La sesión de esta semana la dedicamos a Pedro Ugarte y su libro Un lugar mejor publicado por la editorial Páginas de Espuma. Doce historias que como un buen balizamiento nocturno dirigen nuestra mirada hacia la realidad y lo cotidiano y que nos interpelan desde el dolor y las preguntas. "La realidad es fuente de inspiración" -señala el autor. Y más aún cuando se indaga y se hurga en las relaciones y afectos entre amigos, parejas o familiares. A Ugarte le interesa especialmente la familia, ese lugar (tal vez aquí podríamos poner la palabra "constructo" que tanto gusta al autor) donde asoman todos los temas e intereses posibles para una buena historia a lo Carver o a lo Houellebecq.
El escritor bilbaíno radiografía, a través de los personajes, la debilidad de los afectos, la inconsistencia de los valores morales y éticos, la resonancia de la soledad, la maleabilidad de la mentira, la fugacidad del tiempo y el complicado tangram de la felicidad. Uno de sus personajes, Jorge, es el disfraz de neopreno que adopta Ugarte para hacer una inmersión más profunda en las historias y contarlas desde diferentes puntos de vista. Jorge es hijo en uno de los cuentos, en otro es pareja y en otro es padre. Este personaje, que recorre otros de sus libros, es en realidad una manera de explorar las vidas ajenas, y la propia de observar el mundo.
Elegimos dos cuentos para leer y analizar en el taller. El que da título al libro, "Un lugar mejor" y "Una isla sucia y olvidada". Pero también hablamos del cuento inaugural, "Éramos tan felices" y la cita de Lorrie Moore que lo apuntala: "Eres infeliz porque crees que existe una cosa que se llama ser feliz". Una historia que arranca con una revelación que nos sacude y descoloca: "VOY A HABLAR del periodo más feliz de nuestra vida: cuando a mi padre le diagnosticaron una enfermedad terminal". ¿Se imaginan iniciar el trayecto de un montaña rusa en el loop más alto? Pues a esto se parecen las primeras líneas de este cuento. En esta historia lo fantástico irrumpe con fuerza y provoca un seísmo en el desarrollo de los acontecimientos. Una historia poderosa, ensamblada como un buen mecano.
Pero volvamos a los cuentos elegidos. "Un lugar mejor" es una historia que nos habla de la obsolescencia programada del amor. Una enfermedad, la convivencia diaria o el desgaste que ocasiona el paso del tiempo hacen tambalear la realidad y el amor y quizá el único consuelo, o la única vía para salir por un momento de esa difícil rutina es la fantasía. Revivir dos veces -a diario- la intensidad y el fulgor del enamoramiento, aunque este sea improductivo y efímero es lo que hace el protagonista de esta historia, un hombre atrapado por la rutina y el trabajo y que no dedica a su pareja enferma el tiempo que quizá esta necesite. "ELEGÍA EN EL METRO, cada mañana, una mujer de la que enamorarme.", así comienza el cuento, con este juego rutinario que se repite varias veces a lo largo de la narración para transitar de la vida íntima de la pareja a ese escenario de la prisa y la multitud, un posado grupal que se deshace y recompone en cada estación.Desventurados los que divisaron
a una muchacha en el Metro
y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos
y la perdieron para siempre entre la multitud
Porque ellos serán condenados
a vagar sin rumbo por las estaciones
y a llorar con las canciones de amor
que los músicos ambulantes entonan en los túneles
Y quizás el amor no es más que eso:
una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro
y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre
Hay un párrafo al final del cuento que resulta decisivo para entender el trasunto de esta historia, el diseño de cubierta del libro (de Paul Viejo) y otros cuentos que componen esta mirada caleidoscópica de lo cotidiano de Pedro Ugarte:
La vida, como un tren de vía única, al que alguien te subió sin tu permiso, un tren que no puedes conducir, ni detener, ni demorar. La vida como un tren en el que viajas profundamente solo, recluido en un vagón donde hace frío, pero albergando la esperanza de que, a pesar de todo, te lleve a un lugar mejor.
Propuesta de escritura
Tomamos prestado el título del primer cuento ("Éramos tan felices") para formular la propuesta de trabajo: escribir un cuento breve con el mismo título, en el que se refleje el paso del tiempo y que suceda en un contexto urbano similar al que el autor describe en otro de sus cuentos:
El paso del tiempo, en las ciudades, son bares que cambian de nombre, talleres que cierran para siempre, una peluquería sucede a un almacén, una avenida arbolada conquista el territorio que antes ocupaba la estación del tren de cercanías. Las ciudades son puzles compuestos por piezas infinitas. El tiempo borra algunas de ellas y las sustituye por otras. El tiempo, en las ciudades, es amanecer en una calle irreconocible, una calle de la que van arrancando todo lo que sabías sobre ella. Puedes vivir siempre en el mismo lugar, pero el pasado solo habita en la memoria, ahí lo reconstruyes obstinadamente, aunque a medida que pasan los años lo haces de forma cada vez más imperfecta e imprecisa. No importa que seas leal a un territorio: él jamás responde siendo leal a ti.
Y la ciudad mudaba, en una lenta metamorfosis. Las personas mayores morían. Las paradas de autobuses escolares reproducían año tras año la misma algarabía, pero los niños eran distintos. El mundo se organizaba con una engañosa sensación de permanencia dirigida a confundir, o disimular, la implacable pérdida de todo. En esa ciudad, que yo percibía cada vez más fugaz y contingente, solo se mantenía inalterable la imagen de mi padre, su melancólica mirada varada en medio de la realidad.
Y estos son algunos de los trabajos recibidos hasta ahora:
En los pequeños detalles
Recuerdo la felicidad en esas duchas matutinas con agua muy caliente, el vaho empañando los espejos del cuarto de baño, y en ese olor a café recién hecho que producía una agradable sensación antes de haberlo degustado.
Qué feliz era siempre que iba quejándome al trabajo en mi pequeño utilitario, donde dos o tres veces maldecía a los conductores que cada mañana me acompañaban en el camino.
Qué maravillosa felicidad sentía cuando no encontraba sitio para aparcar, y tenía que dar varias vueltas por las calles, poniéndome nervioso, escrutando el reloj intentando detener con la mente el paso de los minutos para no llegar tarde.
La felicidad residía en las numerosas quejas que realizaba en mi parada matutina de mi jornada laboral, cuando protestaba porque la tortilla de patata que había preparado la cocinera del bar que estaba a dos manzanas estaba muy cuajada, o tenía mucha sal, o bien se había quemado.
Éramos tan felices todos los sábados cuando a regañadientes iba con mi pareja y mis dos hijos de cinco y siete años a hacer la compra semanal, aguantando colas, recibiendo empujones y malgastando el tiempo esperando, aumentaban mi ira de manera exponencial provocando, por supuesto, unos maravillosos fines de semana discutiendo con mi familia.
No sabíamos qué felices éramos. No disponíamos de una herramienta para medir la felicidad. Debemos compararnos con otra época, o con otras personas para determinar lo felices que somos, pero las necesidades creadas son tantas que no valoramos todo lo que tenemos.
Nuestra felicidad se truncó cuando aquel camión dirigido por un conductor ebrio nos embistió con su enorme masa, eliminando toda la alegría de mi vida. Ahora contemplo desde mi prisión horizontal como atraviesan los rayos de sol la ventana, y deseo poder acariciarlos junto a mi arrebatada familia.
Éramos tan felices que vuelvo en mis recuerdos a reinterpretar todas mis acciones y valorar cada segundo como no lo hice en su momento. Quiere, besa, abraza, ama y valora todo lo que tienes. Ahora.
