En el ascensor

La sesión de ayer se pasó en un suspiro de tanto subir y bajar en ascensor. Y mira que pulsamos el botón de "Stop" y el botón de alarma para detenernos una y otra vez y recrearnos aún más en el viaje.
Comentamos algunos de los textos de "Cien viajes en ascensor" de Alfonso Zurro, un libro que recoge cien piezas breves que transcurren en el interior de un ascensor.
Señala María Jesús Orozco en el prólogo: “Todas estas minipiezas, todos estos encuentros fortuitos, constituyen los fragmentos de un puzzle, estructura coral que no se atiene a una mera relación sin objetivo, puesto que conforma una unidad muy bien urdida. Así, si las primeras minipiezas evocan más bien un clímax más distendido, iniciando la serie con uno de los tópicos que más se asocian al ascensor, “hablar del tiempo”, continuando en su desarrollo con un repaso de las principales lacras del siglo XXI, las últimas muestran un perfil más desolador -la decadencia, el castigo, la purgación de las faltas cometidas- que concluirá con el apocalipsis, la destrucción de ese “no lugar” y el extermino del ser humano. Así se revela en la última minipieza, “Espalda”.




Dejamos aquí como muestra el texto "Pajarito", una de las piezas incluídas en el inicio del libro:

Un hombre y una mujer se encuentran en el ascensor.
–Buenas tardes…
–Y calurosas…, la que está cayendo… son bofetadas de fuego.
–Y aún más… mire lo que llevo en la cabeza.
–Eso… ¿qué es?
–Un pájaro, un pájaro muerto… Este calor lo ha debido abatir mientras volaba y el pajarito ha ido a desplomarse sobre mi peinado… he intentado quitármelo, pero ha sido imposible, se ha quedado enganchado entre los rizos.
–También es casualidad y puntería.
–Una mala suerte, el dichoso pajarito ya me ha chafado el día. Imagínese, salgo de la peluquería, doy cuatro pasos y plas… pajarazo en el moño.
–Quizá sea una señal…
–Mi madre ya lo advertía: esta niña tiene la cabeza a pájaros…, no iba desencaminada, sus augurios se han cumplido.
–Si quiere le echo una mano
–¿Qué insinúa?
–Oh… perdone por lo equívoco de la expresión…, me refiero a ayudarle con el pájaro y los pelos.
–Disculpe por la confusión…, es tan extraño encontrarse hoy día a auténticos caballeros.
–Si no le importa…
–Muy al contrario, se lo agradezco… Intente salvarme lo que pueda del peinado, las peluquerías tienen unos precios…
–Es un gorriato, está como si en un último aliento de vida hubiera intentado agarrarse a cualquier sitio…, y encontró su pelo… Poco a poco…
–Un hombre busca entre la selva de tus cabellos un pajarito muerto…, ¿no le suena poético?
–Lírico, endiabladamente lírico, ¿es usted poeta?
–Dios me libre, la poesía amansa a las fieras, no está hecha para mí, prefiero escuchar el rugir de la leona que llevo dentro.
–Ya está…, aquí tiene el pájaro.
–Bueno… ¿Y qué hago yo ahora con este animalito?
–Tirarlo
–Es tan poquita cosa…, si me hubiera caído una perdiz ya estaría pensando en alguna receta suculenta… ¿Sabe? Soy una estupenda cocinera, pero con este pajarín poco se puede hacer…, la verdad es que soy incapaz de arrojarlo a la basura, lo siento como algo mío…, estoy conmovida… debería enterrarlo.
–Dada la naturaleza del suceso no estaría nada mal, si necesita de un monaguillo en mi juventud ejercí esas labores y recuerdo el pater noster latino.
–Le tomo la palabra, lo enterraremos en una maceta de siemprevivas, será un funeral sencillo, ambientado con música de Bach.
–Está usted afligida, se le nota que tiene un espíritu harto sensible… Si no le importa, después de la ceremonia la invito a cenar en mi casa al amparo del aire acondicionado…, me llamo Manolo.
–Y yo Pepa, después de todo, el suceso se ilumina como portador de buenos augurios, le espero en media hora. Voy a preparar todo para el sepelio… Ah, no es necesario que se ponga corbata negra.
El ascensor de detiene. Ella sabe garbosa…, él la ve alejarse por el pasillo con el pajarito entre las manos.

Incluímos, a continuación, algunas de las escenas de Zurro llevadas al teatro por los chicos y chicas de 4º de ESO del Colegio Aljarafe:





Y nos referimos ahora a varios cuentos sobre ascensores: El ascensor que bajó al infierno de Pär Lagerkvist o El milagro del ascensor de Alejo Carpentier, uno de los primeros cuentos que el escritor cedió para Hojas Universitarias por la Fundación Alejo Carpentier de La Habana, en Cuba.

