosas más grandes.
Piénsalo, ¿acaso leerías un texto formado solo por palabras sueltas?, ¿ tendría sentido?, ¿sería lo mismo el sentido que le das a la palabra en sí misma que el que le das a esa misma palabra en una frase?, ¿esa frase significaría lo mismo en otro contexto?
Hoy yo me he dado cuenta, analizando morfosintácticamente una oración que el sentido de cada palabra, cada frase o una simple coma, punto, acento; cambia el significado de la oración. Al igual que tú no serías tú sin el conjunto de tus partes.
Realmente la filosófica frase no es como la he descrito, esta es “el todo es más que el conjunto de las partes”, sin embargo, creo que este filósofo estaba equivocado, aunque yo no soy quién para decir que un sabio no tenía razón, simplemente lo veo de otra manera.
- Por favor, lea el texto número tres.
- Sí profesor, ya voy.

Claudia García Santos
Grupo C


El Reloj

Un tal Segundo Leirado fue a servir al rey cuando la última guerra carlista, y como era muy jinete, estaba en la escolta de Primo de Rivera, el primer marqués de Estella. El rey Alfonso XII llegó al frente del Norte con un gran catarro, y los Leirado aseguraban que el médico rural, un tal Sánchez Camisón, escuchó a su abuelo, el señor Segundo, y le puso al monarca la leche de burra. Segundo Leirado encontrara una burra francesa, muy pacífica, en Puente la Reina, que daba la leche muy gorda, que es lo pedido.
Alfonso XII, cuando se fue para casa desde el frente, le dio a Segundo, complacido, un reloj de plata. Le hizo entrega al general Dabán, quien para la ocasión dijo solemne:
—¡Este reloj de plata para el lancero Segundo Leirado, con la gratitud expresa de Su Majestad el Rey!
Según Freire de Rego, en la casa de los Leirado conservaban el reloj de plata envuelto en un paño de terciopelo verde.

***

Damián el de Guitiriz, terminó de leer y me entregó los papeles.

—¿Qué te parece? —le pregunté.
—Un texto bonito, Gerardo. Aunque yo no entiendo mucho, pienso que vas mejorando —dijo él mientras se llevaba a la boca un par de rodajas de pulpo. Le debía yo una al de Guitiriz y estábamos en mi casa de Villagarcía.
—Es bueno el texto, razón tienes —concedí—, pero no es mío, sino de Álvaro Cunqueiro, ya puede ser bonito.
—¡Ah!, bueno —debió caer en la cuenta el de Guitiriz de repente—, que tú de segundo te apellidas Leirado, claro. ¿Y qué fue del reloj?
—Leirado, sí, el lancero fue mi bisabuelo. En cuanto al reloj… —y ahí fue cuando me levanté al cajón del aparador.
Lo del reloj ahora es para no contar, o al menos yo me había prometido no contarlo. Pero no hay promesa que resista un albariño de calidad cuando estás en buena compañía y lo maridas con pulpo a la gallega, pimentón poco picante, como está mandado. Volví a la mesa con el paño de terciopelo verde y lo desenvolví despacito, dándole al momento la pausa que requería.
—El reloj, mi amigo —se lo ofrecí, y él lo tomó en sus manos con mimo.
—¡Precioso!, Gerardo. De plata dijiste, ¿no?
—De plata, sí, regalo de Alfonso XII, que no salía de catarros. Pero no lo manipules demasiado por si las meigas.
—¿Cómo por si las meigas? —se sorprendió Damián.
Ya dije del albariño, capaz de vencer la resistencia del más dispuesto a guardar un secreto. Fallé otra vez.
—Sí, mi amigo, está enmeigado. Debió ser cosa del curandero, el de la leche de burra que leíste. Aunque en este caso, se trata de meigas abanderadas del bien. O al menos yo así lo veo.
—Pues como no te expliques…
Di un sorbo al albariño y me lancé a contar confiando en que Damián lo entendería, aunque él es del Celta.
—Yo soy madridista cien por cien, como sabes. Cuando el momento lo requiere, saco el reloj, le doy cuerda, lo vuelvo al paño y al cajón. Allí lo dejo hasta que se le acaba la cuerda. Y ganamos siempre, ya viste las remontadas el año pasado.
—¡Venga ya!, eso no cuela. Si eso fuera cierto ganaríais siempre.
—¿Y para qué vamos a ganar siempre? No conviene abusar, a mí me basta con saber que somos el mejor equipo del mundo.
Se quedó así, un poco aplanado el celtiña, tal que si no le hubiera dado al vino de la tierra. Me apresuré a socorrerle:
—Pero tú tranquilo, Damián, nunca lo pongo en marcha cuando jugamos contra equipos gallegos. Venga, echa p’acá ese vaso.

Pascual Martín
Grupo B


Un día de mucho calor

Recuerdo ese día. Fue el día que más calor y más vergüenza he pasado en mi vida. Ese día también murió mi madre.

Era junio y hacía bastante calor. Yo estaba en clase de gimnasia con manga larga y cuello alto. Sudaba como un pollo. Pero no quería que nadie viera las marcas sobre mi piel. Estaba avergonzado y muy preocupado por mi hermano. Él había corrido peor suerte, no había podido venir a la escuela, los moratones en la cara habrían dado que hablar.

Mi madre había empeorado en los últimos días, desde que mi padre nos abandonó no había vuelto a ser la misma. Ayer se le fue la mano. Yo pensaba en hablar con ella cuando estuviera más calmada, las cosas no podían seguir así.

Iba camino de casa con ganas de librarme de mi sudada ropa y refrescarme con la manguera.

Con la manguera estaban los bomberos tratando de sofocar el incendio que había devorado mi casa. Junto a la acera estaba mi hermano, en una mano su osito de peluche y en la otra la firme mano del sargento de la guardia civil.

—¡Lo siento, Manolo! No hemos podido salvarla —me dijo con voz paternal el agente.

Mi hermano tenía la mirada perdida. Me pareció ver una ligera sonrisa en su rostro. Nunca entenderé como quería tanto a ese pequeño oso. No pude refrescarme con la manguera.

Tomás García Merino
Grupo B


Regalo de cumpleaños

Mi hermano cumplía setenta años. Desde hacía diez ocupaba una habitación en la residencia con su inseparable compañero, el alzhéimer. Era su cumpleaños, pero él no sabría ni cuál era su nombre.

Lo vi sentado en el sillón, junto a la ventana. Le habían cortado el pelo y olía a heno de Pravia. Sentí la dureza de su barba en mi mejilla. Le limpié un resto de baba de la comisura de los labios. Dejé los pastelitos sobre la mesa camilla y a punto estuve de llorar. Me fijé en el peluche sobre la estantería. El osito estaba tan viejo como su dueño. El tiempo había borrado el color del muñeco como había ocurrido con la memoria de mi hermano. Una gran pena me inundó y me entraron ganas de salir corriendo, me faltó valor. El mismo valor que nunca tuve para preguntarle si él había tenido algo que ver en la muerte de mi madre. Pero ya daba igual, ya nadie podría responderme. Lo miré con pena, sus pequeños ojos brillaban, y una leve sonrisa amaneció en su rostro.

—No te preocupes. Mamá no pasará frío —me dijo.
 
Tomás García Merino
Grupo B


La abuela

La abuela Esperanza murió a la edad de Cristo con un bolsito apretado entre las manos, tenía la barriga llagada y a medio coser, pues fue desahuciada por el médico del pueblo después de varios embarazos fallidos aún no se sabe porqué. El bolsito imitación de piel era negro con forma de trapecio y tenía una cadenita plateada que contenía en medio un asa de tira negra desgastada por el paso del tiempo. Esperanza se deleitaba abriéndolo y ordenándolo y a su hijo Valentín, que contaba con 6 años de edad, le gustaba investigarlo y abrir y cerrar, abrir y cerrar, click, clack, click, clack.