La llamada
Mario me besó con pasión. El parque vibraba en una sinfonía de colores y sonidos armoniosos. Una señora de mediana edad danzaba con su perro mientras saltaba y jugaba. Los vehículos de la avenida cercana avanzaban al ritmo solemne de los tambores de una procesión de Semana Santa, deteniéndose y cediendo el paso con rostros sonrientes. Un grupo de jóvenes al otro lado del parque se divertían jugando con mímica y extraños gestos intentando adivinar alguna película o serie. Las hojas de los plataneros de sombra caían en espiral, balanceadas por una suave brisa, mientras se depositaban delicadamente, intentando completar un puzle de color ocre sobre el tapiz verdoso.
Mi teléfono comenzó a sonar. Contesté inquieta. Me agarré la frente con la cara desencajada. De mis ojos brotaron densas lágrimas de duelo. Me desplomé de rodillas sobre el césped dejando caer el móvil mientras me llevaba las dos manos a la cara. Malas noticias.
Una ventisca gélida se levantó. Las hojas se arremolinaron bruscamente golpeándome el rostro en su caída. Los adolescentes del extremo contrario del parque comenzaron a pegarse entre ellos. Un destello de metal brilló en las manos de uno. Los automóviles hacían sonar el claxon en un estridente concierto. Los conductores agitaban los brazos y gritaban, aunque sus voces solo resonaban dentro del habitáculo. El perro ladraba y tiraba de la correa. Su dueña, furiosa, profería maldiciones. El parque se había convertido en un lugar de colores tristes, apagados, sonidos incómodos y molestos que me empujaban a huir de aquel lugar.
Grupo B
Éramos tan felices...
Cuando mirábamos sin perspectiva y sin contexto. Éramos puntos suspensivos del pensamiento. Comas y comillas abiertas a la intemperie del universo.
Cuando el puzzle del subconsciente sólo tenía una pieza: la lealtad de los amigos. Las farolas intermitentes fueron testigos de aquellas noches de descampados y atardeceres furtivos. Besos escondidos, bajo aquel puente milenario que unía juventud con amaneceres somnolientos.
Probar todo o nada, mientras subíamos despacio al asfalto incipiente y una carretera sinuosa hacia el norte nos prometía aventuras y desvaríos. Trescientos kilómetros, para llegar y volver, una y otra vez, como espuma de aquel mar con olor a sidra.
Solo nosotros y el grupo. Aquel taller joven respondón y subversivo.
Soñábamos con ser felices.
Éramos tan felices. O tal vez...solo fue un sueño.
GuADAlupe
Éramos tan felices
Creamos un pequeño universo en el que danzaban, sin descanso, dos luceros que iluminaban nuestro cielo de naranja.
No teníamos nada ¿Lo recuerdas? Nos alimentábamos a base de caricias y comiéndonos a besos saciábamos el hambre.
Éramos tan felices que no nos dimos cuenta del momento exacto en el que nos invadió el invierno para instalarse, cruel, entre nosotros.
Y una tarde cualquiera, de la que solo recuerdo que el cielo era tan gris como el asfalto, al llegar a casa encontré a los luceros sobre la almohada, ya no querían bailar al son de nuestro pulso, no captaban su ritmo porque solo había ruido.
Los guardé en una caja y a veces, todavía, cuando siento nostalgia, la abro y los animo a volver a bailar...
Por si ahuyentan al frío.
Aurora Zarco
Grupo B
Éramos tan felices
El amanecer del cuarto día venía cargado de presagios. Las nubes grises como panza de burra dejaban filtrar haces de luz, haciendo más imponente el cielo tenebroso. Cuando todo está a favor, un amanecer gris puede alterar el estado de las cosas y producir un giro inesperado, un vuelco de la realidad y las expectativas. Justo entonces, en el momento en que éramos tan felices, después de tres días de vivir en el paraíso, la realidad se desplomó sobre nosotros con su color más deprimente. Ese cuarto día, Alicia se despertó con la angustia de una pesadilla.
—¡No vayas al taller, que está en un bajo y se va a inundar! —gritó, desesperada por la visión de la riada que se llevó a su padre dos décadas antes y que esporádicamente venía a inquietar sus sueños.
—No te preocupes. Han pasado muchos años desde lo de tu padre, todo está mejor ahora y no han dado ninguna alerta de peligro —contesté.
—Jacinto, ¡no vayas! —insistió Alicia— Puedes dejar de trabajar por hoy. Hace tres días que pagamos el final de la hipoteca, compramos el coche y nos confirmaron mi embarazo. ¡Han sido tres días maravillosos!
—Bueno. Solo iré por el coche, para ponerlo a resguardo y vuelvo para seguir celebrándolo —respondí, cogiendo las llaves mientras salía de casa.
Práctico, eficiente y resolutivo, como soy, no me podía dejar impresionar por un mal sueño o por un cielo amenazador. Caminé presuroso, sonriendo al recordar la angustia de la buena de Alicia. ¡Qué afortunado había sido cuando ella entró en mi vida! Finalmente llegué donde estaba aparcado el Mercedes, subí, arranqué y, al mirar por el retrovisor para iniciar la maniobra, vi venir la avenida. El rugido del agua es como un tren desbocado que puede arrollarte en cualquier momento.
Manuel Medarde
Grupo A
Éramos tan felices
La felicidad, es como un globo que se te escapa de las manos, y se lleva todas tus ilusiones y todos tus sueños.
Luis Iglesias
Grupo B
Éramos tan felices
Éramos tan felices planeando un viaje a Ciudad Rodrigo un domingo cualquiera...
Ambos vivíamos en Salamanca, mi amigo Laurentino y yo. Estudiábamos primero de carrera en esta Universidad, en facultades distintas; pero nos unía el haber vivido en el mismo pueblo y haber estudiado en el mismo instituto el Bachiller Superior.
Habíamos quedado esa mañana de domingo en el garaje Le Mans, sito en una esquina de la Plaza de los bandos, donde además de aparcamiento, alquilaban coches sin conductor. No pudimos elegir mucho y nos quedamos con un Simca 1000 de color marrón que, a mí, de entrada, no me pareció un coche elegante ni para presumir, ni mucho menos para ligar, pero nos lo quedamos; se lo quedó, mejor dicho, pues yo todavía no me había sacado el carné de conducir y aunque lo hubiese tenido, nunca me hubiese atrevido a alquilar un coche por mi cuenta y riesgo.
Laurentino era una de las personas más inteligentes que he conocido en mi vida. Sacaba sobresaliente en todas las asignaturas, fuesen de ciencias o de letras, y me consta que estudiaba poco, pues se sentaba en el pupitre anterior al mío en el estudio del internado. Los dos años que coincidimos en el Instituto, en quinto y sexto de bachillerato, le dieron el premio a la mejor nota media de todo el Instituto. En primero de carrera, le concedieron beca salario, por lo que disponía de mucho “dinerito” para gastar en sus dos pasiones favoritas: las mujeres y los coches.
Volviendo al garaje Le Mans. De allí salimos los dos con nuestro “flamante” Simca 1000, dispuestos a vivir la mayor y mejor aventura de nuestra vida. Nos ponemos en carretera, habiendo llenado el depósito de gasolina previamente, y como a mitad del camino, el coche se negó a continuar. Vamos, que se paró. No hubo manera de que volviera a arrancar. Tuvimos que pedir ayuda a un coche que pasaba por allí, (estoy hablando de 1969), tuvimos que llamar desde una cabina o desde un bar al garaje Le Mans y desde allí, más bien tarde, llegó la grúa que nos devolvió con coche incluido al lugar de origen: La Plaza de los Bandos.
Fuimos muy felices, soñando y planeando aventuras con coches deportivos y mujeres hermosas, pero la realidad fue muy distinta.
