Realismo mágico

A la sesión del taller de escritura creativa de esta semana se unieron una madre y su hija, vestidas de riguroso luto; un cura con acusada calvicie y su hermana, un fantasma obstinado en desordenar las rosas de su propio altar y la amiga de toda la vida, o toda la muerte; un dentista sin título y un alcalde corrupto y tirano, además de muchos curiosos recién levantados de la siesta. Fue una sesión muy animada. Puro realismo mágico. 

Gabriel García Márquez fue el protagonista. Sobre el tapete tres cuentos importantes en su biografía como escritor: Un día de estos, La siesta del martes y Alguien desordena estas rosas. De este último cuento (página 52) puedes leer otra versión aquí para contrastar el trabajo de corrección del escritor, quien volvía una y otra vez sobre los textos para apuntalar la redacción y el estilo.

Para entender mejor el realismo mágico en el que se inscriben estas historias tomamos como punto de partida el texto de Andrea Imaginario en la página Cultura Genial




Ilustración Norma Editorial


En el artículo se señalan una serie de características propias de este movimiento literario:
  • Parte de la observación de la realidad.
  • Incorpora el universo de valores simbólicos de las culturas latinoamericanas, a las que reconoce como parte de esa realidad sin apelar a una mirada vertical.
  • Normaliza las peculiaridades en lugar de sustituir la realidad por un mundo fantástico o alterno.
  • El narrador no ofrece explicaciones sobre los acontecimientos insólitos.
  • Los personajes no demuestran extrañeza ante los fenómenos insólitos.
  • Valora la percepción sensorial de la realidad.
  • Rompe la linealidad temporal del relato.
  • Expone realidades yuxtapuestas.
  • Tiende a desarrollar ampliamente la metaficción.

Propuesta de escritura

Escribe un cuento no muy largo donde se vean más o menos explícitas estas características del realismo mágico.


Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:


La piedra

Cuando Jesusín llegó con los padres al otro lado del pueblo, a casa de los abuelos, ya estaban los espejos tapados con paños, las cortinas echadas, y en la sala chica la abuela tendida en el santo suelo, ataviada con la saya nueva de negro sin gastar y los zapatos de tacón y majuela. Pasaron los tres y había una tabla encima del cuerpo de la abuela y una piedra enorme sobre la madera. Un cuerpo muerto si se enfría no hay luego quien lo enderece, dijo el tío Rogelio, y estaba también tía Reme. A ver, Jesusín, dale un beso a la abuela, hijo, que ella te quería mucho y vienes muy guapo; a ella le gustabas así, con el pantalón de terciopelo y tan peinadito. El niño se arrodilló y la abuela estaba tan arrugada como siempre pero la piel fría y de un color amarillo; le extrañó que besar a un muerto supiera así. Hala, hijo, vete para la cocina que nosotros tenemos que hacer. Y los mayores siguieron a lo suyo, porque las vecinas traían sillas y había que irlas colocando donde se podía, con vistas sobre todo a la noche. Mama, ¿puedo darle otro beso a la abuela? Y mama dijo que bueno, pero que un momentín nada más. Qué pena, la abuela seguía estirada y con aquella enorme piedra encima. No parecía la abuela, a la abuela Ricarda siempre la conoció Jesusín encorvada. ¡Niño!, levantaba la voz ella desde el portalillo, ¿vienes, que me quiero meter para adentro, que ya siento frío? Y el niño acudía, y la mano de la abuela en su hombro pesaba como un pajarín, pero con eso le bastaba para llegar a la cocina a sentarse en el sillón de mimbre de junto a la chimenea, encorvada como ella era, claro. Dios te lo pague, Jesusín, hijo. Cuando empezaron a doblar las campanas la gente se aceleró un poco más y a la abuela le quitaron el pedruscón aquel de encima que cualquiera sabe lo que pesaría y la sacaron para la sala grande donde ya estaban los cirios encendidos y las flores de trapo y la metieron en la caja abierta. Quedó muy aparente pero estirada, seguía sin parecer ella. No tardaron en llegar el cura y el sacristán, y el mayordomo de la Hermandad, con el Cristo de marfil. Se fue apartando la gente y se quitaban los hombres la gorra y el cura entró en la sala y empezó los rezos con voz ronca, en latín algo pero que se entendía, y la gente iba contestando, unos más y otros menos, aunque la abuela seguía estirada como ella no era. El señor cura cerró el libro de pasta negra y canto rojo y echó mano al hisopo y lo sacudió en dirección al cadáver. ¡Ahora!, pensó el niño, tiene que ser ahora. Y sí, fue en ese momento cuando el cuerpo de la abuela dobló las rodillas, que le sonaron un poco los huesos, y otro poco levantó hacia arriba la cabeza y empezó a parecerse a la abuela de siempre; color amarillo, pero eso qué tiene, y aquella cara de pasmo que se les puso a todos, qué torpones los mayores, se iba diciendo Jesusín camino al portalillo, ese sol de invierno que tanto le gustaba a la abuela Ricarda.

Pascual Martín
Grupo B


La piedra (narra el niño – sugerido en el taller)

Cuando llegué con papa y mama al otro lado del pueblo, a casa de los abuelos, ya estaban los espejos tapados con paños, las cortinas echadas y en la sala chica el cuerpo de la abuela, tendido en el santo suelo.
Lo tenían vestido con la saya nueva de negro sin gastar y los zapatos de tacón y majuela. Encima del cuerpo, sobre las rodillas, le habían colocado una tabla de madera y encima de ésta una piedra enorme. Los niños no entendemos, pero el tío Rogelio estaba atento y enseguida y me lo aclaró:
—Un cuerpo muerto, Jesusín, si se enfría no hay luego quien lo enderece.
Vino entonces la tía Reme, que tenía ojos de haber llorado, y me cogió de la mano:
—A ver, Jesusín, dale un beso a la abuela, hijo, que ella te quería mucho y vienes muy guapo; a ella le gustabas así, con el pantalón de terciopelo y tan peinadito.
Me arrodillé y la abuela estaba tan arrugada como siempre pero la piel fría y de un color amarillo como la cera. Cómo podía yo suponer que al besar a un cadáver se notara ese sabor.
—Hala, hijo, vete para la cocina que nosotros tenemos que hacer.
Llegué frente a la chimenea y cogí una tajuela y me senté mientras los mayores continuaban a lo suyo. Las vecinas trajeron sillas y había que irlas colocando donde se podía. Con vistas a la noche, oí decir. Me acerqué a mama un momento que quedó libre y le pregunté si podía darle otro beso a la abuela.
—Bueno, hijo, pero un momentín nada más.
Qué pena, la abuela seguía estirada y con aquella enorme piedra encima. No parecía la abuela, a la abuela Ricarda siempre la conocí encorvada. «¡Niño!» levantaba la voz ella desde el portalillo, «¿vienes, que me quiero meter para adentro, que ya siento frío?». Y yo iba y la mano de la abuela en mi hombro pesaba como un pajarín, pero con eso le bastaba para llegar a la cocina y sentarse en el sillón de mimbre de junto a la chimenea, encorvada como ella era, claro. «Dios te lo pague, Jesusín, hijo».
Cuando empezaron a doblar las campanas, la gente de casa se aceleró un poco más y a la abuela le quitaron el pedruscón aquel de encima que cualquiera sabe lo que pesaría y la llevaron a la sala grande donde ya estaban los cirios encendidos y las flores de trapo y la metieron en la caja abierta. Quedó muy aparente pero estirada, seguía sin parecer ella.
No tardaron en llegar el cura y el sacristán, y el mayordomo de la Hermandad con el Cristo de marfil. Se fue apartando la gente y se quitaban los hombres la gorra y los tres entraron a la sala y el cura empezó los rezos con voz ronca, en latín a veces pero que se entendía, y la gente iba contestando, unos más y otros menos, aunque la abuela seguía estirada como ella no era.
El señor cura cerró el libro de pasta negra y canto rojo y echó mano al hisopo y lo sacudió en dirección al cadáver. «¡Ahora!» me pensé yo, «tiene que ser ahora».
Y sí, fue justo en ese momento cuando el cuerpo de la abuela dobló muy despacito las rodillas, que le sonaron un poco los huesos, y otro poco levantó hacia arriba la cabeza; y así, mientras se doblaba, es cuando empezó a parecerse a la abuela de siempre; color amarillo, pero eso qué tiene. La cara de pasmo que se les puso a todos.
Qué torpones los mayores, oye, me iba diciendo yo camino al portalillo. Lo que yo imaginaba, lucía ese sol amable de invierno que tanto disfrutaba la abuela Ricarda.