El bolso fue un regalo del abuelo Bernabé cuando aún eran novios, el único regalo que le habían hecho en su vida, cuando se lo iba a regalar el abuelo le pidió a su madre que le hiciera un escapulario, la bisabuela pespunteó el escapulario de tela color café con la imagen de la Virgen del Carmen y una leyenda oculta que decía: " el que muera con él no padecerá el fuego eterno". Bernabé llevó el escapulario a bendecir al párroco y una vez bendecido y con mucha delicadeza lo introdujo en el pequeño bolso interior del bolsitode forma de trapecio a modo de sorpresa. Valentín nació seis meses después de la fabricación del amuleto, zambullido entre el dolor y los "mea culpa" de su madre y fue un niño robusto y el único superviviente de los tres hermanos nacidos y no nacidos.

La abuela Esperanza había sido una mujer fuerte, esbelta, de amplios hombros y pómulos, pero no pudo resistir tanto dolor provocado por las muertes de sus hijos. Cada día, por las tardes después de comer, repeinaba a su primogénito y ambos deambulaban en silencio durante una hora hasta el cementerio donde estaban enterrados sus hijos; de la mano derecha el niño, de la izquierda el bolsito.

Cuando murió la madre el niño cumplía 7 años de edad ysi la echaba de menos abría el bolso y lo olía, click, clack, click, clack y el silencio.

Aronbanda
Grupo B


Esperanza

El deseo del padre de Esperanza fue siempre desde que tuvo 7 años de edad tener una hija y llamarla como su madre. La niña nació en contra del deseo de su propia madre, que cuando se preñó tenía un bebé varón de meses entre sus brazos. Cuando nació el niño Valentín dijo: "tendremos otro, será niña y se llamará Esperanza, como mi madre". La niña de amplias mejillas creció recia, alegre y juguetona, aunque algo complicada de carácter por el rechazo que su propia madre le transmitía.

Cuando su madre salía a comprar al mercadillo del barrio dejaba a la niña dormida -o eso creía ella, a la niña le producía gran placer hacerse la dormida-. En lo que la madre compraba dos kilos de naranjas y patatas en la frutería de Leandro, medio kilo de magro de cerdo en filetes en la carnicería de Pepe y un pan y dos barras en la panadería de la Tensi, la niña Esperanza aprovechaba para hacer de las suyas, su juego favorito era sacar los anillos del joyero de la madre, ponérselos todos uno por uno bailones en sus deditos menudos y sentarse en el orinal a esperar a que la madre volviese de la compra; en sus manitas cargadas portaba el bolsito de la abuela y esperaba en silencio, jugando con el cierre del bolso, click, clack, click,clack.

Cuando Valentín envejeció y se dio cuenta de que le iba abandonando la cabeza, le pasó a su hija los papeles escritos con perfecta caligrafía del abuelo Bernabé de cuando había sido Secretario de pueblo -y Maestro cuando no había- y el bolsito de la abuela que contenía un espejito redondo de lata con publicidad por detrás, un pañuelo verde de seda arrugado y lleno de lágrimas con un bordado de la falange que olía a la abuela Esperanza y el escapulario cargado de culpas y arrepentimientos de la abuela. Esperanza rebuscó entre sus pertenencias los anillos de su madre fallecida, los introdujo en el bolso, lo cerró –clack. Sonrió en silencio y no volvió a abrirlo jamás.

Aronbanda
Grupo B


Pelo azabache

Se adentró en un cajón, en el fondo, detrás de todo, donde apenas llegaba ni el polvo, para buscar un viejo diario olvidado, que fue amarilleando el tiempo, lo abrazó como quien abraza a alguien que no ve hace años y recibe la sorpresa de su presencia en los ojos. Una foto cayó al suelo y una lagrima se deslizó por sus mejillas, era tarde la noche amenazaba tormenta y las ventanas seguían abiertas por el calor de la tarde.
La puerta se abrió de repente, era una mañana soleada, dos chiquillas corrían en el patio con sonrisas y chillidos de juegos infantiles, ella los miraba desde la ventana mientras preparaba la comida, su piel era tersa y su barriga crecía, alguien por detrás la acarició y echo su aliento recién refrescado en la comisura de sus labios.
El invierno nevó todas las montañas de alrededor sin avisar, la puerta quedó atrapada por dos metros de nieve, las tres niñas desayunaban en la cocina viendo caer los copos que cada vez eran mas gordos, la chimenea ardía en un fuego que le hacía soñar, era la mas pequeña, su pelo en apenas unos años le llegaba por la cintura, era negro brillante, como el caballo Furia.
Pasadas varias primaveras, se miró una tarde al espejo, el sol como una luz luminosa caída del cielo la alumbró, se miró a los ojos mas allá de lo que había detrás de aquel cristal que reflejaba su rostro, y tijera en mano dejó caer los mechones de pelo azabache que jamás cortó su madre. En el armario dejó un pantalón colgado, una camisa, y una chaqueta, el resto lo dejó encima de la cama envuelto en un hatillo para donarlo a los huérfanos.
Al entrar a la cocina nadie dijo nada, su madre entristecida miraba su rostro, sus hermanas lo abrazaron, y él sin mediar palabra le dio un beso en la frente a quien le dio la vida y marchó en solitario por la senda de una nueva vida.
 
Ana Sánchez Taramon
Grupo C


La peluca

Javier se encontraba en la ciudad lleno de papeles de oficina, a veces cuando entraba alguno de sus empleados para que le firmara algún documento, apenas podían verlo detrás de la mesa, solo oían su voz que de alguna manera le delataba que estaba allí al hablar por teléfono.
Pero la mañana de un 9 de marzo de 2022, la oficina se quedó en silencio, el helor de invierno cortó su voz en el hilo del teléfono, sus ojos negros se quedaron clavados, casi sin vida, María su hermana gemela mayor le llamó para decirle que su madre había muerto, el cáncer finalmente había terminado con su vida después de muchos años de lucha y sufrimiento .
Salió del despacho sin decir nada, su vida para todos era un misterio, un secreto a voces que nadie se atrevía ni siquiera a cuchichear, ni entre medio de un sorbo de café.
Cogió el coche, y a toda velocidad se adentró en la autopista , el asfalto gris se mezclaba con las nubes grises del cielo que amenazaba tormenta, de repente se acordó que dejó las ventanas del piso abiertas, pero enseguida se olvidó de ello.
Había nevado, la puerta de casa tenía dos metros de espesor de nieve a su alrededor, la habitación mantenía el calor de un cuerpo todavía caliente, mientras la muerte cubría el resto. La miró con sus ojos abiertos en los ojos ya cerrados, las lágrimas de amor se deslizaron por su rostro, al ver que una peluca de color azabache le cubría la cabeza y se enredaba delicadamente en sus manos.

Ana Sánchez Taramon
Grupo C


Lo nunca visto

Ahora que tengo tiempo, he cogido la costumbre de acercarme por las mañanas hasta la residencia donde está mi padre. Dejé el coche al lado de la verja y caminé unos cien metros hasta la entrada principal. Según me voy aproximando, oigo un jolgorio que nunca había percibido, pues el silencio allí dentro es casi sepulcral.
En la planta de abajo, me cruzo en el pasillo con residentes que van en sillas de ruedas, otros con andadores más deprisa de lo habitual, y ya por fin veo a Manolo, un vecino de mi padre con el cual a veces hecho un parlado y me cuenta lo que van a comer o como ha pasado la noche mi padre. Le pregunto qué está pasando y todo contento me dice que la médico de la residencia acaba de atender a una mujer que se ha puesto de parto y que ha nacido una niña esta mañana.
Acto seguido me encuentro con Rosita una de las enfermeras de la residencia y me lo confirma, una mujer embaraza había ido a ver a su tía Juana, una mujer de 98 años, y se encontró indispuesta y allí mismo en una habitación, la médico de la residencia había atendido el parto.
Y claro, la noticia corrió como la pólvora y todos los residentes querían ver a la recién nacida, pues lo normal no es que nazca nadie, sino lo contrario.
He de decir, como en los cuentos con final feliz, que a la recién nacida la pusieron Milagros, y que la noticia trascendió por todas las residencias de la capital, y el periodista enviado para cubrir la noticia, puso de título: “Milagro, en una residencia de ancianos, nace una niña”.