La empresa de ascensores IASA promovió años atrás un premio de Microrrelatos. La ganadora de la primera edición fue Paloma Hidalgo Díez con el texto "El rascacielos":

Él se enamoró de mí cuando el ascensor alcanzó la segunda planta. Yo ya le amaba en la primera. En la décima acepté el anillo; la boda, íntima, la celebramos en la decimoquinta. Tres más arriba llegaron los gemelos y la hipoteca. Elevarnos sueños juntos una docena de plantas más, un tiempo perfecto en el que conjugamos el verbo amar hasta tener a Lea, plantamos el cerezo, y nos aficionamos a volar en globo. Pero en la trigésima subió ella, la mujer que ahora vive en sus pupilas. Rezo para que se baje en la siguiente, yo tendría, otra vez, dos plantas para enamorarle antes de alcanzar la última.

En la segunda edición de dicho certamen obtuvo el primer premio David Calvo Sanz con el microrrelato titulado "Mil":

Cada noche, ella le cuenta una historia. Acaricia los cabellos del sultán mientras sus palabras bailan entrelazadas con la luz de la luna. En silencio, le ruego a Allah, el Compasivo, por ella. Pero hoy no me escucha. Con un gesto de su mano, el sultán me ordena que cumpla con mi deber. Con delicadeza, apoyo su cabeza en ese maldito escalón. Mi cimitarra susurra y su voz calla para siempre. Cuando vuelvo a casa, mi hija, mi luz, se sienta en mis rodillas y suplica que le cuente una historia. “No, Sherezade, hoy no”. Y la abrazo mientras oculto mi rostro entre sus cabellos negros como la noche.

Incluímos también un texto de Mario Benedetti titulado "Ascensor":
La muchacha y el hombre ingresaron en el ascensor en la Planta Baja. Ella marcó el 5º piso y él marcó el 7º. Pero de pronto sobrevino un apagón y el ascensor se detuvo, naturalmente a oscuras, entre el 2º y el 3º. Él dijo: «Caramba», y ella: «Qué miedo».
Permanecieron un rato en aquel lóbrego silencio, pero al fin el hombre dijo: «Al menos podríamos presentarnos. Mi nombre es Juan Eduardo».Y ella: «Soy Lucia».
Él decidió mover de a poco el brazo izquierdo, y así, a tientas, llegó a tocar algo que le pareció un hombro de la chica. Allí se quedó, esperanzado. Ella levantó una mano y la posó sobre aquel brazo intruso. «Tenés un lindo hombro —dijo él—, parece el de una estatua». Ella apenas balbuceó: «Tu mano me gusta, al menos es cálida».
Entonces, ya mejor orientado, el brazo masculino bajó hasta la cintura femenina. Ella tembló un poco, pero acabó sintiendo. En realidad, no tuvo tiempo de preguntar nada, porque él le cerró la boca con su boca. Lucía, un poco asombrada, sintió que aquel beso le gustaba y respondió con otro, éste de su cosecha.
Así quedaron un buen rato en aquella tenebrosa intimidad. Él preguntó: «¿Sos soltera?». «Sí, ¿y vos?»; «Viudo». Inauguraron un abrazo inédito, y así permanecieron, disfrutando.
De pronto se acabó el apagón, pero el ascensor todavía quedó inmóvil. Ambos, ya con luz, se estudiaron los rostros y sobre todo las miradas. Hubo un mutuo visto bueno.
Él dijo: «No estuvo mal, ¿verdad?». Y ella: «Estuvo lindo». Él «Me parece que el ascensor va a empezar a moverse. En Planta Baja marcaste el 5º. ¿Vas allí?». Y ella: «No, ahora voy al 7º».
Al final el ascensor arrancó y los llevó como lo haría un padrino.

Y por último, en esta rápida selección de textos, transcribimos "El ascensor para las estrellas" de Gianni Rodari:

Cuando Romulito tenía dieciocho años entró a trabajar como mozo en la pizzería “Italia”. Le   encargaban los servicios a domicilio. Durante todo el día corría arriba y abajo por las calles y escaleras, llevando en equilibrio bandejas cargadas de deliciosas  pizzas, bebidas, papas fritas y otros comestibles.
Una  mañana telefoneó a la pizzería el inquilino 14 del número 103: quería una pizza napolitana y una bebida grande.
– Pero inmediatamente, o lo echo por la ventana –añadió con voz ronca el marqués Venancio, el terror de los mozos a domicilio.
El ascensor del número 103 era de aquellos prohibidísimos, pero Romulito sabía cómo burlar la vigilancia de la portera, que dormitaba en su mostrador: logró meterse en el ascensor, cerró la puerta, pulsó el botón del quinto piso y el ascensor partió crujiendo.
Primer piso, segundo, tercero. Después del cuarto piso, en lugar de aminorar su marcha, el ascensor la aceleró y cruzó el rellano del piso del marqués Venancio sin detenerse, y antes de que Romulito tuviera siquiera tiempo de asombrarse.
Toda Roma yacía a sus pies y el ascensor subía a la velocidad de un cohete hacia un cielo tan azul que parecía negro.
Con la mano izquierda continuaba sosteniendo en equilibrio la bandeja con la consumición, lo cual era más bien absurdo considerando que alrededor del ascensor se extendía ya a los cuatro vientos el espacio interplanetario, mientras la Tierra, allá abajo, al fondo  del  abismo celeste, rodaba sobre sí  misma arrastrando en su carrera al marqués
Venancio, que estaba esperando la pizza napolitana y su bebida grande.
– ¡Córcholis! –exclamó–. Estamos aterrizando en la Luna. ¿Qué estoy haciendo yo aquí?
Los famosos cráteres lunares se acercaban rápidamente. Romulito corrió a apretar alguno de los botones de la caja de mandos con la mano libre, pero se detuvo:
– ¡Alto! –Se dijo antes de pulsar un botón cualquiera–, reflexionemos un momentito.
Examinó la hilera de botones. El último de abajo llevaba escrita en rojo la letra “P”, que significa “Planta baja”, o sea la Tierra.
– ¡Probemos! Suspiró Romulito.
Pulsó el botón de la planta   baja y el ascensor invirtió inmediatamente su ruta. Pocos minutos después volvía a atravesar el cielo de Roma, el techo del número 103, el hueco de las escaleras, y aterrizaba junto a la conocida portería, donde la portera, ignorando aquel drama interplanetario, seguía dormitando.
Romulito salió precipitadamente, sin detenerse siquiera para cerrar la puerta. Subió las escaleras a pie. Llamó al número 14 y escuchó cabizbajo y sin respirar las protestas del marqués Venancio:
-Pero bueno, ¿dónde te has metido en todo este tiempo? ¿Sabes que desde que he ordenado esa maldita pizza napolitana y bebida grande han transcurrido catorce minutos?
Si Gagarin hubiera estado en tu lugar, habría tenido tiempo de ir a la Luna. 

Recuerdo aquí, por último, un excelente cuento de Clara Obligado titulado "El enviado" (Las otras vidas, Páginas de Espuma) que comienza así:

A mi amigo Javier lo perdí en un ascensor. De eso hace mucho tiempo y, si no fuera por las analogías que pueblan mi vida, tal vez lo hubiera olvidado. Hoy lo recuerdo porque llueve, y la lluvia es siempre remota.
Voy a comenzar a contar esta historia por el principio, por aquellas tardes en las que lo veía desde el mirador de mi apartamento jugando libre en la acera mientras su madre se ocupaba de la portería. Era como verme a mí mismo, porque le dejábamos mi ropa usada, pero en él mi ropa vieja parecía nueva.
Crecí envidiando a Javier. Desde la sobreprotección de hijo de viuda rica envidiaba su independencia sin imaginar que aquella libertad no era otra cosa que abandono. No fue hasta que cumplí los doce años que mi madre me permitió bajar a la calle y jugar con él. Antes, me apercibió:
–Cuídate, no sólo de las calles, sino también de su influencia. Viene de un mundo distinto.

[...]

Propuesta de escritura

Escribe un texto, ya sea monólogo, diálogo o cuento, que transcurra en el interior de un ascensor

Estos son algunos de los trabajos enviados hasta ahora:


Pacto cerrado

Aquella tarde me había quedado más tiempo de lo deseado en el despacho. Tenía trabajo atrasado y no quería ocupar mi próximo fin de semana echando horas y más horas encerrado frente al ordenador en una habitación pequeña que no tenía ventanas. Hacía tiempo que quería cambiar de trabajo, pero la crisis había hecho mella en el mercado laboral y era imposible encontrar algo que combinase un buen sueldo y que fuese una actividad de mi agrado. Cuántas veces había comentado la situación con los compañeros de trabajo y siempre acababa diciendo: “lo que daría yo por encontrar algo mejor”.

Eran más de las diez de la noche y el edificio de oficinas debía estar prácticamente vacío. En el vestíbulo estaría ya el guardia de seguridad nocturno. Decidí poner fin a la larga jornada, total por lo que me pagaban… Cerré el ordenador, apagué la luz del mal llamado despacho y me dirigí hacia los ascensores. Le di al botón y esperé a que sonase el “cling” preceptivo que avisaba, juntamente con la flechita iluminada, de que uno de los seis ascensores del edificio había llegado a la planta, antes de que se abriesen las puertas automáticas.

Me sorprendió ver que un señor, de unos 80 años, vestido impecablemente con traje y corbata negros y con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de la americana, estuviese ya dentro con una agradable sonrisa.

—Buenas noches —saludo afable.
—Buenas noches —respondí yo—. ¿Baja?
—Claro, ¿no?

El silencio incómodo que prosigue al encuentro con un desconocido en el ascensor se instaló entre nosotros e hizo que me pusiese a mirar como la lucecita iba cambiando de número de planta a la vez que descendíamos.