Pascual Martín
Grupo B


Persistente llovizna

El pitido de la locomotora me sobresalta. Aún estoy adormilado. La humareda exhalada por la chimenea se embarulla con la neblina sobre las copas de los árboles. Con el cercano pitido, las mujeres de la aldea ya han comenzado a danzar para ocupar su sitio junto a la vía férrea. Mi madre y su mandil me azuzan, como lo han hecho de madrugada con las pobres vacas, para que avecine las cántaras todo lo posible al anciano madero de la durmiente traviesa. El viejo tren solo se detiene unos minutos en el apeadero y el que no suba no vende la leche, no come, no sonríe.

Me siento con los pies colgando del viejo vagón, sujeto con fuerza el templado metal que contiene el sustento de la semana y me fijo en el pobre barro agarrado a la madreña de mi madre. El pitido del tren hace estremecer al convoy. La curva antes del túnel provoca el estrépito de los viejos vagones. Me froto los ojos, me limpio el rostro tiznado por el polvo fugitivo del carbón y me tenso. Sé que a la salida del túnel voy a ver a Anxo. Mi mirada busca el viejo castaño y ahí está, sentado en la rama, en esa maldita rama. Me hace señas con los brazos, me sonríe, se encarama y me saluda con la mano. El tren me aleja de allí. La persistente llovizna moja mi rostro, cala mi alma y hiela mi corazón.

Desde hace diez años mi madre me despierta cada mañana para ayudarla a llevar la leche a la ciudad. Los mismos años que han pasado desde que Anxo nos dejó. Ese día fuimos a robar huevos de los nidos de los inocentes pardales. La vieja rama del castaño crujió y la vida de mi amigo se quebró. Pero sigue esperándome, cada día, para que le acompañe por el bosque. A veces pienso que yo soy el único que lo ve.

Tomás García Merino
Grupo B


Invierno siempre

Dio un golpe en la mesa, ella que jamás levanta la voz. Saltó la taza, con un seco estruendo se hizo pedazos contra el piso. Una lluvia de café, migas de pan y sirope de fresa, caló los huesos de Javier y el suelo de la cocina.

–Estás loca, solo te estoy pidiendo que disimules, que…
–Una vez más, aulló, ¿Por qué no? Solo, una vez más, un día más… un invierno más. Siempre es invierno a tu lado…
–No puedo hacer otra cosa, no tengo opción…
–No quieres hacer otra cosa, tú siempre en el lado más cómodo de la cama… (risas), así eres tú. No te das cuenta que en ese pasillo en el que habitas, caminan más transeúntes a los que no les dejas alcanzar el jardín.
–No sé de qué hablas, estás loca, eres…
–Tú nunca sabes, pero tienes la certeza que se hará tu santa voluntad.

¿Puedes recoger esto…? Por favor. Puedes querido, ¿verdad que puedes?.–le dijo con una sonrisa sarcástica…

Me está matando esta jaqueca…

Eva Hernández
Grupo A


Un día cualquiera en el internado

Un jueves por la tarde, justo cuando teníamos libre, se puso a llover y se cumplió el refrán:” la suerte perra bien nos amuela, porque siempre llueve cuando no hay escuela”. De esta guisa nos refugiamos en el salón que había al lado del patio, adecuado para estos menesteres.

Para entretener el tiempo cada cual se ocupaba de distintos quehaceres y mira tú por dónde a mí me tocó presenciar el espectáculo que nos ofrecía un compañero de internado, aunque no de curso, pues era algo más joven.

El amigo Chivite saca la mano izquierda del bolsillo y con el dedo índice y el pulgar separa los párpados del ojo izquierdo, y acto seguido acerca su dedo índice de la mano derecha al globo ocular, lo frota y lo introduce con fricción por todo su alrededor; no lo humedece con saliva para evitar asperezas, en seco. Parpadea dos o tres veces y nos muestra el ojo indemne, ni siquiera ha enrojecido un poco.

A continuación, se aleja de nosotros por un instante y al cabo vuelve mostrando el puño cerrado de la mano derecha; lo va abriendo con mucha parsimonia y nos muestra la mosca que acaba de atrapar; nos la enseña, la sujeta por las alas, y le arranca una con mucha delicadeza;” para que no escape” nos dice; seguidamente abre la boca, saca la lengua , deposita la mosca todavía viva, cierra la boca y traga. Inmediatamente abre la boca y nos la muestra vacía en todos sus ángulos. La mosca ha “volado”.

Después de reflexionar un momento, le pregunto: ¿a qué sabe?

­-No lo sé, contesta. La trago sin masticar.

Como se termina el recreo, nos dirigimos nuevamente a las aulas situadas en el primer piso. Según íbamos caminando, Emilio Chivite nos dice: otro día que esté soleado y vea avispas revoloteando, os enseñaré cómo las capturo con la mano sin que me lleguen a picar.