Luis Iglesias
Grupo B


La bicicleta

Desde los diez años se montar en bicicleta, en bicicletas más bien pues era en Las bicicletas de otros.
Desde los diez años le llevo pidiendo a mis padres que me compren una bicicleta.
—Cuando apruebes primero de bachiller, decía mi padre.
Aprobé primero y me dijo que cuando aprobase segundo.
Aprobé segundo y me dijo que cuando aprobase la reválida de cuarto; el muy listo consiguió 2 años de prórroga.
Con quince años y viviendo en Fuenteguinaldo, hubo una oferta de bicicletas desechables de la Guardia Civil, y mi padre y otros dos guardias de aquel puesto nos compraron una bici a cada uno por 100 pesetas.
Eran bicis con barra y casi no llegábamos a los pedales. No tenían frenos. Pero nada nos importó. Nada nos impidió ser los más felices del mundo.
Frenábamos con la suela de la zapatilla metiéndola entre una barra de la bicicleta y apoyándola en la rueda de atrás, que por supuesto no llevaba guardabarros. Tampoco llevaba marchas, eran de piñón fijo, por lo que las cuestas arriba eran realmente duras. Se llaneaba muy bien y las cuestas abajo eran de vértigo. Recuerdo las cuestas de El bodón. Cómo las bajábamos a una velocidad enorme, y sin posibilidad de frenada. Todavía se me erizan los pelos cuando recuerdo aquella bajada.
Al volver cuesta arriba, algunos tramos los hacíamos andando y charlando; Recordando el momento de disfrute máximo que habíamos tenido, y comentando entre nosotros que nadie debía saber hasta dónde habíamos llegado, pues sabíamos muy bien lo que nos esperaba, si nuestros padres se llegaban a enterar.
Con aquellas bicicletas recorrimos todo el rebollar. Llegamos a Navasfrías y a Ciudad Rodrigo. En 30 km a la redonda todo era terreno conocido, y no sólo en carretera, si no también a través de caminos.
Aquella aventura duró 3 años, al cabo de los cuales cambiamos de domicilio.
Mi bicicleta quedó en el cuartel y algún otro “hijo del cuerpo” supongo que la terminaría de destrozar.

José Luis Fonseca
Grupo A


Reorganizando el trastero

Hace unos días María y yo bajamos a organizar un poco el trastero. Tenemos filosofías distintas al respecto. María es de guardar “por si acaso”, yo soy de tirar lo que nunca volveremos a utilizar. Ella dice que soy el tío “todo lo tira” , y yo le digo que es la tía “todo lo guardo”.
Allí estaban, en un rincón, ocupando un sitio, dos objetos que probablemente nunca vuelva a usar: mis dos bicicletas. Una de ruedas muy estrechas, dos platos y 5 piñones. La otra de ruedas anchas, dos platos y 6 piñones. De 10 y de 12 velocidades como decíamos. Las ruedas desinfladas pero el resto en perfecto o “cuasi” perfecto estado.
—Podíamos tirar Las bicicletas, o mejor regalárselas a alguien que quisiera utilizarlas, digo.
Al verlas comienzo a relatar: ¿te acuerdas de la primera bici que tuve a los 15 años?
Casi sin dejarme terminar la frase me contesta: ¿ la que te compró tu padre por 100 pesetas, que no tenía frenos, y con la que os recorristeis cientos de kilómetros sin abriros la cabeza?. Por supuesto, me contesta. Me lo has contado a mí y a tus hijos unas mil veces.
Escucho su voz a lo lejos, ya que estoy otra vez bajando a toda velocidad las cuestas de El Bodón.

José Luis Fonseca
Grupo A


Sueños de niña

Transcurrían los primeros años de la postguerra, allá por los años cuarenta.
Flora era una niña como tantas otras de la época, con sueños e ilusiones truncados por el miedo y la falta de alimentos que llevarse a la boca.
Eran las primeras navidades después de la guerra y en la escuela, la maestra enseñaba a las niñas a redactar la carta para los reyes magos.
Flora, lloraba en silencio; en su casa a penas había para hacer una sopa y llevarse un mendrugo de pan a la boca, que su padre conseguía del contrabando a cualquier precio.
Su ilusión era que Baltasar —su rey favorito— le dejara un muñeco para abrazarlo y dormir con él para que las noches no fueran tan negras y no se le hicieran tan eternas.
Llevaba tiempo esperando el deseado muñeco, al que le pondría nombre, pero su madre entre lágrimas le decía que los reyes no llegaban a la casa de los pobres porque no había leche para dar a los camellos.

***

Zacarías, un joven resignado a seguir en su pueblo, envuelto en la miseria y el hambre que había dejado la guerra, con la ilusión que dan los dieciocho años, se alista en la División Azul y marcha rumbo a la helada estepa rusa.
Después de ver caer en la batalla a su mejor amigo, es apresado y llevado a un campo de concentración en San Petersburgo.
Pasados unos años es liberado y llega a su pueblo el olor de multitud y condecorado con todos los honores. Pero el hecho de decir que no había sido maltratado el tiempo que pasó recluido, se volvió en su contra.
Conoció a Flora, una joven que le hizo más felices sus días que algunos que le quisieron arruinar la vida y le obligaron a exiliarse a Francia.
Nada más llegar a Burdeos, Flora quedó embarazada y todo fue alegría hasta que nació el pequeño Zacarías.
Era un niño precioso, parecía un muñeco. Muy inquieto, se pasaba el día llorando y no había forma de pasar una noche tranquila.
Flora, cada día que pasaba era presa de sus nervios y una mañana con él en los brazos lo lanzó por la ventana de un segundo piso.
El niño sobrevivió, pero con daños cerebrales fue separado de sus padres.
Flora, fue internada en un Centro, donde pasaba sus días sentada en un banco, con la mirada perdida, abrazando a un muñeco entre sus brazos.

Pedro Gómez
Grupo C


La caja de música

Bajo un sol sofocante en un recóndito pueblo sureño, unos pies descalzos caminan por un camino polvoriento hacia el basurero cuyo hedor asfixiante, junto al revoloteo de pegajosas moscas, le indican la llegada a su destino.
Con la raída ropa pegada al sudoroso cuerpo, Adrián Pereira sufre en silencio su dura vida. Todos los días busca y rebusca entre montones de basura algo de valor para venderlo y obtener unas pocas monedas que muy orgulloso entrega a su madre.
Aquel lunes de julio al regresar a casa, encontró junto a un árbol una bonita caja de madera lacada, fascinado la tomó entre sus manos y al levantar la tapa comenzó a sonar la más bella música que jamás había escuchado y su sorpresa fue mayor al contemplar una bailarina que daba vueltas al mismo tiempo.
Emocionado, corrió a enseñar el hallazgo a su madre que, al verle tan feliz le abrazó con ternura.
Colocó su tesoro en la desvencijada mesa de la cocina y juntos contemplaron una y otra vez, esa maravilla.
La madre exclamó:
-¡Hijo mío, si la vendemos ganaremos muchas monedas!
-Madre, no la vendas, por favor. No me importa seguir comiendo todos los días la sopa de pan que haces tan rica.
 

Desde la puerta

Sentado en la puerta de su carpintería, Adrián Pereira contempla a sus dos hijos como emprenden el camino a la escuela. Le gusta mirarlos con su ropa limpia y sus zapatos brillantes. Está orgulloso de poder darles una vida mejor que la que él tuvo.
Han pasado más de treinta años desde que abandonó su pueblo y marchó a la ciudad en busca de una vida mejor. Gracias a sus delicados trabajos, realizados con sus manos, la vida al fin le sonrió y junto a Rosario ha formado una bonita familia.
Viven en una casa blanca, limpia y sencilla al lado de la carpintería. En la entrada, en una hornacina, está la caja lacada que encontró cuando era niño. Con regocijo sus hijos la abren y cierran para mirar como la bailarina da vueltas y más vueltas mientras suena la melodía.
Todavía se emociona al recordar las penurias de su infancia y la felicidad que le embargó al encontrarla. Hoy, como entonces, sigue maravillado de la belleza tan grande que se puede guardar dentro de una caja tan pequeña.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Juguetes

1
Después del entierro, mientras sus hermanos habían entrado en el bar de abajo a tomar unos vinos -y una ración de jeta-, ella subió a echar un vistazo en el piso vacío. Se puso a ordenar un poco el dormitorio de su madre, sintiendo todavía el olor a su vieja colonia, cuando encontró, al fondo de uno de los cajones del armario empotrado, un consolador. Cilíndrico, plateado, terminado en una punta cónica y redondeada; un poco delgado, le pareció.
Algo avergonzada, como si estuviera profanando una intimidad que no hubiera deseado conocer, y también para evitar que sus hermanos lo supieran, lo metió en su bolso, salió del piso y lo tiró a un contenedor de basura asegurándose de que nadie la estaba observando.