José Luis Fonseca
Grupo A
Éramos tan felices
Éramos tan felices, jóvenes, alocados, reivindicativos, nos gustaba pasear descalzos en la hierba del parque, tumbarnos en ella y ver pasar las nubes sin prisa.
Beber el tiempo juntos, y tomar por la noche en el pub, un café irlandés.
Acostarnos y alimentarnos el uno del otro, mientras la música y el sonido del río Cuerpo de hombre, liberaba su agua.
Me gustaba contemplarte cuando estudiabas el examen del día siguiente, como leías y subrayabas, los libros sobre conflictos y guerras, que tu me pedías y que yo te regalaba.
Cuando jugábamos al ajedrez y chuleabas con una jugada nueva aprendida, recortada del periódico.
El cine, de los viernes por la tarde, cuando enlazabas mis dedos, y como al caminar adelantabas el paso, mientras me lanzabas la mano, hacia atrás para alcanzarte, como si de una carrera de relevos, se tratara.
Cuando bromeabas y me tomabas el pelo, y te brillaban los ojos al oír mi risa.
Esas rosas que traías al descuido, debajo del brazo, el domingo, camino de casa, como si carecieran de importancia, mientras hojeabas distraído el periódico,
Tu paciencia, cuando te calentaba la cabeza con mis problemas, mientras resoplabas inquieto, restándole importancia, esperando a cambiar de tema,
Añoro esa felicidad, esa vida sin prisa, esa persona que eras, que me hizo tan feliz, toda una vida entera.
E.R.A
Grupo B.
Éramos tan felices
Soy un reloj que resuena en tu cabeza. Los segundos se suceden en un baile infinito de pulsos, pasos que dejan huella de su machacona insistencia entre los pliegues de la masa gris de tu cerebro.
Soy el surtidor que ahoga en cortisol neuronas y dendritas, el interruptor que enciende en tu mente una bomba atómica a punto de estallar.
Soy la vida hecha cifras. Números que se te incrustan en la memoria e invaden tus recuerdos hasta dejarlos reducidos a una cuenta de resultados.
Éramos tan felices. Juntos nos embarcamos en una carrera contra el tiempo. Ganar, ganar ante todo. Era lo único que nos movía. En aquel rascacielos gigante no existía el límite para nuestra ambición. Entre opas hostiles, tiburones financieros e inversores sin escrúpulos íbamos a por el todo. Días de eternas discusiones bursátiles y noches infinitas entretejidas con rayas de coca. Sabíamos que el dinero es una amante celosa y solo consiente de ti una entrega absoluta.
Pero tú decidiste abandonarla y por eso también te desprendiste de mí. De repente en tu boca empezaron a resonar palabras como “mindfullnes”, “conciencia cósmica”, “espíritu universal”, “energía tántrica” y “viaje interior”. Un día saliste de ese rascacielos donde tantas aventuras habíamos tenido juntos y ya no volviste a pisarlo. Sé que ahora estás lejos, en las montañas más altas de este planeta. Vives entregado a la contemplación de lo divino, dicen. Vistes una sencilla túnica, comes únicamente lo que puedes arrancar de la Tierra con tus propias manos y duermes en un mísero colchón.
Éramos tan felices, entregados los dos en cuerpo y alma a nuestra misión. Sin embargo, ahora en el interior de tu mente solo resuena el eco del vacío, la nada. Y yo echo de menos el todo.
Maite BT
Uría
Éramos tan felices
en aquella lejana tierra,
donde llegamos solo
con sueños en una maleta.
Allí creamos nuestro universo,
pequeño, pero inmenso
donde el tiempo lo media
un reloj sin minutero.
Fundidos en sus montes
y en su mar embravecido,
dejamos allí para siempre
nuestro paraíso perdido.
Al volver a tierra adentro,
todo parecía distinto
el paisaje, las calles y los amigos
pero nosotros tampoco…
…éramos los mismos.
Marian Pérez Benito
Grupo A
“Mi niño”
Nunca quise un gato. Fue Ana quien lo trajo, convencida de que un animal podría aportar ilusión a una relación carente de complicidad. La novedad se marchitó con la facilidad de un ramo de flores olvidado dentro del capó de un coche.
Lo llamaba mi niño, con ese exceso de ternura que solo ella aplica a lo que no le duele. Cuando le resultó molesto, fiel a su carácter, lo esterilizó. Desde entonces, el gato duerme en mi silla, ocupa mis silencios y me mira con una especie de tranquila conmiseración.
Hoy amaneció enfermo: tos breve y mirada inquisitiva, casi solícita. ¿Estará empatizando conmigo?
Ana, naturalmente, tenía la excusa de una reunión importante.
—Llévalo tú —dijo—, te tiene más confianza.
Yo más bien diría cariño o mutua lástima: somos los dos únicos de la casa que todavía fingen cuidarse.
La sala del veterinario parecía un congreso de interespecies resignadas. Un galgo con bufanda miraba hacia un horizonte interior; una cacatúa gritaba obscenidades a un bulldog sin babas; una tortuga dormitaba sobre la foto de una congénere en una revista de mascotas; un hámster aceleraba la rueda de su jaula como si temiera llegar tarde a algo; y un cerdo vietnamita resoplaba, dentro de un cochecito de bebé, con la dignidad de un senador retirado.
Nosotros, los dueños, compartíamos la misma confusión moral: no saber a ciencia cierta quién cuidaba a quién.
Entonces entró ella.
Una mujer exuberante, con un abrigo claro que resaltaba su rostro luminoso. Llevaba un ejemplar de bichón maltés en brazos. Era una perrita, pequeña, temblorosa y absurdamente perfumada.
Nuestras miradas se cruzaron. No hubo nada más que el presentimiento de algo.
La perrita trató de jugar con el gato que, a guisa de estatua, la miraba displicente.
Al segundo encuentro visual sentí la necesidad de ir al baño. Le pedí, por favor, que vigilara al minino.
Cuando regresé, me encontré con un cuadro de erótica animal: el felino —castrado, descreído, pero más mío que nunca— intentaba montar a la perrita. Ella reía, entre avergonzada y divertida.
Me disculpé.
—Tranquilo —dijo—. Se han caído bien.
Nos quedamos callados.
El veterinario pronunció mi apellido. Oí que ella lo repitió en voz baja, como sopesándolo.
Antes de que entráramos, preguntó:
—¿Cómo se llama?
—¿El gato o yo?
Esbozó una sonrisa genuina.
—Ambos.
Yo, por una vez, no tuve prisa en contestar. Tal vez porque empezaba a comprender, de la altanería gatuna, que el más puro deseo se oculta tras la máscara de la indiferencia.
Calgari
Grupo A
Fui tan feliz.
Fui tan feliz, cuando los besos
sabían a miel,
que aún en tu ausencia,
los recuerdos de aquellos días,
me hacen sentirme fiel,
porque sigues en el aire
que arrastra tu esencia;
te veo en las caras que dibujan
las nubes cuando se mueven,
en la sombra que deja la luna
entre los árboles,
en mis paseos por el parque.
Te recuerdo de mi mano
por la playa,
donde tu risa, silenciaba
el venir de las olas.
Te recuerdo en mis días oscuros
cuando eras el sol
que daba brillo y calor
a mi cuerpo y a mi alma.
Y, sigo siendo tan feliz,
porque nunca te has ido.
P.G.
Grupo C
La quiebra de la felicidad
¿Quién conoce la trascendencia que un hecho de apariencia insignificante tendrá en su futuro? ¿Quién esperaría que el capricho de mi hermana por cambiar de nombre podría acarrearnos tanta desventura?
Ella había comenzado, tres o cuatro días atrás, a ir a la escuela. Esa tarde convocó a toda la familia y nos anunció con seriedad de adulto: «Desde hoy me llamo Arantxa».