José Luis Fonseca
Grupo A


En tierra de nadie

Cuando se metía en la cama cada noche, procedía siempre de la misma forma, tanto en sus pensamientos como en sus actos. Pensaba en la oscuridad de la mina y en la oscuridad del dormitorio, y en el bullicio de la mina y en la paz del dormitorio, todo a un mismo tiempo, pareciéndole las dos caras de una misma moneda. Oía el sempiterno pitido que tenía en sus oídos, completamente imperceptible cuando estaba allá, picando, y era lo mismo que oír el chirrido constante de las vagonetas en sus idas y venidas por los raíles de las galerías. Tardaba en acomodarse, moviendo una y otra vez la almohada para encajarla en su cabeza de la forma más propicia en aras de conciliar pronto el sueño, y luego se empleaba con la sábana y la manta, ciñéndoselas hasta la barbilla y las orejas, pero no por frío sino para sentirse a salvo. Cuanto más arropado, más a salvo se sentía. Después de todo aquello, deslizaba la mano hacia donde estaba su mamá y le tocaba ligeramente el hombro. Saber que tenía a su mamá cerca lo tranquilizaba. Sólo entonces, rezaba sus oraciones: un Padre Nuestro y tres Ave Marías. Aunque en realidad, sólo rezaba la primera parte de aquellas oraciones, pues la segunda debía rezarlas su mamá.

—Siempre rezas tu parte demasiado deprisa, mamá —le decía a menudo.

Pero como ya se había dormido, porque ella se dormía instantáneamente, le embargaba la sensación de estarle hablando al cabecero de la cama.

—Buenas noches, mamá —le decía, no obstante. Y le lanzaba con sumo cuidado un beso anudado a un suspiro muy grande, con el que pareciera que quisiera impregnar de hollín todo el aire del dormitorio.

A veces, el sueño lo atrapaba en cuestión de segundos, e invariablemente aparecía camino de la mina, sobre un cielo de fuego y humo, agarrado de la mano de su padre, una mano negra como el tizón, que apretaba la suya, pequeña y frágil, para que no pudiera escaparse del sueño, porque era importante que soñara el sueño hasta su desenlace. Su padre caminaba dando grandes zancadas, dejando en la tierra ocre las marcas de sus pisadas, levantando a cada paso tal cantidad de polvo que el aire se volvía nebuloso e irrespirable. A él le tocaba caminar deprisa, jadeando, con la mano apretada dolorida y con los ojos escocidos.

—Rápido —le apremiaba su padre—. Tenemos que llegar a tiempo de que lo veas. Así no necesitarás más explicaciones.

—Si ya lo sé, papá —le replicaba él—. Si ya lo he visto muchas veces. No hace falta que me lleves.

Pero su padre no hacía caso de sus razones y seguía caminando más y más deprisa, mirando cada poco a su hijo, al que veía con lágrimas en los ojos.

—Mira, ya se oye el estruendo —decía su padre.

—Tengo miedo, papá —lloraba él—. No quiero ir a la mina. Se está derrumbando.

—Pero tienes que venir, hijo —insistía su padre, con voz autoritaria y los ojos vidriosos—. Tienes que verlo. Tienes que verme allí, atrapado y sin poder salir. Por eso no os pude ayudar, hijo. Yo no podía salir de allí. Nunca he podido, ni podré jamás.

A medida que avanzaban, el pitido de sus oídos se hacía más y más agudo, hasta que lo despertaba, encontrándose bañado en el mismo sudor de la mina. Entonces, abría los ojos al máximo como si no pudiera prestar atención de otra forma, y se quedaba pétreo hasta que se tranquilizaba, procediendo a continuación a recolocarse la almohada, a arroparse de nuevo hasta el mentón con la ropa camera y a deslizar su mano, insensible como el yunque del mazo con el que trabajaba en la mina, a tocar el hombro de su mamá. Todo el tiempo, repetía maquinalmente:

—Ha sido un sueño, ha sido un sueño, ha sido un sueño.

Y cuando por fin la respiración se apausaba, prestaba atención al tic-tac de su reloj despertador, que sonaba con la cadencia con que golpeaba la piedra de la mina con su mazo, sin que supiera exactamente en la negrura del dormitorio si el pitido que escuchaba era el de sus oídos o el del chirriar de las vagonetas. Entonces, desvelado, se resignaba a esperar a que llegara su padre a casa, aguzando el oído para oír, en cuanto se hicieran notar, las pisadas de sus zapatos subiendo las escaleras. Cuando esto sucedía, sentía calor en las fosas nasales, como si le insuflaran una corriente de olor a cable quemado, y agarraba con fuerza el hombro de su mamá, mientras la lengua se le pegaba al paladar. Luego, oía el tintineo de las llaves, el girar de la cerradura, el chirrido de los goznes de la puerta y el impacto de ésta contra el marco al cerrarse. Entonces, se incorporaba en la cama y fijaba la vista en la ranura de luz que asomaba por debajo de la puerta de su dormitorio. Y sin atreverse a levantarse de la cama, llamaba a su padre.

—¿Estás ahí, papá? —la primera vez muy bajito—. ¿Estás ahí? —ahora más alto—. ¡Buenas noches, papá! —finalmente, casi a voz en grito.

Después de lo cual, se giraba hacia su mamá, temiendo que la pudiera haber despertado. Pero ahora, sabedor de que toda su soledad estaba en orden, se sentía mucho más relajado. Y otra vez se recolocaba la almohada, se subía la sábana y la manta hasta la barbilla, le tocaba el hombro a su mamá y se dormía profundamente, hasta lo más hondo de la mina.

Óscar Martín
Grupo A


El muñeco de nieve

El viejo sentía pasar la muerte por los pasillos de la residencia. La reconoció desde el primer momento, sin verla. Era aquella niña, su amiga de infancia, llevaba un vestido blanco, y tenía una rosa, también blanca, en la mano, igual que en su ataúd. Siempre iba descalza. A través de la puerta la sentía. Caminaba por los pasillos como si levitara. Se paraba frente a alguna habitación, y dejaba la rosa frente a la puerta. Cuando algún empleado veía la rosa ni siquiera entraba, se acercaba a recepción y avisaba al médico, que acudía para certificar la defunción.

El cuarto del viejo estaba en la planta principal y tenía una ventana con un pequeño paso -casi a la altura del suelo- que daba al jardín trasero, separado por una alambrada del patio donde jugaban los niños del colegio. Durante los recreos se podía escuchar una algarabía que al viejo le recordaba el alboroto de cientos de gorriones disputándose las mejores ramas de los árboles, al anochecer.

El viejo solitario siempre había esperado el momento de reunirse con la niña. La llamaba en silencio, pero ella pasaba de largo, seguía andando, descalza, como si se moviera entre algodones. Se detenía frente a otra habitación. Dejaba la rosa blanca.

El día había sido helador, anochecía, ya se habían apagado las luces del jardín. Comenzó a nevar suavemente, pequeños copos blancos que se veían apenas por el reflejo amortiguado de la luna. La nieve sonaba, al caer, como los pasos silenciosos de la niña.

El viejo lo supo. Se vistió con la ropa del domingo, la que usaba para recibir las visitas que nunca llegaban. Ordenó un poco su mesilla, metió las gafas en la funda y cerró el cajón. Ya no las iba a necesitar.

Abrió la ventana y salió al jardín. Casi tropieza, pero se sujetó con el marco y se recompuso. Se sentó en el banco que estaba frente al colegio infantil. Se acomodó y esbozó una sonrisa como de nostalgia cumplida. Ella vendría a su encuentro. Los copos de nieve, cada vez más grandes, seguían cayendo.