2
El dormitorio de su hija de catorce años estaba hecho unos zorros, para variar. Ropa tirada de cualquier manera; libros de cole -que parecían, de tan nuevos, como envueltos en celofán- por el suelo; una pancarta medio rota reclamando la Abolición de las Cárceles. La cama, más que deshecha, parecía un jergón destripado. Movió un poco el colchón para colocarla, y cuando iba a poner la sábana bajera se topó con un objeto que, en un primer momento, no identificó. Claro que enseguida se dio cuenta de que no era uno de esos nuevos artilugios de cocina que se habían puesto de moda con Masterchef, y luego se acababan tirando porque nunca se usaban. Era un satisfyer, ella había visto alguno en una revista mientras esperaba turno en la peluquería. Recordó que había pasado rápido la página, como si le diera vergüenza que la vieran leyendo ese artículo. No tenía arreglo, se dijo. Por un momento se le pasó por la cabeza comprar uno. Su Pepe y ella desde hacía tiempo, nada de nada. Y mira que se querían, iban de la mano cuando salían de paseo, se besaban, en la mejilla, con cariño. Ella no se quejaba como casi todas -bueno, todas- sus amigas, el suyo había sido un matrimonio feliz.
En fin, pensó hacer la cama de la niña -aquí se estremeció un poco-y dejar aquello oculto de nuevo bajo el colchón, pero desistió porque seguramente su hija se daría cuenta de que lo había visto, y le hubiera dado mucho apuro hablar de eso con ella. Así que dejó aquella leonera como estaba -esto también le costó lo suyo-, y se fue en dirección a la cocina, o, mejor dicho, sus pies la llevaron a la cocina por la fuerza de la costumbre.
Pensó en ir haciendo las croquetas de jamón con pistachos y cúrcuma -una receta del libro “Guarrindongadas” de Robin Food-, pero se sentó un momento y se preparó un café. Sus recuerdos la llevaron años atrás, a aquel día en que habían enterrado a su madre y ella, casi adolescente, había subido al piso para ordenarlo un poco, mientras sus hermanos aliviaban el duelo con el vino del Sebas, y -creía recordar-, pinchos de morro, la especialidad de su mujer.
Dio otro sorbo al café, su marido no volvería hasta la hora de comer, la niña quizá hasta la tarde, después de las actividades extraescolares -aquel día tocaban Prácticas de Asertividad para Adolescentes Sicópatas-. Qué coño, se dijo, y fue de nuevo al cuarto de la hija. Cogió el aparato y se dirigió al baño, asegurándose de que cerraba bien la puerta.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


A traición

Galo se siente afortunado. La bolsa de monedas que ha encontrado va a servirle para llevar a cabo sus planes. En un primer momento, ha tenido la intención de devolverla o entregársela a su amo pero ha decidido escapar con ella.
La vida de los esclavos no es fácil, la mayor parte de ellos no salen de la casa de sus dueños ni tienen experiencia para desenvolverse en el mundo exterior. Él se ha ganando poco a poco la confianza de Sulpicia, la señora, que le hace encargos; al principio eran cercanos, dentro de la ciudad, después ha ido incrementando la confianza y la distancia. Esto le ha permitido conocer lugares más apartados y saber cómo moverse con el salvoconducto. También utiliza ropas más decorosas que los otros esclavos.
En sus planes cuenta con la complicidad de Lisco, porquero de la casa en la que se queda a dormir cuando está en Brigecio. Son de origen eduo, pueblo galo vencido por Roma. Tras una corta espera, se reunen a solas en las pocilgas de la casa. Lleno de emoción, Galo comparte su suerte con Lisco:
-Nuestros anhelos están más cerca desde hoy. El día en el que seremos libres está próximo.
-¿Cómo quieres que escapemos de esta mierda de vida con las cuatro monedas de cobre que tenemos?-preguntó Lisco -Siempre estás con tus quimeras.
Antes de caer prisioneros y convertirse en esclavos, pertenecían a la clase dirigente y guerrera de su tribu. Hablan con libertad pues no son entendidos por los que los rodean.
En un gesto de confianza y complicidad, Galo le enseña la bolsa y su contenido del que ha retirado una moneda que guarda para si entre sus ropas. Le ha impresionado el animal que puede verse en una cara. Es un animal corpulento con un hocico alargado. Además, es la que más pesa.
Sin mediar palabra Lisco le atiza un golpe en la cabeza. Está aturdido, siente que unas manos le oprimen el cuello. El traidor jadea tras el esfuerzo. Lentamente va recobrando el resuello. Comprueba que el otro no respira y arroja el cuerpo al lugar en el que se dehacen de los animales muertos. Sonríe y esconde la bolsa en un hueco de la pared.


Actividades extraescolares

El Museo Arqueológico Municipal de Benavente es muy modesto. Los restos importantes fueron a la capital de la provincia o incluso al Arqueológico Nacional en Madrid. En unas salas no muy amplias se exhibe lo que ha quedado.
Todos los martes recibe la visita de un centro de enseñanza. Hoy es el turno del IES León Felipe, en concreto de cuarto de la ESO. El resto de la semana apenas viene algún turista despistado que, al poco de llegar, abandona el edificio.
El profesor está dando las explicaciones que repite año tras año. Hace tiempo que el museo no recibe novedades.
Gala atiende las explicaciones; sin saber por qué siente una atracción especial por la vitrina de la que el profesor está hablando. Destaca una pieza especial , un denario de la época de Julio César.
-En la cara de la moneda podemos ver los atributos de Cesar como pontifex maximus y la inscripción CAESAR -explica mientras señala la moneda y piensa en La vida de Brian-. Y en la cruz…
-En el otro lado está la figura de un elefante -.interrumpe Gala.
Nunca antes ha visto la moneda. Lo ha intuido.
-¿Cómo lo has sabido?¿Conoces esta moneda? -interroga el profesor.
Gala niega con la cabeza sin poder apartar la mirada de la vitrina mientras se tienta la ropa en busca de no sabe qué.

EMM
Grupo C


Elefante

1

Se llama Obama, pero no ha sido presidente; bueno, en realidad sí: ha presidido su puesto , su puesto-manta donde coloca con esmero bolsos, zapatillas y sobre todo elefantes tallados en madera , perfectamente alineados y perfectamente africanos. Hoy tiene sueño Obama, pero no puede dormirse, tiene que presidir su manta y si una pequeña ráfaga de viento levanta una esquinita se apresura a colocarla pasando repetidamente sus manos sobre ella para que quede todo en su sitio. Ese puesto - manta le coloca en aquel mundo extraño y ajeno , le da un sentido y una función. Los ojos permanecen abiertos, pero una especie de sopor le adormece por dentro, está despierto dormido. Cerca de él escucha las risas del chico del puesto-puesto que está al lado: Obama, que te duermes, ya verás como venga la poli a ver cómo recoges todas esas baratijas si estás sobao … Pero lo oye lejos , como en sueños y se fija en los ojos de una niña ' i Elisa !- la llama su padre - deja ya de mirar los elefantes ' coño, que no llegamos !
Al fondo de la calle aparece el coche de la policía y Obama recoge su manta que es su sitio - mundo a toda velocidad. Elisa le mira extrañada mientras piensa: " sale huyendo porque he hecho algo malo, es mi culpa …" Su padre grita de nuevo y esta vez zarandea a Elisa. Obama sale corriendo y de la manta cae un pequeño elefante de madera . Se para en seco, retrocede piensa decide actúa y aún tiene tiempo para sonreír a Elisa, que recoge el elefante temerosa y lo aprieta fuertemente en su puño.

2

El sol se derrama sobre las aceras. Está contenta, Elisa .Como siempre llega un poco tarde a recoger a su marido, que al ver el coche hace una señal como de guardia de tráfico y vocifera :" Es que no hay manera contigo, no tienes nada que hacer en todo el día y todavía me toca esperar , hay que joderse . .. " Antes de que abra la portezuela Elisa decide no frenar del todo y poco después acelera derrapando. Obama sonríe meciéndose colgado en el espejo retrovisor.