—Parece que el tiempo va a mejor —interrumpió el hombre echando mano del socorrido tema climatológico.
—Eso parece, sí —respondí sin mirarle.
—¿Y qué hace usted saliendo tan tarde del trabajo si el tiempo acompaña a pasear y a disfrutar de las agradables temperaturas de la primavera?
—Pues ya ve usted —contesté mirándole por primera vez con atención y descubriendo una media sonrisa bajo unos ojos de un azul intenso que me perturbaron.
—Pues ya veo, sí. Debería cambiar de hábitos. Trabajar hasta tan tarde no favorece una vida feliz.
—¿Y qué quiere que haga?
—Cambiar de trabajo —dijo como si fuese lo más evidente del mundo.
—¿Se cree usted que no he buscado otras cosas mejores? —contesté algo molesto.
—No se enfade conmigo —apuntó sin perder la sonrisa.
—Lo que daría yo por encontrar algo mejor—me repetí a mí mismo en voz alta.
—Diga, diga —me apremió—. ¿Qué estaría dispuesto a dar?
—Déjeme pensarlo —respondí sorprendido por la pregunta de aquel hombre—. Mi alma, estaría dispuesto a entregar mi alma —dije de forma inconsciente al cabo de unos segundos.
—Perfecto —sonrió mientras sus ojos se volvieron de un rojo intenso durante una fracción de segundo—. Pacto cerrado.

Jaume Castejón
Grupo B


Piso 23

Las cuatro mujeres entran en el ascensor entre risas y comentarios banales. Una de ellas, la que se llama Ascensión, pulsa el botón con el número 23, y el habitáculo inicia su rutinario trayecto de cada a día a esa misma hora. A la altura del piso 17, el aparato se detiene a traición, y tras una sacudida, comienza a desandar lo andado. Las risas dan paso a una interminable retahíla de gritos e interjecciones jamás recogidas en diccionario alguno. Tres eternos segundos, y el ascensor se posa violentamente en su supuesto punto de origen gravitatorio.
Tras el impacto, Dolores, que es la más dura de las cuatro, pregunta, Chicas, ¿estáis bien? ¿Alguna está herida? Tres inmediatas respuestas certifican la buena suerte que han corrido.
Milagros, la más ingenua del grupo, replica exultante ¡Es increíble! ¡Estamos todas vivas y a salvo! ¡Gracias a Dios!
A continuación, Esperanza, la más optimista de todas, comenta, ¡Venga! Ahora hay que intentar salir de aquí y buscar un médico. Seguro que enseguida vienen a rescatarnos.
Ninguna de las tres se percata de que Ascensión, hecha un ovillo, se encuentra en posición invertida, con los pies apoyados en la pared del receptáculo y la cabeza por fuera de la pequeña portezuela que se ha abierto en el suelo.
Chicas… creo que algo va mal. Este no es el primer piso. Y suena algo raro…
En ese preciso instante, el último cable se suelta y el ascensor se precipita al vacío para perderse en la negrura de su propio hueco.

Jorge Martín
Grupo B


Como en un panal
las abejas zumbando
en el ascensor

Alfredo Domínguez
Grupo B


Desafío a la gravedad

Salimos del taxi, llueve torrencialmente. Hay monzón. Entramos al hall del decadente hotel y allí en medio de todo ese espacio nos topamos con el aparatoso ascensor. Como una estampa digna de otros tiempos, el ascensorista nos acoge con una tímida sonrisa. Este gesto es un avance de la hospitalidad de estas gentes.
El hombre nos coge las maletas, nos pregunta el piso al que vamos y da un golpe seco al ascensor. Este baja con un ritmo oscilante y parsimonioso. El ascensorista mecánicamente abre primero una contrapuerta de un tosco arabesco y después unas puertas muy rudimentarias. Entramos y nos colocamos todos en el habitáculo. Toca unos abultados botones de porcelana y sube todo el trayecto dándonos la espalda. No podemos interactuar con él. Huye de todo tipo de contacto, es un acto de cortesía o tal vez ha levantado una barrera ante la incomodidad de los desconocidos. Mientras, el ascensor sube lentamente rugiendo su motor, a veces grita. Vemos el engranaje y la polea. Sus entrañas están a la vista. Se va deteniendo en todos los pisos y siempre da un golpe brusco y seco. Es una caja metálica y hermética abierta por todos los lados, como si de una jaula se tratara… Vamos viendo la escalera carcomida, las paredes desconchadas, las lámparas tenues… Nuestra sorpresa es proporcional a la incertidumbre de saber si llegaremos al séptimo piso con éxito.
Por fin llegamos, y como si de un ceremonial se tratara, el hombre abre las puertas y la contrapuerta, va sacando uno a uno todos nuestros bultos. Los coloca sutilmente como si fueran piezas valiosas, hace un gesto con su cabeza y sin dudarlo damos la mejor propina y nuestra más sincera gratitud. Para él cada viaje es como una obra paciente, estos simples gestos marcan el ritmo de su vida, sintiéndose satisfecho con existir solamente y para nosotros una sorpresa más de todas las que nos esperan.