La pelota quedó junto al banco. Los niños, entre gritos y risas llamaron a la profesora para que viera el muñeco de nieve.

Casi invisible, a su lado, había una rosa blanca.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


El difunto

El sonido de las campanas recordaba a los vecinos la fugacidad de la existencia. El féretro esperaba para ser introducido en el templo.
El cielo amenazaba con descargar su furia y pocos vecinos se atrevieron a acompañar al muerto en su último viaje.
En el interior de la iglesia, el mínimo acompañamiento al difunto; sólo su sufrida esposa y su hijo bastardo, además del lacayo que nunca defraudó, evidenciaba el poco aprecioque había sentido quien había sido el cacique del pueblo.
En el exterior, la lechuza solemne e inexpresiva, posada sobre la rama vencida de un tejo, recordaba a la enlutada dama, que el alma del allí fallecido ya había sido robada.
Al lacayo no le temblaron las manos mientras apretaba el cuello de su señor. Le robó el alma para vengar su traición.
Una imagen que se quedó pegada en su mente y que el viento, por mucho que gritase, no dejaba que se marchara. Las campanas doblaron con ímpetu acompañando a la lluvia, que decidió clavar sus púas en la tierra embarrada.
El brillo de los ojos de la mujer enlutada alumbraba la locura del momento. El hijo bastardo escupió al féretro, mientras la lechuza prendió el vuelo y se llevó el alma de cada uno de los acompañantes del difunto.

JB
Grupo C


Mensajes

A las chabolas que se aprietan en el barrio suburbial de la gran urbe la cobertura llega a ráfagas, como la carne o la fruta. Para José, la cultura llega entre entre el barro de las calles, las peleas, las sirenas de las redadas policiales y el bienintencionado empeño de algunos voluntarios. La escuela marginal algo le ayuda, pero él sabe a golpe de realidad que su vida y su futuro están muy alejados del centro y de los barrios residenciales. Por ello, José es taciturno y distante, un marginado en un barrio de marginados. Pero sueña, a veces sueña y rebusca en la caja de cartón que le sirve de armario y se viste la ropa seminueva que una vez compró en un mercadillo y se acerca a ese centro distante.

La niña Teresa tiene rizos rubios, ropa de marca y unos apellidos que siempre ayudan. Camina firme, segura de si misma y de su futuro. Tan segura que, a veces, sale de su barrio residencial y se acerca al centro donde puede alternar entre clubs exclusivos y bares populares. La niña Teresa se comerá el mundo cuando cumpla los ciclos establecidos.

José y la niña Teresa coinciden en el Café Acapulco, cuando ella pide un vermouth blanco y él mira ese mundo vedado. José memoriza el número que la niña Teresa le pasa al chico alto y moreno que está a su lado.

Todas las noches, José vuelca su corazón en un mensaje y pulsa enviar en el viejo móvil que fue de su padre. Todas las noches, antes de dormirse, la niña Teresa encuentra el mensaje de un número desconocido, que le envía poesías teñidas de realidad. Muy diferente de los mensajes edulcorados de sus redes sociales o de sus amistades de barrio acomodado.

El padre de la niña Teresa tiene influencias y amigos a los que recurrir para saber quien le envía los mensajes a su hija. Pero el número no está dado de alta en ninguna compañía telefónica y la familia del último poseedor lo dio de baja cinco años antes, cuando este falleció de enfermedad curable.

La niña Teresa, que hoy se casa, sigue añorando los mensajes anónimos. Esos trozos de poesía que le hacían sentir una vida más verdadera. Sin motivo, dejó de recibirlos hace un año, el mismo día que las máquinas excavadoras del chico alto y moreno, con el que se va a casar, derribaron la última chabola del barrio suburbial. La chabola de José, que se había encerrado en ella en un gesto de protesta y desesperación.

Manuel Medarde
Grupo A


Pili la peluquera

Entró apresuradamente en la peluquería y dejó el paraguas.

-¡Vaya un día que hace, Pili!

-¡Y lo que te rondaré, morena! -dijo Pili, la peluquera.

Era un día espeso de puro gris, de un gris ceniza, un día de” polvo eres”…Para levantarse de la cama tuvo que sacudirse el sueño pegajoso de los párpados cansados.

-¿Por qué dices eso, Pili?

-Porque se avecina eso que llaman clitogénesis…

-Ciclogénesis -la corrigió-.

-Bueno, pues eso, no te olvides el paraguas al salir, que tengo ahí una retahíla de ellos.

Y así era.Para ella la peluquería de Pili era como el salón de su casa, llevaba treinta años yendo cada semana a peinarse, pero sobre todo a ver a Pili, su peluquera, que llevaba desde los quince años trabajando en la profesión. Para Pili sus clientas eran sus feligresas y cuando llegaban, siempre apresuradas, las recibía con el sillón preparado a modo de confesionario , de manera que, cuando se sentaban colocaba pesadamente las manos sobre sus hombros y presionaba como diciendo:”te tengo, cuenta tus secretos”. Ellas los contaban, vaya que si los contaban, exponían sin reticencias toda su intimidad porque Pili disparaba como una metralleta una batería de preguntas que las dejaba extenuadas , Pili de pie y ellas sentadas, solas y con el pelo revuelto, mojado y pegado a la cara se sentían inseguras y pequeñas.

Realmente Pili era una buena confidente, si no fuera porque confundía a menudo las respuestas y entremezclaba a las clientas de manera que reconstruía sus vidas con retazos de unas y otras y acababa inventando vidas nuevas.

-¿Qué tal tus nietos?-decía

-¿Mis nietos?

-¿No me dijiste que tenías tres nietos?

-¿Yo? ¡Si no tengo hijos, Pili!

-¿Y no me dijiste que tu nieta quería ponerse extensiones?

-Que no, Pili, que me confundes con otra.

Y así era, pero a Pili no le importaba confundirlas porque para ella todas eran la misma mujer, pasaba delicadamente las manos por sus cabezas y manoseaba sus universos femeninos como queriendo extraer todas las preocupaciones.

Aquel día plomizo ella era la única clienta y Pili podía dedicarle todo el tiempo, por eso se detuvo especialmente en el peinado concentrándose en cada mechón, pero algo extraño ocurría: aquel pelo se desprendía como lana desmadejada y caía lentamente, pero Pili se apresuraba a recogerlo y lo pegaba de nuevo en la cabeza con una habilidad extraordinaria, Pili robot, el secador en una mano, el cepillo en la otra y en la boca, pinzas y horquillas que hacían su modo de hablar infantil y balbuciente.

Cuando terminó le preguntó :Pili, qué te debo. Pili la abrazó, ya a su altura y le dijo que nada, porque en la vida había que ponerse guapa todos los días, aunque lloviera.

Ella salió a la calle y un aire morado le revolvió el escaso cabello que ahora sentía como una hermosa melena. Por supuesto, se olvidó el paraguas.