Pilar S.B.
Grupo B


El desván

La niña subió las escaleras despacio. Abrió con cuidado la puerta que chirrió rompiendo el silencio de la tarde. El ruido la sobresaltó. Sintió pánico. El desván era un misterio para sus doce años. Allí descansaban las vidas de sus ancestros.
Sintió el olor a polvo marchito y estuvo a punto de desandar los peldaños, pero el misterio de lo desconocido pudo más y franqueó la puerta. Un mundo de recuerdos se apoderó de ella.
Desde aquel día, cuando la casa se vaciaba, la niña subía la escalera para reencontrarse con el pasado. Allí descubrió esa foto de un niño pequeño con el que entabló una entrañable convivencia. No sabía su nombre, para ella fue su hermano, aquel que no conoció pues aún ella no había nacido, cuando sucedió la tragedia.
La niña le hablaba de sus aprendizajes, se reía con él mientras le relataba las anécdotas de la clase. Siempre estaba anhelante, esperando que abandonaran la casa, para refugiarse en el desván. Su madre tenía prohibido a toda la familia subir, sólo ella conservaba intacta en su mente la tragedia.
La niña desobedeció y, en ese desconocido lugar, pudo recuperar a su hermano. Nadie lo supo nunca.


El desván olvidado

La casa guardaba un silencio de duelo. Sólo se oía el tictac del reloj del pasillo. Las comadres tenían los ojos fijos, secos de tantas lágrimas derramadas. La madre acariciaba las manos del niño, su hijo, su primogénito, su orgullo y su esperanza para un futuro mejor.
Nadie osaba decirle que tenía que asearse, que tenía que beber agua. Llevaba más de doce horas de pie junto al féretro. ¿Cómo pudo pasar esta tragedia? ¿Por qué el camionero no miró por el espejo retrovisor al poner la marcha atrás?
Sólo guardó de él una pequeña foto en el desván- Era su tesoro y no lo compartió con nadie.

JB
Grupo C



La Determinación

Cuando la conocí, era una joven de una belleza inusual , con el desasosiego pintado en la cara. Parecía que el futuro no la llevaba a ninguna parte, y a pesar de su edad, comenzaba a tener las manías típicas de las personas que se sienten amenazadas. Sólo parecía detener su ansiedad, cuando manoseaba una pulsera deshilachada y descolorida, que en su día, seguramente contuvo los colores de la bandera de su país de origen.
Comencé a interrogarla, con mi detestable francés, en relación a su situación ilegal. Solo logré que sus ojos parecieran aún más grandes.
Aún así, me contó dos cosas, chapurreando cómo pudo: Su llegada dentro de la caravana de unos turistas australianos, (sorprendidos por semejante polizón) y su determinación a traer aquí a su familia.
Le di mi tarjeta , le recomendé un hostal barato y honesto. Le advertí que no se metiera en líos.
Pronto encontró trabajo en una empresa de limpieza de hospitales.
A los dos meses de estar aquí, comenzó la pandemia y se contagió.
A pesar de lo grave que estuvo logró superar la enfermedad y mandar noticias a sus familiares de que aún se encontraba viva. Pero había determinado traer a una hija y a un hermano pequeño, y el sueldo en la empresa de limpiezas era insuficiente.
Se puso a hacer de camello, por cuya razón tuve que interrogarla de nuevo. Traté de apartarla de aquello buscándole cobijo en una hospedería de monjas. Comenzó a coquetear con la prostitución, creyendo que esa sería la solución para traer a su familia…
Un día recibí la llamada de un amigo del ministerio, para que me hiciera cargo (en segundo plano),de un asunto turbio de prostitución y drogas, en el que estaban involucrados varios diputados y altos cargos de la administración.
Cuando me personé en la escena del crimen, contemplé el rostro desfigurado de una mujer joven en medio de un gran charco de sangre. A pesar de ello, reconocí inmediatamente la pulsera colorida y deshilachada que llevaba la chica, que un año antes había interrogado como polizón de una caravana de turistas australianos.


El Concierto

Mi hijo, que era miembro de un exitoso grupo de rock, me había invitado a verlo entre bastidores.
Aunque no me llama la atención el tipo de música que tocan, decidí aceptar por no desairarlo y porque el concierto se celebraba en el estadio del club de mis amores. También porque me presentaría a la famosa vocalista del grupo y a sus otros compañeros.
Ya dentro del estadio, nos dirigimos a la zona en que se encontraban los camerinos. Mi hijo me dejó en compañía de una azafata y me dijo que volvería antes del comienzo, para presentarme a su grupo.

***

Se encontraba algo tensa y pidió agua a su asistente. Comenzó a hacer ejercicios vocales y canalizó su respiración por el diafragma para matizar el sonido de su voz.
La verdad es que no estaba especialmente nerviosa, a pesar de que dentro de veinte minutos saldría al escenario de aquel gran estadio, para recibir la reverencia y el aplauso de un público entregado de antemano.
El camino hasta allí no había sido fácil. Desde niña ayudaba a su madre a eliminar las basuras de los edificios que limpiaban.
Comenzó a cantar por los largos y mal iluminados pasillos para ahuyentar el miedo. Un día la oyó un inquilino, que era promotor musical, y decidió hacerle una prueba.
Ella tenía la misma edad que su abuela cuando esta murió, y llevaba más de diez años cantando.
Su madre había llegado al país con un tío de su misma edad, para enterrar a su propia madre.
Su abuela, había muerto en extrañas circunstancias en el transcurso de una orgía, celebrada en las postrimerías del año de la gran pandemia .
Para tapar el asunto, bastante turbio y con ramificaciones políticas, les concedieron una pensión y la inmediata nacionalización.
Ella vino al mundo, cuando su madre y su tío abuelo comenzaron a hacerse adultos.
Ahora, se encontraba segura y determinada a invertir la posición del reloj de arena, que lastraba a su saga familiar.
Cuando le indicaron que faltaban diez minutos para actuar, comenzó a circundarla la ansiedad. Pidió a su ayudante que le trajera el joyero. Se puso unos pendientes de Cartier, que había comprado para ese evento. Buscó una pulsera en el estuche, se la puso y se entretuvo dándole vueltas sobre su muñeca. Esto siempre la relajaba…
Antes de la primera llamada a escena, mi hijo y yo entramos en el camerino para presentármela.
Era una joven de una belleza inusual, con la seguridad pintada en su cara. Me llamaron poderosamente la atención sus grandes y hermosos ojos. Su rostro me evocaba a alguien. Me sonrió con afecto y me ofreció su mano. Al instante, reparé en la deshilachada y descolorida pulsera que en su día, seguramente, contuvo los colores de la bandera de su país de origen.

Calgari
Grupo A


La niña

La niña vive en una casa grande con su madre, muy grande, y solo están ellas dos. De su padre no sabe nada. La niña corre por el largo pasillo y cuando llega al final ya está cansada. La niña se aburre y a veces lee y otras veces se tumba en el suelo sin hacer nada, con la mirada perdida en el techo. La madre, a veces la observa preocupada, le compra muñecas de vistosos vestidos. A ella le habrían hecho muy feliz cuando era pequeña, pero la niña casi ni las mira y si juega algún rato con ellas es para contentar a la madre. A la niña le da miedo subir al desván, siempre hay ruidos raros y la única bombilla que cuelga del techo proyecta sombras tétricas que ella imagina como marionetas dirigidas por el mismo diablo, pero la madre siempre le dice que no tiene que tener miedo, no tiene que tener miedo de nada y la manda a ir a buscar las patatas para la cena. La niña protesta, lloriquea e incluso patalea un poco pero la mirada inflexible de la madre no le da opción. Entonces sube lo más deprisa que puede coge las patatas, las mete en un cubo pequeño y corre otra vez escaleras abajo oyendo lo que es el viento silbando entre las tejas y ella imaginaba como fantasmas persiguiéndola.