Yo, quince meses menor que ella, no aprecié la importancia de aquella declaración. Creí que era uno de aquellos juegos que su imaginación me imponía. Unas veces afirmaba ser Lucinda, la emperatriz de los mares, mientras a mí me hacía asumir el papel de Jack Pata Palo, el más cruel pirata del Caribe. En otras nos transformaba en Sherlock y Holmes, y pasábamos horas escudriñando el solar detrás de nuestra casa en busca de pistas que nos permitieran desentrañar crímenes que ella se inventaba.
Di por hecho que Arantxa era una nueva heroína que, más pronto que tarde, me arrastraría a un nuevo mundo ficticio que ella haría aparecer entre las sombras del portal o en un rincón de la plazoleta que había delante de casa.
Pero no, su aviso no acabó en juego, sino abriendo la puerta a una nueva realidad cuya naturaleza amarga no tardaría en revelárseme. Se cruzó de brazos delante de papá, de mamá y de mí, frunció el ceño para darle a la frase solemnidad de misa y soltó: «No volveré a responder si me llamáis Cara».
Jamás volvió a contestarnos si la llamábamos por su verdadero nombre, y cada vez que, por descuido o cansancio, lo pronunciábamos, de inmediato abandonaba la actividad que estuviéramos compartiendo y se encerraba en su cuarto remarcando su disgusto con un portazo.
No sabía que éramos tan felices hasta que Cara se empeñó en desprenderse de su nombre. Las tardes de interminable diversión se esfumaron de golpe pues, su hosquedad hizo crecer dentro de mí un temor a incomodarla que me paralizaba la lengua e imprimía a mis manos y pies una torpeza incompatible con el juego.
Las siestas dejaron de ser el momento preferido de nuestras aventuras para convertirse en un tiempo de aburrimiento y desazón.
Nunca entendí qué había sucedido en la escuela que había operado tal transformación en ella. Nunca me lo explicó, y eso me dejó atónito, primero, y luego, compungido.
Siempre albergué la esperanza de entender su metamorfosis cuando me llegara el turno de incorporarme al colegio. Quizás yo también tuviera que dejar de llamarme Jorge. Sin embargo, mis expectativas resultaron vanas; lo que viví en las aulas no resolvió el misterio.
Me costó muchos años descubrir por qué aquel lejano septiembre dejamos de ser felices y encontrar la semilla de infortunio que se ocultaba en el nombre completo de mi hermana.
Jorge Melo Limón
Pepe Lorenzo
Grupo B
Éramos tan felices
Éramos tan felices, repite una y otra vez, como una letanía monocorde, poniendo el acento en el tan, que resuena como un gong tibetano.
Yo le he preguntado que cuándo y solo he tenido el silencio como respuesta. ¿Cuándo eras tan feliz? -le he insistido y, al cabo de un rato, con la mirada perdida, ha comenzado a relatar sobre cuando era pequeño, primero de forma más vaga, luego con más nitidez.
Una tarde estaba jugando con Pablo al ping-pong, cuando un chico nos quiso echar de la mesa, no le dejamos y nos insultó. Llamó a su hermano mayor y nos echó de allí a raquetazos, abusando de su corpulencia… Era finales de la primavera… Usábamos unas palas de corcho y unas pelotas que, cuando las pisábamos, había que hervirlas para que recuperaran su forma original.
Para poder jugar había que hacer cola, esperando rigurosamente tu turno, procurando que todos pudiéramos disfrutar cuando menos una partida. Si perdías, te ibas afuera o nuevamente a la cola; si ganabas, seguías como el rey de la pista. Éramos tan felices…
Me habla sobre los moratones que le salieron días después, y percibo su rabia contenida por la injusticia de lo que les ocurrió aquel día.
Pablo, nuestro hermano mayor, fue su fiel compañero de aventuras y juegos, pues tan solo se llevaban quince meses de diferencia. Pablo ya no está, se marchó de este mundo, como si tuviera prisa, sin que pudiéramos decirle adiós, por un aneurisma intracraneal que le dejó en coma… Maldita palabra, aneurisma, esa pequeña protuberancia con forma de globo, de la que sería mejor ignorar su existencia. Fueron once días de inútil agonía, sobre todo para su mujer Sofía. No tuvieron hijos, no quisieron o no pudieron. Se le rompió un vaso sanguíneo en su cerebro, y poco después se quebró nuestra relación con nuestra cuñada, con la que hace años que no hablamos, ya no sé siquiera si está viva. A veces pienso en la muerte, cómo será dejar este mundo, cuándo nos llegará nuestra hora… ya no queda casi nadie de la familia, tan solo estoy yo para cuidar de Miguel.
Hoy he vuelto a la residencia donde está ingresado mi hermano, he sentido un escalofrío al coger sus gélidas manos y, después de un rato, consigo que me relate más cosas de esa infancia en la que parece vivir inmerso, como un barco anclado en una bahía propicia para la calma. Sin embargo, no se acuerda de lo que ha comido o no sabe qué día es hoy.
Era verano, con sus tardes infinitas, cuando nos sumergíamos en la piscina, en múltiples juegos, dar la vuelta debajo del agua, saltar del trampolín… aquellas tardes solamente interrumpidas por la llamada de mamá para tomar la merienda. Solíamos hacer aguadillas en broma, ¿te acuerdas? Mi juego preferido era aguantar sin respirar bajo el agua, contando hasta cien, sintiendo la presión en las sienes, soltando lentamente el aire de los pulmones a través de la boca, como si fuéramos peces globo. Éramos tan felices…
Ahora, contradicciones de la vida, vive conectado durante la noche a un respirador de oxígeno, con una mascarilla insufrible, que le tira de las orejas… Yo le comento que debería usarlo también por el día. Te aportaría un aire mejorado, -le digo, tratando de animarle. El médico de la residencia nos ha entregado un informe escrito, que le leo pues cada vez ve peor, y menos esta letra minúscula. El oxígeno es el nutriente más importante para la vida… No dice nada, la mirada ausente. Cuando la sangre, el cerebro y todo el sistema no se oxigenan adecuadamente, su vida corre peligro. Al cabo de un rato balbucea yo ya no estoy para correr. A pesar de su demencia, la verdad es que nunca le ha faltado el buen humor.
Hoy he vuelto a verle, trato de sacar alguna tarde libre más a la semana para poder estar con él, tengo la sensación de que ya no le queda mucho, cada día le encuentro más deteriorado. Lo cierto es que casi no tengo tiempo libre, pues trabajo demasiado; además solo me tiene a mí, bueno en realidad también está nuestra hermana Carmen, pero la verdad es que no sabemos nada de ella desde hace bastante tiempo.
Esta tarde hemos estado repasando el álbum familiar, la médico me ha dicho que conviene estimularle cognitivamente, que es bueno que su cerebro establezca conexiones neuronales. A ver, los hermanos, cómo nos llamamos, y en orden -le insisto.
El mayor, Pablo, y su mujer… después de un rato, dice Sofía, no sin mi ayuda que le susurro la ese inicial. Después vas tú -le digo, cómo te llamas, y escupe su nombre, Miguel. A ver, después… Carmen, -evoca vagamente. Y ahí parece acabar la enumeración fraternal. Falto yo, que soy el más pequeño, cómo me llamo… En ese momento, fugazmente parece que algo reacciona en su interior. Me mira a los ojos, como sorprendido, y no es capaz de nombrarme. Vas a tener que escribir mi nombre -le digo entre bromas, a ver si así te acuerdas de quién soy. La verdad es que yo ya estoy acostumbrado, entiendo que no me reconoce. La psicóloga de la residencia me comentó que es normal que no identifique a los familiares más cercanos.
Al cabo de un rato, comienza a repetir Éramos tan felices, una y otra vez, cada vez más lento, como una letanía monocorde. Al cabo de un rato, se arranca a contar una anécdota inédita, como si fuera un secreto bien guardado.