Pilar SB
Grupo B


Infancia perdida

Sergio Ramírez de tan solo diez años huye de la maldita guerra que asola su pueblo. Solo y empapado hasta los huesos atraviesa los campos quemados; la soledad, la ausencia, el hambre, el frío y el miedo le acompañan en su huida.
Su infancia ha quedado sepultada entre los escombros de su casa que un obús destrozó al impactar en el tejado, sin ninguna compasión, el domingo por la mañana. De repente se ha hecho un hombre sin ninguna transición y el peso de la vida le encorva la espalda.
Sonidos y ruidos desconocidos atenazan su espíritu y agotan su cuerpo. Se sienta junto a un árbol al que abraza buscando protección y cobijo. El viento sopla con fuerza y unas gotas de lluvia anuncian una tormenta como aquellas que pasaba junto a su añorada madre en su casa junto al fuego, sin miedo y con la palmatoria cerca por si se apagaba la luz, pero sabiendo que su mano estaba cerca, siempre que él la buscaba, asustado por el ruido de los truenos y por el resplandor que invadía la estancia, dibujando en las paredes sombras para él aterradoras.
En sus noches en soledad y lejos de su hogar pese a sus incesantes lágrimas, podía contemplar la imagen de su madre con total claridad que sonriendo le decía: hijo mío te voy a contar esta noche el más hermoso cuento que nadie ha escrito jamás.

Marian Pérez Benito
Grupo A


Viaje a Tacna

La tarde venía calurosa, la bruma se esparcía sobre la ciudad de Lima. El cielo, gris plomizo, para no variar como casi todos los días del año. La luna, más que ver, se adivinaba escondida entre las nubes negras amenazando lluvia.
Lucy, después de varios meses de posponer el viaje a Tacna por los momentos convulsos de la destitución del presidente Pedro Castillo, por fin puede preparar el viaje al sur, a su tierra natal y encontrarse con sus hermanas.
Antes de hacer sus maletas, visita a su tía, un ser muy especial que ha hecho muy bella su estadía todos los años aquí en Lima y le ha dado un lugar dentro de los suyos. La abrazó, la consoló y resondró las ausencias. Su principio de gratitud es muy grande para con ella y está preocupada por su salud debido a su edad avanzada.
Le hizo prometer que estaría pendiente de su familia. Toda su familia es de Huaraz, una tierra serrana muy linda. Ahí está el nevado más grande peruano donde el frío llega a menos seis. Ahí se encuentra la reserva natural de agua, hay más de veintitrés lagunas; la más conocida : —Conococha—. Cada vez más reducida.
Por fin llega el momento de partir al sur.
He deshecho cinco veces la maleta y no se que sucede, creo que aquí el destino existe y está jugando una mala pasada. Hoy fue la quinta vez. Debía estar con Yuyu en Ica, pero su turno en el hospital, se ha prolongado.
Ayer comenzaron la cosecha de la papa en —Hazno Aycahu— ; es la tierra de los abuelos de Yuyu.
Sábado, recién empieza el día, ordenaré mis cosas. Mi Arthur y Yuyu llegarán a la una . Saldré a visitar a mi tía a las 6 pm y cenaré con mi amiga Monica — será abuela por primera vez.
Por fin a las 8pm nos vamos de viaje. Estoy muy contenta de iniciar por fin mi viaje de 20 horas en autobús. A los primeros rayos de luz, Lucy, abre sus ojos camino del Sur.
Es un momento hermosísimo pasar por la costa y ver el mar impresionante, embravecido.
A 20 minutos de llegar, me siento feliz de estar con mis hermanas. Aquí las vacaciones ya terminan. Creo que necesitaba distraer mi mente; fueron muchas actividades.
Por fin en Tacna; aquí la gente ha trasnochado celebrando el día de la amistad. Fui con mi amiga Lucy Lisset.
Es maravilloso despertar con los primeros rayos de este hermoso día. Me siento feliz como una avecilla en un bosque lleno de árboles.
Hoy me dio tiempo para ayudar a mi hermana en la limpieza de la casa, vi una caracola, regresé a la infancia y sonreí. Yo, buscando una caracola y estaba al alcance de mis ojos!
Es un privilegio ver el sol todos los días. Cuando estoy en Lima, casi ni se ve.
La noche anterior fue maravillosa. En este lugar divisé todas las estrellas y algunas constelaciones. Una experiencia diferente.
Hoy se me hizo muy tarde por la alegría de ver a mi hermana menor. Fuimos a probar platos dulces tradicionales. Después del desayuno fuimos a la playa Boca del Rio a pasar la mañana. Por la tarde ya en casa esperando el crepúsculo donde descansa el sol, el cerro Intiorko.
Después de mucho tiempo he disfrutado un domingo en Tacna con mi familia. Aquí se como como mineros.
El que ha aprovechó un buen viaje fue Arthur que está en —Cajamarca— , la tierra del Inca, una de las ciudades más representativas de Peru junto a Cusco y Pino.
El viernes retornaré a Lima. No soporto el enorme calor.
Aquí también se celebran los carnavales. En la sierra los bailes tradicionales son multicolores. Lo hacen los sábados.
Hoy fue u0 Un lindo lugar —Pachia— tierra de uvas. La felicidad es familia y me encanta por armonía, hacer mi parte en este punto que se llama tierra.
El día ha sido muy cansado y creo que no debo quedarme más días. En Lima hay pendientes que no pueden esperar.
Estoy mirando el cielo… bajo el hechizo del viento… es mi música, mis preguntas, mis miedos.
Disfrutaré de estos dos días antes de partir. Este domingo apoyaré a mi amiga Rosita en una elección. Seré su personera . Espero de corazón que gane.
Mi hermana menor nos invitó al campo a tomar vino de chacra. Lo estoy pasando bonito. He probado bondiola.
Hoy, desde muy temprano estoy apoyando a mi amiga como personera en otro distrito. Estoy muy contenta por los resultados. Ganó!! Rosita. Me emocionó el resultado.
Es el momento !!! Voy saliendo rumbo a Lima. Mañana será un despertar diferente; sin sol, sin luna, sin brisas… y mis risas de cada día dejará en mi hermana, más historias a contar… Y como sucede siempre, siento lluvia sobre mis ojos.

Pedro Gómez
Grupo C


Los cementerios son lugares muy concurridos

Los cementerios son lugares muy concurridos. Los vivos solo nos acercamos en fechas señaladas. Sin embargo, sus moradores no salen nunca de allí. Cada uno en su sitio, perfectamente ordenados e identificados.

Me gusta visitarlos sin más motivo que la curiosidad. Las inscripciones de las lápidas apenas dan algún detalle biográfico de las personas enterradas. Su nombre, las fechas de naciemiento y muerte, y poco más. En ocasiones es posible conocer si eran hijos, hermanos, padres y otros detalles. Esto permite imaginar una vida que, con certeza, no se va a corresponder con la que tuvieron. Las fotos ayudan a la imaginación a volar libre entre los cipreses y otros árboles. Algunos detalles dan alguna pista: es un nicho junto al suelo o uno en la última trama a la que solo se puede acceder subido a una escalera. Luego están los enterramientos de los más ricos, esos mausoleos que parecen chalets estupendos.