Una tarde comiendo un bocadillo de chorizo, la niña nota que un diente le falla, se lleva un dedito a él y al notar que se mueve sin querer los ojos se le llenan de lágrimas, no del dolor, sino del miedo a lo desconocido. Corre buscando a la madre. La madre ríe ante el pavor de la niña y le dice que no se preocupe que eso es así, que esos dientes se tienen que caer todos, pero que es una cosa buena porque cuando se cae un diente por la noche se mete bajo la almohada y al dormir viene un ratón que se lo lleva y deja en su lugar un regalo. A la niña aquello de que un ratón se pasee por su cama cuando ella duerme no le hace mucha gracia, pero si deja un regalo la cosa cambia. El diente cada vez se mueve más y duele más. La madre ya cansada de ver a la niña todo el día tocándolo le dice, que le va a atar un hilo y a tirar despacito para quitarlo. La niña no está muy convencida pero accede. En cuanto el hilo ya está sujeto y la madre preparada para tirar la niña dice ¡NO! más rotundo de su todavía corta vida y se aparta de la madre con el hilo colgando por la comisura de sus labios. La madre intenta convencerla pero no hay manera. Venga que solo te voy a desatar el hilo no vas a dormir así que te lo puedes tragar y te ahogarás, pero la niña no se deja convencer y duerme así con el hilo atado al diente, pero dentro de la boca, por miedo a que la madre aproveche que está dormida y tire de él. Por suerte, a la mañana siguiente en el desayuno el diente se suelta solo y la niña escupe en la manita una mezcla de saliva, sangre, restos de las magdalenas y el hilo. Después se mueven más dientes, pero ya no hay más hilos. Después de los primeros la madre se cansa de lo del ratoncito Pérez y le dice la verdad a la niña y los últimos dientes y muelas que se le caen esta los va guardando en una caja de cerillas sin que la vea la madre. A veces cuando esta a sola saca los dientes, los aprieta fuerte contra las encías, en las que apenas asoman los nuevos, y se quedan sujetos un rato, la niña juega a que nunca se han caído. Un día que la madre la sorprende mirándose al espejo con esos dientes puestos le dice que es una guarrería, que cogerá una infección y se pondrá mala y le arrebata la caja con ira. ¡Esto a la basura inmediatamente!. La niña ahora solo lee, parece que es lo único que no enfada a la madre y ella puede sumergirse en historias y aventuras que nunca vivirá de otra forma.

La vieja

¡Que te he dicho que quiero pollo en pepitoria!, grita la vieja con aquella boca desdentada que hace difícil entenderla, mientras silba el aire por su boca como en un desván viejo una noche de invierno. La hija intenta acercar de nuevo la cuchara cargada de un puré espeso y amarillo, la vieja alarga el brazo y con la mano huesuda y tétrica aleja la cuchara. ¡Que quiero tostón cuchifrito bien crujiente! que el puré te lo comas tú desgraciada, escupía de nuevo la vieja literal y metafóricamente. La hija cierra unos segundos los ojos con resignación para calmarse y no tirarle el plato a la cabeza. Intenta razonar con ella, a ver madre que ya no tiene dientes, que solo puede comer purés, que este ya lleva su carne, pero pasada por la batidora, solo tiene que abrir la boca y tragar. Que te he dicho que no, rumia de nuevo la vieja con aquella boca mellada que parece una cueva oscura. La garra de la vieja esta vez alcanza la cuchara y aquella espesa pasta sale volando por toda la habitación. Un grumo pegajoso se escurre desde la frente por la cara de la hija roja de ira. ¡Que te he dicho que quiero cabrito asado! vuelve a vocear la vieja. La hija desiste y murmura por lo bajo, ya tendrás hambre ya, y me pedirás el puré, ya.

Al día siguiente la hija decide dejarle unos trocitos pequeños de carne nadando encima del puré, quizás así piensa pueda engañar a la vieja. La vieja esta muy callada para lo que en ella es habitual, la hija cree oír unas risitas por lo bajini, de esas que salen cuando haces alguna maldad pero piensa que son imaginaciones suyas. Mira mamá que hoy tienes carne en el puré, veras como hoy sí te gusta, tiene carnecita como tú quieres. La vieja mueve la cabeza negando furiosamente. ¡Que no tienes dientes mamá y tienes que comer así, ya está bien de tonterías! Una carcajada escalofriante rebosa la habitación. ¡Quiero un chuletón!, reclama la vieja, ¡mira! y señalando la boca con un dedo deja ver una dentadura amarillenta, de piezas pequeñas y desordenadas que hace que la hija recule tirando silla, puré y cubiertos. ¿De donde ha sacado la vieja esos dientes, si hace años que no sale de casa? Mientras la vieja sigue riendo espectralmente y clavando la mirada seca y deshabitada en la suya, abre lentamente la mano enseñándole una caja de cerillas que la hija recuerda bien.

Beatriz Gorjón
Grupo A


Destino cruel

—¡Joder, Torrijos, acaba ya de una vez! —le gritaba el cabo Villalón, parapetado tras un tronco a unos veinte metros de su subordinado—. ¡Ya están aquí, coño! ¡No nos va a dar tiempo a retirarnos!
Pero el soldado Torrijos, que andaba enterrando una mina en una pequeña hondonada junto al camino arenoso del pinar, no estaba muy por la labor de obedecer.
—¡Dame un segundo, hostias, que ya termino! —gritó a su vez furioso al cabo— ¡Ya verás como vuelan los cachos del primer fascista hijo de puta que pase por aquí!
—¡Medio minuto tienes, cabrón! —le advirtió Villalón—. Luego me voy y te quedas sin cobertura.

***

Nota de Prensa

Madrid. 17 de agosto de 2008

Un operario municipal de Titulcia, última víctima de la guerra civil.

Han pasado ya setenta y seis años desde que concluyó la guerra civil española y, sin embargo, en el día de ayer se cobró su última víctima: un operario de la empresa de colectores Enatras S.A., que se encontraba trabajando en una zanja para efectuar una acometida de alcantarillado en un terreno recientemente declarado urbanizable. El trabajador tuvo la desgracia de pisar una mina allí enterrada durante la guerra civil, que detonó fatalmente provocándole heridas de extrema gravedad. A pesar de que los servicios de urgencia se personaron en el lugar del siniestro a los pocos minutos y fue trasladado de inmediato al hospital de Arganda del Rey, nada se pudo hacer por salvar su vida. Se da la circunstancia de que el operario fallecido, Laureano Torrijos Rodríguez, era hijo del laureado miliciano Luis Torrijos Pérez, que esta misma semana ha sido declarado hijo predilecto de la villa, otorgándosele el nombre de una calle para honrar su memoria.

Óscar Martín
Grupo A


Los orines de la Violeta

La señora Jacinta alarga el brazo con el que sujeta el recipiente de un azumbre. —Coje el orín de la vaca antes de que se agote— ordena a la chiquilla sin soltar la ubre de la Violeta. Siguiendo la costumbre, tantas veces repetida, recogea duras penas el caliente líquido amarilloso hasta llenar el recipiente y quedar su mandil mojado de salpicaduras con olor a pis de vaca. —Ahora rellena las dos cántaras de leche, hasta arriba— volvió a mandarJacinta a su hija Mariola. El acre olor a excrementos mezclados con la paja producen un profundo rechazo en la niña. —Ah! y cuando termines, saca la vaca al prado y limpia todo esto— dice la madre sin un gesto de cariño. Mariola barre las inmundicias del establo, afectada por la humedad del ambiente, adecenta entre arcadas lo que puede y enjuaga el azumbre en el agua oscura del desagüe. La vaca, cuatro gallinas, poco prado y poca huerta consumen las fuerzas de la madre y la hija desde que el padre desapareció en el naufragio. Mucha hambre y poca alegría en la aldea de tejados de pizarra. Los días de viento y algo de sol Mariola lava el mandil sucio, frotando con jabón de grasa y cenizas en el agua fría del riachuelo. Con muchos restregones y manos doloridas, el mandil queda limpio y luminoso. Mariola no es fea y sus doce años brillan con esa ropa limpia. —¡Qué guapa estás Mariola!— dice el alguacil, que todos los días pasacamino de la casa del consejo. —Uhmm— responde la niña. —Enséñame la vaca— insiste él. —Nooom— niega ella, entre atemorizada por el hombre y temerosa de volver a manchar el mandil limpio. —¡No seas niña! Que además te daré unos caramelos—. Sin fuerza para resistir, él la lleva a trompicones hasta dentro del establo, tirando de ella con su mano sebosa. Junto a la vaca, el hombre de barriga generosa y aliento aguardentoso, poco pelo en la cabeza y mucho en los brazos y asomando por la camisa, quiere llevar hasta el final lo que había imaginado tantas veces. Mariola detesta el olor del hombre, el olor del establo, el olor del ambiente, el olor de los orines de vaca… Al acordarse de estos, también se acuerda del azumbre que está colgado junto al pesebre. El recipiente de latón estrellado por la niña en la cabeza del alguacil y un pisotón de la vaca Violeta, alterada por las voces de Mariola, tronchan irremediablemente el cuello de aquel hombre grande y fofo.