Una tarde de otoño estuve espiando al grupo de amigas de Carmen, para ver de qué hablaban, si decían algo de nosotros, quién les gustaba y esas cosas… Me escondí en el baño contiguo a su habitación, en silencio absoluto, tratando de escuchar a través del débil tabique que separaba ambas habitaciones. Me gusta Pablo… pude escuchar, y empecé a fabular una historia de amor, en la que la amiga de mi hermana me besaba en la boca.
Nuestra hermana Carmen dejó de hablarnos hace ya veinte años, o más, cuando discutimos amargamente, porque se empeñó en que no quería vender la casa heredada de nuestros padres. Para vosotros la perra chica, fueron las últimas palabras que nos dirigió.
Hoy estaba más hablador que de costumbre, poco después me ha contado de las tardes de invierno, cuando salía del colegio, camino de nuestra casa familiar, pero se detenía a jugar en una plazuela cercana, donde pasaba las tardes hasta el oscurecer.
Íbamos con la cartera de cuero a la espalda. Había un pretil y dentro, en la tierra, jugaba con las canicas, al clavo si había llovido y el terreno estaba algo húmedo… Otras veces, al escondite inglés… a saltar unos encima de otros, repitiendo aquella retahíla de pico, zorro, zaina. Lo que más me gustaba era el fútbol, en una calleja cercana a la plaza, haciendo las veces de portería la entrada de un taller de reparación de zapatos y el portal de una casa. En la zapatería trabajaba como aprendiz un joven con la cara quemada, al que mirábamos disimuladamente cuando salía para fumar un pitillo.
Al salir de la residencia, he ido dando un paseo hasta esa plazuela. Siempre he vivido ajeno a su infancia, la verdad es que me yo soy el benjamín de la familia, Miguel me lleva once años y yo ya no fui al mismo colegio que mis tres hermanos mayores. Me paro en medio de la plazuela, me imagino a Miguel jugando a las canicas, el murete de piedra ha desaparecido y ahora hay un jardín con árboles. Me acerco hasta la estrecha callejuela y trato de buscar las porterías, descubro que el taller de reparación de calzado desapareció y un diminuto bar de café se ha instalado para dar sustento matinal a los oficinistas de la zona.
Pocos días después, vuelvo a la residencia, estos últimas visitas se han convertido para mí en un bálsamo, he redescubierto a un hermano con el que la distancia física había supuesto un abismo en nuestra relación, y estoy encantado de conocerle a través de las aventuras de su infancia. Últimamente me ronda por la cabeza algo que leí en el móvil, menos producir, trabajar, hacer cosas y más sentir. Quizá ahí residía la felicidad.
Nada más entrar en el edificio, acude la trabajadora social a mi encuentro, lo siento, musita y me da dos besos. Me quedo descolocado, sabía que Miguel estaba deteriorándose de manera evidente, pero nunca pensé que fuera a ser tan rápido. Ha sido esta noche, se ha ido en paz y sin sufrir, me dice rápidamente tratando de consolarme. Me han dejado verle por última vez. Poco después me han entregado sus pertenecías. Al llegar a casa contemplo su reloj de oro y desdoblo sus ropas. De uno de los bolsillos de los pantalones extraigo un trozo de papel, parece una servilleta doblada en cuatro. La despliego. Seis enormes letras mayúsculas, con un trazo tembloroso, a lápiz. MANUEL.
Jesús García Espinosa
Grupo A
Éramos tan felices
En su chat aparece un monosílabo: "ven". Y respondiendo a tan poca información llego a casa de Julio una tarde de junio.
Luego de su cálido abrazo charlarlamos, tomamos café y recorremos su sala-taller.
Mi amigo artista y maquetero comenta las siete piezas que exhibirá el 12 de julio en ExpoSam, sala de exposición de su actual ciudad San.
Julio hace su obra por motivo de los 150 años de fundada nuestra ciudad natal.
Luego de un rato se hablar sin decir nada, me suelta:
–Mira Elena, cada maqueta representa 10 años de evolución de la ciudad en las últimas 7 décadas. No tuve en cuenta los primeros 80 años, ¿sabes por qué? –dice mirando mi rostro–porque a la par de estos años va nuestra evolución física, mental y sentimental y quise hacerla coincidir –y como siempre, guiña su ojo derecho como cuando dice algo significativo—. Por tanto Elena, la pieza uno contiene los elementos que disfrutamos juntos en nuestra infancia, —pone su brazo en mi hombro y sonriente me dice –así que quiero que te encargues de avisarle a Fabián, Chispa, José, Magda y Marthica; sin ellos mis maquetas serán hojas de final del otoño.
Nos hace más que terminar de hablar y me marcho rápido, porque a las 10 pm comienza mi guardia de pediatría en el hospital infantil.
— Cuenta conmigo — le digo casi cerrando la puerta.
Llega el 12 de julio; la sala de exposición repleta; cinco de los seis amigos iniciamos junto a Julio el recorrido ¡que honor sentíamos!
Comenzamos por la sala A con la maqueta uno, que representaba la década de 1950 a 1960; para nosotros es lo mismo que decir INFANCIA.
Julio dirige la explicación de esa pieza, las restantes las hacían las guías de sala.
–Como ven –dice Julio, señalando un espacio verde– este parque tiene escasos aparatos, mas bién era un área de juegos libres, en la superficie se destacan varias depresiones del terreno –nosotros, sus amigos, junto a él, estamos llenos de emociones, vivimos un cálido pasado que no era capaz de producirlo el espacio que podía verse en la maqueta
siete, el mismo parque pero ahora con montaña rusa y aparatos de diversión sofisticados.
Así nuestro amigo artista-maquetista explicó estructuras, espacios, colores usados y cada pieza guardaba emoción inseparable como cara escudo en la moneda cubana.
Pasamos por las restante seis maquetas escuchando a la guía Pero al llegar a la tercera pieza (vinculados con nuestros 20 a 30 años de edad) interumpe a la guía de la sala y dice —este bar no estaba, es nuevo, este lo construyó "CHispa" un amigo inolvidable que nos decía –y mira a Fabián, Jose, Magda, Marthica y a mí— "estudiar da palabras pero quita tiempo". CHispa no pudo dejar su Bar para estar hoy con nosotros pero su mensaje no lo leo porque no podré controlar la emoción.
Termina todo el recorrido, llegamos en dos horas a nuestra ciudad natal al bar de CHispa, le mostramos las fotos y sonriente dice CHispa:
–Julio tu próxima obra son tres estatuas.
–¿De quiénes CHispa?
—De los tres personajes insignes de la infancia, Rafaela la loca, Kiko el improvisador y Trujillo el limpiabotas.
Abrazados y a viva voz se oyó no solo en la cafetería sino también en la plaza: ¡¡éramos tan felices!!
Miriam García Cabrera
Grupo A
Éramos tan felices
En la bulliciosa estación de Atocha, María y Juan se despidieron para oficializar todo. Con un nudo en la garganta, María vio partir el tren hacia Barcelona, llevándose consigo todos sus sueños de juventud. A pesar de la distancia, intentaron seguir, manteniendo el contacto, pero poco a poco la vida de adultos fue difuminando aquellos viejos recuerdos.
María se centró en su carrera profesional y Juan formó una familia en Barcelona. Aunque el destino los separó, ambos recordaban con cariño los días de felicidad en Madrid, donde habían compartido sus ilusiones y sus decepciones.
Durante los años de noviazgo vivieron momentos entrañables: pasearon por las calles, la Gran Vía y el parque de El Retiro; solían tomar cafés en terrazas acogedoras y realizaron varios viajes a ciudades como Valencia, Sevilla y otras, que se convirtieron en una vía de escape de su rutina diaria y les dejaron un montón de recuerdos felices.