Visito con frecuencia el de Salamanca acompañando a mi esposa que tiene allí a sus padres. Cuando decide que vayamos a verlos, accedo y en el camino de ida desde la puerta y en el de vuelta siempre me fijo en algunas tumbas y comienzo a fabular sobre las vidas de sus inquilinos. Cuando estamos delante de mis suegros, yo procuro acercarme un momento para que vean que sigo allí y luego me retiro para que puedan tener un momento de intimidad con su hija. No creo en la trascendencia pero no me gusta molestar. Al despedirse, ella siempre pone un beso en su mano y lo deja en la lápida. Después comentamos con disgusto la falta de la tilde en el apellido del padre, estos marmolistas dejan mucho que desear, con lo fácil que es hoy en día consultar la ortografía correcta.

En una visita reciente a mi ciudad, Valencia, decidí ir el Cementerio General. Me estaba quedando en casa de mi hermana y desde allí se aprecia la magnitud de la necropolis. He acompañado a mi madre infinidad de veces a “arreglar” los nichos de mis abuelos pero no hubiera sido capaz de encontrarlos de memoria. Afortunadamente en la entrada hay un servicio en el que te dan las coordenadas donde reposan los restos de una persona con solo dar su nombre. Si el nombre es muy común, se puede acotar con la fecha de defunción, aunque sea aproximada.

Mis abuelos maternos reposan en un nicho muy concurrido. Además de los ocupantes originales, mi bisabuela y su segundo marido, también están el hermano de mi abuela y mi abuela con todos los datos en la lápida. Después a modo de ocupas o porque no cupieron más nombres, están anónimamente una hemana de mi madre y mi abuelo, el recién llegado, en terminos de eternidad que lleve allí casi sesenta años no es mucho. No sé si se llevan bien.

Por el contrario, mi abuelo paterno reposa solo, en la época en la que murió mi abuela, los recursos de la familia no permitieron un enterramiento duradero y su segunda esposa nunca tuvo buenas relaciones con mi padre y sus hermanos.

Cuando visito a mis padres todo es más impreciso y romántico. Decidimos dispersar las cenizas de ambos en el cauce de Turia antes de entrar en la ciudad. Allí todavía parece un río. La visita es muy agradable, un paseo junto a los huertos que hay cerca de la orilla. Aunque los hermanos no nos ponemos de acuerdo sobre el lugar exacto.

Durante el paseo siempre pasamos cerca de ellos y eso consuela.

EMM
Grupo B



Tengo mis dos euros con cincuenta esperándote. Bailan ansiosas en el tafetán de mi bolsillo. Por no importunarte y sentirme a millas de ti, son todas igual de circulares a las tuyas. Veinte céntimos dorados y diez, como los que sueles recibir según calles. Huelen a madrugada, a magnolia mía, con cedro del Atlas. Hoy haré algo que te prometí. Los dos somos protagonistas del cruce de azar. Calor excesivo en nuestras carnes entre vetadas, nos unen en puente colgante

En esa mañana tras la correa de mi lazarillo, fue verte y llamarte hermano. Curiosa hasta el fin, seguí tus pasos danzarines de brazos nórdicos separados y escrupulosamente rítmicos sin mangas y pantalón corto en invierno. Tu sonrisa justo ahí. Comisura de unión conclave para el que cruza a locomotora en iris grises de negras pestañas. Ángulo regado con un “buenos días” para todos. Logarítmicamente intenté subirme a alguno de tus vagones en la aurora. En tus templos pregunté por tu nombre. En algunos te conocían y en otros incomodabas. Carlos, mugri o mugroso, para algún estúpido avatar. Ese dato en mi sueño, reveló al despertar, que eras ese ser mágico que destaca por su lomo perlado al descubierto. Dragón que te encumbras en el rechazo de tu vuelo hacia los necios.

Sigo aquí, a las siete y media. Estás por llegar. Llueve de enamorar, refresca a mi jaguar sediento. En tu cáscara de nuez, cruzaría hasta el otro lado de la ciudad rebotando por las azoteas. Con nuestro caminar de Gulliver a zancadas por las farolas, de ocho a nueve, conseguiríamos termo de café y mate, para tus compañeros de habitación sin techo. Todo gratis. Seríamos cornucopias holandesas a repartir. Suelo radiante para tus pies caravaggienses, por orden del señor alcalde.

Cual agujero negro nuestra realidad adsorbió nuestra materia temporal al decirnos nuestro embriagador: ¡Buenos días! En tu universo cuántico ya habías a esas horas ordenado las mesas de tus santuarios, barrido la entrada de cinco comunidades, retirado los materiales que el camión dejó, colgados los churros en los pomos, picado el pan duro para tus feroces voladoras, atusado cada lebrel a tu paso, etc. Desayunamos juntos, era nuestro objetivo atómico. Tapaste las-tus-mis-monedas con tu mano y cada uno pagó lo suyo. Volví con todas las latas que otros no vieron, despertando a algún vecino. No me extraña que seas el buda del barrio, nos unes a todos. Personas como tú hacen que nuestros cuatro elementos químicos al dormir sobre la almohada, despierten a máxima vitalidad, en lechos que a ti te faltan.

Lidia Merchán
Grupo A


Las uvas del desván

Atrás se habían quedadas poblaciones muy pequeñas de adobe y teja árabe, dedicados a la agricultura extensiva de secano y a la ganadería ovina. Los campos del Cea estaban sembrados con trigo de invierno, los que se plantan en el otoño y se cosecha a mediados de mayo. A medida que el vehículo avanzaba el trigo se balanceaba con el viento formando grandes olas amarillas, invitando a surfear con la mirada, creando una armonía difícil de describir.

Después de un tiempo impreciso, el vehículo redujo la velocidad, comenzando a circular lentamente por una sinuosa carretera. Las cunetas estaban llenas de la planta de la jara, el tomillo de los prados y el romero todos florecidos, por la ventana del conductor apenas abierta, se colaba el olor de la primavera. El campo se tornó del amarillo al verde, cubierto por un tapiz vegetal en el que se alternaban pastizales, brezales y piornales con magníficos bosques de hayas y robles.

Los dos hombres que ocupaban las plazas delanteras del vehículo, hablaban sin parar, eran oriundos de la misma localidad y pasaban de una conversación a otra, todas intrascendentes refiriéndose a personas que identifican por sus motes. El conductor del vehículo era un hombre de aspecto vulgar , con la nariz muy ancha y coloradota , que había desarrollado la habilidad de hablar sin quitarse el purito de la boca .El copiloto de mediana edad saltaba a la vista que era “ un simple “.Era hijo de una viuda con parientes muy bien relacionados, que le habían proporcionado trabajo de agente interino en el Juzgado único y mixto ubicado en la localidad más poblada del partido judicial .Puesto de trabajo en el que se había perpetuado desde hacía años , y en el que seguro se jubilaría llegado el momento .