M. Pilar Sánchez
Grupo B


Venganza

Fue entre el cuarto y el quinto. Creo, no estoy muy seguro, estaba yo con la cabeza en otro sitio. En otra persona me refiero, en mi novia, menudo comecocos.
Pero a lo que vamos, entre el cuarto y el quinto. Parón brusco del ascensor, se apagó la luz también. La compañera de viaje reaccionó mejor que yo, las mujeres son más rápidas en todo. Sacó el móvil, iluminó con la linterna, llamó al número de emergencias. «Que tardarán al menos una hora», eso dijo con fastidio Judith. Se llamaba Judith, se presentó de inmediato la despampanante rubia. «Ya que vamos a convivir juntos sesenta minutos, qué menos que presentarnos, ¿te parece?». Me pareció, claro, di mi nombre. «Roberto, ¡ah!, muy bien», sonrió ella, qué romántico. Era una sonrisa hechicera, menos mal que algo salía bien, la sonrisa de una chica bonita mitiga las penas. «Qué ocasión tan maravillosa; una hora para nosotros solos, Róber, ¿te imaginas?, déjame que te llame Róber». Apagó la linterna, se llenó el ascensor de oscuridad.
La oscuridad todo lo ampara y en el instante último de iluminar con la linterna me había empapado yo de la imagen de Judith, de su pícara expresión, de la rotundidad de sus formas. En cierto modo me recordaba a mi novia, que no se me iba de la mente; el comecocos, ya lo dije más arriba. Pero Judith en rubio. Sentí sus brazos rodear mi cuello, su cuerpo cálido pegado al mío.
Nada, imposible, aquello no funcionaba. La muy zorra. La muy zorra es mi novia, ya se entiende. Para yo vengarme de mi novia en condiciones, quedar un punto por encima me refiero, necesitaba otra cosa. ¿Por qué, digo yo? ¿por qué ha tenido que tocarme vivir esta situación con una mujer como Judith, con la cantidad de feas que hay en el mundo?
Y vete a saber, oye, cuándo se me vuelve a parar el ascensor entre dos pisos.

Pascual Martín
Grupo B


¿Qué había pasado en el ascensor?

Las once de la noche. La estación ya estaba medio vacía, las cafeterías echando el cierre, ya no había bullicio ni carreras de pasajeros, los trenes de cercanías bajo mínimos, había terminado la jornada laboral. En el panel ya se anunciaban pocas salidas. Yo iba Lisboa, cogería el Trenhotel, quería una experiencia nueva, la espera en el aeropuerto se me hacía muy pesada. Mientras llegaba la hora del anuncio de la salida, lo dediqué a observar a quienes suponía iban a ser mis compañeros de viaje: una pareja con dos niños, eran portugueses, se veía que habían disfrutado del viaje, un matrimonio, él protestando por no poder echarse un cigarro, y, de pronto, apareció una pareja que llamó mi atención. De forma muy descarada empecé a pasarles revista. Por su forma de vestir y aspecto, traje azul marino con rayas blancas, zapatos de charol granates, me recordó a Al Capone, su pelo negro y brillante gracias a un buen masaje con gomina, peinado con raya al medio, ojos oscuros, bigotillo fino, manos bien cuidadas, en ese recorrido pasó de ser un tipo mafioso a pertenecer al mundo de la farándula, pintas de alto ejecutivo no tenía. Raro sí me pareció. Llevaba una grandísima maleta que arrastraba como una pluma, como si solo fuera llena de aire. En la mujer, de rasgos orientales, me fijé menos, no me llamó la atención su forma de vestir, casi no lo recuerdo, resultaba fina. Sí observé que iba cabizbaja, con aire cansino, que no hablaban y que era él, quien empujándola bruscamente dirigía el trayecto, fueron a la puerta del ascensor. Aún no habían anunciado la vía en que estaba estacionado el tren, pero entraron en él. Llena de curiosidad, tras pensarlo unos minutos, decidí seguirlos y bajar al andén. El ascensor desprendía un fuerte olor, no supo identificarlo, pero perfume no era.
Por el andén el hombre caminaba muy lento, arrastrando pesadamente la maleta. De la mujer no había rastro. ¿Qué había pasado en el ascensor? 

Inés Izquierdo Pérez
Grupo A


Recuerdos del ascensor

Tenía cinco años y estaba ilusionada, nos íbamos a Madrid de excursión en familia. Visitamos el aeropuerto de Barajas, el Kilómetro Cero , la Puerta del Sol y fuimos de compras por la Gran Vía. Tú me agarrabas todo el tiempo de la mano, con el encargo de no soltarme. Entramos en unos grandes almacenes Sepu, donde todo era espectacular. Cuando preguntamos por la ropa de niñas y nos dijeron que estaba en la tercera planta, la emoción me cautivo. Fue un momento que no he olvidado jamás. Era la primera vez que subía en un ascensor, porque en el pueblo todavía no había ninguno. No tenía miedo porque tú no me soltabas de la mano y eso me daba mucha seguridad.
Esta experiencia vino a mi memoria en otras muchas ocasiones cuando ya era habitual el uso de este medio, pero fue más claro y nostálgico el recuerdo en mi último viaje en ascensor contigo. Era la madrugada del 21 de marzo, al comienzo de la primavera. Cuando el pitido insistente e hiriente del monitor al que estabas conectada alertó al enfermero de guardia de que era tu final, después de muchas comprobaciones y preparativos, me vi en un ascensor contigo. Todo estaba en silencio y esta vez era mi mano la que agarraba fuertemente la tuya, todavía caliente. El ascensor llego al sótano y te solté para siempre, pero no del corazón, MAMÁ.