Otro gran problema que tuvieron fueron las desavenencias entre familiares y otros miembros de la familia de Juan, que se entrometieron en su relación y en su vida privada. Esto trajo consigo la erosión entre ambos y, poco a poco, se fue la felicidad que tanto les había costado construir.
Fernando Nieto
Grupo A
Éramos tan felices
Éramos tan felices, que no notábamos lo que sucedía a nuestro alrededor.
Poco nos importaba que hubiera movidas en nuestra facultad, que se encerraran en Derecho o que en Medicina no fueran a clase.
Éramos tan felices esperando la hora del entrenamiento que no veíamos ningún problema a nuestro lado.
Nos daba igual que hubieran apaleado a algún compañero o que otros durmieran en la cárcel, al fin y al cabo, eso no era cosa nuestra.
Nosotros éramos felices aguardando la llegada del entrenador, al que queríamos con locura y al que seguíamos dónde nos dijera.
Las sentadas en el Aula Magna hasta altas horas de la madrugada no nos incumbían.
Nosotros soñábamos con un balón en las manos y una red para marcar tantos victoriosos.
Y éramos felices hasta que nuestro entrenador desapareció. Preguntamos aquí y allá. Nadie sabía qué había pasado. Nuestras alegrías se fundieron con la realidad y los golpes se tornaron bofetadas de tristeza.
JB
Grupo C
Éramos tan felices
Eran las 22:00 de un otoño frío. Mientras miraba su reloj, intentaba reflexionar desde lo alto de su piso. No se asomaba libremente a su ventana, pues desde hacía mucho tiempo lo invadía una extraña sensación: el temor de estar siendo observado. Corrió ligeramente la cortina, lo suficiente para asomar un ojo y echar un vistazo a la calle bien iluminada. Entrecerraba el ojo para que le pareciera diferente de lo que en realidad era; ahora parecía fría, solitaria y tenuemente iluminada. Bajo esas condiciones le resultaba un tanto más reconfortante.
No entendía por qué el ayuntamiento insistía en pavimentar dicha calle y otros días se arrepentía y la volvía a empedrar. Esta vez no había tenido suerte, estaba perfectamente reparada.
—Mañana será —exclamó.
Corrió nuevamente la cortina y se sentó a la mesa. Se percató de que la chica de la limpieza había vuelto a quitar el antiguo mantel que tanto le gustaba: aquel que estaba hecho de manta, bordado con flores y que muchos años atrás le tejió su abuela. En su lugar había uno de plástico color café con figuras que nunca lograba comprender. Esta vez decidió no decir nada; simplemente sentarse a tomar su té caliente y pensar.
Por su mente los recuerdos pasaban uno tras otro: a veces, dulcemente como un carrusel de feria; otras, como el tambor de un revólver listo para iniciar una ruleta rusa. En ese vaivén, las horas se habían ido volando. Otro día más que se escapaba de sus manos sin poder detenerlo. Ya era buena hora para ver qué habían hecho con la calle. Se puso en pie frente a la ventana y, antes de correr la cortina, suspiró como quien anhela algo, pero no encuentra palabras para expresarlo. Se asomó y, para su sorpresa, estaba volviendo a contemplar el bello empedrado de antaño. Entrecerró su ojo para darle el toque que más le gustaba y, por un instante, cual imagen cinematográfica antigua con efecto sepia, pudo revivir escenas de su infancia: cuando jugaba con sus dos hermanas menores correteando de un lado a otro, saltando entre charcos, jugando a las escondidas, riendo a carcajadas hasta llorar y quedarse sin aliento para luego terminar tumbados viendo al cielo, tratando de encontrar formas en las nubes y hablando de cómo sería todo en el futuro.
Esos momentos bastaron para despertar una melancolía interminable. En todos sus recuerdos miraba a sus hermanas siendo niñas; ya no podía recordar si ellas llegaron a vivir el futuro que tanto imaginaban. Eso lo entristeció. No pudo evitar que sus ojos se pusieran llorosos. Con su andar lento y la dificultad que los años traen, se desplazó hasta el viejo cajón donde guardaba sus cosas, sacó su libreta y escribió: “Querida Berta y Sara, hoy las he vuelto a ver y he vuelto a sentir lo bonito que es la vida desde la inocencia de la niñez. ¡Éramos tan felices! ¿Por qué queríamos crecer?”.
Como un río cuyo caudal no puede ser controlado, las lágrimas salieron y se quebró, echándose a llorar con el sentimiento con el que lloran los niños. Ese gesto bastó para que la chica que lo contemplaba interviniera.
—¡Venga, papá, otra vez no! —dijo con una mezcla de fastidio y decepción.
—Es que éramos tan… —no pudo terminar la frase, pues fue interrumpido, tomado del brazo y llevado en dirección a su habitación.
—¡Venga ya! Cuando tu hermana menor murió, no quisiste presentarte en su funeral, y con tu otra hermana llevas años sin hablarte. Ninguno quiere saber del otro. Lo único que quiere esa gente es tu dinero. Grábatelo.
Mientras era conducido hasta su habitación, intentaba recordar si esa chica era su hija, alguna familiar o simplemente alguien a quien algún día le alquiló una habitación. Sin embargo, no quiso reparar en eso; prefería pensar en los momentos que había logrado rememorar hoy.
J.P.
Grupo B
Éramos tan felices
Aquella mañana me desperté antes de lo normal para ser sábado.
La noche no había sido fácil. Parecía que algún que otro fantasma había rondado mis sueños. Aunque no era capaz de acordarme, una sensación de desasosiego me acompañó al abrir los ojos.
Aún somnolienta, me puse mi bata y me dirigí al salón. Sentada en el sofá vi tu foto. Es que, ¡éramos tan felices!
Mi corazón pegó un vuelco y comenzaron a brotar pequeñas perlas transparentes de mis ojos. Imposible de contener ese manantial, me agarré el pecho, respiré hondo intentando recuperar la calma perdida y volver a mi ser.
Entonces me levanté, y como si llegara tarde a una cita, comencé a arreglarme con urgencia y salí a la calle.
Era una preciosa mañana de noviembre. El cielo estaba nublado, pero, nuestro astro rey luchaba por hacerse un hueco entre las nubes. Él también quería ser testigo de esa mañana, sabedor de que su presencia siempre iluminaba alguna sonrisa.
Las calles estaban mojadas ya que no había parado de llover la noche anterior. Cómo te gustaba asomarte a la puerta de casa, observar el agua caer y respirar ese olor, como tú decías, “a tierra mojada”, ¡éramos tan felices!
Como ya he dicho antes, era sábado. La ciudad aún estaba despertando.
Es curioso, la marabunta del día anterior había desaparecido. ¿Dónde estarían? Ayer corrían, empujaban, gritaban y hoy… ni rastro.
Me centré en la poca gente que había en la calle y los observé.
A pesar del frío, caminaban pausados, con sus abrigos bien abrochados, sus guantes y sus gorros de lana. Charlaban animosamente, sonreían. Algunos iban de la mano, otros solos, otros paraban en el camino para abrazarse, besarse o acomodarse la indumentaria. Por supuesto no faltaban los selfis de rigor. Alguno que otro nos hicimos tú y yo, porque… ¡éramos tan felices!
De las cafeterías salía un olor muy agradable a café y bollería recién hecha, que inundaba el ambiente y te invitaba a hacer una visita. No te gustaba el café. Preferías tu bol de leche bien caliente con galletas o pan migado del día anterior. Solías sorber la leche haciendo ese ruido tan molesto que a mí no me importaría volver a escuchar porque… ¡éramos tan felices!
Como si de un autómata se tratara, llegué a ese parque en el que me gustaba sentarme a pensar, a leer o simplemente a ver pasar la vida.