La parte trasera del vehículo estaba ocupaba por una joven Juez en su primer destino y un hombre maduro, experimentado y curtido en su profesión de forense. Estaban en silencio, escuchaban a los dos hombres que ocupaban las plazas delanteras del vehículo, pero sin ningún interés, como quien escucha llover a buen resguardo y se enreda en pensamientos ajenos a la lluvia.

El vehículo se adentro por un camino ancho y bien cuidado, se detuvo frente a dos viviendas; la más próxima moderna de nueva construcción sin interés arquitectónico, y la otra a la que se dirigió la comitiva judicial era de piedra, con una gran puerta de entrada en forma de arco, una puerta de madera de nogal envejecida por los años con llamadores dorados. Se apreciaba que había sido concebida en su origen como casa señorial de postín, estaba dividida en dos plantas con un precioso patio interior rodeado de columnas de piedra. En el patio se paseaban unas gallinas con pintas blancas y negras, estaban gordas y bien cuidadas; “gallinas puras flor de almendro “dijo el agente judicial” muy buenas para carne”. y otras más flacas color marrón, “para poner huevos” comento de nuevo el agente, sin que nadie le preguntara. Estas últimas corrían de forma ruidosa y despavoridas, huían de un llamativo gallo de plumaje vistoso con una gran cresta roja, que ajeno a la tragedia del momento, pretendía iniciar el ritual de la fertilidad.

La comitiva judicial, precedida de dos agentes de la Guardia civil, que se encontraban ya en el lugar, tras atravesar el patio subieron por unas escaleras de peldaños estrechos a la zona alta, al desván. Este era de buena altura, no había que agacharse, la cubierta era a dos aguas con bigas solidas de pino que se entrecruzaban, de cada viga colgaban en ristra racimos y racimos de uvas de un color oscuro, que milagrosamente se conservaban sin pudrir, pese a estar ya lejano el otoño, al estar en un sitio oscuro, ventilado y seco se habían convertido en uvas pasas, pero aún conservaba gran lozanía.

Por unos segundos la joven juez, sin olvidar que le había llevado a ese lugar, se quedó embelesada mirando el espectáculo; “un bosque de racimos de uvas colgados del techo del desván “.

¡Allí Señoría …!, dijo uno de los agentes, señalando un lateral del desván. Y si allí, como si fuera un racimo gigante estaba colgado un hombre todavía joven, el cadáver de un hombre vestido de domingo, aunque era martes.

Tras la autopsia, como se había hecho tarde, la comitiva judicial se detuvo a comer en un bar de carretera, se sentaron en dos mesas muy separadas; en una el agente con el taxista y en otra el forense y la joven juez. Aquellos parlamentaban de forma ruidosa, aunque la lejanía no permitía conocer sus temas de conversación. En la otra mesa, y en silencio el forense estaba concentrado en comer un buen chuletón partido de forma perpendicular que le garantizaba un asado uniforme y en su punto. La joven juez desplazaba de un lado a otro de su plato una simple ensalada mixta, los racimos de uvas del desván, y sobre todo el mas grande, le habían formado un nudo en la garganta que apenas le dejaba tragar su saliva.

María Victoria G.L.
Grupo B


No se fue

Lo miraba, lo miraba con la vista perdida en su conciencia, con la furia contenida que deja un muerto, pero a su vez le llenaba de viveza la raíz, esa que dejó de estar viva hace ya tiempo.
Se quedó sola en esa habitación vacía que le llenaba de vida de quien se fue, quería asegurarse que jamás saldría de esa caja, ni siquiera su fantasma en forma de alma, esa que nunca tuvo, tenía que estar encerrada de por vida, por la rabia que siempre calló.
Y ahí estaba con su rostro pálido, con su boca cerrada sin una sonrisa, ni siquiera esa con la que te penetraba sin palabra alguna, fría y cortante como los ojos con los que te miraba, con las manos en el pecho como si estuviera rezando, cosa que nunca hizo, no sabía de la existencia de Dios, su lugar era el infierno, haciendo de las brasas llamas imborrables.
Y ahí estaba en el silencio de una sala fría como su cuerpo, envuelto en un traje negro, como si el también estuviera de luto, pero no lo estaba, porque nunca conoció la pena, ni una lágrima vertida, jamás se condenó por nada, ni siquiera por su inclemencia.
Pasó la noche observándolo, como si esperara que abriera los ojos para poder clavarle la mirada de su ira que nunca pudo mostrarle por miedo, no por ser cobarde. Miraba de vez en cuando a los rincones del techo por si su ánima vagara por allí observándola y apareciera en cualquier instante, no vio nada, quedó dormida tan profundamente como el muerto al que vigilaba.
Una voz le fue hablando en el oido suave, sigilosamente le dijo que el puñal de la culpa se lo llevaba consigo, creyó en ello, hasta que un rayo de luz iluminó el ataúd de repente y la despertó. La noche era intensa, oscura, fría a las puertas de un verano caluroso.
A la mañana siguiente solo se escuchaban lágrimas mientras llevaban su cuerpo cargado a hombros hacia el cementerio, la misa fue corta, el cura tenía un casamiento, utilizaron las mismas flores del muerto.
Ella solo observaba la tapa del ataúd , para que el muerto no saliera y volviera a buscarla sin que nadie lo supiera, llevaba la cruz a cuesta de su penitencia .
Quedó encerrado para siempre dentro de un nicho cualquiera, detrás de una lápida que decía:
“Descansa en paz, tu familia”, 1915-1993. Ella sonreía.
Al entrar del jardín los papeles enganchados detrás de la puerta de la cocina se habían caído. La esencia estaba, aunque su presencia hubiera sido enterrada, la niña que fuera entonces volvió a estar asustada.

Ana Sánchez Taramón
Grupo C


Escapada

Desde hacía ya mucho tiempo, quizás desde que tenía memoria, Inés había sentido que ese no era su sitio.
Como todos los días, subió la escalera de madera, evitando el crujido del último peldaño, abrió la puerta con sumo cuidado y entró en su habitación preferida: el pequeño estudio de pintura.
Apoyadas en las paredes, se encontraban, colocadas con mimo, sus obras ya concluídas, y en el caballete reposaba la copia, recientemente terminada, de la Noche estrellada de Van Gogh.
-¡Madre, que ya me voy!
-¡Ya sabes, hija, no vuelvas tarde!
-¡Ya sé, madre, ya sé!
Inés miró con satisfacción su último lienzo. Se acercó a él todo lo que pudo y a los pocos segundos, tal y como esperaba, entró por la ventana entreabierta el Viento Amigo.
Enseguida se encontró junto al retorcido ciprés.
A lo lejos, el pueblo parecía dormitar. Sólo algunas y tenues luces de pocas casas permanecían aún encendidas. Se tumbó junto al árbol. Dirigió la mirada hacia el azulísimo cielo, observó con deleite las múltiples ondulaciones del firmamento, las rutilantes estrellas, la gran luna amarilla….Respiró profunda y sosegadamente. Se sintió completamente feliz.
Cuando el sol del amanecer comenzó a asomarse entre las montañas, oyó la voz de su madre, a lo lejos:
-Inés, hija ¿Ya estás aquí?
-¡Voy, madre, ya voy! ¡Estoy bajando!
-¿Dónde vas a viajar mañana, cariño?