Áfrika Gómez 
Grupo A


Decisión 

Lo sé. Si pulso el botón habré lanzado la moneda. Cara o cruz. Acabaré con las angustias de la incertidumbre pero, a la vez, recortaré las alas del destino. Si monto en el ascensor los acontecimientos se desbocarán hacia un final incierto. Infausto o dichoso, no puedo predecirlo. Si subo, todas las posibilidades se cerrarán en una, ¿será la que mi corazón anhela o la que el vértigo en mi vientre recela?¿Prefiero disfrutar imaginando felices variaciones del encuentro o asumo el riesgo de un desplante amargo? ¿Elijo la crudeza de lo real o las delicias de lo imaginado?
¡Ah! Se ha iluminado la flecha. Alguien ha llamado al ascensor. Ahora sería inútil solicitarlo yo mismo. ¿Será una señal? ¿Positiva o negativa? ¿Debo desistir y marcharme o la flecha me anima a avanzar? La puerta se ha abierto sorprendiéndome en mis cavilaciones. He tenido que esquivar la hoja metálica que empujaba una señora de mediana edad.
-¿Va a subir?- me dice sujetando la puerta para que no se cierre. Me veo impelido a entrar en el camarín. Odio ponerme en evidencia.
Musito un "gracias" mientras doy un paso adelante y paso a sujetar la puerta yo mismo. La señora sale sin añadir palabra. Estoy tratando de decidir si, finalmente, entraré cuando noto que una mano surgida desde atrás sujeta la puerta con vigor.
-¿A qué piso va?- me dice sin más preámbulo un chico joven que, con su energía, casi me ha obligado a llegar al fondo de la caja.
-Al cuarto- murmuro apocado.
-Yo voy más arriba- afirma mientras pulsa el botón marcado con un cuatro.
Es como si hubiera accionado un resorte que noto en mi propio cuerpo como una suave descarga eléctrica. Ya no hay remedio. El ascensor llega al cuarto piso antes de lo que esperaba. El chico me abre la puerta con una muestra de fuerza innecesaria por excesiva. Parece expulsarme aunque su gesto desmienta toda grosería.
-¡Que pase un buen día!- oigo antes de que la puerta acabe de cerrarse.
¿Un buen día? ¡Hoy es, precisamente, “el día”! Mi vida comenzará hoy o perderá hoy todo su sentido. Dentro de un momento se desvelarán todas las incógnitas, cerraré un pasado de indecisiones, temores y esperanzas y se abrirá uno de color e intensidad ignorados. ¿Brillará el sol más luminoso de todos mis días o se cernirá la obscuridad más impenetrable y aciaga?
La respuesta está en el simple gesto que acabo de realizar: he pulsado el timbre de su piso. En unos segundos ella, quizás inocentemente, pronunciará el veredicto que marcará el curso de toda mi vida.

Pepe Lorenzo
Grupo B


La amistad

Entrada al hotel Excelsior de Benidorm, este pueblo que ha cambiado tanto en estos últimos años y que yo llamo New York , porque en España no hay ninguna ciudad que se parezca tanto a la Ciudad de los Rascacielos.
La subida al piso 22 por el exterior y con el suelo transparente, no es apta para vertiginosos. Disfruto tanto de las vistas que no salgo a mi llegada. Me quedo dispuesto a un viajecito mas.
Llegado a la planta baja, la puerta se abre y entra uno de mis antiguos amigos de la facultad. no estudiamos la misma carrera, pero éramos de "la pandilla".
Después de abrazarnos le observo con detenimiento y le digo: has menguado, te veo más bajito y además contrahecho; tampoco mueves el ojo derecho que permanece fijo al cambiar la mirada.
( Como veréis nuestro nivel de amistad es máximo, podemos decirnos cualquier cosa y jamás nos molestará ).
Subiendo en el ascensor ya no disfruto de las vistas, únicamente me dedico a escuchar las desgracias que mi amigo me va contando: que si ve doble; que si ha disminuido en 7 cms su estatura debido a que se le ha descalcificado y aplastado la columna vertebral; que si lleva un corsé ortopédico; que si tiene un tumor en la vejiga; que si su mujer ha tenido que pedir la excedencia para atenderle... así hasta llegar al piso 22.
Al salir nos despedimos con un nuevo abrazo y le susurro al oído: a pesar de todo y pase lo que pase querido amigo, yo siempre te seguiré queriendo.

José Luis Fonseca
Grupo A


El ascensor del hotel

El sábado, se jugaba en Madrid la final de fútbol de la Copa del Rey, a la que habían llegado los dos equipos mas regulares de esta competición un poco descafeinada.
Los finalistas, el Real Madrid y el C.F. Barcelona, el morbo estaba servido, y las aficiones desde el día anterior llenaban las calles de la ciudad y los hoteles.
En uno de los hoteles cercano a la puerta del sol, coincidían por la tarde forofos de los dos equipos, cada uno vestido con su camiseta reglamentaria.
Nos contó el conserje del hotel, un caso curioso que había contemplado por sus propios ojos. En un momento determinado, esperaban para subir al ascensor camino de sus habitaciones respectivas, un aficionado del R. Madrid y una aficionada del Barcelona; cuando quedó libre, los dos accedieron al ascensor y la puerta se cerro tras ellos,.
A los pocos segundos según iniciaba la subida, el ascensor se paró y quedaron bloqueadas las puertas durante aproximadamente media hora, lo que tardaron en abrirlas los operarios de mantenimiento del hotel.
Los dos aficionados, salieron del ascensor riéndose, agarrados de la mano y vistiendo la camiseta del Atlético de Madrid.