No habíamos estado juntos jamás en este sitio. No es un lugar al que tú fueras por gusto, pero lo hubieras hecho por mí. Preferías sentarte en tu jardín con tus gatos trepando por tus pantalones para terminar descansando sobre tus piernas, mirándote, esperando que tendieras tu mano para acariciarlos y comenzar a ronronear. O, quizá, te acomodarías al amor de la lumbre, sin más intención que permanecer allí, adormilado, un buen rato.
Aun así, tu recuerdo me asaltó y empecé a imaginar cómo sería un “nosotros” en ese lugar.
Te sentarías a mi lado y quizás indagarías sobre cómo me iba la vida. Estabas orgulloso de mí y de mis logros. Lo único que deseabas era que viviera tranquila y feliz. O quizás permanecerías a mi vera en silencio. No nos hacía falta hablar. Nos bastaba con saber que tú estabas allí y yo estaba junto a ti. Solo con eso… ¡éramos tan felices!
Entonces los vi: ella corriendo hacia él que, con los brazos abiertos, la esperaba para acurrucarla en su regazo. Él tomándola de la mano, acariciándole el pelo, besándola en la mejilla. Ella le sonreía, con los ojos iluminados, con esa luz que se desprende cuando amas de verdad y sabes que será para siempre, que ni la muerte conseguirá romper ese vínculo. La misma a la que, sin más opciones, tuviste que entregarte un 6 de enero, sin preguntarme si yo estaba de acuerdo con tu abandono.
Ellos seguían allí, en ese parque, riendo, jugando, ajenos a todo y a todos.
Una sensación de vacío me invadió, el mismo vacío que había a mi lado en ese banco en el que continuaba sentada.
Con la palma de mis manos cubrí mis ojos y, entre sollozos, alcancé a decir en voz alta: “abuelo, por qué te fuiste si… ¡éramos tan felices!”.
Verónica S.S.
Grupo C
Calles luminosas, amplias avenidas.
Un sol brillante, vida desbordada en todas sus manifestaciones. Vida desbordada en esa luz clara, diáfana, en ese aíre cálido y suave, en el verde exuberante de la vegetación. En la belleza de las flores, de las rosas de los jardines y de las naranjas colgadas por montones de las ramas de los árboles, al los lados de las avenidas. Vida desborda entre la gente caminando tranquilamente por todas partes, gente despreocupada, tranquila, vestida de colores brillantes, con ropas ligeras, hablando, haciendo compras, riendo.
Vida desbordada por todas partes. Vida afuera, en la calle y vida adentro de aquel coche; en mi cuerpo adolescente, en los cuerpos de mis hermanas, también jóvenes, plenos de vida. Vida en nuestra piel de niñas, impoluta. Vida en nuestro cabello abundante, luminoso, lleno de luz, de sol, moviéndose al viento, libre.
Éramos felices…
Éramos felices y no, no lo sabíamos.
Grupo A
Huida
Salí de mi tierra, me fui con la ilusión de nuevas libertades, no había ordenes ni desde fuera ni desde dentro. Había momentos de mucha felicidad pero como es este estado, cambiante, un día y otro dependiendo de las emociones. Y así pasamos de la adolescencia a la madurez, pensando que no se puede ser más feliz pero cierto día , se acabó todo.
La nueva vida fue distinta, la felicidad no era intermitente, era estable, nuevo estado de conciencia más elevado, el tiempo como disfrute, la muerte del ego , el perdón y la paz absoluta, invadió mi existencia.
Carmela
Grupo A
Cuando éramos felices.
Mi calle y yo tuvimos siempre una buena relación.
Fuimos creciendo a la vez. Hasta mis pantalones iban creciendo a su ritmo. Suelo de juegos infantiles que se convierte en asfalto, un porvenir por descubrir y una vida por construir. Casas bajas reconvertidas en pequeños bloques de tres plantas. Estudios para forjar un futuro. Garajes que se llenan de coches. Tiendas familiares de ultramarinos que vendían lo justo. Un trabajo que te permita vivir. Un par de baretos: uno a media calle y otro abajo, contra la avenida, donde tomas un café o una cerveza. Y saludas a la parroquia por su nombre. Hubo incluso un gimnasio y una pequeña inmobiliaria. ¡Mi calle conoció buenos tiempos¡
Nunca con tan poco fuimos tan dichosos.
Pero hemos cambiado. Mi calle de aspecto, de función y de sentido. Yo, de calle.
Se ha convertido en una calle dormitorio, de esas que, en esta ciudad, están a más de un cuarto de hora del centro. Estrecha, de dirección única, con tres bancos salpicados en la acera que no se utilizan y cuatro casas bajas que nadie quiso comprar en su día y hoy son casi palacetes a reformar. Y en esos bloques de tres plantas, con pisitos en los que viven mis otros yoes, habitan cada vez más recuerdos y menos esperanzas. No queda un árbol, ni un seto, ni siquiera un poco verdín entre las baldosas. Por solidaridad, por no molestar, o vete a saber, tampoco se ven plantas en los balcones que rompan el asfalto con una sombra asimétrica. Sin tiendas, sin un solo bar y, aquí, una calle sin bares es una calle muerta. Puede que la más triste de las calles.
Ahora mis cafés y mis cervezas son en bares del centro o en la avenida.
Me siento en una terraza mirando, como Fermín, a un malecón ficticio para tomarme una cerveza tostada de realidad. Y comparto con él soledades. Y entablo silencios. Y escucho las charlas de otros. Porque yo soy más de escuchar que de mirar, aunque al final las dos cosas llevan al mismo puerto: adivinar, inventar, conjeturar sobre las vidas de otros.
Esos momentos de pequeñas alegrías, incluso los compartidos con nadie, son probablemente los que luego recordaré como aquellos en los que fui afortunado.
Nicolás Casillas
Grupo A
Éramos tan felices
Nuestra risa jugueteaba por toda la casa. Salía al rellano, corría calle abajo, se posaba en el primer poste de la luz. Todo el barrio quedaba iluminado. Vecinos y desconocidos abrían puertas y ventanas, para que la magia también inundara sus hogares.
Éramos tan felices…
Ahora corro sola, de aquí para allá, voy encendiendo farolas con risas ajenas y gritando que abran las persianas. No nos merecemos vivir a oscuras, aunque su sonrisa ya no lleve mi nombre.
Eva Hernández
Fuimos tan felices…
El día de mi trigésimo cumpleaños quise regalarme un reencuentro con mi primer amor.
Llevábamos sin vernos trece años, desde mis diecisiete, cuando tuve que marcharme de la ciudad por el trabajo de mi padre. Nos fuimos a un pueblo pequeño a la otra punta del país, y perdí todo contacto con ella.
A mis veintidós me casé con otra mujer. No es que la hubiera olvidado, es que entendí que la distancia y el tiempo nos habían separado lo suficiente como para tener la obligación moral de rehacer nuestras vidas por separado. Eso y que los amores de instituto no suelen llegar demasiado lejos en la mayoría de los casos.
Después vino el boom de las redes sociales. Mi mujer, mis hermanos y toda la gente de mi alrededor me insistían en que me hiciera un perfil en cada una de ellas, pero siempre me negué. Me daba miedo encontrarla y verla feliz con otro. Como si yo no fuera feliz con alguien que no era ella.
Ni siquiera sé si fui feliz con mi mujer, puesto que nos separamos a los cinco años de casados. Veintisiete recién cumplidos y ya con la etiqueta de divorciado.
Fue entonces cuando empecé a planificar mi viaje. Recorrí toda España, de punta a punta, para reencontrarme con mi primer amor el día de mi trigésimo cumpleaños.