Aguardiente y Sauvage Elixir

Cada día, Ernesto llega a casa satisfecho de sí mismo y de como le marchan los negocios. Llegado del pueblo con nociones de fontanería, tuvo la suerte o el acierto de dedicarse a todo tipo de instalaciones durante el boom inmobiliario. Ahora viste de Armani, usa corbatas de seda y huele a Sauvage Elixir de Dior. En su casa hay maderas nobles, lámparas de cristal, adornos de porcelana y cubiertos de plata. En su garaje hay un mercedes y un cuatro por cuatro de alta gama y cilindrada. Del pueblo sólo conserva una notable rudeza, que únicamente aflora en los momentos de gran tensión, y el secreto gusto por el aguardiente casero. Últimamente, Ernesto piensa que su único problema es su mujer. Ha olvidado que ella fue la que le ayudó a prosperar, trabajando en la casa, trabajando en el taller, haciendo de administradora y secretaria en los tiempos duros, cuando recién casados estaban solos en la gran ciudad. Después de pasar por la inclusa y dos años de noviciado, María Inmaculada coincidió con Ernesto cuando él acudió como fontanero a la oficina en la que ella acababa de entrar a trabajar como auxiliar o secretaria para todo.Era guapa, ciertamente inteligente y había aprovechado los años anteriores aprendiendo cualquier cosa que las cuidadoras de la inclusa y las monjas del noviciado pudieran enseñarle. Su noviazgo fue muy corto y su boda rápida. Ernesto y María Inmaculada no habían tenido hijos, por lo que, siendo trabajadores tenaces, habían prosperado largamente. Ahora, frisando la cincuentena, Ernesto piensa que su mujer ha perdido lozanía, ha ganado bastantes quilos, ya no le hace falta para los negocios y empieza a considerarla un estorbo. Especialmente, desde que ella le mira despectivamente cuando llega tarde a casa, ya que se ha enterado de que Ernesto frecuenta a una jovencita.—¿Dónde has estado hasta las cuatro de la madrugada?— interpela María Inmaculada a Ernesto, después de una semana en que se han sucedido las salidas nocturnas del marido.—A mijs adsundtos—responde él con voz y ademanes de haberse pasado de la bebida. —Yo también debería contar entre tus asuntos—. El hombre se acerca encrespado a su mujer, la mira de arriba abajo y le responde con acritud —Estás gorzda y viedja, dno me sirves pa na y ya me he candsado de ti—. María Inmaculada sabe que no puede amilanarse, que tiene que plantar cara, que tiene que ganarse los siguientes años echándole valor, como ha hecho otras veces a lo largo de su vida. —Lo que pasa es que ya no sirves como hombre—. Estas palabras encolerizan más a Ernesto, que claramente fuera de sí pregunta —¿A quéj te rdefieres?—. Con énfasis, con tranquilidad y aplomo ella le contesta —A todo. Ni en los negocios te aprecian como antes, los amigos te van dejando, en casa no sabes hacer nada y en la cama te has vuelto un desastre—. A estas palabras, la reacción es descontrolada —¡Edso zí que no. Sigo sciendo un hongbre muy hongbre y te lo voy a demostrar!—. Ernesto se aproxima a María Inmaculada, bajándose la cremallera y haciendo ademán de soltarse el cinturón. Ella dice con seguridad —No. No estoy dispuesta a acostarme con un borracho que pretende humillarme—. La situación se va tensando hasta que Ernesto la acorrala junto a la chimenea y se abalanza sobre ella. El olor empalagoso de la colonia, el sudor, el aliento aguardentoso hacen revivir a María Inmaculada otra situación anterior y recuerda el recipiente de un azumbre que decorala repisa de la chimenea. Ese recipiente que Ernesto detesta, porque nunca entendió el cariño que su mujer tiene a este objeto. María Inmaculada vuelve a ser Mariola y se defiende de Ernesto golpeándole con el azumbre. Ernesto cae, golpeándose con el salvachispas y quedando definitivamente tendido como el hombre grande y fofo en el que se ha convertido.

Manuel Medarde
Grupo A


El Oráculo de la cafetera

Abrió los ojos y la realidad le pegó como un guante de boxeador. Hasta tenía los ojos inflamados haciendo juego con la metáfora. No tenía sueño y sin embargo los ojos le pesaban. Los párpados hinchados la engañaban diciéndole que necesitaba dormir. Dormir. La idea la tentaba, quedarse en la cama y dejar que todo pase, que la cama la engulla, la esconda y la proteja. Que la proteja de ese hueco en el pecho que físicamente le dolía.

“¿Por qué llorás? No llores”. ¿Por qué va a ser estúpido? Porque no va haber nueva temporada de “Las Chicas del Cable”. Tres años invertidos en una relación para que me digas no llores.

La cafetera se lo había dicho y ella no escuchó. El día que le pidió “un tiempo para pensar porque estoy confundido”, el café no se había dignado a subir. Gorjeo de aquí, gorjeo de allá, pero cuando levantó la tapa, el brebaje marrón no había dónde encontrarlo. El famoso “tiempo”. “Andá a la puta que te parió, sabés lo que podés hacer con el tiempo”. ¿Para qué pasar por esa agonía de mierda? Si se sabía que todo se iba a ir al carajo. Y sin embargo, siempre, siempre, se tiene ese atisbo de esperanza. Y como se sabe que la situación es una mierda, a ese atisbo se lo deja crecer. Y la llamita de la vela de repente se convierte en hoguera. Quizás en realidad se estaba persiguiendo. Quizás no es tan así. “Seguro que si lo hablamos va a estar todo bien. Claro que va a estar todo bien. Me dijo que se quería mudar conmigo”. JA, idiota.

El día que finalmente apareció en su casa para darle “la conclusión” de sus confusiones, lo mismo. La cafetera se había declarado en huelga. Sabía que no iba a atravesar la situación con el orgullo intacto, pero por lo menos con la dignidad lo menos magullada posible. Le ofreció café que el sinvergüenza aceptó, ¡encima! Y el cacharro, nada. Repitió los precarios pasos que te lleva hacer café en una cafetera italiana y niente. Iba a intentar una tercera vez, pero pensó “¿Vale la pena darle café a este hijo de puta?” “¿Por qué llorás? No llorés”. ¡Cómo mierda no querés que llore! Lo siento, soy humano y cuando te dicen que no te quieren más y sentís que ya no aplicás como ser humano, lloro. Lo siento.

Se levantó, y reptó hasta el baño. El espejo le devolvió la realidad, ni todo el stock de L’Oreal iba poder arreglar eso. Abrió la ducha y mientras esperaba el agua caliente entendió que la ducha de hoy iba a ser rápida. Como antes de dormirse, siempre imaginaba distintos escenarios en la ducha: discusiones ganadas con filosos argumentos, diálogos profundos y porqué no hasta discursos de premios recibidos. Claro que a medida que maduraba los escenarios cambiaban, pero el concepto era el mismo. Sin embargo, en el momento que saltó a la ducha, era un ser humano más. Anestesiada. Un “adulto” tratando de ver para dónde arrancaba. El agua caliente la encontró arrinconada hecha un ovillo en la bañera llorando descontrolada. Todo su cuerpo se convulsionaba con cada gimoteo. La boca abierta en una mueca ridícula con los labios contraídos. Sexy.