Luis Iglesias
Grupo B


Presencias Herméticas

Paula no apartaba los ojos de la pantallita del ascensor en angustiosa espera “¡Ding! Segundo Piso” anunció la voz enlatada. “¡Vamos, vamos sube! ¡Por favor, sube!” suplicó impaciente. Unos segundos que el elevador iniciara el ascenso y se le hacía una vida “¡Ding! Tercer Piso” de nuevo escuchó la voz pausada que no hacía otra cosa que acelerar su terror. Su mano hacía presión con un clínex en un corte en la frente del que escapaba fugitiva la sustancia roja de la vida. Pulsó la alarma para salir de aquella trampa amañada del destino, al tiempo que sus ojos se clavaban en la puerta, pero ésta se mantuvo inmóvil. Volvió a pulsar una y otra vez hasta el agotamiento con el mismo resultado. Algo la había golpeado con fuerza brutal, y lo extraño del ataque, era que solo estaba ella en el ascensor. Gritó hasta la extenuación pidiendo auxilio, pero nadie vino en su ayuda. 
Una hora antes había dejado a sus amigos tras haberla felicitado por su férreo control sobre el móvil. De todos era sabida la perniciosa adicción que, de continuar, arruinaría su vida. Lo suyo con el celular era enfermizo, le afeaban. Lo que no sabían, era que de un tiempo acá, algo había ocurrido que le impedía utilizarlo. Sucedió que desde meses atrás, estaba recibiendo guasap de alguien que mantenía oculta su identidad. Sin embargo, el problema no eran los mensajes en sí, lo alarmante era que el desconocido lo sabía todo sobre ella, incluso de las conversaciones que mantenía con sus contactos. Al momento pensó en un jáquer, pero con el tiempo habría de ver que éstos contenían una solapada intención. Se dio cuenta del peligro, cuando el autor le confesaba la pasión que había despertado en él. Entonces su preocupación empezó a tomar cuerpo, pero también había mucho pirao por el mundo alimentando las redes con bulos y bromas pesadas. No obstante, el que recibiera tan solo hacía unas horas, la llenó de inquietud. El desconocido. se había enamorado de ella y esperaba ser correspondido. No admitía un no por respuesta, de no ser así, su vida estaba amenazada. Con este vil chantaje aquella misma tarde acudió a la policía, pero cuando intentó mostrarle los msm habían desaparecido.

* * *

A la llamada de socorro de la joven, los vecinos intentaron abrir las puertas del ascensor y viendo que era inútil, llamaron a mantenimiento. Cuando éstos accedieron a la cabina, quedaron atónitos. Paula yacía en el suelo en un charco de sangre producto de un corte en la frente y con el móvil incrustado en su boca. Había muerto por asfixia.
¿Quien había sido el causante de tan horrendo crimen, si las cámaras de vigilancia fueron fiscalizadas y examinadas con precisión exhaustiva?
La policía advertía en la prensa de otros casos similares, en los cuales todas las investigaciones conducían al móvil.

Pepita Sánchez
Grupo B


Traición

Como cada mañana, llego con el tiempo justo al trabajo. Entro en el ascensor atropelladamente justo antes que se cierren las puertas. Dentro hay otras dos personas que conozco de vista. Cuando el ascensor se pone en marcha los tres reparamos que al fondo hay un hombre vestido de saltimbanqui con un diccionario en las manos. Nos miramos desconcertados. El hombre, que ha permanecido inmóvil hasta entonces abre el libro al azar, lo mira y levantando la cabeza solemnemente dice ¡HIPÓCRITA! y lo cierra. Vuelve a abrirlo y dice ¡PELIGRO! cerrándolo de nuevo. Mis dos compañeros y yo volvemos a mirarnos e incluso uno de ellos mira hacia arriba como buscando una cámara oculta. El saltimbanqui sigue a lo suyo, ¡CUCARACHA! acaba de decir. Veo que el ascensor llega a mi planta. No sé si siento alivio por salir de allí o decepción. Y mientras abandonó el cubículo oigo a mis espaldas ¡Traición

Beatriz Gorjón
Grupo A


Viajes de ida y vuelta

A ser sincero, debo reconocer que he envejecido. ¿Cuántos kilómetros habré recorrido en estos cuarenta y tres años? No he dejado de viajar durante toda mi vida, solo o acompañado; casi siempre sin maletas. Me han cuidado con mimo y familiaridad y he sido agradecido; pero el dolor del chirrido seco de esta misma mañana me ha recordado que se acerca el final.