Llegué a la ciudad. Todo había cambiado pero a la vez seguía igual. Reconocí al instante el rincón donde nos dimos nuestro primer beso, aunque lo que lo rodeaba era distinto, y el parque en el que solíamos hacer botellón con nuestros amigos, donde ahora lo harían otros chavales. Mirando desde fuera el instituto donde la conocí volví a sentir eso mismo: que todo era igual, y nada era igual al mismo tiempo. Las pistas habían mejorado, la fachada había sido pintada, la verja era de otro color y ahora había un cartel de “Educación bilingüe” en la puerta.
Paseando por la ciudad vi cómo, lo que hace trece años eran tiendas de ropa locales, hamburgueserías o bares ahora se habían convertido en ZARAs, locales de ramen y Starbucks. La vida había cambiado.
Me encaminé, casi sin querer, a la que había sido la casa de sus padres. Me pregunté si aún vivirían allí. Supuse que ella, en sus casi treinta, ya se habría emancipado. Llamé al timbre con miedo.
Quizá se había casado, o estaba en pareja. Quizá vivía fuera, en otra ciudad, en otro país. Quizá era madre soltera. Quizá pasaba de todo eso porque solo quería centrarse en su trabajo, ser maestra de primaria, lo que siempre fue su sueño. Quizá era influencer y yo, ajeno a las redes sociales, no lo sabía. Quizá se había ido a vivir a Madrid a pagar millonadas por un piso.
Los pensamientos se agolparon en mi cabeza en el medio minuto que su madre tardó en salir a abrir la puerta. No había cambiado en exceso, aún tenía la cara de buena persona de siempre, de madre de familia, envejecida casi quince años desde la última vez que la vi.
Creo que me reconoció al instante, pues su semblante cambió de una benévola sonrisa a un rictus serio, diría que incluso triste.
Pregunté por ella con los nervios a flor de piel y la sonrisa tímida que siempre me caracterizó.
El día que cumplí treinta años supe que mi primer amor había muerto.
MAGF
Éramos tan felices
Éramos tan felices
en el quinto sin ascensor,
en la cama de 1.05.
Éramos tan felices
esquivando los coches,
paseando a la luz de las farolas.
Éramos tan felices
los viernes por la tarde,
descubriendo barrios.
Éramos tan felices
viviendo entre los sonidos
de tantas personas diferentes.
Éramos tan felices...
y no lo sabíamos.
Ana
Grupo C
Éramos tan felices
Era el final de los setenta. Esos años en los que bebimos la vida a tragos largos, en los que el tiempo corría más deprisa que el reloj. La edad en la que no nos preguntamos por la felicidad.
La universidad y la protesta permanente, las huelgas, las ansias de libertad, los sueños para salir de la mazmorra. Llenábamos las calles, empujando cada día un poco más, frente a los grises, con la esperanza de abrir rendijas de libertad y de alegría. Compartimos en grupo la velocidad de las carreras, el terror a las detenciones y la adrenalina de la protesta. Nos habíamos propuesto romper la nube negra de miedo y resignación que todo lo envolvía: calles, tiendas, edificios, casas, cines, escaparates.
Tardes y noches de reuniones y de bares. Bares inundados de rock y de todas las músicas prohibidas. Rincones sembrados de abrazos y de besos. Librerías abiertas a los libros expulsados que esperaban habitar de nuevo entre nosotros. Éramos tan felices, convencidos de que el paraíso estaba cerca.
El dolor vino después: la desesperanza, la desilusión y la tristeza.
Gabriel Risco
Grupo C
Cuando éramos felices
Tuve que llamar a mi amiga y compañera de internado para que el plural del verbo ser, en pasado, fuera necesario. Pillé a Carmen cenando, se extrañó de la hora tardía de mi llamada. Ella hace toda una vida que no reside en la casa familiar de renta antigua del Barrio Gótico de Barcelona, muy muy cerca de la Plaza Sant Jaume. Allí sólo queda su madre que aunque un poco cegata y un poco torpe en el andar, resiste en su casa de siempre con la ayuda de sus hijas y de alguno de sus nietos que para cuidarla hacen turnos. También pagan a una vecina que la lleva a un centro de día del Ayuntamiento de Barcelona cercano.
Carmen vive en La Llagosta en el Vallés Oriental, en un pueblo y un paisaje machacados por la industrialización y el capitalismo más salvaje; y, el sábado, la toca ir a hacer de cuidadora, por eso, le pregunto por su madre y por ella misma. Está cansada, me dice, ha ido a la compra y ha pillado una oferta de leche de soja; ¡dieciocho litros!. Me ha estado contando las peripecias para llegarse hasta el portal con el coche y dejar la compra. ¡Menos mal que tenemos ascensor!. Exclama. Lo debieron poner poco antes de 2020, como en otros muchos edificios antiguos de Barcelona “capital”. Tengo que decir, que yo que he subido en él da un poco de yuyu.
Después le suelto la pregunta: ¿quién era la quinta en aquel viaje “a dedo” que hicimos desde Zaragoza?. Con eso basta. Aquel viaje fue épico. Todas fuimos a su casa dónde en ese momento vivían: sus padres, sus tres hermanas y su abuelo. No tenemos ni una foto de la proeza. No teníamos ni máquina ni dinero pero éramos grandes fabuladoras porque lograr el permiso paterno era difícil pero lograr el permiso de nuestra “tutora” debió requerir ciertas dosis novelescas. Ella también se la jugaba si nos pasaba algo, y, ¡éramos cinco!. Pero sí, a mí y ahora, todas aquellas escapadas a Barcelona, Lleida, Soria etc. me parecen tan irreales como increíbles, tanto como hablar ayer con mi amiga la de Shanghái y ¡verla!.
A nosotras nuestros padres ni nos veían, ni nos olían, ni nos llamaban, ni los llamábamos porque menudo tostón era esperar la cola.¡ Dos teléfonos para 800 chicas! Y no todas tenían teléfono en casa. Aquello era imposible. Sólo cuando salíamos a Zaragoza y pillábamos una cabina libre y teníamos dinero, llamábamos. Pero escribía, escribía unas cartas de tres o cuatro folios y personalizaba mis sobres (Esto ya no está permitido). Eso sí, disfrutábamos de una piscina cubierta, un polideportivo, una biblioteca formidable, un salón de actos inmenso unos talleres de idiomas y de técnicas gráficas que no tenían en ningún otro colegio público, ni privado, al alcance de nuestras familias.
Toda estas peroratas nos estábamos soltando mutuamente, y, yo, hasta llegué hablar de resort, medio en broma medio en serio. Sabido por mí es que, Carmen sufrió más que yo la lejanía familiar; pero yo pasé más hambre que ella. En fin, llegadas a este punto formulé la pregunta por la que había llamado: ¿Tú crees que éramos felices?.
-Éramos inconscientes -soltó.
-Mujer, aquí estamos. No nos pasó nada malo. La vuelta, que yo recuerde, la hicimos las cinco en el mismo coche. Unos chicos muy majos que estaban haciendo la mili y nos dejaron en la garita de entrada...
-No me acuerdo. Éramos unas inconscientes -repitió.
Así que desde ayer pienso, incluso creo, que para ser feliz hay que ser inconsciente.
Grupo C

Mensaje de PEDRO UGARTE
ResponderEliminarEstimados amigos:
Muchísimas gracias por la lectura de mi relato y una gran satisfacción que haya servido como propuesta para estimular vuestra imaginación.
Hay textos interesantes pero, sobre todo, como ocurre en los talleres literarios, me fascina que cualquier propuesta dé lugar a nuevos viajes, a nuevas historias, con otros estilos, otras visiones... Es la maravilla de la literatura, cuando hace de la palabra un instrumento para la creación.
Gracias por vuestro trabajo y un abrazo desde Bilbao.