Con la bata puesta se acercó a la cafetera y en voz alta le imploró que no la defraude. “Porfa, necesito café, porfa porfa, no seas así”. Ese trozo de metal dictaba su vida y hoy necesitaba una buena. El café subió solo por la mitad. “La puta que te parió ¡Por qué, por qué me hago esto! Si te puedo cambiar por algo más útil, por qué sigo esclava de un trasto”. Apoya la frente sobre la cerámica fría de la encimera, y empieza a llorar por esa ínfima frustración, como cuándo al nene le dicen que no. “¡A la mierda! No tengo la energía para esto”. Cuando estuvo pseudo lista para salir, abandonó su caja de zapatos y dio el portazo que todo su drama le permitió.

En la calle, la primavera incipiente le devolvió un nanosegundo de buen humor, hasta que vio una pareja explorándose las amígdalas mutuamente. “¡Me cago en Dios!” Con cada paso el cuerpo anestesiado le imploraba café. Enfiló hacia una de esas cafeterías trend, donde sabía que el café está super mega-hiper-archi-sobrevalorado. “No importa, hoy me lo merezco”, se mintió.

Cuando estaba abriendo la puerta de la cafetería, se cruzó con una de esas chicas que, en un día normal la tomaría por “promedio”, pero hoy la hizo sentirse tan nada. No iba femme fatale como cada vez que tenía que volver al ruedo y eso le mostró el nivel en el que estaba, arrastrando su humanidad por la vereda. Iba como ella y rezaba que el mundo la acogiera así, por lo menos por hoy. Cuando escuchó su nombre fue como la alarma que la despertó, iba perdida en todo y en nada a la vez. El barista le entregó el tesoro envuelto en el cartón cilíndrico blanco. Le sonrío y le guiñó el ojo. Dudó que hubiera sido a ella, pero soñar es gratis. Ya en las arterias de la ciudad de la furia dio vuelta el vaso, un número de teléfono. WHAT.

Ding. Mensaje. Es él. Quiere quedar. De fondo se escucha el gorjeo profético que a ella se le antoja como rugido del mar. Se acerca, con ceremonia levanta la tapa y sí, es lo que se imaginaba.


Rugido del mar

Camino por la orilla y el viento con su cachetada me quita el aire. Es gracioso como la intensidad de su soplido imita mi interior. El ritmo se encrespa y amaina tal como mis emociones. Eso, ni siquiera pensamientos, sino emociones. Hace rato que no pienso; si pensara, no estaría de pie a la orilla del mar en pleno invierno. Pero siempre quise hacerme la bohemia, la romántica, tener hasta una banda sonora para mis momentos más importantes. Siempre puse muchas expectativas en los momentos decisivos, aunque, no sé si era yo, o lo que pensaba que debía hacer. Es como si gran parte de mi vida hubiera estado regida por agentes externos. Regida por historias construidas por otros, sean libros o películas, o cualquier tipo de ficción. Ni siquiera regida por la sociedad, porque siempre tuve la no tan leve sospecha que la sociedad se rige también por las expectativas de historias ficticias.

Recuerdo cuando decidimos casarnos. Porque uno decide casarse entre los dos. Así ha funcionado toda la vida y así funcionará, no tengo dudas. Porque cuando conocés a alguien, sabés. Y eso se habla en la pareja desde el vamos, aunque sea dejando volar la imaginación, siempre suspendido en el aire. Al principio, conteniendo el aire, para que esas expectativas no se vuelen frente al menor movimiento. ¡Qué desilusión, igual! Siempre esperé esas pedidas de mano como en las películas, sabía que no podría ser un gesto avasallador, con público esperando a ver qué iba a contestar. Pero al menos algo privado, simple, romántico, un mini momento donde me dijera qué significaba para él que nos casemos. Pero no. A algunas de mis amigas se lo pidieron así. De todas maneras, siempre dije (o me quise convencer), que el romanticismo está en otra parte, en los pequeños detalles del día a día. Y fui feliz con eso mientras duró. “Te compré el chocolate que sé que te gusta.” Hablarnos en frases de series que veíamos una y otra vez.

Me da bronca, me da muchísima bronca pensar en estas cosas. Porque ni siquiera puede considerarse pensar. Tengo mucho que ofrecer, y siempre termino en temas rosas. Ser mujer es más que rosa. Me enfurece que están cosas se cuelen en mi vocabulario mental, como si fuera lo único en el mundo.

Siempre quise ser escritora y siempre tuve la capacidad de cagarla. Necesito un lugar para escribir, con una vista que me inspire, con música que acompañe. En casa en esa habitación claustrofóbica, no. Mejor me voy a un café. ¡Ah! pero el café tiene la música muy alta y no puedo pensar. Tengo un doctorado en diferir. Por eso terminé acá, en este pueblo de mierda. Siguiendo mi veta bohemia. Ahora que estoy jubilada me voy a ir al mar y voy a escribir porque el mar inspira. Y ahora, en la playa, en lo único que puedo pensar es en que estoy cagada de frío, con un dolor en el ciático por la puta humedad. Y todo para qué, para tener la vista del mar en mi ventana. Dejame decirte algo, las vistas están sobrevaloradas. Porque la vista inspira el primer mes, pero luego no cambia, queda congelada. El mismo edificio de enfrente todos los días. El mismo árbol semana tras semana. Ya te da absolutamente igual la estética del paisaje porque va a estar ahí rutinariamente. Inamovible. Y todas tus construcciones en el aire cambian las plumas por zapatos.

Me cansé del viento, me cansé de estar a su merced de avanzar para atrás. Chau al rosa. Adiós, romanticismo. Bon voyage, expectativas. See you later, inspiración. Me voy a casa a aprender a enamorarme de lo simple, a tener atracción sexual con lo cotidiano y a ponerme cachonda con la rutina.

Me preparo el café de la media mañana. ¡Cómo un cacharro metálico puede llenarme tanto! Cuando la vida me pegó un gancho de izquierda, y de repente me quedé sola, lo único que me hizo sentir en casa fue la cafetera. El alfa y el omega. Tantos años, tantos. Además de ella, tuve como compinche un tipo llamado Miedo. Miedo era uno de esos a los que invitás pero como no te responde pensás que no va a venir, hasta que te cae de sorpresa. En este caso el apellido de Miedo era: voy a morir sola. Y sí, Miedo estuvo invitado varias veces a mi vida. Pero tengo la sensación que le cayó mal que me casase, porque ya no se sentía bienvenido. Sin embargo, hace unos años que se viene riendo de mí. ¡Qué puta que es la vida! Cuando subís de nivel, te baja de un hondazo para recordarte que sos un mero mortal y que eso de andar, así sin inseguridades, no corresponde.

Miro por la ventana del salón, esa que da a la vista inmóvil del mar. Me pregunto si en algún momento llegaré a escribir un libro. Decora la incertidumbre la banda sonora del momento: el canto gutural de mi compañera. La única amiga que me queda en la que puedo confiar con su honestidad bruta. Al principio lo confundo con el rugido del mar, pero empieza a envolverme esa cobija perfumada con el calor marrón. A ver qué me depara el destino.

Vanina Palomo
Grupo C


Los sueños de mi abuela

Unos buñuelos de viento y un té bien caliente, y Martín y yo recuperábamos a la abuela. Desde que había empezado a tener aquellos sueños sentía que la perdíamos. Ella nos seguía cuidando, pero lo hacía con ojos vidriosos y mirada distante. ¿En qué piensas, abuelita? Le preguntaba Martín. Yo no le preguntaba nada, pero en sus peores días bajaba a comprarle buñuelos para merendar, ella sonreía y mientras comíamos nos contaba de nuevo las historias del pueblo. A veces pienso que en realidad no se acordaba de aquellos sueños, y que vivía en el desamparo de aquel que sufre por algo que olvidó.

La angustia que precede al vuelo

Teodoro había perdido la cuenta entre tantas salas infinitas de cadenas de producción. Cientos de magdalenas dispuestas en filas de dieces hasta dónde llega la vista; escaleras de polvorones envueltos en color carmín, jazmín y esmeralda; finísimas obleas superpuestas en tacos de 25 y acumuladas en brutas columnas que lentamente llegaban a alcanzar el techo. Teodoro se estaba empezando a angustiar, y con el peso del desamparo empuja el portón gris de una última sala. Un instante de oscuridad y ¡por fin! Un buñuelo de viento en un platito de cristal. Fue tan solo necesario un primer mordisco y Teo ya estaba volando.

Rosalía Pérez Lorenzo
Grupo B

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