He transportado personas, muebles, enseres, más personas, cajas, bicicletas, animales y un viejo piano vertical de estilo francés que le tocó en herencia al pintor del ático. He elevado sueños, esperanzas, sonrisas, paraguas mojados de vuelta a casa, cuatro tunos de rondalla, más de un suspenso anotado en rojo en los antiguos cuadernos de calificaciones escolares y muchas flores que me dejaban un increíble olor de felicidad. Tengo la piel tatuada con nombres, con fechas, con desconchones, con garabatos y tachaduras. Cicatrices del tiempo.

Como en un confesionario, fui depositario de secretos adolescentes relatados a media voz, de suspiros y sollozos, frío ante la indiferencia, crítico de miradas lascivas al vértigo de un escote, confidente de besos hambrientos y testigo de alguna infidelidad. Custodio cada palabra con orgullo en mi intimidad.

Hoy he subido a los hijos de los hijos que bajé por vez primera en un edificio aún por estrenar y me he visto viejo, con la botonera desgastada y el motor cansado

A ser sincero, debo reconocer que he envejecido y que en mi larga vida como ascensor sólo me ha faltado una cosa: nada me hubiera gustado más que tener un espejo.

Romy Martínez
Grup A


El ascensor

Espero junto a mi amigo Alberto para coger el ascensor. Se abre la puerta para entrar. Dentro pulsamos al botón de la primera planta y recordamos las tensiones por la que estuvimos bastante tiempo distanciados y sin hablarnos hasta que un día nuestra amiga en común que se dedica a las letras como nosotros hizo de intermediara para que volviéramos a ser amigos de nuevo. Dentro del ascensor recibo una llamada de teléfono de Sonia que llamaba para saber cómo estamos.
-Aquí estoy, en la biblioteca, con Alberto. Veníamos a dejar un diccionario. ¿Quieres que te lo pase para que puedas saludarlo?
-Claro. Me encantaría poder saludarlo.
-Espera que te paso a Alberto.
-Hola, Alberto, llamaba para saber cómo estáis.
-Hola, Sonia, acabo de quedar esta mañana con David para dejar un diccionario en la biblioteca.
Desde que mediaste para que lo arregláramos nos hemos vuelto inseparables.
-Me alegro por vosotros. Ya sabéis que aquí tenéis una amiga
-Lo sabemos. David te manda un saludo. 

David Álvarez
Grupo B


Viaje en ascensor

El alma tomó un ascensor que subía y le ordenó:
- Llévame al último piso, el décimo; pero tienes que parar en todos y cada uno de ellos hasta llegar al final del trayecto.
Y así comenzó a elevarse y, cuando llegó al primero, paró. El alma leyó los preceptos que estaban marcados, se examinó escrupulosamente y se exoneró de todas las cargas que portaba por el incumplimiento de las reglas fijadas. Así lo hizo también en el piso segundo que aunque con otros preceptos, también eran de obligado cumplimiento. Continuó ascendiendo y en cada parada se iba despojando de todos los excrementos que contravenían las normas exigidas. Llegó al décimo, hizo examen de conciencia, se despojó de las impurezas que portaba y bajó del ascensor. Ya libre de cargas, el alma, continuó elevándose hasta perderse en el azul.
Luego el ascensor descendió hasta los sótanos, abrió las puertas, descargó todas las inmundicias que llevaba y las depositó en la tierra.

Ramón Sánchez Rodríguez 
Grupo B


El ascensor de la Pedrera

Barcelona, diciembre de 1912.
Gaudí ha terminado por fin la casa Milá, que nosotros conocemos como La Pedrera.
Se dispone a entrar con el Sr. Milá en el ascensor.
Para ponernos en situación, hay que decir que en aquella época los ascensores eran prácticamente inexistentes y carísimos y Gaudí tenía que convencer a su cliente de la necesidad y las bondades de semejante artilugio.
Esto es lo que hablan en ese primer viaje.
Gaudí. Observe la comodidad con la que puede evitar subir escaleras.
Sr. Milá. No estoy muy convencido, me falta el aire.
Gaudí. ¡Qué exagerado! Por este ascensor podemos pasear los dos y no nos chocamos. Además, en estos cómodos bancos, puede usted leer, charlar, fumar no, por si el humo……… bueno, no vayamos a tener un incendio.
Sr. Milá. Ya sabe que yo confío en usted, pero……. ¿esto no se desprenderá, no? No hay ninguno más en Barcelona y me ha dado por pensar que alguno dio mal resultado y por eso lo quitaron.
Gaudí. Esto está asegurado al 100%. Mis operarios y yo hemos revisado cada detalle hasta la obsesión.
El ascensorista es de toda confianza y está preparado para cualquier eventualidad.
Aproveche esta maravilla. Seguro que en el siglo XXI tienen que ir de pie en el ascensor y las puertas se abrirán y cerrarán tan rápido, que a más de uno si se descuida, le pillarán la nariz. Para entonces no tendrán ascensoristas. Ya ve que el ser humano confía cada vez más en las máquinas.
Sr. Milá. Desde luego, usted tiene respuesta para todo. Me ha convencido.

Teresa Sanz
Grupo B

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