M.L. Fidalgo
Grupo C


Ifigienia, la Santa

A esas horas de la tarde el sol entraba a través de alguna rendija del sobrao relleno de paja, una sencilla y ligera escalera de palos se inclinaba desde el suelo para acceder al pajar. Un olor agrio e intenso a cabra y excrementos secos inundaba la atmosfera, y un haz de luz vespertina se proyectaba dejando ver las partículas de polvo flotando.

Flora sentada en una silla baja y bajo el chorro de luz, se afana zurciendo el calcañal de un calcetín de lana.

Ifigenia la de los ángeles entreabrió el portón y una nube de moscas que se afanaban en una boñiga rompió el silencio levantando el vuelo.

−Flora, vengo a traerte ciacinas pa la chapa de la lumbre −Flora levantó la vista y se colocó el pelo que ligeramente se había salido del pañuelo negro que llevaba a la cabeza −¿Ande has ido a buscarlas?

Figenia la de los ángeles se sentó en un rachón de encina que servía de asiento en aquel corral que parecía un zoco árabe, mazorcas de maíz colgadas, trancos de madera de donde colgaban unos cencerros, palas y bieldos colocados en tijera y sacos de grano, de cisco, de arena….

−Antier por la calleja de las Barbalinas, por la Hoja Abajo, y en aquel vallejo contra la finca del marqués, ay ayyy Flora bajaron todos los ángeles esta vez −y levantando las manos y los ojos– y como cantaban, era como estar en el la misma gloria.

−¿Y qué te dicen Figenia?
−Yo barrunto que quieren llevarme con ellos y eso me dijo el Jere el de la Fina que vino con ellos.
−Pero Figenia el Jere desde que murió Fina ¡que en gloria estéa)se lo llevaron los hijos a Bilbao.
−Malobado ¡Pues allí estaba y cantaba como un monaguillo!

Un tañer de campanas familiar rompió el diálogo de las dos mujeres

−¡Están doblando! −dijo Flora

Y una voz se oyó desde la calle, Miguel el Coscurro dijo:

−Ha muerto Jere el de Fina, se conoce que lo entierran aquí.

Aurora Martin
Grupo C


La mujer roja

Por fin había llegado el martes. Acompañada por las horas, la lluvia había pasado y el cielo rosa se aparecía tímido entre las nubes, como quien espera en una plaza abarrotada a su cita vespertina.

Mario llegaba tarde desde ayer. La sensación de que su cuerpo imaginado iba siempre un paso por delante de su cuerpo real hacía que esa arruga esporádica del entrecejo se volviese atributo permanente de su rostro. Caminaba sintiéndose como una camisa recién sacada de la lavadora, por la arruga y por la humedad. Esa mañana la ducha se le había pegado a la piel y la toalla plastificada del hotel le había terminado de incrustar las gotas de agua en cada poro de sus hombros, de su espalda, de sus muslos.

Mientras se bajaba del tranvía, Mario se preguntaba cómo podía levantarse un día cualquiera siendo tan consciente de su propia corporalidad. De cada pelo que saliendo por cada folículo capilar se quedaba aplastado entre cabeza y gorro, asfixiándose, asfixiándole. Eran pensamiento obsesivos e inútiles que no alcanzaban a conectar el problema con la solución, quitarse el gorro.

Sorteando a la muchedumbre de la avenida comercial, se dio un respiro y se reconoció nervioso. Los nervios le estaban jugando una mala pasada. Sabía que solo tenía que reunirse con Martina en el puente, y que después todo se esfumaría. Hasta su propia piel mojada.

Anoche le prometió a Martina que saltaría con ella. Daba igual que fuera febrero, que el puente fuera el más alto de la ciudad y también el más concurrido. Martina le dijo que lo importante era que no hubiese barcos debajo, eso resultaría en un episodio poco delicado, aparatoso de más. Había que caerse al agua; eso le repitió anoche varias veces: caerse. No había que tirarse al agua fría del Moldava había que caerse en ella.

Él no terminaba de entender cómo iban a caerse al río tirándose por el puente, pero no se lo llegó a preguntar porque sabía que si lo hacía, ella se limitaría a sostenerle la mirada. Con la barbilla apuntando hacia el cielo y esos ojos negros que te dicen que lo saben todo, y que no te lo van a explicar, le sostendría la mirada acompañándola de una sonrisa mal disimulada. Mario no se ve capaz de soportar ese episodio de nuevo, y con cierto resquemor piensa que antes preferiría adelantarse y saltar haciendo un esfuerzo tremendo por tirarse y no caer. Solo para joderla.

La vio apoyada en el muro gris. Iba vestida de rojo fresa, el pañuelo verde oscuro de su madre haciendo de tallo. Entre las figuras grises del invierno, era como una amapola florecida temprano. Se paró a su lado sin decir palabra, y esperó a que ella se girase buscando sus ojos. Mario lo supo en el mismo momento en el que ella la miraba. También supo que ella ya lo sabía. Siempre has sido un cobarde, le dijo con esa forma curiosa que tenía de lanzar insultos disfrazados de mera información. Te odio, le respondió él sin pensar. Ella se giró de nuevo hacia el río. Eso también ha pasado siempre. Aunque a veces lo confundiésemos con amor.

Los periódicos del miércoles sacan en portada la historia de una mujer hallada en la vera del Moldava. Algunos se refieren a ella como la mujer roja; por su ropa y su piel, que al congelarse se había sonrosado. Horas más tarde, un hombre acude a testificar en a la guardia urbana. No se tiró se cayó, fue lo primero que dijo. Bailaba subida al muro de piedra mientras miraba a un hombre alejarse por el puente. Y cuando se tropezó y comenzó a caer, toda ella ya era roja. Parecía una flor de primavera, como las que se tiran al agua en recuerdo de los que ya se han ido.

Rosalía Pérez Lorenzo
Grupo B

5 comentarios:

  1. Este blog cada día es más interesante, más variado. Con vuestros relatos voy disfrutando de sorpresa en sorpresa...

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  2. Este blog cada día es más interesante, más variado. Con vuestros relatos voy disfrutando de sorpresa en sorpresa...

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  3. Totalmente de acuerdo. Yo, por mi parte, valoro la calidad.
    Para algunos de ellos (la mayoría, y cada cuál piense en los que más le gustaron) pido: ¡¡¡aplausos, porfa!!! - Pascual Martín

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  4. Siempre intentando aprender, siempre con vuestros escritos disfrutando. Todos mis con vuestros aplausos!! Bravo, bravísimo!!🎉

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